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Comentarios sobre temas de actualidad, polìticos, sociales,


religiosos, etc.
sábado, 4 de abril de 2015
Para futura memoria

Cuando decidí retirarme de la Corte Suprema de Justicia,


propuse como candidatos para reemplazarme a Jaime
Sanín Greiffenstein y Carlos Gaviria Díaz.
El primero había escrito un libro de hondo calado, “La
Defensa Judicial de la Constitución”, y gozaba de gran
prestigio tanto profesional como académico. Fue mi
profesor de Derecho Internacional Público y, pese a la
molestia que en su momento sentí porque se opuso a que
mi tesis de grado fuese distinguida con el lauro, en lo que
en realidad tenía toda la razón, me parecía que era
merecedor como pocos de llegar a la Sala Constitucional
de la Corte.
El segundo, que acaba de fallecer, también fue profesor
mío en el curso de Derecho Penal Especial, con que
inauguró su carrera de catedrático de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Antioquia. Habíamos sido
buenos amigos, pero nos distanció la injusta huelga que
para imponer su reelección como Decano de aquella
promovieron en 1970 sus alumnos con el apoyo de no
pocos profesores y tal vez con la anuencia del propio
Gaviria. Ese movimiento ocasionó graves traumatismos,
a punto tal que bien podría decirse que partió en dos la
historia de nuestro claustro universitario. Años después
nos reconciliamos, pero ya la amistad no era la misma y
se rompió definitivamente más tarde a raíz del
tristemente célebre caso de Empresas Varias de Medellín,
que merece capítulo aparte.
Candidaticé a Gaviria por su sólida formación jurídica y
su activismo en pro de los derechos humanos. Mi
experiencia en la Corte me indicaba que la concepción
dominante sobre el tema ahí era bastante formalista y
que se requería alguien que, como lo insinúa el título de
un conocido libro de Dworkin, tomase los derechos en
serio. Yo había librado algunas batallas en ese sentido,
como la que di para cambiar la jurisprudencia sobre la
aplicación de la Justicia Penal Militar a los civiles, que me
hizo ganar la antipatía del estamento armado y la
simpatía de la izquierda. Es una historia que en otra
oportunidad contaré.
La Corte se inclinó por Jaime Sanín Greiffenstein, quien
hizo una muy valiosa labor que por desventura se vio
truncada por el deterioro de su salud.
Años más tarde, uno de mis colegas de la Corte Suprema
de Justicia me llamó para que lo autorizara a proponer mi
nombre para integrar la terna de candidatos para la Corte
Constitucional. Le agradecí el ofrecimiento, pero hube de
declinar su invitación porque, de una parte, era y sigo
siendo crítico empecinado de la Constitución de 1991, a
la que suelo denominar el “Código Funesto”, y además
ya había tenido una amarga experiencia en la
magistratura y no deseaba repetirla. Le sugerí que
pensara en Carlos Gaviria. Le gustó la idea y me pidió
que hablara con él para saber si le interesaba. Así lo hice
y, autorizado por Gaviria, informé que, en efecto,
aceptaba la postulación. Pero esta no encontró acogida
en la Corte Suprema de Justicia porque algunos
magistrados tenían mala opinión acerca de él, debido a
los incidentes del movimiento estudiantil de 1970 y las
actuaciones posteriores de Gaviria como dirigente de la
Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia
en la época más conflictiva que ha padecido nuestra
Alma Mater.
Según supe después, mi colega, ante el rechazo de la
Corte Suprema de Justicia, habló con el entonces
Consejero de Estado Carlos Betancur Jaramillo para que
la corporación de que hacía parte postulara a Gaviria. Así
ocurrió y su nombre quedó a consideración del Senado,
en donde su discípulo Álvaro Uribe Vélez desplegó una
intensa actividad con el fin de lograr que se lo eligiera
para la Corte Constitucional.
La última conversación que sostuve con él, a través del
teléfono, ocurrió a propósito de su ponencia sobre la
famosa tutela de Vivian Morales, que dio lugar a que la
Corte Constitucional frenara el proceso iniciado por la
Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia contra los
representantes a la Cámara que votaron en favor de la
preclusión de las diligencias que se adelantaron contra
Ernesto Samper Pizano por haber recibido dinero del
Cartel de Cali para su campaña presidencial.
Hay unos antecedentes que resumiré en seguida.
Cuando la Comisión de Investigación y Acusación de la
Cámara de Representantes decidió con ponencia del
estrafalario Heyne Mogollón que no había mérito para
actuar contra Samper, la denuncié por prevaricato ante la
Corte Suprema de Justicia, por cuanto, a mi juicio y
según lo expuse en el memorial, sí había pruebas
elocuentes y abundantes para procesarlo. La Sala Penal
dejó en salmuera mi denuncia, pero cuando la Cámara de
Representantes aprobó la preclusión, varios ciudadanos
denunciaron por la supuesta comisión de diversos
delitos a los 111 representantes que la votaron
afirmativamente. Posteriormente, otros ciudadanos
también denunciaron a los 43 congresistas que se
apartaron de la decisión adoptada por la Cámara, por la
supuesta responsabilidad en delitos iguales o
semejantes a los que se imputaban a la mayoría.
La Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de
Justicia asumió el conocimiento de todas las denuncias
y, por tratarse de hechos similares, decidió acumular los
procesos y designar como ponente al Magistrado Jorge
Aníbal Gómez Gallego, quien dispuso la “investigación
previa” del proceso, para lo cual ordenó la práctica de
varias pruebas y la realización de numerosas diligencias.
Vivian Morales, que había participado activamente en
defensa de Samper ante la Cámara de Representantes,
interpuso acción de tutela para frenar la acción de la Sala
Penal de la Corte. La perdió en las primeras instancias,
pero el caso fue seleccionado para su estudio y decisión
por la Corte Constitucional, que otorgó la tutela´por
medio de la Sentencia SU047/99 del 29 de enero de 1999,
en la que actuaron como ponentes los magistrados
Carlos Gaviria Díaz y Alejandro Martínez Caballero. El
fallo puede consultarse en el siguiente
enlacehttp://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/199
9/su047-99.htm
Al tenor de las publicaciones de prensa, escribí un
artículo para “El Colombiano” en el que señalé que era
inconcebible que la Corte Constitucional considerase
que la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia había
incurrido en vía de hecho dizque “prospectiva” por
acogerse a doctrina que aquella había establecido en
vísperas de la actuación de la Cámara de Representantes,
en el sentido de que cuando los congresistas actúan en
ejercicio de atribuciones jurisdiccionales están
sometidos a las mismas responsabilidades de los jueces
y, por consiguiente, no pueden invocar el privilegio de la
inviolabilidad parlamentaria. La premisa de la Corte
Constitucional en ese momento era nítida: un juez
irresponsable hace nugatoria la garantía del debido
proceso.
El entonces magistrado Gaviria me llamó para decirme
que mi artículo era injusto, pues las cosas habían
sucedido de otra manera. Le respondí que si me
convencía de ello haría la rectificación correspondiente.
En seguida me dio esta explicación, que obviamente no
daba lugar a rectificación alguna de mi parte: la ponencia
inicial de otro magistrado era de rechazo de la tutela,
pero en vísperas de la decisión de la Corte “El Tiempo”
publicó un artículo de Alfonso López Michelsen en el que
defendía las pretensiones de Vivian Morales; entonces, el
magistrado cambió su ponencia, pero solo en la parte
resolutiva, dejando intacta la parte motiva. Cuando la
presentó en tales términos, la Corte dispuso que había
que elaborar otra ponencia que fuese acorde con la
conclusión a que se había llegado. A los magistrados
Gaviria y Martínez les cupo en suerte tratar de enderezar
la ratio decidendi del fallo con el propósito de ajustarla a
lo resuelto por la Corte.
Esto es, desde luego, estrambótico. Lo es que por un
artículo de prensa de un expresidente se resuelva
cambiar el sentido de una ponencia en asunto tan
delicado; y lo es, igualmente, que la Corte primero decida
y después motive.
Acá no estamos ante una “herejía constitucional”, sino
un verdadero estropicio que produjo enorme impacto no
solo jurídico, sino político, dado que cerró las puertas
para dilucidar las responsabilidades de los congresistas
en torno del peor de los escándalos políticos de nuestra
historia.
Hay en su haber otros fallos del mismo jaez que no
atestiguan sus calidades éticas y jurídicas. Pero no es del
caso mencionarlos ahora, pues como acabo de decirlo
para “El Colombiano”, me parece que hay que dejar que
el paso del tiempo vaya decantando lo que hubo de
positivo y de negativo en su legado como jurista.
Lo que destaca el coro de plañideras que se ha
conjugado a raíz de su deceso son las que él mismo
calificaba como sus herejías constitucionales, de las que
dio cuenta un libro que publicó bajo el título de
“Sentencias”.
Ahí dejó testimonio de un pensamiento jurídico
ciertamente heterodoxo y libertario, salido de los moldes
habituales y muy desconsiderado respecto de todo lo que
significase autoridad, orden social y tradición, pero en
exceso entusiasta en torno de ciertas concepciones
acerca del valor del individuo, de la libertad y la igualdad
que se admiran como progresistas, aunque desde otras
perspectivas bien podrían considerarse como
regresiones históricas.
En su juventud se declaró fervoroso adherente de las
tesis de Kelsen que postulaban una rigurosa separación
de lo jurídico y lo ideológico a partir de la distinción entre
la validez formal y la material del ordenamiento. Más
tarde, a raíz de su breve paso por Harvard, evolucionó
hacia posturas que, a partir de la consideración de que el
derecho no se limita a ser un sistema de normas
coercitivas, sino que además involucra ideologías que lo
fundamentan y lo nutren, alentaban su utilización como
un instrumento de transformación social.
Reiteradamente afirmaba que la suya era una ideología
liberal y que su concepción de esta era la misma en que
se inspira nuestro ordenamiento constitucional. Pero
advertía que el suyo no se identificaba con el
pensamiento del Partido Liberal, al que despreciaba, sino
con un liberalismo filosófico nutrido con las tesis de
Locke, Rousseau y Kant. Rechazaba que se lo
considerase como marxista, pero se declaraba socialista.
Basaba su desdén por el liberalismo económico en
consideraciones igualitarias. En realidad, era un
anarquista.
A muchos se les chorrea la baba hablando del “país que
todos soñamos”. Gaviria supo tocar las fibras
emocionales de vastos y variopintos sectores de nuestra
sociedad que sueñan con otra Colombia que sea mejor
que la que hoy padecemos .
Desafortunadamente, no resulta fácil poner de
acuerdo los sueños de algún banquero, algún
académico, algún comunicador social, alguna ama de
casa o un hombre cualquiera de la calle, con los de los
narcoterroristas de las Farc, como tampoco median
sanas dosis de realismo para discernir lo deseable y lo
posible a la hora de promover la transformación de la
sociedad. Pero lo que importa para los promotores de la
nueva Colombia es soñar, dejando que la imaginación
emprenda el vuelo en pos de las utopías. Y si penetramos
en en ese imaginario de los anhelos de nuestros
compatriotas, nos encontraremos precisamente con el
ideal de la anarquía.
Suele considerarse que la filosofía da lugar a conjuntos
de ideas rigurosamente concatenadas y bien fundadas a
la luz de la razón, mientras que la ideología, en cambio,
agrupa proposiciones que no siempre son concordantes
ni se basan en sólidas evidencias, pero ejercen un fuerte
poder de seducción que sojuzga la racionalidad. Como el
malicioso tercer tentador del “Asesinato en la Catedral”,
podríamos decir que nos tienta con nuestros propios
deseos.
Pues bien, el finado Gaviria ganó nombradía y ejerció
liderazgo a partir de una visión fuertemente ideologizada
del ordenamiento constitucional, que lo llevaba a
identificar, interpretar y aplicar su normatividad al tenor
de un pensamiento que ya no era propiamente liberal,
sino libertario.
Hay que señalar que no existe en rigor una filosofía
liberal, dado que el liberalismo exhibe muchos matices y
se presta a distintas definiciones. Así, el calificativo de
liberal tiene en Estados Unidos un significado muy
diferente al que se le asigna en Europa. El liberal
norteamericano busca la izquierda del espectro político,
mientras que el europeo tiende hacia la derecha. El
primero es un radical; el segundo, un moderado.
La ideología libertaria que prevalece hoy en muchos
círculos ilustrados y trata de imponerse por distintos
caminos para ganar la adhesión de las masas, lleva al
extremo las ideas individualistas sobre la libertad y la
igualdad. Su concepción de los derechos los desliga de
la idea de responsabilidad. El individuo es, por
consiguiente, más titular de derechos que de deberes.
Los primeros son tan versátiles como sus deseos, que
son los que a la postre mandan la parada. Los segundos
parecen resumirse en uno solo: prohibido prohibir. En
efecto, se cree que el supremo imperativo ético versa
sobre la tolerancia: estamos obligados a aceptar todo lo
que a cualquiera otro se le ocurra, siempre y cuando no
nos imponga su propio modo de obrar. Hay en ello dos
límites difusos: que el obrar ajeno no nos constriña; que
tampoco nos perjudique. Si nada de eso sucede, se nos
prohíbe censurarlo.
La gente reflexiona poco sobre la difícil dialéctica de la
libertad y la igualdad, que suele dar lugar a tensiones
insolubles desde el punto de vista racional. Tampoco hay
mucha reflexión sobre el sentido de la libertad y las
distintas acepciones a que dicho término da lugar. Ni se
da buena cuenta de cómo, al llevar la tolerancia al
extremo, se imponen nuevas modalidades de
intolerancia, ni de la imposibilidad de darle sustento ético
al relativismo, ya que este destruye el sentido del deber
y, en últimas, el del valor: si todo vale lo mismo, nada
vale. En consecuencia, no hay verdades morales y cada
uno es dueño de su propia verdad, tan respetable como
la de cualquiera otro.
Es difícil precisar a la luz de su pensamiento, sus
palabras y sus acciones que es lo que entendía Gaviria
por ética, pues en realidad era un individuo muy
contradictorio.
Tampoco resulta fácil identificar su visión del ser
humano. Por supuesto que era individualista radical, pero
este individualismo no se compagina con el credo
socialista. No era el suyo, en todo caso, un humanismo
personalista, por cuanto este apunta hacia una
trascendencia espiritual incompatible con su tenaz
ateísmo y su grosero naturalismo.¿Qué podía significar
para él un hombre realizado, si pensaba que la
drogadicción es una faceta más del libre desarrollo de la
personalidad, tal como se lee en la Sentencia C-
221/94?(Vid.http://www.corteconstitucional.gov.co/RELAT
ORIA/1994/C-221-94.htm)
Volviendo al tema de su visión fuertemente ideologizada
del ordenamiento constitucional, conviene señalar que,
de acuerdo con el dogma neoconstitucionalista que él
profesaba, ya no hay que pensar en un fundamento
trascendente de la juridicidad, como el que ofrecían las
distintas escuelas iusnaturalistas, dado que todo está
dicho en la Constitución y basta tan solo con saberla leer
para descubrir, desde el tenor literal de su articulado,
todo un universo de utopías. “El país que todos
soñamos” está en ella y basta con aventurarse a
edificarlo. La Constitución es, como en el conocido verso
de Valencia,"una copa para todos llena", y el juez,
máxime si es la Corte Constitucional, es poseedor de la
clave secreta, el “Ábrete sésamo”, que permite abrevar
en ella y apropiarse sus tesoros.
Un conocido dogma del realismo jurídico norteamericano
postula que la Constitución es lo que digan los jueces. En
tal virtud, estos se sienten autorizados para sustituir los
contenidos de sus textos por lo que les indiquen sus
ideologías. Estas prevalecen, entonces, sobre el
articulado constitucional, y si el mismo no se ajusta a sus
preceptos, simple y llanamente se le tuerce el pescuezo
para imponer los dictados ideológicos. Así se ha visto
acá y acullá, por ejemplo, con los textos que definen el
matrimonio como unión de hombre y mujer, que se dejan
de lado para imponer definiciones ideológicas que
extienden tan venerable institución a las uniones
homosexuales.
Pero si los jueces deciden soberanamente sobre lo que
les parezca que es el contenido de la Constitución, el
Estado de Derecho y la democracia terminan sufriendo
gravísimas distorsiones.
Los magistrados de la Corte Constitucional afirman que
sus fallos son en derecho, pero le asignan al mismo los
contenidos que ellos a su arbitrio disponen. ¿Qué los
limita entonces? La situación termina siendo la misma de
las monarquías absolutas, en las que el rey aspira a estar
por encima de toda normatividad, dado que es él quien la
produce.
El dogma democrático declara que el derecho emana de
la soberanía popular, pero la Corte Constitucional, con
sus extralimitaciones, usurpa esa voluntad. Emite juicios
que el pueblo probablemente no apoyaría, pero aquella
responde que fluyen de lo que establece la
Constitución que el propio pueblo ha ordenado por
medio de sus representantes. De ese modo, si se dice
que asuntos tan graves como el aborto, la redefinición
del matrimonio, la educación sexual, la despenalización
del consumo de drogas y otros que representan
verdaderas revoluciones culturales, deberían someterse
al escrutinio popular, se responde que ello no es
necesario, porque esos cambios están en la Constitución
misma que el pueblo debe obedecer.
Dijo Montesquieu en un texto célebre que todo el que
ejerce poder tiende a abusar de él, por lo que se hace
necesario que el propio poder contenga al poder
mediante sistemas institucionales de frenos y
contrapesas. Pues bien, la Corte Constitucional hace uso
de poderes que solo conocen un límite, el que procede
del autocontrol sobre sus propias decisiones, pues los
límites institucionales son inoperantes en la práctica. De
ese modo, ha extendido sus atribuciones hasta el punto
de arrogarse de hecho el poder constituyente mismo y
convertirse en una vigorosa fuerza política.
Conviene tener presente que, tanto en la teoría como en
la práctica, las relaciones entre política y derecho son
bastante complejas.
Como lo señalé atrás, Kelsen trató de deslindar sus
respectivos campos a través de la distinción entre validez
formal y validez material de los ordenamientos. Lo
jurídico sería asunto de la normatividad positiva; lo
político estaría más allá, en los momentos de su
concepción y su formulación. Pero, una vez puesta en
vigencia, la idea de justicia plasmada en el texto se hace
imperativa, es una justicia legal que prevalece sobre toda
otra consideración de orden religioso, moral, filosófico,
sociológico, económico e inclusive científico.
Mientras que una tradición vieja de siglos ha considerado
que hay una justicia supralegal que fundamenta, controla
y corrige los contenidos de la legal, el positivismo, sobre
todo en su versión kelseniana, sigue al pie de la letra la
antigua máxima que reza “Dura lex sed lex” y, por
consiguiente, postula que la ley debe aplicarse tal cual
está formulada de modo inexorable. Justo es lo que la ley
decida y solo ello.
El Neoconstitucionalismo parte de la base de que todo
texto legal se presta a diferentes interpretaciones y,
además, la normatividad no solo se formula en reglas
duras, sino también en principios y valores más o menos
dúctiles reconocidos por ella misma.
Según esto, lo supralegal de las doctrinas iusnaturalistas
de otros tiempos está incorporado a las constituciones
contemporáneas, que hablan específicamente de la
dignidad de la persona humana, de los derechos
inherentes a ella, de la libertad, la igualdad, la tolerancia,
el bienestar, etc.
Por eso digo que, según esta corriente dominante en el
pensamiento jurídico actual, en la Constitución está todo
y lo que no se encuentre de modo explícito en sus textos,
podrá descubrirse en lo que está implícitamente en ellos.
Esa investigación se lleva a cabo explorando las
ideologías. Pero los jueces constitucionales tienden a
imponer sus propias convicciones ideológicas por
encima de las que la Constitución consagra o las que
prevalecen en el medio social, tal como se advierte en la
adopción de la “Ideología de Género” a través de fallos
tan exóticos como el que dispuso que donde el Código
Civil dice “hombre” o “los” hay que entender que
también dice “mujer” o “las”, puesto que el lenguaje
corriente es “machista” e “invisibiliza” a la mujer y por
consiguiente hay que corregirlo a fin de reconocerle a
ella su valor.
(Vid.http://www.corteconstitucional.gov.co/RELATORIA/2
006/C80406.htm;http://dikaion.unisabana.edu.co/index.ph
p/dikaion/article/view/2784/3259).
La lucha política, como bien se sabe, exhibe dentro de
sus facetas la controversia ideológica. Al tomar partido
en este campo, la politización de la justicia da lugar a su
ideologización.
La nuestra se ha convertido en una justicia ideologizada,
y en ello el extinto Gaviria jugó un rol protagónico
decisivo. Sus “herejías constitucionales” no son otra
cosa que concepciones ideológicas introducidas como
de contrabando en la Constitución. Sus corifeos
aplauden que hubiera puesto en boca del constituyente lo
que este no dijo y quizás no podría haber dicho.
De ese modo, muchos revolucionarios piensan que sería
más fácil alcanzar sus objetivos “progresistas” a través
de la acción judicial que por medio del juego político en
los escenarios electorales o legislativos. Si una tendencia
política se toma la Fiscalía y de contera la Corte
Constitucional, la Sala Penal de la Corte Suprema de
Justicia, la Procuraduría y otras altas instancias
similares, ¿para qué esforzarse en conseguir votos en los
debates electorales y obtener puestos en los cuerpos
colegiados de elección popular?
Obsérvese, en efecto, que la revolución cultural en
marcha ha logrado muchísimo más a través de los fallos
de la Corte Constitucional que de las leyes del Congreso.
Para muestra, lo concerniente al aborto, las uniones
homosexuales, la eutanasia, la despenalización del
consumo de estupefacientes y otros temas difíciles.
La politización de la justicia no se da solo en el aspecto
ideológico. En declaraciones que di para “El
Colombiano” sobre el legado jurídico de Carlos Gaviria
observé que el activismo político de que fue adalid “se
traduce en una función política, en el sentido fuerte del
término”.(Vid.http://periodicodebate.com/index.php/opini
on/columnistas-nacionales/item/8162-el-legado-de-carlos-
gaviria?utm_source=feedburner&utm_medium=email&ut
m_campaign=Feed%3A+Portada-PeridicoDebate-
PeridicoDebate+%28Portada+-
+Peri%C3%B3dico+Debate%29).
¿Cuál es ese “sentido fuerte”?
Con ello quiero decir que la justicia politizada no se limita
a actuar en lo que podríamos decir que es la “alta
política”, esto es, la de las grandes decisiones colectivas
y la orientación básica de la vida estatal, sino también en
los juegos cotidianos del poder, en las decisiones
concretas, en el favorecimiento o la exclusión de
personas o de iniciativas, etc.
A tal punto hemos llegado, que la Corte Constitucional se
ha convertido de hecho en una tercera cámara
constituyente y legislativa. Quienes quedan descontentos
con lo que el Congreso decida a través de la forma
prevista en la Constitución, aspiran a que la Corte
Constitucional lo revoque o modifique declarando su
inexequibilidad total o parcial, o modulando su
interpretación y aplicación. La avilantez de la Corte ha
llegado al extremo de darle órdenes al Congreso, tal
como ocurrió con el tema de la eutanasia o el de las
uniones homosexuales. Y no cabe duda de que fue un
fallo político el que impidió la segunda reelección del
presidente Uribe Vélez.
De la justicia ideologizada y politizada en el sentido fuerte
del término a la justicia corrompida, solo media un paso
que ya se ha dado y no a raíz de las denuncias contra el
magistrado Pretelt, sino desde mucho tiempo atrás. Lo de
interactuar con “lobbystas” es algo que hacía ya
profusamente el entonces magistrado Gaviria, que en
esto no dio ejemplos edificantes.
Sugiero la lectura de un excelente escrito que publicó
hace poco en “El Colombiano” mi muy apreciado
discípulo y amigo, el exmagistrado Javier Tamayo
Jaramillo, con el título de “El derecho como método de
corrupción”, en el que demuestra que el tan cacareado
activismo judicial deriva a la postre en el deterioro ético
de la administración de justicia.
Dice, entre otras cosas, lo siguiente:
“Y la delincuencia encontró el camino abierto para que la
justicia corrupta, venal o politizada, utilizara la tutela no
sometida a la Ley con el fin de favorecer sus intereses,
pues la Ley escrita puede ser
desconocida.” (Vid.http://www.elcolombiano.com/opinio
n/columnistas/el-derecho-como-metodo-de-corrupcion-
DH1559454).
Desdeñar la ley escrita para sustituirla por el arbitrio
judicial conduce inexorablemente la corrupción del
sistema.
Por eso digo que el juicio sobre el legado de Carlos
Gaviria como jurista debe decantarse con el transcurso
del tiempo, que dirá en su momento cuán positivo o
negativo es.
En lo concerniente al juicio sobre su persona y sus
procederes, ya lo ha proferido Dios, cuya infinita
misericordia hace que el sol brille todos los días tanto
sobre buenos y malos, y envía la lluvia para justos y
pecadores (Mt.5:45).
Es probable que ese sagrado veredicto no sea tan
entusiasta como el de los responsables de “El
Colombiano” y otros medios, que prácticamente parecen
querer elevarlo a los altares como una especie de santo
laico, pero es de esperar que tampoco sea lo
condenatorio que desean sus detractores. Al fin y al
cabo, era alguien humano, quizás demasiado humano, en
sus sobresalientes cualidades y defectos.
Fue, en medio de todo, un hombre de familia, y para esta
hay que pedir que Dios la consuele por su ausencia
definitiva en este plano existencial. Con él se
reencontrarán en el más allá.
Publicado por Jesús Vallejo Mejía en 11:36 5 comentarios:

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