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Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación

UNIVERSIDAD ANDINA SIMÓN BOLÍVAR


SEDE ECUADOR
COMITÉ DE INVESTIGACIONES

INFORME DE INVESTIGACIÓN
Documentos impregnados:
vestido, cuerpo y nación

INVESTIGADORA RESPONSABLE

Cristina Burneo Salazar

Quito – Ecuador

2016
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
2

Resumen

El vestido burgués de fines del siglo XIX es la materialización de un momento de alta normatividad
en los códigos de civilidad en las Américas. Dicha materialidad, registrada en archivos fotográficos
y textuales como retratos de familia, álbumes, revistas, publicidad, da cuenta de ello. El vestido de
las burguesas puede examinarse como una tecnología de control para la construcción y la
representación de la categoría “mujer”. Las vestiduras son también investiduras en tanto sitúan
socialmente, regulan moralmente, dan cuenta de una pertenencia y de un conjunto de privilegios y
de restricciones. Las mujeres quiteñas pueden mirarse como una representación del deseo de la
nación por civilizarse. Ellas acompañarán este proceso y a la vez encarnarán una idea del ser mujer
dada por el control del cuerpo, el código del vestir y, en conjunto, por una técnica que las conduce a
performar su subjetividad y su pertenencia a la nación según dichos dictados. El vestido de las
mujeres como materialidad constructora de sentidos en el periodo 1870-1900 en Quito es el objeto
de esta investigación.

Palabras clave

mujeres siglo XIX; género y moda; cuerpo femenino; género y nación; historia de las mujeres

Datos de la autora

Formación en literatura, comunicación, estudios de la cultura y traducción literaria. PhD en


Literatura Latinoamericana por la Universidad de Maryland. Beca postdoctoral Coimbra,
Universidad de Lovaina, 2012. Áreas de investigación: escrituras bilingües; subjetividades
dislocadas; historia de las mujeres en el siglo XIX. Columnista de opinión, derechos sexuales y
reproductivos y problemáticas de género.
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Tabla de contenidos

Volver a mirar: el pliegue como documento 4

Archivo textil y textual 6

La mirada fetichista: lo que nos dicen las cosas 9

Encuentro entre las cosas y las tecnologías de género 16

Muñecas rusas: el cuerpo femenino en el cuerpo de la nación 23

Entrega, aliento fresco y civilidad: tres ejemplos de buenas costumbres 32

No se ruboriza 33

Un vicio más 36

Ni záparos ni guajiros 38

La mujer desnuda del San Juan de Dios 41

Cuerpo que desaparece 45

Bibliografía 48

Imágenes 52
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Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación1

Consideramos que toda mujer tiene la estricta obligación de ser bella.

E. Gómez Carrillo

Volver a mirar: el pliegue como documento

Hay cierta materialidad inusualmente considerada como documento. Las cosas, los objetos o

artefactos con los cuales compartimos el espacio parecerían hallarse al margen de los mundos de

sentido que hemos construido como sujetos. Las cosas, ese reino a veces ajeno de aquello que nos

rodea; los objetos, aquello de lo que hacemos una función o que usamos para pensar; los artefactos,

que nos revelan su hechura, todo nos puede plantear un problema en tanto habita la realidad en que

vivimos. Es lo que Bill Brown ha llamado nuestro “inconsciente material” (1996).

Este trabajo busca ir hacia un conjunto concreto de cosas: los vestidos y, dentro de ese vasto

campo, los vestidos que cubren los cuerpos de las mujeres de la burguesía quiteña entre 1870 y

1900. Este periodo se ha fijado en función de los documentos localizados para la investigación.

Entre la finisecularidad de un siglo en el cual ha surgido una nación y la demorada llegada del siglo

XX a Ecuador, hay una medida del tiempo que cobra protagonismo pero que hemos aprendido a

ignorar a riesgo de aparecer frívolos: la moda. La pregunta ante este archivo se refiere a los cuerpos

de las mujeres: cómo una niña nacida en la burguesía quiteña en las últimas décadas del siglo XIX

se convierte en una mujer y qué supone ocupar esa categoría en el espacio de lo social.

A fin de moldear un cuerpo socialmente viable en el contexto del siglo XIX

hispanoamericano, una niña recién nacida dentro de la burguesía será sometida al uso de varios

instrumentos que la convertirán en mujer, modelando su género a partir de su sexo. El cuerpo viable

es justamente aquel que puede vivir. Dentro de las coordenadas civilizatorias del proyecto
1 El primer avance de este trabajo fue presentado en JALLA 2014, San José, Costa Rica. A partir de entonces, se ha
beneficiado de las observaciones de pares ciegos realizadas en el marco del fondo de investigación para ex
estudiantes de la Universidad Andina Simón Bolívar.
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decimonónico americano, que también quiere ser un cuerpo viable, sólo dos tipos de ejemplares de

la especie son aceptados para conformar dicho cuerpo y guiarlo hacia el futuro: las mujeres y los

hombres de nuestra América.

No bien confirmado el sexo al momento de su nacimiento, y si una niña muestra genitales

propiamente desarrollados que la identifiquen como hembra, tendrá trazado ya un itinerario como

mujer. A partir de ese momento, la técnica de su época, acompañada de los discursos que le darán

sentido y sobre la base de una biología, irá construyendo una psicología, una moral, un banco de

emociones, una estética. La biología como discurso y como dadora de funciones produce un sujeto.

Esta orquestación va a dar como resultado una mujer. Así, la forma del cuerpo de la hembra, su

volumen, la apertura de sus caderas, la redondez de los senos, se organizan en pos de la compleja

arquitectura de lo que será una mujer, en el discurso y en los actos performativos del ser mujer a lo

largo de una vida. Ese cuerpo es una construcción destinada a acompañar varios procesos: el que

nos civiliza, el que nos hace progresar, el que dicta el ritmo al que giran los engranajes de la

máquina nacional: “La biomedicina exige que, para que el cuerpo sexual sea sociopolíticamente

inteligible, deberá conformarse a varios principios biológicos” 2, los cuales serán siempre políticos,

sociales y culturales. El cuerpo diseñado para la mujer del siglo XIX en Europa es el modelo de la

criolla americana.

En su ensayo Poses de fin de siglo, Sylvia Molloy ha enfatizado en la necesidad de mirar la

relación entre género y nación en América a fin de visibilizar los cuerpos modelados en ese cruce.

De hecho, escribe Molloy, hay una “construcción paranoica de la norma con respecto a género y

sexualidades” y dicha norma rige para las “implicaciones ideológicas de estas construcciones para

los debates sobre identidad nacional y salud nacional” (2012: 17). De ahí el interés por ver cómo lo

que se considera la “salud nacional” deposita en las mujeres y en su performance cotidiana una idea

2 Juan Carlos Jorge-Rivera, “El corpus sexual de la biomedicina”, Sexuality Policy Watch, No. 10, 2009.
http://www.sxpolitics.org/pt/wp-content/uploads/2009/10/el-corpus-sexual-de-la-biomedicina-juan-carlos-jorge.pdf
El extenso y muy sugerente trabajo del neurocientífico Juan Carlos Jorge-Rivera en los campos de la biomedicina, la
embriología y la interesexualidad dialoga con la obra de Anne Fausto Sterling, Verena Stolcke y otros nombres
fundamentales en la historia de la deconstrucción de la diada sexo-genérica en el mundo occidental.
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de civilidad y de orden.

Molloy relaciona, justamente, el cuerpo vestido con su sentido dado por lo público y dentro

de una performatividad calculada y bien aprendida: “(...) los cuerpos se leen (y se presentan para ser

leídos) como declaraciones culturales” (2012: 43), como modelos en movimiento, en su “aspecto

material, su inevitable proyección teatral, sus connotaciones plásticas”. Esta puesta en movimiento

de los cuerpos, animados por la subjetividad femenina aprendida, en el caso de las mujeres,

configura lo que Molloy llama “un campo de visibilidad dentro del cual la pose es reconocida como

tal.” Dentro de este campo visible, la pose como aparición danzada del cuerpo en el espacio no

puede existir sin el vestido. Ese conjunto no será neutral ni inocente, los cuerpos hablan junto con

las capas que los cubren.

Archivo textil y textual

La búsqueda de las cosas que darían sostén a esta reflexión hizo de la dispersión una condición de

trabajo. El primer paso para establecer el archivo material de esta investigación fue ubicar vestidos

en guardarropas privados, en conventos, en tiendas de antigüedades y en museos. De allí salió un

puñado de piezas que, en su carácter físico, iluminan las representaciones que de ellas se han hecho

en textos y fotografías. Esas piezas son por ende la materialización del archivo de textos e imágenes

establecido para la investigación. El archivo de impresos está conformado por retratos fotográficos

de mujeres y textos religiosos y seculares sobre ellas: las burguesas quiteñas.

La conformación de este mínimo archivo mixto hace posible establecer una continuidad

entre fotografía, literatura y piezas de ropa a fin de seguir la trayectoria del conjunto propuesto. En

esta observación, darle relevancia a la continuidad entre palabra e imagen permite ver qué pasa con

las cosas representadas en textos, con las cosas fotografiadas y con aquellas que han sobrevivido el

paso del tiempo y aún habitan museos, tiendas, bodegas3. Al ver las cosas en palabras, en
3 Aunque de manera indirecta, George Didi-Huberman y su reflexión sobre los métodos del historiador del arte Aby
Warburg han motivado esta aproximación. En su ensayo “Cuando las imágenes tocan lo real”, Huberman escribe:
“Durante toda su vida, Warburg intentó fundar una disciplina en la que, en particular, nadie tuviera que hacer la
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fotografías, o existentes en sí mismas, queremos hacer que nos hablen desde su materialidad y

desde la literatura, la historia y los espacios que habitan hoy como documentos.

El periodo 1870-1900 pone especial atención en la difusión de los códigos de civilidad para

las mujeres que se terminan inscribiendo en la moda. Las revistas consultadas, La revista

ecuatoriana (1889); Revista de Quito (1898); El sastre quiteño (1898), presentan especial interés

porque los textos escritos en ellas están firmados por hombres que establecen códigos para las

mujeres, de ahí esta elección.

Por su parte, la fotografía es muy reveladora por la figura de las mujeres que domina en los

retratos que van entre los 1870 y los 1900, especialmente. El archivo familiar de María Augusta

Urrutia, alojado en el museo del mismo nombre, comprende una cantidad significativa de retratos

fotográficos de este periodo. Un solo álbum de una familia de las élites habla de toda una clase

emparentada, asociada y aliada socialmente. María Augusta Urrutia (1901-1987) fue una noble

quiteña, dama de la caridad y mecenas, sobre todo de Víctor Mideros. Los álbumes de familia de

sus antepasados son una fuente valiosa para ver cómo el parentesco, la idea de clase y el poder

configuran un orden social que termina por marcar los designios de la nación. Los matrimonios, los

viajes y la vida cotidiana de las élites de Quito entre 1870 y 1950 están registrados en el fondo

Urrutia. En las dinámicas sociales de la aristocracia, se puede apreciar cómo son las mujeres que

pertenecen a ellas. Los retratos del fondo Urrutia, varios de ellos de autoría del fotógrafo Enrique

Morgan, son principalmente de las mujeres de las familias Klinger, Aguirre, Barba y Urrutia, todas

ellas emparentadas, y también de aristócratas hombres y de religiosos de Quito. Los retratos de

mujeres, fechados sobre todo en dedicatorias, se ubican entre 1874 y 1902. El fondo Urrutia guarda

también piezas de vestir del siglo XIX, probablemente del último cuarto, según han sido analizadas

en el mismo museo. Las piezas que más destacan son un vestido de viudez en encaje negro con

sempiterna pregunta -que Bergson habría llamado un 'falso problema' por excelencia- de saber quién va primero, la
imagen o la palabra.” (2013: 14) Al unir en su obra escritura y visualidad, Warburg buscaba, desde una
interpretación culturalista del arte, trabajar fuera de las disciplinas tradicionales del conocimiento, algo que
Agamben llamó “ciencia sin nombre” para caracterizar sus métodos de trabajo.
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polizón y una chaquetilla de seda con faldón4.

Asimismo, fue posible visitar el archivo privado de una familia de la aristocracia quiteña de

larga data, la de Gloria Gangotena de Montúfar, y apreciar no sólo retratos y álbumes familiares,

sino también prendas de vestir del siglo XIX que hablan del pasado de una familia privilegiada y de

un orden social bien marcado. Entre las posesiones familiares de Gangotena constan faldones,

lencería, ropa de dormir, sombreros y ropa masculina de fines del siglo XIX (dos chalecos y una

chaqueta). Una de las piezas más “expresivas” de este conjunto es un faldón de alambre y capas de

tul en color negro. Su peso aproximado es de diez libras, se colocaba bajo el vestido, para darle

volumen y acentuar el contraste con la cintura5.

Por último, está el vasto archivo fotográfico de la biblioteca Aurelio Espinosa Pólit. El

fondo guarda numerosos retratos fotográficos de mujeres del siglo XIX, la mayor parte de ellas sin

identificación. Su figura anónima, sin embargo, nos permite leer una época.

Así, este trabajo se sitúa en lo privado, en lo material y en las superficies de la subjetividad

femenina que nos llevarán a sus profundidades, si acaso fuera posible conocer en hasta dónde llega

una superficie y en dónde inicia la profundidad. Para conocer la historia de las mujeres, es necesario

mirar lo concreto, pues “los criterios de construcción de los hechos históricos centrados en la vida

pública se han referido a una humanidad genéricamente neutra, pero en realidad se refieren a la

parte masculina de la misma”, como lo explica Ana Lidia García (1998: 201) cuando se refiere a los

problemas metodológicos de la historia de las mujeres. Para hacer visible lo que ha sucedido con las

mujeres a lo largo de la historia, hay que ingresar en espacios marginados de lo público y de lo

histórico “mayúsculo”. García continúa: “la historiografía se ha ocupado principalmente de la vida

pública, en la que las mujeres, en efecto, han tenido una presencia restringida” (1999: 201). De ahí

4 La pieza de seda se encuentra preservada fuera de exhibición y no ha podido ser restaurada por los costos y las
dificultades que presenta la restauración textil en Ecuador. Es curioso ver estos vestidos, que no se consideran
documentos, frente a los los uniformes y trajes de los próceres de la independencia, por ejemplo, que se hallan en
casi todos los museos históricos.
5 Al llevar puesto el faldón por unos minutos, pude comprobar cómo el peso de esta pieza, sólo una del atuendo
decimonónico, limita el movimiento y afecta a la columna por el peso que debe manejarse y el equilibrio que debe
mantenerse al caminar.
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el interés por los espacios privados, domésticos y cotidianos, los cuales, además, requieren una

mirada multidisciplinaria que proponga, por otro lado, metodologías renovadas que permitan

formular nuevas preguntas. “La historia de las mujeres acepta las distintas lecciones que ofrece su

múltiple vecindad con otros campos del conocimiento. Por ello su originalidad no estriba en sus

métodos únicos sino en las preguntas que plantea y en las relaciones de conjunto que establece”,

continúa García (1999: 201)

Las tiendas de antigüedades son archivos “extraoficiales” pero productivos; las colecciones

de prendas, manuales de patronaje, objetos de higiene, toilette y del hogar, quieren comunicarnos en

su acumulación desordenada los sentidos de las cosas de ese pasado de las mujeres; el fondo Urrutia

guarda vestidos de ella y de sus ancestras con cierto fetichismo no declarado pero afortunado, sin

duda. Quizás sea en las tiendas de antigüedades y en los desvanes, caracterizados por la resistencia

a la clasificación museológica, en donde mejor se pueda poner en marcha esta mirada, lo que el

antropólogo hindú Arjun Appadurai ha llamado “fetichismo metodológico” a partir del concepto

marxista del fetichismo de la mercancía.

La mirada fetichista: lo que nos dicen las cosas

Esta reflexión intenta inscribir como documento todo aquello que cubre los cuerpos de las mujeres

a fin de examinar la subjetividad de una mujer fin-de-siglo/cambio-de-siglo de las élites con los

sentidos que se le otorga a estas capas. Muchos de estos sentidos situados en el cuerpo y en sus

coberturas persisten pasada la primera década del siglo XX, cuyo inicio en Ecuador es demorado y

parsimonioso en muchos aspectos. Estos cuerpos, forjados con estas materialidades textiles, nos

devuelven a su vez la imagen de otras mujeres más cercanas a la desnudez y alejadas de las élites.

La subjetividad de estas mujeres oscila, así, entre los códigos del vestir privilegiado y el desamparo

de la desnudez.

Los vestidos femeninos de la burguesía quiteña dan cuenta de las maneras en que la
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categoría “mujer” se modeló en función de la proyección de la idea de nación ecuatoriana, lo cual

constituye un proyecto de civilización y de imitación del modelo europeo, en sus propios términos y

contexto hasta cierto punto, pero con los ojos puestos en el otro lado del Atlántico, de donde vienen

los códigos y los modos de ser para la nación. El vestido como tecnología de control reproduce

sistemas de disciplina más amplios que tuvieron lugar en este contexto histórico y cultural. Por eso,

merecen estudiarse más allá de las banalizaciones tradicionalmente asociadas a las nociones de la

moda.

En un artículo de 2001 titulado precisamente “La teoría de las cosas”, cercano a ciertas

ontologías centradas en los objetos, Bill Brown indaga en nuestra relación con las cosas y en cómo

ellas nos completan como sujetos: nuestra subjetividad no se puede disociar de la materialidad que

nos rodea y que nos constituye.

Si bien la discusión teórica en torno a la thing theory6 rebasa con mucho la presente

reflexión, cabe marcarla como una posibilidad metodológica que busca formular preguntas

vinculadas a nuevos materialismos a fin de ir hacia maneras de comprender la realidad que no se

centran exclusivamente en la distancia sujeto-objeto. Continúa Brown: “La historia de los objetos

afirmándose a sí mismos como cosas es, pues, la historia de una relación modificada con el sujeto

humano y por ende la historia de cómo las cosas nombran más bien una relación particular sujeto-

objeto y no tanto un objeto.” (2001: 4) En el caso del vestido, esta existencia relacional es

particulamente sugerente, de ahí la intención de inscribir cuerpo y vestido en esta discusión. El

vestido toma forma en un cuerpo y ese cuerpo, en lo social, no circula si no está vestido e investido

con una materialidad textil. De ahí la propuesta de pensar la subjetividad femenina del siglo XIX

6 A fin de contextualizar esta discusión, es necesario mencionar el pensamiento de Heidegger en torno a la cosa
(Ding), del cual derivan estas propuestas teóricas. Un antecedente literario importante es la novela Las cosas, de
Georges Perec y también está el trabajo de Arjun Appadurai, mencionado en este trabajo, La vida social de las
cosas (1991). El trabajo de Bruno Latour y su ontología centrada en los objetos es también un referente dentro de
estos campos. Esta perspectiva también nos permite mirar cruces posibles entre la antropología, la historia, la
literatura, la filosofía: las cosas nos mueven hacia preguntas teóricas que debilitan ciertos territorios disciplinarios.
Por último, el pensamiento de Walter Benjamin, privilegiado por Brown, apuntó hacia la pregunta histórica,
filosófica y estética por las cosas, entre ellas, las que conforman el mundo de la moda, sobre todo en El libro de los
pasajes.
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como literalmente modelada por sus superficies y lo que éstas nos comunican.

Las cosas son relacionales, no se limitan al objeto opuesto al sujeto destinado a cumplir su

función. En ellas, señala Brown, hay un exceso: algo más allá de la función que crea otras

relaciones con el sujeto: lo completa, lo modifica: La pregunta no es “si las cosas son, sino qué

trabajo cumplen, preguntas, de hecho, no sobre las cosas mismas sino sobre la relación sujeto-

objeto en contextos temporales y espaciales particulares.” (Brown 2001: 7) La pregunta por las

cosas puede interpretarse, de esta manera, como la pregunta por un encuentro entre un cuerpo y sus

capas. No se trata de una separación sino de una continuidad y aun una indistinción entre el cuerpo

y la materialidad que lo completa. Las cosas son relacionales: van siempre hacia algo. Un vestido

hacia su cuerpo.

Un cuerpo no se entiende sin los sentidos que construye para sus atavíos, que van mucho

más allá del ocultamiento de su desnudez. Socialmente, ningún cuerpo occidental halla su

legitimidad en su desnudez, sino justamente a través de las capas que se suceden sobre él como

pieles. Pensemos, por el contrario, en las situaciones del cuerpo desnudo fuera del arte, en el

espacio social: nacimiento, humillación pública, pornografía, reducción a objeto de estudio. Al

cuerpo que circula desnudo en el espacio social le hemos llamado nudista, exhibicionista, demente,

impúdico. Es una excepción, una disidencia o un acto ilegítimo. El cuerpo femenino decimonónico,

sin duda, se construye junto con sus vestidos. Después de Eva, la desnudez será siempre una falta o

una concesión en la intimidad. El vestido es la recuperación a partir de la falta: redime, viste e

inviste, dignifica y ordena.

El siglo XIX se preocupará mucho por administrar con precisión los “paisajes del cuerpo”,

como bellamente los llamó Walter Benjamin en su Libro de los pasajes. Las breves zonas de piel

desnuda que bordean las áreas cubiertas del cuerpo, marcadas por la línea del encaje, el doblez, filo

que separa lo desnudo de lo vestido, son de una geometría precisa. El paso del rostro al cuello, el

trapecio o el óvalo del escote, las circunferencias de la manga, el círculo amplio que forma el ruedo
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de las faldas, todo está calculado para dejar de desnudez lo imprescindible. “El sello distintivo de la

moda de entonces: insinuar un cuerpo que nunca jamás conocerá la desnudez total” (2005: 96),

escribe Benjamin. La cuidada silueta burguesa del siglo XIX, que ciñe la cintura en su lugar

natural, eleva el busto y amplía las caderas con polizones y faldones, es al mismo tiempo una silueta

sensual, definida y delineada con una promesa: la de la fertilidad, camino posible de la familia. La

promesa de la desnudez, aunque a veces no llegue a cumplirse jamás, ni en la legitimidad ganada

para el encuentro amoroso por medio del matrimonio eclesiástico, tiene mucho que ver con el

porvenir de la nación.

El diario de la joven Virginia Aguirre7 describe esta relación con el vestido y la desnudez; es

uno de los documentos del fondo Urrutia. La joven mantiene este diario de viajes de 1874 a 1876 y

escribe sobre su cotidianidad, con escasos puntos de fuga en que aparecen opiniones o

interpretaciones de su realidad. Virginia es un ejemplo de la aristocracia quiteña: habita un palacete

de Quito, es católica, se relaciona con familias de su clase y parte importante de su educación tendrá

lugar en Europa. En una de las entradas de su diario, la joven narra que acaba de llegar de un baile.

Son las 5 de la mañana. “Mientras me desvestía, que es largo, me acosté a las 11 de la mañana.”

(1877: sin paginación). Desvestirse significa desmontar el cabello, volver a enrollarlo para el día

siguiente, desanudar corsés, camisillas interiores, medias y faldones, adelantar a veces algunos

pasos de la toilette de la mañana que tienen que ver con la higiene y, antes de deshacerse de las

enaguas, conservar una de sus capas, sobre la que va la lencería de noche. Nimio como es describir

esto, simplemente ilustra la distancia que existe entre un cuerpo y su desnudez.

Virginia no es sin ese camerino diario en que debe convertirse en quien es. En lo social, lo

cultural, lo económico, lo simbólico, son las cosas las que hablan para que un cuerpo cobre sentidos

en el espacio: el espacio del sujeto. Ellas nos interpelan y, en el caso del vestido, sus viajes por

distintos tiempos y latitudes es muy decidor: la moda viaja, se impone, se materializa en siluetas,

7 Es la abuela de María Augusta Urrutia. Su segundo apellido es Klinger, y es descendiente de un oficial de los
ejércitos napoleónicos que vino a Quito con Antonio José de Sucre.
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texturas, cortes, hilos, colores. La moda que recorre el centro de Europa para llegar a las Américas

en el siglo XIX tiene una relevancia particular: es el tiempo del presente, el tiempo que buscan las

Américas para ponerse al día en los discursos civilizatorios. Sin las cosas que encarnan esos

discursos, la moda no sería posible como expresión del tiempo presente. ¿De dónde nos llegan las

cosas que nos rodean, cómo cohabitamos nuestros espacios y por cuánto tiempo, con qué cosas que

nos rodean, nos hacen y nos dan forma?

Bill Brown se apoya, a su vez, en La vida social de las cosas (1991), del antropólogo hindú

Arjun Appadurai, en donde éste hace de la observación detenida de las cosas una metodología:

mirar las cosas como si tuvieran agencia propia. Dichos movimientos nos permiten ver cómo

irradian los sentidos en nuestro mundo social: “aunque desde un punto de vista teórico los actores

humanos codifican las cosas con significado, desde un punto de vista metodológico son las cosas en

movimiento las que iluminan su contexto humano y social.” (Appadurai 2001: 5) Sólo desde cierta

perspectiva, ciertas cosas en movimiento nos dirán de nuestros contextos: hay que dirigir la mirada

y seleccionar esas cosas a fin de poder incursionar en el fetichismo como método.

En tanto objeto, el vestido cumple funciones que van desde lo médico hasta lo simbólico y

suele marcar el lugar que ocupamos en el mundo de lo social, junto con otros signos. ¿Pero cómo

mirar los vestidos como fetiches? ¿Qué nos dicen cuando sus capas, su materialidad textil, se

mueven sobre los cuerpos de las mujeres? “Las cosas no son silentes. En su potencia como objetos,

hablan de cómo nos constituyen como sujetos”, afirma Brown (2001: 5). Aparentemente, reinamos

por sobre los objetos en tanto sujetos, pero son las cosas más allá de su función como meros objetos

las que se imponen en su carácter físico ante nosotros. En el retrato de esta mujer anónima (fig. 1)

aparece una chaquetilla que requiere de un corset por debajo para poder cerrarse. Los puños quizás

deben abotonarse a las mangas interiores. Sus faldas pesarán unas diez libras, aunque no podamos

verlas. El cabello así esculpido puede tomar más de una hora en rizarse. La pregunta es qué pasa

con la subjetividad de esta mujer y cómo esos detalles, las cosas, la configuran y la conducen a
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actuar de cierta manera una vez fuera, en el espacio teatral del mundo.

La teoría de las cosas no solamente nos obliga a cuestionar la distancia sujeto-objeto, sino

que también demanda una salida de las disciplinas tradicionales para mirar que, en los cruces

mencionados, aquello que permite estos acercamientos es lo que el mismo Bill Brown ha llamado

un giro material: ver las transformaciones del mundo concreto que nos convierte en sujetos desde

perspectivas que se apartan de las divisiones ya aprendidas de la mirada (como la ciencia, la ciencia

social, el arte, la literatura, la historia).

La circulación de ciertos objetos en la vida cotidiana de Quito del siglo XIX, los vestidos

que adopta la clase burguesa para convertirse en lo que es, la imitación de la moda internacional, las

ideas detrás del vestido y la circulación de textiles, formas, alturas, texturas van a construir un

grupo social bastante definido. Más allá de su aparente banalidad, la construcción de ese gusto y de

esa legitimidad van a permitir un ejercicio de poder. “Los gustos de la élite, en general, tienen esta

función de 'molinete', seleccionar de entre las posibilidades exógenas y proveer de modelos, así

como de controles políticos, para los gustos internos y la producción.” (Appadurai 1991: 31) En La

filosofía de la moda, Simmel se detiene en lo que la imitación significa en relación con el poder y la

estratificación de la sociedad:

En tanto principio, el instinto de imitación es característico de un cierto grado de desarrollo

en donde el deseo de una actividad personal y eficiente está ya formado, pero en donde aún

hace falta la aptitud para definir los contenidos individuales. La etapa siguiente es aquella

que ve el futuro -y ya no solamente aquello que fue dado, heredado, transmitido- intervenir

en la determinación del pensar, el actuar, el sentir. (1905: 10)

Simmel ve en la moda la voluntad de perfilar un futuro sobre un presente apoyado en un modelo.

Las referencias a la moda europea en las revistas de Quito son constantes, así como las

suscripciones a revistas parisinas, londinenses o de Nueva York. Esa ansiedad por el modelo puede

decir también de la conciencia de un futuro, en este caso, la nación ecuatoriana y sus habitantes.
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La moral, la idea de civilización, la concepción de la familia, todo esto pasa por los códigos

legados por el modelo europeo, por la imitación y por la adaptación de esos códigos a la vida

cotidiana quiteña. La moda no rige sobre abstractos, sino sobre cuerpos concretos, y su régimen va

más allá de lo su aparente banalidad. “Pues casi hay que ver un signo de la extensión del poder de la

moda en el hecho de que, rebasando sus territorios originales -las apariencias exteriores de la

toilette- ella atrae hacia sí el gusto, la convicciones teóricas y aun los fundamentos morales de la

vida y les imprime su forma propia: la forma del cambio.” (1905: 24)

En una investigación sobre el movimiento sufraguista feminista irlandés, Rebecca Bennette

enfatiza, por ejemplo, en la necesidad de “apoyar la idea de la importancia del vestido y la moda

como campos de indagación histórica, una posición que ha empezado a afectar la escritura sobre la

Historia sólo de manera reciente” (Bennette 1999: 2), es decir, en los últimos veinte años. Si vamos

a trabajar con superficies, es lo superficial lo que interesa para la exploración, pues es lo que nos

transmite sus formas de manera inmediata. A partir de ellas, podemos ir desentrañando capas y

pliegues, para aprovechar la potencia metafórica de lo textual/textil.

De vuelta al XIX, Simmel describe una cualidad de la moda que ilustra el fenómeno social

del cambio en el contexto quiteño según lo que se puede leer en los documentos mencionados: “Así,

la moda no es otra cosa que una de las numerosas formas a vida a través de las cuales se encuentran

reunidas en una unidad de acción la tendencia al igualamiento social por una parte y la tendencia a

la diferenciación individual y la variación por otra.” (Simmel 1905, 12) El Ecuador de 1870 aún se

pregunta por su forma, por las imágenes y símbolos entre los cuales debe desplegarse la república.

Se necesitan un ciudadano modelo y una mujer tipo: la divina pareja de la nación incipiente, que no

podrá servir a la sociedad, por cierto, en tanto no se convierta en familia. Dejando en el margen a la

mayoría indígena, sofocando las diferencias de la población afrodescendiente, con distancia de las

Galápagos8, la Amazonía9, son las ciudades criollas las que marcarán el carácter de la república.
8 Baquerizo Moreo es el primer presidente ecuatoriano en visitar las Galápagos, apenas en 1916. Ver Christopher
Grenier, Conservación contra natura. Las Islas Galápagos. Quito: Instituto Francés de Estudios Andinos, 2007.
9 Ver, por ejemplo, el trabajo de Natàlia Esvertit, La incipiente provincia, Amazonía y Estado ecuatoriano en el siglo
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La homogenización es necesaria para el control, así, la categoría “mujer” se desarrolla

dentro de un perímetro dirigido a cumplir la función social de la educación de los hijos, el

acompañamiento y el espacio privado, lo cual “deja a las mujeres sin huellas propias en el acontecer

histórico”, como lo ha descrito Rosemarie Terán a propósito de la educación de las niñas y las

jóvenes en “La emancipada: las primeras letras y las mujeres en el Ecuador decimonónico” (2010:

36). Esta marginalidad, que Terán caracteriza como una “disolución” de la mujer como sujeto, no

quiere decir que las mujeres no hayan estado presentes dentro del acontecer histórico, como lo

señala también Ana Lidia García cuando habla de los problemas metodológicos ya mencionados. Sí

se trata, en cambio, de situar los espacios en que aparecen las mujeres, ir a su encuentro para

construir su historicidad y revertir esa disolución. Dentro de la idea de nación, hay que ir a la vida

cotidiana y a los cuerpos concretos de las mujeres para comprender su existencia.

Así, la metodología para leer este archivo se apoya en la teoría de las cosas en general y en

las observaciones citadas de Ana Lidia García acerca de las preguntas necesarias a la hora de pensar

la historia de las mujeres desde perspectivas renovadas. Brown y Appadurai ofrecen una vía a la

pregunta que se hace García y posibilitan, en este cruce, mirar la moda como un campo productivo

en la ciudad de Quito a fines del siglo XIX e inicios del siglo XX.

Encuentro entre las cosas y las tecnologías de género

La historia feminista, como la que han construido Michelle Perrot y Lynn Hunt, rechazando

el esencialismo biológico para releer el pasado y revisar nuestros archivos como construcciones de

la subjetividad, es fundamental para producir el encuentro entre las cosas y la experiencia,

siguiendo a Brown y a Appadurai, pues éste no es posible sin una voluntad por mirar de cierta

manera. En este caso, de trata de establecer una convergencia entre los códigos del vestir, el cuerpo

de las mujeres y un enfoque de género, es decir, un enfoque que cuestione las construcciones y

XIX. Quito: UASB, 2008.


Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
17

representaciones del “ser mujer” en el periodo mencionado y las evidencie como temporales y no

naturales ni sempiternas.

La tecnología de la indumentaria del siglo XIX se desarrolla bajo un dictado moral que

viene de la religión, además de la naciente psiquiatría y la política. Recuperar el vestido para mirar

estas subjetividades desde los cuerpos del XIX y llamar documentos a esta materialidad ofrece una

manera de leer los cuerpos y la nación. Los vestidos son documentos impregnados porque

conservan los desprendimientos de la piel, las formas del cuerpo, las proporciones de una silueta,

los restos de los fluidos como la sangre, el sudor, el semen y, en esa medida, guardan despojos de

un discurso encarnado. En un retrato de 1874 realizado en Lima (fig. 2), Rosa Escudero, de 16 años,

posa mirando a la cámara con una media sonrisa. Debe llevar un peso aproximado de 30 libras en

sus vestidos. El polizón es pronunciado, las capas del vestido son cargadas y el aprendizaje de la

pose habrá venido desde la niñez. Lo que Rosa Escudero lleva en el cuerpo son documentos de la

civilización que la ha constituido como sujeto.

La subjetividad de las burguesas quiteñas vista como temporal y cambiante, modelada por

los códigos que se han venido enumerando, permite apreciar cómo, a medida que va finalizando el

siglo XIX, ellas van hallando vías hacia el espacio público y buscando caminos de autonomía

dentro de las limitaciones que les impone la hegemonía patriarcal: obreras, maestras, católicas,

marianas, modernas, seculares, escritoras, comediantas, religiosas, políticas, se construyen como tal

al tiempo que despliegan una subjetividad cada vez más diversa, pero siempre vigilada por las

instituciones de la moral y del poder, renuentes al cambio, como lo describe Simmel: “(...) los

cuerpos sociales más altamente situados en la sociedad son conocidos por ser conservadores,

incluso arcaizantes (...) temen el cambio como tal porque la más ínfima modificación de la

situación, que en su configuración actual les adjudica el sitial más alto, les parece sospechosa y

peligrosa.” (1905: 49)

Cabe notar cómo este proceso de lento cambio versus nuevas formas de subjetividad
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
18

coincide también con el camino hacia la ciudadanía de las mujeres 10. A fines del siglo XIX, las

mujeres ecuatorianas aún no son ciudadanas. Las alteraciones en los códigos del vestir serán

resultado y a la vez síntoma de otras trangresiones más complejas y profundas en la historia social.

El cuerpo de la atleta; el de la mujer obrera; el cuerpo de las mujeres negras e indígenas que se

rebela frente al trabajo forzado y la violencia sexual; todas estas transformaciones muestran un

aspecto material sin el cual no es posible hablar del cuerpo. El fetiche como método nos permite

enfocarnos en ello y mirar el correlato de lo social en lo material.

En cuanto a lo social, Rosemarie Terán ha descrito la circunstancia compleja y marginal de

las mujeres al historizar la educación en Ecuador desde la Colonia y hasta mediados del siglo XIX:

el “civilizar” por medio de la castellanización; iglesia católica a cargo de la educación durante

durante la colonia y la república; educación orientada a “garantizar las condiciones de

subordinación” de mujeres e indígenas al orden político; funcionamiento de escuelas en conventos

(Terán 2010: 37, 38, 40). Frente a una organización social de estas características, cabe la pregunta

por el aspecto cultural y las manifestaciones concretas de este orden moral.

Terán rescata una escena imprescindible de La Emancipada, novela de Miguel Riofrío

ambientada en 1841 y publicada en 1863, para ilustrar estos aspectos. La protagonista, Rosaura,

narra cómo cambia su educación tras la muerte de su madre y la moral conservadora de su padre,

quien sentencia: “es necesario enderezar tu educación, aunque ya el arbolito está torcido por la

moda; tu madre era muy porfiada y con sus novelerías ha dañado todos los planes que yo tenía para

hacerte una buena hija; yo quiero que te eduques para señora y esta educación empezará desde

hoy.” (Riofrío en Terán, 2010: 47) Rosaura está “dañada por la moda”, que por supuesto se

extiende, como afirma Simmel, más allá del vestido. La concepción que tiene el padre de Rosaura

10 “Una vez producida la Revolución Liberal, la Constitución de 1897 estableció que para ser ciudadano se requería la
edad de 18 años y saber leer y escribir, al contrario de la Constitución anterior (1884) que decía: 'son ciudadanos los
ecuatorianos varones que sepan leer y escribir y hayan cumplido 21 años o sean o hubieran sido casados' (Borja 1990).
Aunque en la Constitución Liberal no había prohibición, las mujeres no votaban; en la práctica se pensaba que no eran
ciudadanas con posibilidad de elegir y participar en la política, aspecto que en parte era aceptado por las propias
mujeres”, Ana María Goetschel, Orígenes del feminismo en el Ecuador, Flacso-CONAMU, 2006, p. 28.
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
19

de la moda atravesó el siglo: la moda como lo fatuo, lo fugaz y lo ilegítimo, porque es visible,

porque provoca cambios y porque introduce preguntas. Para este personaje, la moda son las lecturas

que la madre le permitía a Rosaura para enseñarle una idea de libertad. La moda es una vía a la

individualidad también, de ahí el temor del padre. Si bien esta novela se adelanta al periodo

establecido en este trabajo, Rosaura es un personaje fundamental para mirar estos choques de

sentido que atraviesan el siglo XIX y en medio de los cuales se irá forjando el género femenino

dentro de la burguesía, cuyas características van a permear a otros sectores sociales.

Las formas de estas subjetividades y su manera de desplegarse en el espacio y en la cultura

han sido conceptualizadas por Teresa de Lauretis como “tecnologías de género”. El género se

construye y toma formas culturaless y temporales concretas que se manifiestan a través de técnicas

y que constituyen una manera de saber. Aquello que conocemos como el cuerpo de una mujer, en

este caso, es el resultado de la confluencia de esas tecnologías. Por ello, De Lauretis propone que

“el género también, tanto como representación y como autorrepresentación, es el producto de varias

tecnologías sociales, como el cine, y de discursos institucionalizados, epistemologías y prácticas

críticas, y también prácticas de la vida cotidiana.” (1987: 2) Sobre todo, interesa mirar cómo esas

tecnologías aterrizan en el performance cotidiano e incluso lo hacen posible. Las maneras en que un

cuerpo se desplaza en el espacio, se sitúa en la plaza pública, se expresa o se contiene, están dadas

por un conjunto de estas tecnologías -la escritura, la imagen, la moda- orientadas a legitimarlo

socialmente como cuerpo. Hay que añadir que las tecnologías de género son tecnologías de control

en el contexto decimonónico en que estamos hablando, y que vienen de las instituciones guardianas

de la moral. La contraparte, la moda individual y emancipadora de las mujeres -liberación del

cuerpo, consideraciones anatómicas menos limitantes, zonas de piel descubiertas- siempre presente,

es justamente lo que produce la literatura que aparece en las siguientes secciones, destinada al

control: construcción y destrucción incesante de códigos y formas, escribe Simmel.

Las tecnologías de género del siglo XIX se entienden concretamente como el bello sexo.
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
20

Isabel Bermúdez se refiere a él como “una apuesta por una espiritualización de lo bello” en donde

“lo bello adquiere valor de armonía y orden.” (2015: 66) La belleza de las mujeres es la fragilidad

de las mujeres, así como el aprendizaje del control. En el rico trabajo de archivo que hace

Bermúdez, incluye una cita del conocido “manual de Carreño” que corrobora este ideal: “Poseen

cuerpos anónimos, vestidas como se hallan de pieza a cabeza; ni tocan ni se ríen, tampoco alteran su

eje corporal” (Carreño en Díaz O., citado por Bermúdez, 2015: 69). Los cuerpos de las mujeres son

anónimos. La paradoja para el bello sexo reside justamente en esto: el minucioso aprendizaje que se

le exige al cuerpo es para borrar el cuerpo.

Bermúdez halla también un artículo dirigido a los hombres que tiene que ver con la moda

más allá del vestido, al igual que sucede con la afirmación del padre de Rosaura en La Emancipada.

El artículo, de 1894, relaciona el vestir con la lectura de novelas. En efecto, las lectoras de textos no

religiosos y sobre todo de novelas resultarían siempre sospechosas: encender la imaginación pone

en peligro la moral: “Mujer amiga entusiasta de las novelas, esclava de las modas, muy visitadora,

no es por cierto el mejor partido.” (2015: 73) Las expresiones de autonomía como la iniciativa

social o el descubrimiento de otros mundos posibles en la literatura serán mal vistos dentro de las

tecnologías de género dispuestas para el bello sexo. Este artículo dirigido a hombres casamenteros

habrá sido probablemente escrito por un hombre casado como una educación sentimental que se

cura en salud.

Como se mencionó antes, el enfoque de este trabajo se dirige justamente a este tipo de

literatura cuando ha sido escrita desde la mirada masculina. “La sexualidad femenina ha sido

invariablemente definida tanto en contraste como en relación con lo masculino” (1987: 14),

continúa De Lauretis. Dentro de esta oposición, será la mirada masculina y dominante la que

produzca sentidos para la segunda. Por esa razón, los textos y fotografías abordados en este trabajo

tienen interés particular cuanto están firmados por hombres. Esto no quiere decir, sin embargo, que

el archivo para los cuerpos de las mujeres producido en esta época no incida en su
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
21

autorrepresentación, pues se trata justamente de un conjunto de normas adoptadas, reproducidas y

vividas por las mujeres. Por supuesto, “La construcción del género es el producto y el proceso de

ambas, de la representación y de la autorrepresentación.” (De Lauretis 1987: 15) A la vez, esa

construcción sexo-genérica para las mujeres conduce, inevitablemente, a una construcción

correspondiente para el “ser hombre” en el contexto nacional decimonónico.

En cuanto a la autorrepresentación de las mujeres y las transmisión de feminidad que

contribuye a mantener el orden moral por vía de madres, chaperonas, educadoras, es interesante ver

los manuales de urbanidad, fundamentales para poder apreciar los aspectos concretos y cotidianos

de las tecnologías de género tal como se construyen durante el siglo XIX. La Baronesa Blanche

Staffe esculpe verdaderas poses en sus textos de Secretos para ser amada, uno de los manuales de

urbanidad que atravesaban el Atlántico con representaciones de lo femenino y que son reales

códigos de conducta. Los cuerpos femeninos ejemplares estarán a cargo del gran teatro civilizatorio

cuidando cada gesto y cada torsión, como lo dicta la Baronesa. Respecto a la pose, que es un

aprendizaje de control y de represión de ciertos impulsos y movimientos, escribe, por ejemplo:

“Debe evitar gestos y contorsiones que tras de desfigurarle el rostro sin beneficio ninguno para ella,

desagradan y entristecen a los que la rodean. El arte de padecer consiste en no abandonarse nunca,

ni dejar de preocuparse por la conservación del la hermosura, de la bondad y de la gracia.” (1876:

26)

http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/osal/20140310040752/14Marti.pdf Si padecer es un arte es

porque de este aprendizaje depende el éxito en lo social. Por ello se construye todo un aparato de

educación en torno al cuerpo que podemos intuir en los retratos de Virginia Aguirre, por ejemplo

(fig. 3) A jóvenes como ella van dedicadas esas publicaciones. La Baronesa no descuida ningún

aspecto del arte de padecer ni ignora que los “cuerpos defectuosos” tienen menos éxito, por ello,

parte de la pose es el disimulo: “Las que ya mujeres hechas, conservan sin embargo esos codos

angulosos, consiguen disimularlos gracias a una disciplina severa de las actitudes y a una vigilancia
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
22

constante sobre los movimientos. Más aguerridas, saben dominarse e impedir que se repare en la

imperfección de sus brazos.” (1876: 87)

Si las tecnologías de género del XIX recomiendan en general, como la Baronesa, “jamás

competir con el hombre” (125) es porque los roles de género son realmente estrictos y sus lugares

en la sociedad están separados entre sí, con excepción del espacio familiar. Las áreas de lo social

donde coexiste la burguesía decimonónica son escasas: bailes, misas, paseos con chaperones. Lo

público y lo privado se distinguen con claridad, lo que lleva también a pensar en cómo funcionan

las dinámicas homosociales, sobre todo en lo público, en donde las mujeres suelen estar ausentes.

De vuelta al espacio de las mujeres, casi siempre privado, allí también hay cosas que

aprender. Sobre tocar el piano en casa, por ejemplo, la Baronesa recomienda no hacerlo porque

desfigura las yemas de los dedos, aunque “en América (¡gracias a Dios!) se ha descubierto el

remedio, por medio de una máquina que deshace de noche los tuertos que las teclas hicieron de

día.” (121) Cuando se hace ejercicio, que sea sin ser vista y cuidando de practicar “solo aquellos

ejercicios que dan ritmo y armonía a los movimientos y que no exigen esfuerzos musculares.” (126)

En cuanto al vestido, los altos, anchos, telas, texturas, todo está codificado. En la sucesión de

retratos del siglo XIX que vemos, tanto de los provenientes del álbum familiar Urrutia como del

fondo Espinosa Pólit, la pose, los vestidos, el cabello, la silueta es bastante similar, pues los códigos

de moda son códigos de pertenencia y, en este contexto, de legitimidad. El siguiente pasaje sintetiza

quizás la relación entre vestido, moral y género: “A los hombres les gusta ver a las mujeres vestidas

de blanco (...) Vistámonos de blanco. Lo externo incluye en lo interno, lo visible en lo invisible. Así

como se temen las manchas materiales en un vestido blanco, se temen también las manchas morales

en la conciencia. Vestirse de blanco es envolverse en juventud y en inocencia.” (207)


Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
23

Muñecas rusas: el cuerpo femenino en el cuerpo de la nación

Te juro que eres tan linda


que si en espléndidas salas
te presentas con las galas
que la juventud te brinda,
nadie habrá que no se rinda
a tu ingenio singular.
Si -de trajes al hablar-
Dices con labio turbado:
“Con mis manos he bordado
mi vestido en mi telar”
Dolores Sucre
Guayaquil Artístico, 1901

“No se puede entender de manera integral la formación de las naciones latinoamericanas sin

analizar la acción de las mujeres de diversos sectores sociales, no sólo como parte activa de las

luchas sociales sino como parte de la opinión pública” (Goetschel 2014, 11). En efecto, la voluntad

de las mujeres en general por articular una voz pública es fundamental para pensar en la nación

ecuatoriana. Esto quiere decir, también, que es imposible comprender hoy el pasado sin la

conciencia de que la densidad de dicho pasado se expresa en ciertas maneras de performar el

patriotismo, y que ese performance no tiene otro vehículo que el cuerpo y la voz, y que ese cuerpo y

esa voz son los de una mujer o de un hombre.

Florencia Campana11, Ana María Goetschel, Alexandra Astudillo12, Isabel Bermúdez13, se

han referido ampliamente al espacio para la voz de las mujeres a lo largo del siglo XIX. En Cartas

públicas de mujeres ecuatorianas (2014), por ejemplo, Goetschel se refiere a la multiplicidad de

discursos por parte de las mujeres para intervenir en el presente de la nación, que van desde el

catolicismo hasta el liberalismo, en un arco que nos permite apreciar contradicciones, variaciones,

posiciones adversas y distancias, lo que hace de la palabra pública de las mujeres una manifestación

11 Florencia Campana, Escritura y periodismo de las mujeres en los albores del siglo XX. Quito: UASB, 2002.
12 Alexandra Astudllo, La emergencia del sujeto femenino en la escritura de cuatro ecuatorianas de los siglos XVIII y
XIX. Buenos Aires: Corregidor, 2015.
13 Isabel Cristina Bermúdez Escobar, La educación de las mujeres en los países andinos, Quito: UASB, 2015.
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
24

de la diversidad y la diferencia, no de un protofeminismo homogéneo ni mucho menos, y tampoco

articulado únicamente al laicismo14.

Hay voces de las mujeres en el coro nacional, eso es indiscutible. A la vez, cabe mirar cómo

esa voz se articula a la vera, en contra de o junto a las tecnologías de género. La presencia de las

mujeres a medida que avanza el siglo XIX no puede dejar de considerar este conjunto de normas

que modelan sus comportamientos, sentido de lo femenino, idea del cuerpo y nociones de lo

permitido. Es más, por momentos, ese performance del ser mujer se da como estrategia15, en otros

momentos se cuestiona y con frecuencia la voz pública de las mujeres se alza contra el

comportamiento de su propio cuerpo. Hay una tensión entre el actuar y el hablar. ¿Cómo hablar en

voz alta si los corsés de hacia 1880 no permiten respirar bien? En definitiva, queremos decir que

todas estas mujeres tienen un cuerpo, y que lo llevan mientras se van apropiando del espacio

público y modulando su voz.

Esa voz y ese cuerpo van a ser condenados cuando se alcen y se muevan. En la Revista de

Quito, publicación de fin de siglo dirigida por Manuel J. Calle, se reedita en 1898 un texto de Juan

Montalvo de 1877. Se titula “La mujer en la política”. El subtítulo, muy decidor: “Reproducción de

actualidad”. Un año antes, en 1876, José Ignacio de Veintemilla es proclamado Jefe Supremo de la

Nación. Su sobrina, Marieta de Veintemilla, es considerada su primera dama, actúa como tal e

inicia una activa vida política. Al final, el texto de Montalvo parece recomendarle más a Marieta:

“Mujeres, oh mujeres, timidez, pudor, modestia, son los ángeles más bellos de la corte celestial: que

en vuestros ojos brille la inocencia.” (1898 XXV, 391) “Las mujeres verdaderamente educadas no

opinan ni levantan la voz”, reza el manual de Carreño (en Bermúdez, 2015: 68) La mujer que alce

14 Ver Cartas públicas de mujeres ecuatorianas, Ana María Goetschel, Quito: Flacso, 2014 y Orígenes del feminismo
en el Ecuador, Ana María Goetschel, Quito: CONAMU-Flacso, 2006. En este segundo se encuentra el poema de
Dolores Sucre que abre esta sección.
15 En el contexto irlandés, Rebecca Bennette resalta un recurso de las sufraguistas cuando son acusadas de masculinas:
en su publicación Votes for Women, estas mujeres acuerdan hacer uso de una moda muy femenina a fin de contestar la
idea de que las mujeres políticas tenían comportamientos masculinizantes. Ver Rebecca Bennette, “The Meaning of
Dress: Nationalism, Feminism, and Fashion in Early Twentieth-Century Ireland”, Proceedings of the Harvard Celtic
Colloquium, Vol. 18/19, pp. 1-10, 1998, 1999. Cabe recordar que el vestido masculino es otra estrategia de las mujeres
para buscar su autonomía y ha podido llegar a ser una estrategia de supervivencia.
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
25

su voz en la arena pública proferirá un grito destemplado: “Para ser furias infernales creced los

dientes, rompeos y dilatad la boca, ennegreceos los labios y despertad en vuestra lengua esa

electricidad que requiere la locura” (391), prosigue Montalvo cuando se refiere a las mujeres qe

hablan en espacios de la política. Resulta interesante el énfasis que hace Manuel J. Calle en su

decisón editorial: se trata de una reproducción “actual”, algo está pasando que hay que traer de

vuelta a Montalvo.

Las muñecas rusas o matrioskas se tallan vacías. Se llenan con otra muñeca en movimientos

sucesivos. Un cuerpo de mujer se llena con nociones del ser mujer que lo anteceden; las viste, las

luce y las actúa. Esas nociones, en el siglo XIX, van sobre todo de la mano de la identidad nacional,

no en un sentido abstracto, sino en la praxis concreta y cotidiana de dicho sentido de pertenencia.

(...) una identidad se encuentra en los hábitos encarnados de la vida social. Tales hábitos

incluyen pensar y usar la lengua. Tener una identidad nacional es poseer maneras de

hablar sobre la nacionalidad. (...) Tener una nacionalidad también involucra estar

situados física, legal, socialmente, así como emocionalmente: significa estar situados

dentro de una patria, que a la vez está situada dentro del mundo de las naciones. (Billig

1995, 8-9)

Otro juego de muñecas rusas. Situarse emocionalmente: nuestra afectividad también se construye en

función del sentido de pertenencia. En 1875, la joven Virginia Aguirre se encuentra de viaje en

Europa, como es la costumbre de su clase, y registra las impresiones de su estadía europea en un

diario en 1877, una vez en París. Desde Cabourg, escribe:

(...) en uno de estos días estábamos reunidos en el cuarto de papá (septiembre 1875) que

estaba en cama, me llamó mamá y fui donde ella estaba, que hera en el salón y mui

asustada, etc. Me decía una novedad en Quito. ¿La muerte de García Moreno? Eso fue el

día 11 de agosto16, me quedé muerta con una desgracia tan orrible para nuestro país que

16 García Moreno es asesinado el ía 6 de agosto de 1875.


Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
26

esta noticia hera recibida por un telegrama de Guayaquil hecho por González Juan José

que le hacía a su padre a Londres (...) había cierta esperanza que fuera falso el telegrama

pero sin embargo no le contamos a papá por su enfermedad y sólo nosotros sufríamos

mucho. (Aguirre: 1877, sin paginación)17

Este pasaje de la joven Virginia habla de la afectividad a través de la cual ella vive su pertenencia a

la nación garciana. El asesinato de García Moreno se asume como un luto personal, un situarse

emocionalmente en cercanía con este hecho, como lo precisa Michael Billig cuando habla de la

relación entre afectos y patria.

Si la nación americana no se entiende sin la presencia y la voz de las mujeres, tampoco se

puede ignorar en qué tensiones se mueve este sector alto de la población. Este mundo es educado

pero tutelado; con privilegios pero con serias restricciones morales dictadas por padres, esposos,

sacerdotes, familia, iglesia, Estado; con lujos de clase, pero obligado a la austeridad que dicta la

moral católica. Todo esto se expresa en el cuerpo y guarda relaciones de diversa naturaleza con la

noción de identidad nacional.

A propósito de Gabriel García Moreno, figura fundamental para pensar en la relación entre

lo que Sylvia Molloy llama la “salud nacional” en relación con el género, él será uno de los

mayores vigilantes de la conducta de las mujeres. El mismo hombre que llora Virginia Aguirre

desde Francia ofrecía recompensas a quien denunciara a las prostitutas, encarcelaba a las adúlteras,

las humillaba en la plaza pública y llegó a hacer cacería personal de estas mujeres durante alguna

noche de insomnio. Esta necesidad de “higiene” es parte importante del proyecto de refundación de

la nación en el periodo garciano.18

Al mismo tiempo que García Moreno manifiesta su ansiedad por “limpiar” el país de

17 Le debo el acceso a estos diarios y al archivo María Augusta Urrutia en general a Verónica Mora, responsable del
museo y de la colección. El diario de viaje de Virginia Aguirre se encuentra inédito pero los originales se guardan en
el museo. He usado una transcripción allí realizada.
18 La ansiedad de control de García Moreno sobre los cuerpos de las mujeres aparece registrada por Juan Montalvo y
Roberto Andrade, entre otros. Cristina Burneo Salazar, “El reino de los Andes y el Ecuador clerical. Gabriel García
Moreno y la refundación de la nación”, en Historias de la independiencia, ¿independencias de la Historia?,
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, 2011.
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
27

mujeres contrarias a la moral religiosa y estricta que impone, su poder se expresa también sobre la

violencia que ejerce sobre las mujeres que elige como esposas. Fue acusado de envenenar a su

primera esposa, Rosa Ascázubi para tomar como segunda cónyuge a su sobrina, Mariana Alcázar

(fig. 4), de entonces no más de 15 años de edad. Así lo narra y defiende Roberto Andrade en 6 de

Agosto, o sea, muerte de García Moreno:

Casi toda la población de la Capital era católica sincera, excepto García Moreno; pero

éste había llegado á engañarla por medio de innumerables farándulas. Prueba de su

incredulidad eran sus crímenes públicos: la ridicula exageración en las prácticas

religiosas externas; la multitud de inmoralidades y delitos domésticos, como el

envenenamiento de su esposa, el matrimonio clandestino con una sobrina de aquella, á

poco de acaecido aquel horrendo atentado, y cuando la dicha sobrina estaba en cinta;

raptos, adulterios, acciones que en un santo como él son tenidas por insignificantes

fragilidades humanas. Por si los amigos de García Moreno vuelvan á negar el

envenenamiento de la esposa, anticiparéles que lo supe por boca del médico que curaba

á esta anciana señora (...) (1896, 75).

Por supuesto, esto tiene relevancia cuando hablamos de la norma que se establece para el lugar de

las mujeres en la nación, el valor que se le otorga a su presencia y la manera en que dicha norma de

decencia, modestia y sofocamiento del deseo va a intervenir en la forma en que se moldean los

cuerpos y se sitúan en los espacios domésticos, públicos y permitidos del territorio de la ciudad y de

la nación.

Las mujeres cumplirán con un modo der ser. En la imagen de Mariana Alcázar una vez que

enviuda se puede ver uno de esos cuerpos. La vestimenta impuesta consistía en una túnica negra,

amplia, que no marcara ni la cintura ni el busto y que se juntara con un velo que cubría el cabello.

La moda de viudez es sumamente importante durante el siglo XIX, también en Ecuador. Los

protocolos de la muerte, el duelo y el retiro espiritual eran detallados y estrictos. Sin embargo, estas
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
28

túnicas similares a vestimentas femeninas de otras culturas y religiosas, como el chador iraní, no

son la única moda de luto. Las mujeres quiteñas usaban vestidos de viudez y de luto similares a los

que había impuesto la moda victoriana19 (Verónica Mora, Museo María Augusta Urrutia, entrevista

personal): corset, faldones y cuellos altos, color negro, joyas negras, manto. El archivo Urrutia

conserva un vestido de viudez original (fig. 5) que contrasta con el de Mariana Alcázar y muestra

las formas posibles del cuerpo de las mujeres en situaciones extremas como el luto. En ninguno de

los dos casos se pueden exhibir el cuerpo ni el lujo.20

La modestia, el pudor y el sufrimiento se reflejan en los vestidos, así como la inteligencia.

Una mujer capaz de intervenir con opiniones en el espacio público debía cuidar mucho que su

feminidad, si era exacerbada, no fuera un obstáculo para ser escuchada. Se exige la belleza para

mujer, pero debe ser una belleza bondadosa y púdica, vía posible para elevar una opinión. La

belleza cortesana, por llamarla de alguna manera, no sólo era ofensiva, también era despreciada.

Rebecca Bennette enfatiza para el contexto irlandés algo que podemos hacer extensivo al

clima general para la mujer en el Occidente del siglo XIX y de inicios del siglo XX. A través de

Marie Corelli (1855-1924), autora británica de este período, Bennette ilustra cómo es vista una

mujer en relación con su cuerpo. La frivolidad, que se iguala a la incapacidad de pensar, es juzgada

vía de la moda. En Woman or Suffragette? (1907), Corelli escribe:

Hablo de las mujeres pues las encuentro -y me inclino a decir que encuentro a la mayoría

de ellas profundamente interesadas, si no por completo absortas- en el estudio de la

19 Según Verónica Mora, quien ha ubicado dos vestidos de época en el fondo Urrutia, la viudez de la reina Victoria de
Inglaterra cambió la moda del y ésta atravesó el Atántico. Aquí, las mujeres la imitaron. En octubre de 2014, El
Museo Metropolitano de Nueva York inauguró la muestra Death Becomes Her, con treinta vestidos de luto de 1815
a 1915. Pueden verse en esta página. La imagen 6 de esta muestra presenta un vestido enormemente similar al
vestido de luto del fondo Urrutia.
http://www.metmuseum.org/exhibitions/listings/2014/death-becomes-her/gallery-views
20 Mariana Alcázar enviuda en 1875. En 1918, 43 años más tarde, aparece en Caricatura un breve texto de “La
Condesa D'Armonville” con consejos de patronaje, toilette y luto, aunque con normas ya un poco menos estrictas. El
dolor no exime del deber ser, pero si el luto no es de alguien muy cercano, se puede liberar un poco el protocolo:
“Los trajes para luto que no sea muy riguroso admiten bastantes fantasías y, por lo tanto, pueden carecer de esa
monotonía inevitable en los vestidos que se confeccionan con lana y crespón. Si lo que desea es una toilette sencillo,
de diario, puede hacerse un vestido de popelin de lana, completamente liso y suelto con faja, puños vueltos en las
mangas y un cuello, por debajo del cual aparezca otro, más alto, de piqué blanco.” (1918 I, 11)
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
29

vestimenta. Siendo este el caso, mantengo que no están hechas para lidiar con la política.

Cualquier mujer que se pase toda la mañana con su modisto, no puede tener el seso para

entender ni siquiera la más pequeña parte de un asunto político, mucho menos su

conjunto. (Corelli en Bennette 1999, 5)

Las burguesas se dedican, en buena medida, a cumplir con los códigos de civilidad inculcados

desde la niñez; el periodo que va aproximadamente de 1870 a 1900 es realmente marcado en cuanto

a su cumplimiento. Con el cambio de siglo, algunos de esos códigos se debilitan, pero muchos

persisten. Los excesos de la moda burguesa condenados por Corelli tienen que ver, también, con el

mundo de la mercancía; la circulación cada vez mayor de artículos de la cotidianidad que cruzan el

Atlántico y llegan a las Américas como gritos de la moda; todo aquello que nos dice que se

pertenece al mundo civilizado si se lo viste, se lo lleva o se lo calza. Una de las consecuencias de

esta fetichización de la mercancía es al aparecimiento de cierta idea de la mujer, también en Quito.

Es la mujer del presente, la mujer que está “a la moda”, alejándose siempre del pasado y con el ojo

puesto en el futuro inmediato. En las revistas quiteñas se ve con frecuencia la página para

suscripciones a revistas. Incluso en el siglo XX, para las mujeres, aparecen listadas en revistas como

Caricatura, por ejemplo, Weldons Laydes Journal, moda; El espejo de la moda, de Nueva York,

Femme chic, de París (Caricatura 1919, s/n). Mes a mes, el cuerpo se va cubriendo de nuevos

pliegues, texturas y encajes.

El poema de Dolores Sucre, “Consejos para una señorita”, publicado en 1901 y que abre esta

sección, dice mucho de esta cuerda floja en que deben balancearse las mujeres. La mujer y su

vestido forman un conjunto virtuoso. La gala, la producción de una forma para el cuerpo, la

subjetividad que se construye para ingresar al salón, todo eso está articulado con una voz, que no

deja de ser potente ni articulada si se ejerce el derecho a la palabra, cada vez más presente en esos

salones, pero que viene antecedida por todo un código para hablar, caminar, ponerse de pie,

mantener cierto tono. Los consejos para esta señorita rebasan la anécdota: prescriben un modo de
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
30

ser. Ella debe ser bella y buena, pero también virtuosa; vestir de gala, pero mostrar que han sido sus

propias manos, hábiles y domésticas, las que las han cosido. Los manuales de comportamiento y las

revistas domésticas solían venir de España, con mayor frecuencia, y las revistas de moda, sobre

todo a inicios del siglo XX, venían de París y de Nueva York. Quizás lo primero se deba al modelo

civilizatorio de castellanización al que se ha referido Rosemarie Terán.

Hablando de los valores domésticos, incluso muy entrado el siglo XX, Rosa Andrade Coello

condena los excesos de la burguesía respecto de la moda y cómo estos se reproducen en las hijas:

Los males de la sociedad provienen de la defectuosa educación que dais a vuestras hijas.

Desde pequeñas, les inspiráis amor al lujo; y si sois pobres, y no tenéis para sostenerlo,

os veis en mil aprietos; deudas por aquí, deudas por allá, escaso alimento, porque el

dinero que pudiera serviros para la nutrición lo empleais en vestidos; por eso, se ven

tantos colores amarillentos, pálidos: la anemia hace estragos en algunas niñas. Que las

favorecidas de la fortuna vistan con lujo, elegancia, es natural; pero romper seda, lucir

joyas a costa de la santa honra, es lamentable, triste. (...) Vestíos como tengáis

proporción; el aseo es necesario; pero no el lujo, y sobre todo el falso lujo de las pobres

de solemnidad. (Andrade en Goetschel 1994, 301)

La austeridad en el vestir, la higiene y la modestia son virtudes sobre todo femeninas. Lo más

importante de estas buenas apariencias es que reflejan, a su vez, a las mujeres de una nación

civilizada. Las mujeres están a cargo de lo doméstico porque los hogares son la unidad de medida

de una nación que debe marchar según los mismos valores. Al mismo tiempo, una nación bien

encaminada valora a esta mujer que cuida del orden y de la moral. En 1905, Isabel Donoso escribe:

“El termómetro propio para conocer el grado de cultura á que a que han llegado las naciones, es la

educación que en ellos se da á la mujer, y la estimación que ésta recibe de la sociedad á que

pertenece.” (Donoso en Goetschel 1994, 287) Donoso tiene razón, en parte, pero la pregunta estriba

en qué concepto de educación rige para las mujeres y cómo se debe expresar la estimación por
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
31

ellas, pues estimación se confunde con condescendencia.

La mujer, sea como sea, está llamada a reflejar los valores dominantes de la nación. Su

cuerpo, su comportamiento y su educación son garantía y signo de civilidad. El vestido, modesto

pero aseado, adornado pero pudoroso, es el pétalo de la flor. “La construcción del género es tanto el

producto como el proceso de su representación”, precisa De Lauretis (1987: 9), de lo cual se infiere

que esa representación necesita un escenario, en este caso, el espacio de lo nacional. Y las mujeres

tendrán que equilibrar adorno y modestia, sobriedad y belleza, gracia y pudor. Son el reflejo de una

nación sobria, verdadera y buena. Su pose lo refleja en los retratos que van de 1870 hacia el fin de

siglo. Una mujer es atenta. Si está de pie, está ligeramente ladeada. Si sentada, está erguida. Antes

del siglo XX, no hay divanes ni poses lánguidas, a menos que se trate de sicalíptica. La pose de la

mujer del siglo XIX es la pose de un eje corporal perfectamente erguido, suavemente ladeado,

atento (fig. 6, fig. 7). Los manuales de urbanidad no son solamente literatura, inciden en los

movimientos del cuerpo de estas mujeres que aparecen retratadas frente a nosotros.

Mientras se trata todo el tiempo la educación del cuerpo, del cuerpo en sí no se habla y el

cuerpo mismo tampoco lo hace porque reprime sus pulsiones, o lo intenta. Las mujeres van a hacer

de la moda su modo de estar en el presente que les ha tocado aunque a menudo esto tenga un costo

anatómico, físico, médico, aun psiquiátrico. Los corsés21 pueden romper costillas, provocan abortos

involuntarios, dañan las vértebras, no permiten la oxigenación total y, en esa circulación precaria

del oxígeno, causan desde rubores hasta asfixias que son interpretadas como histeria. En un

fragmento de Alphonse Karr que Walter Benjamin recoge para el Libro de los pasajes, aparece la

reveladora intuición de alguien que imagina un cuerpo al final del día, en el desahogo que permite

la caída de las vestiduras: “Si una mujer con gusto, al desvestirse por la noche, se encontrase hecha

en realidad tal como ella ha simulado ser durante todo el día, me gusta pensar que la encontraríamos

a la mañana del día siguiente ahogada y bañada en sus lágrimas.” (2005: 92) En el solazamiento
21 En un ensayo en la misma línea, he descrito la relación entre el corset en relación son la salud de las mujeres y los
escritos de Juan Montalvo sobre la moda. “Cuerpo roto: cuerpo femenino y espacio civilizatorio”, Cristina Burneo
Salazar, La cuadratura del círculo. Quito, Orogenia, 2006.
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voyeur de Karr aparece otro aspecto importante del ser mujer en el XIX: la pose.

En los retratos pertenecientes al álbum de familia de las ancestras de María Augusta Urrutia,

se puede mirar la pose de la mujer decimonónica una y otra vez, incluso en las niñas (fig. 8). Estas

mujeres de las élites no se permitirán el erotismo al momento de posar. El cuerpo está en control,

presente pero no sugerente, silueteado por el vestido, el corset y las faldas, pero cubierto. La piel

que vemos es la del rostro, las manos y la parte superior del cuello. El cabello está recogido, es

largo y lustroso, pero no se deja suelto.

(...) el cabello fue tratado como un símbolo de feminidad: abundante y suelto hacía

parecer a la mujer más femenina y por tanto, menos evolucionada y más cercana a los

animales y a sus instintos primarios, sexuales. Una mujer con cabello largo y suelto

enfatizaba su pobreza espiritual y su intelecto reducido, pues se había popularizado la

idea decimonónica “más cabello, menos cerebro”. El cabello no sólo era un arma

femenina de atracción física, sino también un medio para “envolver” al hombre y

mantenerlo prisionero. ( García Lescaille 1989, 441)

FiguraLuego, con el cambio de siglo, vemos los hombros, el cabello suelto, una mayor sensualidad.

En otro retrato del fotógrafo Enrique Morgan, que debe ser de los primeros años del siglo XX, una

mujer no identificada posa con los hombros descubiertos, el cabello dejado sobre la espalda y cierta

languidez (fig. 9). Las partes del cuerpo paulatinamente descubiertas como un reloj de arena de la

modernidad.

Entrega, aliento fresco y civilidad:

tres ejemplos de “buenas costumbres” en la Revista de Quito

L a Revista de Quito, editada hacia el fin de siglo por Manuel J. Calle, como se mencionó antes,

suele incluir en sus números breves textos normativos. Se trata de educar a las mujeres en varios

aspectos de la cotidianidad y contrarrestar los peligros del presente. Los manuales de urbanidad no
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sólo se editan como tal, sino que están dispersos en publicaciones, sermones, en la iglesia, en la

calle, en lo que los hombres, las madres, los sacerdotes les dicen a las mujeres. Hay una

prescriptiva distribuida en todos los ámbitos y en todas las capas de lo social, que se exterioriza y se

interioriza sin cesar.

No se ruboriza

Un texto que llama especialmente la atención se titula “Fisiología del baile”, del escritor español

José María de Pereda (recogido también en sus obras completas, puede tratarse se una colaboración

o de una reproducción. En cualquiera de los dos casos, la intención es la misma).

“La historia de la mujer civilizada dice bien claro que sólo se descompone en público, sólo

marchita sin duelo sus adornos, y sólo es sensible á la acción de la intemperie y de los pisotones y

porrazos, en el baile... pero en brazos de un hombre (conditio sine qua non)” (1898 XXXIX, 386),

escribe Pereda. Hay una sola situación social en la cual la mujer pierde la compostura. La gravedad

del asunto radica en el hecho de que baile y deseo se igualan, según Pereda o, peor aún, se igualan

baile y exhibición del deseo. La primera frase de su artículo advierte: “El baile es un círculo cuyo

centro es el diablo.” De donde se infiere que la mujer, si abandona el movimiento controlado por el

movimiento acelerado y corporal del baile, se puede convertir en la encarnación de la

voluptuosidad. Este no puede ser, de ninguna manera, su estado normal: “La mujer, ordinariamente,

es meticulosa y pulcra: la vista de una araña la hace temblar; al contacto de un hombre en un paseo

se ruboriza; la menor humedad la obliga a caminar de puntillas; el humo de un cigarro la hace

estornudar, y en un carruaje público se marea.” (387) Esto describe un literal aprendizaje de la

debilidad, y esta normativa incide, de hecho, en la afectividad, en la elección de palabras, en la

performatividad de las mujeres, y por lo general termina siendo su modo de estar en el mundo.

¿Cómo creerle a esa delicadeza aprendida frente al descontrol en el baile si ella “no se

marea; sufre un pisotón que le aplasta un par de dedos y no se queja; (...) rozan su terso cutis las
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patillas de su adjunto, y no se ruboriza; respira casi en la boca de éste su aliento tabacoso, y no

estornuda” (387)? He ahí la acusación. No sólo se exhibe, sino que exhibe un cuerpo deseante, pero

no se ruboriza. En adelante, Pereda describe de varias maneras lo que parecería ser una recurrente

fantasía: el cuerpo fogoso de una mujer al contacto con el cuerpo de un hombre en medio de un

salón en donde el roce, el movimiento y la cercanía encienden el deseo. Por supuesto, la fantasía

incluye el vestido rasgado, el cabello suelto y el sudor, el inconfundible y delator fluido que no

mana de los poros sino en situaciones indecorosas:

¿Qué pensamiento será capaz de dominar á una mujer hasta el extremo de que no se

duela al contemplar desgarrado su vestido, desgreñada su cabellera, sudosa su piel,

desencajadas sus facciones, ni se caiga desmayada, viéndose abrazar y resobar por un

hombre ante un público numerosísimo, bullanguero y bromista? (387)

¿Qué pensamiento dominará a una mujer que deja ver a los otros que tiene un cuerpo? La fiesta es

un espacio de subversión de la norma, un pacto que aceptan quienes asisten. Esa subversión, sin

embargo, es vigilada aquí por Pereda, pero también evocada en su fantasía, en la que insiste:

Reparad en esa esbelta morena, con la frente inclinada sobre el hombro de su pareja;

mirad sus ojos de fuego velados por sus lánguidos párpados, sus labios entreabiertos,

encendidas sus mejillas, palpitante el seno, flexible como un junco la cintura y pisando

el suelo apenas con las puntas de sus menudos pies. (387)

Esta mujer que vuela por el salón está mostrándoles a los otros aquello que estaría reservado para la

alcoba, con su esposo -Pereda también “denuncia” el cambio de parejas en el baile, lo cual lo

escandaliza-. El orden social siempre volverá tras la fiesta, pero esta licencia de las mujeres no

puede pasarse por alto: “La proximidad del hombre á la mujer, cuando con ella baila, hace casi

idénticas las situaciones entrambos; si el primero se quema, no debe estar muy lejos del fuego la

segunda.” (388) Lo escandaloso, además es que en el baile se igualen hombre y mujer. Estas

“situaciones” que preocupan a Pereda, como se verá en otros textos más adelante, son preocupantes
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porque están mostrando que la mujer puede sentirse en igualdad de condiciones que el hombre.

Lo más llamativo de este texto aún no ha llegado. Entre la denuncia y la constatación de un

orden, Pereda prosigue con una afirmación perturbadora en tanto hace de la mujer un bien

masculino colectivo. En el baile, las mujeres temporalmente dejan de pertenecer a quien pertenecen

para ser entregadas a la multitud, sin posibilidad de resistirse:

El baile es una república en que no tienen autoridad ni derechos los padres y los maridos

sobre sus hijas y mujeres respectivas. Estas pertenecen al público, que puede

necesitarlas para bailar al tenor de los siguientes dos preceptos:

Deberes de la mujer: Esta, sin faltar á la buena educación, no puede negarse al que

primero lo solicite. (389)

Para el bello sexo, es necesario hacer extensivo el deber “de no negarse” a otros ámbitos de la vida

cotidiana: el deber doméstico; el deber religioso; el deber sexual, pues son realidades en donde se

replica esta concepción de la categoría mujer. Frente a estos deberes femeninos, el derecho

masculino, que Pereda describe acto seguido:

Derechos del hombre: El hombre es dueño de elegir la mujer que más le guste y, ya en

la arena, puede estrechar entre sus brazos; poner en íntimo contacto con ella, por lo

menos todo el costado derecho, desde la coronilla a los talones; pisarle los pies,

romperle el vestido y limpiarle el sudor de la cara con las patillas, sino con el bigote, sin

faltar a las leyes de la decencia; pues contando con la agitación y la bulla de la fiesta, no

es posible establecer un límite á los puntos de contacto, ni amojonar el cuerpo para decir

al hombre “aquí no se toca”. (389)

“La fisiología del baile” inicia describiendo con preocupación la soltura del cuerpo de las mujeres

cuando ellas bailan, avanza luego hacia la fantasía sensual haciendo objeto de su mirada a esos

cuerpos deseantes que se mueven a través del salón, como un voyeur apostado en una de sus

esquinas, intentando grabar en su retina las gotas de sudor que bajan del rostro al cuello. Para
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rematar, una afirmación persistente de la dominación patriarcal sobre el cuerpo de las mujeres: son

propiedad privada, propiedad pública en el baile, no pueden negarse. El baile se convierte en un

fenómeno social en donde la relajación temporal de la mujer que baila le permite el cambio de

ritmo y de movimiento, pero también le exige, al mostrar su cuerpo deseante, entregárselo a la

multitud, sin resistencia.

Un vicio más

“Si hoy las mujeres se arrogan uno de los derechos de nuestra soberanía, el derecho de fumar,

mañana pueden muy bien limitarnos todas nuestras prerrogativas...” (1898 XXXVIII, 338). En otro

número de la Revista de Quito, Luis E. Bueno le dedica espacio a las fumadoras, amenaza de la

igualdad, como lo ilustra su frase. Si las mujeres fuman, están entrando a territorio masculino. La

mujer representa un costo no sólo cuando fuma, sino cuando se adorna. La queja de Bueno reza:

Dígase lo que se quiera, los hombres somos en la colmena de la vida industriosas abejas

que sostenemos á los zánganos que son -con perdón de ustedes- las mujeres. Un vicio

más de éstas, significa, pues, un gravamen más a nuestros bolsillos; ¿y cómo tolerarlo

después de tantos como pesan sobre nosotros? ¡Eso sí que sería el colmo de todo!

Que se contenten con el polvo que nos hacen costear para su rostro. Que estén

satisfechas con el carmín que nos obligan á comprar para sus mejillas. (338)

Que las mujeres se contenten con lo que son: rostros para el carmín y el polvo de arroz.

Tecnologías de género. Es interesante mirar esta imagen como una metonimia: de la mujer, el

rostro, la superficie. Por otro lado, la imagen de los zánganos y las abejas ilustra la división

económica y enorme disparidad entre los hombres y las mujeres en este contexto, donde la

dependencia de las segundas rige la dinámica social. Si bien hay casos excepcionales en donde las

mujeres administran sus propiedades, como la misma María Augusta Urrutia (Verónica Mora,

entrevista personal), esta imagen de los zánganos retrata a las mujeres como un costo dentro de la
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37

economía de los hogares y refleja bien la división entre proveedores y amas de casa.

Según Verónica Mora, Urrutia se casó con separación de bienes y manejó sus propiedades y

rentas de manera autónoma. Los retratos que vemos de las mujeres de su familia corresponden a

mujeres que conocieron la autonomía económica llegado el siglo XX, pero se trata de situaciones

poco frecuentes dentro de la burguesía y de los acuerdos dentro de la institución del matrimonio

como regulador de la economía de las familias, mecanismo para obtener, juntar o negociar fortunas,

entre otras funciones financieras que cumple.

Según la advertencia de Pineda, las mujeres burguesas no sólo tienen nula relación con el

trabajo, sino que las fumadoras y las mujeres en general son nocivas. Es interesante la analogía que

establece el autor entre un vicio como el cigarro y el vicio de las mujeres: ambas, la nicotina y la

mujer, están del lado del objeto, en una relación en donde sólo el hombre se presenta como sujeto:

Aun hay más: el hombre ama el cigarro á pesar de la nicotina, ese veneno activo que

lentamente destruye el organismo; adora á las hijas de Eva á pesar también del veneno

que muchas de ellas encierran en sí. Esta analogía entre el cigarro y la mujer no autoriza

empero á que ésta haga uso de aquél. (339)

El hábito del fumar es masculinizante y tiene que ver con una expresión de libertad pero también

con el ideal del cuerpo femenino: los olores. El aroma que sale de la boca de una mujer debe ser

agradable, de lo contrario se vuelve repulsiva, como enfatiza este autor: “He aquí una plaga más

repulsiva que las langostas. Que un hombre se convierta en chimenea andante, es cosa que no nos

disgusta; pero que una mujer apriete entre sus labios un cigarrillo, eso sí que es grave.” (338)

Después de todo, cabe recordar que puede presentarse la ocasión de un baile, y la mujer no podrá

negarse, entrega para la cual necesita toda la frescura de su aliento.


Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
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Ni záparos ni guajiros

En 1898, hacia el fin de siglo, la sastrería ocupa un lugar importante en la cotidianidad burguesa.

En el número X de la Revista de Quito, se acusa recibo de una nueva publicación aparecida en

Quito: El sastre quiteño. “Acusamos recibo de una nueva revista quiteña, fundada, dirigida y

redactada por el simpático sastre de esta capital Sr. D. Manuel Chiriboga Alvear, que desde hace

años viene trabajando con notable tesón y laudable entusiasmo en pro de la clase obrera.” (1898

XXV, 337)

El desarrollo del oficio de la sastrería es un reflejo de la voluntad nacional por civilizarse al

vestirse. La desnudez es primitiva, escandalosa y animal. “Solo los indígenas fueron representados

desnudos o semidesnudos en la fotografía de inicios del siglo XX en Ecuador” (Laso 2013, 134). El

vestido inviste: legitima, indica clase, jerarquía y pertenencia. Por eso, la moda es una expresión de

la exclusión y la inclusión: exclusión de unos, inclusión junto a otros: “(...) las modas son siempre

propias de las clases sociales: las modas de la clase más elevada se diferencian de aquellas de la

clase inferior, y se abandonan tan pronto como la clase inferior comienza a apropiarse de ellas.”

(Simmel 1905: 12) La moda marca distancia, sobre todo en el espacio público. Los cuerpos que lo

ocupan en el gran baile de lo social tienen que diferenciarse para marcar su derecho al espacio. Por

eso la plaza pública del siglo XIX es un escenario tenso y problemático, porque junta las

exclusiones y las hace más visibles.

Los sastres de Quito van a unir fuerzas para ello: para que se sepa que el Ecuador del siglo

XIX es una nación civilizada y que sus vestiduras son investiduras. Seremos un cuerpo bien vestido

y civilizado o no seremos, pues somos “la luz de América”, proclaman. Serán ellos quienes tracen

nuestro camino. Aquí su manifiesto:

Sin embargo, el amor al terruño donde nacimos y el deseo de que figure nuestra Patria en

el rol de las naciones cultas y civilizadas, y de que se sepa que los habitantes del Ecuador

no somos los záparos o guajiros como la mala fe de muchos nos ha pintado, nos hemos
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propuesto á lanzarnos á la luz pública como periodistas del arte, y dar reglas de estética

para la confección de vestidos, sin abrigar las aspiraciones de atildado escritor ni

pretender entrar en discusiones científicas ni menos en las odiosas polémicas de la

política. (337-338)

Este nosotros enunciado por el gremio de sastres de Quito busca incluirse en la voluntad

civilizatoria general de la modernidad americana. Al ser civilizatoria, esta tarea ennoblece. “No

somos záparos”: he ahí la misión del arte del buen vestir. El indígena, aunque mayoría, será

invisible e invisibilizado. Dicha invisibilización crea un falso imaginario de la configuración real de

la nación. La sastrería comulga con las ideas decimonónicas de civilidad al convertirse en un oficio

cuya dignidad reside en investir, como se ha enfatizado, mucho más que en vestir, y no a todos,

sino sólo a algunos. La dimensión simbólica de la vestimenta se ve aquí de manera nítida, y no sólo

ya la femenina, sino la que cubrirá los cuerpos de los nuevos hombres de la nación.

En una nota al pie de Poses de fin de siglo, Sylvia Molloy señala la importancia que José

Martí le da al vestir cuando escribe sobre el carácter del nuevo continente, que debe pasar de la

imitación a la creación, para retomar a Georg Simmel: “La esencialización que hace Martí del

vestido (somos nuestras ropas) es notable” (2012:21), y se ve en esta cita de Nuestra América que

recupera la autora: “Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en

los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y

con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga.” (21) En efecto, en Nuestra América,

Martí se detiene en varios ejemplos que proceden del vestido para hablar de la cultura americana.

“Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de

Norteamérica y la montera de España” (2010: 137), escribe sobre la formación de la cultura

americana en la situación colonial. Pero hoy, aunque América se cubra con ropajes europeos,

empieza a conocerse y a mirarse a sí misma: “Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. '¿Cómo

somos?' se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. (...) Las levitas son todavía de
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40

Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América.” (137) La relación entre cultura material y

pensamiento es muy decidora de la modernidad americana. Martí elige evocar la síntesis deseada

para América con imágenes del vestido que también deben leerse en su literalidad: las

subjetividades que se construyen en el siglo XIX no pueden no ser materiales, concretas ni

prescindir de los códigos culturales vigentes. La dimensión simbólica presente en El sastre quiteño

coincide con ese texto de Martí publicado siete años antes, en 1891.

Aunque fuera del periodo que comprende esta investigación, cabe citar un artículo afín al

que aparece en El sastre quiteño y a la asociación que realiza Martí entre vestido y cultura. Este

documento fuera de periodo sirve, sin embargo, para ilustrar la persistencia de ciertos códigos

decimonónicos durante el siglo XX. La periodización por siglos como principio organizativo para el

trabajo de investigación a veces nos impide ver que los cambios de siglo no son cambios de época,

de ahí esta mención a continuación, en donde se ve que lo “moderno” lleva en sí mucho del código

finisecular para el vestir. Bien entrado el siglo XX, en 1918, la revista Caricatura publica una

semblanza sobre una prenda que organiza a la sociedad quiteña por capas sociales, según se narra.

Se trata de “Crónicas de Quito. Quito de los chaquets”. Han pasado 21 desde El sastre quiteño, años

dentro de los cuales ciertas normas para desenvolverse en sociedad han cambiado poco. Una prenda

divide a los quiteños por clase, trabajo y lugar en el orden económico.

“Y todo el mundo tiene en Quito su chaquet. Hay de todos los modelos (...) desde el primero

que lo llevó el elegante conde D'Orsay, hasta el del último cri de los modistos de París” (1918 I:

11). ¿Quién es ese “todo el mundo”? Se trata de las élites quiteñas que, en una metonimia opaca,

pasan por “todo el mundo”, en consonancia con el objetivo de El sastre quiteño, de desdecir la

existencia de población indígena en la ciudad, o maquillar el espacio con hombres en traje a fin de

que esa capa social alta sea la más visible. Simmel se refiere precisamente a este universal “todo el

mundo”: “La moda es la imitación de un modelo dado, y al serlo responde a la necesidad del

individuo de ser sostenido por la sociedad, lo sitúa sobre la vía que todos siguen, hace de cada
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comportamiento individual un simple ejemplo del universal que impone.” (1905: 11-12) Sólo que

esta imposición para los cuerpos masculinos de los burgueses constituye, a la vez, un privilegio de

pertenencia. Allí no entran los guajiros ni los záparos quienes, por cierto, no figuran en esta crónica

sobre el chaquet “íntimamente ligado a al vida de la ciudad” (1918 I: 11). El desfile al que se

refiere el autor, Ramiro de Sylva, traza una significativa pasarela en cuya frivolidad se enuncian los

abismos de clase de la segregada sociedad quiteña:

Ya viene el primero (...) es el chaquet aristocrático del hombre elegante”; “Amplio,

desabotonado (...) chaquet de hombre obeso y potentado”; “Sigue del empleado público

que no es entallado ni muy interesante”; “raspatintas, bastante raído por el diario roce

con las mesas de la Escribanía”. “Vienen los últimos, los pobres, los inverosímiles

chaquets vagabundos, tristes y descoloridos. Los viejos, los enfermos, los decrépitos.

(1918 I: 11)

Los chaquets decrépitos: los cuerpos al margen, raídos, descoloridos. Estas imágenes tan visuales

nos sugieren que el desfile de modas es un teatro de esperpentos, en donde los cuerpos marginados

tienen apenas una presencia espectral porque son ilegítimos, están casi desnudos.

La ausencia de chaqueta es un despojamiento, y los desposeídos quedan fuera de todo orden:

“¡Ay! Del que no lo tiene. Ese nunca pasará de ser un desgraciado. Porque sin chaquet no se

concibe hombre respetable, ni honrado, ni serio, ni empleado. No se puede visitar, ni bailar, ni

enamorarse, ni asistir a comidas, ni siquiera a honras fúnebres le invitan.” (1918 I, 11) La desnudez

simbólica es la exclusión social. El desnudo es un paria.

La mujer desnuda del San Juan de Dios

La primera vez que vi esta imagen fue en el documental Memoria de Quito, de Mauricio Velasco

(2008). Se trata de una mujer totalmente desnuda, de pie sobre un banco, el cuerpo ladeado. Mira a

la cámara de frente, aunque ésta la escrute y la mantenga desnuda frente de sí. Está embarazada en
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estado avanzado. Está expuesta. Aparentemente, estaba en el hospital San Juan de Dios (Velasco,

entrevista personal) (fig. 10).

Frente a las burguesas, que casi nunca estarán desnudas a lo largo de su vida, que tendrán

batas para meterse a los baños de agua caliente, batas de noche de bodas, siempre capas sobre la

piel, esta mujer ha sido desnudada para ser observada y violentada. Los códigos de vestimenta

descritos hasta aquí se rompen, se estrellan contra la impudicia con que el cuerpo de esta mujer es

convertido en objeto de curiosidad científica. “Hacer que un indio de la Sierra se desnude, es ejercer

una violencia más y nos demuestra nuevamente el poder que ejerce el fotógrafo sobre los sujetos

retratados.” (Abram en Chiriboga 1994: 40) Hacer que una mujer indígena se desnude es añadir una

forma más de violencia. Los cuerpos más expuestos y menos cubiertos de las mujeres indígenas,

que tenían distinta relación con el movimiento, el trabajo, el agua, estaban también a merced del

apetito sexual de cualquier hombre -sin que esto quiera decir que existe violencia sexual en todas las

capas sociales-.

En la recopilación fotográfica La temprana fotografía del indio de los Andes, las autoras

incluyen otra imagen que puede ser de egsta misma mujer (Chiriboga 82, fig. 11), esta vez, con sus

vestidos puestos. La fotografía ha sido titulada “Rezagos de serddvidumbre” (ca. 1900). Siempre

será anónima, no importa cuántas veces nos preguntemos por su nombre. Ese anonimato también es

parte de esa presencia espectral antes mencionada. Hay algunas hipótesis sobre esta mujer

supuestamente fotografiada en el hospital (Velasco, entrevista personal). La única certeza que

tenemos es que su desnudez es signo de su desamparo y de su valor casi nulo dentro del espacio

social que hemos descrito. De lo contrario, nadie habría sido capaz de despojarla de sus vestidos y

de colocarla sobre un banco. Qué le dijeron, qué indicaciones le dieron, cómo se desnudó o la

desnudaron, cómo encuadraron la cámara, son vacíos que nos confirman, en su resonancia, que el

cuerpo de esa mujer embarazada era eso: un cuerpo de mujer despojado de su humanidad, desnudo,

vulnerado. “Estamos hablando de la dignidad del sujeto fotografiado (...) porque vemos 'un algo'
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43

que no tenemos derecho de mirar y porque tenemos conciencia de que allí el indígena ha sido

herido en su dignidad.” (Abram en Chiriboga 1994: 41) “La cámara como arma de violencia

simbólica”, concluye Mauricio Velasco.

En el mismo filme, aparece una imagen del volumen Contribución al estudio de las

realidades entre las clases obreras y campesinas (1934), de Pablo Arturo Suárez. Allí, Suárez

divide a las clases obreras ecuatorianas, en su mayoría indígenas y mestizas, según variables como

ingreso, analfabetismo, alimentación y vestimenta. Aunque proviene de la década del treinta, la

siguiente observación de Suárez habla de la mujer del San Juan de Dios porque lo que se dice de

mujeres como ella viene de larga data y persiste. Sobre la mortalidad infantil en este sector social,

Suárez escribe:

Cuando los hijos de la mujer pobre mueren, esta experimenta una sensación de alivio en

su economía; (...) el porvenir ultraterreno de las criaturas queda felizmente asegurado

con su muerte temprana. Para nuestra mujer india, mestiza, al menos en su gran mayoría,

la muerte de sus hijos constituye pues, una felicidad, miradad desde cuaquier aspecto.

(1934, 73)

Una de las hipótesis sobre esta mujer, según Mauricio Velasco, es que pudo haber muerto

embarazada o recién dada a luz, pues se encontró cerca del hospital un entierro con características

similares. No se sabe si esta mujer murió con su bebé, antes o después. Suárez afirma que las

mujeres pobres son felices ante la muerte de sus hijos. Otra forma de la violencia: interpretarlas,

leerlas en su desnudez y en su indefensión desde la mirada científica22.

22 Al realizar su interpretación de las clases obreras, Pablo Arturo Suárez analiza la vestimenta, una categoría que le
permite medir higiene, salud, grado de educación. Incluye una pregunta sobre la frecuencia de cambio de ropa
interior. El promedio es quince días. El baño puede ir de dos veces al mes a algunas veces en el año. La ropa es
muchas veces de segunda mano, un porcentaje importante va descalzo, tanto en hombres como en mujeres y niños
(1934, 8-43). La tendencia es igualar el hábito en la vestimenta, marcado por la necesidad, la costumbre, etc. con el
desarrollo del sujeto. Suárez fija sus categorías según ciertas ideas que vienen del higienismo del siglo XIX en
cuanto al cambio de ropa, la importancia del baño, la recomendación de ventilación en los lugares de trabajo, entre
otros. En un estudio que tendría que continuar a éste, sería necesario retomar ciertas categorías de Contribución al
estudio de las realidades entre las clases obreras y campesinas a fin de revisar las maneras detalladas en que Pablo
Arturo Suárez recurre a la cultura material de sus grupos de estudio, como la vestimenta, para interpretarlos.
Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
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Hay otras mujeres desnudas violentadas por la cámara. En su trabajo sobre la fotografía de

José Domingo Laso (1899-1927), François Laso se refiere a imágenes de personas indígenas

desnudas, hombres y mujeres, que aparecen en el estudio de fotografía de Laso en Quito. A partir

de esta situación, Laso distingue un particular tipo de desnudez en un contexto en donde se decide

quién deja de ser sujeto para convertirse en objeto:

La exhibición del cuerpo como dato científico para la fotografía antropométrica y

antropológica fue central en la construcción de su objeto de estudio. Para los indígenas

amazónicos la desnudez se articula a la vivencia en un entorno, a sus prácticas sociales

y a sus formas y maneras de comprenderlo. Pero esa misma desnudez, o mejor dicho, la

exigencia de la desnudez en un estudio fotográfico ubicado en la montaña y a 2.800

metros de altitud, se presenta como una nueva forma de violencia hacia el cuerpo del

Otro. (145)

Esa forma de violencia es más patente aún frente a la conciencia de la norma respecto del cuerpo de

las mujeres, la vestimenta, el control y autocontrol, el control social descrito hasta ahora. En ese

contexto, marcado por el hecho de hacer de las mujeres la superficie siempre cubierta y limpia que

refleja la salud de una nación, aparecen al mismo tiempo estas fotografías, ya en el siglo XX. Por

supuesto, esa contención rige de otras maneras para las mujeres burguesas, pero llama la atención

cómo se diferencian estas “desnudeces” y cómo se violentan de diferentes maneras a distintos

niveles, en donde el cuerpo de la mujer indígena embarazada del hospital San Juan de Dios parece

sumar todas las violencias en la mirada con que enfrenta a la cámara. Hay un fotógrafo detrás que la

ha desnudado. Su desnudez permanece, siempre habrá estado desnuda en ese momento y está

desnuda ahora porque una imagen la expone en cada momento, ahora mismo, en el minuto que

viene, sin posibilidad de que se resguarde.


Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
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El cuerpo que desaparece

La figura de la mujer burguesa descrita hasta aquí y registrada en la fotografía del periodo

mencionado no es solamente una forma de la civilización occidental. También es una sustitución.

En el trabajo de François Laso, el cuerpo vestido de la mujer decimonónica es un tipo, un elemento

de composición, y aparece en la fotografía de José Domingo Laso en lugar de. Cuando se quería

borrar a un hombre o una mujer indígena de una foto en un espacio público, se recurría a un cuerpo

de mujer. “Esta práctica del encubrimiento y del retoque a partir de la imagen de una mujer con

vestidos voluminosos a la francesa considerados de buen gusto (Goetchel 1998) fue común en las

fotografías que Laso publicó en sus libros.” (Laso 2013, 110) (fig. 12, fig. 13)

Como se ve en las imágenes, las voluminosas figuras con faldones, polizones y grandes

sombreros servían muy bien para este propósito: la mujer adorna y, ahora, puede también sustituir.

No sólo se margina la figura del indígena, se la cubre con el otro sujeto subordinado. La borradura

de indígena y la sustitución con la figura de la mujer dan cuenta de las capas de legitimidad con las

que se construye el imaginario de una ciudad.

En este recurso de José Domingo Laso, François Laso ve la ciudad como cuerpo, y hay que

decir que es un cuerpo de mujer. La toilette, preparación para salir al espacio social, legitimación

aprendida por medio del arreglo del rostro y del cuerpo, el disimulo de malos olores, la cobertura de

cicatrices, moretones, todo eso forma parte del largo ritual cotidiano para poder salir al gran teatro

de los acontecimientos.

Lo que me interesa señalar es la coincidencia de la ciudad entendida como cuerpo y

como rostro sobre la cual se ejecuta este maquillaje. Es decir como la ejecución,

nuevamente de una fotografía higiénica (¿estética?) que vendría a evidenciar la buena

salud de la ciudad como cuerpo (social) y como rostro (para el turismo, y para las élites

que necesitaban verse, reconocerse en el lugar moderno en el que habitan): el rostro

limpio de la ciudad sin defectos y bien maquillada. (Laso 2013, 111-112)


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En distintos periodos, pero sobre todo a lo largo del siglo XIX y tras la declaración de

independencia, las ciudades se engalanan a la llegada de los patriotas, los balcones se adornan con

flores, se pintan las superficies, se visten las carrozas. Así como hacen las mujeres, el adorno más

vivo y galante de este cuadro. Muñecas rusas: rostros que adornan el rostro de la ciudad. Con el

avance de la modernidad, sabemos, se irán disimulando cada vez mejor los “pecados” de la

incipiente urbe: las prostitutas, los morfinómanos, los homosexuales, los mendigos, las curanderas.

Me pregunto con cuántas capas de mujeres vestidas con polizones y grandes sombreros se puede

maquillar una fotografía.

Asimismo, es curioso pensar en que las telas, los encajes, las cosas blandas, para volver a la

teoría de las cosas, siguen trayectorias también blandas. Para las mujeres, los materiales suaves, los

colores pastel. Para los dandies acusados de afeminamiento que vemos llegar en el siglo XX en la

figura de algunos poetas modernistas, el terciopelo, de virilidad dudosa. Y para los grandes

hombres, los únicos en gozar el privilegio de la posteridad: el mármol, el bronce, en la forma de

monumento.

En otro texto de la Revista de Quito, se celebra la inauguración de algunos monumentos en

espacios públicos de la ciudad. Uno de ellos es la estatua de Bolívar. Sobre eso, dice el redactor de

la nota: “Además, el lienzo animado por el pincel está lejos de reunir las condiciones del mármol y

el bronce para resistir a los embates de los siglos y para asociarse a la idea de inmortalizar a los

grandes hombres.” Si seguimos la trayectoria de esas cosas, veremos que ellas se bifurcan entre lo

duro y lo blando: el monumento erecto en bronce que nunca conocerá la flaccidez en el gran

espacio de la plaza, frente a la mujer engalanada detrás del balcón, vestida de encajes, ligera, pálida,

fina. Ese cuerpo de mujer, como un comodín, aparece y desaparece a capricho de la mirada

dominante.

Podría aventurar que lo que se manifiesta en esta forma de representación de la mujer es


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una construcción masculina de la mirada. Resulta curioso que los dos Otros de inicios

del siglo XX, indígenas y mujeres se presenten en la fotografía como ocultamiento y

manifestación, como las dos caras de una misma moneda. Las mujeres por un lado eran

mostradas cómo las “bellezas del Ecuador” y por otro eran útiles para encubrir lo que no

se quería ver. (Laso 2013, 111)

Laso aventura bien. La distribución de lo visible, para evocar a Michel Foucault, es una distribución

dada por las tecnologías de género. En las fotografías de José Domingo Laso, se presenta una

ciudad maquillada con mujeres burguesas vestidas a la moda del siglo XIX. La presencia de las

mujeres es ornamental y el fotógrafo toma ventaja de este hecho para cubrir a indígenas, a

desposeídos, a todos quienes no llevan chaqué. Los rostros de la ciudad reflejan la buena salud de la

nación, y para eso es fundamental mantener las apariencias.


Documentos impregnados: vestido, cuerpo y nación
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Fotografía

Selección del fondo de documentos antiguos, Biblioteca Aurelio Espinosa Pólit.

Selección del archivo Casa Museo María Augusta Urrutia.

Fotografías extraídas de colección José Domingo Laso, en Laso Chesnut François (ver bibliografía).

Fotografías extraídas de Chiriboga Lucía et al. (ver bibliografía).

Fotografía extraída de Memorias de Quito (ver bibliografía).

Piezas materiales

Vestido de viudez y manto. Década de 1870. Casa Museo María Augusta Urrutia

Vestido de seda: falda exterior y chaquetilla. Década de 1870. Casa Museo María Augusta Urrutia

Faldones interiores y polizón. Aprox. década de 1880. Colección privada, Gloria Gangotena de

Montúfar.

Ropa de dormir. Aprox. 1870-1890. Colección privada, Gloria Gangotena de Montúfar.

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