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Jesús el Nazoreo y la tragedia del Gólgota

Daniel Miguel López Rodríguez


El Jesús histórico y el Cristo de la fe:
del judaísmo al cristianismo pasando por el paganismo

I. ¿Por qué no soy cristiano?


II. El cristianismo después de veinte siglos sigue estando vigente. España sigue siendo católica
III. La verdad del Cristianismo
IV. Las influencias paganas del cristianismo y crítica a la idea de revelación divina
1. Influencias egipcias
2. Influencias zoroástricas
3. Influencias helenísticas
4. Si el cristianismo no salió de la nada por emergencia divina entonces no es una revelación sobrenatural y sí una
reconstrucción mitológica
V. El Jesús histórico y el Cristo de la fe: del judaísmo al
cristianismo
1. Analogías entre la escatología judía y el idealismo alemán
2. El Reino celestial frente al Reino terrenal
3. La ética acósmica y apocalíptica de Jesús
4. Inimicus y hostes
5. Los dos mandamientos principales de la Ley para Jesús
6. El Cristo de la fe frente al Mesías de la Ley: el secreto mesiánico
7. El paso del judaísmo al cristianismo

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1. Saduceos
2. Fariseos
3. Esenios
4. Zelotas
5. Los nazarenos, la secta de Jesús, frente a estos partidos o sectas

1. Jesús el Nazoreo
2. Jesús el profeta apocalíptico y carismático

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1. Jesús y Juan el Bautista
2. Jesús frente Poncio Pilato: la utopía del Reino de Yahvé, o Sacro Imperio Judaico, frente a la Realpolitik del
Imperio Romano.
3. La tragedia del Gólgota y el mito de la resurrección

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1. ¿Era Pablo ciudadano romano?
2. La muerte vicaria de Jesús
3. Pablo como teólogo de la restauración de Israel
4. La revelación paulina
5. La parousía o segunda venida de Cristo
6. La cuestión del fundador del cristianismo
7. La justificación por la fe en Cristo
8. Escándalo y necedad

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«Puesto que muchos emprendieron la tarea de poner en orden un relato sobre los hechos que se
han cumplido entre nosotros, tal como nos transmitieron los testigos oculares desde comienzo y
quienes han acabado convertidos en servidores de la palabra, también me pareció oportuno a
mí, que he ido siguiendo todo con atención desde el principio, escribírtelo con exactitud por
orden, noble Teófilo, para que conozcas la certidumbre de las palabras sobre las que has sido
catequizado» (Lc 1.1-4). «Pero hay muchas otras cosas que hizo Jesús, las cuales si fueran
escritas una por una, ni el mismo mundo albergaría los libros escritos» (Jn 21.25)

I. ¿Por qué no soy cristiano?

Yo no soy cristiano porque un cristiano, si es cristiano (otra cosa es que no


sea verdaderamente cristiano), tiene que creer en la pericóresis trinitaria, la
cual consustancialmente envuelve la realidad, es decir: Padre, Hijo y Espíritu Santo envuelven
la realidad, y así llevan a cabo el drama de la historia universal, siendo el eje de la misma la
Encarnación de Dios en un hombre: Jesús de Nazaret de Galilea. Entonces, como se afirma
dogmáticamente que el Verbo se hace carne, hablamos de un espiritualismo asertivo
descendente y ascendente, esto es, hablamos del despliegue de un dios personal y
trascendente que en una primera epifanía (allá por los años 30 del siglo I) se Encarna en un
hombre para que sirva de chivo expiatorio o sacrificio vicario que salva a la humanidad del
Pecado Original y después, tras la resurrección, asciende al cielo: «Salí del Padre y vine al
mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16.28). Pero no queda la cosa ahí, porque
el cristiano piadoso deja sus esperanzas puestas en una segunda epifanía que supondría el
retorno de dios (logos) hecho carne, resultando esta vez victorioso de cara al Juicio Final
o parousía, cumpliéndose así las promesas de salvación (aunque nadie sabe el día ni la hora);
siendo así la pericóresis del Dios trinitario una idea aureolar y una esperanza puesta en un
futuro apoteósico y paradisíaco para los hombres elegidos y justificados por la fe, pero terrible y
deslucido para los impíos y malvados que no han creído en la resurrección de Cristo Jesús: «El
que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que no obedece al Hijo no verá la vida; sino que la ira
de Dios permanece con él» (Jn 3.36).

También para ser cristiano hay que creer en los ángeles, en los arcángeles, en los
querubines, en los serafines, en los tronos, en los principados y en las dominaciones, esto es:
en los siete coros de ángeles o «formas separadas» (como decían los escolásticos). Tiene que
creer de algún modo que el mundo lo creó Dios de la nada en seis días, descansando el
séptimo (los ángeles fueron creados el primer día de la creación y el hombre, Adán, lo fue el
sexto día). También tiene que creer que la mujer se formó a raíz de la costilla de Adán, el
primer hombre.

Un verdadero cristiano (que no un cristiano verdadero) tiene que creer en el ministerio y la


predicación de un hombre, que se llamaba Jesús, que su padre era Dios, que su madre era
virgen, que le regalaron incienso, oro y mirra los Reyes Magos de Oriente en un mísero
pesebre de Belén de Judá, que andaba sobre las aguas, que convertía el agua en vino, que
multiplicaba los panes y los peces, que resucitó a la hija de un tal Jairo y también a un tal
Lázaro, que limpiaba a los leprosos, que es traicionado por un tal Judas y es crucificado y
resucitando al tercer día, y al final de los tiempos volverá a juzgar a los vivos y los muertos.
Tiene que creer en el misterio de la Eucaristía, es decir, que en la hostia consagrada ahí
está la sangre y el cuerpo de Cristo (al menos en el catolicismo). Tiene que creer en la
virginidad perpetua de María (también en el catolicismo), la cual fue sin pecado concebida o
concebida por el Arcángel San Gabriel o Espíritu Santo en forma de paloma (dogma, por cierto,
que no procede de los evangelios canónicos, sino del apócrifo Protoevangelio de Santiago).
También tiene que creer en la resurrección de la carne en el día del Juicio Final, cuestión
diferente a la de la inmortalidad del alma, sin perjuicio de que en el cristianismo también hay
inmortalidad del alma en el momento de la muerte individual, a la espera del día del Juicio que
dará lugar a la resurrección de la carne. Aunque el dogma de la resurrección de la carne, para
algunos cristianos actuales, ha quedado como mera cláusula doctrinal o es interpretado
simbólicamente, pues se tiende a creer más bien en la beatitud eterna (o condenación eterna)
del individuo en el momento de la muerte, siendo más bien un juicio individual en el que se
postula la inmortalidad del alma: ya en el cielo ya en el infierno. No así para la Iglesia Católica,
que sostiene en su Catecismo que el dogma de la resurrección de la carne «significa que el

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estado definitivo del hombre no será solamente el alma espiritual separada del cuerpo, sino
que también nuestros cuerpos mortales un día volverán a tener vida… Con la muerte, que es
separación del alma y del cuerpo, éste cae en la corrupción, mientras el alma, que es inmortal,
va al encuentro del juicio de Dios y espera volverse a unir al cuerpo, cuando éste resurja
transformado en la segunda venida del Señor… La vida eterna es la que comienza
inmediatamente después de la muerte. Esta vida no tendrá fin; será precedida para cada uno
por un juicio particular por parte de Cristo, juez de vivos y muertos, y será ratificada en el juicio
final» (2005: 203-205-207).
Tiene que creer en la revelación de la Biblia, y esto incluye también a los fantásticos libros
del Antiguo Testamento (no se puede ser católico sin creer en el Antiguo Testamento), donde
se proclama como Dios único a ese engendro de la vesania hebrea llamado Yahvé, un dios
colérico, vengativo, brutal, extremadamente cruel e inmisericorde, un dios inefable que manda
a matar a su «pueblo elegido» niños de teta en la represión de sus incontables guerras –por no
hablar del antisemitismo de Yahvé por la continua idolatría de los judíos a otras deidades. Y
creer en la Biblia significa creer en la revelación de unos textos incoherentes, desconcertantes
e increíbles a más no poder, cuando esos textos deben de ser examinados con el resero crítico
con que se mide cualquier texto, pues ningún texto es revelado por Dios o el Espíritu Santo en
un estado de intuicionismo praeterracional por parte de su autor. Por tanto, niego rotundamente
la afirmación que hace Jesús en el versículo Jn 10.35 que reza: «la Escritura no puede ser
quebrantada», porque la Escritura sí puede ser quebrantada; ya que desde sus comienzos en
la antigua Grecia la filosofía –como saber de segundo grado que «reflexiona» objetivamente
sobre y contra otras formas culturales que toma como materiales– se encara críticamente a los
teólogos, a los poetas y a los políticos de modo apagógico, por reducción al absurdo, es decir,
por vía de trituración dialéctica (sin perjuicio de que se asimilen ciertas cuestiones que salgan
de ese humus que la filosofía crítica trata de «quebrantar» con mirada de basilisco). De este
modo estaría en total desacuerdo con lo que se prescribió entre 1545 y 1563 en el Concilio de
Trento: «Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos estos mismos Libros enteros con
todas sus partes, como se han acostumbrado a leer en la Iglesia Católica, y se contienen en la
edición Vulgata latina antigua, sea anatema». Así sea, soy anatema. Como anatema declaraba
Pío IX en 1864, en el Syllabus Errorum, a quien estimase que «las profecías y milagros
expuestos y narrados en las Sagradas Letras son ficciones de poetas; los misterios de la fe
cristiana, un conjunto de investigaciones filosóficas; y que en los libros de uno u otro
Testamento se contienen invenciones míticas» (citado por Puente Ojea, 2001b: 81).
El Catecismo de la Iglesia Católica de nuestro tiempo también lo deja claro: «Decimos que la
Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios mismo es su autor: por eso afirmamos que
está inspirada y enseña sin error las verdades necesarias para nuestra salvación. El Espíritu
Santo ha inspirado, en efecto, a los autores humanos de la Sagrada Escritura, los cuales han
escrito lo que el Espíritu ha querido enseñarnos. La fe cristiana, sin embargo, no es una
"religión del libro", sino de la Palabra de Dios, que no es "una palabra escrita y muda, sino el
Verbo encarnado y vivo" (San Bernardo de Claraval)» (2005: 18).
Mi tarea aquí consiste en negar con rotundidad aquello que sentenciaba San Ignacio de
Loyola: «Si la Iglesia definiera algo como negro, cuando para tus ojos es blanco, nosotros
hemos de encontrar el medio para que sea negro». Mi tarea, en fin, consiste en hacer del
cristianismo un material crítico, y demostrar que es un material quebrantable que contiene
invenciones míticas que no proceden de ninguna revelación praeterracional, y si se mira así no
caben «doble pensamientos» ni confundir el negro con el blanco y el blanco con el negro,
porque lo que es blanco es blanco y lo que es negro es negro. Además, esa supuesta
«revelación» atenta a priori contra la dignidad de los demás colectivos e individuos que no han
tenido el privilegio de recibir la susodicha. Aunque es verdad que, a día de hoy, la Iglesia no
acepta nuevas revelaciones, salvo las que controla, como Lourdes o Fátima; y deja claro que
desde el Magisterio de la Iglesia, «al que corresponde el discernimiento de tales revelaciones,
no puede aceptar, por tanto, aquellas "revelaciones" que pretendan superar o corregir la
Revelación definitiva, que es Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2005: 10). Por tanto, un
texto «revelado» no es más que pura impostura. Como ya dijo en 1668 Adriaan Koerbagh, un
amigo del gran filósofo Baruch de Espinosa, la Biblia debe de ser estudiada con criterios
lingüísticos e históricos, como se hace con cualquier otra obra.
También, quien sea cristiano, tiene que creer en una vida póstuma en el cielo, donde
vivirá una vida eterna en la que gozará de la infinita sabiduría de Dios, donde los misterios del
Altísimo le serán revelados a los elegidos (que serán pocos, aunque muchos los llamados). El
cielo, pese a su trascendencia respecto al mundo, vendría a ser un supramundo

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pero homonímico con el mundo; por tanto, pese al llamado «cristianismo de trascendencia», el
cristianismo vendría a ser un mundanismo (si bien es cierto que el Dios-Creador terciario está
situado en un contexto ontológico-general –es decir, ya no se trata de un dios óntico como
Zeus, Odín u Osiris, sino de un Dios ontológico, infinito–, siendo el Reino de los Cielos
homonímico al mundo empírico, aunque situado «más allá del horizonte de las focas»). Aparte
del cielo, el piadoso y crédulo cristiano tiene que creer incluso en el infierno y, por si fuera
poco, en el demonio y su corte infernal de diablos y espíritus impuros (ángeles caídos) que
aparte del infierno también viven entre los hombres tentándolos e incluso encarnándose en
ellos (a imitación de Cristo): luego un cristiano (insisto: si es verdaderamente cristiano) tiene
que creer en un premio o en un castigo eterno para siempre jamás. Pero –digo yo– por muy
mal que haga el hombre jamás merecerá un castigo eterno, y tampoco un premio eterno por
mucho bien que haga y por muy cristiano piadoso que sea. El dolor eterno y la felicidad eterna
son dos paraideas o «ideas-límite» absolutamente descabelladas, monstruosas y abismales.
Y lo más importante de todo para el cristiano: tiene que creer en Dios Padre «que hizo el
mundo y todo cuanto hay en él» (Hch 17.24) –Ego trascendental personal (E) creador del
mundo de las formas (Mi), Cosmocrátor omniabarcante– y amarlo con todo su corazón, toda su
alma y todas sus fuerzas, pues «por su mediación vivimos, nos movemos y somos» (Hch
17.28); y además de amar a Dios también ha de amar a su vecino como a sí mismo. Creyendo
todo esto lo demás se le dará por añadidura.
Como se puede comprobar para ser cristiano hay que creer en una retahíla de fantasías
que se salen de la historia y de la ontología (al menos de la ontología materialista desde la que
me sitúo). Es una retahíla de delirios secundarios, aunque el cristianismo es una religión
terciaria y en su teología dogmática existe un racionalismo explícito que tritura el delirio
secundario del politeísmo clásico. Labor ésta que no sólo está en la teología de los
evangelistas, sino de un modo más pulido en las manos de los Padres de la Iglesia que, por la
gracia de la alianza de la Iglesia con del Imperio Romano constantiniano, pudo propagar su fe –
frente a paganos, judíos y otras sectas cristianas– a sangre y fuego. La dialéctica y el diálogo a
la contra en las letras tuvo su resolución con las armas y el poder de Roma.
Entonces un cristiano tiene que creer en lo increíble, esto es: creer que Cristo es «el
camino, la verdad y la vida» (Jn 14.6). Como dice San Agustín: «increíble es que Cristo
resucitase en carne y que subiese al cielo por la carne. Increíble es que haya creído el mundo
portento tan increíble. Increíble es que hombres de condición humilde, despreciables, pocos e
ignorantes, hayan podido persuadir de cosa tan increíble, tan eficazmente al mundo y hasta a
los mismos doctos» (La Ciudad de Dios XXII, 5). Quizá por esto es habitual que muchos
cristianos sufran «crisis de fe», las cuales son perfectamente superables; eso sí, hasta la
próxima crisis de fe. Al contrario de lo que decía Tertuliano desde las coordenadas doctrinales
del cerrojo teológico, yo no creo en los dogmas del cristianismo porque son absurdos. Y eso
sabiendo que hombres de gran talento y gran influencia –como por ejemplo San Agustín, Santo
Tomás, Duns Escoto, Francisco Suarez, Copérnico, Descartes, Leibniz o Newton–
fueron verdaderos creyentes y profundos cristianos, aunque no cristianos verdaderos, porque a
mi juicio un cristiano no puede ser verdadero, en tanto dogmático cristiano, por eso no soy
cristiano, porque el cristianismo me aparta de la verdad. «¿Y qué es la verdad?». He ahí la
pregunta del prefecto de Judea, Poncio Pilato, sin respuesta del Nazareno o, mejor dicho, del
Cuarto Evangelista, sobreentendiéndose que sobran las palabras porque Cristo es la verdad.
Pues bien, Cristo no es la verdad. O eso al menos es lo que trato de demostrar en el presente
ensayo sin la ayuda de Dios.
Pasen y vean cómo demuestro que Cristo, la Encarnación, la salvación universal y la
dogmática cristiana en general es una reconstrucción secular de mitos y teologías que distan
mucho de la verdad. Por tanto, no podemos servir a dos señores: o se sirve a Cristo o se sirve
a la verdad. Aunque con esto no quiero dar a entender que el que no sirve a Cristo está ya en
la verdad, pues no servir a Cristo y no ser cristiano por sí sólo no ayuda a presenciar el
espectáculo de la susodicha (admitiendo, eso sí, que frente al delirio secundario, la religión
terciariacristiana guarda un componente de verdad, pues si no sería imposible explicar su
clamoroso éxito).
Y si no soy cristiano tampoco soy pagano, ni judío y ni mucho menos musulmán, porque
soy ateo esencial total, aunque oficialmente soy católico, bautizado por la Santa Madre Iglesia
Católica Apostólica Romana. Bautizado, eso sí, a los 10 años; por tanto, podría decir que soy
un católico converso, es decir, me convertí al catolicismo bautizándome y haciendo la
comunión, aunque no hice la «confirmación», y pasando los años me convertí al materialismo y

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al ateísmo y ahí sigo. Por eso ya no soy cristiano, aunque podría afirmar que soy católico ateo
esencial total.

II. El cristianismo después de veinte siglos sigue estando vigente. España sigue siendo
católica

El cristianismo es un asunto de plena actualidad, sólo hay que señalar la enorme


expectación (ya en la misma abarrotada plaza de el Vaticano, ya en los millones y millones de
espectadores que siguieron el ritual por televisión formal) que ha tenido en todo el mundo el
cónclave papal –tras la dimisión de Su Santidad Benedicto XVI el 28 de febrero de 2013– del
pasado miércoles 13 de marzo de 2013 en el que fue elegido, tras dos fumatas negras, el
cardenal argentino y jesuita Jorge Mario Bergoglio: ahora Su Santidad Francisco (elección que
desde el momento de la nematología católica se hizo por obra y gracia del Espíritu santo, pero
desde el momento tecnológico por la democracia formal de los votos de los distintos
cardenales enfrentados entre sí: dialéctica de cardenales). Digamos, pues, que el cristianismo
no es un asunto «arqueológico» como el anarquismo, el comunismo, el nacionalsocialismo o el
fascismo.
¿Y por qué? Porque el cristianismo no ha caído. España, en nuestro caso, sigue siendo
cristiana, o mejor dicho, católica, o al menos sociológicamente católica. Todos los años se
celebra fervorosamente la navidad y la Semana Santa; todos los años se celebran
ardientemente las fiestas de vírgenes y santos en todos los pueblos de España, fiestas que son
como la infiltración o reminiscencia de las fiestas primaverales paganas de
los delirios secundarios politeísta en el escenario políticamente implantado de la religión
terciaria monoteísta; fiestas que, al fin y al cabo, mutatis mutandis, son como una herencia
folclórica del paganismo clásico grecorromano y sus ritos de nacimiento y de consagración de
la primavera. Junto a la navidad y la Semana Santa estas fiestas organizan el calendario, que
es muy parecido al de los romanos (ya se vio durante la Revolución francesa lo caótico que
resultó cambiarlo). También casi todo el mundo se casa por la Iglesia; casi todos los niños se
bautizan y hacen la comunión, aunque los padres no sean creyentes. Luego es absurdo afirmar
que España es un país laico y que la religión es un asunto «privado» y de «conciencia
subjetiva». Nada más que hace falta darse un paseo por las calles de Sevilla en plena Semana
Santa y desde allí, si Cristo levantase la cabeza, podría asegurar que «ni en Israel he
encontrado fe semejante» (Lc 7.9). Y si esta numerosa masa va detrás de los pasos no ya
imbuida por el mito de Cristo, entonces es posible vaya detrás de los mismos imbuida por
el mito de la cultura (el cual no sé yo si es peor, más oscurantista y confusionario, que el
primero). Así pues, sea por fe o por «cultura», el catolicismo se demuestra andando tras los
pasos de la Semana Santa y otros rituales (como el citado cónclave).
El cristianismo no es sólo un problema para la filosofía de la religión, sino también lo es
para la filosofía de la historia. El Imperio Romano no estaba calculado para caer, y cayó. El
Imperio Español tampoco estaba calculado para caer, y también cayó. Lo mismo pasó con el
Imperio Soviético. La caída de estos Imperios generadores supone un grave problema
filosófico, como señala Gustavo Bueno en España frente a Europa (no se plantean estos
problemas históricos-filosóficos con la caída de los imperios depredadores como el británico o
el holandés). El cristianismo, en cambio, no ha caído, pero también supone un problema de
envergadura filosófica. ¿Por qué después de cerca de dos mil años de historia el cristianismo,
en sus diferentes modulaciones, persevera en el ser? ¿Cómo se ha desencadenado
la dialéctica de clases –sinectivamente conectada y subordinada a la dialéctica de Estados en
la lucha mundial por la hegemonía entre los imperios– para que en dos mil años de historia el
cristianismo siga existiendo, y no precisamente de modo testimonial? ¿Por qué ha tenido tanta
fuerza y, de algún modo, a día de hoy la sigue teniendo, aunque bien es verdad que con menos
poder de influencia desde hace un par de siglos?
«La única posibilidad que parece quedar, desde un racionalismo materialista, para
explicar la "pervivencia" de las iglesias hoy día es la de su "diagnóstico" como superestructuras
sociales con inconfundible "voluntad de poder" en el sentido de Adler, y realimentadas
constantemente, en su propia "inercia" histórica y cultural, por dos factores que parecen
claramente demarcables desde el materialismo, y que Gustavo Bueno identifica en, por un
lado, la impostura de los sacerdotes, y por otro, la estupidez infantil de los creyentes (aunque
evidentemente haya sacerdotes que participen ideológicamente de la estupidez infantil del
creyente: si es así es peor para ellos que si supiesen que las mitologías que defienden son

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falsas). Es decir, "echar la culpa" sólo a los sacerdotes, en la línea de la tradición inaugurada
por Critias, y seguida por la tradición ilustrada, es, en realidad, una forma de "exculpar" a los
creyentes, como si éstos no tuviesen su "parte de responsabilidad" en su estado de falsa
conciencia y dogmatismo mitológico en una sociedad donde, pese a todo, tiene actualmente los
medios científicos y filosóficos suficientes y adecuados para denunciar no ya la función
manipuladora y tergiversadora de las ideologías espiritualistas propias de las religiones del
presente, sino, y ante todo, su constitutiva falsedad, por la imposibilidad de las premisas
espiritualistas y gnósticas en que se sustentan (falsedad que no debe ocultarnos el hecho de
que unas religiones tienen más grado de racionalidad que otras)» (Pérez, 2008).
Uno de los problemas del cristianismo es que cristianismos hay muchísimos (me sería
imposible hacer aquí un árbol genealógico, una taxonomía con todas las especies que han ido
sucediéndose durante la historia y las que simultáneamente existen en la actualidad). El
cristianismo es, pues, un género con muchas especies enfrentadas entre sí, aunque con
alianzas coyunturales muy puntuales contra terceros (judíos y/o musulmanes) o cuartos
(paganos en general). Pero es absurdo afirmar que el catolicismo es una especie más, una
especie que tiene la misma importancia y está al mismo nivel que cualquier otra. De hecho, el
catolicismo es el género generador de muchas especies de cristianismos, aunque a decir
verdad no es el primer analogado o el núcleo del cristianismo, pues entiendo que el
cristianismo construye su cuerpo católico cuando sale de la clandestinidad y se hace religión
civil y oficial del Imperio Romano, aunque sí es cierto que ya en el siglo I existía algo así como
una especie de «protocatolicismo» o catolicismo en embrión (embrión que no abortó sino que
se desarrolló dando a luz por la gracia del Estado de Roma y su inmenso Imperio, por el cual la
Iglesia pudo llevar a cabo su polémico curso). Pero hablar de «protocatolicismo» es hacerlo
desde la plataforma del catolicismo, en retrospectiva.
Sin el catolicismo, el cristianismo no sería un problema de la Historia Universal, no sería
un problema filosófico. Es decir, sin los Imperios y los Estados la Iglesia no hubiese sido y no
sería absolutamente nada. De modo que sin los Estados la Iglesia no hubiese sido una esencia
genérica con núcleo, curso y cuerpo; aunque hubiesen existido sectas cristianas al margen del
Imperio, que a día de hoy serían conocidas sólo por eruditos porque indudablemente hubiesen
sido liquidadas por el imponente poderío Imperial (lo que quiero decir es que sin el catolicismo
romano el cristianismo no hubiese trascendido y no hubiese sido histórico –si acaso
antropológico o arqueológico–, porque los sujetos de la historia son los Imperios y los Estados).
La Iglesia es por los Estados. No existen relaciones entre la Iglesia y el Estado (en singular),
visto así es un problema mal planteado, «puesto que la Iglesia es una y los Estados son
múltiples; por lo que –podría decirse– las relaciones de la Iglesia y el Estado, son relaciones,
en el fondo, de los Estados entre sí, por la mediación de la Iglesia» (Bueno, 1989: 334). El
catolicismo es una institución que viene a ser como una especie de agencia internacional que a
través del Imperio Romano primero y después (a nivel global efectivo) del Imperio Español
pudo hacer algo más que simplemente perseverar en el ser, una vez superada la fase de
«transición» de los reinos sucesores en la disputa por la hegemonía de esa biocenosis que
vino a ser Europa a partir del Imperio Carolingio. «La amenaza común de los musulmanes, a la
par que la originaria voluntad de no quedar absorbidos por el Imperio bizantino, es la situación
que explica la configuración, en términos de agencia única totalizadora de la Iglesia romana»
(Bueno, 1989: 335). Roma y España fueron algo así como la columna vertebral de la Iglesia, lo
demás es creer en la inexistente Gracia del Espíritu Santo, que ni existió, ni existe ni puede
llegar a existir. Por eso, y no por la inexistente providencia de Dios a través del imposible
Espíritu Santo, sino por la gracia de las sucesivas capas corticales en la disputa y lucha a
muerte por las riquezas de las distintas capas basales mediante las complejas relaciones de
las diferentes capas conjuntivas, España y gran parte del mundo sigue siendo, en su diferentes
modulaciones, cristiana. La Iglesia fue y es una institución única e irrepetible (ideográfica) y fue
posible sin la ayuda de Dios, pero imposible sin la ayuda de los Estados y, sobre todo, de los
Imperios Universales, fundamentalmente no ya sólo el Imperio Romano sino el Imperio Español
que hizo posible el cristianismo «globalizado» llevándolo al Nuevo Mundo no ya bajo la
autoridad espiritual de Mt 28.19: «id y enseñad a todas las naciones, bautizadlos en nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu santo», sino bajo la autoridad material de Sus Majestades los
Reyes Católicos.
Pero el cristiano es un lobo para el cristiano o los cristianismos son lobos feroces para los
cristianos (no digamos para los judíos y los musulmanes, y ni que decir tiene para los paganos,
los satánicos y los ateos esenciales o existenciales). La historia del cristianismo es como
una biocenosis, pues la existencia de sus distintas especies suponen la lucha continua, cíclica

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y sistematizada de unas sectas o iglesias contra otras a lo largo de los siglos desde el principio
mismo de su existencia, en la lucha por la hegemonía y la supervivencia (por la cual no sólo
bastaba y basta con rezar, y tampoco con «dialogar»). Ha sido, básicamente, la lucha de la
Iglesia Católica (que se supone que es la línea oficial y a nuestro juicio, al fin y al cabo, la
tendencia más racional) contra las distintas herejías (muchas de ellas simples delirios
supersticiosos y peligrosos, colindante con las religiones secundarias) la que ha hecho que el
cristianismo sea un fenómeno histórico universal (sobre todo por mediación del Imperio
Español, un Imperio católico). Quizá con la fuerza suficiente como para que a partir de su
aparición en el escenario político-religioso (clandestinamente desde el siglo I, oficialmente
desde el siglo IV) se dividiese el cómputo del tiempo histórico en dos mitades: «antes de
Cristo» (es decir, antes del cristianismo, con mayor fuerza desde la victoria del cristianismo
católico oficial constantiniano y consustancialista frente a multitud de sectas cristianas y judías
y el paganismo en general) y «después de Cristo» (era cristiana en la que todavía estamos,
aún no hay llegado la era, digamos, postcristiana; sobre el final de la era cristiana nadie sabe el
día ni la hora, ni siquiera Dios Padre).
Si algo grande tiene el cristianismo es que es la religión con más herejías que existe y
que ha existido jamás. Quizá por ello siga a día de hoy vigente y no es –como decimos– algo
«arqueológico» o un asunto de un pasado remoto e irrelevante que no nos afecte o repercuta
ya en lo más mínimo. Es indudablemente verdad que a día de hoy el cristianismo es un asunto
relevante y de plena actualidad, es un asunto presente, realmente existente en nuestro
presente político, social, artístico, económico y filosófico en marcha. No podemos decir junto a
Don Manuel Azaña, a la sazón presidente del gobierno y presidente de la muy anticlerical II
República, aquello de «España ha dejado de ser católica». No, España no ha dejado de serlo,
ni la hispanidad tampoco, y –como decimos– ni Dios Padre sabe cuándo España dejará de ser
católica. (Por supuesto con esto no quiero dar a entender que la totalidad de la sociedad
española e hispánica en general sea católica, pues el catolicismo compite contra otras
confesiones e instituciones no confesionales enconadamente).
Ni el cristianismo ni el catolicismo deben de ser tratados como simples temas, son más
bien complejos problemas, tanto para la filosofía de la historia como para la filosofía de la
religión (y la filosofía en general). En consecuencia, el cristianismo por nuestra parte e interés
filosófico –que se sitúa desde las coordenadas de un ateísmo esencial total y un materialismo
pluralista– no debe de ser despreciado y a priori ninguneado. Al César lo que es del César. Por
tanto, ni despreciamos ni creemos ni justificamos ni condenamos, simplemente entendemos y
al ser posible, a través de la vía de trituración dialéctica, criticamos (porque tampoco cabe
permanecer en una inexistente neutralidad, pues hay que tomar partido). Naturalmente con
todos nuestros respetos a los «sentimientos» de los creyentes, siempre y cuando éstos
también respeten nuestros «sentimientos» ateos y materialistas.

III. La verdad del Cristianismo

Como he dicho, al dar mis razones de por qué no soy cristiano, en este artículo trato de
demostrar por qué el cristianismo no es la verdad, es decir, trato de demostrar que la verdad
del cristianismo es que el cristianismo no es la verdad ni puede serlo. No tengo la osadía de
demostrar qué es la verdad, sino de demostrar lo qué no es la verdad. Tarea la mía que quizá
suponga un conocimiento negativo pero que no implica la ignorancia supina o la negación de
todo conocimiento. Aunque, dicho sea de paso, la verdad no es «la» verdad (en singular),
porque hay muchas verdades que coexisten pero que también se oponen entre sí (no existe ni
puede existir la verdad única y absoluta igual que no existe ni puede existir un Dios uno, único
y absoluto).
Pues bien, si el cristianismo no hubiese pactado con el Imperio Romano –allá por el 313
en el edicto de Milán cuando salió de la clandestinidad por obra y gracia de Constantino, y
sobre todo cuando un 28 de febrero del 380 en el edicto de Tesalónica se convirtió en religión
oficial del Imperio por obra y gracia de Teodosio– la figura de Jesús de Nazaret sería algo así
como la de Apolonio de Tiana, es decir, un personaje sólo para eruditos (algo parecido pasa
con la obra y figura de Karl Marx, pues sin la Revolución bolchevique éste sería algo así como
un economista y un filósofo alemán sólo conocido por eruditos y entendidos, figura que pasaría
de largo sin mayor relevancia). Y si el cristianismo pudo hacer proselitismo y, a través de ello,
dejó de ser una secta más para implantarse políticamente y oficializarse, no fue a través de la
Gracia de Dios, sino que fueron las calzadas por la que los apóstoles pudieron propagar

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la buena nueva. Y esto no lo digo yo, ésta es la tesis de Eusebio de Cesarea en su obra
la Preparatio evangélica. Dicho de otro modo: fueron las calzadas, esto es, una entidad
material realmente existente –y no el Espíritu Santo (metafísico o mitológico, esto es, realmente
inexistente)–, las que hicieron posible la ecumenización de los evangelios (es decir, como
arriba hemos insistido: sin Roma y las instituciones del Imperio –y después a nivel global a
través del Imperio Español– la predicación del evangelio se nos presenta prácticamente
imposible, inviable literalmente). Como dice Edward Gibbon en su Historia de la decadencia y
caída del Imperio Romano(2005: 230-231): «Las conquistas de Roma prepararon y facilitaron
las del cristianismo […] Las vías públicas que se habían construido para el uso de las legiones
se abrieron a los misioneros cristianos desde Damasco a Corinto y desde Italia a los confines
de Hispania y Britania; estos conquistadores espirituales tampoco encontraron ninguno de los
obstáculos que, por lo general, retrasaban o impedían la introducción de la religión extranjera
en un país lejano».
La carrera de la Iglesia Católica como institución hegemónica empezó con la condena a
los Arrianos en el concilio de Nicea. Aquí canonizaron a Jesús como «Hijo único de Dios»,
siendo el credo de Arrio tildado de herejía. El dogma llamado Credo reza así: «Creemos en un
solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles; y
en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia
del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho,
consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las
que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, descendió y se
encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a
juzgar a los vivos y a los muertos» (citado por Fábrega, 1960: 45-46). Se da paso así, frente a
otras tendencias, al impresionante tinglado institucional del cristianismo constantiniano y
consustancialista (cristianismo católico). Es curioso, pero así como Jesús fue crucificado por
decreto imperial, también por decreto imperial, tres siglos más tarde, fue canonizado como Hijo
de Dios (digamos como logos preexistente, descendente y ascendente y, en todo caso,
soteriológico: al mismo tiempo Dios, Hombre y Espíritu Santo). Todas las demás dogmáticas,
como la de los arrianos, fueron censuradas y consideradas como heréticas. Aunque el
arrianismo resistió por diferentes lugares del Imperio y después por los reinos sucesores, hasta
que en el año 586 Recaredo, rey visigodo en Hispania, se convirtió al catolicismo, viniendo a
ser así el Constantino hispano-godo; aunque bien es cierto que al final de su vida el emperador
Constantino fue bautizado por un arriano; más bien habría que decir sobre Recaredo que fue el
Teodosio hispano-godo, por hacer del catolicismo la religión oficial del reino, con todas las
consecuencias que esto tuvo conocidas por todos.
Así pues, la verdad del cristianismo no es Dios, ni siquiera Cristo, la verdad del
cristianismo es la Iglesia (del mismo modo que la verdad del marxismo es el bolchevismo, es
decir, el «socialismo real», la plataforma soviética y su zona de influencia, esto es, el
Imperio generador Soviético que resistió y venció al efímero Imperio nazi Alemán y que cayó
ante el Imperio –¿generador?, ¿depredador?– Estadounidense en la Guerra Fría). Decía San
Agustín que «Cristo y la Iglesia forman el "Cristo total"» (Catecismo, 2005: 157). La Iglesia
Católica ha sido la institución que más tiempo ha durado en toda la historia y ella –una vez que
se impuso al judeocristianismo, el gnosticismo y más tarde al arrianismo y otras sectas que
pululaban por diferentes rincones del Imperio y de los reinos sucesores, como por ejemplo en
el noroeste de la Península Ibérica el priscilianismo– surgió del cristianismo paulino, esto es, el
cristianismo romano que terminaría siendo católico. «Encontramos, con esto, a una Iglesia
implantada en la más perfecta inmanencia histórica. El Imperio romano, sucesor de otros
imperios (de los que había hablado Daniel), es el que prepara la Iglesia y mantiene su unidad
ecuménica. Cualquiera que sea la importancia que se dé al imperio, desde un punto de vista
emic, parece que puede afirmarse que, a partir del siglo IV, los cristianos tienden
progresivamente, al menos en su mayoría, a ver el imperio como la base en la que se
sustentan» (Bueno, 1989: 294). Andando los siglos llegarían las herejías luteranas, calvinistas,
anabaptistas, etc., etc.; pensadas contra el catolicismo romano (y ante todo, en aquel
momento, hispano) pero siempre desde la predicación paulina, esto es, procedentes del mismo
tronco paulino, como géneros plotinianos; aunque con más rigor habría que decir que las
sectas protestantes parten todas del mismo tronco común: la Iglesia católica, pese a querer
distanciarse de ella, porque sin el imponente tinglado oficial e institucional de la Iglesia estas
sectas no hubiesen sido absolutamente nada: el protestantismo en general es la negación del
catolicismo (y por supuesto del Imperio Español); por tanto, aunque sea como negación, sólo
puede surgir como escisión de la Iglesia, como separación del poder del pontificado de Roma y

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del imponente poderío español. Por otra parte, el cristianismo no paulino sigue existiendo hoy
en día pero en cantidades despreciables.
La ideología de la Iglesia está basada en el Cristo de la fe, que es sólo un
mito oscurantista y confusionario, como trataré de demostrar; un mito diseñado por Pablo de
Tarso, los autores de las demás epístolas, los autores de los sinópticos y el Cuarto Evangelista
a lo largo de las distintas comunidades de algunos lugares del Imperio Romano (y también con
la imprescindible labor de los que serían Padres de la Iglesia). Pero Pablo, y menos aún Jesús,
no quiso fundar una Iglesia como algo que durase por los siglos de los siglos (eso fue más bien
cosa de autores paulinos que, después de la muerte de Pablo, veían que no llegaba
la parousía; y sobre todo de los susodichos Padres), porque también Pablo esperaba el día del
Juicio de un día para otro como puede leerse en 1 Tesalonicenses. Si Pablo es el fundador del
cristianismo lo es etic, pero no emic; pues si bien es cierto que sin el «giro paulino» –esto es,
la vuelta del revés al Jesús que realmente vivió en Galilea y murió en Jerusalén por sedición
contra el Imperio Romano– nunca hubiese surgido algo así como una Iglesia cristiana y
después católica; una Iglesia que presenta a Jesús como el salvador universal de la
humanidad, cuyo sacrifico en la cruz sirvió como chivo expiatorio para borrar el pecado del
mundo y vencer a Satanás y su corte y liberar así al hombre de las cadenas de la muerte por
culpa del Pecado Original. En principio Pablo estaba convencido de que la parousía, la vuelta
triunfal de Jesús a son de trompetas como juez de vivos y muertos, estaba a la vuelta de la
esquina (me refiero al año 51, año aproximado del primer documento del Nuevo Testamento,
la Primera epístola a los Tesalonicenses). Si Pablo entonces creyó que la parousía estaba al
caer era consciente de que no le daba tiempo a convertir a todos los gentiles; cosa que no
encajaría con el imperativo proselitista de ir a predicar a «toda la creación» de Mc 16.15 y a
«todas las naciones» de Mt 28.19; imperativo que también contradice las palabras de Jesús en
Mt 10.5-6: «No recorráis el camino de las naciones ni entréis a ninguna ciudad de samaritanos;
id mejor a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Y precisamente no encaja porque la fiebre
escatológica –una vez que pasaba el tiempo y Cristo como juez de vivos y muertos no llegaba–
se enfrió cuando la Iglesia empezó a funcionar como institución con miras a perseverar lo que
hiciese falta en este mundo, hasta la segunda venida de Cristo que empezó a verse ya muy
lejana, posponiéndose a un fin de los tiempos indeterminado. Como dijo Jesús o, mejor dicho,
le hacen decir los evangelistas: «de ese día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles de los
cielos ni el Hijo, salvo el Padre» (Mt 24.36). Un poco antes Mateo pospone la parousíahasta
que la buena noticia sea anunciada «en todo el mundo como testimonio para todas las
naciones, y entonces llegará el final» (v. 14). Aunque años antes con el giro paulino se postuló
una escatología cumplida, pues con el sacrificio de Jesús en la cruz la muerte fue vencida y el
Pecado Original quedó perdonado, y entonces habrá Gloria eterna para los que crean en él y
habrá tormento eterno para los que no, transformándose así la salvación en un suceso del
pasado de un momento determinado de la historia (aunque siempre mirando de refilón a un
futuro escatológico indeterminado, pero ya totalmente desjudaizado de su verdadero origen
político-religioso, por mucho que se hubiese canonizado el incendiario Apocalipsis del profeta
judeocristiano Juan).
Pero en el contexto que le toco vivir a Pablo la situación parecía ser de emergencia, pues
el apocalipsis parecía que iba a llegar en diez minutos, por decirlo de una manera tremenda.
Pablo (y posiblemente también Jesús) era un teólogo de la restauración, y para que Dios
llegase con poder y gloria escatológica era necesario convertir a algunos gentiles (no a todos),
para que así los gentiles se unan al «verdadero Israel» y puedan disfrutar también del
banquete mesiánico pero no ya en un reino terrenal judío donde un Israelita ungido por Yahvé
reine sobre las naciones postrándose éstas «a los pies» del elegido y su pueblo, sino en un
reino celestial en el que los resucitados vivirán como ángeles y con un «cuerpo glorioso» ante
la presencia infinita de la Gloria de Dios (los incrédulos y malvados irán al infierno para siempre
y serán doblemente miserables en el arrepentimiento, sufriendo quemaduras espantosas y
dolores intensos y apabullantes durante toda la eternidad).

La figura del Jesús histórico no se reconocería ante semejante concepción de su persona.


Jesús fue base, fundamento e impulso de lo que tras su muerte empezó a llamarse
«cristianismo», pero él no fundó una nueva religión que se llamase así; esto fue, pues, tarea de
Pablo (y los paulinos), el verdadero fundador del cristianismo; si bien es cierto, como hemos
señalado, que Pablo no tuvo intención de fundar una Iglesia de duración secular, pues para él
el Juicio de Dios era inminente. La verdad del cristianismo es que Jesús no era cristiano sino
judío, y Pablo tampoco pensó en una Iglesia cristiana (que se transformaría por mediación del

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Imperio en católica) que durase miles de años, porque Pablo era simplemente un teólogo de la
restauración de Israel. Pero sobre todo esto profundizaremos posteriormente con más detalles.
Ahora examinemos la relación del cristianismo con otras religiones.

IV. Las influencias paganas del cristianismo y crítica a la idea de revelación divina

1. Influencias egipcias

Cuando nos referimos a las «influencias paganas» –en este caso de la religión egipcia–
en el cristianismo, siempre hemos de tener presente la idea de que tales influencias no tienen
por qué ser directas; pues la religión egipcia, como es natural, influenció primero al judaísmo y
por supuesto a las religiones mistéricas helenísticas. De este modo, naturalmente por orden
cronológico, estas influencias pasarían a la cristiandad (pese a su camuflaje y sus innegables
diferencias). La cuestión está, pues, en cómo esos contenidos de la religiosidad secundaria se
transformaron por anamórfosis en contenidos de la religión terciariacristiana (paulina) en su
lucha contra el paganismo, el gnosticismo y el judaísmo. Esta anamórfosis sería precisamente
el principio que niega toda revelación praeterracional, de acuerdo con los principios
materialistas que sostienen que «de la nada, nada sale» y que «no todo está conectado con
todo» (principios que niegan tanto la Creación y la Omnisciencia divina por la que soplaría tal
revelación). Pero sobre esto profundizaremos al final del presente capítulo.
En la religión egipcia religión y política eran fenómenos inseparables, como pasa con la
religión judía y con la musulmana, y, a su modo, también con la religión cristiana. El faraón es
el dios encarnado que funda un nuevo mundo (podríamos decir un «nuevo orden mundial»,
restringido a la tierra de Egipto); orden que en realidad vendría a derribar el «orden»
establecido por las aldeas neolíticas. El faraón establecía así el orden cósmico, esto es,
la eutaxia, la estabilidad político-religiosa que los egipcios llamaban Ma'at –que vendría a ser la
verdad y la justicia–, evitando así el caos subversivo (la distaxia), herético y hetorodoxo, que no
es otra cosa sino la mentira y la injusticia. La Ma'at se correspondería con la Ley en el
judaísmo, y en general significaba para los egipcios la verdad, el balance, el orden, la
moralidad y la justicia (también, visto así, podría corresponderse con el logos de Heráclito que
se transformó en el logos–en el Verbo– cristiano que se encarna y redime y trae la verdad y la
justicia a los hombres).
La concepción divina del faraón en el antiguo Egipto va cambiando con el paso del
tiempo, pero en principio es un ser que comparte los atributos de los dioses, y se identifica con
un dios. Si nos posicionamos desde una concepción zoogenética de la religión, como lo es la
filosofía materialista de la religión del materialismo filosófico, podremos apreciar que «mientras
la consagración de los reyes egipcios es una epifanía (el dios desciende al hombre) la
consagración de los reyes mesopotámicos será una apoteosis. Henri Frankfort subraya, al
efecto, el hecho notable de que, en Egipto, el faraón se representa a mayor tamaño y distancia
(respecto de sus súbditos) que en Mesopotamia; y no necesita proclamarse Dios, porque lo es
ya. ¿Y por qué lo es? Nuestra respuesta será la siguiente: porque aparece embutido en
un marco zoomórfico, que le confiere justamente su aura numinosa (mientras que, en
Mesopotamia, los reyes alcanzan su apoteosis por el contagio de otro dios previamente dado)»
(Bueno, 1996a: 267).
Siendo considerado como un dios, el faraón era por tanto inmortal y era el único individuo
momificado, función que se desarrollaba en un período de setenta días. Al morir se trasladaba
al cielo, hacia las estrellas, pero el dios volvía a encarnarse en el nuevo faraón para que
perseverase la susodicha Ma'at. Pero esta eutaxia divina (secundaria), en la que todo
funcionaba divinamente, tuvo, digamos, su caída (distaxia), estos es, el fin de la Edad de Oro
(que vendría después a ser el modelo a imitar), correspondiente mutatis mutandis con el bíblico
Pecado Original y la griega Caja de Pandora. El desorden era producto de fuerzas demoníacas
a las que había que exterminar para que se restaurase la perfección inicial –así como el Jesús
histórico y muchos judíos de su tiempo (como los que escribieron el Apocalipsis siríaco de
Baruc) creían en que la restauración del Reino traería la perfección de los principios edénicos
una vez eliminadas las fuerzas impías que vendrían a ser en el fondo espíritus impuros o
demoníacos (también para Pablo lo eran, aunque su teología y su demonología, como
veremos, era bien diferente a la del Nazareno). «Puesto que el orden social representa un
aspecto del orden cósmico, se supone que la realeza existe desde el comienzo del mundo. El
creador fue también el primer rey, que luego transmitió esta función a su hijo y sucesor, el

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primer faraón. Esta delegación consagró la realeza como institución divina. En efecto, los
gestos del faraón se describen con los mismos términos que se emplean para describir los
gestos del dios Ra o de sus epifanías solares. Por no citar más que dos ejemplos, la creación
llevada a cabo por Ra se resume a menudo en una fórmula precisa: "Él puso orden (ma'at) en
lugar del caos". En los mismos términos se habla de Tutankhamón cuando restauró el orden
después de la "herejía" de Akhenatón o de Pepi II: "Puso la ma'at en lugar de la mentira (del
desorden)"» (Eliade, 2004: 130-131).
La religión egipcia es la religión de la muerte o, mejor dicho, de la inmortalidad. El dios de
los muertos era Osiris, que también era dios de la vegetación y personificación del Nilo y, en
suma, el dios bueno (Unefer) que trajo la civilización y que reveló a los hombres las artes de
elaborar vino y cerveza y de domar a las fieras (enseñanzas que nos muestran un claro
ejemplo del paso de la religiosidad primaria a la secundaria con sus misterios
y delirios objetivos). Osiris fue un rey legendario que luchó contra su hermano –el Rojizo,
Malvado y Descuartizador Seth– por el dominio de Egipto –una disputa entre hermanos que
inevitablemente nos recuerda al relato bíblico de Abel y Caín y también al mito fundacional de
Roma que relata la disputa entre Remo y Rómulo. Mientras Osiris marchó de Egipto para
continuar su labor civilizadora (podríamos decir, mientras luchaba contra las formas
de religiosidad primaria) Seth, junto a setenta y dos cómplices, planeó su bienvenida con un
banquete homenaje. Pero, tras el mismo, Seth asesinó en Nedit a Osiris y –en plan divide y
vencerás para usurpar el trono– lo descuartizó en catorce partes formales que fueron
reconstruidas por su hermana y esposa la gran maga y gran sanadora Isis (cosa imposible si
Osiris hubiese sido triturado por Seth en partes materiales). «Isis es la señora de todas las
uniones, de todas las síntesis, de todos los ensamblajes que sustentan y otorgan estabilidad y
buen fundamento. No olvidemos que su nombre significa sede, sitial o trono» (García Font,
1987: 43). De estas partes formales una parte se perdió porque fue tragada por un pez, el
oxirrinco. Dicha parte fue precisamente el falo; pero hete aquí que Isis lo sustituyó por un falo
de oro, y así pudo ser fecundada por el dios. Fruto de semejante acto necrofílico fue Horus, el
niño divino, el Verbo que todo lo ilumina, el cual tuvo que huir de la ira de Seth –¿quién no ve
aquí la analogía que hay entre Isis y Horus huyendo de Seth con la huida de María y Jesús
(con la compañía de su «padre putativo»: José) del rey Herodes, precisamente hacia Egipto,
como se puede leer sólo en el evangelio de Mateo entre los canónicos?
Al final de la disputa por el trono, Horus sale vencedor y Vengador de su padre. Durante
la lucha Horus quedó tuerto, pero al finalizar la misma recupera su ojo y se lo ofrece a Osiris, el
cual por esta ofrenda resucita y pone su alma en movimiento: «¡Osiris, mira! ¡Osiris, escucha!
¡Levántate, resucita! ¡Osiris!… Tú partiste, pero has retornado; te dormiste, pero has sido
despertado; moriste, pero vives de nuevo» (citado por Eliade, 2004: 138-139). Por su parte,
Seth –como se lee en el Libro de los muertos– perdió en la batalla los genitales, y de este
modo «presenta un significativo paralelismo con el Osiris recompuesto por Isis al que también
faltará el órgano de la generación. Para decirlo de algún modo, se trata de un ojo por ojo, o si
se quiere de un pene por pene» (García Font, 1987: 74). Al final, Seth es condenado por los
dioses a transportar a su víctima por el Nilo, pero gracias a Isis, Gran Madre que todo lo
abraza, no es del todo destruido y es recompuesto, pues su poder es irreductible y su
existencia necesaria para que exista un equilibrio dicotómico entre la fertilidad y la esterilidad
(que correspondería a la dialéctica entre Osiris y Seth), y entre el orden y el caos cósmico-
político (correspondiente a la dialéctica entre Horus y Seth), porque sin un Seth asesino sería
imposible un Osiris salvador –del mismo modo que sin la traición de Judas no hubiese sido
posible la crucifixión y por consiguiente la salvación, aunque Judas sí es condenado: «¡ay del
hombre aquel por el cual el Hijo del hombre es entregado!; ¡mejor hubiera sido para él si no
hubiese nacido el hombre ese! (Mt 26.24).
Así, Osiris es entronizado como dios de los muertos y Horus como dios de los vivos,
como faraón cuyo deber es perseverar la Ma'at frente al caos sedicioso y distáxico –como
pasaba en las épocas revolucionarias en las que se dividía el país entre el reino del norte y el
reino del sur. «Referirá Plutarco que cuando Osiris regresó de los infiernos, es decir, cuando el
Salvador resucitó, impartió las oportunas enseñanzas para adiestrar y aguerrir a Horus…
también los gnósticos se referían a las enseñanzas secretas que había aportado Jesús el
Salvador después de su descenso a los infiernos y gloriosa resurrección. Se aseguraba que
solamente puede aleccionar acerca del modo de vencer a las tinieblas quien se ha fundido en
ellas… porque sólo vencerá las oscuridades de la muerte quien se haya envuelto en ellas como
un sudario» (García Font, 1987: 72).

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Una vez concluido el Imperio Medio (2040-1700 a.C.), el rey-dios de Egipto en la Edad de
Oro dejó de ser Ra y pasó a ser Osiris, que también sustituiría a Ra como juez de los muertos.
Este culto se impuso porque «la filiación Osiris-Horus garantizaba la continuidad de la dinastía,
al mismo tiempo que aseguraba la prosperidad del país. Como fuente de la fecundidad
universal, Osiris hacía que el reinado de su hijo y sucesor gozara de prosperidad» (Eliade,
2004: 139-140). Es probable que la lucha mitológica entre Horus y Seth refleje «los conflictos
de los reyes Horus predinásticos antes de que la nación fuera unificada bajo el mando de un
solo gobernante con prerrogativas divinas. Así, Osiris pudo ser un jefe o caudillo local
predinástico que introdujo la agricultura entre los pueblos indígenas del Delta oriental, y que
llegó a un enfrentamiento con su rey, Set, cuando los intrusos penetraron Nilo arriba hasta
Abydos. Si Osiris fue asesinado, es posible que su hijo Horus rectificase la situación, y
andando el tiempo el episodio habría quedado inmortalizado en la tradición en términos de un
mito y un ritual de muerte y resurrección en el que el héroe cultural, en este caso Osiris,
desempeñase el papel principal» (James, 2009: 48).

Al principio sólo el faraón tenía derecho a ser momificado y era el único en ser
considerado como inmortal o destinado a vivir en el más allá, pero hacia 1580 a.C. (bajo la
XVIII dinastía) vendría algo así como una «democratización de Osiris», pues la inmortalidad ya
era para todos, tanto para el faraón como para el campesino; podríamos decir que se implantó
el sufragio universal de la inmortalidad. Soberano y súbditos a raíz del culto y del misterio de
Osiris se hacían igualmente inmortales. Osiris pasa a ser de esta forma el paradigma de
aquellos que retan a la muerte y esperan la inmortalidad en el más allá en una
ceremoniosa imitatio dei.
Pero el juicio de Osiris a los muertos era un juicio particular, no existe todavía la noción de
un juicio universal, es decir, una escatología del fin del mundo donde sean juzgadas todas las
almas (ba) simultáneamente, sino que más bien se trataba de un juicio particular de sucesivas
almas particulares en el momento de la muerte de cada individuo, en la que éste se unía con
su ka, esto es, la forma espiritual del hombre en el más allá o cuerpo espiritualizado –algo así
como el «cuerpo glorioso» al que se refiere Pablo en 1 Tesalonicenses, cambiando lo que haya
que cambiar. Este cuerpo, su corazón, era pesado en la balanza del juicio ante el veredicto de
Thot; y, si el señor de la verdad y dios de la sabiduría, la medicina y la ciencia daba el visto
bueno (junto con otros cuarenta y dos dioses antropomorfos y zoomorfos), el difunto era
admitido en el Campo de los Bienaventurados transformándose así en un ser virtualmente
divino idéntico a Osiris (por eso se habla de «democratización de Osiris»). Pero, si no se daba
al hijo llegado de la tierra el visto bueno, entonces la demonesa Amamet –un numencon forma
de león, hipopótamo y cocodrilo– devorará al malvado que ha faltado a la Ma'at (aunque en
otras ocasiones el castigo lo lleva a cabo otro numen: el simio Babú). En todo caso el difunto
debía declarar su inocencia: «Homenaje os sea tributario, señores de la Verdad y de la justicia.
Oh, tú, Grande, he llegado a tu presencia, Señor, para contemplar tus perfecciones. Te
conozco y conozco también el nombre de las cuarenta y dos divinidades que se hallan junto a ti
en la sala de la Verdad y de la Justicia… Aporto la verdad; en vuestro nombre he combatido la
mentira…» Y después añade: «No he cometido iniquidad contra los hombres. No he maltratado
a los animales. No he faltado contra Ma'at. No he intentado averiguar el porvenir. No he
tolerado el mal en mi presencia. No he empobrecido al pobre. No he transgredido las
prohibiciones divinas». Y por último: «Soy puro. Soy puro. Soy puro. Mi pureza es la del gran
Fénix de Heracleópolis, pues soy la nariz del Señor del aliento que otorga vida a los egipcios.
He sido iniciado en Heliópolis… No ha de alcanzarme mal alguno en esta región ni en la sala
de Ma'at, porque conozco el nombre de los dioses que se hallan junto a ti». Y si el difunto
quedaba justificado Thot decía: «Que el difunto salga victorioso para encaminarse a los lugares
que le plazcan junto a los espíritus o bien junto a los dioses» (citado por García Font, 1987:
155-157-158).
Cuando el faraón muere –aunque siempre vivió con su ka– éste se torna Osiris; aunque –
como decimos– todos se tornarán Osiris con la susodicha «democratización» o sufragio
universal de la seguridad social en el más allá. Allí el faraón también juzgará a sus súbditos y
reinará sobre ellos del mismo modo que Horus –encarnado en el faraón– juzga y reina sobre
los vivos: la renovación de Horus dependía de la resurrección de Osiris. Por tanto, Osiris y
Horus juzgan y reinan así en el cielo como en la tierra, como rezan los jeroglíficos grabados en
las pirámides de las dinastía V y VI.
Al principio hemos afirmado que la religión del antiguo Egipto estaba muy ligada a la
política, que prácticamente no se distinguían. Pues bien, cuando el último faraón autóctono

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cayó en manos de Alejandro Magno y a la muerte de éste por los Ptolomeos (que serían
faraones extranjeros), el culto egipcio perdió su sentido (y más aún con el dominio de Roma,
cuyos emperadores ni siquiera vivían en el país de las pirámides). Pero este vacío pudo
llenarse cuando los egipcios dieron con el Cristo pantocrátor, pues Cristo era descendiente
dinástico del Rey David y también Hijo de Dios; por tanto se convirtió así en el nuevo faraón
que venía a traer el orden cósmico: la Ma'at. Un Jesús divinizado y también solarizado vendría
a suplir el puesto del otrora todopoderoso faraón, y también de Osiris y de Horus –y su madre,
la madre de Dios o virgen María, ocuparía el puesto de Isis, la Virgen Madre en cuya
iconografía se podía ver cómo le daba el pecho al dios hijo mucho antes de la llegada del
cristianismo y del culto a la virgen, porque «esa fructificación de Jesús en el seno de María se
compara a la germinación del grano en el seno de Isis-Madre-Tierra» (García Font, 1987: 47-
48).

2. Influencias zoroástricas

Aunque es en el mazdeísmo, la religión de zoroastro, donde encontramos muchas más


analogías con el judaísmo y el cristianismo –si bien con el judaísmo de manera directa y con el
cristianismo de manera indirecta, es decir, a través del judaísmo o de lo que ya había heredado
el judaísmo del mazdeísmo, aunque en algunas cosas particulares las influencias que el
cristianismo recibió del mazdeísmo son directas, es decir, no fueron tomadas por el judaísmo
pero sí por el cristianismo. Aquí encontramos ya una escatología referida al fin del mundo y la
restauración de la tierra, la inmortalidad del alma, la resurrección de los muertos, la existencia
de los ángeles y la llegada del Mesías o Salvador (Saoshyant).

No hay consenso en torno a la fecha de la aparición del mazdeísmo ni en torno a las


fechas del nacimiento y la muerte de su supuesto fundador: Zaratustra (o Zoroastro, que es
como lo llamaban los griegos). Hay una tradición mazdeísta que habla de «258 años antes de
Alejandro», posiblemente refiriéndose a la conquista de Persépolis (330 a.C.), conquista que
supuso el fin del Imperio Persa de los Aqueménidas arrastrando consigo al mazdeísmo hacia el
sincretismo propio de la época helenística. Otras fuentes datan la vida del profeta y gran
reformador religioso entre el 650 y el 600 a.C. Hay otros estudiosos que sitúan el nacimiento de
Zoroastro mucho antes, en torno al año 1000 a.C. Luego las fechas son muy dispares.

Del mismo modo que Moisés a través de Yahvé, Zoroastro recibe la revelación de la
religión mazdeísta directamente de Ahura Mazda, creyéndose así –como Moisés– enviado del
Señor Sabio (semejante al dios indio Varuna: «El Que Todo lo Sabe», o como mismamente el
«Omnisciente» Yahvé), Rey del Bien y dios soberano entre ahuras y daevas. Pero el
mazdeísmo tampoco fue una creación ex nihilo, sino más bien una reforma de la antigua
religión indoirania, es decir, fue una construcción mitológica pensada contra algo y contra
alguien, esto es, prolepsisbasadas en anamnesis. Ahura Mazda creó el mundo con el
pensamiento –¿no recuerda esto a la creación del mundo por Yahvé a través de la palabra:
«Dijo, pues, Dios» (Gn 1.3)? Zoroastro reconoce a Ahura Mazda mediante el pensamiento
«como el primero y el último» (Yasna 31.8) –¿no recuerda esto al apocalíptico «yo soy el alfa y
el omega»? Así como el Dios judío y el Dios cristiano (y por añadidura el mahometano), Ahura
Mazda tiene su corte celestial, con la diferencia de que también son seres divinos aunque muy
similares a los ángeles por no decir idénticos: «Asha (Justicia), Vohu Manah (Buen
Pensamiento), Armaiti (Devoción), Xshathra (Reino, potencia), Haurvatat y Ameretat (Integridad
[salud] e Inmortalidad)» (Eliade, 2004: 398).
Por tanto, ¿se podría hablar de monoteísmo en el mazdeísmo? ¿Estamos ya ante
una religión terciaria? Cuestión problemática, pues Ahura Mazda se presenta como padre, y no
sólo de estos seres divinos (que habría que poner en correspondencia con los ángeles, los
arcángeles, los querubines, etc.) sino también de dos Espíritus gemelos: Spenta Mainyu
(Espíritu bienhechor, el bien) y Angra Mainyu (Espíritu destructor, el mal). Spenta Mainyu le
dice a Angra Mainyu al «comienzo de la existencia»: «Ni nuestros pensamientos ni nuestras
doctrinas ni nuestras fuerzas mentales; ni nuestras palabras ni nuestras elecciones ni nuestros
actos; ni nuestras conciencias ni nuestras almas están de acuerdo» (Yasna 45.2). Como si
dijese: «El que no está conmigo está contra mí». Pero ni la bondad de Spenta Mainyu ni la
maldad de Angra Mainyu son de por sí, sustancialmente, sino por elección. En el mazdeísmo

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no hay determinismo, pues las criaturas están disponibles para elegir entre el bien y el mal,
ateniéndose cada cual a las consecuencias en el día de la retribución por lo pensado, lo dicho y
lo hecho en esta vida terrenal: «Los dos espíritus primigenios que se revelaron como gemelos
en la visión, son lo Mejor y lo Malo en el pensamiento, la palabra y la acción. Y entre uno y otro
los prudentes escogen con acierto, pero los necios no» (Yasna 30). Dicho día para los
«necios» será el llorar y el crujir de dientes. El mazdeísmo –como el judaísmo, el cristianismo y,
de modo mucho más violento y constante, el islamismo– supone una amenaza para la
«humanidad», la amenaza del día del Juicio; que, aparte de particular, se vislumbra como
universal, es decir, llegará un día –nadie sabe cuándo– en que todos seremos juzgados ante la
absoluta presencia de la divinidad, y es de suponer que lo haremos con temor y temblor.
Al parecer, la religión de Zoroastro no era dualista, pues Ahura Mazda era el dios
supremo y no se le oponía otra divinidad, la oposición no es por tanto a nivel teológico sino a
nivel cosmológico (o ético o religioso) entre los dos Espíritus (por tanto, estaríamos ante el
amanecer de la religiosidad terciaria). Dicho con la terminología del materialismo filosófico: no
existiría una oposición a nivel ontológico-general sino a nivel ontológico-especial, cósmica.
Tanto Spenta Mainyu como Angra Mianyu proceden de Ahura Mazda, por consiguiente este
último es el creador tanto del bien como del mal, aunque Angra Mianyu no fue creado como
sustancia maligna por Ahura Mazda sino que –como hemos dicho– su maldad reside en su
propia elección; por tanto Ahura Mazda no se responsabiliza de la acción de Angra Mainyu
(aunque estuviese al tanto antes de la creación de estos Espíritus de los pensamientos, dichos
y obras de todo lo que el mundo tendría que ocurrir). Si Ahura Mazda era omnisciente y sabía
lo que pasaría, ¿por qué entonces el mazdeísmo no admitía el determinismo? Al parecer, la
existencia del mal es una condición necesaria para la libertad humana, una libertad para elegir
entre el bien y el mal. Pero esta separación entre el bien y el mal es también una elección del
propio Ahura Mazda, lo cual hace más difícil la defensa del indeterminismo en el mazdeísmo.
¿No está más bien dicha confrontación entre el bien y el mal, con la ulterior y final victoria del
bien sobre el mal, pensada desde una especie de optimismo metafísico, en la que tanto el bien
como el mal y todo cuanto hay está predeterminado por Ahura Mazda?
Con todo esto, para la concepción enantiológica del mundo mazdeísta, éste (el mundo) es
simplemente el escenario de la historia sagrada de la disputa o duelo de algo así como una
«guerra santa» entre los buenos contra los malos –cosa que hará época con el maniqueísmo
de Mani (cuyo dualismo radical sería la gran herejía del mazdeísmo, más herético aún que el
zurvanismo), y no con menos fuerza en nuestro presente ideológico con el mito dualista-
metafísico-sustancialista de la izquierda contra la derecha (en mayor medida en naciones
católicas como Francia, Italia y España, quizá por la herencia de San Agustín que antes de
católico fue maniqueo). Los buenos –seguidores de Spenta Mainyu, el cual por libre voluntad
eligió a Asha (la Justicia, correspondiente con la Ma'at de los egipcios)– irán directamente al
paraíso, es decir, a la «Casa del Canto» (esto es, a nuestro juicio, pura música celestial); y los
malos –seguidores de Angra Mainyu, que eligió a Druj (la Mentira)– serán tras el Juicio Final
«huéspedes de la Casa del Mal» (Yasna 46.11), porque «el que no es labrador no tiene parte
en la buena nueva» (Yasna 31.10, subrayado mío). ¿No es análoga esta guerra santa del fin
de los tiempos al combate, en el judaísmo del segundo Templo, entre el arcángel Miguel y
Satanás? ¿No es acaso lícito, según todo esto, poner en correspondencia a Spenta Mainyu
con el Espíritu Santo que trae –como hemos subrayado– ni más ni menos que la «buena
nueva» y a Angra Mianyu con Satanás que trae la condenación eterna y el susodicho llorar y
crujir de dientes? La vía hacia las dos Casas pasa por el Puente Chinvat («el separador»),
donde las almas son conducidas por el mismo Zoroastro: «Junto con todos ellos, yo atravesaré
el Puente del Discriminador» (Yasna 46.10). Puente que se ensanchaba bajo los pies de los
fieles mazdeístas pero que se estrechaba hasta quedar de ancho como el filo de una navaja
para los impíos que no creyeron en los pensamientos, las palabras y las obras de Zoroastro y
que tampoco actuaron con buenos pensamientos, buenas palabras y buenas obras; del mismo
modo que en el cristianismo «toda palabra estéril que pronuncian los hombres sobre ella
rendirán cuentas en el día del juicio; pues por tus palabras serás juzgado, y por tus palabras
serás condenado» (Mt 12.36-37), «Pues el Hijo del hombre va a venir mediante la gloria de su
Padre y entonces retribuirá a cada uno según sus acciones» (Mt 16.27).
Al final de los tiempos, los daevas (que representan los dioses de la religión tradicional
indoirania pre-mazdeísta que eligieron la Mentira, es decir, eligieron a Angra Mainyu) serán
derrotados y trasladados tras caer por «el separador» Puente Chinvat al infierno, a la «Casa
del Mal» (aunque en realidad serán derrotados cuando el culto a los mismos sea prohibido por
el rey persa Jerjes, el hijo de Darío). Como buen reformador, Zoroastro le da la vuelta del

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revés a la antigua religión indoirania postulando a los daevas (que en la India representaban a
deidades bienechoras) como espíritus malignos; mientras que a los asuras(ahuras, en el
idioma del profeta) los postulaba como espíritus benignos, en lugar de demonios, que es como
lo designaban los indios: ya se sabe que en la historia de las religiones a dios muerto, demonio
puesto. La gran Renovación cósmica supondría la purificación de daevas (de demonios, en
definitiva) en la que el devoto de la «Buena Religión» «colabora en la obra de saneamiento
universal emprendida por Ahura Mazda y sus arcángeles» (Eliade, 2004: 420). Zoroastro se
pregunta por el día y la hora de estos fantásticos acontecimientos, por el día de la llegada de la
renovación del mundo, la resurrección general de la palingenesia, en la cual también
creía more judío Jesús de Nazaret: «Enséñame eso que tú sabes, Señor: antes incluso de que
lleguen los castigos que tú tienes pensados, oh Sabio, ¿vencerá el justo al malvado? Pues en
esto consistía, como es sabido, la reforma de la existencia» (Yasna 48.2). Pero es muy posible
que el propio Zoroastro creyese que la susodicha reforma fuese inminente y, al igual que Jesús
y que Pablo, la esperase estando él mismo vivo: «¡Pudiéramos ser nosotros los que han de
renovar esta existencia!». Y también: «Que nos sea dado contarnos entre los que renovarán
esta existencia» (Yasna 30.9). Y es posible que Zoroastro se viese a sí mismo como el
salvador, es decir, como el Saoshyant (que vendría a ser el Mesías mazdeísta); aunque
también existe otra tradición, si bien más tardía, que habla del Saoshyant como descendiente
de Zoroastro, cuya semilla se conservó milagrosamente en el lago Kasaoya y que será bebida
por una virgen (del mismo modo que Jesús –según las diferentes entre sí genealogías
de Mateoy Lucas– era descendiente del antiguo y legendario Rey de los judíos, David, y
engendrado por una virgen o una «doncella», María).
Zoroastro no estaba ya inmerso en los esquemas arcaicos del ciclo de regeneraciones
cósmicas (que en Grecia vendría a desarrollarse en el mito del eterno retorno) sino que
proclamó (insistimos: como Jesús y como Pablo) que el ésjaton era inminente, cuyos
resultados serían la transfiguración de la tierra, la resurrección general de los muertos y la
retribución de los pensamientos, palabras y actos con el premio para los justos de la «Buena
Religión» (aquellos que han tenido buenos pensamientos, buenas palabras y han realizado
buenas obrasporque practican el mazdeísmo) y el castigo para los malvados infieles al
mazdeísmo o herejes del mismo (aquellos que han tenido malos pensamientos, malas palabras
y han realizado malas obras). Pero no sólo había un juicio al final de los tiempos sino que
también había un juicio particular en el momento de la muerte del individuo; y para aquellos
individuos cuyos pensamientos, palabras y acciones no habían sido del todo buenas ni del todo
malas Ahura Madza les había preparado una especie de limbo o estado intermedio
(hainestakans) que se situaba entre la tierra y las estrellas, lugar en el que dichos individuos
ambiguos permanecían hasta la «Gran Consumación» del Final de los Tiempos (aunque se
trata de una concepción algo tardía). Quien no vea las analogías con el judaísmo del Segundo
Templo y el cristianismo es porque no quiere verlas. ¡Que venga Ahura Mazda y las vea!

Como dice Peter Watson (2009: 257) y otros intérpretes han señalado, «la apremiante
situación en que vivían los judíos, rodeados de vecinos poderosos, era un terreno fértil para la
idea zoroástrica de una gran conflagración en la que las potencias del mal serían destruidas y
los buenos y justos resucitarían. Fue también en este escenario donde surgió la noción de un
Mesías que conduciría a los justo a la victoria, si bien ésta es algo posterior». Muy bien lo dice
Paula Fredericksen citada por Watson: «la gente feliz no escribe apocalipsis».

3. Influencias helenísticas

La Idea de Dios cristiana está, de un modo más desarrollado dentro de los evangelios, en
el evangelio de Juan, escrito aproximadamente entre los años 90 y 100, 57 ó 67 años después
de la crucifixión de Jesús. En dicho libro, el evangelista hipostasia a la figura de Jesús de
Nazaret como el Logos encarnado, siendo éste el dios terciario hecho carne y portavoz de la
salvación para los hombres (o de condenación en el caso de los incrédulos).
El evangelista, por vía paulina, supo coronar a Jesús como ese Logos que redime a los
hombres: In principio erat Verbum. Ya los estoicos recogieron esta idea de sometimiento a Dios
(al Logos) de Heráclito. Según San Ireneo, la vida del apóstol Juan, hijo de Zebedeo, puso fin a
sus días en la ciudad de Heráclito: Éfeso. Pero eso es una confusión de San Ireneo, pues el
autor fue un judío palestino que vivió a finales del siglo I en Éfeso conocido como Juan el
Mayor. Es posible que San Juan hubiese leído el libro de Heráclito que se hallaba en el Templo

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de Artemisa. «De cualquier modo, el cuarto Evangelio fue escrito con la intención de interpretar
el cristianismo para el mundo grecorromano en un momento crítico de la historia de la Iglesia,
que a finales del siglo I había cortado sus amarras judaicas para aventurarse por los mares
turbulentos del Imperio. Ya en esa época había dejado de ser una comunidad nazarena de
judíos para convertirse en una Iglesia organizada, católica por su aspiración universalista y sus
dimensiones, con su propia teología, literatura, administración, ministerio apostólico y culto»
(James, 2009: 204).
Fueron los estoicos los principales eslabones entre el Logos de Heráclito y
el Logos cristiano, aunque también habría que situar como intermediario al Logos de Filón de
Alejandría. El estoicismo era una doctrina de salvación inspirada en la ética socrática y la
cosmología heraclítea; no olvidemos que por aquellos entonces el estoicismo era la principal
escuela filosófica más difundida del Imperio, siendo una referencia para todas las demás
doctrinas: ya filosóficas ya religiosas.
El cristianismo es una religión de salvación pero monoteísta (terciaria), y sus preceptos
guardan alguna relación con el estoicismo (filosofía de inspiración monista, panteísta). Este tipo
de doctrinas de salvación era un fenómeno muy extendido en la época; las cuales, al ver la
injusticia de la polis, tuvo que apartar sus proyectos hacia el alma, hacia el individuo, dando por
imposible la salvación de la ciudad. El movimiento estoico influyó mucho en el cristianismo
paulino (como ya venía influyendo en el judaísmo). Dicha influencia fue sustituida siglos
después por la metafísica platónica, la cual era la filosofía más próxima al cristianismo, pues
Platón era un filósofo místico y espiritual, dadas sus influencias órficas. Así lo dice San Agustín:
«Que Tales se vaya con su agua, Anaxímenes con su aire, Epicuro con sus átomos y los
estoicos con su fuego. Platón era mejor, pues todos decían que Dios era cuerpo, Platón decía
que era espíritu, Idea» (La ciudad de Dios VIII 5). Los cristianos llegaron a identificar a la Idea
del Bien (hipostasiada en una dimensión supraceleste, más allá de la esencia) con el Dios que
se revela (que habla por los codos) en la Biblia; si bien es verdad que ya lo hizo antes, a su
manera, el judío Filón de Alejandría. Más tarde, andando los siglos, hicieron lo mismo con el
Acto Puro y Primer Motor Inmóvil aristotélico, subvirtiendo así el ordo cognoscendi de la
teología dogmática; porque con la filosofía, sin la ayuda de la revelación, se puede conocer a
Dios desde las criaturas. Por eso San Pedro Damián dijo que la filosofía estaba inspirada por el
diablo; aunque al pasar los siglos, en el Concilio Vaticano I, se declaró «anatema» a todo aquél
que negase que se podía demostrar la existencia Dios mediante la razón natural, igual que a
día de hoy la Iglesia afirma «que a partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona
humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios como origen y fin del
universo y como sumo bien, verdad y belleza infinita» (Catecismo, 2005: 3), aunque admita que
no es condición suficiente dadas las dificultades que ello acarrearía, y por eso Dios le dio al
hombre la Revelación a través de las Escrituras.
Por tanto, las religiones terciarias (como el budismo, el cristianismo e incluso el propio
islamismo) no pueden explicarse «como religiones que hayan aparecido al margen de la
filosofía. Semejante explicación es sólo una autointerpretación de la fe. Pero, históricamente, el
cristianismo no hubiera sido lo que fue sin la filosofía griega (y no digamos nada del islamismo).
La oposición global [religión (fe) / filosofía (razón)], cuando se la entiende como un par
ordenado ("primero la religión, después la filosofía") es ilusoria, por su carácter genérico-
abstracto. Es preciso especificar. Y entonces cabría afirmar, por ejemplo, que la religión
primaria(incluso la secundaria) es anterior a la filosofía en sentido estricto, pero, en cambio,
habrá que decir que la filosofía (la filosofía griega) es anterior a la religión terciaria (al
cristianismo o al islamismo). Por ello, las relaciones de la teología escolástica con la filosofía
moderna son totalmente distintas a las relaciones que puedan establecerse entre las teogonías
o teologías griegas y la filosofía antigua» (Bueno, 1996a: 279, los corchetes son de Bueno).
El cristianismo paulino tuvo también ciertas similitudes con las religiones mistéricas;
aunque mejor sería decir que el cristianismo paulino se pensó contraestos misterios: en la
lucha por los conversos, en la lucha sin tregua frente al paganismo, porque el misterio de Cristo
«en otra edades no fue conocido de los hijos de los hombres, en la manera que ahora ha sido
revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu Santo» (Ef 3.5). «Pablo [y sus
discípulos] utiliza ciertamente un lenguaje "mistérico", pero no sólo y simplemente porque "se
deje influir por él", sino para proclamar que es en el cristianismo donde se produce en verdad lo
que se va buscando en otras religiones: la promesa de la salvación e inmortalidad» (Piñero,
2011: 285). Las religiones mistéricas, como el estoicismo, eran religiones de salvación, pero de
salvación individual. El judaísmo era una religión más bien de salvación nacional aunque se
admitía la redención de algunos paganos que se circuncidaban y se convertían al judaísmo o

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que cumpliesen el Decálogo o las leyes de Noé. Pero el cristianismo, ya bien asentado en
el dintorno del Imperio, se transformó en una religión de salvación universal, y es cuando «la
Iglesia Católica se caracterizó por su frontal batalla contra los démones del helenismo… El
cristianismo acaso pueda considerarse como la religión terciaria (monoteísta) que ha ejercido
del modo más radical el programa de Protágoras –"el hombre es la medida de todas las
cosas"– y, por ello, ha puesto al hombre en el lugar más elevado de la creación. En realidad, en
el lugar más elevado, no sólo del mundo corpóreo, sino del universo en general. En efecto, el
hombre es el lugar de la parusia, en donde Dios va a encarnarse y, de este modo,
la creación misma va a quedar justificada. Semejante antropocentrismocontrasta con las
visiones más características del paganismo helénico. En el "paganismo", en efecto, puede
decirse que el hombre quedaba anegado en su condición de partícula entre las infinitas de la
φύσις. Y ello, aunque se le reconociera un λóγος. Porque de este λóγος también participan los
demás seres. El estoicismo (tan afín al cristianismo en muchos aspectos) contrastaba
notablemente con el cristianismo en este punto. El universo entero está penetrado del logos:
Dios es inmanente al mundo real; el mundo se organiza como una escala gradual en la cual el
hombre ocupa sólo un lugar intermedio, precedido por plantas y animales y seguido por
demonios de muy diversas especies. Frente a esta concepción, el cristianismo enseñaba que el
Dios trascendente se ha hecho carne, precisamente en el punto intermedio de la escala. Y por
ello mismo, todo comenzará a girar en su torno. Y esto es antropocentrismo metafísico… tesis
fundamental del cristianismo… Una tesis que, en el límite, llevará a una involución de la religión
hacia la forma de una filosofía trascendental, cuyo término podría fijarse en la concepción de
Hegel, cuando pone la verdad del cristianismo en la enseñanza de que el Hombre es Dios»
(Bueno, 1996a: 283-284). Así pues, el hombre no sería ya el centro espacial (astronómico) del
universo, sino el centro dramático (temporal histórico), es decir, el centro metafísico, «al cual se
organiza el argumento de la totalidad de lo existente» (Bueno, 1996a: 285).
Las religiones mistéricas ofertaban un trato íntimo con la divinidad y la inmortalidad del
alma, pensando de este modo contra la religión olímpica homérica, en la que los muertos
existían ciertamente en el Hades pero eran meras sombras inanes, fantasmas que vociferaban
débiles gritos, circunstancia que significaba una mísera existencia para la robusta y belicosa
mentalidad aquea. En los misterios órficos –atribuidos al músico y poeta Orfeo, «el de famoso
nombre»–, se suponía que el hombre, una vez iniciado en los susodichos y llevando a cabo el
estricto modo de vida órfico, al morir se separaba del cuerpo transformándose en pura esencia
que viaja por laberintos espirituales, para que así despierte de su sueño biológico y orgánico
(titánico) y entre en el ámbito de lo esencial y espiritual (en lo dionisíaco); esto es, vida sin
cuerpo orgánico, porque el cuerpo (soma) era interpretado como una tumba (sema). Como dice
Doods (2003: 153): «El mito de los Titanes explica claramente al puritano griego por qué él se
sentía a la vez dios y un criminal». De modo que los órficos eran separatistas, es decir, quería
separar su alma de su cuerpo (cosa impensable para un judío como Jesús que creían
firmemente en la resurrección del cuerpo). Hallar el estado dionisíaco o liberar al alma de las
«impurezas» de la carne fue un fenómeno conocido como kátharsis, como la denominó
Empédocles (que por cierto no denominó al alma o yo indestructible como psykhé sino
como dáimon). La catarsis, la purificación, transforma al hombre en un espíritu puro (sin
mezcla) y desencarnado; esto es, separado de su parte titánica, parte impura –impureza que
no debe confundirse con el Pecado Original del cristianismo, pues dicho pecado fue por
elección del hombre dando un mal uso de su libre arbitrio (libertad para comer del árbol
prohibido y saber lo mismo que Dios); pero la impureza del soma era debida a la herencia
titánica de la naturaleza humana, es decir, era una impureza de por sí de la que debía de
desprenderse para liberar su herencia dionisíaca, no ya con una conducta moral sino con una
conducta ritual propia del estricto ascetismo del modo de vida órfico (después esto se modificó
considerándose los ritos como algo mecánico, dándose así más importancia a la conducta
moral). De este modo el alma es libre en un mundo invisible para los ojos carnales. El hombre
al salir del cuerpo en el momento de la muerte entra en lo espiritual, en los Campos Elíseos, y
si ya no vuelve a reencarnarse y sale del círculo de las múltiples encarnaciones entonces vivirá
eternamente allende los Elíseos sin volver nunca a ser un sujeto de carne y hueso sino que
sería espíritu puro por toda la eternidad. Así, se le daba la vuelta del revés a la concepción
homérica de la muerte, en una especie, podríamos decir, de «inversión psicológica».
Este tipo de doctrinas las podemos diagnosticar como «espiritualistas» o «puritanas»,
pues se está en la creencia de la vida y la inteligencia allende el cuerpo orgánico,
considerándose a éste como un estorbo o una «túnica ajena», como un mal sometido a las
pasiones, como un castigo. ¿De dónde vino esto? Erwin Rohde afirmó que se trataba de «una

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gota de sangre ajena en la vena de los griegos» (citado por Doods, 2003: 137). Según Doods,
esta concepción del alma penetró en Grecia a través de Tracia, vía chamanismo siberiano;
aunque, según él mismo confiesa, esta tesis podría ser criticada como «panchamanista». Otras
fuentes señalan que Orfeo aprendió estas doctrinas en Egipto, y otras fuentes señalan a Creta;
aunque, como dice Guthrie (2003: 102): «si consideramos que la religión órfica surgió lejos de
Tracia y mucho después de Orfeo, no por eso negamos la mezcla de elementos tracios en las
creencias órficas». Según Doods, la religión dionisiaca, repleta de ceremonias extrañas y
alucinógenas, tomó este estilo de vida de las prácticas de los hiperbóreos, es decir, de los
chamanes de Siberia. Los órficos son reformadores de la religión dionisiaca, pues para éstos la
experiencia espiritual era posible sin vino ni enteógenos ni omofagia, pues los órficos eran
ascetas y adoraban a Apolo, dios de la moderación y del buen raciocinio: «Orfeo era un héroe
tracio estrechamente asociado con el culto de Apolo y, por lo tanto, en sus días tempranos
estuvo en conflicto con el preminente culto tracio de Dioniso, tipo de religión esencialmente
diverso. Se lo concebía como una figura de paz y calma, como autor de una música con
cualidades mágicamente apaciguadoras. Como cantor era también un theológos, es decir, su
canto versa sobre las cosas divinas: los dioses y el universo. Fue adoptado como fundador y
maestro por sectas místicas, probablemente hacia comienzos del siglo VI» (Guthrie, 2003: 101-
102).

Si el orfismo fue al principio una religión minoritaria se debía a que era demasiado
complicada para la mentalidad mitológica de la masa y demasiado mitológica para la
mentalidad de la incipiente filosofía (la metafísica presocrática). Hubo, pues, que esperar a la
era helenística para su difusión, avanzando mediante el sincretismo y por la senda del
monoteísmo: Fanes, Dioniso y Hades eran interpretados como el mismo dios con múltiples
funciones. En los primeros siglos de la era cristiana el orfismo fue una gran competidor del
cristianismo.

Los pitagóricos fueron seguidores, en parte, de la religión órfica, así como a su vez Platón
es el reformador y divulgador (sus diálogos, afortunadamente, han sobrevivido a lo largo de los
siglos, cosa que no se puede decir de la literatura órfica que es más bien escasa) de todo este
entramado espiritualista, el cual postula, como máximo exponente, la transmigración de las
almas: nacer, vivir, morir, volver a nacer y tornar a morir (metempsicosis o metensomatosis).
Platón supo sintetizar todo esto, brillantemente, en el Fedón y en el Mito de la Caverna, el cual
simboliza «el viaje del alma por el ámbito de lo inteligible» (sin perjuicio de que sea posible una
interpretación materialista de este mito fundador de la filosofía, mito esclarecedor y
no oscurantista ni confusionario). Como afirma Cornford, el orfismo «hizo posible la alianza del
platonismo con la religión de Cristo y San Pablo» (citado por Guthrie, 2003: 254).
Visto así, habría que añadir que la principal diferencia que radica entre las tres grandes
religiones monoteístas (y también, como hemos visto, habría que añadir el mazdeísmo) y las
religiones mistéricas es que las primeras postulan una creación directamente de la nada
(creatio ex nihilo), con la consecuente evolución de los tiempos hasta llegar al apocalipsis final
en el que Dios someterá su Juicio para que se recompense o castigue para siempre jamás, y
de este modo se defiende una visión del tiempo lineal, única e irrepetible (ideográfica). Las
segundas, en cambio, afirman la existencia de un eterno retorno de lo idéntico o una visión del
tiempo circular en el que las almas no tienen un juicio definitivo sino en el trance de cada una
de las reencarnaciones; aunque también hay concepciones en las que se habla de salvación
total sin volver a ningún cuerpo y de condenación total para malechores sin remedio. Sin
embargo, en los misterios de Eleusis –que no eran órficos, pues la concepción de la muerte
que allí se cocía no se pensó contra la concepción homérica sino que más bien supuso una
ampliación de la misma– se salvaban aquellos que se habían iniciado en los mismos,
condenándose todos los demás individuos que por allí no pasaron para iniciarse; los iniciados
no podía revelar el misterio (cosa que se opone la predicación universal de los misterios
cristianos y su imperativo proselitista). En las religiones mistéricas no hay rastro de una
escatología apocalíptica universal, con Juicio Final, palinginesia (aunque de esto sí hablaron
los estoicos en su doctrina de la conflagración universal, no se sabe muy bien si por influencia
de Heráclito, pues sobre esto los fragmentos del de Éfeso se presentan oscuroscomo él
mismo) y ni mucho menos resurrección de la carne.
Sobre todo esto último era una idea ajena para la mentalidad griega, que hablaba de la
inmortalidad del alma y de la reencarnación, cuestión muy diferente. Es más, la noción de

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volver al cuerpo para alcanzar la plena resurrección era cosa absurda para órfícos, pitagóricos
y platónicos; porque para ellos –como decía Plotino pensando contra los cristianos– resucitar
en un cuerpo era lo mismo que caer de un sueño a otro sueño (o tal vez caer de un sueño y
despertarse en una pesadilla), o pasar de un lecho a otro; porque el cuerpo era precisamente el
obstáculo que había que superar para hallar la inmortalidad y la anhelada liberación final, y
resucitar en un cuerpo vendría a ser para ellos continuar el ciclo de las reencarnaciones,
cuando del mismo –al margen de toda carne sepulcral– había que emanciparse. «"Te
escucharemos sobre esto en otra ocasión" (Hch 17, 32), le dijeron despectivamente los
atenienses [los estoicos y los epicúreos] a san Pablo, cuando oyeron hablar de resurrección de
los muertos. Creían que la perfección consistía en liberarse del cuerpo, concebido como una
prisión. ¿Cómo no iban a considerar una aberración recuperar el cuerpo?» (Ratzginer, 2008).
Sin embargo, los cristianos, si bien negaban la metempsicosis o metemsomatosis, aceptaban
de buen grado los argumentos que daba Platón en el Fedón sobre la inmortalidad del alma,
que veían acorde con los principios de su fe (y más hoy por hoy, cuando los cristianos
mantiene su fe en la inmortalidad del alma tras un juicio individual en el momento de la muerte
pero a duras penas mantienen su fe en la resurrección de la carne en el día del Juicio Final,
aunque la Iglesia sigue manteniendo dicho dogma en su catecismo). En conclusión: la
inmortalidad supone continuidad de la vida del alma tras la muerte del cuerpo, por tanto
hay sinalogía; la resurrección, en cambio, supone la dormición o aniquilación del alma mientras
llega el día del Juicio Final, por tanto hay discontinuidad, isología. Aunque la Iglesia sostiene
que el alma muere, va al cielo (o al infierno), y vuelve al cuerpo en el día del Juicio Final, y
según su retribución vuelve al cielo o al infierno (por lo tanto hay más bien sinalogía)
Las analogías más asombrosas entre el cristianismo y el paganismo las encontramos,
como es lógico, en el período helenístico, en concreto en el helenismo oriental, heredero de la
mitología oriental antigua, puesto que el ambiente que se respiraba era el ambiente del
sincretismo, sincretismo de sorprendente creatividad como señala Mircea Eliade. Sincretismo
que se acentúa aún más en la época romana, y dada la identificación de los distintos dioses de
los distintos lugares del Imperio había una tendencia hacia el monoteísmo (en una dialéctica
entre las religiones secundarias y las terciarias); dicho monoteísmo fue posible no sólo por el
influjo de la impía filosofía griega sino también por la astrología o la religión astral, pues todos
los astros (que se consideraban divinos, como también los consideraba así aunque impíamente
Aristóteles) tenían como centro al Sol (al Sol Invictus); y así como sólo había un solo Sol en el
cielo del mismo modo sólo había un monarca en la tierra: el Emperador.
La concepción de un Hijo de Dios o hijo de dioses (físico y real, no ya meramente nominal
o simbólico) no era algo ajeno a los modos de pensar helenísticos grecorromanos, y sí
totalmente al judaísmo de cualquier tendencia y de todos los tiempos, cosa que además les
horrorizaba (del mismo modo, como hemos dicho, que a los griegos les parecía ridícula la
concepción de la resurrección de la carne). No obstante, sin ir más lejos, muchos declararon a
Alejandro Magno como hijo de Zeus; y también, a partir de Julio César (del cual en una
inscripción en Éfeso en el año 48 a.C. se afirmaba que era hijo de Marte y Venus), todos los
emperadores romanos fueron considerados filo-divinos y si no dioses directamente. En el año 9
a.C. puede leerse en una inscripción en piedra en la ciudad de Priene (Asia menor) sobre el
Emperador Augusto lo siguiente: «La divina Providencia, que ha ordenado todas las cosas
interesándose por nuestras vidas, ha dispuesto el orden más perfecto otorgándonos a Augusto,
a quien ha dotado de virtud divina para que fuera benefactor de la humanidad. Lo ha enviado
como salvador para nosotros y para nuestros descendientes, de modo que acabara con la
guerra y dispusiera en orden todas las cosas, sobrepasando en bondad a todos los
benefactores previos… Y puesto que el nacimiento del dios Augusto fue el comienzo de una
buena nueva (evangelio) para el mundo, acaecida por su causa… (Orientis Graecae
Inscriptiones Selectae = OGIS 458)» (citado por Piñero, 2008: 27). Aquí, el término
«evangelio», no hay que entenderlo como la buena nueva que anuncia el fin de los tiempos y la
revelación de los secretos de Dios, con su juicio incluido, sino como la paz y prosperidad del
Imperio: pax augustea, pax romana. «Pero no sería extraño que el uso del término "evangelio"
en el culto al Soberano como salvador hubiese preparado el terreno para su utilización cristiana
cuando se expande el cristianismo en el mundo pagano. Es incluso posible que tal empleo
cristiano supusiera una competencia y una confrontación con el culto al Soberano, en el sentido
de afirmar que sólo el "evangelio" que trae Jesús es el verdadero; él es el único salvador y no
el Emperador» (Piñero, 2011: 311). De hecho los autores tardíos del Nuevo Testamento
emplean sin ningún tipo de tapujos la terminología del culto al Emperador para aplicársela a
Jesús.

22
El primer hombre en el mundo griego en ser considerado como un dios fue el espartano
Lisandro, héroe de la Guerra del Poleponeso; y lo curioso es que no tuvo que morir para ser
ensalzado como un dios, sino ya en vida fue proclamado como tal. Según el historiador Duris,
«Lisandro fue el primer griego al que las ciudades levantaron altares y ofrecieron
sacrificios como a un dios, el primero también al que se le ofrecieron himnos» (citado por
Piñero, 2008: 130).

La vida de los hijos de los dioses estaba marcada por caracteres milagrosos, a los cuales
se les confería culto y eran declarados como salvadores y pacificadores. Dichos seres filo-
divinos habían sufrido la muerte humana (sacrificio vicario), pero habían resucitado (como
Dioniso, hijo de Zeus, en el mito órfico). En los misterios, los iniciados experimentaban la
muerte y la resurrección del hombre-dios, es decir, los neófitos imitaban la apoteosis, la
deificación y la inmortalización del dios, características familiares en todos los Misterios. Por
tanto, había multitud de mitos que hablaban de un dios-hijo que moría y resucitaba venciendo a
la muerte, por ello dichos rituales eran considerados de salvación. Sin embargo, la resurrección
de los dioses paganos «es diferente de la que postula el cristianismo para Jesús tras morir en
la cruz: Perséfone vuelve sólo en la primavera al mundo visible; Osiris reina de nuevo, pero
únicamente vivo en el mundo subterráneo; Cibeles consigue de Zeus una suerte de
resurrección para Atis de modo que no esté siempre en el mundo subterráneo: el cadáver
queda incorrupto, crecen sus cabellos, y su dedo meñique se mueve; Afrodita quiso resucitar a
Adonis para tenerlo como amante, pero Perséfone, diosa de los infiernos también lo desea allá
abajo. Recordemos que llegan a un acuerdo por el que Adonis permanece un tercio del año
con Perséfone y dos tercios con Afrodita; por tanto no resucita del todo» (Piñero, 2008: 174).

4. Si el cristianismo no salió de la nada por emergencia divina entonces no es una


revelación sobrenatural y sí una reconstrucción mitológica

Así como los romanos hicieron suyos los mitos griegos, los cristianos hicieron suyos
ciertos aspectos de los mismos aunque fuese pensando a la contra; entonces el cristianismo no
es una revelación de Dios. La esencia del cristianismo es la síntesis judaico-helenística
predicada por Pablo y los paulinos (la rama vencedora frente a los cristianismos derrotados).
Pero más aún, como hemos visto, su triunfo como Iglesia militante.
El Cristianismo, al ser un producto tardío, sintetizó, aun pensado a la contra,
los misterios del paganismo con la filosofía griega y el derecho romano; dicho de otro modo: el
cristianismo ha recopilado las enseñanzas recorridas por la historia que le precede, por tanto
no se trata de ninguna revelación que caiga de lo Alto por la Gracia de Dios y de manera
gratuita. Los evangelios no son panfletos que Dios mismo los haya redactado insuflando el
Espíritu Santo a los evangelistas, simplemente son textos de un judaísmo universalista
que piensa contra las religiones mistéricas de salvación pero, que una vez que supera su fase
judía, se infiltra en las instituciones del Imperio a través de sus calzadas, y de religión nacional
de Israel que sólo trata de convertir a algunos paganos para preparar el inminente fin del
mundo se transforma en religión inter-nacional del Imperio en poco menos de cuatro siglos,
completamente ya al margen –e incluso poniéndose en contra– de la redención inminente de
Israel.
La filosofía, que como bien se sabe, tiene como condición necesaria lo que los griegos
llamaron asébeia («impiedad»), y elabora sus postulados con la razón y no con dogmas
relevados de creencias. Es decir, si somos coherentes con ciertos postulados filosóficos
debemos de rechazar tajantemente cualquier revelación que venga de Dios o de sus ángeles,
debemos de rechazar sistemáticamente cualquier intuicionismo praeterracional, rechazar
cualquier doctrina que haya sido revelada sólo a unos pocos privilegiados por fuentes
sobrenaturales (fuentes –como los ángeles, los arcángeles, el Espíritu Santo o el mismísimo
Dios– que desde las coordenadas ateas y materialistas por las que nos movemos son
inexistentes, por la imposibilidad de la esencia de dichas fuentes, por la imposibilidad de la
existencia de vivientes incorpóreos que se comunican con los hombres, revelándoles el futuro y
otros cosas que el común de los mortales no puede ver ni entender). Además, semejante
impostura atenta contra la dignidad de los otros colectivos (que supone el resto de la
humanidad) que no han tenido el privilegio de recibir tal revelación o confidencia de la
divinidad.

23
Los textos bíblicos no se deben de estudiar con el consentimiento de que efectivamente
están revelados por Dios o el Espíritu Santo; dichos textos hay que examinarlos con el rasero
crítico que se examina cualquier texto. Se debe de hacer, pues, una lectura «filosófica»
(materialista, en nuestro caso), es decir, una lectura crítica, expuesta a exprimir todo el jugo
ideológico que poseen esos textos, y siempre teniendo en cuenta el con-texto en el que se
escribieron y contraquienes se pensaron. Por eso hemos de negar versículos como 2 Pe 1.20:
«Bien entendido, ante todas cosas, que ninguna profecía en la Escritura se declara por
interpretación privada; porque no traen su origen las profecías de la voluntad de los hombres,
sino que los varones santos de Dios hablaron, siendo inspirados del Espíritu Santo». No damos
crédito a tales hombres inspirados por tal Espíritu.
Es una opinión muy común entre los estudiosos la que sostiene que los griegos nunca
tuvieron libros sagrados que considerasen inspirados o revelados por la divinidad, por lo que
siendo así sus religiones no poseyeron dogmas rígidos e inmodificables. Se dice que los
poetas eran simplemente transmisores de ciertas tradiciones religiosas, que ellos simplemente
ordenaban y reexponían. A mi modo de entender, eso no es del todo cierto o, al menos, habría
que matizarlo. Porque aunque, efectivamente, etic dichos poemas (como la Ilíada de Homero o
la Teogonía de Hesíodo) no pueden ser otra cosa que una reelaboración y recopilación que los
poetas hicieron de ciertas leyendas y tradiciones, emiccreyeron –o así lo daban a entender–
que fueron realmente revelados por la divinidad. Sirva como botón de muestra la
citada Teogonía de Hesíodo, en la cual leemos que las «Musas Heliconíadas» le «enseñaron
una vez a Hesíodo un bello canto mientras apacentaba sus ovejas al pie del divino Helicón.
Este mensaje a mí en primer lugar me dirigieron las diosas, las Musas Olímpicas, hijas de Zeus
portador de la égida: "¡Pastores del campo, triste oprobio, vientres tan sólo! Sabemos decir
muchas mentiras con apariencia de verdades [¿tal vez los mitos de Homero?]; y sabemos,
cuando queremos, proclamar la verdad» (20-30). Situación que recuerda mucho a la revelación
que tuvo Moisés mientras apacentaba los ganados de Jetró, su suegro. También Parménides
en su poema asegura que su doctrina es fruto de una revelación divina, aunque está
alegorizando: «Las yeguas que me llevan tan lejos como mi ánimo alcance, me transportaron
cuando, al conducirme, me trajeron al camino, abundante en signos, de la diosa, el cual guía
en todo sentido al hombre que sabe. Ahí fui enviado, pues ahí me llevaban las yeguas muy
conocedoras, tirando del carro, y las doncellas iban adelante en el camino» (22 B 1.1-5).
También suele afirmarse que al no haber una serie de dogmas rígidos los sacerdotes
griegos no tuvieron el poder que después, con el cristianismo, tendría el clero; y esta carencia
de dogmas o de personas con suficiente poder para custodiarlos supuso una libertad
de expresión que trajo consigo la filosofía. Pero, como hemos dicho, la esencia de la filosofía
es la asébeia, y de asébeia fueron ya perseguidos o ya ejecutados muchos de los grandes
filósofos de la antigua Grecia: como Zenón de Elea, Protágoras, Sócrates, e incluso Aristóteles
al morir Alejandro Magno tuvo que huir de Atenas para que no se llevase a cabo «otro atentado
contra la filosofía», porque, aunque fuese como mero pretexto, con casi toda seguridad hubiese
sido acusado de asébeia, suficiente para ser liquidado.

V. El Jesús histórico y el Cristo de la fe: del judaísmo al cristianismo

Pasamos ahora a la parte central de nuestro ensayo. Y en esta parte es menester


distinguir, como viene siendo habitual, entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe. El Jesús
histórico, el realmente existente, no era religiosamente hablando un cristiano, sino un judío. La
crucifixión de Jesús se debió a que éste se presentó como el Mesías que venía sólo a salvar a
«las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15.24) de la dominación romana. Jesús fue un
sedicioso y murió en la cruz por el intento patético de emancipar a Israel de la hegemonía
extranjera y pagana, a la cual había que derribar con auxilio divino para restaurar el Reino
davídico escatológico, pues sólo de este modo Israel dominaría sobre las naciones, porque
«Delante de Yahvé serán quebrantados sus adversarios, y sobre ellos tronará desde los cielos;
Yahvé juzgará los confines de la tierra, dará poder a su rey, y exaltará el poder de su Ungido»
(1 Sm 2.10). Dicho de otro modo: Israel, con la ayuda de Yahvé, se impondrá como Imperio
Universal en una tierra restaurada (palingenésica) y paradisíaca (edénica). Jesús, asaltando el
Templo y negándose a pagar el tributo al César, fue condenado por conspirar contra las
instituciones judeo-colaboracionistas y romanas.
En el evangelio de Marcos (que fue el primero que se escribió, allá por el año 70 ó 71,
una vez derribado el Templo de Jerusalén durante la primera guerra judeorromana) Jesús

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predica que «El plazo se ha cumplido» (1.15); esto quería decir, que, efectivamente, el tiempo
se había cumplido, porque, siguiendo la historia del pueblo hebreo, vemos como estos fueron
siempre un pueblo pariah, un pueblo oprimido, perseguido y dominado por las naciones que, en
forma de Imperio, les rodeaban y les dominaban. Fueron dominados por los egipcios durante el
cautiverio antes de la liberación encabezada por Moisés (aunque de esto, al parecer, no existe
ni la más mínima prueba arqueológica, no son por tanto acontecimientos históricos sino de
leyenda); también los «hijos de Israel» –ya con documentos históricos para corroborarlo–
fueron dominados por los asirios, por los persas, por los griegos (macedonios, ptolomeos y
seleúcidas). Después de la revuelta y consecuente emancipación de los Macabeos contra los
seleúcidas y la política antimosaica de Antíoco IV Epífanes, llegó la dominación de Roma tras
varios reinados de la dinastía de los asmoneos (herederos de los Macabeos). Entonces,
ocurridos estos avatares del «pueblo elegido», para el Nazareno «el plazo se ha cumplido», el
Reino de los cielos en la tierra está al alcance de la mano, «está cerca el reino de Dios:
arrepentíos y confiad en la buena noticia» (1.15).

1. Analogías entre la escatología judía y el idealismo alemán

Me parecen asombrosas las analogías que encuentro entre la escatología davídica del
visionario de Galilea –concepción de la historia que los Judíos, digamos, sistematizaron o de
algún modo formalizaron con el libro apocalíptico de Daniel y también en textos
intertestamentarios apócrifos como el Libro I de Henoc, el cual, por cierto, fue escrito y
pensado contra el evangelio de Marcos– y la filosofía de la historia metafísica del espiritualismo
exclusivo ascendente de Hegel. El mundo moderno está lleno de ideas cristianas que se han
vuelto locas, decía G. K. Chesterton. Nosotros diremos que se han vuelto del revés (inversión
teológica). Visto de otro modo: el Reino de la Gracia se transforma, se seculariza, en el Reino
de la Cultura.
Si el Nazareno decía que el tiempo se ha cumplido es porque, como hemos dicho, ya le
tocaba el turno a Israel, una vez que esta nación étnica había sido sometida por prácticamente
todos los imperios importantes de la antigüedad. Pues bien, mutatis mutandis, Hegel insinuaba
en su sistema que la «antorcha de la universalidad» desembocaría en Alemania, como
el pueblo donde se llevaría a cabo el Juicio Final, porque la Historia Universal es el Juicio
Universal. Tanto para el uno como para el otro el Reino o Reich no lo llevaría a cabo Dios en
un más allá trascendente, sino en un más acá inmanente; pues en el caso del Nazareno el
cielo y la tierra se unirían, y para el teutón tampoco habría trascendencia y separación pues
«todo lo real es racional y todo lo racional es real» y el Espíritu Absoluto será
escatológicamente exclusivo sin separación trascendental que desborde la mundanidad en la
que se lleva a cabo la trama de la Historia Universal. Y si todo lo real es racional y todo lo
racional es real entonces «nada ha sido velado que no será revelado, ni escondido que no sea
conocido» (Mt 10.26), ni «Nada hay oculto que no vaya a ser descubierto, ni secreto que no
vaya a ser conocido» (Lc 12.2).
Ni Jesús ni Hegel vieron realizados sus deseos, y erraron en sus deseos y pronósticos
(profecía en el caso del Nazareno). Las esperanzas del uno y del otro en la marcha favorable
del sentido de la historia fueron devoradas precisamente por dos imperios generadores: Roma
y la URSS respectivamente (aunque ni el uno vivió la primera guerra judeocristiana que
destrozó el Templo, ni el otro vivió las dos guerras mundiales que colocaron a Alemania en su
sitio). Con esto queremos dar a entender que negamos la tesis idílica de un pacífico Jesús
cuyo amor era universal, cuando el Nazareno y sus allegados eran bastante hostilescon los
imperialistas y sus colaboradores (Jesús era muy xenófobo, podríamos decir, como a su modo
también lo era Hegel). Aunque es cierto que la propia persona de Jesús no emplease las
armas, pero sí la de sus discípulos; aunque el Nazareno ponía su fe no en las armas de sus
discípulos, que sabía que eran impotentes contra la poderosa Roma, sino en el poderío de
Yahvé ante sus enemigos; pues creía, tal y como se lee en el libro de los Macabeos, que
Yahvé enviaría a sus ángeles en la batalla final: «Vuelve la espada a su lugar, pues todos los
que tomen espada perecerán mediante espada. ¿O piensas que no puedo invocar a mi Padre,
y me ofrecería al instante más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26.52-53).
La Historia es la historia de las guerras, de la dialéctica de clases y la dialéctica de
Estados e imperios; y el movimiento de Jesús no era ajeno a eso (aunque emic viviese como si
la llegada inminente del Reino ya estuviese en marcha, lo que etic es vivir en una profunda
fantasía). Pero, como decimos, el Nazareno fantaseaba con las condiciones de la batalla final

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contra los paganos y sus cómplices: «Así será el final de la era: vendrán los ángeles y
separarán a los malos de entre media de los justos y los arrojarán al horno del fuego [Dn 3.6];
allí estará el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13.49-50). Jesús luchó en pos de los pobres
(los pobres de su pueblo y no los pobres del mundo en general) para imponer la legislación
consuetudinaria y escrita de su patria, que no era otra cosa que la Ley de Moisés, para que así
se cumpliese la profecía de Isaías, el cual nos presentaba al Mesías como el Ungido del
«Señor de los Ejércitos, Santo de Israel», que «dará a conocer el juicio a las naciones» (Mt
12.18), porque «fundarse ha un trono sobre la misericordia, y sentaráse en él en la casa de
David un Juez recto y celoso de la justicia [esto es, la Ley de Moisés], el cual dará a cada uno
con prontitud aquello que es justo» (Is 16.5). Así las cosas, el Nazareno tenía muy claro que
«quien no está conmigo está contra mí» (Mt 12.30), es decir, quien no está con el Mesías está
contra el Reino de Israel –del mismo modo que quien no estuviese con el Führer estaba contra
la Gran Alemana del Reich de los mil años.

Bertrand Russell (2005: 411) –no sin razón– ve estas analogías con el marxismo; porque,
al igual que el marxismo, la ideología judía y la cristiana apelan «poderosamente a los
oprimidos y desafortunados de todos los tiempos». De modo que el gran filósofo del otrora
Imperio Británico emplea el siguiente diccionario:

Jehová: Materialismo dialéctico.


El Mesías: Marx.
Los elegidos: El proletariado.
La Iglesia: El partido comunista.
El segundo advenimiento: La revolución [pendiente].
El infierno: El castigo de los capitalistas.
El milenio: El Estado comunista.

2. El Reino celestial frente al Reino terrenal

Si el judaísmo se basa en un Reino de Dios terrenal (groseramente materialista, en última


instancia), el cristianismo se basa en un Reino celestial, o supracelestial (porque «no es de
este mundo») e incorruptible, un Reino trascendental al mundus adspectabilis. He aquí una
separación la que establece el cristianismo, claramente influenciado por el ambiente helenístico
y la filosofía griega, aunque fuese pensando a la contra, como hemos visto. Hay, sencillamente,
como en Platón, dos planos: uno espiritual y otro material. El primero es el reservado para los
limpios de corazón, «porque ellos verán a Dios» (Mt 5.8), o, según la doctrina de la Gracia,
para los elegidos por Dios desde el principio de los tiempos por su justificación en la fe. Así,
vemos como el Reino de los Cielos es una sociedad de elegidos, algo así como una élite
espiritual. El segundo plano es el mundo, que es un «valle de lágrimas» controlado, según
Pablo, por potencias satánicas. La finalidad del Hombre no se haya en los bienes del mundo,
sino en la felicidad futura después de la muerte: «No sigáis atesorando tesoros en la tierra,
donde una polilla o la herrumbre los hace desaparecer, y donde unos ladrones excavan y los
roban; Atesorad tesoros en el cielo, donde ni una polilla ni la herrumbre lo hace desparecer, y
donde los ladrones ni excavan ni lo roban; pues donde está tu tesoro, allí estará también tu
corazón» (Mt 6.19-21). Así sea, y «todo lo demás se os dará por añadidura», porque la vida
futura en el cielo es el paraíso de las masas y el consuelo y esperanza de los infelices en este
mundo (aunque los salvados serán los menos).

Jesús no fue el Redentor y Salvador de la Humanidad del Pecado Original (idea que está
en Pablo, pero no de forma desarrollada en los sinópticos, aunque sí se menciona). Jesús no
murió en la cruz por nuestros pecados y redención, sino por la redención de su pueblo, es
decir, Israel (como un mártir por la causa de Israel). Su misión consistía en liberar, aquí en la
tierra, a Israel del yugo extranjero, es decir, del imperialismo romano. La aristocracia sacerdotal
judía era colaboradora de la ocupación romana, pues le era claramente favorable. El pueblo
llano, es decir, carpinteros, zapateros, albañiles, etc., estaba prácticamente esclavizado por la
hegemonía extranjera, sobre todo por los gravosos impuestos. Y Jesús, como bien sabemos,
era carpintero (o al menos lo era su padre), aunque jurídicamente era un hombre libre.

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Así pues, el Nazareno representa uno más entre los múltiples pretendientes a Mesías que
conspiraban contra Roma por la emancipación de Israel. Morir en la cruz nunca entró en sus
planes, aunque sabía que se la jugaba. La cruz era el símbolo del sacrificio de los que se
jugaban la vida por el Reino, y como Jesús hubo otros pretendientes a Mesías que se vieron en
Palestina desde el año del censo, el 6 d.C. con la revuelta de Judas el Galileo (fundador de los
zelotas junto al fariseo Saddok), hasta el año 66 d.C., cuando se gestó la gran revuelta judía
que terminó no quedando «piedra sobre piedra» (Mc 13.1-2) del Segundo Templo a excepción
de un «muro de lamentaciones» que no pertenecía propiamente al Templo sino a la fortaleza
que lo rodeaba. En medio de este período de revueltas estaban Juan el Bautista (del que
hablaremos) y Jesús de Nazaret, los cuales fueron condenados como dos revoltosos más (si
bien el primero por Herodes Antipa, probablemente por órdenes directas de Roma, y el
segundo crucificado directamente por Roma, con la muy posible colaboración del sanedrín
hierosolimitano, fiel aliado de Roma).

Para las masas piadosas de Israel, el Mesías venía a ser la «revolución», y para los
romanos la «causa de todos los problemas» –como se dice en la película de Henry Koster La
túnica sagrada (1953). ¿Pero se trataba realmente de una revolución? Si el movimiento
mesiánico era un movimiento teocrático, ¿no sería más bien una reacción a la revolución
política y tecnológica que implantaron los romanos en Palestina? Esta situación se ve muy bien
en la película de Terry Jones La vida de Brian (1979), pues, en un buen ejemplo de lo que es
un imperio generador, los romanos le dieron a los judíos «el acueducto, el alcantarillado, la
sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras, los baños
públicos… y la paz».

3. La ética acósmica y apocalíptica de Jesús

La ética del Jesús histórico consistía en una ética de arrepentimiento ante Yahvé. Si los
judíos se arrepentían sinceramente de las idolatrías y pecados que antaño ejercieron, Yahvé,
milagrosamente, hará que los judíos recuperen su independencia y así, de este modo, se
colocasen como Imperio Universal, pues Yahvé haría que todos los enemigos de Israel se
pusiesen bajo sus pies. El Reino de los cielos en la tierra restaurada de Israel estaba al alcance
de la mano: esa era la fantasía del visionario galileo. Jesús pedía la solidaridad de los judíos
frente a los romanos (y sus colaborares: sobre todo herodianos y saduceos). El primer paso era
liquidar a la aristocracia sacerdotal, los «sumos sacerdotes», pues traicionaron a Yahvé y a
Israel. Si Israel se transformaba al Señor, el paraíso quedaría inmediatamente restablecido. He
aquí la versión hebrea del Fin de la Historia. Las coordenadas del Nazareno no se movían bajo
las categorías de arriba/abajo (cosa que correspondía al pensamiento griego), sino desde las
categorías de antes/después (propias del pensamiento judío y que siglos después, con
trepidante artillería filosófica, retomaría el gran Hegel, por no hablar de Marx &c.).
En los evangelios, la trama judía se intersecta con la trama cristiana; son textos híbridos,
ambiguos, pero en ellos podemos leer cosas de las cuales sin bien no las dijo Jesús muy bien
pudo firmarlas (o al menos están dentro del marco conceptual judeo-fundamentalista con el que
intentamos diagnosticar la mentalidad del Nazareno). En los evangelios se mezclan dos
mesías, el judío y el cristiano, «dos conciencias mesiánicas divergentes en el seno de la misma
narración: una la paleocristiana y latente (la del Jesús secreto), y otra la tradicional (la de los
discípulos en íntima convivencia con el Jesús histórico). Un examen atento permite verificar
que una y otra se cruzan y superponen en el curso del relato, al tiempo que son, en definitiva,
claramente discernibles» (Puente Ojea, 2001a: 88). Si Jesús no era un cristiano la
interpretación de los evangelios hay que llevarla a cabo separando lo que hay de judaísmo y lo
que hay de cristianismo en sus versículos; tendremos, pues, que separar el trigo de la paja, la
historia de la propaganda; y así, quizá, podamos saber qué fue, como judío, lo que pudo decir
el Jesús histórico y que es lo que no dijo (a mi juicio, todo lo que sea cristianismo –cristianismo
paulino y/o gnóstico– es precisamente lo que nunca dijo). Es más, ni se le pasaría por la
cabeza, pues si hubiese dicho ciertas cosas no hubiese tenido seguidores sobre el suelo de las
aldeas de Galilea en el tiempo que le tocó vivir. Aunque tampoco quiero decir con esto que
todo lo que sea estrictamente judío firmado en los evangelios salió de la boca de Jesús, pues
los evangelios continuamente están re-interpretando a Jesús. Por tanto, todo el contenido,
digamos, cristiano en boca de Jesús escrito por los evangelistas debe de ser triturado. Como
dice el sacerdote católico John P. Meier, «En cierto modo, la tarea de quienes buscamos al

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Jesús histórico es deshacer lo que los evangelistas hicieron» (Meier, 2009: 72). Enunciado que
se ajusta muy bien a uno de los preceptos del materialismo filosófico: «el papel de la filosofía
en el conjunto del hacer es deshacer». En el presente artículo al intentar hacernos una imagen
del Jesús histórico deshacemos el mito oscurantista y confusionario del Cristo de la fe.
Como ya sabemos, los evangelios no son textos relevados por Dios, sino panfletos de
propaganda religiosa, y hay que analizarlos con el mismo rasero crítico que se examina
cualquier texto. Por tanto, lo que vamos a hacer es más bien una lectura profana, una
lectura crítica, pensando en contra de otras lecturas que nos parecen «sagradas» o
dogmáticas. Para entender los evangelios –y la Biblia en general– hay que hacerlo desde la
razón, pues no se entienden desde la fe. Aunque los evangelios ocultan la realidad histórica de
Jesús, torpemente no la oculta, y varios de los versículos con sabor judaico que en los
evangelios pueden leerse (más bien en los sinópticos) los hubiese firmado el mismísimo Jesús
de Nazaret de Galilea.
El Apocalipsis es un texto judeocristiano, muy en la línea de la literatura escatológica y
apocalíptica intertestamentaria, «literatura de resistencia», como atentamente señala Puente
Ojea. El Apocalipsis condena a Babilonia como la «Madre de todas las rameras», como el
centro de todas «las abominaciones de la Tierra» (Ap 17.5). Babilonia será sustituida por la
Nueva Jerusalén, la Ciudad de Dios y de los elegidos, «la ciudad del gran Rey» (Mt 5.35). A
pesar de haberse colado en el canon, el Apocalipsis de San Juan no fue escrito ni mucho
menos por el mismo autor que escribió el cuarto evangelio, sino más bien un autor de
tendencias totalmente opuestas, esto es, judeocristianas; es decir, de un judaísmo que creía en
la segunda venida de Jesús pero como Mesías de Israel y no como Mesías universal (pero es
incluido en el canon porque acepta el dogma paulino de la muerte vicaria de Jesús como
«Cordero de Dios»). Es por tanto una vuelta al estilo de los incendiarios apocalipsis
intertestamentarios. El Apocalipsis condena a Roma como la nueva Babilonia que fue, en
última instancia, la que impidió a Israel edificarse como Reino y que cayese del cielo la Nueva
Jerusalén (que resultó ser al final de las guerras judeorromanas, cien años después de la
muerte de Jesús, Aelia Capitolina). Pese a la condena implícita a Roma (disfrazada como «la
Puta de Babilonia») en el Apocalipsis, el Nuevo Testamento era una literatura propagandística
prorromana, donde se puede leer como un centurión al morir Jesús en la cruz dice:
«Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Mc 15.39); donde Jesús afirma, refiriéndose
a otro centurión: «Os digo que ni en Israel he encontrado fe semejante» (Lc 7.9); donde Pedro
convierte a otro centurión, Cornelio (Hch 10); y donde Pilato quiere absolver a Jesús porque,
según su mujer, era «justo» Mt 27.19) y, al no conseguirlo, el prefecto se autoconsideró
«inocente» (Mt 27.24), porque quería «dejarlo libre» (Hch 3.13). Hay que añadir, en honor a la
verdad, que el Nuevo Testamento es una colección de libros que con bastante frecuencia se
contradicen y desconciertan al lector.
El Cristo de la fe es un Jesús vuelto del revés, pues no se trata ya del mesías
escatológico davídico que vino a traer la espada (Mt 10.34), sino del Cristo pacífico cuyo reino
«no es de este mundo» (y añadimos: «ni puede serlo»). Y este Jesús es el Cristo de Pablo, el
cual de camino a Damasco tuvo una visión y una revelación, porque el evangelio de Pablo
tampoco es de este mundo, pues «no es de hombres, pues yo no lo recibí o aprendí de los
hombres» (Gál 1.11-12), predicando así el «evangelio de la incircuncisión» por las naciones sin
el consejo de los hombres, es decir, sin pedir permiso a la Urgemeinde o Iglesia madre de
Jerusalén, oséase, contra aquellos que según Pablo quería «pervertir el evangelio de Cristo»
(v. 7); llevando así la palabra del Cristo de la fe –que se opone al Jesús histórico, esto es, al
Mesías de la Ley– «a los gentiles, al instante, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, ni
subí a Jerusalén a ver a los que eran apóstoles antes que yo» (vv. 16-17). Así pues, el Cristo
paulino no sólo es diferente a Jesús, sino que es opuesto. «No es casualidad –ni se debe a su
forma de conversión– que a Pablo no le interese el Jesús histórico, tan pronto como
el mesianismo del Nazareno ha quedado vaciado de su significado histórico. Sólo le interesa la
redención universal por el amor y la obediencia a Dios operada en el reino de los corazones.
Su mitología cósmica es, en rigor, ahistórica, aunque continúe aparentemente incardinando
el drama universal del pecado en las tradiciones legendarias de Israel, y preservando los
elementos básicos del kerygma jerusalemita relativos a la oblación expiatoria de un galileo de
Nazaret. Es sólo ropaje foklórico de un drama invisible. Los archontes paulinos no son los
sumos sacerdotes judíos, ni los prefectos romanos, ni los amos de esclavos, ni los poderosos
de la tierra; son unos príncipes astrales, poderes demoníacos, tenebrosos e invisibles que
intentan manipular al Creador en una pugna cósmica en la que el destino del hombre está
prefijado, y los seres humanos funcionan como simple apuesta entre las dos partes

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contendientes; ya no son sujetos, sino objetos del drama de la salvación» (Puente Ojea, 2001a:
217).

4. Inimicus y hostes

En griego la palabra «enemigo» tenía dos significados: echrott significaba «enemigo


privado»; hopolemius «enemigo público». En latín inimicus significa enemigo
privado; hostes enemigo público, porque «mientras que el inimicus nos odia, el hostis nos
ataca» (Puente Ojea, 2001b: 92). Cuando Jesús exige a sus discípulos que recen por sus
enemigos y que oren por sus perseguidores se refiere al enemicus, al enemigo privado, esto
es, al prójimo, que era, evidentemente, el judío, el judío piadoso para más señas, y no los
saduceos que colaboraban con los extranjeros o los «hipócritas» de los fariseos (de algunos
fariseos, aunque, como veremos, la crítica a los fariseos no es propia de Jesús sino de los
evangelistas) que «dicen y no hacen» (Mt 23.3), aunque si sinceramente se arrepentían de sus
pecados podrían unirse al grupo de Jesús: «Piadosos de todo Israel, uníos», ese podría ser su
lema. Pero, como le dice el líder de los sicarios Eleazar ben Yair al general romano Lucio
Flavio Silva refiriéndose precisamente a la derrota de Jesús en la película de Boris
Sagal Masada (1981), el secreto para destruir a los judíos es dejarlos en paz «y ellos se
matarán entre sí de pronto. Pero mientras tengamos enemigos seremos hermanos».
La ética de Jesús consistía en practicar un arrepentimiento de los pecados cumpliendo
rigurosamente los mandamientos de la Ley mosaica, cosa que Jesús dejo bien clara al joven
rico y éste rechazó, pues «es más fácil que un camello atraviese el agujero de una aguja que
un rico entre en el reino de Dios» (Mt. 19.24). Había que cumplir escrupulosamente la Ley. Si
así se hubiese hecho, Jesús creía que Yahvé recompensaría a su pueblo con el Reino
paradisíaco. Las autoridades romanas, la aristocracia sacerdotal saducea y los herodianos (los
cuales estaban siendo favorecidos social, política y económicamente con la ocupación romana)
impedían precisamente la restauración del Reino. Está claro que el movimiento de Jesús no
era una ética de redención universal, sino de redención nacional judía. Jesús jamás inculcó al
sus discípulos que amasen a los opresores de su pueblo; o, como dice Puente Ojea (2001b:
107), «jamás exigió que se amase a esa raza de víboras, sino aplastarla», porque el enemigo
público, «el hostis del Dios de Israel, es su enemigo total, porque es el enemigo total de la
instauración del Reino. Como tal, es un enemigo contra el que lucha sin cuartel» (Puente Ojea,
2001b: 107-108). Jesús tuvo muchos enemigos públicos «que le eran absolutamente
irreconciliables, a saber: a) los romanos, que sojuzgaban a Israel, el pueblo elegido; b) los
herodianos, saduceos, altos sacerdotes del Templo, cómplices de los romanos y que se
oponían a la emancipación del pueblo; c) algunos miembros del estamento clerical (fariseos,
escribas, etc.) que mantenían una rutina ritual de sentido conformista que obstaculizaba la
toma de conciencia revolucionaria para alcanzar el arrepentimiento y la entrega heroica sólo a
Dios; d) los idólatras, apóstatas y cuantos paganos militaban contra la fe de Yahvé; y e) los
ricos y poderosos como clase o estamento social y económico, que explotaban y despojaban al
pobre e indigente» (Puente Ojea, 2001b: 93-94). Por tanto, su movimiento era una revuelta
contra el hostes del pueblo de Yahvé; una revuelta, bien es cierto, prácticamente insignificante
para la todopoderosa Roma (si la comparamos con la gran sublevación de los zelotas a partir
del año 66 y la tremenda resistencia final de los sicarios en la fortaleza de Masada hasta el año
73).
La ética del Jesús histórico estaba orientada hacia un amor primordial a Yahvé y hacia un
arrepentimiento interior de los judíos por su infidelidad al mismo, siendo ese arrepentimiento la
clave para acceder al Reino de Dios, pues dicha purificación era el requisito imprescindible
para que la Casa de David se restaurase. Jesús, como profeta escatológico que creía vivir al
borde del fin de los tiempos, estaba convencido de que si los judíos eran suficientemente puros
y amaban a Yahvé por encima de todas las cosas y amaban al prójimo (esto es, a los judíos
piadosos, y no a los gentiles ni a los «hipócritas») entonces se restauraría el Reino a través de
los ángeles y se restauraría también la tierra en un paraíso terrenal. Pero el Reino había sido
censurado por Yahvé por la falta de piedad de su pueblo, por eso Jesús llamaba al
arrepentimiento y la unidad. Unidad que viene a ser una solidaridad frente a terceros:
judíos hipócritas (es decir, judíos que no seguían la doctrina de Jesús), y cuartos: los romanos.
La Idolatría, la adoración a dioses extranjeros, dioses paganos, era el obstáculo que impedía la
realización del Reino, porque Yahvé era un dios infinitamente celoso. De hecho Jesús no
predicaba por las ciudades de Galilea sino por sus aldeas, donde sabía que había judíos no

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adscritos a ninguna secta (el llamado «pueblo de la tierra») pero practicantes de la Ley y fieles
piadosos ansiados se salvación.
Según Albert Schweitzer, la ética de Jesús sólo es realizable en el contexto de las
vísperas del Reino inminente. Para Max Weber era una «ética acósmica», transitoria y
excepcional, acorde con su fe escatológica. Este esfuerzo de purificación no consistía en
cumplir rigurosamente todos los preceptos de la Ley, sino especialmente dos de ellos (Dt 6,4-5
y Lv 19,18b); dicho de otro modo: Jesús no vino «a abolir la Ley sino a cumplirla [pero para
cumplirla efectivamente había que empezar por llevar rigurosamente a cabo los versículos de
Dt 6,4-5 y de Lv 19,18b]. Pues con certeza os digo: hasta que pase el cielo y la tierra, de
ninguna manera pasará de la Ley ni una iota ni una coma, hasta que todo se lleve a cabo [si y
sólo si buena parte de los judíos cumplen con Dt 6,4-5 y Lv 19,18b]» (Mt 5.17-18). Esto no
suponía en principio realizar una revuelta armada para que, con la muestra de valor ante
Yahvé, se cumpliesen tan fantásticas profecías (esa era más o menos la tendencia zelota);
profecías que pronosticaban una victoria definitiva para los elegidos de Yahvé. Jesús creía que,
si los dos principales mandamientos se practicasen con sinceridad, Yahvé ayudaría a su
pueblo, del mismo modo que auxiliaba con sus ángeles a los macabeos contra los seleúcidas.
(Aunque en la cuestión de las armas y la violencia el Nazareno aparece en los evangelios un
tanto ambiguo y la cuestión es disputada). Como dice Puente Ojea (2001b: 89-90), «Jesús
predicó una ética de amor incondicionado hacia dentro, para la conducta en el seno de la
comunidad mesiánica, y una ética de lucha sólo hacia fuera, para la conducta con
los adversarios políticos del Dios judío, los paganos de las naciones. Es decir, perdón y amor
al inimicus, el enemigo privado; lucha y hostilidad frente al enemigo político, el hostis, categoría
en la que también entraban los cómplices judíos del poder romano, especialmente muchos
miembros del estamento sacerdotal». Pero con la consolidación de la Iglesia en el territorio del
Imperio el término inimicus «perdió su significado histórico concreto y comenzó a funcionar
como categoría indefinida y abstracta de una moral pacifista integrada ya en una obediencia
política al Imperio. Al paso de la integración de la Iglesia en la sociedad civil, solamente
renacería el hostis bajo la especie teológica del haereticus» (Puente Ojea, 2001b: 101-102).
Una ética que no era de amor universal sino de amor a aquellos que tuviesen piedad (es decir,
aquellos que cumpliesen escrupulosamente la Ley mosaica); pues, como se pregunta C. G.
Montefiore, si Jesús enseñó el amor universal, al no judío no menos que al judío, «¿Por qué,
entonces, no dice "vosotros habéis oído a los hombres enseñaros que vuestro prójimo es
vuestro connacional judío; pero yo os enseño que vuestro prójimo es todo hombre, sea no-judío
o judío"? O por qué no dijo: "Y por enemigo no significo no sólo vuestro enemigo judío, sino
vuestro opresor romano y todas las naciones idólatras que os rodea"? Pero ni una palabra se
dice en esta línea, ni en el Sermón de la Montaña en Mateo ni en el Sermón de la Llanura en
Lucas… uno desearía que él hubiera sido más preciso. Me pregunto si hubiera podido llegar a
decir, "Amad a los fariseos y a los rabbis, si os persiguen; amad a los romanos cuando os
oprimen"» (citado por Puente Ojea, 2001b: 104-105-106).

5. Los dos mandamientos principales de la Ley para Jesús

Jesús creía que cumpliendo Dt 6.4-5 y Lv 19.18 llegaría divinamente la liberación de


Israel y la transfiguración del mundo. Esta ética (o mejor dicho, esta política religiosa, porque si
se habla de la unión de los judíos, irremediablemente contra terceros y cuartos, se habla
entonces de conflictos entre grupos, y esas relaciones ya no son éticas sino morales, jurídicas
y/o políticas que desbordan el ámbito de la ética) es de índole nacionalista, del orgullo
patriótico judío, síntesis de «patriotismo» y fundamentalismo religioso, porque para la
mentalidad mesiánica religión y política son una y la misma cosa (aunque habría que
decir emic, porque etic Jesús, a nuestro juicio, era un profeta escatológico que vivía en
la locura objetiva del fin de los tiempos y la llegada del inminente Reino paradisíaco y por tanto
no era un político profesionalmente hablando, aunque su discipulado podría acarrear
desórdenes ante la eutaxia del Estado, por pequeños que fuesen estos desórdenes). El
«patriotismo» de Jesús era un patriotismo de la profecía abrahámica de «la tierra prometida»
del Dios de sus padres, que no era un Dios de muertos, «sino de vivos» (Mc 12.27), aunque
bien es cierto que los padres del Pentateuco no sabían nada, o al menos no dicen nada, de la
resurrección de los muertos. El Reino de Yahvé significa el Reino de la Ley, porque si se
amaba a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo entonces viene de suyo
que todo el catálogo de la Ley debía de cumplirse necesariamente, como efecto dominó. Esta

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política religiosa consistía en amar a Yahvé ante todas las cosas, y también al prójimo como a
uno mismo, pero amar a Dios es un mandamiento mayor y superior que el mandamiento que
reza amar al prójimo (al «vecino»), porque dice Jesús que hay que amarlo a él antes que al
padre y a la madre, antes que a la familia: «Quien ame a un padre o a una madre por encima
de mí, no es digno de mí; y quien no recibe su cruz y sigue detrás de mí, no es digno de mí»
(Mt 10.37-38), y hay que dejarlo todo y dejar «que los muertos entierren a sus muertos» (Lc
9.60) para que la venida del Reino se haga posible, ya que «Nadie que ponga la mano delante
del arado y mire hacia atrás es útil al reino de Dios» (v. 62), en plan «si Tú me dices ven, lo
dejo todo».
Para la llegada del Reino de Dios –como decimos– había que cumplir la Ley, pero sobre
todo dos mandamientos que eran «mayores» que los demás, como le dice Jesús a un escriba
en Mc 12. 29-31: «El primero es [Dt 6.4-5]: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es único
señor, y amarás a tu Dios con todo tu corazón, toda tu vida, toda tu inteligencia, toda tu fuerza.
El segundo es este [Lv 19.18]: amarás a tu vecino como a ti mismo». Estos versículos, a juicio
de John P. Meier, y da buenos argumentos para demostrarlo, probablemente procedan del
mismo Jesús histórico (ese Jesús que se busca): «La mayoría de las descripciones del Jesús
histórico nos lo presentan como alguien que en su enseñanza y en su actuación se mostró
capaz de mostrar misericordia, de perdonar, de realizar curaciones y de acercarse a los
pecadores, característico todo ello de su ministerio profético dirigido a Israel en "los últimos
días". Yo diría que el doble mandamiento de amor se ajusta a esta visión panorámica del
ministerio de Jesús; concuerda más específicamente con la concepción que Jesús tenía de sí
mismo como el profeta escatológico llamado a emprender en el tiempo final la reunión de un
Israel disperso. ¿Por qué, de toda la Torá, él selecciona precisamente Dt 6,4-5 y Lv 19,18b? En
la Shemá, Yahvé llama a todo su pueblo a la obediencia de amor, la obligación primordial que
vincula a todos miembros de Israel con Dios y a cada uno de ellos con los otros de la alianza.
Las varias divisiones dentro del judaísmo del siglo I ponían en tensión esa unidad del pueblo de
Dios, llevándola a veces al punto de ruptura. Por eso, la verdadera obediencia en amor al Dios
que creó a Israel y que va a reunirlo ahora, en los últimos días, implica necesariamente el pleno
cumplimiento de la obligación de amar al "prójimo", entendido éste en el sentido original de Lv
19,18b: otro miembro de la comunidad cultual del solo Israel establecida por el solo Dios
verdadero. Visto en este contexto profético, escatológico, de la reunión de Israel, el primer
mandamiento genera naturalmente el segundo. Por lo cual, lejos de ser opuesto e indiferente a
la misión de Jesús como profeta escatológico, su doble mandamiento de amor es
perfectamente coherente con ella… El resultado de su interpretación es que el doble
mandamiento de amor tiene primacía en la Ley. Pero también para ese amor primicial
establece un orden: primero Dios, segundo el prójimo» (Meier, 2009: 534). Es decir, primero
ama a Dios, luego al prójimo como a ti mismo, y después todos los demás mandamientos irán
de suyo y los observarás «por añadidura».
En relación al paréntesis donde comentábamos la disputa sobre la relación de Jesús con
«los violentos» (Mt 11.12 y Lc 16.16), habría que decir que, en última instancia, el Nazareno y
sus secuaces tenían que usar la violencia: «No creáis que vine a traer paz a la tierra; no vine a
traer paz, sino espada. Pues vine a separar al hombre de su padre y a la hija de su madre y a
la novia de su suegra; y los enemigos de un hombre son sus familiares» (Mt 10.34-36). Luego,
en coherencia con la leyenda davídica, un Mesías pacífico es una contradicción en los
términos, pues el Mesías era el guerrero que ungido por Yahvé triunfaría junto a «los
escuadrones del Dios viviente» (1 Sm 17.26) frente a las tropas invasoras, conflicto que
vendría a sintetizar lo material y lo político con lo espiritual y religioso. Luego el Mesías no
podía ser vencido y ni mucho menos martirizado, pues los martirios eran el paradigma de los
profetas, pero no del Mesías. Un Mesías muerto es un falso mesías y un «maldito». Esto
también lo sabía muy bien Pablo de Tarso cuando dijo que un Mesías crucificado era
«escándalo para los judíos, necedad para los paganos» (1 Cor 1.23).

6. El Cristo de la fe frente al Mesías de la Ley: el secreto mesiánico

No se sabe con seguridad si Jesús se vio a sí mismo como el Mesías, el título que utiliza
en los evangelios es el del «Hijo del hombre». Es probable que se presentase como el Mesías
pero no desde el principio de su ministerio, sino tras una larga reflexión sobre su persona y su
misión. Es posible también que lo hiciese con relativa prudencia ante los hostis del pueblo de
Yahvé, pues si hubiese proclamado a los cuatro vientos que él era el Mesías, esto es, el Rey

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de los judíos, entonces no hubiese durado ni dos días y hubiese sido eliminado antes de que
cantase un gallo. De todas formas, Jesús nunca profetizó su crucifixión y el significado de ésta
como sacrifico expiatorio y vicario. ¡Y en esto está precisamente la escisión entre judaísmo y
cristianismo! Cuando en Marcos y Mateo Jesús comunica a sus discípulos en las aldeas de
Cesarea de Filipo que en Jerusalén va a ser crucificado pero que al tercer día resucitará,
Pedro, indignado, le dice que eso a él, esto es, al Mesías de Israel, no le podía pasar. Pero
Jesús, reprochándole, le dijo: «¡Vete de mí, Satanás, eres un escándalo para mí, porque no
consideras las cosas de Dios sino las de los hombres!» (Mt 16.23). Efectivamente, Pedro
consideraba las cosas de los hombres, esto es, los fantásticos planes y
programas escatológicos de los judíos de su tiempo, que soñaban con la restauración de un
Reino que les concedería bienestar espiritual y material en un sábado eterno de banquete
mesiánico. Jesús les dice a sus discípulos que no le dijesen a nadie que él era el Mesías (v.
20). Esto es lo que los estudiosos denominan «secreto mesiánico», secreto que señalaba a
Jesús como Mesías una vez muerto y resucitado. Aun así, el secreto mesiánico del Jesús
sinóptico se refería al secreto del Mesías cristiano (no judío), el cual moriría en la cruz pero que
resucitará, cosa que como es obvio sus discípulos no podían entender porque eran fervorosos
judíos que creían a fe ciega en la victoria del Mesías, como así lo creían los caminantes de
Emaús, los cuales ignoraban completamente dicho secreto: «nosotros esperábamos que él era
el que iba a rescatar Israel» (Lc 24.21). El secreto mesiánico es un artificio literario de los
evangelistas para resolver problemas teológicos en relación a la resurrección de Jesús.
Aunque bien es cierto que la Urgemeinde, la iglesia-madre de Jerusalén, elaboró un judaísmo,
muy estricto con la Ley, en el que Jesús era el Mesías y que volvería al fin de los tiempos, que
para ellos estaba a la vuelta de la esquina, para juzgar a los gentiles y sus aliados judíos e
implantar el inquebrantable Reino de Israel.
Desde una óptica prorromana (o al menos no antirromana), es decir, paulina aunque en
muchos versículos antipaulina (judeocristiana), como es el evangelio de Mateo, es necesario
que Jesús reprochase a Pedro cuando éste se indignó cuando el Nazareno dijo que el Hijo del
Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes que lo humillarán y lo crucificarán, y
al tercer día resucitará (v. 21). Pedro dijo que eso, al Mesías de Israel, no le podía pasar, pues
su labor era la de triunfador. El Nazareno, sub specie divinitatis, reprende a Pedro sus
intenciones políticas de instaurar el Reino de David, porque para este Jesús, y en especial el
de Juan, su reino «no es de este mundo», «Pues no envió Dios a su Hijo al mundo para que
juzgara al mundo [como Mesías de Israel], sino para que el mundo fuera salvado por él [es
decir, por el Cristo de la fe]» (Jn 3.17). El Reino del Cristo de la fe es un Reino espiritual; dicho
de otro modo: las almas se glorificarán en bienaventuranza sempiterna en una dimensión
transcendente al mundo empírico con forma de ángeles, como se lee en Mt 22.30 en la
polémica de la resurrección pensando contra los saduceos: «en la resurrección [las esposas] ni
desposan ni son desposadas, sino que son como ángeles en los cielos». El pasaporte para la
salvación se consigue de manera gratuita –al contrario que las costosas religiones mistéricas–
en la Iglesia, y simplemente teniendo fe en Cristo. Antes de reprender al indignado Pedro, el
Nazareno le da las llaves del Cielo, es decir, la Iglesia, para que de este modo el rebaño no se
extravíe, y puedan purificarse para su salvación, si no… «será el llorar y el crujir de dientes».
Es curioso que el Nazareno le dé las llaves del cielo a Pedro y después le diga «¡Vete de mí,
Satanás!». ¿Acaso le dio las llaves del cielo a Satanás?
Según los evangelios Jesús se presentó como el «Mesías davídico», es decir, como un
guerrero dispuesto a lapidar cabezas e implantar la teocracia judía y la Ley mosaica, con la
ayuda de Yahvé y sus doce legiones de ángeles. Jesús fue un judío piadoso y misericordioso
con la comunidad mesiánica y despiadado e inmisericorde con aquellos que se oponían a la
restauración del Reino, los hostesdel pueblo de Yahvé: «Quien no está conmigo está contra mí,
y quien no recoge conmigo, dispersa» (Mt 12.30). Jesús hubiese considerado a una institución
como la Iglesia como sacrílega e incomprensible, sus intenciones eran muy distintas, pues su
misión consistía en restaurar el Reino que se oponía al Imperio, no en edificar una Iglesia
relacionada con el mismo: se esperaba el Reino pero vino la Iglesia, que triunfó
ecuménicamente poco más de tres cientos años después. El Mesías era la figura apocalíptica
clave del judaísmo, era el Ungido de Yahvé, «un caudillo que apacentará mi pueblo de Israel»
(Mt 2.6, 2 Sam 5.2 y 1 Cr 11.2); luego es claro y evidente que el mesianismo judío era un
fenómeno nacionalista, un fenómeno ideológico que conspiró contra Roma y los enemigos del
Pueblo de Yahvé. El Mesías debía de ser triunfador, es decir, el liberador de la opresión
extranjera, jamás debería de ser martirizado, pues dicha función es solo de los profetas. Pero
Jesús se presentó como Mesías y fue martirizado, luego, como bien dice Puente Ojea, «un

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Mesías humillado y escarnecido no era el Mesías sino un pretendiente incualificado» (Puente
Ojea, 2001b: 30). Sus esperanzas radicaban en restaurar la Casa de David, personaje
que, mutatis mutandis, significó para Jesús lo que Aquiles para Alejandro Magno. Pero
Alejandro, aun muriendo joven, triunfó y Jesús fracasó en su intento patético de restaurar el
Reino de David, el Reino de Yahvé como soberano de Israel.
El mesianismo judío consistía en la redención nacionalista; su utopía no pretendía, ni por
asomo, redimir al mundo o fundar una iglesia ecuménica. Si Israel redimiese al mundo sería así
pero a costa de la condenación de los gentiles y de los no conversos al judaísmo (que hubiese
sido la inmensa mayoría del mundo conocido), transformándose Israel en el Imperio
hegemónico, y sería algo así como un imperio depredador pues no elevaría a sus súbditos a la
condiciones paradisíacas de la disfrutarían los fieles y celosos de la Ley (a no ser que se
convirtiesen al judaísmo, con todo lo que eso implicaría). Por tanto, Israel, al ver como los
paganos imperaban en el mundo, mantuvo sus esperanzas, frustradas, en colocarse como
soberano de la Tierra, para que así las naciones se sometiesen a la Ley de Dios en el caso de
los pocos gentiles convertidos (pues la mayoría sufriría en la Gehenna). Éste sería el aspecto
más utópico del Reino de Yahvé. Pero no se cumplieron las promesas, ni pudieron cumplirse.
La teología de la Restauración de Israel fue desmentida por los hechos si bien ya a priori era
una ocurrencia delirante, una locura objetiva.

7. El paso del judaísmo al cristianismo

Este paso del judaísmo al cristianismo es explicado por Antonio Piñero con suma claridad:

«El núcleo de la vida de Jesús, y por tanto del Nuevo Testamento, lo constituyen los
hechos siguientes: un maestro galileo del siglo I, antiguo discípulo de Juan Bautista y que luego
funda su propio grupo, atrae a las masas con su proclamación de que el reino de Dios se
acerca a toda prisa. Pasó un cierto tiempo predicando esa venida del reino de Dios en Galilea.
Mucha gente fue tras él no sólo por su doctrina sino porque era también un sanador y un
exorcista, como algún que otro rabino de la época. Luego subió a Jerusalén a completar su
predicación y allí lo prendieron las autoridades porque perturbó el funcionamiento del Templo y
predijo que Dios lo sustituiría por otro nuevo. Las autoridades lo mataron al considerarlo
peligroso para el orden público tanto desde el punto de vista de las estructuras judías como de
las romanas.

»La interpretación de esos hechos por parte del Nuevo Testamento es la siguiente en
líneas generales: ese maestro de Galilea es en realidad el Hijo de Dios, el mesías tan
ansiosamente esperado; según el Cuarto Evangelio, es la palabra, el Logos de Dios que existe
desde siempre y es Dios. Su doctrina es la transmisión de la voluntad divina a los hombres
para la salvación de éstos. El Diablo se opone a ese plan de salvación, pero es derrotado en
toda la línea por Jesús mismo que demuestra con sus milagros y curaciones que Satanás tiene
poco que hacer cuando el reino de Dios impere sobre la tierra. Pero el plan divino incluye el
sacrificio del anunciador y mediador de ese Reino. Las autoridades terrenales, judías y
romanas, impulsadas por el Diablo, lo prenden y lo crucifican. Pero esa aparente victoria es su
derrota. En realidad lo que ha pasado es que se ha consumado un sacrificio de la víctima
perfecta: un ser a la vez divino y humano que con su muerte ha expiado ante Dios (es Dios) los
pecados de todos los hombres (es hombre). La humanidad queda reconciliada con Dios
gracias a este sacrificio único. Pero la víctima no muere definitivamente, sino que resucita.
Queda así claro que no es simplemente un hombre, sino un ser que pertenece al ámbito de lo
divino. El hombre puede participar de la resurrección de Jesús y apropiarse de los beneficios
de la salvación si tiene fe en que esos hechos aparentemente banales (la crucifixión por los
romanos de un sujeto peligroso…, hecho repetido centenares de veces en Palestina) tiene otro
significado» (Piñero, 2011: 24).

VI. El judaísmo de la época de Jesús

Para comprender los orígenes del cristianismo o –mejor dicho– para comprender el
judaísmo de Jesús, es necesario estudiar el judaísmo de su época. En estos momentos tan

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críticos de la historia de Israel, existían distintas sectas y partidos político-religiosos
enfrentados entre sí y contra los romanos: la «tierra prometida» en su dialéctica de
clases y dialéctica de Estados era una biocenosis(y sigue siéndolo a día de hoy, sobre todo en
la dialéctica de Estados frente al fundamentalismo islámico encabezado por Irán). Así como
dijimos al principio que cristianismos hay muchos, también hay que decir que judaísmos hay
muchos. En la época de Jesús había cuatro partidos más o menos organizados que se
disputaban por la dogmática del verdadero judaísmo (o «verdadero Israel») y la más refinada
interpretación y cumplimiento de la Ley: saduceos, fariseos, esenios y zelotas, grupos a los que
Flavio Josefo denominaba curiosamente como «filosofías» o «escuelas filosóficas», con la
intención de que fuera entendido por sus lectores griegos y romanos. Pero la mayor parte de la
población judía de Israel no estaba afiliada a ninguno de estos grupos «filosóficos», y estas
gentes (que era la gran masa de judíos, digamos, apartidistas, pero piadosamente judía) fueron
denominadas por los rabinos (los escribas y los fariseos que conformarían después de la caída
del Templo el llamado «judaísmo rabínico») peyorativamente como el «pueblo de la tierra» ('am
ha-'aretz) o «masa condenada» (aunque, como hemos dicho, esta masa no era impía sino muy
piadosa con la Ley, la circuncisión, el sábado, la Alianza y el Templo).

1. Saduceos

Es probable, aunque no hay certeza, que el nombre de la secta procediese del Sumo
Sacerdote Sadoq, sacerdote de los tiempos de David que, junto al profeta Natán, ungió a
Salomón como Rey de Israel. Los saduceos (en hebreo, ‫ )צדוקים‬eran la clase dirigente y
muchos de ellos «sumos sacerdotes» (el Sumo Sacerdote en los tiempos de Jesús sólo podía
ser saduceo gracias al beneplácito de los romanos), componían la clase de los «principales»,
eran una minoría adinerada y aristocrática que concentraban su poder en el Templo de
Jerusalén, y eran el principal partido que dominaba el sanedrín de la capital ocupando la
mayoría de sus 70 puestos, controlando de esta forma el culto y el negocio; aunque no
gozaban del apoyo popular como los fariseos (aunque tampoco era un partido del todo
impopular como muchas veces se ha señalado), por eso en numerosas ocasiones tenían que
ponerse de acuerdo con ellos para tomar ciertas decisiones.

Los saduceos entablaron muy buenas relaciones con los romanos siendo así
colaboracionistas de los mismos, pues gracias a ellos hacían buenos negocios, de ahí que
tuviesen cierta impopularidad siendo prácticamente enemigos de la sociedad judía (aunque
quizás no fuesen tan odiados por el pueblo como se ha exagerado desde el fariseísmo, su
eterno rival); luego la ocupación romana les interesaba y eran por tanto defensores del status
quo de la pax romana y cómplices del complicado entramado de la Realpolitik imperial del
momento, siendo así enemigos de toda pretensión mesiánica que perturbase
la eutaxiaImperial. Es más, eran los romanos los que elegían a los saduceos como sumos
sacerdotes para escándalo de los piadosos, y los colocaron a la cabeza de los sanedrines
desde los primeros años de la ocupación, lo que hacía a los saduceos los representantes del
judaísmo «oficial» ante el poder Imperial. Así no parece extraño que el saduceo y Sumo
Pontífice Caifás estuviese interesado en la detención y posterior crucifixión de Jesús; pues
judíos revoltosos como él podrían traer la desgracia a Jerusalén y a su Templo, como terminó
ocurriendo en el año 66. Por tanto, ni a Caifás ni a los saduceos les interesaba ese tipo de
desórdenes pues la caída de Jerusalén y del Templo terminarían siendo también el final de los
saduceos, puesto que con la caída del Templo en el año 70 los saduceos dejaron de existir.

Aunque estuviesen cerca de los romanos y en lo social y económico fuesen receptivos del
helenismo, sus ideas religiosas eran muy antiguas y basadas sólo en el Pentateuco, sin
contaminarse por tanto de las influencias persas y helenísticas, pues rechazaban como libros
revelados los Profetas y los Salmos donde estas influencias son notables. Sólo se atenían a lo
que estaba escrito en la Torá y no a las tradiciones de las que derivaban interpretaciones
(como especialmente hacían fariseos y esenios). Por tanto, sólo aquello que fue escrito por
Moisés en los cinco primeros libros de la Biblia es para los saduceos realmente revelado. Esta
revelación la entendían en un sentido literalista (aunque como es lógico también tenían su
interpretación de la Ley, ya que era imposible de practicar sin ser interpretada). Así pues, ni
creían en la resurrección ni en los ángeles ni en la llegada del Mesías ni en el día del Juicio

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Final ni en historias, ideas bastantes tardías que fueron cuajando en el judaísmo a partir del
siglo III a. C. por influencias extranjeras (no hay ni un sólo versículo de la Torá en el que se
hable de la vida futura tras esta vida o en la llegada de algún mesías).

Sabemos con certeza que los judíos piadosos ya creían en la resurrección en el 160 a. C.,
pues los hasidim (los piadosos) que lucharon contra Antíoco IV Epífanes lo hicieron optando
por una nueva táctica: el martirio religioso. Si hacían esto era porque creían en la resurrección,
porque no era posible que los mártires muriesen para siempre; su muerte no sería en vano, por
su valor y su entrega al pueblo de Yahvé serían recompensados en el día de la resurrección
con un paraíso de hartura material y bienestar espiritual. Los saduceos, por el contrario, no
creían en la inmortalidad ni en la resurrección por la autoridad de Gen 3.19: «Tierra eres y a la
tierra volverás»; es más, como ellos sólo creían en la Torá no creían en la inmortalidad del
alma ni en la resurrección del cuerpo porque, al respecto, los cinco libros atribuidos falsamente
a Moisés no dicen absolutamente nada de la vida futura, ni de premios ni castigos tras la
muerte. La única promesa del Pentateuco, aparte de la que se le hace a Abrahán, es la llegada
del «libertador» (Moisés) y de la «tierra prometida», que ni mucho menos se sitúa en
la allendidad sino en la aquendidad de la tierra (en Canaán, en un lugar geográfico concreto, y
no en el más allá o en una tierra restaurada donde los cuerpos resucitados disfruten de delicias
edénicas como se pensó algo más tarde).
Los saduceos no eran fatalistas y pensaban que no todo estaba controlado por Dios in illo
tempore, desde la eternidad, y afirmaban que el hombre era libre y que no tenía un destino
predeterminado; pues la salvación dependía del cumplimiento de la Ley, y de la fuerza y
voluntad del hombre, cuyas recompensas estaban en esta vida y no en otra de ultratumba ni en
ningún nuevo régimen mesiánico junto a los justos resucitados.

2. Fariseos

La existencia de los fariseos se remonta hasta la época de los macabeos desde mediados
del siglo II a. C., en concreto desde el reinado de Jonatán, hermano de Judas el Macabeo,
hacia el 161-143 a.C. (si nos fiamos de lo que dice Josefo en Antigüedades XIII 171), pero sus
influencias son aún más antiguas, pues eran descendientes de los hasidim (judíos «piadosos»:
mitad monjes, mitad soldados) desterrados que llegaron a Palestina entre los siglos V y IV a. C,
en la época de Nehemías y Esdras. A raíz de la reforma de Esdras se prohibieron los
matrimonios mixtos, y esto supuso algo así como una llamada a la unidad entre los judíos para
preparar la llegada del Señor una vez liberados de impíos e impuros, justo lo que a su modo y
en su época (cuatro siglos más tarde) predicaba Jesús el Nazareno: «Amaos los unos a los
otros [pero si sois judíos, claro]». Y ya hemos visto lo que significaba la fraternidad judía del
amor al prójimo, mandamiento que estaba subordinado al, digamos, imperativo categórico del
Nazareno: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es único señor, y amarás a tu Dios con todo
tu corazón, toda tu vida, toda tu inteligencia, toda tu fuerza» (Dt 6.4-5). Por tanto, los
«hipócritas», es decir, los que no interpretan la Ley como Jesús y no cogen su cruz y le siguen
están contra Jesús (así como también los fariseos estaban contra los zelotas cuando se
sublevaron en el 66 contra Roma).

Los fariseos estaban insertos entre los movimientos de «restauración de Israel». Dentro
de esta tendencia del judaísmo fueron los que mayor éxito popular cosecharon (aunque en
realidad no tenían ningún poder sobre las masas, pues los verdaderos dirigentes del pueblo
eran los saduceos por beneplácito de los romanos que le facilitaban los puestos en los
sanedrines), y era el grupo o partido más numeroso en la época de Jesús (se estima que hubo
en torno a unos 6000 fariseos).

El término «fariseo» significa «apartado» o «segregado», en hebreo ‫( פרושים‬pherushim).


Los fariseos estaban apartados de la masa que no cumplía la Ley y no digamos de aquellos
que voluntariamente no querían saber nada de la misma, muy minoritaria en Israel pero
suficiente, según los fariseos, para contaminar con sus impurezas al resto del pueblo,
retardándose así la intervención divina necesaria para la restauración de Israel.

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Si los saduceos ocupaban gracias a los romanos mayoritariamente el Templo y los
sanedrines, los fariseos eran los dueños de las sinagogas, desde donde predicaban sus
creencias. Se suele afirmar que en la época de Jesús eran los verdaderos dirigentes del pueblo
o por lo menos los que mayor influencia ejercieron sobre el mismo, aunque no eran sacerdotes
como sí lo eran los saduceos; pero, como hemos dicho, los que realmente controlaban al
pueblo eran los saduceos. Aunque sí es cierto que los fariseos participaban en el sanedrín
hierosolemitano pero de manera minoritaria. Eran, pues, de clase media y baja o, en la
terminología de los romanos, «plebeyos»; los cuales influenciaban al pueblo mucho menos de
lo que deseaban y de lo que presumían.

Al contrario que los saduceos, las ideas persas habían cuajado en la mentalidad farisea,
pues creían en la resurrección de los muertos, en el Juicio Final, en la llegada del Mesías, en
los ángeles y en los demonios. Si los saduceos creían en la libertad del hombre para salvarse
(en esta vida), los fariseos creían en una especie de cooperación hombre-Dios (es decir,
fariseo-Yahvé) para conseguir la salvación dada en la vida futura del Reino de Dios. Es decir,
los fariseos ni eran absolutamente deterministas ni creían tampoco en las solas fuerzas
humanas para hallar la salvación. Para ellos, la salvación se alcanzaba mediante la unión de la
Gracia divina y la acción humana (es decir, fariseos agraciados por Yahvé). Así los retrata
Flavio Josefo: «En cuanto a los fariseos, dicen que ciertos sucesos son obra del destino, si bien
no todos. En cuanto a los demás sucesos, depende de nosotros el que sucedan o no»
(Antigüedades judías XIII 5.9). Los fariseos combinaban un celo muy activo (que terminaría
desembocando en el zelotismo) y una pasividad que dejaba en última instancia la salvación en
manos de Dios, cosa a la que terminaron cediendo, pues no estaban muy dispuestos a cargar
con la cruz para que llegase el Reino, y por eso para Jesús eran unos «hipócritas» (aunque
esta inquina contra los fariseos de Jesús, tal y como lo relatan los evangelios, se trataba más
bien de un crítica al fariseísmo del llamado «judaísmo rabínico» desde la posición de los
evangelistas, es decir, eran los evangelistas los que denominaban «hipócritas» a los fariseos,
como veremos). Con todo, los fariseos eran proselitistas, porque en sus esperanzas en el
Reino de Dios se mezclaba la redención nacional con la universal (de hecho el mayor
proselitista de todos, Pablo de Tarso, era fariseo).
En la época de Jesús los fariseos creían en la Torá y en ciertas tradiciones, pero aún no
distinguía entre una ley escrita y una ley oral, distinción que desarrollarían a partir del siglo III.
Según los rabinos fariseos del siglo III, la ley oral fue revelada por Yahvé a Moisés en el monte
Sinaí, al igual que las tablas de la Ley. Si los saduceos no extendía la Torá allá donde la Torá
nada decía, los fariseos la extendieron a todas las actividades de la vida aunque no estuviese
escrito (es decir, para ellos la Torá era trascendental a al omnitudo rerum, hasta en las cosas
más ínfimas).

La exégesis bíblica puede decirse que empieza con el fariseísmo; pues, junto a los
escribas, los fariseos indagaban sobre el sentido exacto de las Escrituras, sobre sus normas e
interpretaciones, pero no en el sentido literalista de los saduceos, sino en un sentido alegórico.
De aquí vienen los llamados «sabios» o «maestros» (rabinos) de la Ley, los que tras la caída
del Templo en el año 70 se juntaron en torno a las proximidades de Gaza, en Yamnia (actual
Yabne), con la autorización de Tito, bajo el liderazgo de Yohanán ben Zakkai, discípulo de la
escuela de Hillel (el cual procedía de Babilonia llegando a Judea y fundando una escuela de
interpretación de la Ley, escuela dominante del fariseísmo desde el siglo I a.C. frente a la del
rabino Shammai, también fariseo). Ben Zakkai se opuso a la insurrección armada contra Roma
por considerarla una locura totalmente inútil, y buscaba una cierta amistad con los romanos
para dejar las cosas como estaban, con gobernadores romanos y sacerdocio controlado por los
romanos. Según las muy posteriores leyendas rabínicas, Ben Zakkai salió de la ciudad
asediada en un ataúd, «una metáfora de la fundación de un nuevo judaísmo cuyo culto ya no
se fundamentaba en los sacrificios en el Templo… para Ben Zakkai, la ciudad desaparecida
adquirió un misticismo inmaterial. Cuando visitó sus ruinas, su pupila exclamó: "¡Ay de
nosotros!". "No te lamentes", replicó el rabino (según el Talmud, compilado varios siglos más
tarde), "tenemos otra expiación, actos de amor benevolente." Y aunque nadie en aquel
momento cayó en la cuenta, se trataba del principio del judaísmo moderno, sin el Templo»
(Montefiore, 2012: 34-185).

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Este grupo de judíos reformados y desengañados de ridículas esperanzas escatológicas y
mesiánicas puso las bases de lo que es el judaísmo que ha llegado hasta nuestros días,
judaísmo que –como veremos en apartado 5 del presente capítulo– condenó a los cristianos
como herejes imposibles de remediar, una vez desaparecidos los judeocristianos de
la Urgemeinde tras la caída de Jerusalén y desarrollado con clamoroso éxito el cristianismo
helenístico y/o paulino.

3. Esenios

Los esenios nunca son citados en los evangelios. Algunos estudiosos dicen que puede
que sean algunos de los «escribas y doctores de la Ley» a los que tanto citaba Jesús, y no
precisamente con alabanzas (aunque, como sabemos, son críticas que no deben de ponerse
exactamente en la boca de Jesús sino en la pluma de los evangelistas que pensaban contra el
judaísmo rabínico, por consiguiente estos escribas y doctores de la Ley no eran esenios sino
fariseos reunidos en Yamnia tras la guerra). Según Flavio Josefo (Antigüedades de los judíos,
XVIII 1.5), había aproximadamente unos cuatro mil por toda Judea, normalmente en cómunas
sin propiedad privada; no realizaban el servicio militar y tampoco poseían esclavos. Se
afincaban en el extrarradio de las ciudades viviendo de la agricultura y sólo negociando con
miembros de su propia secta, creyendo de este modo que salvaguardaban su pureza ritual al
no mantener contactos con los «impuros». Todo aquél que quisiese incorporarse a la secta
debía de pasar por un período de prueba que duraba hasta tres años.
Si los zelotas, como veremos abajo, eran urbanos y se movían prácticamente en
Jerusalén, los esenios –aunque algunos vivían en el extrarradio de Jerusalén– eran rurales,
muchos de ellos afincados en el campesinado de Galilea. La causa de este retiro en el desierto
o en el extrarradio de algunas ciudades es precisamente la peculiaridad de los esenios, porque
el retiro era en señal de protesta contra el culto del Templo de Jerusalén, profanado, según
ellos, por sacerdotes que habían colaborado desde la época asmonea con el poder extranjero,
algo intolerable en la casa de Yahvé. Los esenios fueron entonces sacerdotes hierosolimitanos
disidentes, y para ellos su comunidad representaba el Templo espiritual, como forma transitoria
del verdadero Templo mientras el de Jerusalén siguiese siendo profanado por sacerdotes
impuros que negociaban con paganos (aunque al final fue totalmente profanado porque del
susodicho no quedó piedra sobre piedra, sólo un muro para lamentarse por los pecados de un
pueblo desobediente a su dios). El espíritu sacerdotal de la secta los hacía parecerse más, en
este sentido, a los saduceos, aunque la dogmática era muy parecida a la de los fariseos y
diametralmente opuesta a la de los saduceos.

Con este panorama, a mediados del siglo II (aproximadamente entre los años 159-152
a.C.), de estos cuatro mil esenios que según Josefo en Israel existían, algunos (unos dos
cientos aproximadamente), por discrepancias con el Rey Jonatán (hermano y sucesor de Judas
el Macabeo) que se hizo Sumo Sacerdote, se apartaron como una comunidad rigurosamente
monástica en el desierto del Mar Muerto, en Khirbet Qumrán, bajo la guía de un sacerdote de
genealogía sadoquita (porque los esenios se consideraban verdaderos descendientes del
Sumo Sacerdote coetáneo de David cuyo nombre era Sadoq, considerando de este modo a los
saduceos como impostores, como falsos descendientes de Sadoq y como profanadores del
Templo, siendo llamado el Sumo Sacerdote de Jerusalén el «Sacerdote Inicuo»). Este líder y
guía era llamado el «Maestro de Justicia», el cual en el aislamiento de la secta inauguraba una
nueva era porque se le consideraba mensajero de Dios y renovador de la Alianza. Los
qumranitas estaban convencidos de que representaban el «verdadero Israel», el «fiel
remanente de Yahvé», frente a la corrupción sacerdotal del Templo de Jerusalén, y esperaban
la llegada inminente del Reino donde Yahvé rendiría cuentas a los que rompieron la Alianza del
Sinaí, porque ellos se autoconsideraban «la alianza de la conversión» o «los hombres de la
nueva alianza», por tanto el «resto de Israel» al que se refería Isaías.

Al igual que los fariseos, los zelotas y el grupo de Jesús (y también, a su modo, Pablo de
Tarso), los esenios en general y los qumranitas en particular eran también teólogos de la
restauración de Israel, y aborrecían el espíritu helenístico con todo su odio (aunque sin
manifestarlo violentamente). Ciertamente creían que era el Maestro de Justicia, como maestro
escatológico de rango mesiánico y profético, el verdadero guía e intérprete de la Ley (pues la

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misma sólo se podía interpretar por una especial revelación divina que recibía el Maestro), y no
el Sumo Sacerdote «Inicuo» del para ellos profanado Templo de Jerusalén (aunque
curiosamente enviaban allí sus ofrendas a pesar de estar excluidos).

Para los esenios, al contrario que los saduceos, todo estaba absolutamente determinado
por Dios, pero contradictoriamente afirmaban que el hombre puede elegir entre el bien y el mal,
inmersos así en una belicosa mitología dualista de ecos mazdeísta (a pesar del indeterminismo
que postulaba el mazdeísmo) entre la lucha de «los hijos de la luz» encabezados por el
arcángel Miguel («príncipe de la luz» o «ángel de la verdad») contra «los hijos de las tinieblas»
encabezados por el «príncipe de las tinieblas»: Belial/Satanás (estos representados por el
Imperio Romano y también por los, para ellos, pseudo-saduceos del Templo; Templo que será
derribado edificándose uno nuevo y puro tras la victoria definitiva de los hijos de la luz). Pero no
simplemente se trataba de una lucha externa entre la luz y las tinieblas en el campo de batalla
sino también en el interior de cada uno de los «hijos de la luz» se resolvía el conflicto, porque
«los hijos de la justicia, si bien están guiados por el príncipe de las luces, caen a menudo en el
error, empujados por el ángel de las tinieblas. También Juan [el cuarto evangelista] habla de
los "hijos de Dios" y los "hijos del diablo", y exhorta a los fieles a no dejarse extraviar por el
diablo. Pero mientras que los esenios permanecen a la espera de la guerra escatológica, en la
literatura joánica, a pesar de que la lucha se mantiene aún, la crisis ha sido ya superada, pues
Jesucristo triunfó sobre el mal» (Eliade, 2005: 418).

El mesianismo qumranita también era dual o doble, pues creían que llegarían dos Mesías:
uno estrictamente religioso, que se encargaría de que se cumpliese escrupulosamente la Ley; y
otro político, el guerrero que junto a los ángeles dirigiría los escuadrones de Yahvé para
expulsar a los gentiles y a los profanadores del Templo. Aparte de sus influencias mazdeístas,
es posible que los qumranitas creyesen en un doble mesías (uno político y otro religioso)
porque antes del Sumo Sacerdote Jonatán la institución del sacerdocio estaba separada de la
institución de la corona, hasta que el Sumo Sacerdote Jonatán fue proclamado Rey, siendo en
consecuencia al mismo tiempo Sumo Sacerdote y Rey (o etnarca, porque el primero en asumir
el título de Rey fue Aristóbulo I, reinando entre los años 104 y 103 a.C.). Por tanto, a partir de
Jonatán las dos instituciones se fundieron, cosa que como hemos visto no gustó a los esenios
qumranitas, optando por el retiro en el desierto de Engaddi en las cercanías del mar Muerto a
la espera del día en el cual Yahvé pusiese a cada uno en su sitio (porque para ellos, como para
Pablo de Tarso, la venganza estaba sólo en manos de Dios).

Los esenios se autoconsideraban los que verdaderamente habían sido fieles a la Alianza
con Yahvé que firmó Moisés en el Sinaí. Cuenta la leyenda que Moisés liberó a su pueblo (al
pueblo de Yahvé) de Egipto y en el desierto lo purificó (pese al asunto del becerro de oro), para
que sin él conquistasen la «tierra prometida». Como verdaderos herederos (emic) del pueblo
de Moisés, los qumranitas debían de salir hacia el desierto, para separase de los impuros y
alcanzar la catarsis; y no ya con la intención de purificarse para atraer la misericordia de Yahvé
(como hacían los zelotas con el valor en el combate para atraer tan bendita misericordia); no
por eso, porque ellos estaban convencidos de que el Juicio Final llegaría de modo fatal, se
hiciese lo que se hiciese. Entonces se purificaban (o emic creían purificarse; porque etic, si lo
analizamos desde nuestra coordenadas ateas y materialistas, vivían en una locura objetiva)
para salvar sus almas de la condena que recibirán eternamente los hijos de las tinieblas que no
cumplían la Ley e impedían que otros la cumpliesen: «buscar a Dios con todo el corazón y con
toda el alma [significa] amar todo lo que él ha elegido y odiar todo lo que él ha rechazado»
(1QS 1.1-4). Dicho de otro modo: la condición para salvarse era «amar a todos los hijos de la
luz» (es decir, a los qumranitas), y «odiar a los hijos de las tinieblas» (ya fuesen judíos o
gentiles, como si es el resto de la humanidad). Estos últimos estaban condenados a la
perdición eterna: «Que Diosno sea misericordioso cuando clames [a él] y no te conceda perdón
y reconciliación por tus iniquidades. Que alce el rostro de su ira para infligirte su castigo y que
no haya paz para ti» (1QS 2.8-9).
Como estaban imbuidos en la creencia de un fatalismo donde Yahvé tenía elegido su día
en que vengará a los piadosos (los qumranitas y nadie más), no intervenían violentamente
contra la casta sacerdotal traidora ni contra los romanos (eso lo hacían los zelotas). Ellos –con
fe, esperanza y caridad escatológica– lo dejaban todo sin mover un solo dedo al criterio
apocalíptico de la mano de Dios: «Sé que en su mano está el juzgar a cada ser viviente y que

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es digno de confianza en todas sus obras… No devolveré a nadie el pago debido de [su] mal,
[sino que] seguiré como hombre. Porque a Dios [corresponde] el juicio de cada ser viviente, y él
dará a cada hombre el pago que merece» (1QS 10.11-18). No había que tomar, por tanto,
represalias personales contra los impíos, de eso se ocuparía Yahvé el último día: «No
contenderé con los hombres del abismo [los hijos de las tinieblas condenados a la destrucción
final] hasta el día de la venganza. Pero no abandonaré mi ira hacia los hombres de iniquidad ni
quedaré satisfecho hasta que [Yahvé] haya llevado a cabo [su inexorable] juicio… ni mostraré
clemencia a ninguno de los que se apartan del camino [de la justicia divina]» (1QS 10.16-18).
No cabe, por tanto, el amor hacia los enemigos: el qumranita debía de odiar a sus
enemigos con todo su corazón, toda su vida, toda su inteligencia y toda su fuerza, porque los
enemigos de la secta eran hijos de las tinieblas, «porque sólo de ese modo puede uno estar del
lado de Dios, que también los aborrece y los tiene destinados a la condenación eterna» (Meier,
2009: 546).
Otras ramas de la secta hablaban de la figura del «Hijo del hombre», una especie de
mesías celestial que influenció de algún modo a los evangelistas, los cuales muy posiblemente
fuesen los que estaban detrás del Libro de las parábolas de Henoc, escrito entre el 30 a.C. y
finales del siglo I d.C., donde, en relación al día de la resurrección de los justos, puede leerse
cosas como: «En esos días danzarán los montes como cabritos y los collados retozarán como
corderos hartos de leche, y todos se convertirán en ángeles del cielo [Mt 22.30: «en la
resurrección ni desposan ni son desposadas, sino que son como ángeles en los cielos»]. Sus
rostros brillarán de júbilo, pues en esos días el Elegido se habrá alzado y la tierra se alegrará;
los justos morarán sobre ella y los elegidos por ella irán y andarán» (1 Henoc 51; AAT IV, 75).
O cosas como: «En aquel momento fue nombrado aquel Hijo del Hombre ante el Señor de los
espíritus, y su nombre ante el "Principio de días". Antes de que se creara el sol y las
constelaciones, antes de que se hicieran los astros del cielo, su nombre fue evocado ante el
Señor de los espíritus. Él servirá de báculo a los justos para que en él se apoyen y no caigan;
él es la luz de los pueblos, y él será esperanza de los que sufren en sus corazones. Caerán y
se postrarán ante él todos los que moran sobre la tierra y bendecirán, alabarán y cantarán el
nombre del Señor de los espíritus» (1 Henoc 48; AAT IV, 73-74). Pero «aquel Hijo del Hombre»
no es Jesús, sino Henoc.

Es posible que los esenios colaborasen con los zelotas en determinados momentos
(quizá en la fortaleza de Masada en el 73 a.C.) aunque no se guardasen cierta simpatía. Pero
los primeros, como hemos dicho, no eran violentos como los segundos; pues pensaban que el
Reino llegaría por la voluntad de Yahvé sin que en principio hiciese falta luchar contra los
romanos, pues el en día del Juicio Yahvé traería a su Mesías guerrero (junto a su Mesías
sacerdote) y ajustaría las cuentas con los romanos. Pero el monasterio esenio del Qumrán fue
destruido por las tropas de Vespasiano en el verano del año 68, y los esenios que lo
defendieron fueron pasados a cuchillo (es verosímil que los que lograron escapar se unieron a
las comunidades cristianas palestinenses, y otros a las comunidades judías del libro de Henoc
comentado). Antes de morir, los sectarios escondieron en once cuevas buen número de
manuscritos en recipientes de arcilla, los cuales fueron descubiertos entre 1947 y 1956.

Aparte de Qumrán, se han hallado manuscritos esenios en la susodicha fortaleza de


Masada, lugar donde fueron machacados junto a los sicarios (aunque, según Flavio Josefo,
ellos mismos se quitaron la vida). Pero sobre esto último los especialista no se ponen de
acuerdo y no hay consenso.

4. Zelotas

En cuarto lugar, y por último, estaban los Zelotas o Zelotes (zelotaí en griego:
ζηλωτην; qananayya en arameo; qanna'im en hebreo: ‫)קנאים‬, los cuales estaban enfrentados a
muerte contra los romanos, representando por tanto el mesianismo judío más intransigente. El
zelotismo fue fundado por Judas de Gamala, también conocido como Judas el Galileo (no
olvidemos que Jesús era de Galilea) y un fariseo llamado Saddok, que estaba dispuesto a
compromisos más radicales. Zelotas significa «celosos», los Celosos de Yahvé, es decir,
«gente caracterizada por su celo por la Ley», como, por ejemplo puede leerse en I Reyes
19.10: «Me abraso de celo por ti ¡oh Señor Dios de los ejércitos! porque los hijos de Israel han

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abandonado tu alianza, han destruido tus altares, han pasado a cuchillo tus profetas; he
quedado yo solo, y me buscan para quitarme la vida». El modelo de los zelotas era el nieto de
Aarón, Finees, el cual «cogiendo su puñal» mató a «veinticuatro mil hombres», los cuales eran
idólatras del dios moabita Beelfegor: «Finees, hijo de Eleazar, hijo de Aarón, ha apartado mi
saña de sobre los hijos de Israel: porque fue arrebatado de celo mío contra ellos, para que yo
mismo no aniquilase a los hijos de Israel en el furor de mi celo. Por tanto, dile de mi parte que
yo le doy ya la paz de mi alianza, y que mi sacerdocio le será dado a él y a su descendencia
por un pacto eterno; porque celó la gloria de su Dios, y ya ha expiado el crimen de los hijos de
Israel» (Nú 25.11-13). El celo de los zelotas era, pues, un celo fundamentalista religioso que
contrastaba con el oligárquico «celo por el dinero» con el que los zelotas acusaban a los
saduceos, pues los zelotas se negaban a utilizar las monedas acuñadas con la efigie del
Emperador o de algún otro hombre, considerando dicha acuñación como una forma de idolatría
(también esa era la posición de los esenios, y de algunos fariseos, en casos excepcionales,
como Nahum de Tiberíades, según el Talmud de Jerusalén).
Como decíamos, el zelotismo fue fundado por Judas el Galileo en el año 6 d.C., a causa
del censo impuesto en Galilea por Quirino, gobernador de Siria (fecha en la que Lucas sitúa el
nacimiento de Jesús, contradiciendo a Mateo que lo sitúa justo antes de morir Herodes el
Grande, del 6 al 4 a.C.). Escribe Flavio Josefo que Judas el sophistés (hombre letrado, maestro
de sabiduría) «incitó a la rebelión a sus paisanos, insultando a quienes consentían en pagar
tributo al César y a quienes teniendo a Dios (como Señor) soportaban a dueños mortales»
(Guerra de los judíos II 118). De este modo, frente al censo y los gravosos impuestos de Roma,
se pusieron las bases de la ideología del movimiento: «No hay en Israel más rey y señor que
Dios; los judíos tienen la obligación de cooperar, aunque sea violentamente a la implantación
del reinado de Dios» (Piñero, 2011: 93). Pero los zelotas no fueron formalmente un partido
político-religioso hasta la gran sublevación del 66, siendo el gran partido que principalmente
organizó la misma. Al principio sólo eran simples «celadores de la ley», aunque los discípulos
de Judas eran sicarios armados con «sicas» o dagas (aunque a lo largo de la historia del
zelotismo no todos los zelotas fueron sicarios, siendo éstos más bien una escisión aún más
radical dentro del propio zelotismo, aunque es difícil distinguir unos de otros).
Los zelotas eran la resistencia anti-imperialista judía más radical y en lo ideológico
prácticamente fariseos, pero un fariseísmo practicante, militante y activo (comprometidos en la
lucha armada contra los invasores y esperando la llegada del Mesías, la resurrección de los
muertos y el día del Juicio Final). La dominación romana suponía para la mentalidad zelota el
mayor de los insultos hacia Yahvé, pues la ocupación extranjera suponía una cierta tolerancia
con la idolatría, y los zelotas eran del todo intolerantes (como lo era Jesús). Los romanos –
como hemos dicho– nombraban al Sumo Sacerdote, cosa intolerable para los celosos de
Yahvé. Contra lo que dice Flavio Josefo, no eran simples delincuentes o bandidos sino
piadosos patriotas que luchaban por la causa de Israel y de los pobres, siendo así sucesores
de los profetas y su nematología teocrática. Como dice Brandon, los zelotas urgían «a sus
conciudadanos para afirmar su libertad, y amenazarán con la muerte a quienes acepten
voluntariamente la servidumbre. Operaban en compañías por todo el país contra los ricos, que
indudablemente eran sostenedores del status quo y, así, mirados como prorromanos. Estos
infortunados eran asesinados, y pillados su hogares. Los pueblos que no cooperaban al
movimiento también eran incendiados. Esta hostilidad hacia el rico es significativa: habiendo
sacrificado todo por la causa de la libertad de Israel, los zelotas odiaban naturalmente a
quienes se las arreglaban para prosperar en el Estado controlado por Roma; su simpatía
estaría instintivamente con el pueblo llano [«el pueblo de la tierra»], de donde reclutaban sin
duda muchos hombres y recibían apoyo económico» (citado por Puente Ojea, 2001a: 137).
Los zelotas creían que con una participación política activa Yahvé les recompensaría con
el Reino davídico y antirromano. Al principio practicaban básicamente lo que vino a ser algo así
como terrorismo procedimental, puesto que atentaban por sorpresa contra civiles sospechosos
de colaborar con las fuerzas imperiales. Pero a partir del año 66 declararon directamente la
guerra abierta a las susodichas fuerzas bajo el liderazgo de un nieto de Judas el Galileo,
Menahem, el cual se apoderó de la fortaleza de Masada, y también dirigidos por Juan de
Giscala, el cual tomó el área del templo en el año 67, y Simón ben Giora. Al final de la primera
guerra judeorromana en el año 73, en esta fortaleza, sería el primo de Menahem, Eleazar ben
Yair, el que resistiría el asedio a la fortaleza por las tropas romanas dirigidas por Lucio Flavio
Silva. Una vez que las tropas tomaron Masada, según Flavio Josefo, los sicarios y algunos
esenios que allí resistían (en total unas 960 personas aproximadamente) decidieron quitarse la

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vida con sus dagas antes de morir a manos de los romanos (cuestión oscura y disputada, como
hemos dicho).
Con estas intervenciones bélicas creían los zelotas (y los sicarios) que Yahvé aceleraría
la llegada del Reino. Para ellos, ni todo estaba determinado por Dios para la llegada del Reino
y la victoria final de Israel frente al paganismo, como pensaban los esenios; ni todo dependía
de la observancia de la Ley cuyas recompensas se verían en este mundo, como pensaban los
saduceos (que ni creían en la resurrección, ni en Mesías ni en el auxilio divino a través de los
ángeles en la batalla final contra los extranjeros impíos, valga la redundancia). Los zelotas
creían que debían demostrar su valor ante Yahvé para que éste viniese a auxiliarles con sus
ángeles. Esto hizo que en la Palestina de la época se incubase un ambiente de insurrección
que terminó con la caída del Templo en el año 70 (al parecer, Yahvé no mandó a la caballería
angelical al rescate). La muerte en la cruz era el símbolo del sacrificio zelota para que llegase
el Reino: la «libertad de Sión», pero después con la implantación del mito de Cristo se
convertiría en el símbolo de la cristiandad (y mucho después, ya en la Edad Media, como
estado de sufrimiento y dolor); cristiandad ya totalmente desentendida de los problemas de
la Realpolitik israelí del siglo I y de la teología de la restauración de Israel (y no sólo ajena sino
además diametralmente opuesta, puesta del revés).

Los zelotas tan sólo son mencionados en el Nuevo Testamento a través de la figura de
Simón el zelota, uno de los 12 apóstoles (Lc 6.15 y Hch 1.13). Posiblemente Simón, como
otros, estaría involucrado en la dos sectas, pues las dos mantenían muchos puntos en común.

5. Los nazarenos, la secta de Jesús, frente a estos partidos o sectas

Jesús no les predicaba a los miembros de estos grupos sino más bien al «pueblo de la
tierra», es decir, a la gran masa piadosa que, al no estar afiliada a ningún grupo en concreto,
era la más propensa a recibir el mensaje escatológico del Nazareno (sobre todo en las aldeas
de Galilea).

Teológica y políticamente el grupo más opuesto al de Jesús era, por razones obvias, el de
los saduceos. Según Mt 17.24, Jesús no pagó ese año el didracma anual al Templo, en
rebeldía, por tanto, contra los saduceos que colaboraban con el Imperio y que profanaban así
el Templo.

Tal y como la presentan los evangelios, la relación de Jesús con los fariseos es muy
compleja. Pero esos ataques e insultos de Jesús a los fariseos (y a los escribas) sospechamos
que no salieron de la boca del Jesús histórico, sino del Cristo de la fe de la pluma de los
evangelistas. Dicho de otro modo: en los evangelios no insulta y condena a los fariseos y a los
escribas el Jesús de los años 30, sino el Cristo «resucitado» de los años 70, 80 y 90 de la
propaganda cristiana que pensaban contra los fariseos y los escribas del «judaísmo rabínico»
que se reorganizaba en Yamnia tras el desastre de Jerusalén en el que ellos no lucharon (por
eso tuvieron el consentimiento de Tito).
Desde la comunidad judeocristiana de Antioquía o Damasco en la que se escribe el
evangelio de Mateo entre el 80 y el 90 d.C. (aunque esto no se sabe con absoluta certeza, y
otros estudiosos afirman que se escribió en Alejandría) se piensa contra al judaísmo rabínico
que se fraguaba en Yamnia, cuyo líder era –como ya hemos anunciado en el apartado
dedicado a los fariseos– Yohanán ben Zakkai. Esta comunidad cristiana disputaba pues contra
los fariseos del judaísmo rabínico de los de Ben Zakkai por el privilegio de pertenecer al
«verdadero Israel», el pueblo de Dios. Así se entiende Mt 23.8-12: «Pero vosotros no seáis
llamados rabí; pues uno es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis
padre (a nadie) de entre vosotros en la tierra, pues uno es vuestro Padre celestial. Ni seréis
llamados guías, porque vuestro único guía es el Cristo. Y el mayor entre vosotros será vuestro
sirviente. Y quien se exalte, será humillado, y quien se humille, será exaltado» (esta última
máxima fue pronunciada por el célebre maestro fariseo Hillel, dándole el evangelista a los
fariseos de Yamnia de su propia medicina, pues Ben Zakkai seguía la escuela de Hillel dentro
del fariseísmo).
Del mismo modo se entiende la reacción de Lucas –evangelio escrito en algún lugar de
Asia Menor o Grecia, posiblemente un paulino de la iglesia de Aquea, (también entre el 80 y el

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89 d.C.)– cuando afirma en 11.52: «¡Ay de vosotros, los expertos en la Ley [expertos que en el
v. 53 identifica con los escribas]! Porque llevabais la llave del conocimiento; vosotros mismos
no entrasteis y se lo impedisteis a quienes iban a entrar». Lucas denuncia a los fariseos como
«amantes del dinero» (16.14), y por boca de Jesús le advierte a sus lectores que se aparten
«de la levadura, que es la hipocresía, de los fariseos» (12.1), y les reprocha a éstos que se
declaren «justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que
es elevado entre los hombres, es idolatría a los ojos de Dios» (v. 15). Y más adelante, siempre
por boca de Jesús, condena a los escribas más que a ningún gremio: «Cuidaos de los
escribas, que quieren pasear con trajes y ansían los saludos en las plazas y los primeros
asientos en las sinagogas y las primeras camas en los banquetes, que devoran las fortunas de
las viudas y rezan largamente por precepto; estos recibirán la mayor condena» (20.46-47); y
antes, en 11.52 leemos: «¡Ay de vosotros, los expertos en la Ley! Porque llevabais la llave del
conocimiento; vosotros mismos no entrasteis y se lo impedisteis a quienes iban a entrar».
En el evangelio de Juan, escrito en torno al 90 y 100 d. C. –no se sabe con certeza si fue
escrito en Samaria o en algún lugar de Asia Menor (quizá en Éfeso)–, la disputa con los
fariseos se acentúa aún más, y en muchos versículos «los judíos» son ya simplemente los
fariseos. La razón se debe a que dicho evangelio se escribió tras el denominado por Heinrich
Gr�tz en 1871 «concilio de Yamnia». Tras dicho concilio, que vendría a ser la restauración del
judaísmo tras la caída del Templo, los judíos condenaron a los cristianos como herejes
irremediables, y eso puede verse en Juan: «habían dispuesto los judíos que si alguien lo
reconocía como el Cristo, quedaría excluido de la sinagoga» (9.22); también en 12.42:
«muchos magistrados creyeron en él, pero debido a los fariseos no lo confesaron para no ser
expulsados de la sinagoga»; y en 16.2 le hace el evangelista profetizar a Jesús: «Os echarán
de la sinagoga». Cuando Jesús discute con «un fariseo, Nicodemo de nombre, magistrado de
los judíos» (3.1), el cual, según le hace decir el evangelista, sabe que Jesús ha «venido de
Dios como maestro» (v. 2) pero no sabe «de dónde viene ni adónde va [el Espíritu]» (v. 8),
Jesús –el personaje de Jesús retratado por el evangelista y no el judío fundamentalista de
Nazaret– no discute a fin de cuentas con un fariseo de los tiempos de Jesús (época
prepascual), sino contra los maestros de Israel reunidos en Yamnia que desconocen las santas
doctrinas del «Espíritu» y no aceptan el testimonio de los cristianos (v. 11). Los escribas y los
fariseos no pueden arrojar la primera piedra porque no están libres de pecado (8.7). En Jn 8.17
Jesús se dirige a los fariseos refiriéndose a la Ley como «vuestra Ley» (cosa impensable salida
de la boca del Jesús histórico). Y es la Ley de ellos (y no la del Cristo postpascual de la fe
y logos Encarnado de Juan) porque la palabra de Jesús (tal y como la presentan los
evangelistas) «no tiene cabida» (8.37) en el concilio de Yamnia, porque los decretos del mismo
proceden, según el evangelista, del padre de la mentira que es el diablo (v. 44), y por
consiguiente no proceden de Dios (v. 47), sino que deshonran al Hijo y no perseveran en su
palabra con la que conocerían la verdad, porque la verdad «os hará libre» (v. 32), es decir, libre
de las molestas ataduras de la Ley mosaica, porque basta con tener fe en Cristo resucitado
como Hijo único de Dios para salvarse. Pero los rabinos de Yamnia no podían aceptar que un
simple hombre de carne, que para más inri había muerto colgado en la cruz, dijese que «Mi
Padre y yo somos una sola cosa» (10.30), reprochándole los fariseos –y no aquellos fariseos
prepascuales de los años 30 coetáneos a Jesús sino los fariseos postpascuales de los 90
coetáneos al autor de Juan– que «siendo un hombre, te consideras Dios» (v. 33).
De modo que los evangelistas presentan a Jesús combatiendo contra los escribas y los
fariseos de la época del Nazareno, pero más bien parece que dicho enfrentamiento era el
pensamiento de los evangelistas contra el judaísmo rabínico compuesto por fariseos y expertos
de la Ley en Yamnia, una vez que había caído el Templo y con él la hegemonía saducea en el
judaísmo, digamos, oficial. A los evangelistas sólo les falta decir: «¡Ay de vosotros, rabinos y
fariseos reunidos en Yamnia, hipócritas!», pero les interesaba dejar claro que el que hacía esas
críticas al fariseísmo era la autoridad de Jesús. «Intentaban así los Evangelistas mostrar a sus
lectores en el último cuarto del siglo I que Jesús mismo se habría separado del judaísmo si
hubiera vivido en esa época en la que compusieron sus escritos, a saber, cuando la pugna
intelectual y religiosa entre maestros cristianos y rabinos judíos sobre el verdadero judaísmo y
sobre el sentido de la figura y misión de Jesús –que suponía una alianza nueva con Dios–
había alcanzado su paroxismo» (Piñero, 2008: 258).
Pero el Jesús histórico no estaba ideológicamente muy lejos de la posición de los
fariseos, pues entendía la Ley como la entendían ellos, y hacía exégesis de la misma al más
puro estilo fariseo, aunque con sutiles diferencias. Como se puede leer en los propios
evangelios, Jesús comía con fariseos, como se ve en Lc 7.36: «Uno de los fariseos le pidió que

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comiera con él y, al entrar a casa del fariseo, se recostó a la mesa»; en esta casa Jesús, no ya
como figura histórica sino como «Salvador», perdona los pecados de una «pecadora» (v. 39),
para escándalo de los que estaban recostados con ellos: «¿Quién es este que perdona los
pecados?» (v. 49), porque sólo Yahvé perdona los pecados (otra crítica que suponemos que no
sale de boca de los fariseos coetáneos a Jesús sino de los conciliados en Yamnia). También
en Lc 11.37-41 «le pide un fariseo [a Jesús, y no Jesús a él] que almuerce en su casa; y
cuando entró se recostó. Y el fariseo, al verlo, se sorprendió de que no se lavara primero antes
del almuerzo. Y le dijo el Señor: "Ahora vosotros, los fariseos, limpiáis el exterior del vaso y de
la bandeja, pero vuestro interior está lleno de rapiña y maldad. ¡Insensatos!, ¿es que el que
hizo el exterior no hizo también el interior? Por tanto, da como limosna tu interior y, atiende,
tendréis todo limpio». Parece inverosímil que Jesús sea invitado a comer por un fariseo y lo
llame en su propia casa rapaz, malo e insensato. Esto se debe más bien –como decimos– a la
lucha de los evangelistas contra los rabinos. Y en Lc 14.1 Jesús, para más inri, come un
sábado en casa «de uno de los principales de los fariseos» y disputa con ellos si es lícito o no
curar en sábado. De hecho, antes de que cayese Jerusalén y se derrumbase el Templo,
muchos fariseos se pasaron a la Urgemeinde; lo cual demuestra que, para los nazarenos, los
fariseos no eran hostiles (si acaso eran enemigos que debían de perdonar en solidaridad
contra el enemigo común: saduceos, herodianos y romanos). En el libro de los Hechos se narra
como muchos fariseos pasan a las filas de la Urgemeinde. Probablemente esos que se
salvaban todos los días que «el Señor añadía» (Hch 4.47), «unos cinco mil» (4.4), fuesen
fariseos; como se corrobora en 15.5 cuando Lucas se refiere a «la facción de los fariseos que
habían creído» para protestar contra Pablo (el cual, por cierto, era un fervoroso fariseo) y
Bernabé para que los conversos se circuncidasen y cumpliesen la Ley de Moisés (pues esa era
exactamente la posición de la Urgemiende frente a los paulinos, aunque parece que Lucas,
autor de los Hechos, quiere achacar esa intolerancia solamente a la facción de los fariseos que
se habían sumado a la fe en Jesús resucitado que volvería como Mesías del Israel victorioso
contra los romanos).
En Lc 13.31 los fariseos le avisan de que llega la policía de Herodes Antipas: «En aquella
ocasión se acercaron algunos fariseos para decirle: "Sal y márchate de aquí, que Herodes
quiere matarte"». Vemos, pues, cómo los fariseos quería que Jesús perseverase en el ser. Sin
embargo, en Mc 3.6, cuando Jesús pone en marcha su misión, ya los fariseos «pidieron
consejo a los herodianos sobre él para perderlo», sin que Jesús hubiese dicho todavía nada
concerniente a los planes y programas de su ministerio (aunque los fariseos odiaban a los
herodianos y difícilmente iban a pedirles consejo en algo, por tanto hay motivos para pensar
que esta alianza no es histórica). Pero a la hora de llevar a cabo el plan para capturar a Jesús y
entregarlo a las autoridades romanas para crucificarlo –con la complicidad de Judas– no se
menciona a los fariseos en ningún versículo, salvo en el evangelio de Juan (18.3), evangelio en
los que se acentúan –como hemos visto– los improperios contra los fariseos conciliados en
Yamnia.
Por otra parte, es bastante probable que Jesús conociese bien la posición de los zelotas,
que él, como buen galileo, tuvo que vivir muy de cerca; pues, cronológicamente la vida de
Jesús coincidió con el desarrollo del zelotismo. El nacimiento de Jesús se calcula que fue entre
los años 6 y 4 a.C., y los zelotas empezaron sus aventuras y desventuras en el año 6 d.C., por
el personal ya citado (aunque no fue hasta el año 66, con la gran sublevación contra Roma,
cuando empezó a ser formalmente un partido político-religioso con capacidad para llevar a
cabo una sublevación seria). La diferencia con los zelotas estriba en que éstos se enfrentaban
directamente al poder romano y Jesús lo hacía frente a la aristocracia sacerdotal que
profanaba el Templo. Es posible que la estrategia de Jesús fuese primero derrotar a los
colaboracionistas para, posteriormente, una vez eliminado los traidores del Reino de Dios,
enfrentarse a Roma, pero para que todo esto se llevase a cabo Jesús contaba con la
imprescindible y milagrosa intervención de Yahvé y sus ángeles, que serían los que en última
instancia derrocarían y expulsarían (mejor dicho: condenarían) a los romanos: «Así será en el
final de la era: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre medias de los justos y los
arrojarán al horno del fuego [Dn 3.6]; allí estará el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13.47).
Antes de que esto sucediera el sacerdote saduceo Caifás decidió matarlo, «No en la
fiesta, para que no se produzca una revuelta en el pueblo» (Mt 26.5, subrayado mío). Y así es
como el visionario de Galilea fue entregado a Poncio Pilato.
Hay que decir que el silencio de los evangelios respecto de los zelotas y los esenios es
casi total. Jesús dice en los evangelios: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!», pero
nunca dice: «¡Ay de vosotros, esenios y zelotas hipócritas!». Aunque es muy posible que Jesús

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también recelase de estas dos sectas, y de hecho no predicaba para sus seguidores sino,
como hemos dicho, para el «pueblo de la tierra». Y si no hay una condena por la autoridad de
Jesús a los esenios es porque, una vez caído el Templo, en la época en que se escriben los
evangelios muchos esenios se pasaban en masa al cristianismo en formación, y no era
prudente por tanto ofenderlos porque si se les ofendía pasarían a las filas del judaísmo de
Yamnia (es decir, a la competencia, aunque no en cantidad, dado que los esenios no amaban
precisamente a los fariseos) o al judaísmo que estaba detrás de 1 Henoc, como hemos visto.
Tampoco se lee en los evangelios: «¡Ay de vosotros, saduceos, hipócritas!», pese a que los
saduceos sí eran enemigos totales (hostis) del Jesús histórico; pero hemos de pensar que si no
leemos dicha condena a los saduceos en los evangelios, tal y como leemos la condena a los
fariseos, es porque al caer el Templo los saduceos fueron borrados de la faz de la tierra, por lo
tanto los evangelistas no tenían la necesidad de combatirlos, como sí era el caso de los
fariseos.
En torno al tema de la llegada del Reino, Jesús no era ni tan activo como los zelotas ni
tan pasivo como los esenios. A decir verdad el Nazareno se nos presenta en unos versículos
«dulce y humilde de corazón… pues mi yugo es benigno y mi carga leve» (Mt 11.29-30) y en
otros belicoso e incendiario como Lc 12.49-51: «He venido a arrojar fuego sobre la tierra y
¡cuánto deseo que ya hubiera prendido! Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me atormento
hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino la
discordia», y su paralelo en Mt 10.34: «no vine a traer paz, sino espada», contradiciéndose
más adelante cuando le reprocha a uno de sus discípulos por cortarle la oreja al siervo del
Sumo Sacerdote diciéndole: «Vuelve la espada a su lugar, pues todos los que toman espada
perecerán mediante espada» (Mt 26.52). Aunque la guerra final en la que creía el Nazareno a
pies juntillas no era de este mundo, pues el combate en última instancia lo decidía la voluntad
divina a través de sus «doce legiones de ángeles» (Mt 26.53), lo cual para nosotros es algo
ontológicamente imposible, propio de los resquicios secundarios que lleva en sí la religión
terciaria para que propiamente quepa religación. (Legiones, aclaro, que el Cristo de la fe no
quiso emplear pero que el Jesús histórico esperó hasta el final, porque eran imprescindibles
para inaugurar el Reino, pues sólo un milagro divino y angelical podía destruir al Imperium de
los Césares, cosa imposible de realizar con procedimientos ordinarios).
Por tanto, el mesianismo del Jesús histórico (como el de los zelotas y de los
esenios, mutatis mutandis) suponía una oposición total a Roma. Luego es una falsa
conciencia sostener que Jesús se manifestó como un «Mesías pacífico», por que dicha
expresión es una contradicción en los términos, aunque su concepción de la guerra final fuese
pura fantasía, pues dependía en última instancia de la inexistente ira divina (que por supuesto
no se manifestó). Como sabemos Jesús fue un judío muy piadoso adherido totalmente a la Ley,
y por mucho que discutiese con sus coetáneos sobre la interpretación de la misma él nunca fue
un hereje. Si Jesús hubiese sido condenado por herejía y blasfemia contra el judaísmo, como
lo retratan los evangelios, entonces no hubiese sido crucificado, sino lapidado (como se insinúa
una y otra vez en los evangelios antirrabínicos; pues, según éstos, los fariseos quería lapidar al
Nazareno).
Por lo tanto, el movimiento de Jesús hay que insertarlo dentro del movimiento de
resistencia y levantamiento frente al Imperio Romano en la tierra de Judá, aunque bien es
cierto que la concepción mesiánica de Jesús no era tan militante como la de los zelotas y lo
dejaba todo en última instancia en manos de Dios y su providencia: «Dejad de preocuparos por
vuestra vida, qué comeréis o qué beberéis, ni por vuestro cuerpo, qué vestiréis. Pues ¿no es la
vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Fijaos en los pájaros del cielo: que no
siembran ni cosechan ni acopian en los almacenes, y vuestro Padre celestial los alimenta; ¿no
los aventajáis vosotros en mucho? ¿Quién de vosotros, con preocuparse, puede añadir a su
edad un solo codo? ¿Y por qué os preocupáis por la vestimenta? Comprended cómo crecen
los lirios del campo: no trabajan ni hilan. Y yo os digo que ni Salomón, mediante toda su gloria,
vistió como uno de ellos. Y si Dios así viste la hierba del campo que hoy existe y mañana es
arrojada el horno, ¿no mucho más a vosotros, hombres de poca fe? Así pues, no os preocupéis
diciendo: "¿Qué comeré?" o "¿Qué beberé?" o "¿Qué vestiré?". Pues todo esto lo buscan las
naciones; pues vuestro Padre celestial tiene conocimiento de que necesitáis de todo esto. Por
el contario, buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo esto os será añadido. Así pues,
no os preocupéis por el mañana pues el mañana se preocupará de sí mismo: bastante es para
el día su maldad» (Mt 6.25-34). Pese al aparente pacifismo de esta predicación, el mensaje es
subversivo, pues si Jesús les recomendaba a sus discípulos que lo abandonasen todo y que no
trabajasen porque el día del Juicio está cerca, ¿cómo iba Roma a cobrar los impuestos si la

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gente le obedeciese?, como se quejaba Poncio Pilato en la película de Nicholas Ray Rey de
Reyes (1961). Aunque quizá Jesús no lo dejase todo en manos de Dios, pues si lo dejase todo
en sus manos no se explicaría el asalto al Templo y tampoco se explica que los que estaban
con él iban armados resistiendo a que el Maestro fuese arrestado como se lee en Mt 26.51
cuando «uno de los que estaba con Jesús, extendiendo la mano sacó su espada y, golpeando
al siervo del sumo sacerdote, le cortó la oreja». Jesús coincidiría más bien con la posición de
los fariseos –a los que, como hemos demostrado, tanto criticaban los evangelistas (y no Jesús,
que incluso comía con ellos y ellos le avisaban de que venía la guardia de Herodes)–, en una
especie de cooperación entre los hombres, judíos verdaderamente piadosos, y Dios.
Salvo los saduceos, en realidad tanto los fariseos, como los esenios, los zelotas, Juan el
Bautista, Jesús e incluso Pablo de Tarso (que fue un reconocido fariseo) y la Urgemeinde son
enmarcables en este movimiento teológico-político llamado «teología de la restauración de
Israel». En el fondo todos estaban de acuerdo: todos querían restaurar Israel, todos querían
Jerusalén; pero ese acuerdo los ponía precisamente en desacuerdo. Por tanto, todos estos
movimientos se disputaron el reconocimiento del judaísmo «oficial», del «verdadero Israel», la
parte del pueblo elegido que se había mostrado realmente fiel a la santa Alianza, es decir, el
isaíaco «resto de Israel». Todos, a su manera, creían que Yahvé estaba de su parte, y que los
demás serían castigados en el célebre día final, y castigados para siempre sin vuelta atrás
(sobre todo los esenios, no tanto los fariseos). Era, pues, la lucha por el judaísmo, y aquellos
que no pensasen como un determinado partido o secta eran unos «hipócritas» y unos «guías
ciegos»: «Toda planta que no plantó mi Padre celestial será arrancada de raíz. Dejadlos; son
guías ciegos de ciegos; si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en un pozo» (Mt 15.13-14).
Por último, respecto a la relación de Jesús con los zelotas, es justo decir que el zelotismo
se desarrolló con más vigor después de la muerte de Jesús, por tanto es más prudente
referirnos a sus analogías con respecto a la Urgemeinde, la iglesia-madre de Jerusalén. Como
señala Puente Ojea (2001a: 158-159), «Ambas sectas subrayaban la absoluta soberanía de
Yavé; ambas buscaban el auxilio divino para restaurar el reino teocrático de Israel; sus
respectivos fundadores habían muerto a manos de los soldados romanos; los miembros de
ambos movimientos estaban resueltos a afrontar el martirio de cruz, procedían del "pueblo del
país" [el «pueblo de la tierra»], eran pobres y oprimidos y odiaban instintivamente a los ricos y
oligarcas, profesaban la misma escatología –el Mesías había venido para juzgar a
los gentiles (t� éthne)–. Los judeo-cristianos venían a ser una especie de movimiento para-
zelota, muchos de cuyos miembros serían posiblemente adherentes de ambas sectas».

VII. La figura histórica de Jesús

1. Jesús el Nazoreo

Me parece bastante plausible la tesis que sostiene que Jesús fue un «nazoreo» (no
confundir con «nazareno», que no significa otra cosa que oriundo de Nazaret). Los nazoreos
eran individuos «consagrados a Dios», judíos piadosos y muy fanáticos (herederos de los
antiguos jasidin). Debían de abstenerse del vino como prescribe Núm 6.3: «se abstendrá de
vino y de sidra; no beberá vinagre de vino, ni vinagre de sidra, ni beberá ningún licor de uvas,
ni tampoco comerá uvas frescas ni secas»; y también en Lv 10.9-11: «Tú y tus hijos contigo, no
beberéis vino ni sidra cuando entréis en el tabernáculo de reunión, para que no muráis;
estatuto perpetuo será para vuestras generaciones, para poder discernir entre lo santo y lo
profano, y entre lo inmundo y lo limpio, y para enseñar a los hijos de Israel todos los estatutos
que Yahvé les ha dicho por medio de Moisés». También debían de dejarse crecer el cabello:
«Todo el tiempo del voto de su nazareato no pasará navaja sobre su cabeza; hasta que sean
cumplidos los días de su apartamiento a Yahvé, será santo; dejará crecer su cabello» (Núm.
6.5). Y se les prohibía que se acercasen a cualquier cadáver: «Ni aun por su padre ni por su
madre, ni por su hermano ni por su hermana, podrá contaminarse cuando mueran; porque la
consagración de su Dios tiene sobre su cabeza» (v. 7). Y estas tres características coinciden
con Jesús tal y como lo describen los propios evangelios. Veámoslo:
En relación a la abstención al vino leemos en los evangelios cómo Jesús promete a sus
discípulos no beber vino hasta el día en que lo beba con ellos en el Reino de Dios, es decir,
una vez alcanzado el Reino con la ayuda de Yahvé será el momento de festejarlo con vino, en
el banquete mesiánico del paraíso de hartura material de los judíos fieles a Yahvé; pero
mientras el Reino llega hay que estar atento y en vigilia, pues el Señor llegará como los

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ladrones, en el momento menos esperado de la noche, por tanto el Mesías ha de estar bien
sobrio porque sabía que sus discípulos eran como ovejas en medio de lobos, advirtiéndoles
que fuesen «prudentes como serpientes y puros como palomas» (Mt. 10.16). En la última cena
(que en realidad no la prescribió Jesús como acto conmemorativo sino como anticipo del
banquete mesiánico en el Paraíso de la Nueva Jerusalén que ya llega) el Jesús sinóptico le
dice a sus discípulos refiriéndose al vino: «de ninguna manera beberé más de este fruto de la
vid hasta el día aquel en que yo mismobeba [como dando a entender que en ese momento no
podía beber a causa de su voto] con vosotros en común en el reino de mi Padre» (Mt 26.29).

La segunda característica del nazoreo, la del crecimiento del cabello, es paradigmática,


pues la imagen que solemos tener de Jesús es con barba y el pelo largo (aunque si lo tuvo
largo o lo tuvo corto es cosa que, obviamente, no podemos saber con certeza). Pero como
buen nazoreo, esto es, como buen devoto y ferviente celoso del Señor, muy probablemente
nuestro protagonista, el llamado Nazareno (aunque en sentido estricto Mt. 2. 22 reza: «sería
llamado nazoreo» en relación a Nazaret) tuvo el pelo largo y barbas muy probablemente
(como, por otra parte, era común en la época).

Y con respecto a que los nazoreos no podían siquiera acercarse a los muertos, fíjense lo
que leemos en Lc 9.59: «Le dijo a otro: "Sígueme". Pero él dijo: "Señor, déjame irme para
enterrar primero a mi padre". Y le dijo: "Deja que los muertos entierren a sus muertos, y tú
marcha y anuncia el reino de Dios"», en sintonía con el citado Núm. 6.7. El Nazareno impedía
que uno de sus discípulos le diese santa sepultura a su padre, imperativo que no concuerda
con lo que dos mil años después nos enseña el Catecismo: «Los cuerpos de los difuntos deben
ser tratados con respeto y caridad. La cremación de los mismos está permitida, si se hace sin
poner en cuestión la fe en la Resurrección de los cuerpos» (2005: 479). Pero Jesús quería
reclutar un ejército de hombres arrepentidos y puros, pues se trataba de tomar el Templo, y
para entrar en el mismo había que permanecer puro, sin la mancha de tocar a los muertos,
porque los vivos tenían que seguir a Jesús para que con su fe y su fuerza llegase el Reino, y
«Quien ame a un padre o a una madre por encima de mí, no es digno de mí» (Mt 10.37),
porque en realidad en esta ética de urgencia escatológica nada importa la familia, «Pues quien
haga la voluntad de Dios, este es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3.35).
En Luc 1.15 leemos como Juan el Bautista también era un consagrado a Dios pues «será
grande a los ojos del Señor y no beberá vino ni licor alguno»; luego también es muy posible
que el Bautista fuese un nazoreo, un hombre consagrado a Dios, pues éste «no comía ni
bebía» (11.18, subrayado mío), y curiosamente el evangelista dice que el que sí comía y bebía
era Jesús: «Vino el Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: "Aquí tenéis un hombre
tragón y dado al vino, amigo de publicanos y pecadores"» (v. 19). También Pablo de Tarso hizo
el voto de nazoreo rapándose la cabeza en Céncreas (uno de los dos puertos antiguos de la
ciudad de Corinto), como se lee en Hch 18.18: «Pablo, que aún se quedó muchos días con los
hermanos, tras despedirse navegaba hacia Siria, y con él Priscila y Áquila, tras raparse la
cabeza en Céncreas, pues tenía un voto»; por tanto, si se rapó la cabeza terminó el período de
su voto de nazoreo, es decir, no fue un nazoreato de por vida (como el de Samson, Samuel o
el de Juan el Bautista, y quizás también el de Jesús).
Hemos dicho que no hay que confundir nazoreo con nazareno, pero según el versículo 47
del evangelio gnóstico de Felipe, Nazoreo y Nazareno es lo mismo: «Los apóstoles que hubo
antes de nosotros (lo) denominaban así: "Jesús, el Nazoreo, Mesías", es decir, "Jesús,
Nazoreo, Cristo". El último nombre es "Cristo", el primero es "Jesús", el de en medio
"Nazareno". "Mesías" tiene dos sentidos: "el Cristo" y "El (que es) medido". "Jesús" en hebreo,
significa "la redención", "Nazara" es "la verdad"; "Nazareno", entonces significa "(el de) la
verdad". "Cristo" es el que fue medido; "el Nazareno" y "Jesús", los que le midieron». Luego
nazoreo parece ser que fue aquel que estaba consagrado a la verdad de Dios con fervoroso
celo, y ese caso parece muy posible si hablamos de Jesús (pero fervor celoso por Yahvé, el
dios colérico del pueblo elegido, y no el dios del amor y la misericordia universal).

Pero también nazoreo significa algo así como «singularizado», «dedicado» o «separado».
Ya hemos visto que fariseo significa «separado». Pero es que también el término «hebreo»
significa «separado».

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El voto de nazoreo podía hacerse de forma voluntaria o bien, se creía, podía venir por
imperativo divino. También las mujeres podían ejercer el voto. Dicho voto podía hacerse de por
vida, como fue el caso de Sansón: «Nunca jamás ha pasado navaja por mi cabeza; porque yo
soy nazareo, esto es, consagrado a Dios desde el vientre de mi madre: si fuere rapada mi
cabeza, se retirará de mi la fortaleza mía, y perderé las fuerzas, y seré como los demás
hombres» (Jue 16.17). O bien por un cierto tiempo según estimase el que lo hacía; aunque
nunca por un tiempo menor de treinta días, pues si así fuese el voto perdía su solemnidad y
seriedad. El voto debe de mantenerse pues «si algún hombre hiciere voto al Señor, o se
obligare con juramento, no quebrantará su palabra; sino que cumplirá todo lo prometido» (Nú
30.3). Puede que el voto que hizo Jesús fuese de por vida, igual que el de Juan, pero el de
Pablo sabemos que fue por cierto tiempo, como hemos visto citando Hch 18.18.

2. Jesús el profeta apocalíptico y carismático

El papel de Jesús como nazoreo a mi juicio no es incompatible con el de profeta


apocalíptico carismático (ni con el de sanador, exorcista y taumaturgo, ni tampoco con el de
Mesías). El Nazareno (o, digámoslo así, el mesías nazoreo apocalíptico) estaba tan convencido
como Juan el Bautista de que la llegada del Reino de Dios era inminente: «El plazo se ha
cumplido y está cerca el reino de Dios: arrepentíos y confiad en la buena noticia» (Mc 1.15).
Pero el Reino todavía no había llegado, pues el Reino «está cerca», quizá a la vuelta de la
esquina o de un día para otro, pero «cerca», en potencia y no en acto, preludiado por un
severo juicio a los impíos que no cumplen la Ley: «He venido a arrojar fuego sobre la tierra y
¡cuánto deseo que ya hubiera prendido!» (Lc 12.49). Para que el Reino se realizase había que
arrepentirse: primero había que amar a Yahvé y segundo al prójimo como a uno mismo,
mandamientos primordiales que por su esperanza escatológica superaban a todos los demás.
Y si el Reino estaba cerca entonces su venida era inminente: «Os aseguro que hay algunos de
los que aquí presentes que de ninguna manera probarán la muerte hasta que vean el reino de
Dios ya llegado mediante poder» (Mc 9.1); con esto Jesús no quería referirse a la
Transfiguración, como se ha interpretado desde posiciones apologéticas, es decir, la
Transfiguración no es el Reino de Dios. «Pero cuando os persigan en esta ciudad [en realidad
quiere decir aldea], huid a otra, pues con seguridad os digo: no terminaréis las ciudades de
Israel para cuando venga el Hijo del hombre» (Mt 10.23). «Y si el señor no decidiera acortar los
días, no se salvaría nadie; pero gracias a los elegidos que escogió, acortó los días» (Mc 13.20).
Pero para los no elegidos, para aquellas aldeas que no escuchan el anuncio de la buena
nueva de Dios, el día del Juicio «será más soportable para la tierra de Sodoma y Gomorra» (Mt
10.15). «Con seguridad os digo que de ninguna manera pasará esta generación antes de que
todo ocurra. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras de ninguna manera pasarán» (Lc
21.32-33). Es como si dijese: «los romanos no pasarán» (o eso mismo pensarían los zelotas
que resistían en Jerusalén desde el año 66, pero la verdad es que pasaron y el Templo lo
aplastaron). Aunque poco antes Lucas le hace decir a Jesús contradiciéndose que la llegada
del final no es inminente: «Mirad, no seáis engañados; pues muchos vendrán en mi nombre
diciendo: "Yo soy" y "el momento está cerca". No vayáis tras ellos, y cuando oigáis guerras y
revueltas [refiriéndose a la primera guerra judeorromana del 66 al 70 en la que Menahem se
autoproclamó Mesías], no os asustéis; pues es necesario que ocurra primero esto, pero no
llegará el final inmediatamente» (21.8-9).
He aquí ecos de la crisis en torno a la parousía que se murmuraban en la comunidad
donde se escribió Lucas ante la tardanza del día de la vuelta con Poder y Gloria del Señor; una
comunidad no ya directamente interesada en los temas escatológicos sino ya más bien en
temas institucionales, ligados a la realidad política y social en la que la Iglesia pudo formarse y
perseverar en el ser ante numerosos enemigos. Y por aquel entonces no sólo los romanos y
los paganos en general eran enemigos de la recién nacida Iglesia, sino también y sobre todo la
competencia por la dogmática cristiana contra los gnósticos, algunos judeocristianos (porque
una vez caída Jerusalén la Urgemeinde desapareció con ella), y si acaso contra el judaísmo
rabínico e incluso también contra los discípulos de Juan el Bautista (también muy pocos, pero
Lucas los cita en Hch 19.1-7, precisamente para negarlos y decir que Juan ya estaba superado
porque debían de creer para salvarse en aquél que vino después de él). Así pues, de la llegada
inminente del Mesías se pasó a la «segunda venida», esta vez gloriosa y definitiva: «Del
anuncio de la inminencia del Reino en la tierra de Israel al fracasoen el cumplimiento de esa
inminencia se pasó, en virtud de procesos mentales peculiarísimos, al anuncio de

47
una parousía también inminente del Cristo sobre la tierra, y también cruelmente frustrada por el
mero paso estéril del tiempo. Doble predicción, doble fracaso. Sin embargo, en ambas
coyunturas, la fe de los creyentes no sólo se mantuvo, sino que incluso se incrementó. De ese
doble fiasco emergió una cadena inacabable de milenarismos y de adventismos, tanto en el
seno de la Iglesia como en las sectas que repudiaron la disciplina y la corrupción eclesiásticas»
(Puente Ojea, 2007: 164-165). Por eso, una de las objeciones que los judíos le hacen a los
cristianos es que si Jesús tiene que venir por segunda vez entonces para qué vino la primera.
En el día del Juicio la salvación no sería ni mucho menos para todos, pues como decía el
Nazareno «muchos son los llamados, pero pocos los elegidos» (Mt 22.14), en sintonía
con Isaías 24.6: «la maldición devorará la tierra; porque sus habitantes son pecadores, y por
esto perderán el juicio los que en ella moran, de que sólo se libertará un corto número»
(subrayado mío). También afirmaba Jesús: «Entrad por la puerta estrecha; porque la puerta es
ancha y el camino que lleva a la perdición [es] espacioso y muchos son los que entran por él;
¡qué estrecha es la puerta y apretado el camino que lleva a la vida, y qué pocos los que lo
encuentran!» (Mt 7.13). Versículos que el evangelista prácticamente calca del Testamento de
Abrahán, escrito algo antes, entre los años 7 y 30 d.C., si bien es posible que también el
Nazareno lo conociese y lo enseñase a sus discípulos (aunque también es cronológicamente
posible que lo aprendiese de Juan el Bautista, aunque todo este paréntesis es pura
especulación): «Vio allí Abrahán dos caminos, el uno estrecho y angosto, el otro ancho y
espacioso. Y vio allí dos puertas: (una puerta amplia) al fondo del camino ancho y otra puerta
estrecha al fondo del camino angosto. Por fuera de aquellas dos puertas vieron a un hombre
sentado sobre un trono dorado [el cual era Adán, el primer hombre creado], y el aspecto de
aquel hombre era terrorífico, semejante al del Soberano. También se vieron muchas almas
arrastradas por ángeles e introducidas por la puerta ancha, y se vieron otras pocas almas
conducidas por ángeles a través de la puerta estrecha. Y cuando el asombroso varón que
estaba sentado sobre el trono de oro observaba que entraban pocas por la puerta estrecha,
mientras que innumerables se introducían por la ancha, al punto aquel santo varón
extraordinario se mesaba los cabellos de su cabeza y la barba de sus mejillas y se arrojaba a
tierra desde el trono llorando y lamentándose. Y cuando observaba que por la puerta estrecha
entraban muchas almas, entonces se levantaba del suelo y se sentaba sobre su trono con gran
regocijo, alegre y exultante… esta puerta estrecha es la de los justos que conduce a la vida, y
quienes entran por ella van al paraíso… el camino ancho es el de los pecadores, que conduce
a la perdición y al castigo eterno… muchos son los que se pierden y pocos los que se salvan
[¿acaso no es esto calcado al citado Mt 22.14?]. Pues entre siete mil, apenas se encuentra una
sola alma sin tacha que se salve» (11.2-12: Rec. A; AAT V.498-500). Palabras que recuerdan
mucho a la afirmación órfica que recogen Platón en el Fedón (69c) que reza: «Muchos son los
portadores de vara, pero pocos los Bacos». Sin embargo, Dios «quiere que todos los hombres
se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2.4).
En el Cuarto evangelio, pese al retraso de la parousía y pese a su esquema teológico tan
alejado de la teología que predicaba el Nazareno, se sigue insistiendo en el día del Juicio,
aunque parece que se trata más bien de una «escatología realizada»: «no envió Dios a su Hijo
al mundo para que juzgara al mundo, sino para que el mundo fuera salvado gracias a él. Quien
cree en él, no es juzgado; pero el que no cree ya ha sido juzgado, porque no ha creído en el
nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3.17-18). La realización está en ese «ya ha sido juzgado».
De un modo más explícito se expresa en 5.24: «Verdaderamente, verdaderamente os lo digo,
quien escuche mi palabra y crea en quien me envía alcanza vida eterna y no va a juicio, y ya
ha pasado de la muerte a la vida». Aunque parece también que el día del Juicio sigue siendo
una severa amenaza y sigue siendo inminente, en el futuro, porque «llega la hora en que todos
los que están en la tumba escucharán su voz, y los que hicieron bien saldrán para una
resurrección eterna, pero los que hicieron el mal, para una resurrección de juicio» (5.28-29).
«Ahora es el juicio de este mundo, ahora el gobernante de este mundo será expulsado, y yo, si
soy alzado de este tierra, a todos arrastraré hacia mí» (12.31). Y «Quien me niegue y no
acepte mis palabras tiene quien lo juzgue; la palabra que yo pronuncié lo juzgará el último día»
(v. 48). Se sigue hablando, al fin y al cabo, del «último día», luego la realización de la
escatología es ambigua.
Esta escatología realizada se encuentra de modo claro y distinto en las epístolas
deuteropaulinas. En Col 2.12-14 podemos leerla en sintonía con la concepción paulina de la
muerte vicaria de Jesús: «cuando estabais muertos por vuestros pecados y por la
incircuncisión o desorden de vuestra carne, entonces os hizo revivir con él, perdonándoos
graciosamente todos los pecados; y cancelada la cédula del decreto firmado contra nosotros,

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que nos era contrario, quítola de en medio, enclavándola en la cruz». En Ef 2.5-7 el autor
afirma que antes de la llegada de Cristo estaban muertos por el pecado y eran objeto de la
cólera divina, pero con la llegada del mismo recuperaron la vida y fueron salvados, porque
Cristo «nos resucitó con él, y nos hizo sentar sobre los cielos en la persona de Jesucristo, para
mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia». Sin embargo, en la
epístola a los Hebreos se sigue hablando de la inminencia de la parousía, «Pues dentro de un
brevísimo tiempo, dice Dios, vendrá aquél que ha de venir, y no tardará» (10.37).
Frente a la «escatología realizada o inaugurada» que acuñó un apologeta como C. H.
Dodd, nosotros postulamos una «escatología irrealizada», de acuerdo con los hechos
históricos, y una «escatología imposible», de acuerdo con nuestros postulados ontológicos
materialistas que niegan categóricamente cualquier tipo de progresismo ascendente que
desemboque en un estado de justicia y felicidad universal (aunque en el estado final de la
concepción cristiana de la historia tampoco hay felicidad universal porque hay que tener en
cuenta también a los condenados en el infierno, imprescindibles, según Santo Tomás de
Aquino, para que los bienaventurados en el cielo y en presencia de Dios aumenten su felicidad
mientras contemplan los tormentos de éstos). Una escatología que suponía una bisagra entre
dos eones, el antes y el después de la concepción judía (frente al arriba y el abajo helenístico).
Como dice R. H. Hiers: «el Jesús histórico no es, después de todo, tan extraño y
enigmático si tomamos en serio la naturaleza e implicaciones de las creencias escatológicas de
las que se nos informa, y si nos permitimos reconocer su conexión con las creencias y
expectativas del judaísmo apocalíptico» (citado por Puente Ojea, 2001b: 143). Como por
ejemplo los Oráculos Sibilinos Judíos (que son un claro ejemplo de «literatura de resistencia»)
escritos entre los siglos II a.C. y III d.C., donde podemos leer el odio de los judíos a Roma. En
el libro IV se dice que «cuando llegue ya el juicio del mundo y de los mortales que Dios mismo
llevará a cabo al juzgar a la vez a impíos y a piadosos, entonces enviará a los primeros al
fuego bajo las tinieblas y entonces comprenderán cuán grande impiedad cometieron. Pero los
piadosos permanecerán sobre la fértil tierra, porque Dios les concederá a un tiempo espíritu,
vida y gracia. Todo esto se cumplirá sin duda en la décima generación [de mortales]»,
generación que verá, según reza el libro I, al Dios que «sacude la tierra y que despide
relámpagos» (atributos que curiosamente recuerdan a Zeus) romper «el fervor de los ídolos», y
de este modo «agite al pueblo de Roma, la de las siete colinas, y su gran riqueza parezca
abrasada en el inmenso fuego de la llama de Hefesto [Vulcano]». Condenación explícita a
Roma que se repite en el libro VIII: «Alguna vez, altiva Roma, caerá sobre ti desde lo alto el
mismo golpe celestial, doblada tu cerviz la primera, serás arrancada de tus cimientos, el fuego
te consumirá entera, yacente sobre tus propios fundamentos; tu riqueza se perderá, y los lobos
y las zorras habitarán tus ruinas. Entonces te quedarás totalmente desierta, como si nunca
hubieras existido. ¿Dónde estará tu Palacio? ¿Qué clase de Dios te salvará?». Condenación
que se sitúa muy próxima, por no decir idéntica, a la que proclamaba Jesús.
Ahora bien, si los apocalipsis judíos veterotestamentarios e intertestamentarios
eran literatura de resistencia contra la dominación del Imperio, los apocalipsis cristianos
pasaron a ser –tras el giro paulino y el asentamiento de las iglesias en el interior del Imperio
aceptando sumisamente la pax romana– literatura de consolación. Las epístolas pseudónimas
«pueden caracterizarse globalmente como etapa de la consolidación de la institución
eclesiástica» (Piñero, 2011: 407). En las epístolas deuteropaulinas no se niega la parousía,
sino la inminencia de la misma (aunque hay cartas en las que se sigue afirmando dicha
inminencia, como hemos citado). En 2 Tes 2.2 se exhorta a los tesalonicenses a que no se
alarmen «con supuestas revelaciones, con ciertos discursos, o con cartas que se supongan
enviadas por nosotros [¿se está refiriendo aquí a 1 Tes, epístola auténtica de Pablo?], como si
el día del Señor estuviera ya muy cercano». Jesucristo no vendrá «sin que primero haya
acontecido la apostasía» (v. 3), la cual será liderada por «el hombre del pecado, hijo de la
perdición» (v. 3). Este apóstata, advenido por Satanás (v. 9), será denominado en 1 Jn 2.18 y 2
Jn 1.7 «el Anticristo». Es posible que el autor de 2 Tesalonicenses (inspirada por el espíritu de
Pablo, o eso creía su autor) se esté refiriendo a Nerón, sobre el cual corría la leyenda de que
algún día resucitaría por obra de Satanás (en el Apocalipsis el Emperador Domiciano es Nerón
redivivo), «con la misión de seguir persiguiendo a los cristianos, entonces el verdadero pueblo
de Dios» (Piñero, 2011: 415). En 2 Pe 3.8, que es el último libro que se escribió del Nuevo
Testamento, se matiza que «un día respecto a Dios es como mil años, y mil años como un
día», y así parece solucionarse el problema de la inminente llegada del día del Juicio Final.

VIII. El ministerio de Jesús

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1. Jesús y Juan el Bautista

Sin la figura de Juan el Bautista la figura de Jesús de Nazaret no se entendería. Los


evangelistas describen a Juan como el «mensajero» que anuncia la llegada del Mesías. Juan
sería, pues, el último de los profetas, viviendo así en la antesala de la escatología davídica, que
los mismos evangelista con influencia paulina convertirían al final del relato en la soteriología
universal a través del sacrificio del Hijo de Dios, para que por su sangre se redimiesen los
pecados de los hombres y se rompiese así la enemistad de Dios con los mismos. Uno «más
fuerte» que Juan vendría para que la escatología y el Reino se consumasen, tarea que sólo era
posible con el sincero arrepentimiento.

Es probable que no sea cierto que Juan fuese un mero precursor de Jesús o del Mesías,
y él mismo se considerase el Mesías (aunque también podría ser que se considerase un
profeta, del estilo de Elías, que anunciaba la llegada del Reino). Ya en el evangelio de Juan,
desde una posición cristológica muy avanzada, se le hace decir al Bautista «Yo no soy el
Cristo» (1.20), confirmándolo en 3.28: «Vosotros sois testigos míos de que dije "No soy el
Cristo, sino que he sido envidado por delante de él"». Se autoproclamase (o lo proclamasen) el
Mesías o no, sí parece cierto que el verdadero hombre famoso de su época no era Jesús de
Nazaret, era Juan el Bautista (el cual recorría el Jordán en el año 15 de principado de Tiberio,
en torno a los años 28 y 29 d. C.). Según Flavio Josefo, que lo consideraba «un hombre
honesto», la muchedumbre se fascinaba con Juan, y estaba dispuesta a cumplir sus consejos,
porque veían en él a una figura carismática, a un profeta y líder popular. Ya lo decía el Sumo
Pontífice, Caifás, en Mt 21.26: «todos tienen a Juan por profeta». Por tanto, el Bautista no se
limitaba simplemente a bautizar, sino que también predicaba y enseñaba a las masas la buena
nueva del día del Señor, es decir, llevaba a éstas un mensaje más o menos desarrollado de
salvación y preparación para la inminente venida del Reino. Sobre esa fama también se
refieren los evangelistas, como puede leerse en Mc 1.5 y en Mt 3.5, pues mucha gente de toda
Judea y también gente de Jerusalén iban a los bautizos de Juan. Bautizos que al parecer
fueron una novedad, pues nadie bautizaba para redimir los pecados –los bautizos de los
esenios qumranitas se hacían a diario y no una sola vez en la vida como los de Juan, y no
tenían el carácter cuasi sacramental que tenían los bautizos de éste; además, en la comunidad
esenia se bautizaban los individuos a sí mismos, y en las orillas del Jordán el que bautizaba a
los demás era el propio Juan, sumergiendo totalmente en el agua al bautizado (y no
parcialmente, como se suele ver en muchas películas, como por ejemplo en El Evangelio
según San Mateo de Pier Paolo Pasolini [1963]). Una vez encarcelado el Maestro también sus
discípulos empezaron a bautizar. Está claro que Juan no era un esenio en general o un esenio
qumranita en particular, pese a las cercanías geográficas, y pese al rechazo de ambas sectas
hacia la política prorromana del Templo.
Como decíamos, tal era la fama de Juan que cuando Jesús preguntó qué decían los
hombres sobre quién era él sus discípulos le dijeron que o bien Juan el Bautista, o bien el
profeta Elías, o bien otro de los antiguos profetas también redivivo (Mc 8.28 y Mt 16.14). Es
decir, se corría el rumor de que Jesús era Juan el Bautista; es más, incluso se llegó a rumorear
que Juan el Bautista «fue resucitado de los muertos y por eso los milagros se realizan
mediante él» (Mt 14.2). Por tanto más que un precursor del que sería Rey de Israel (y que,
como sabemos, no lo fue, pues el vía crucis lo impidió fulminantemente), Juan fue el que
movilizó a las masas para que, una vez fuese detenido y decapitado en la otra orilla del Jordán,
en las mazmorras de la fortaleza de Maqueronte, por orden del tetrarca de Galilea Herodes
Antipas (posiblemente bajo presión romana), Jesús tomase el relevo y empezase así su
ministerio, heredando, suponemos, gran parte del discipulado del Bautista (como Pedro y
Andrés). Según Flavio Josefo, «Herodes Antipas empezó a temer que la gran capacidad de
Juan para persuadir a la gente podría concluir en algún tipo de revuelta, ya que la gente
parecía animada a hacer cualquier cosa que él aconsejase» (Antigüedades de los judíos, XVIII
5.2)
Desde el primer versículo Marcos habla de los bautizos de Juan en un lugar de tránsito
hacia la tierra prometida, «en el desierto», a las orillas de la cuenca sudoriental del Jordán,
lugar muy simbólico, pues desde allí –cuenta la leyenda– los antiguos israelitas, encabezados
por Josué tras la muerte de Moisés, cruzaron el Jordán para conquistar la «tierra prometida»
(Jos 3-4); también en ese mismo lugar ascendió hacia el cielo Elías en un carro de fuego (2 Re
2.1-18), pareciendo de este modo la figura del Bautista como el Elías que ha bajado de las

50
alturas celestiales para anunciar la venida del Reino (Mal 3). Según el Cuarto evangelio, Juan
bautizaba en Betania (Jn 1.28), y después «en Ainón cerca de Salim» (3.23), recorriendo una
especie de itinerario. En la cristología avanzada de este evangelio, el Bautista da testimonio de
que Jesús «es el Hijo de Dios» (1.34), cosa absurda e impensable para el Bautista histórico.
Si lo primero que hace el primer evangelista, Marcos, es narrar la predicación del Bautista
ello es un indicio de la importancia de la figura del Bautista. Mc 1.6 –y también Mt 3.4– nos dice
que «Juan vestía pieles de camello y un cinturón de piel alrededor de su cintura y comía
saltamontes y miel silvestre». Actitud muy propia de los judíos rebeldes, como por ejemplo
Judas el Macabeo, el cual «era uno de los diez que se habían retirado a un lugar desierto,
pasaba la vida con los suyos en los montes, entre las fieras, alimentándose de yerbas, a fin de
no tener parte en las profanaciones [del Templo por Antíoco IV Epífanes en el año 167 a.C.; y,
en el caso del Bautista, como en el de los esenios, el retiro se debía a no formar parte del
Templo saduceo y en menor parte fariseo colaboracionista de Roma]» (II Mac 5.27). Es posible
que Juan fuese descendiente de la dinastía asmonea, dinastía que se impuso en Judea tras la
revuelta de Matatías y sus hijos, entre ellos este Judas el Macabeo, contra los seleúcidas y su
política impía de helenización; aunque nada es seguro.
Es muy probable que Juan fuese el maestro de Jesús, y no su «mensajero» para que se
cumpliese ad hoc la profecía de Isaías: «voz del que grita en el desierto; preparad el camino
del Señor. Haced francos sus caminos» (Mc 1.3). No lo ve así el protestante César Vidal (2010:
34), para el cual Jesús fue bautizado por Juan «en algún momento del año 26 d.C.
[probablemente fue algo después, entre el 28 y el 29 d.C., como hemos señalado]. Sin
embargo no parece que Jesús formara parte de su grupo de seguidores». Si es verdad, como
pensamos contraCésar Vidal, que el Bautista era el maestro del Nazareno, sería interesante
que nos parásemos a estudiar las palabras del maestro para conocer un poco mejor cuál era el
verdadero pensamiento del discípulo y contra quién iba dirigido.
En las severas palabras del Bautista se ve todo el rencor que las masas piadosas judías
tenían hacia los romanos y sus colaboradores, es decir, los saduceos, los herodianos y algunos
fariseos. Dice el Bautista: «Arrepentíos, pues ya está cerca el reino de los cielos. Pues este es
el anunciado mediante Isaías» (Mt 3.2-3). Jesús dice las mismas palabras que el Bautista en
Mt 3.17: «Arrepentíos, pues está cerca el reino de los cielos [en la tierra]». La predicación del
Bautista estaba pensada contra la aristocracia sacerdotal colaboracionista de Roma. Juan
predicaba así el perdón de los pecados situándose al margen del Templo, haciendo que el
enfrentamiento contra las autoridades centrales del judaísmo estuviese más que servido: «Cría
de serpientes [prefiero la traducción que reza «raza de víboras»], ¿quién os mostró en secreto
a huir de la ira venidera? Dad en consecuencia un fruto digno de arrepentimiento y no penséis
en deciros: "Tenemos como padre a Abrahán". Pues os digo que Dios es capaz de hacer surgir
de estas piedras hijos de Abrahán» (Mt 3.7-9). Y continúa con severas amenazas: «el hacha ya
se encuentra junto a la raíz de los árboles; es más, todo árbol que no da fruto bueno es talado
y arrojado el fuego» (v. 10). Y concluye con proclamas escatológicas justicieras: «Yo os bautizo
mediante agua para arrepentimiento, pero quien viene tras de mí es más poderoso, cuyas
sandalias no soy capaz de llevarle; él os bautizará mediante Espíritu santo y fuego; en cuya
mano está el bieldo y dejará limpia la era y reunirá el trigo en su granero, pero la paja la
quemará en un fuego inextinguible» (vv. 11-12). Estas palabras guardan un
rencor impresionante, totalmente en la línea de la literatura intertestamentaria escatológica y
apocalíptica, donde la fantasía judía especulaba con una batalla final en la que Yahvé haría
vencedores a los judíos piadosos frente a los romanos y sus aliados a través del liderazgo del
Mesías (o de un ángel de Yahvé). El Bautista le enseña a sus correligionarios que ser hijos de
Abrahán no es suficiente para escapar de la cólera del Señor en el último día; eso no era, por
tanto, una garantía soteriológica, pues Dios hará milagros aquel día y podrá sacar hijos de las
piedras (pero sospechamos que no se trata de algo dicho por el Bautista histórico, pues esas
piedras que se convertirán por la Gracia divina en hijos de Abrahán parece referirse a los
gentiles de la predicación paulina, pero el Bautista está a años luz de eso y sólo le predicaba a
los judíos circuncidados y practicantes de la Torá). Así, «dejará limpia la era» significa que el
Mesías, junto al poder del Señor de los Ejércitos, arrasará a las tropas extranjeras; «reunirá el
trigo en su granero» significa que el Ungido de Yahvé será Rey de los judíos en la Tierra
prometida porque Dios les ha entregado el Reino, un Reino de hartura material y por añadidura
espiritual; su trigo es el pueblo elegido (los fieles y celosos de Yahvé), el granero es el Reino, el
Reino de David, un Reino en la tierra bajo la soberanía absoluta de Yahvé.
El discurso de Juan, si bien teñido de cristianismo por el hecho de que los evangelistas lo
ponen como un profeta que anuncia la llegada de Jesús, subordinándose por tanto a éste,

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confirma la esperanza emancipadora apocalíptica de la que estaban sumergidos los judíos de
su época. Una redención sólo apta para los elegidos de Yahvé, el cual gobernará colocando a
su Rey en su trono para implantar el despotismo teocrático por todo el orbe: «Dijo el Señor a mi
señor: Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos bajo tus pies» (Mt 22.44 y Sal
110.1). El magisterio escatológico y severo de Juan fue recogido por Jesús y así lo muestran
los evangelios: «Todo árbol que no dé fruto bueno, es talado y arrojado al fuego» (Mt 7.19),
exactamente lo mismo que dijo el Bautista, como hemos comentado, en Mt 3.10. Y también
palabras muy parecidas a las de su maestro se pueden leer en la parábola de la cizaña y el
trigo: «Dejad que crezcan ambos juntos hasta la siega, y en el momento de la siega diré a los
segadores: recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo reunidlo en
mi silo» (Mt 13.30). El futuro Reino sólo entrarán aquellos que realicen la voluntad de Dios: «No
todo el que diga: "Señor, Señor", entrará en el reino de los cielos, sino quien haga la voluntad
de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7.21). En todo caso para los gentiles sólo habrá las
migajas de ese Reino, pues el Mesías no fue envidado «salvo a las ovejas perdidas de la casa
de Israel» (Mt 15.24), porque «No es bueno tomar el pan de los hijos para arrojarlo a los
cachorros [otras traducciones escriben «perros», que era la forma de llamar despectivamente a
los gentiles que tenía Jesús]» (v. 26), pero estos, como le dice la mujer cananea de las
regiones de Tiro y Sidón, «comen de las migas caídas de la mesa de sus señores» (v. 27).
Así como Judas el Galileo, Juan el Bautista fue uno de los ideólogos que predicaron en
pos de la utopía redentora judía. Juan abrió, efectivamente, el camino a Jesús, legándole gran
parte de su discipulado y enseñándole estas doctrinas para las cuales era preciso arrepentirse
para estar preparado para el día escatológico en el que Yahvé intervendría con sus ángeles y
vencería en el campo de batalla al enemigo público de Israel, como se lee en los libros de
los Macabeos. El mensaje sinóptico del Bautista no oculta las intenciones políticas de los judíos
de la época. Si el tiempo se había cumplido entonces los judíos fanáticos tenían que reclutar
como «pescadores de hombres» todo un ejército de «arrepentidos» por su infidelidad a Yahvé,
para que así, consagrados a Dios, llegase su Reino (como rezaba el Padrenuestro,
probablemente pronunciado por el Bautista, como se afirma en Lc 11.1) con la fe puesta en un
combate final (escatológico) contra los ocupantes que, junto a la inestimable ayuda de sus
colaboradores, imponían su propio reino: el Imperio de los césares, el enemigo que debería de
estar a los pies del Sacro Imperio Judaico.
Como hemos visto, una vez encarcelado el Bautista, lo que hizo Jesús fue heredar parte
de sus discípulos, pero no a todos, ya que en Mt 11.2-4 leemos que el Bautista seguía teniendo
discípulos, luego algunos de estos no se habían unido al grupo de Jesús. Como dijimos arriba,
el hombre famoso de su época no era Jesús de Nazaret sino Juan el Bautista. Sin la figura del
maestro no se entiende el ministerio del discípulo; quiero decir, sin el Bautista no se entiende al
Nazareno y su obra; por tanto es razonable enmarcar a Jesús dentro del cuadro ideo-teológico
del Bautista. Si Jesús fue alguien fue porque heredó parte del discipulado del Bautista; no
todos los discípulos, pero sí un buen número que seguía al Bautista, porque lo consideraban un
auténtico profeta como decía Caifás, y era por tanto una personalidad carismática que se
ganaba a la gente (sobre todo algunos judíos que no estaban adherido a ninguna secta,
aunque algunos saduceos y fariseos iban a bautizarse, según leemos en Mt 3.7, cosa bastante
improbable a no ser que estuviesen profundamente arrepentidos y creyesen de verdad en el
carisma de Juan). Para heredar dicho discipulado, Jesús también debió de ser considerado
como un profeta carismático, y después lo empezaron a considerar el mismísimo Mesías. Por
tanto, pienso que sería razonable sostener que si Jesús tuvo un cierto éxito –pese al fracaso
del inesperado fiasco del vía crucis cuando decidió de una vez por todas que su ministerio no
iba a ser simplemente profético sino mesiánico– es porque supo de algún modo ganarse la
simpatía de un discipulado que creía en Juan como verdadero profeta carismático, y algunos
vieron ese carisma en Jesús y otros no. Además, es probable que hubiese competencia entre
los discípulos de Juan y el nuevo grupo encabezado por Jesús, e incluso tras la crucifixión de
Jesús seguía existiendo esa rivalidad entre los seguidores del Bautista y los del Nazareno
como leemos en Hch. 19.1-7: «Y aconteció que mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo,
habiendo pasado por las regiones superiores, vino a Éfeso, y hallando a ciertos discípulos, les
dijo: ¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis? Y ellos le dijeron: Ni siquiera hemos oído
que hay Espíritu Santo. Entonces les dijo: ¿En qué, pues, fuisteis bautizados? Y ellos dijeron:
En el bautismo de Juan. Y Pablo les dijo: Juan bautizó con el bautismo de arrepentimiento,
diciendo al pueblo que creyesen en Aquél que vendría después de él, esto es, en Cristo Jesús.
Cuando oyeron esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús. Y habiéndoles impuesto

52
Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo; y hablaban en lenguas, y profetizaban. Y
eran por todos unos doce hombres».
Con su discipulado –como digo, una parte que heredó del discipulado del Bautista, otra
incluso iba en contra de Jesús y es de suponer que estaría encabezada por alguien que
desconocemos– huyó por las aldeas de Galilea, y no por sus ciudades, porque éstas estaban
llenas de paganos y herodianos, lo cual era el caso de urbes importantes como Séforis o
Tiberíades (según Mc 1.39, Jesús predicó en todas las sinagogas de las aldeas de Galilea). En
la película de Emilio Ruíz Barrachina, El discípulo (2010), el sermón de la montaña no es en
una montaña (como dice Mateo) o en una llanura (como dice Lucas), sino en la cárcel,
visitando a Juan el Bautista. Si leemos dicho sermón con detenimiento caemos en la cuenta
que es un discurso para presos políticos y no para sus discípulos: «Felices los que han sido
perseguidos a causa de la justicia [romana y herodiana], porque suyo es el reino de los cielos»
(Mt 5.10). No creo que Jesús lo predicase allí mismo en presencia de Juan y los demás presos
políticos (no comunes). Aunque al parecer los vigilantes de Herodes Antipas se dejaban
sobornar fácilmente. De todas maneras, es razonable pensar que el sermón trata de consolar a
esos presos que han dado su vida por el Reino, y por eso mismo allí «se hartarán» (v. 6). Eso
mismo les comunica Jesús a sus paisanos de Nazaret en la sinagoga de la aldea citando a
Isaías: «El espíritu del Señor sobre mí, porque me ungió para dar a los pobres la buena noticia;
me ha enviado para anunciar a los cautivos su liberación y a los ciegos la vista, y para liberar a
los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor» (Lc 4.18-19).
El ministerio de Jesús empezó cuando éste tenía «treinta años» (Lc 3.23) y «después de
que Juan fuera entregado» (Mc 1.14). Posiblemente los «cuarenta días tentado por Satanás»
(Mc 1.13) fuesen cuarenta días (más o menos) durante los cuales Jesús y el resto de
discípulos de Juan huyesen del tetrarca de Galilea y Perea, Herodes Antipas («esa zorra»
como le llama Jesús en Lc 13.32), desperdigándose así el grupo, cosa que Jesús logró en
parte remediar; pues tras esos cuarenta días es posible que el Nazareno cohesionase el grupo
bajo su liderazgo y marchase con el resto del discipulado del Bautista a las aldeas de Galilea.
Según los evangelios, Jesús empezó a predicar la buena nueva del Reino de Dios en
Cafarnaún, y es posible que fuese allí, como apunta César Vidal (2010: 49), «donde Jesús
comenzó a convertir su difuso, y seguramente muy escaso, grupo de seguidores en otro más
compacto». No obstante, Cafarnaún fue un lugar que condenó el Nazareno según se lee en Lc
10.15 y en Mt 11.23-24: «Y tú, Cafarnaún, ¿serás elevada hasta el cielo? Bajarás hasta el
Hades; porque si en Sodoma hubieran tenido lugar los milagros ocurridos en ti, se mantendrían
hasta hoy. Pero os digo que más llevadero será para la tierra de Sodoma en el día del juicio
que para ti». Jesús y sus discípulos no predicaban en las ciudades porque éstas estaban llenas
de paganos «impuros» y de herodianos que podrían localizarlos y llevarlos a la fortaleza de
Maqueronte para decapitarlos, corriendo de este modo la misma suerte que el maestro
Bautista. De este modo, perseguido por los herodianos, Jesús salió del desierto y puso en
marcha su particular proyecto político-religioso-escatológico-apocalíptico-mesiánico-davídico
que acabó trágicamente en el Gólgota.

Leemos en Mc 1.14: «Después de que Juan fuera entregado…», es decir, el evangelista


narra primero los «cuarenta días en el desierto», cosa muy relacionada con la experiencia
histórica del pueblo de Israel, y después, tras esa cuarentena, pone en marcha la aventura
mesiánica de Jesús, a raíz de la detención y consiguiente decapitación de su maestro Juan el
Bautista.

Si Jesús era Dios, o el Hijo de Dios, el bautismo para la purificación de los pecados
suponía un problema, ¿cómo un ser divino podía ser bautizado para que se borrasen sus
pecados si la divinidad por definición carece de pecado? Marcospresente el bautismo del
Nazareno de forma sencilla, aunque con el elemento milagroso y numinoso de la paloma
descendiendo sobre Jesús junto a la voz de Dios: «Y por aquellos días vino Jesús de Nazaret
de Galilea y fue bautizado en el Jordán por Juan. Y en cuanto salió del agua vio que los cielos
se hendían y que un Espíritu como una paloma bajaba hacia él; y una voz surgió de los cielos:
"Tú eres mi hijo amado, en ti me he complacido» (1.9-11). En Marcos es justo en el momento
de bautismo donde Jesús es proclamado Hijo de Dios.
Como observa Antonio Piñero, Mateo «cae ya en la cuenta del problema teológico que
suponía el que un ser sin pecado, Jesús, hubiera recibido el bautismo para remisión de los
pecados por parte de Juan. Entonces enriquece la historia con un diálogo justificativo entre

53
Juan Bautista y Jesús»: «Entonces se presenta Jesús desde Galilea en el Jordán ante Juan
para ser bautizado por él. Y Juan se lo impidió diciendo: "¿Yo tengo necesidad de ser
bautizado por ti, y tú vienes a mí?". Y respondiéndole, le dijo Jesús: "Déjalo inmediatamente,
pues así es propio que cumplamos toda justicia". Entonces lo dejó» (3.13-15). También en esta
ocasión se pronunció el cielo diciendo: «Este es mi hijo amado, en quien me complazco» (v.
17). Si Juan vio el cielo abierto y oyó la voz de Dios refiriéndose a Jesús diciéndole «Este es mi
hijo amado», ¿por qué después duda de la mesianidad de Jesús? Por qué después duda en la
cárcel preguntándole a través de sus discípulos (los cuales, por cierto, parece que no se
unieron al grupo de Jesús): «¿Eres tú el que va a venir [es decir, el Mesías que restauraría
Israel] o esperamos a otro?» (11.3). Para Mateo Jesús es divino en el momento del nacimiento,
ya desde que nace es «Dios entre nosotros» (1.23).
Sostiene Piñero que Lucas «arregla aún más el cuadro. En primer lugar, antepone
cronológicamente a la escena del bautismo de Jesús la encarcelación de Juan Bautista (3,19-
20), de modo que cuando llegue para Jesús el momento de ser bautizado, Juan se halle en la
cárcel. Implícitamente el lector debería obtener la consecuencia de que Juan no pudo
bautizarlo. Inmediatamente después del encarcelamiento, Lucas describe la escena del
bautismo, sin nombrar a Juan»: «Herodes, el tetrarca, injuriado por él respecto a Herodías,
mujer de su hermano, y respecto a todo lo perverso que hizo Herodes, añadió esto a todo y
encerró a Juan en la cárcel. Y sucedió que mientras bautizaba a todo el pueblo, y al ser
bautizado Jesús y cuando rezaba, se abrió el cielo…» (3.19-21). Para Lucas, como en Mateo,
Jesús es Hijo de Dios desde que es concebido en el vientre de María (1.35). Sin embargo, en
los Hechos se dice, por boca de Pedro, «que Dios también hizo Señor y Cristo a este Jesús
que vosotros crucificasteis» (2.36), es decir, Dios «glorificó a su hijo» (3.13) tras la crucifixión
(ésta muy posiblemente era la posición de la Urgemiende, aunque para la iglesia-madre Jesús
no era el hijo de Dios, concepción que les era extraña, sino simplemente Mesías de Israel que
resucitado vendrá con poder y gloria para restaurar el Reino davídico).
Juan –continúa Piñero– «omite por completo la escena del bautismo y se limita a referir el
testimonio de Juan Bautista sobre Jesús»: «Al día siguiente se ve que Jesús se acerca a él y
dice: "Mirad, el cordero de Dios que quita el pecado del mundo [es decir, es Jesús como
cordero de Dios el que quita los pecados, y no Juan con sus bautizos]. Este es aquel que quien
dije: Detrás de mí viene un hombre que ha nacido antes que yo, porque era anterior a mí. Y yo
no lo conocía, sin embargo, para que se mostrara a Israel, para eso vine yo a bautizar
mediante agua [es decir, no para quitar los pecados, sino para anunciar la llegada de aquél que
sí los quita]» (1.29-31). Por eso el mismo evangelista le hace decir más adelante al Bautista:
«Es preciso que él medre y yo venga a menos» (3.30). Para Juan, Jesús es Hijo de Dios desde
antes de la creación del mundo: «En el principio estaba la Palabra, y la Palabra estaba con
Dios, y la Palabra era Dios» (1.1), es decir, Jesús como logos era preexistente: «Yo estoy
antes de que Abrahán naciera» (8.58).

Y concluye Piñero: «El lector puede observar cómo un problema teológico, el bautismo de
un personaje que se piensa sin pecado, Jesús, se va arreglando por medio de una
reelaboración progresiva de la historia, hasta llegar al Cuarto Evangelio, que evita el problema
omitiéndolo. Su autor no sólo elude la cuestión, sino que pone en boca de Juan Bautista unas
palabras sobre quién es realmente Jesús, propias de su teología, es decir, sólo concebibles en
momentos ulteriores de la vida del grupo cristiano, a saber, cuando ya era firme la creencia en
la resurrección de Jesús» (Piñero, 2011: 156-157).

2. Jesús frente Poncio Pilato: la utopía del Reino de Yahvé, o Sacro Imperio Judaico,
frente a la Realpolitik del Imperio Romano

Poncio Pilato fue el prefecto de la provincia de Judea desde el año 26 al 36 d.C., alzado al
poder por el antisemita Sejano (valido del Emperador Tiberio). Antes de él, tras el relativamente
breve gobierno del hijo de Herodes el Grande, Arquelao, como etnarca de Judea, Samaria e
Idumea (4 a.C-6 d.C.), fueron prefectos de Judea Ambíbulo (9-12 d.C), Rufo (12-15 d.C.) y
Grato (15-26 d.C.). Pilato no solía llevar su autoridad de mano de hierro desde Jerusalén sino
desde Cesarea Marítima, la cual desde el 13 a.C. la transformó Herodes el Grande en capital
civil y militar de Judea. Sin embargo, cuando llegaba la Pascua Pilato iba a supervisar y a
imponer el orden en la peligrosa Jerusalén, alojándose en la ciudadela de Herodes. El peligro
de la ciudad en esa fecha se debía a los –según Josefo– dos millones y medio de peregrinos –

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procedentes de lugares tan dispares como Partia, Babilonia, Chipre o Libia– que llegaban a la
ciudad, si bien es posible que la cifra sea una exageración del historiador judeorromano.

La curiosa «entrevista-juicio» que tuvo Pilato con Jesús fue en el Praetorium, lugar
situado en la elevada plataforma del exterior de la ciudadela de Herodes, que a la sazón era el
cuartel general de los romanos. Según los cuatro evangelios canónicos, Pilato consideró a
Jesús «justo», diciendo: «soy inocente de esta sangre; vosotros veréis» (Mt 27.24). A lo que los
judíos (ya no sólo la aristocracia sacerdotal sino, esquizofrénicamente, la misma gente que lo
recibió entusiásticamente el Domingo de Ramos, dando a entender el evangelista que Jesús no
era el Mesías marcial esperado por las masas judías) terminaron diciendo: «¡Su sangre sobre
nosotros y nuestros hijos!» (v. 27). De este modo, Pilato queda en los evangelios como un
estúpido, como un bobo que no se entera de las circunstancias y no sabe qué hacer con el
Nazareno, dejando al pueblo elegir, como si la crucifixión del visionario de Galilea fuese un
plebiscito democrático o algo por el estilo. Más increíble aún es cuando Pilato le dice a los
judíos, refiriéndose a Jesús, «Tomadlo vosotros y crucificadlo» (Jn 19.6), como si los judíos
tuviesen potestad para crucificar (castigo ejemplar que los romanos llevaban a cabo contra los
sediciosos) y no lapidasen a los que consideraban blasfemos, aunque, al fin y al cabo, la
blasfemia tenía repercusiones políticas (aunque no es nada seguro si el Sanedrín tenía
potestad para condenar a muerte a cualquier judío que blasfemase).
Parece claro que los evangelios, empezando por el de Marcos, eran, como sostiene S. F.
G. Brandon, una apología ad christianos romanos. En ellos no podían sentenciar a Pilato y a
Roma como los asesinos de Jesús, pues sus intenciones consistían en divulgar en la
conciencia popular (las masas populares paganas del Imperio Romano junto a los «temerosos
de Dios») una nueva religión de salvación, siendo el mensaje original de Jesús –la
independencia de Israel en un utópico Reino escatológico y apocalíptico pero en la tierra–
completamente suprimido. También el libro de los Hechos señala como cosa importante la
inocencia de Pilato en 3.13: «El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de
nuestro padres, glorificó a su hijo Jesús al que vosotros entregasteis y negasteis ante Pilato,
que resolvía dejarlo libre».
En Juan Jesús dice que su Reino «no es de este mundo» (18.36), a lo que Pilato tendría
que haber respondido: «¡Por supuesto que no!» (eso fue lo que le dijo el actor David Bowie en
el papel de Poncio Pilato en la película La última tentación de Cristo de Martin Scorsese
[1988]). Después Pilato le pregunta qué es la verdad, dando el Nazareno la callada por
respuesta. Si los evangelios son textos revelados por Dios a los hombres, ¿por qué no
revelaron el significado de la verdad? Y para más inri (nunca mejor dicho) Pilato colocó en la
cabecera de la cruz la inscripción Iesus Nazarenus Rex Iudearoum, «Jesús de Nazaret Rey de
los Judíos» (19.19). La inscripción de la cabecera de la cruz que, según Juan la escribió el
mismo Pilato («He escrito lo que he escrito», dice en 19.22 un tanto enojado), es verosímil;
pues los romanos tenían la costumbre de escribir la causa por la que el reo era crucificado: la
razón de la mors aggravata. Reos como Jesús eran castigados por una ley denominada
técnicamente Lex Julia lesae maiestatis, que significa «Ley Julia acerca de la majestad
ofendida», ley que empezó a promulgarse en tiempos de Augusto (aunque también se
denominaba laesa maiestas populi romani); la cual, por cierto, tenía un componente religioso,
debido al culto al Emperador como autoridad religiosa. Condenas que se llevaban a cabo o
bien en la hoguera, o bien en el circo en lucha contra las fieras o bien con la crucifixión pública.
Evidentemente, si Jesús hubiese logrado sus propósitos, Pilato sería liquidado. Luego
Pilato condenó a Jesús siendo eso su deber, pues las intenciones de Jesús consistían en
restaurar el Reino de David y expulsar la ocupación extranjera, cosa que como es evidente no
interesaban a Pilato. El prefecto se lavó las manos; pues, como bien nos informan Filón de
Alejandría y Flavio Josefo, era bastante cruel con los rebeldes judíos, y más siendo galileos,
siendo tildado por Herodes Agripa en una carta a su amigo el Emperador Calígula como un
político de «un carácter inquebrantable y despiadadamente duro», cuyo gobierno estuvo
caracterizado por «la corrupción, la violencia, el robo, la opresión, las humillaciones, las
ejecuciones constantes sin juicio y una crueldad ilimitada e intolerable» (citado por Vidal, 2010:
224). «Ya había provocado la indignación de los judíos cuando ordenó a sus tropas que
desfilaran por Jerusalén luciendo la imangen del emperador en sus escudos. Herodes Antipas
encabezó varias delegaciones en las que solicitó su retirada. Siempre "inflexible y cruel", Pilato
se negó y cuando más judíos protestaron, lanzó contra ellos a su guardia, pero los delegados
se echaron en tierra y dejaron su cuello al descubierto. Pilato retiró entonces las imágenes
ofensivas» (Montefiore, 2012: 150-151). E inflexible y cruel también lo retratan los propios

55
evangelios refiriéndose a los dieciocho galileos sobre los que cayó la torre en Siloé, al sur del
Templo: «Se presentaron algunos en aquella ocasión que le estaban informando sobre los
galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios [a los dioses paganos]» (Lc 13.1).
Por tanto, como afirma Puente Ojea, Pilato vería con buenos ojos la detención de Jesús, pues,
al fin y al cabo, lo que el Nazareno quería era ocupar su puesto y, en última instancia, el puesto
del César.
Por otra parte, es completamente falsa la tradición romana de soltar a un preso en
pascua. En toda la historia del derecho romano no hay nada de eso. Posiblemente Barrabás
fuese un terrorista zelota que estaría implicado en la «sublevación» que menciona Marcos en
15.7. Marcos dice que en la sublevación hubo asesinatos, y muy posiblemente murieron
soldados romanos. En Mc 15.13 Pilato reconoce que Barrabás era «el malo». En el versículo
15 el evangelista añade que Pilato quería darle «satisfacción a la muchedumbre», cosa
absurda viniendo de un prefecto tan severo contra los sediciosos como era Poncio Pilato. En
Mc 15.9 Pilato le pregunta a la «muchedumbre»: «¿Queréis que os libere al rey de los
judíos?». Pregunta estúpida; porque, al parecer, Pilato, según el evangelista, sabía que los
sumos sacerdotes envidiaban a Jesús; y no es que lo envidiasen, sino que lo temían; pues una
sublevación popular de tintes mesiánicos pondría en muy mal lugar a aquellos sacerdotes que
habían colaborado con los romanos, y no sólo eso sino que este tipo de cosas harían que si no
se tomasen las duras medidas oportunas los sediciosos mesiánicos calentarían el ambiente
para una gran sublevación, como terminaría ocurriendo a partir del 66 con los zelotas; por eso
dice el prudente Caifás (cuyo sacerdocio data del año 18 al 36) que más vale que «un hombre
muera a favor del pueblo y no perezca toda la nación» (Jn 11.50). Mateo añade con respecto al
relato de Marcos la participación de la mujer de Pilato, para suavizar aún más la imagen de los
romanos: «Nada hay entre tú y ese justo; pues sufrí mucho hoy en un sueño a causa de él» (Mt
27.19).
La estupidez de Pilato llega al colmo en el evangelio de Lucas. En dicho evangelio vemos
como los sumos sacerdotes, apoyados por un fantasioso pueblo, detienen a Jesús y lo mandan
a que lo juzgue el cónsul romano. «Hemos cogido a este revolviendo a nuestra nación e
impidiendo pagar los tributos al César y diciendo que él es el rey ungido [ungido de aceite
según el ritual judío, como se ve en Mt 26.6-12]» (Lc 23.2). Entonces Pilato le pregunta al
Nazareno si es el Rey de los judíos, y Nazareno sale con un escueto «Tú lo dices» (v. 3), y de
repente Pilato no ve delito alguno, lo ve así perfectamente: ¡ve perfectamente la existencia de
éste que «Solivianta al pueblo enseñando por todo Judea, comenzando desde Galilea hasta
aquí» (v. 5)! Lucas dice que Pilato, al enterarse de que Jesús era galileo, lo mandó para que lo
juzgase Herodes Antipa, pues el tetrarca casualmente andaba por esos días en Jerusalén,
alojándose en el palacio de los asmoneos (posiblemente debido a la Pascua, pues en esta
fecha todos los judíos solían visitar Jerusalén). Nada sobre Herodes dicen Marcos y Mateo, y
tampoco Juan. Añade Lucas que Herodes se alegró mucho de ver a Jesús, pues había oído
hablar mucho de él, «y esperaba ver algún signo hecho por él» (v. 8). Aquí Lucasse contradice
con respecto a lo que dice en 13.31, donde los fariseos advierten a Jesús de la llegada de la
guardia de Herodes: «En aquella ocasión se acercaron algunos fariseos para decirle: "Sal y
márchate de aquí, que Herodes quiere matarte"». Pero Herodes despreció al Nazareno y lo
mandó de vuelta a Pilato, presionado por los sumos sacerdotes y los escribas, porque querían
que Pilato lo crucificase, cosa que no podía hacer Herodes (aunque bien es cierto que Herodes
decapitó al Bautista, pero posiblemente, como dijimos, por petición romana, y en su propio
territorio). Lucas afirma que después de esto Herodes y Pilato se hicieron amigos, «pues
anteriormente habían estado enemistados entre sí» (23.12). En boca de Pilato el tercer
evangelista escribe que tanto él, Pilato, como Herodes no hallaron culpa en Jesús y «nada
digno de pena capital hecho por él» (v. 15), y tenía la intención de soltarlo una vez reprendido,
pero la muchedumbre le pidió a Pilato que soltase a Barrabás, «el cual había sido llevado a la
cárcel por una revuelta ocurrida en la ciudad y un asesinato» (v. 19).
Jesús se presenta como el Rey de los judíos (que inevitablemente iba contra Roma y sus
cómplices) y Pilato se queda como si nada, como si el reinado de Jesús no fuese contra él ni
contra el César. Pero el César y el Mesías, desde las coordenadas del Jesús
histórico realmente existente, no cabían en este mundo. Parafraseando a Quinto Curcio cuando
se refería a Darío y Alejandro Magno: así como el en cielo no caben dos soles ni dos dioses, en
la tierra prometida no caben dos reyes. El Mesías y el César eran sin más incompatibles, en
plan quien no está conmigo está contra mí, como muy bien sabía Jesús. Luego tenían razón
los judíos cuando le advirtieron a Pilato: «Si liberas a este no eres amigo de César; todo aquel
que se proclama rey se opone al César» (Jn 19.12), y añaden después «no tenemos otro rey

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que el César» (v. 15). Pero Pilato, el Pilato bobo evangélico, el Pilato de la propaganda
cristiana, se lavó las manos y se desentendió del juicio, viéndolo como cosas de judíos,
asuntos ajenos a la potestad de Roma, como si un judío que se presentase como el Rey de los
mismos fuese ajeno a los quehaceres eutáxicos de la política imperial. Como se pregunta
Puente Ojea (2001a: 171): si Pilato se comportó tal y como lo presentan los evangelios,
«¿cómo habría justificado tan insensata conducta en el periódico informe que debía enviar a su
emperador?». Pilato reconoció ser «inocente de la sangre de este justo» porque Roma no
podía quedar como culpable; pues, como le hace decir Juan a Jesús refiriéndose a Pilato, «el
que me entregó a ti tiene mayor pecado» (19.11). Por tanto, que la sangre de Jesús recayese
entonces en el pueblo judío que no creyeron en él como redentor de Israel y del mundo
(posiblemente el evangelista se refiere a los judíos conciliados en Yamnia, como hemos visto).
Por si fuera poco, como ya hemos visto, el tonto de Pilato hizo, según la patraña
evangélica, lo que ningún político romano y posiblemente de toda la historia se atrevió a hacer:
soltar gratuita y arbitrariamente a un sedicioso que conspira contra el Estado. Como ocurría en
cada Pascua, según los evangelios, no ya el poder romano sino «vosotros» (Jn 18.39), los
judíos, tenían la asombrosa costumbre de soltar a un preso; pero el «pueblo», que, como
hemos dicho, esquizofrénicamente había apoyado a Jesús antes de su pasión –recibido
triunfalmente en Jerusalén el Domingo de Ramos– decidió que habría que soltar a «un preso
famoso llamado Jesús Barrabás» (Mt 27.15), el cual muy posiblemente fuese un zelota o un
sicario, es decir, un judío sedicioso, según dice Lucas. Barrabás, según el propio evangelista
siguiendo a Marcos y a Mateo, había participado horas antes en una revuelta en la que se
había acabado con varios centuriones; luego lógicamente fue detenido por sedición y
homicidio. Por tanto, Barrabás era un judío piadoso y fundamentalista declarado enemigo de
Roma (hostis), no era, como se dice en Jn 18.40, un simple «bandolero» o, como dice César
Vidal (2010:227), «un delincuente común» o «un simple delincuente», sino un preso político
muy peligroso para el orden público. El hecho de que las exaltadas masas pidan la liberación
de Barrabás muestra la popularidad del movimiento zelota por aquel entonces, aunque es cosa
totalmente increíble, como se lee en Marcos, que los sumos sacerdotes soliviantasen al pueblo
para que Roma soltase a Barrabás. Como sostiene Brandon, «parecería que el movimiento de
Jesús y el de los zelotas convergieron en una acción revolucionaria en Jerusalén. Pues el
asalto de Jesús contra la autoridad de la jerarquía en el Templo parece haber coincidido con un
alzamiento zelota en la ciudad. Cualquiera que pueda haber sido la relación entre los dos
ataques, Jesús fue crucificado en el Calvario entre los leistai, que eran probablemente zelotas,
sus compañeros en el pago de aquella última pena por rebeldía contra Roma» (citado por
Puente Ojea, 2001a: 185). Así pues, no se suelta a un reo por ser Pascua y menos si ese reo
es un declarado enemigo del Imperio de los Césares. Es más, la liberación de Barrabás no está
atestiguada históricamente por otras fuentes (igual que la matanza de inocentes de Herodes el
Grande, que es más bien una historia teológica basada en las «vidas paralelas» de Moisés y
Jesús, pues también Moisés fue perseguido desde la cuna, y el retorno de Jesús de Egipto
recuerda al Éxodo, presentándose así Jesús como el nuevo Moisés, el verdadero y definitivo
liberador; pero si la matanza de inocentes hubiese ocurrido, sin duda alguna Flavio Josefo nos
habría informado, pero nada dice al respecto, y también es absurdo pensar en una matanza de
niños por creer que uno de ellos es el Mesías).
Juan quiere hacer ver a sus lectores que la misión de Jesús no tenía nada que ver con
asuntos políticos, porque su Reino estaba allende la tierra prometida y la tierra entera, en el
cielo divino ultramundano situado «más allá del horizonte de las focas». Pero las intenciones
del Jesús histórico fueron diametralmente opuestas a la afirmación del cuarto evangelista y a la
interpretación paulina de la vida del Nazareno; pues su Reino, el Reino davídico escatológico,
sólo podía ser de este mundo, en el paraíso terrenal, una vez que los judíos piadosos se
arrepintiesen sinceramente de sus pecados y de sus infidelidades, y así Yahvé les ayudaría en
la batalla final contra el extranjero (el Imperio Romano) y sus cómplices (saduceos y
herodianos fundamentalmente) que ocupan la «tierra prometida», «la tierra donde fluye leche y
miel». Luego según esta visión el Reino estaba a punto de llegar, pero no llegó el susodicho
sino el tormento de la cruz para los que querían restaurarlo (Jesús y Barrabás, y posiblemente
algunos más).
Me aventuro a decir, en relación con la comentada sublevación de Barrabás, que es
posible que el grupo de Jesús pactase con los zelotas y juntos (solidarios frente a terceros y
cuartos) intentasen la ingenua idea de implantar el Reino de Dios frente a la todopoderosa
Roma. Jesús y los suyos se ocuparían de los sacerdotes en el Templo (para purificarlo) y los
zelotas de los soldados romanos. Pero el Reino no llegó y los dos cuyo nombre era Jesús

57
(Barrabás –Bar Abba: «hijo del padre»– y «el llamado el Cristo») terminaron no ya en el trono
davídico y en un banquete mesiánico de hartura y regocijo material y espiritual, sino clavados
con un dolor espantoso y apabullante en el tronco antimesiánico de la crucifixión. Aunque
podría ser que el relato de Barrabás fuese una historia teológica (como los relatos de la
infancia en Mateo y Lucas), y por tanto no sería casualidad que el nombre de Barrabás
signifique «hijo del padre», así como Jesús es «el Hijo del hombre» y «el Hijo de Dios Padre»,
tratando así de contrastarse en el relato las figuras del Mesías de la guerra del judaísmo radical
antirromano y la del Mesías de la paz evangélica que trae la buena nueva a los gentiles.
Incluso me atrevería a decir que Judas Iscariote era zelota o tenía mucha relación con
ellos (o puede que fuese el hombre que sirviese de intermediario para el pacto entre las dos
sectas, como podría serlo también Simón el zelota). Ya hemos dicho que la rama radical del
zelotismo eran los sicarios, zelotas armados con sicas y dispuestos a dar su vida por la llegada
del Reino, pues pensaban que con su valor Yahvé les recompensaría enviándoles ángeles que
pondrían a los romanos en su lugar. Pues bien, «Iscariote» es la transcripción griega de la
denominación latina «sicarius» (ho sikarios llamaban en tono despectivo los romanos a los
zelotas), luego es posible que un discípulo de Jesús, para más inriuno de los doce, fuese un
zelota de la rama más peligrosa y radical de la secta antirromana más fanática. Desde una
posición apologética y protestante, como es la de César Vidal, el sobrenombre «Iscariote»
deriva de «Ishkariot», lo cual significa «"hombre de Kariot", un pequeña localidad judía no lejos
de Hebrón (Josué 15,25). Así Judas sería el único discípulo del grupo de los Doce procedente
de Judea, mientras que los otros eran galileos» (Vidal, 2010: 101). Es posible que, una vez que
los zelotas hubiesen sido derrotados por los centuriones, estos atrapasen a Judas y, como
hombre adherido a las dos sectas, les soplase quién era Jesús y dónde se escondía (en el
Monte de los Olivos, Getsemaní). Como dice Marcos, Judas fue con una cohorte para
encontrar a Jesús, y no se va con una cohorte para buscar a un hombre o un grupo
desarmado. Marcos y Mateoafirman que Judas se arrepintió y devolvió las «treinta monedas de
plata» a los sumos sacerdotes porque eran precio de sangre. Pero me parece que es posible
que el Iscariote no planeó su soplo con los del Sanedrín, sino con los propios romanos, y no a
cambio de treinta monedas de plata, sino por salvar su vida. Una vez atrapado
Jesús, Marcos dice que Judas, siguiendo con su arrepentimiento, se suicida ahorcándose. Pero
si no fue como dice la Biblia –es decir, que Judas colaboró con el Sanedrín y se arrepintió
terminando en el suicidio– sino colaborando con los romanos directamente, entonces es
posible que, una vez en desarme y cautivo el «ejército» galileo, las tropas imperiales se
deshiciesen de Judas ahorcándolo, ante las quejas y súplicas de un Judas que dio su palabra:
«Nosotros también damos nuestra palabra: Roma no paga a traidores», como se ve en la
película Emilio Ruíz Barrachina El discípulo. Aunque bien mirado, para la realización del dogma
de la muerte vicaria de Jesús por los pecados de los hombres, hay que darle la razón al cura
de la película española El día de la bestiadirigida por Alex de la Iglesia (1995) cuando sostiene
que «hay que ser como Judas, hay que traicionar a Cristo para que la salvación sea posible».
Puede también que lo que se relata sobre Judas sea más bien una historia teológica,
pues se cita al profeta Zacarías (11.13) y al Éxodo (9.12), para que así se cumpliesen las
escrituras: «Y tomaron treinta monedas de plata, el pago del vendido al que vendieron de los
hijos de Israel, y las dieron para el Campo del alfarero, según me ordenó el Señor» (Mt 27. 9-
10). Aunque Judas también viene a representar al pueblo Judío, el pueblo que traicionó a su
Mesías, el «pueblo deicida» (el pueblo de los que se reunieron en Yamnia y condenaron a los
cristianos como herejes incorregibles).

3. La tragedia del Gólgota y el mito de la resurrección

La crucifixión era el castigo ejemplar que Roma daba a los sediciosos, la condena más
vergonzosa y humillante. Pero la misma no fue un invento romano: tuvo su origen con Dario el
Grande, y fue adoptada por los griegos; «Alejandro Magno crucificó a los tirios; Antíoco
Epífanes y el rey judío, Alejandro Janeo, crucificaron a los jerosolimitanos rebeldes; los
cartagineses crucificaron a los generales insubordinados; y en el año 71 a. C., Craso celebró
su victoria sobre Espartaco crucificando a seis mil esclavos rebeldes a lo largo de la Vía Apia»
(Montefiore, 2012: 153).

Roma no crucificaba a un sujeto por las buenas, gratuita y arbitrariamente. Si Jesús fue
crucificado es porque había un buen motivo. Y en realidad el único motivo que había para

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crucificar a un sujeto era el de ser condenado por sedición. Luego Jesús fue un sedicioso, y
eso lo sabemos con seguridad, pues precisamente el dato más seguro que conocemos sobre
Jesús es que fue crucificado. Ahora bien, la crucifixión es un procedimiento demasiado cruel.
Quizá con decapitarlo como a su maestro Juan el Bautista hubiese sido suficiente; aunque no
niego que, para la perseverancia de la eutaxia de esta conflictiva provincia del Imperio, un buen
escarmiento a aquellos que se rebelasen contra Roma pudiese servir de ejemplo para
atemorizar a los fanáticos (quizá así el temor a Roma fuese más potente que el temor a
Yahvé). Si alguien osaba sublevarse contra Roma lo iba a pagar con la muerte tras el más
horroroso de los suplicios, tal y como se hizo con los citados seis mil esclavos rebeldes
encabezados por Espartaco. Sujetos de sedición como Jesús el Nazareno de Galilea eran
aparentemente poca cosa para ese gran Imperio generador que no cazaba moscas, pero
potencialmente eran un peligro; 30 años después ese peligro se actualizó y terminó con todo el
pueblo; justo lo que lo que Juan le hace decir al sumo sacerdote Caifás como justificación para
la detención y entrega de Jesús a manos de las autoridades imperiales: que «un hombre muera
a favor del pueblo y no perezca toda la nación» (11.50). Era necesario crucificar a Jesús; y
aunque a nosotros el hecho de crucificar a alguien pueda resultarnos excesivamente cruel, que
sin duda lo es, para la pax romana supuso un sacrificio prudente.
Aun así, los evangelios tratan de inculpar a Roma, como si la crucifixión del Nazareno no
hubiese sido una cuestión de eutaxia estatal sino un ajuste de cuentas intrajudío por un asunto
de blasfemia (aunque, como hemos dicho, la blasfemia también tenía repercusiones políticas).
El Nazareno –pese a Lc 23.2– no es retratado como sedicioso sino como blasfemo, cosa
impensable si se trata de un judío tan piadoso tal y como hemos visto; y si hubiese sido
blasfemo entonces no se le hubiese condenado a cargar con su cruz, sino que hubiese sufrido
la lapidación, como fue el caso de Esteban (Hch 6.8-7.60).

Los reos de crucifixión no eran bajados de inmediato tras su muerte, sino que seguían
colgados en el madero hasta podrirse y ser pasto de los buitres.

Hay que tener en cuenta, y esto está en Marcos –y también en Mateo–, que el primero en
corroborar la filiación divina de Jesús fue un centurión romano, cuando dijo, una vez muerto:
«Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (15.39). Pero, a decir verdad, como bien se
constata en el versículo 34, el Nazareno estaba sufriendo no sólo físicamente sino también
moral y psicológicamente. Y si no, cómo se explica aquello de: «¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me abandonaste?», versículo que es una cita del Salmo 22, salmo escatológico en que se
proclama la restauración del Reino de Israel sobre sus enemigos: «Se acordarán, y se volverán
a Yahvé todos los confines de la tierra, y todas las familias de la naciones adorarán delante de
ti [eso significaría el final de la idolatría y del paganismo y sus reinos]. Porque de Yahvé es el
reino [el Sacro Imperio Judaico], y él regirá las naciones». Y esos eran
los planes y programasdel Nazareno que terminaron clavados en el Gólgota. Como dice el
salmista: «He sido derramado como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron; mi corazón
fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas. Como un tiesto se secó mi vigor, y mi
lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte» (vv. 14-15). De este
modo, Jesús sufrió en su calvario el azote inmisericorde del paganismo, y en con semejante
fracaso entregó su alma a Dios. (Quiero decir que se murió).
Jesús contaba con el Reino, la crucifixión no entraba en sus cálculos, jamás contó con su
calvario, y su crucifixión jamás tuvo un sentido soteriológico para la humanidad, cosa de la que
el primero en extrañarse sería el Nazareno mismo. Lo último que podría hacer colgado en la
cruz es salvar a la humanidad de sus pecados. Jesús esperaba el Reino y se encontró con
Roma y la crucifixión; después, en su nombre, se esperaría la parousía y vino la Iglesia, una
institución postapostólica instalada en el seculum y hecha para durar en la tierra; una Iglesia
mundana y desescatologizada que otorgaba los sacramentos para la salvación siendo así una
maquinara burocrática-sacramental cuyo pecador sería todo aquel que no obedeciese al poder
imperial, justo lo contrario de lo que pensaba el Nazareno, para el cual el pecador era el que se
sometiese al poder romano. De modo que los finis operantis de Jesús, lo que el Nazareno se
proponía, sus intenciones subjetivas (aunque moldeadas desde la plataforma ideológica de
la locura objetiva del mesianismo judaico que se venía cociendo en Israel desde hacía cuatro
siglos y que funcionaba a toda máquina in medias res en el siglo I), es decir,
los planes y programas del visionario de Nazaret basados en las anamnesis del judaísmo
apocalíptico, se opusieron a los finis operis. Dicho de otro modo: los fines objetivos de su

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acción por la aldeas de Galilea y por Jerusalén se encarnaron de manera inesperada en la
tragedia del Gólgota, tragedia que transformó la obra de Jesús en el mito oscurantista y
confusionario de un sacrificio vicario por toda la humanidad que liberaría a ésta del Pecado
Original de Adán y Eva en el Paraíso; algo que estaba a años luz de las prolepsis del
Nazareno, que no consistían en morir en la cruz para un sacrificio vicario, «porque es maldito
de Dios el que está colgado del madero» (Dt 21.23), sino en triunfar con el auxilio divino contra
las tropas romanas e inaugurar el Reino; pero aunque Jesús no hubiese sido sacrificado «¿no
habría que concluir que su vida sólo fue un pseudo sentido, o un contrasentido?» (Bueno,
1996b: 415).
He aquí un ejemplo claro de que los finis operantis y los finis operis nunca coinciden
completamente, porque la historia no es un proceso autodirigido por el hombre, el cual no
puede tomar las riendas del destino, por así decir, y conquistar las claves de su autodirección,
dada la biocenosis realmente existente que entreteje la dialéctica de clases y la dialéctica de
Estados en la que no cabe la armonía ni el consenso universal. Como dice Puente Ojea (2007:
177): «El Mesías esperado y aclamado acaba su vida en la Cruz como reo de sedición. Un
Mesías humillado, fracasado en cuanto al cumplimiento de su oráculo mesiánico, no era un
Mesías. Mesianidad y triunfo eran notas indisolubles de un mismo concepto, de una misma fe.
Sólo una hermenéutica audaz, e inverosímil en el seno del judaísmo, podía funcionar como
respuesta, pero esta respuesta transmutaba radicalmente la fe del propio Nazareno mientras
vivió y de los que le seguían». Pablo, desde su teología de la cruz, soluciona la maldición del
que cuelgan en el madero de Dt 21.23 afirmando que Jesús, como Hijo de Dios, en su sacrificio
en la cruz asume la maldición de la Ley, porque dicho sacrificio significaba precisamente la
liberación de la maldición de la Ley, porque ésta esclaviza a los hombres. Pablo cita Dt 21.23
en Gál 3.13 afirmando que Cristo, al redimir a los hombres de la «maldición de la Ley» se hizo
«por nosotros objeto de maldición». «San Pablo, cuando persigue a Cristo en la Iglesia,
comprende que la cruz no es "una maldición de Dios" (Dt 21, 23), sino sacrificio para nuestra
redención» (Ratzinger, 2008).
Los cuatro evangelios afirman que Jesús fue sepultado por José de Arimatea, supuesto
miembro del sanedrín y supuesto rico. En Marcos José es retratado, efectivamente, como un
miembro del sanedrín, y a su vez se le insinúa como partidario del grupo de Jesús, pues
«estaba a la espera del reino de Dios» (15.43). En Mateo se dice ya explícitamente que José
era «discípulo de Jesús» (27.57), pero no se menciona su pertenencia al sanedrín. Lucas sí
menciona la pertenencia de José al sanedrín, aunque discrepó de la «decisión y hechos»
(23.50) del consejo para apresar al Maestro. Y, por último, Juan hace de José, junto a
Nicodemo, un discípulo oculto «por miedo a los judíos» (19.38), sin mencionar si pertenecía o
no al sanedrín. Por tanto, según los evangelios, Jesús fue sepultado por este José de
Arimatea, del cual no sabemos con certeza si era o no miembro del consejo del sanedrín que
planeó la detención de Jesús. Sólo en Mt 27.57 se dice de José que era «un hombre rico».
El profesor Gabriel Andrade, en las páginas de El Catoblepas, da, a mi juicio, buenos
argumentos para al menos dudar de la existencia de este José de Arimatea: «El historiador J.
D. Crossan ha documentado que la usanza romana era no enterrar a los criminales ejecutados
en la crucifixión. Los cadáveres eran bajados de la cruz y abandonados como comida para
perros y aves. Crossan admite que pudo haber alguna excepción a esta regla, pero Jesús no
habría sido un buen candidato para esta excepción, pues no contaba con el respaldo de alguna
figura influyente que apelara a las autoridades romanas para conseguir que permitieran la
sepultura. Por razones que veremos más adelante, es plausible que José de Arimatea sea un
personaje ficticio, de manera tal que el cuerpo de Jesús, en ausencia de amigos influyentes,
habría sido abandonado y devorado por animales». Y continúa: «Si Jesús no fue enterrado, o
fue enterrado en una fosa común, ¿cómo podríamos explicar los relatos sobre José de
Arimatea? Quizás sean ficticios, un añadido posterior; e incluso, quizás José de Arimatea no
sea un personaje real; habría sido inventado para paliar la humillación de un entierro en una
fosa común, o el haber sido devorado por los perros. Nuestra fuente más temprana, Pablo, da
testimonio de que el cuerpo de Jesús fue enterrado, pero no menciona nada respecto a José
de Arimatea y su tumba. Esto podría ser un indicio de que la historia sobre José de Arimatea
habría sido un añadido posterior, pues aparece por primera vez en el evangelio de Marcos,
escrito unos veinte años después de las epístolas de Pablo, y unos cuarenta años después de
la crucifixión» (Andrade, 2010: 102).

Efectivamente, el primero que escribe sobre el entierro de Jesús es Pablo en I Cor 15.4.
Aquí dice el tarsiota que Jesús «fue sepultado», pero no especifica si fue en una tumba

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particular o en una fosa común (tampoco menciona a José de Arimatea). A continuación, de los
versículos 5 al 8, dice que tras resucitar «se apareció a Cefás [es decir, a Pedro], y después a
los once Apóstoles. Posteriormente se dejó ver en una sola vez por más de quinientos
hermanos juntos, de los cuales, aunque han muerto algunos, la mayor parte viven todavía. Se
apareció también a Santiago, y después [otra vez] a los Apóstoles todos. Y a mí, como a
abortivo, se me apareció después que a todos». Vemos cómo Pablo no menciona a ninguna
mujer en las primeras apariciones (sin querer negar con esto que entre esos «quinientos
hermanos» podría haber también algunas «hermanas»), pero según Pablo los primeros en
verlo fueron Pedro y los demás apóstoles.

Sin embargo, en Marcos un joven «vestido con traje blanco» (16.5) anuncia a María de
Magadala, María la de Jacobo y a Salomé que Jesús ha resucitado. Pero en el añadido del
abrupto final del primer evangelio que va del versículo 9 al 20, que «son una copia de pasajes
de Mateo y Lucas con teología muy cercana a Juan» (Piñero, 2009: 44), se afirma que Jesús
«se apareció primero a María Magdalena» (v. 9), la cual al comunicarle la noticia a los
apóstoles no fue creída. Dice el Catecismo que «Los Apóstoles no pudieron inventar la
Resurrección, puesto que les parecía imposible» (2005: 127).
En Mateo es María Magdalena y «otra María» (28.1) las que ven a «un ángel del Señor
que bajó del cielo» (v. 2) anunciándoles la resurrección, pero Jesús apareció no sólo ante la
Magdalena sino también ante la otra María diciéndoles: «¡Salud!» (v. 9). Después, en un monte
de Galilea, se les apareció a los once discípulos, «pero algunos dudaron» (v. 17).
En Lucas «las mujeres que lo habían seguido, las que habían venido de Galilea con él»
(23.55), que eran «María Magdalena, Juana y María la de Jacobo y las restantes con ellas»
(24.10), fueron anunciadas de la resurrección del Maestro por dos hombres «con ropa blanca
brillante» (v. 4), no siendo creídas por los apóstoles, los cuales consideraron el anuncio como
«una tontería» (v. 11), quizá porque en una sociedad tan patriarcal como la judía el testimonio
de las mujeres valía muy poco o más bien nada, pues ni siquiera valían como testigos en un
proceso judicial, aunque sí en el caso de que no hubiese ni un solo hombre como testigo.
Pedro, entonces, corrió hacia el sepulcro, y al ver sólo las vendas sin el cuerpo se asombró.
Más adelante, los dos caminantes hacia Emaús comentan que los demás apóstoles vieron lo
mismo, pero a Jesús «no lo vieron» (v. 24). Al principio los caminantes no reconocieron a Jesús
con sus ojos (v. 16), pero en el versículo 31 sus ojos se abrieron y le reconocieron. Cuando
llegaron a Jerusalén vieron a los apóstoles predicando la resurrección de Jesús, pues éste se
le había aparecido «en una visión a Simón [es de suponer que este Simón es Pedro, lo cual
coincidiría con el testimonio de Pablo]» (v. 34). Y después se situó Jesús entre ellos y les dijo:
«Paz a vosotros» (v. 36), y se les aparece tal y como era en vida y no con forma de espíritu, y
pensando el evangelista contra los docetistas gnósticos le hace decir ad hoc al Jesús redivivo:
«Mirad mis manos y mis pies, porque soy el mismo; tocadme y ved que un espíritu no tiene
carne y huesos como veis que tengo yo» (v. 39), y después se puso a comer un pescado
asado.
En Juan María Magdalena va sola al sepulcro y lo encuentra vacío, comunicándoselo
inmediatamente a Pedro y al enigmático discípulo amado: «Se llevaron a Jesús del sepulcro y
no sabemos dónde lo pusieron» (20.2). Pedro y dicho discípulo vieron el panorama y volvieron
a casa, pero María se quedó sola llorando fuera del sepulcro y cuando se asomó al mismo vio
«a dos ángeles vestidos de blanco, uno junto a la cabecera y otro junto a los pies, donde
estuvo el cadáver de Jesús» (v. 12). María se da la vuelta y sin reconocer a Jesús, pensando
que era el guardia del huerto, éste le pregunta por qué llora. Jesús la llama por su nombre y
ella enseguida lo reconoce y le dice en hebreo: «Rabbuní» (v. 16). Y Jesús le dice: «Deja de
tocarme, pues todavía no he subido hacia mi Padre» (v. 17). A la tarde se le apareció a los
discípulos, menos a Tomás, el llamado Gemelo, que no se encontraba allí en ese momento, y
no creyó en la resurrección del Maestro porque no lo había visto: «Si no veo en sus manos la
herida de los clavos y meto mi dedo en la herida de los clavos y meto mi mano en su costado,
no lo creeré de ninguna manera» (v. 25). Ocho días después volvió Jesús y esta vez sí que
estaba allí Tomás, y Jesús al verlo le dice que meta su dedo en la herida de los clavos y su
mano en su costado para que no sea incrédulo sino creyente. Vemos, pues, cómo Juan habla,
al igual que Lucas, de una grosera resurrección carnal (sólida) y no simplemente espiritual
(vaporosa o invisible), pensando también contra el docetismo gnóstico herético. «Su cuerpo
resucitado es el mismo que fue crucificado, y lleva las huellas de su pasión» (Catecismo, 2005:
129). Después se le apareció en el mar de Tiberíades a Simón Pedro, a Tomás, a Natanael el
de Caná de Galilea, a los hijos de Zebedeo, al discípulo amado y otros dos de sus discípulos

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(21.2). Y aquella vez fue la tercera «que se apareció Jesús a los discípulos una vez resucitado
de los muertos» (v. 14). Según Marcos (aunque en el añadido) y Juan, la primera persona que
vio a Jesús resucitado fue María Magdalena. Para una Iglesia tan puritana y antifeminista debía
de ser molesto, por no decir insoportable, que todo el maravilloso edificio teológico del dogma
de la resurrección dependiera, en última instancia, del testimonio de una prostituta.

«Según los apologistas, el hecho de que los primeros cristianos no veneraron la tumba de
Jesús es señal de que estaba vacía. Este alegato tiene plausibilidad, pero resulta más plausible
aún pensar que, si los primeros cristianos no veneraron la tumba de Jesús, entonces hubo de
ser porque no hubo una temprana tradición respecto al sepulcro vacío. Pues, si la historia del
sepulcro vacío es real, los cristianos hubieran venerado ese lugar desde un principio, no
propiamente como el lugar donde yace el cuerpo de Jesús, pero sí como el lugar donde ocurrió
el milagro de la resurrección. Es más probable que se venere el lugar donde ocurrió un milagro,
que el lugar donde yacen los restos de un maestro recordado… Los apologistas sostienen que
el sepulcro estaba vacío, pues cuando los primeros cristianos empezaron a proclamar que
Jesús había resucitado, las autoridades judías que los enfrentaban sólo necesitaban señalar
dónde estaba el cuerpo, suficiente para su refutación. Pero, quizás las autoridades judías
sencillamente habían olvidado dónde estaba enterrado Jesús, especialmente si asumimos que
fue enterrado en una fosa común… Jesús habría sido crucificado en Jerusalén, probablemente
junto a otros criminales presumidos de ser agitadores políticos, y en ese sentido, su ejecución
no habría sido un hecho singular para las autoridades romanas. Por ello, seguramente fue
sepultado, junto a los otros reos, en una fosa común. En el momento de su arresto, sus
discípulos lo habían abandonado, y probablemente regresaron a Galilea… Hoy, por supuesto,
se venera el Santo Sepulcro en Jerusalén, pero es bastante seguro que la veneración de este
lugar apenas empezó con la visita de la madre del emperador Constantino a Jerusalén, en el
siglo IV» (Andrade, 2010: 102).

Aparte de la propia resurrección de Jesús, la cual –como dice el Catecismo– supone «la
culminación de la Encarnación» (2005: 131), los evangelios narran la resurrección de la hija de
Jairo (Mc 5.21-23), del hijo de la viuda de Naín (Lc 7.11-17), y la de Lázaro (Jn 11.1-44).
Resurrecciones tan mitológicas como la de Jesús.

IX. La Urgemeinde, iglesia-madre de Jerusalén

Tras la crucifixión, el movimiento de Jesús, en Jerusalén, fue dirigido primero por Pedro y
después por su hermano Jacobo, que los católicos llaman Santiago (también llamado «el
justo», esto es, «fortaleza del pueblo y de la justicia»). La Iglesia-madre de Jerusalén era lo que
hoy se denomina como judeocristianismo, lo que los alemanes denominan como
la Urgemeinde. Ellos creían firmemente que Jesús había resucitado y que volvería en una
segunda llegada como triunfador y libertador de su pueblo. Interpretaron la crucifixión como el
chivo expiatorio Isaíaco, «Siervo de Yahvé» (aunque éste nunca tuvo relación con la figura del
Mesías). Procuraron llevar la buena nueva del mesianismo de Jesús y su inminente vuelta en
triunfo y poder a la mismísima Roma (antes de la llegada de Pablo), a Alejandría y a otros
puntos del Imperio. Tras el derrumbe del Templo en el año 70 d.C., la Urgemeinde quedaría
aniquilada y empezaría la diáspora. Al parecer, Jesús no volvió.
Como decimos, al principio fue Pedro el cabecilla de la secta de los nazarenos (que es
como la llamaban). Podemos leer en Hechos cómo Pedro continúa el legado que proclamaron
Juan el Bautista y Jesús de Nazaret de llamar al arrepentimiento de los judíos y no al de los
paganos, los cuales más que arrepentirse debían de convertirse, es decir, circuncidarse y
cumplir la Ley de Moisés para ser judíos de pleno derecho; arrepentimiento insoslayable para
la restauración de Israel que en última instancia sólo era posible con la ayuda de «El Dios de
Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres» (3.13): «arrepentíos y
volved para borrar vuestros pecados, a fin de que lleguen los tiempos de descanso desde el
rostro del Señor y vuelva a enviar a Jesús, el Cristo que os estaba predeterminado, al que es
preciso que el cielo acoja hasta los tiempos de restauración de todos, de los que habló Dios por
medio de los santos profetas de su tiempo» (vv. 19-21). Y las amenazas a los no arrepentidos
siguen siendo tan severas como las del Bautistas y las de Nazareno, citando a Lv 23.39 dice
Pedro (o le hace decir Lucas): «Moisés dijo Un profeta os resucitará vuestro Dios de entre

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vuestros hermanos como yo; escucharéis todo cuanto os diga. Y sucederá que toda persona
que no escuche a ese profeta será extirpado del pueblo» (vv. 22-23).
En palabras de Pablo, la Urgemeinde estaba dirigida por un triunvirato entre Santiago,
Pedro y Juan: «columnas de la Iglesia» (Gál 2.9). Como ya hemos dicho, Pedro al principio
encabezaba la Urgemeinde, pero hacia los años 43-44 la cabeza de la iglesia-madre fue
Santiago, «el hermano de Jesús, el llamado mesías», como dice Josefo. Es razonable pensar
que tras la condena a muerte de Santiago, hijo de Zebedeo, por el rey judío Agripa I (nieto de
Herodes el Grande) hacia el año 44 d. C. (Hch 12.2), Pedro huyó de Jerusalén, si
interpretamos Hch 9.32 («recorría todos los lugares») como una huida de las garras del
monarca herodiano. Así pues, Santiago, el hermano del Señor, tomó las riendas de la iglesia
judeocristiana, y su nombramiento posiblemente se debiese a su parentesco con Jesús, así
como Santiago fue sucedido por un tal Simeón, «un primo del Salvador», según Eusebio de
Cesarea (del mismo modo que Menahem –hijo de Judas el Galileo– encabezó a los zelotas y
una vez muerto lo hizo su primo Eleazar ben Yair).
Según el testimonio de Hegesipo que recoge Eusebio de Cesarea en su Historia
eclesiástica, Santiago, al igual que su hermano, cuidaba el voto de nazoreo y tenía el privilegio
de entrar en el santuario del Templo, cuyas horas de rezo eran proverbiales, hasta salirle cayos
en las rodillas. Santiago fue ejecutado en el año 62 por el Sumo Sacerdote Anás II (hijo del
Sumo Sacerdote Anás, el cual fue el predecesor de Caifás, su yerno), siendo arrojado desde lo
alto de la muralla del Templo (que posiblemente fuese el mismo pináculo donde su hermano,
según la leyenda del Cristo de la fe, fue tentado por el diablo). A continuación, «el hermano del
Señor» fue lapidado, recibiendo el golpe de gracia, por si fuera poco, con un martillo. Así lo
narra Eusebio: «La gente lo llamaba: El que intercede por el pueblo. Muchísimos judíos
creyeron en Jesús, movidos por las palabras y el buen ejemplo de Santiago. Por eso el Sumo
Sacerdote Anás II y los jefes de los judíos, un día de gran fiesta y de mucha concurrencia le
dijeron: "Te rogamos que ya que el pueblo siente por ti grande admiración, te presentes ante la
multitud y les digas que Jesús no es el Mesías o Redentor". Y Santiago se presentó ante el
gentío y les dijo: "Jesús es el enviado de Dios para salvación de los que quieran salvarse. Y lo
veremos un día sobre las nubes, sentado a la derecha de Dios". Al oír esto, los jefes de los
sacerdotes se llenaron de ira y decían: "Si este hombre sigue hablando, todos los judíos se van
a hacer seguidores de Jesús". Y lo llevaron a la parte más alta del Templo y desde allí lo
echaron hacia el precipicio. Santiago no murió de golpe, sino que rezaba de rodillas diciendo:
"Padre Dios, te ruego que los perdones porque no saben lo que hacen"» (Historia
eclesiástica 2.23).
Josefo tildó a Anás II como un «salvaje», puesto que la mayoría de los judíos estaban
horrorizados con la crueldad de su sacerdocio, por lo cual fue destituido por el Rey Agripa II.
Así lo relata el historiador Judeorromano: «Ananías [Anás II] era un saduceo sin alma. Convocó
astutamente al Sanedrín en el momento propicio. El procurador Festo había fallecido. El
sucesor, Albino, todavía no había tomado posesión. Hizo que el sanedrín juzgase a Santiago,
hermano de Jesús, quien era llamado Cristo, y a algunos otros. Los acusó de haber
transgredido la ley y los entregó para que fueran apedreados» (Antigüedades judías, XX 9.1).
Posiblemente Santiago, que al parecer era muy respetado (Pablo en Gálatas se refiere a él con
cierto respeto), fue condenado a muerte por motivo de las luchas intestinas, aprovechando el
vacío entre la prefectura de Festo y Albino, que enfrentó a la aristocracia sacerdotal contra el
bajo clero, al que también apoyaban los zelotas. «El feroz ataque de la jerarquía sacerdotal
contra Santiago, que culminó en su martirio, revela la estrecha conexión entre los
judeocristianos y los elementos subversivos enfrentados con el sistema de dominación de las
clases prorromanas y aristocráticas, así como el alto valor moral que el apoyo del jefe de
la Urgemeinde otorgaba a la causa del bajo clero» (Puente Ojea, 2001a: 149). Santiago fue
condenado por proclamar la venida inminente de Jesús resucitado como Mesías de Israel y por
tanto restaurador del Reino, llamando la atención del alto clero que le ordenó que desmintiese
tal profecía.
Antes de la llegada de las tropas romanas para asediar Jerusalén, la comunidad cristiana
hierosolemitana liderada por Simeón, hijo de Cleofás (hermano de José) y primo o hermanastro
de Santiago y Jesús, huyó de la ciudad del gran Rey hacia Pella, según la tradición. Tras el
desastre, la comunidad regresó a Jerusalén y empezaron a venerar la sala del Cenáculo,
situado en el actual monte Sión, siendo así Simeón el obispo cristiano –judeocristiano– de la
ciudad. Fue precisamente un Emperador hispano, Trajano, el que ordenó la crucifixión de
Simeón por sedición, hacia el año 106, ¡a los 120 años de edad!, pues Simeón se
autoproclamó descendiente del Rey David. Así terminó la Urgemeinde, clavada en la cruz

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como Jesús; y así, en fin, acabaron los seguidores de la verdadera doctrina de Jesús. Después
de esto los judeocristianos sobrevivieron hasta el siglo IV en cantidades despreciables, como
los ebionitas (término que significa pobre).

X. Y tras el fracaso de Jesús vino el clamoroso éxito de Pablo de Tarso

Jesús terminó derrotado y clavado en la cruz, y la Urgemiende prácticamente desapareció


cuando se derribó el Templo; pero el genio de Pablo fue grande y el cristianismo triunfó. Pablo,
un fariseo de la tribu de Benjamín, a diferencia de Jesús, era un estratega, y supo sintetizar el
mesianismo judío con las religiones mistéricas mediterráneas, o mejor dicho, supo
pensar contra el judaísmo apocalíptico y bélico tradicional y contra las religiones de misterio y
otros cristianismos que se referían a «otro Jesús», anunciando así el «verdadero Israel» y
obteniendo un clamoroso éxito. En dicha síntesis polémica, Pablo veía en la figura de Jesús al
Hijo de Dios hecho hombre, el cual bajó del cielo para redimir a los hombres de sus pecados en
calidad de chivo expiatorio en la cruz. Con Pablo, tras su caída del caballo y su consecuente
«giro biográfico», se realiza el giro cristológico o la cristología deificante, lo cual supuso
«un hiatus insalvable entre el Jesús antecrucem y el Jesús postcrucem» (Puete Ojea, 2001b:
24). Con la inversión paulina se eliminó todo resquicio político en la figura del Nazareno,
logrando –como afirma S.F.G. Brandon– «la sobrenaturalización del histórico Jesús de
Nazaret» (citado por Puente Ojea, 2001b: 79).

1. ¿Era Pablo ciudadano romano?

En principio, el cristianismo de Pablo no era una religión prorromana, ya que simplemente


se situaba (emic) en el fin de los días. Pero tras el atraso de la venida en poder y gloria de
Cristo Jesús es posible que se inventase la ciudadanía romana de Pablo para darle mayor
prestigio al personaje. Su ciudadanía sería, pues, un invento del autor del libro de
los Hechos (16.37, 22.25 y 23.27), y era, para más inri, una ciudadanía «por nacimiento» (Hch
22.28). Al autor de los Hechos no le interesaba narrar la muerte de Pablo en Roma –
seguramente debida a la persecución de Nerón contra los cristianos de la ciudad (y no del resto
del Imperio)– porque lo que le interesaba dejar claro era que el cristianismo no era un peligro
para el Imperio como sí lo era el judaísmo mesiánico «revolucionario». Es más, Lucas narra en
los Hechos cómo parte de la milicia romana se convertía a la fe en Cristo, como por ejemplo
Cornelio, «centurión de la legión llamada Itálica, piadoso y temeroso de Dios» (10.1), y junto a
él toda su familia (y no ya por Pablo, sino nada más y nada menos que por Pedro, lo cual
muestra que la visión de los Hechos en torno a los primeros cristianos es idílica, armoniosa,
tapando así la polémica que tenía Pablo con la Urgemeinde, como se muestra en Gálatas). En
sus epístolas, Pablo nunca llega a decir que es ciudadano romano, eso no le importaba ya,
porque creía firmemente que era ciudadano del fin del mundo (y, llegado el fin, ciudadano del
cielo). Aunque bien podría serlo, pero es razonable dudar de tal ciudadanía, porque Pablo fue
encarcelado, azotado y, en Jerusalén, según Hechos, hostigado por los judíos, cosa que
hubiese podido evitar si efectivamente era ciudadano romano. Una de las razones por la que
se podría afirmar que era ciudadano romano es su apelación al César, pero cualquier individuo
libre podía apelar al Emperador. Tampoco en sus cartas dice que fuese oriundo de Tarso de
Cilicia (sur de la actual Turquía), sino en el libro de los Hechos. Por tanto, Pablo no era un judío
de Judea, Galilea o Samaria, y no debemos dudar de que fuese de Tarso, porque es evidente
que Pablo era un judío muy helenizado, y posiblemente su lengua materna fuese el griego,
pues en sus cartas controla este idioma con soltura; de hecho sus citas bíblicas las sacaba de
la Septuaginta. Aunque según Hechos (21.40, 22.2 y 26.14), también sabía arameo y hebreo.
Se suele decir que Pablo era un hombre de «tres culturas»: la judía (por su religión), la griega
(por su dominio del idioma) y la romana (por su supuesta ciudadanía).

2. La muerte vicaria de Jesús

Los evangelios sinópticos y el de Juan son, por lo tanto, los evangelios de la


incircuncisión de la rotación paulina (en los que se postula la muerte vicaria de Jesús),
documentos heréticos de los evangelios de la circuncisión de la iglesia-madre de Jerusalén

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dirigida por Pedro y después –como sabemos– por Santiago; iglesia en la que no se deificaba
al Mesías sino que se seguía pensando en éste como el Rey de los judíos y redentor de Israel.
Pablo tergiversó los hechos hipostasiando a Jesús como el Cristo Resucitado que descendió a
la tierra y ascendió al cielo para purificar a la raza humana del Pecado Original (él nunca lo
llamó así) de Adán en el Edén: «así como por un hombre vino la muerte [y el pecado] al
mundo, por un hombre debe venir también la resurrección de los muertos. Que así como en
Adán mueren todos, así en Cristo todos será vivificados» (I Cor 15.21-22). Lo mismo se dice en
Rom 5.19: «a la manera que por la desobediencia de un solo hombre fueron muchos
constituidos pecadores; así también por la obediencia de uno solo, serán muchos constituidos
justos». Porque «quien se exalte [como Adán desobedeciendo a Dios], será humillado, y quien
se humille [como Cristo en la cruz], será exaltado» (Mt 23.12). «De esta forma el cristiano se
inserta en el proceso gracias al cual el primer Adán, terrestre y sujeto a la corrupción y a la
muerte, se va transformando en el último Adán, celestial e incorruptible» (Ratzinger, 2008). «El
sacrificio de Cristo muda la muerte y el pecado, consecuencia de la transgresión de Adán, en
justicia y vida» (Piñero, 2011: 274). La redención de Cristo supone, por tanto, la vuelta del
revés del pecado de Adán: Cristo es el Adán invertido: «El primer hombre Adán fue formado
con alma viviente, el postrer Adán, Jesucristo, ha sido llenado de un espíritu vivificante» (I Cor
15.45).
Ahora bien, «si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó,
vana es vuestra fe, pues todavía estáis en vuestros pecados» (I Cor 15.16-17). Y si Cristo no
ha resucitado porque en realidad los muertos no resucitan entonces la concepción de la
felicidad del Apóstol es la de la felicidad canalla, porque si no existe el milagro de la
resurrección «no pensemos más que en comer y beber, puesto que mañana moriremos» (v.
32). Según Pablo, Cristo «se dio a sí mismo a la muerte por nuestros pecados, para sacarnos
de la corrupción de este mundo, conforme a la voluntad de Dios y Padre nuestro» (Gál 1.4).
Cristo «se entregó a sí mismo a la muerte por mí» (Gál 2.20). Porque «Jesucristo, que es
nuestro Cordero pascual, ha sido inmolado por nosotros» (I Cor 5.7). Además, «Cristo murió
por todos, para que los que viven, no vivan ya para sí, sino para el que murió y resucitó por
ellos» (II Cor 5.15), y «fue entregado a la muerte por nuestros pecados, y resucitó para nuestra
justificación» (Rom 4.25). Por lo tanto, estando justificados por su sangre «nos salvaremos por
él de la ira de Dios. Que si cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él por
la muerte de su Hijo, mucho más estando ya reconciliados, nos salvará por él mismo resucitado
y vivo» (Rom 5.9-10). Cristo, revestido de carne, mata el pecado de la carne, y en la cruz murió
por nosotros, pero no sólo eso pues además resucitó, «y está sentado a la diestra de Dios, en
donde asimismo intercede por nosotros» (Rom 8.34).
Los sinópticos muy de pasada interpretarán tras la muerte de Pablo y la caída de
Jerusalén la muerte de Jesús more paulino, es decir, predican la muerte de Jesús como un
sacrificio vicario: «el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino a servir y a dar su vida
como rescate a favor de muchos» (Mc 10.45 y Mt 20.28); «esto es mi sangre de la alianza,
derramada para perdón de pecados» (Mt 26.28). Lucas es un texto más preocupado por la
resurrección de Jesús como hecho central de la salvación que inaugura la era de la Iglesia. En
el evangelio de Juan, cristológicamente más avanzado, los ecos helenísticos se acentúan al
coronar a Jesús como el Logos preexistente y encarnado. En 3.22 por boca de Juan el Bautista
se anuncia a Jesús como «el cordero de Dios», profetizando así el sacrificio vicario de Jesús; el
cual al sacrificar su cuerpo en la cruz sustituye como Hijo de Dios y templo verdadero al
Templo hierosolimitano y sus sacrificios con animales, porque al resucitar muchos serán
atraídos por la fe. En el Cuarto evangelio Jesús ya es claramente «el salvador del mundo»
(4.42), y precisamente por eso muere en la cruz, porque «si un grano de trigo que cae a tierra
no muere, queda él solo; pero si muere trae mucho fruto» (12.24).
Las epístolas deuteropaulinas reafirman el dogma de la muerte vicaria de Jesús. En la
epístola a los Colosenses la sangre de Jesús derramada en la cruz es un rescate y una
reconciliación con el Altísimo: «Por cuya sangre hemos sido nosotros rescatados, y recibido la
remisión de los pecados» (1.14), «Pues plugo al Padre poner en él la plenitud de todo ser, y
reconciliar por él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre cielo y tierra, por medio
de la sangre que derramó en la cruz» (vv. 19-20). En Hebreos quiso Dios por gracia y
misericordia que Jesús «muriese por todos los hombres» (2.9), es decir, todos los hombres que
tengan fe en él, porque Cristo crucificado «vino a ser causa de salvación eterna para todos los
que le obedecen» (5.9), y causa de condenación eterna para los que desobedecen. La sangre
de Cristo sustituye la sangre de los machos cabríos y de los becerros en los sacrificios, pues
con su propia sangre «entró una sola vez para siempre en el Santuario del cielo, habiendo

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obtenido una eterna redención» (9.12), y este sacrificio fue único e irrepetible (ideográfico),
pues de «una sola vez al cabo de los siglos se presentó para destrucción del pecado, con el
sacrificio de sí mismo. Y así como está decretado a los hombres el morir una sola vez, y
después el juicio, así también Cristo ha sido una sola vez inmolado u ofrecido en sacrificio para
quitar de raíz los pecados de muchos [por tanto, no de todos], y otra vez aparecerá no para
expiar los pecados ajenos, sino para dar la salud eterna a los que le esperan con viva fe» (vv.
26-28). En 1 Timoteo Cristo «se dio a sí mismo en rescate por todos [matizamos: todos los que
obedecen]» (2.6). Y en TitoJesús «se dio a sí mismo por nosotros, para redimirnos de todo
pecado, purificarnos y hacer de nosotros un pueblo particularmente consagrado a su servicio y
fervoroso en el obrar» (2.14). En 1 Pe 2.24 Jesús «llevó la pena de nuestros pecados en su
cuerpo sobre el madero de la cruz, a fin de que nosotros, muertos a los pecados, vivamos a la
justicia; y él es por cuyas llagas fuisteis vosotros sanados», porque Dios a través de «la sangre
de Jesucristo, su Hijo, nos purifica de todo pecado» (1 Jn 1.7), pues por la caridad de Dios
tenemos la vida, y «no es porque nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó
primero a nosotros, y envió a su Hijo a ser víctima de propiciación por nuestros pecados»
(4.10).

3. Pablo como teólogo de la restauración de Israel

El Cristianismo paulino no fue un specimen de religión mistérica barnizado de judaísmo,


sino más bien fue un pensamiento que se opuso a todo eso, llevando el judaísmo a su máxima
expresión bajo la creencia del fin de los días. ¿Podríamos decir que Pablo ha sido el individuo
clave para partir la Historia en dos: antes de Cristo y después de Cristo? Pablo en cierto modo,
aunque de manera inconsciente, desjudaizó al Mesías para universalizarlo. Si bien es cierto
que al principio, en 1 Tesalonicenses del año 51, Pablo pensaba que el fin del mundo era
inminente, como Jesús y el Bautista; con la diferencia de que para el primero el Reino sería en
el cielo, en un trasmundo, y para los segundos en la tierra prometida, en Israel, potencia que
sometería a la naciones, y donde el Mesías y las doce tribus disfrutarían de un festín eterno de
hartura material; posición que se opone a lo que pensaba Pablo, para el cual el Reino de Dios
no consiste «en el comer, ni en el beber esto o aquello, sino en la justicia, en la paz y en el
gozo del Espíritu Santo» (Rom 14.17).
Si Pablo creía que el fin de los tiempos estaba a la vuelta de la esquina entonces sabía
que no le daba tiempo para convertir a todos los gentiles. En
cambio, Marcos y Mateo proclamaban al final de sus respectivos evangelios la idea que se
incubó después, cuando se veía que la parousía no se cumplía y tardaba más de la cuenta. Y
ésta llegaría cuando las naciones se convirtiese a la fe en Cristo resucitado: «es preciso que
sea primero anunciada la buena noticia a toda nación» (Mc 13.10). Andado los años, con la
desesperanza del apocalipsis, la teología de la restauración de Israel que predicaba Pablo se
convirtió tras su muerte en una religión que se separaba de la historia de Israel para
acomodarse a las exigencias de la ecumene y pensar así en la salvación de todo el mundo.
Como dice Piñero (2011: 246): «Este movimiento olvidaría a la larga la teoría del "número
preciso de los gentiles decidido por Dios" y se pasaría a la idea de que la voluntad divina
deseaba "cuanto más, mejor", y finalmente "todos"».
Pablo propuso que la redención del Mesías también era para algunos gentiles; los cuales,
junto a los judíos que habían creído que Jesús redivivo era el Mesías, formaban el «verdadero
Israel», el Israel que supera la Ley de Moisés a través de la Ley del amor predicada por Cristo.
En consecuencia, la concepción de la redención para todos los humanos llegaría cuando se
veía que la parousía no llegaba o tardaba más de la cuenta y ya no se esperaba de manera
inminente. Entonces, como hemos visto, Marcos, con su apología ad crhistianos romanos,
predicó el imperativo proselitista para que se convirtiese toda «criatura», y así todos los
hombres –no ya algunos gentiles que es lo que pretendía Pablo– participasen del acto de
caridad divino, el cual, a través de la figura del «Hijo de Dios» (Jesús de Nazaret, un hombre
concreto que realmente existió), salvase a los justo creyentes y condenase a los pecadores
incrédulos. Si bien es cierto que el imperativo proselitista de Mc 16.15 es una «Glosa del siglo II
formada con datos de los otros evangelios canónicos con la finalidad de arreglar el abrupto final
del Evangelio» (Piñero, 2009: 44).
Pablo establece una moral de esclavos, los cuales, sirviendo a sus amos, servirán a
Cristo, porque no hace falta rebelarse contra el Imperio porque Dios a través de Jesús pondrá
de un momento a otro a cada uno en su sitio. Pablo les asegura a las masas populares un

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lugar en el más allá, para que así sean esclavos en este mundo, puesto que la libertad «no es
de este mundo», siendo el premio una vida ulterior como alma angelical en el Cielo. Dicho de
otro modo: la vida es la preparatio evangelica para la venida del Reino de Dios no ya en la
tierra (como creía y deseaba con todas sus fuerzas el Nazareno) sino en el cielo, y una vez
ganada la gracia de Cristo todo lo demás se convierte en «basura» (Flp 3.8), dice en un tono
un tanto gnostizante. «Si bien las concepciones gnósticas se hallan en Pablo asociadas todavía
a las categorías de la apocalíptica judía –parousía, resurrección de los muertos, juicio final–, es
evidente que para la teología paulina la salvación pertenece ya al presente, aunque pueda ser
aún invisible según el mundo: los creyentes que contemplan en Cristo la gloria, están desde
ahora transformados por esta gloria… Estando el Salvador presente, el mundo del más allá
está ya acá» (Puente Ojea, 2001a: 220).

Hemos insistido en que Pablo era uno de los llamados «teólogos de la restauración de
Israel» (como lo fueron de distinto modo el Nazareno y el Bautista, los esenios y los zelotas), y
creía que era necesario para la restauración del Reino convertir –como decimos– a un número
de gentiles determinado por Dios: «no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio (a fin de
que no tengáis sentimientos presuntuosos de vosotros mismos) y es que una parte de Israel ha
caído en la obcecación, hasta tanto que la plenitud de las naciones haya entrado en la Iglesia.
Entonces salvarse ha todo Israel, según está escrito: Saldrá de Sión el libertador o Salvador,
que desterrará de Jacob la impiedad; y entonces tendrá efecto la alianza que se ha hecho con
ellos, en habiendo yo borrado sus pecados» (Rom 11.25-27). Pero la prioridad de la salvación
parece que recae sobre los judíos: «no me avergüenzo yo del evangelio, siendo él como es, la
virtud de Dios para salvar a todos los que creen, a los judíos primeramente, y después a los
gentiles» (Rom 1.16).

Luego, según esto, Pablo no fundó una Iglesia que perdurase en el tiempo, pues el fin de
los tiempos estaba próximo y eso era innecesario. Como mucho el tarsiota fundó una iglesia
escatológica a la espera de la inminencia del Juicio (es decir, varias comunidades que a lo
largo del Mediterráneo esperaban con paciencia escatológica el fin inminente del mundo y del
reinado del mal). La idea de Pablo era convertir a un número determinado de gentiles, y
sabemos que sólo le dio tiempo a convertir a un 0,5% de la población gentil aproximadamente
(¡que no está mal!); y de este modo, bautizados en el Espíritu santo, le suplicasen a Dios que
reenviase a Jesús llegando así el fin de los tiempos en cuyo momento resucitarán los muertos
y se juzgará a los vivos que queden y a los resucitados muertos: los buenos creyentes irán al
cielo y los malos incrédulos al tormento del infierno para el resto de la eternidad. De este 0,5%
de conversos la mayoría, suponemos, eran «temerosos de Dios», los cuales tenían sus casas
junto a las sinagogas; como por ejemplo Ticio Justo, como se lee en Hch 18.7. En sus viajes, el
Apóstol llamaba la atención a éstos y a los judíos de la diáspora: «Israelitas y temerosos de
Dios, escuchadme» (Hch 13.16).

Antonio Piñero lo entiende, a mi juicio, perfectamente:

«Aun siendo consciente de lo novedoso y personal de sus concepciones sobre


Jesús, Pablo no piensa en absoluto que está fundando ninguna religión, ni tampoco entra en
sus propósitos. Pablo tendría por loco a quien esto pensase. El Apóstol no establece aún una
doctrina trinitaria clara, ni mucho menos: a pesar de su teología de la preexistencia del
Redentor / Hijo (Flp 2,6ss; Gál 4,4) Pablo hace hincapié en la acción de un Dios único, Padre,
en su Hijo. Pablo sigue siendo absolutamente fiel al Libro sagrado. No cuestiona la alianza de
Dios con Israel: aunque Cristo sea el centro, es el cumplimiento de las Escrituras antiguas; en
Flp 3,3 denomina a los cristianos "verdaderos circuncisos" (3,3), es decir, el "verdadero Israel".
A pesar de su fuerte diatriba contra la Ley en Gálatas, Pablo acepta en Romanos que la Ley
tiene un valor moral para los judíos, que éstos pueden seguir observándola y que si quieren
puede continuar con su circuncisión. Los paganos, por otro lado, cumplen la esencia de la
norma ética de la Ley que es el Decálogo. El Apóstol, pues, no interpreta al cristianismo como
una nueva religión. Todo lo contrario: para él el cristianismo es sólo una revivificación o
renovación del judaísmo. Su "evangelio" pertenece de lleno a Israel; en realidad sólo hay un
olivo y los paganos son injertados en él. Si alguna rama del olivo se desgarra (el Israel de
Pablo que no cree en el mesías Jesús) acabará por ser reinjertada al final de los tiempos. La

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ley antigua cumplió su función hasta que vino Jesucristo. Luego ha sido sublimada y recogida
en su mejor sustancia por la nueva ley, la del amor. Después de la muerte y resurrección del
mesías-cristo, el cristianismo es el único judaísmo posible, un judaísmo bien entendido y
auténtico, no una religión nueva. Pablo no se siente traidor a su pueblo» (Piñero, 2011: 297-
298).
Pablo no se sentía traidor a su pueblo porque predicaba al «verdadero Israel, pueblo de
Dios» (Gál 6.16), porque «no está en el exterior el ser judío, ni es la verdadera circuncisión la
que se hace en la carne; sino que el verdadero judío es aquel que lo es en su interior: así como
la verdadera circuncisión es la del corazón que se hace según el espíritu, y no según la letra de
la ley [de Moisés]; y este verdadero judío recibe su alabanza, no de los hombres, sino de Dios»
(Rom 2.28-29). Pablo, pese a superar la Ley de Moisés, más que romper con el judaísmo lo
que hace es romper con el fariseísmo, es decir, pasa de una secta judía a otra que él, de algún
modo, inventa (o transforma, basándose en la Urgemeinde pero superándola), y la considera
que es el auténtico judaísmo revelado por Dios a través de Cristo, del mismo modo que las
revelaciones que recibían los antiguos profetas de Israel a través de los ángeles que eran
mensajeros de Yahvé.

Tampoco pretendía reformar el judaísmo, pues no trataba de reformar una institución que
durase en el tiempo, pues Pablo creía vivir al borde del fin del mismo. Pablo se pregunta:
«¿Cuál es, pues (me diréis), la ventaja de los judíos sobre los gentiles? O ¿qué utilidad se saca
en ser del pueblo circuncidado? La ventaja de los judíos es grande de todos modos. Y
principalmente porque a ellos les fueron confiados los oráculos de Dios» (Rom 3.1). Ahora
bien, «no todos los descendientes de Israel son verdaderos israelitas» (Rom 9.6), cosa que ya
profetizó Isaías: «Aun cuando el número de los hijos de Israel fuese igual al de las arenas del
mar, sólo un pequeño residuo de ellos se salvará» (Rom 9.27 e Is 10.22). Y será así porque
«Dios en su justicia reducirá su pueblo a un corto número: el Señor hará una gran rebaja sobre
la tierra» (Rom 2.28), y en su tiempo, que ya es el final, sólo se salvarán «algunos pocos que
han sido reservados por Dios según la elección de su gracia. Y si por gracia, claro está que no
por obras; de otra suerte la gracia no fuera gracia» (Rom 11.5-6). Luego, «muchos son los
llamados, pero pocos los elegidos» (Mt 22.14).

El Apóstol asegura a la comunidad judeocristiana de Roma que siente en su corazón «un


singular efecto a Israel, y pido muy de veras a Dios su salvación» (Rom 10.1), y en el libro de
los Hechos leemos que cuando llegó a Roma detenido para ser juzgado por el Emperador le
dijo a los delegados de la comunidad judía de la capital del Imperio que él llevaba sus cadenas
«por la esperanza de Israel» (Hch 28.20). Según Pablo, Dios no ha desechado a Israel, porque
él mismo es un «israelita del linaje de Abraham y de la tribu de Benjamín», pero hay muchos
judíos (lo más) que en su rebeldía y «espíritu de estupidez y contumacia» tienen, como dijo
Isaías, «ojos para no ver, y oídos para no oír» (Rom 11.8). Pero, ¿significa esto que los judíos
están caídos para no levantarse jamás? «No por cierto. Pero su caída ha venido a ser una
ocasión de salud para los gentiles, a fin de que el ejemplo de los gentiles les excite la
emulación para imitar su fe» (v. 11). Por tanto, hasta que una parte de los gentiles no reciba el
evangelio y buena parte de Israel siga «caído en la obcecación» (v. 25) no habrá salvación
para todo Israel. «Y entonces tendrá efecto la alianza que he hecho con ellos, en habiendo yo
borrado sus pecados» (v. 27). Y concluye: «Así también los judíos están al presente
sumergidos en la incredulidad para dar lugar a la misericordia que vosotros habéis alcanzado,
a fin de que a su tiempo consigan también ellos misericordia» (v. 31).
Como decimos, Pablo no fundó una Iglesia para perdurar en el tiempo, pues la noche está
avanzada y el amanecer dorado de la parousía está a la vuelta de la esquina, ¡podría venir
dentro de diez minutos! La única Iglesia que le interesaba a Pablo era la iglesia escatológica,
aquella que se prepara para la venida de Cristo; pues «Ekklēsía» es una palabra que ya está
en el Antiguo Testamento (en la Septuaginta, que leía Pablo y también los «temerosos de
Dios») y significa «la asamblea del pueblo de Israel, convocada por Dios, y de modo particular
la asamblea ejemplar al pie del Sinaí [esto es, en la travesía por el desierto]» (Ratzinger, 2008).

4. La revelación paulina

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Ya vimos que Pablo creía ser portavoz de una revelación especial que procedía
directamente de Cristo resucitado y no de los hombres, porque –como confiesa– nunca conoció
a Jesús según la carne. Y no ya sólo de Cristo directamente sino también del mismísimo Dios,
como les asegura a los tesalonicenses en la primera y única epístola que el auténtico Pablo le
escribe a los mismos: «cuando recibisteis la palabra de Dios oyéndola de nosotros, la
recibisteis, no como palabra de hombre, sino, según es verdaderamente, como palabra de
Dios, que fructifica en vosotros que habéis creído» (2.13). Es decir, la revelación le viene tanto
de Cristo como de su Padre: «Pablo, constituido apóstol, no por los hombres ni por la autoridad
de hombre alguno [es decir, su predicación fue posible sin el consentimiento de
la Urgemeinde y, en el fondo, pensando contra la misma], sino por Jesucristo, y por Dios su
Padre, que le resucitó de entre los muertos» (Gál 1.1). No es por tanto su «evangelio»
(su buena nueva) «un consejo de la carne ni de la sangre» (Gál 1.16), ni tampoco procede de
ninguna «sabiduría humana» (I Cor 2.1), sino de «los efectos sensibles del espíritu y de la
virtud de Dios» (v. 4). Pablo afirma que predica su sabiduría divina «entre los perfectos» (v. 6),
frente a los falsos cristianos que predican «otro evangelio» (Gál 1.6); y además sostiene que
dicha sabiduría no es de este mundo ni de este siglo, ni de los príncipes de este mundo en
inminente fin, «los cuales son destruidos con la cruz» (I Cor 2.6), sin necesidad de sublevarse
con las armas porque la justicia y la consecuente venganza será cosa de Dios en el último día
(tal y como pensaban los esenios, como hemos visto).

La sabiduría de Dios, de la que sólo Pablo es portavoz, es «el misterio de la encarnación,


sabiduría recóndita, la cual predestinó y preparó Dios antes de los siglos para gloria nuestra.
Sabiduría que ninguno de los príncipes de este siglo ha entendido; que si la hubiese entendido,
nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria; y de la cual está escrito: Ni ojo alguno vio, ni
oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para
aquellos que le aman. A nosotros, empero, nos lo ha revelado Dios por medio de su Espíritu;
pues el Espíritu de Dios todas las cosas penetra, aun las más íntimas de Dios» (vv. 7-10).
Decimos que sólo Pablo es portavoz de semejante sabiduría porque «aun cuando nosotros
mismos, o un ángel del cielo, si posible fuese, os predique un evangelio diferente del que
nosotros os hemos anunciado, sea anatema» (Gál 1.8). Sabiduría que, para unos era
escandalosa y para otros pura necedad, los cuales son para Pablo alborotadores que
«anuncian a Cristo con intención torcida» (Flp 1.17).

5. La parousía o segunda venida de Cristo

Por tanto, para Pablo, su predicación no significaba el inicio de una nueva religión sino la
culminación del judaísmo, a fin de fortalecer los corazones en santidad, «y ser irreprensibles
delante de Dios y Padre nuestro, para cuando venga Nuestro Señor Jesucristo con todos sus
santos» (1 Tes 3.13). Al igual que Jesús (y como Zoroastro), Pablo pensaba que el día del
Juicio llegaría estando él aún vivo: «si creemos que Jesús, nuestra cabeza, murió y resucitó,
también debemos creer que Dios resucitará y llevará con Jesús a la gloria a los que hayan
muerto en la fe y amor de Jesús. Por lo cual os decimos sobre la palabra del Señor, que
nosotros los vivientes, o los que quedaremos hasta la venida del Señor, no tomaremos la
delantera a los que ya murieron antes: por cuanto el mismo Señor a la intimación, y a la voz del
arcángel, y al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los que murieron en
Cristo, resucitarán los primeros. Después, nosotros los vivos, los que hayamos quedado,
seremos arrebatados juntamente con ellos sobre nubes al encuentro de Cristo en el aire, y así
estaremos con el Señor eternamente» (1 Tes 4.13-16). El día del Señor vendrá por sorpresa,
«como el ladrón de noche» (5.2), y cuando los impíos estén diciendo «que hay paz y
seguridad, entonces los sobrecogerá de repente la ruina, como el dolor de parto a la preñada,
sin que pueda evitarla» (v. 5).

Pablo le dice a los tesalonicenses que ellos son hijos de la luz y no de las tinieblas
(terminología que recuerda a la de los esenios qunranitas) y que estén en vela y vivan con
templanza, con la esperanza «de la salud eterna» (v. 8). A los filipenses les advierte que se
mantengan «puros y sin tropiezo hasta el día de Cristo» (Flp 1.10), para que así sean
«ciudadanos del cielo» y aguarden al Salvador, el cual «transformará nuestro vil cuerpo, y lo

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hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz, con que puede también sujetar a su
imperio todas las cosas, y hacer cuanto quiera de ellas» (3.21).

Pablo insiste en lo poco que queda: «el Señor está cerca» (Flp 4.5); «el tiempo es corto»
(I Cor 7.29); «la escena o apariencia de este mundo pasa en un momento» (v. 31), porque
«nos hallamos al fin de los siglos» (10.11); «el tiempo insta», «es hora de despertarnos de
nuestro letargo. Pues estamos más cerca de nuestra salud, que cuando recibimos la fe. La
noche está ya muy avanzada, y va a llegar el día de la eternidad. Dejemos, pues, las obras de
las tinieblas, y revistámonos de las armas de la luz» (Rom 13.11-12). Y concluye: «En seguida
será el fin del mundo; cuando Jesucristo hubiere entregado su reino, o Iglesia, a su Dios y
Padre, cuando habrá destruido todo imperio, y toda potencia, y toda dominación» (15.24).

Así pues, el cristianismo paulino, y no sólo la Urgemeinde, tuvo su génesisdentro del


judaísmo apocalíptico y sus fundadores fueron todos judíos que no pensaban en una nueva
religión sino en la restauración de Israel y en la segunda venida de Jesús salvo que esta vez
como Mesías triunfante y juez de vivos y muertos (como se ve a partir de 1 Tes 4.13). Con
Cristo no empezaba una nueva religión sino que se alcanzaba la plenitud del judaísmo, la
plenitud de los tiempos, pero sin que esto signifique una reforma del judaísmo. Dicho de otro
modo: Pablo no pretendió inventar una religión que se llamase «cristianismo» (y ni mucho
menos una cosa tan romana como el catolicismo), ni tampoco pretendió reformar el judaísmo;
su Sitz im Leben era el fin de los tiempos, la noche avanzada que preludiaba el apocalipsis y la
resurrección de los muertos (de hecho por esta razón, según Hch 23.6, 24.21 y 26.8, fue
juzgado en Cesarea Marítima ante el pretor Felix contra los saduceos, que no creían en la
resurrección, siendo Pablo apoyado por los fariseos que sí creían). Pablo no pretendió ni lo uno
ni lo otro. «Pablo no se propuso fundar una nueva religión, el cristianismo, distinta del
judaísmo; y que no se propuso tampoco corregir o reformar este último cuestionando sus
aspectos supuestamente más nacionalistas, sino que se propuso simplemente, en continuidad
con la tradición profética y apocalíptica judía, incorporar a los gentiles a Israel ante la
inminencia del fin de los tiempos. Ésta y no otra es la tesis de la "nuevo enfoque radical sobre
Pablo"» (Segovia, 2013).

6. La cuestión del fundador del cristianismo

Visto lo visto, tenemos que afirmar que ni Jesús de Nazaret ni Pablo de Tarso fundaron el
cristianismo; luego el cristianismo como tal es posterior a Jesús y a Pablo. El cristianismo se
hizo posible por el desarrollo de los paulinos, los discípulos del tarsiota, ya en el siglo II; y
cuando en el siglo IV se hizo religión oficial del Imperio los cristianismos no paulinos eran
prácticamente testimoniales (como a día de hoy). Todo el material que los paulinos fueron
asimilando del judeocristianismo fue admitido por pacto de las iglesias paulinas en el Nuevo
Testamento (evangelio de Mateo, Apocalipsis, y las epístolas de Santiago y Judas); y del
gnosticismo también asimilaron cierto material, como se lee en el evangelio de Juan y las
epístolas joánicas –si bien es verdad que también las propias epístolas paulinas, las auténticas
y las pseudónimas, están barnizadas de gnosticismo.
Si la génesis del cristianismo está en el seno del judaísmo, su estructura, una vez
implantada las iglesias a lo largo del Imperio, está en el antijudaísmo; pues el cristianismo está
pensado entre otras cosa contra el judaísmo (sobre todo, a partir de las escrituras de los
evangelios, contra el judaísmo rabínico de Yamnia). Y, una vez derribado el Templo y
fulminadas las pretensiones mesiánicas, la promesa del Reino y el inminente juicio y final de
los tiempos se pospuso y en su lugar llegó la Iglesia con miras a sobrevivir en el Imperio,
infiltrándose en sus instituciones, y al final –una vez fuera de la clandestinidad y de las
persecuciones que ésta acarreaba– proclamarse religión oficial del Imperio, excluyendo de este
modo a las demás religiones, así como el Dios único del monoteísmo excluye a todos los
dioses ctonicos y a todos los dioses del panteón (ateísmo terciario). Si para los judeocristianos
de Jerusalén era un pecado someterse al Imperio, para los postpaulinos el pecado estaría en
no someterse a las directrices del mismo, es decir, es pecador quien se subleva contra el orden
vigente (orden que así lo había establecido Dios, según Pablo y que, según el mismo, estaba a
punto de finalizar). Y así, el Mesías crucificado «se convirtió en el más firme soporte de aquella

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sociedad infame y decadente que la comunidad mesiánica había esperado que él destruiría
hasta los cimientos» (Puente Ojea, 2001a: 276).

7. La justificación por la fe en Cristo

El centro del pensamiento (emic revelación) del Apóstol está en la justificación por la fe en
Cristo resucitado frente a la Ley de Moisés: «sabiendo que no se justifica el hombre por las
obras solas de la ley, sino por la fe de Jesucristo, por eso creemos en Cristo Jesús, a fin de ser
justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la ley: por cuanto ningún mortal será
justificado por las obras de la ley» (Gál 2.16). Pablo sabe que si en el simple cumplimiento de
la Ley de Moisés estuviese la salvación «en balde Cristo murió» (v. 21). Pablo pone como
ejemplo a la figura de Abrahán, el cual creyó a Dios, «y en su fe se le reputó por justicia» (Gál
3.6). Los verdaderos hijos de Abrahán no son, según Pablo, aquellos que cumplen la Ley (pues
en tiempos de Abrahán no había Ley), sino «los que abrazan la fe» (v. 7). Para pulir su dogma,
Pablo tiene muy presente el ejemplo de Abrahán: «Así es que Dios en la Escritura, previendo
que había de justificar a los gentiles por medio de la fe, lo anunció de antemano a Abraham
diciendo: En ti serán benditas todas las gentes» (v. 8). Luego la fe prevalece frente a la Ley, y
la Alianza que hizo Dios con Abrahán no se anula cuatrocientos treinta años después con la
Ley de Moisés. La Ley simplemente sirvió de freno de las transgresiones hasta la venida de
Cristo, «descendiente de Abraham» (v. 19), pero no invalida la promesa, porque la promesa
tiene su cumplimiento precisamente en Cristo. Por tanto, «antes del tiempo de la fe, estábamos
como encerrados bajo la custodia de la ley hasta recibir la fe, que había de ser revelada» (v.
23). La fe libera así al hombre de las ataduras y sutilezas de la Ley, porque «todos los que
habéis sido bautizados en Cristo, estáis revestidos de Cristo, y ya no hay distinción de judío ni
griego; ni de siervo ni libre; ni tampoco de hombre ni mujer. Porque todos vosotros sois una
cosa en Jesucristo: y siendo vosotros miembros de Cristo, sois por consiguiente hijos de
Abraham, y los herederos según la promesa» (vv. 26-29). A continuación Pablo compara la Ley
de Moisés y la fe en Cristo resucitado con los hijos de Abrahán. El primero nació de una
esclava, Agar, y vendría a representar la Ley; el segundo nació de una libre, su esposa Sara,
que representaría la fe en Cristo. Pues bien, «el de la esclava nació según la carne, o
naturalmente; al contrario, el hijo de la libre nació milagrosamente y en virtud de la promesa.
Todo lo cual fue dicho por alegoría: porque estas dos madres son las dos leyes o testamentos.
La una dada en el monte Sinaí, que engendra esclavos, la cual es simbolizada en Agar; porque
el Sinaí es el monte de la Arabia que corresponde a la Jerusalén de aquí abajo, la cual es
esclava con sus hijos. Mas aquella Jerusalén de arriba, figurada en Sara, es libre, la cual es
madre de todos nosotros» (Gál 4.23-26). Aquí hay que tener muy en cuenta que este era el
modo que tenía el Apóstol de referirse a la Ley hacia los gentiles.

Por tanto, permanecer en la Ley de Moisés es permanecer en «la servidumbre de la ley


antigua» (Gál 5.1). La circuncisión carnal de nada sirve para salvarse, y si un hombre se llega a
circuncidar entonces «queda obligado a observar toda la ley por entero» (v. 3). Pero «con
Jesucristo nada importa el ser circunciso o incircunciso, sino la fe, que obra animada por la
caridad» (v. 6). Lo importante, pues, no es cumplir la Ley sino hallar la fe y los frutos del
espíritu que son la caridad, el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la
longanimidad, la mansedumbre, la modestia, la continencia, la castidad y, por supuesto, la fe o
fidelidad. «Para los que viven de esta suerte no hay ley que sea contra ellos» (v. 23). Lo
importante no es el hecho de estar circuncidado o no, nada de eso vale, sino lo que vale es ser
una nueva criatura a través de la fe en Cristo Jesús. Lo importante, en fin, no es la letra de la
Ley, sino el espíritu y los dones del espíritu; «porque la letra sola mata, mas el espíritu vivifica»
(II Cor 3.6). El conocimiento de lo que es pecado lo halla el hombre a través de la Ley, pero al
justificarse el hombre por la fe vive «sin las obras de la ley. Porque en fin ¿es acaso Dios de los
judíos solamente? ¿No es también Dios de los gentiles? Sí por cierto, de los gentiles también.
Porque uno es realmente el Dios que justifica por medio de la fe a los circuncidados, y que con
la misma fe justifica a los no circuncidados. ¿Luego nosotros, dirá alguno, destruimos la ley de
Moisés por la fe en Jesucristo? No hay tal, antes bien confirmamos la ley» (Rom 3.28-31).
«Siendo así que el fin de la ley es Cristo, para justificar a todos los que creen en él» (Rom
10.4). En consecuencia, lo único estrictamente necesario para salvarse es creer de corazón
que Dios resucitó de entre los muertos a Jesucristo, porque «es necesario creer de corazón

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para justificarse, y confesar la fe con las palabras u obras para salvarse. Por esto dice la
Escritura: Cuantos creen en él, no serán confundidos» (vv. 10-11).

Pablo enfrentaba así a la teología de la promesa con la teología del pacto, y vendría a
imponer un nuevo testamento frente al antiguo sellado en el Sinaí. La Ley, por tanto, no es
eterna, es posterior a la promesa, es efímera, temporal; es simplemente, por decirlo con
palabras de Eusebio de Cesarea, una preparatio evangelica. El cristiano es libre simplemente
teniendo fe en Cristo resucitado, y puede ahorrarse la lata de cumplir los, según la Misná, 613
preceptos de la Ley que un judío piadoso, por imperativo divino, tenía la obligación escrupulosa
de observar. Pablo concluye que Cristo no sólo superaba a la sabiduría griega y sus misterios
sino también a la mismísima Torá, aun siendo el fin de la misma (fin en su doble sentido). Pero,
bien mirado, no era el fin de la Ley para los judíos que creían en Cristo Jesús (tal y como lo
interpreta Pablo), porque estos pueden (e incluso deben) seguir cumpliéndola, sino que es más
bien el fin del cumplimiento estricto de la Ley para los prosélitos, es decir, para los gentiles que
se conviertan al cristianismo paulino (sobre todo los temerosos de Dios, que era una buena
clientela que Pablo supo aprovechar). Por decirlo de algún modo, Pablo era judío con los judíos
y cristiano con los gentiles, es decir, respetaba la circuncisión de los unos y la incircuncisión de
los otros, es decir, estos últimos eran libres decircuncidarse y de cumplir las rigurosas leyes de
los alimentos, lo importante era la circuncisión no quirúrgica del Espíritu. El Apóstol nunca dice
nada en contra de la Ley mosaica; lo que afirma sobre la Ley se refiere exclusivamente a los
gentiles, esto es, a esa potencial masas de conversos que eran los temerosos de Dios y
también algunos judíos helenizados de la diáspora. Como dice en el libro de los Gálatas: «En
cuanto a mí, hermanos, si yo predico aún la circuncisión, ¿por qué soy todavía perseguido?
Según eso, acabóse el escándalo de la cruz (que causó a los judíos). ¡Ojalá fuesen, no digo
circuncidados, sino cortados o separados de entre vosotros los que os perturban! Porque
vosotros, hermanos míos, sois llamados a un estado de libertad; cuidad solamente que esta
libertad no os sirva de ocasión para vivir según la carne; pero sed siervos unos de otros por un
amor espiritual» (5.11-13).
Pero no era intención de Pablo, cuando estaba entre los judíos, de abolir la Ley y los
profetas (que en realidad anunciaban a Cristo). La polémica con la Urgemeinde en torno a la
Ley no era si ésta debía de ser abolida sino si esta debía de ser cumplida por los gentiles o no.
En caso de que Pablo hubiese seguido las órdenes de la Urgemeinde su éxito se hubiese
transformado en un fracaso rotundo (aunque menos estrepitoso que el de Jesús en la cruz). El
evangelio de Mateo, aun siendo paulino (porque acepta el dogma de la muerte vicaria de
Jesús), es más legalista –por así decir– que el evangelio de Marcos, que se escribió en función
de convertir a las gentilidades, sin que tuviesen la necesidad de cumplir a raja tabla una Ley
tan molesta y, para ellos, en el fondo, tan absurda (como también lo es para
nosotros). Mateo responde a Pablo (y, por consiguiente, a Marcos) afirmando que la Ley hay
que cumplirla: «No creáis que vine a abolir la Ley o los profetas. No vine a abolir la Ley sino a
cumplirla. Pues con certeza os digo: hasta que pase el cielo y la tierra, de ninguna manera
pasará de la Ley ni una iota ni una coma, hasta que todo se lleve a cabo. Quien derogue uno
solo de estos precepto [suponemos que se refiere a los 613 que comentamos] y enseñe así a
los hombres, será llamado el menor en el reino de los cielos; pero quien cumpla y enseñe, este
será llamado grande en el reino de los cielos. Pues os digo que si la justicia no os desborda a
escribas y fariseos, de ninguna manera entraréis en el reino de los cielos» (5.17-20). Pero
hemos de pensar que esto no lo dice Jesús, aunque lo suscribiese, porque a un judío tan
piadoso como él no se le pasaría por la cabeza si abolir o no la Ley, eso es cosa que el
Nazareno ni se hubiese planteado: la Ley había que cumplirla sí o sí, y para eso ni siquiera
había debate, es decir, para él decir eso sería una perogrullada, algo tan evidente que es tonto
decirlo. «¡Pues cómo voy a venir a abolir la Ley!», podría decir indignándose. Es más bien el
evangelista (Mateo) el que dice eso en boca de Jesús pensando contra Pablo (y contra
Marcos). Aunque Mateo también le hace decir en 7.25: «Apartaos de mí quienes practican lo
contrario de la Ley», refiriéndose al día del Juicio, porque dicho día «enviará el Hijo del hombre
a sus ángeles, y recogerá de su reino todos los escándalos y los que practican lo contrario a la
Ley y los arrojarán al horno del fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (13.41-42).
Esto último sí que se acopla a lo que sabemos del Jesús histórico, siempre tan «amable» con
los incumplidores compulsivos de la Ley (aunque fuesen judíos).

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En las epístolas deuteropaulinas, desde una posición ya segregada de la teología de la
restauración de Israel en la que se movía Pablo e involucradas institucionalmente en el interior
del Imperio, la Ley queda completamente superada. Definitivamente con Cristo se inicia la era
de la libertad, con él se termina la tortura de «no tomes», «no gustes», «no toques» ciertos
alimentos, sin que esto se quiera dar a entender que haya que vivir desenfrenadamente y
echarse a la gula y a las malas acciones: «Nadie, pues, os condene por razón de la comida, o
bebida, o en punto de días festivos, o de novilunios, o de sábados» (Col 2.16), pues como
decían San Jerónimo, San Juan Crisóstomo y San Ambrosio estos preceptos de la Ley son
sólo apariencia de sabiduría y piedad, pues nacen de una afectada humildad que descuida la
salud del cuerpo y lo priva del sustento necesario para vivir.

8. Escándalo y necedad

El tarsiota, en fin, pensó su evangelio contra el judaísmo que no creía en la resurrección


de Jesús y le escandalizaba su mesianidad, y el paganismo que lo consideraba un necedad;
pensamiento que se encuentra condesando en su famosa fórmula: «nosotros predicamos
sencillamente a Cristo crucificado, lo cual para los judíos es motivo de escándalo, y parece una
locura a los gentiles» (I Cor 1.23). Hay que tener en cuenta que, al decir un Mesías es necedad
para los paganos y escándalo para los judíos, Pablo predicaba a los temerosos de Dios, esto
es, el público más propenso para la conversión paulina, el cual ni interpretaban la crucifixión del
Mesías como una necedad ni como un escándalo. El tarsiota abría así una tercera vía entre el
paganismo (tan politeísta como filosófico) y el judaísmo que rechazaba la mesianidad y la
resurrección de Jesús y también, con mucho más escándalo aún, el dogma de la Encarnación.
«Si para los judíos el motivo de rechazo de la cruz se encuentra en la Revelación, es decir, en
la fidelidad al Dios de sus padres, para los griegos, es decir, para los paganos, el criterio de
juicio para oponerse a la cruz es la razón.

En efecto, para estos últimos la cruz es moría, necedad, literalmente insipidez, un


alimento sin sal; por tanto, más que un error, es un insulto al buen sentido» (Ratzinger, 2008).
«San Pablo mismo, en más de una ocasión, sufrió la amarga experiencia del rechazo del
anuncio cristiano considerado "insípido", irrelevante, ni siquiera digno de ser tomado en cuenta
en el plano de la lógica racional. Para quienes, como los griegos, veían la perfección en el
espíritu, en el pensamiento puro, ya era inaceptable que Dios se hiciera hombre,
sumergiéndose en todos los límites del espacio y del tiempo. Por tanto, era totalmente
inconcebible creer que un Dios pudiera acabar en una cruz» (Ratzinger, 2008).

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