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Revista electrónica mensual del Instituto Universitario Virtual Santo Tomás

e-aquinas
Año 2 Enero 2004 ISSN 1695-6362

Este mes... LA ACIDIA SEGÚN SANTO TOMÁS


(Cátedra de Estudios Tomistas del IUVST)

Aula Magna:
FRANCISCO CANALS, La pereza activa 2-12

Documento:
MAURICIO ECHEVERRÍA, La acedia y el bien del hombre en 13-34
Santo Tomás

Publicación:
HORACIO BOJORGE, En mi sed me dieron vinagre. La 35-38
civilización de la acedia

Noticia:
Publicados en E-AQUINAS los vídeos y ponencias del Congreso
Tomista Internacional 39

Foro:
¿Vivimos en una civilización acídica? 40

© Copyright 2003 INSTITUTO UNIVERSITARIO VIRTUAL SANTO TOMÁS


Fundación Balmesiana – CDES Abat Oliba CEU
HORACIO BOJORGE, En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia

En mi sed me dieron vinagre


La civilización de la acedia1
P. Horacio Bojorge, S.J.
Lumen, Buenos Aires, 1996, p.190

Ha sido una notable idea la del Padre Bojorge, ésta de analizar


minuciosamente el significado y el alcance del terrible pecado de la acedia.
Desconocido por su nombre para el común de los fieles, pero padecido por
unos y otros, tengan o no conciencia de su denominación y de la gravedad de
su naturaleza.

Con buen sentido didáctico comienza el autor por aclarar su significado.


La acedia es pereza espiritual, desabrimiento y acidez del alma, ingratitud e
indiferencia respecto de los bienes divinos, tibieza y relajamiento del corazón
que no puede sino conducir a la aversión al Señor. Y es por lo tanto - para
decirlo con las palabras del Catecismo - una rebeldía contra el amor de Dios.
Próxima a la tristeza y a la envidia, sabido es que Santo Tomás la consideraba
pecado capital, y que dedicó conocidos pasajes de su Suma Teológica a describir
a sus ‘hijas’, esto es, a sus frutos temibles y desconsoladores. Agriado el dulzor
de la caridad, el hombre se vuelve avinagrado y ácido, frío y gris, mezquino y
apocado. Acédico, en sentido estricto.

Pero es éste un mal antiguo, que aunque puede encontrar ahora su


oportuna explicación en ciertos textos eclesiales, hunde su lejana data en los
tiempos de la caída original. El autor lo sabe, y por eso nos conduce – como
guía seguro y prudente – por las páginas de la Sagrada Escritura. Todo un
capítulo – el segundo – está consagrado a escudriñar a los acédicos del Antiguo
y del Nuevo Testamento. Caín, Esaú, Mikal, los hijos de Jeconías, Judas, los
fariseos, los israelitas idólatras, los falsos pastores. Un común denominador los
alcanza y los estigmatiza: no saben alegrarse en el gozo de Dios; están siempre
prontos a disfrutar de las fiestas mundanas, pero la festividad sagrada los
contrista. Son capaces de la algarabía exterior, diría Chesterton; no los conforta

1 El libro reseñado se encuentra en http://www.multimedios.org/docs/d001294, junto


con otro libro del P. Horacio Bojorge sobre esta misma temática: Mujer, ¿por qué lloras?
Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia, Lumen, Buenos Aires, 1999,
p.192, http://www.multimedios.org/docs/d001295. La presente reseña fue publicada en
la revista Gladius 38 (1997), 231-233.

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nunca en cambio, la recóndita alegría. Es un acierto más del Padre Bojorge, y una
prueba de su delicadeza sacerdotal e intelectual, resumir en dos ayes proféticos
la reacción que debe suscitarnos la acedia así descripta. ‘¡Maldito el hombre que
confía en el hombre!’, se podría decir con Jeremías. ‘No verá el bien cuando
venga’. Pero ‘¡ay de los que llaman al mal bien y al bien mal!’, agrega Isaías.
Serán abominables a los ojos del Señor. Los acédicos, en síntesis, ya no perciben
y perciben mal. Apercepción y dispercepción son sus rasgos; ceguera, en el
lenguaje evangélico y más rotundo.

Pero hay mayores sutilezas, y el autor nos las va enseñando, página tras
página. Acedia tiene el que persigue a la Fe y a quienes están dispuestos a
defenderla con sus vidas; esto es, a los mártires. Acedia es la tentación que
asalta al testigo para que resigne su coraje y su martirio; y acedia es, al fin, la
viciosa actitud que inspira el demonio para mover a los primeros y a los
segundos, tanto para provocar la persecución como la apostasía. Y aquí, ya no
son propiamente los sagrados textos los que nos ilustran, cuanto las propias
Actas de los Mártires y la Historia de la Iglesia primitiva. El Padre Bojorge se
mueve con soltura también en este terreno, poniendo su erudición al servicio
del apostolado. Los relatos del martirio de San Policarpo y de Santa Perpetua,
por ejemplo, son francamente aleccionadores y conmueven una vez más, por
mucho que hayamos oído hablar de ellos. El martirio – digámoslo así – es la
gran victoria contra la acedia. Por él, quien lo padece, ha llegado al más inefable
y glorioso de los placeres espirituales: dar la sangre por amor a la Sangre, como
predicaría Santa Catalina.

Pero hay en esta obra un capítulo cuarto, que si los términos no


estuvieran tan tergiversados como están, nos atreveríamos a considerar como
un modelo de sociología cristiana. Precisamente porque a diferencia de lo que
suele circular con tal nombre, la que aquí se desarrolla parte de la premisa de
Donoso Cortés, y empieza por buscar la cuestión teológica detrás de cada
cuestión social, política, cultural o económica. Y el diagnóstico del hombre y de
los tiempos que corren queda resuelto con inusual agudeza.

El Padre Bojorge va al fondo del problema. Allí donde no llegan los


fenomenólogos ni los encuestadores, ni los sedicentes expertos en radiografiar
males actuales. El fondo del problema es que esta civilización moderna está edificada
sobre el pecado de la acedia. Y los acédicos mandan, gobiernan, prostituyen las
costumbres, agreden la Fe, maltratan la Cruz, escarnecen lo sacro, hacen la befa
impúdica e insolente de las realidades sobrenaturales. Una ‘fuerza teófuga’, los
mueve, dice el autor con logrado neologismo, y otra simétrica pero de signo los
atrae: una ‘fuerza cosípeta’. Es el doble movimiento que condena al hombre
desde el non serviam: aversio a Deo et conversio ad creaturas.

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HORACIO BOJORGE, En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia

Tienen estas páginas una fuerza especial. Sea por su carácter


eminentemente descriptivo, por los casos de patética actualidad con que ilustra
el pecado o por la legítima indignación con que reacciona ante los mismos, lo
cierto es que calan hondo en el lector, y comprometen no sólo su inteligencia
sino también su voluntad de resistencia. Los párrafos dedicados a la
desacralización de la liturgia y del domingo, a la extinción del lenguaje de las
campanas y de los símbolos católicos, nos recuerdan otros tantos de Guardini y
de Juan Carlos Goyeneche, y están impregnados de varonil lirismo. Son pasajes
particularmente lúcidos y valientes; penetrantes, justicieros, agudos.

Una lluvia de acedia parece haber caído sobre la sociedad y sobre sus
habitantes. Únicamente el sol que es Cristo, y el fuego de Su Amor quemante y
sanante, podrán resistir el orden alterado y reivindicar la genuina luz.

Finalmente el autor, no elude el tema de la acedia entre los sacerdotes y


en la vida religiosa en particular. Y por aquello de que la corrupción de lo mejor
es la peor de todas, buen cuidado pone en aconsejar evitarla y combatirla hora
por hora, literalmente hablando. San Ignacio es aquí puerto seguro al que
acude; y sus reglas de discernimiento vuelven a prestar un servicio
insustituible.

Pneumodinámica de la acedia, llama por último a la explicación de las


causas espirituales y psicológicas que la producen, con un lenguaje que analoga
expresamente el de las ‘ciencias físicas’, y que no nos resulta del todo feliz;
precisamente porque de esas analogías se viene nutriendo un vocabulario
desacralizante y tecnolátrico, del que con toda sensatez el autor abomina. Pero
más allá de la denominación – absolutamente subalterna – la causalidad de la
acedia queda retratada tan exactamente, que quien quiera evitarla, tendrá que
volver una y otra vez sobre estas reflexiones, a modo de un ejercicio espiritual.

El Padre Bojorge – lo dice cerrando esta magnífica obra – se ha sentido


obligado a recordar los remedios contra tan terrible pecado. En buena hora. Mas
en rigor, y bien leídas estas horas ricas en recta doctrina, los mismos surgen
solos, por contrastes con el mal, como natural antítesis a un camino
desquiciado. Oigamos no obstante uno de sus consejos sobre el particular:
“Hablando del remedio para la civilización de la acedia, pensamos
espontáneamente en la civilización del amor, que vienen reclamando
proféticamente los Papas, desde Pablo VI, pero que con otros nombres lucharon
por instaurar sus antecesores desde Pío IX que yo sepa”. Y antes de que
podamos objetar o acotar algo, agrega contundente: “Habría que disipar el
equívoco que se alberga en muchas cabezas que, cuando oyen hablar de

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civilización del amor, entienden civilización de la filantropía, en vez de


entender que se trata de la civilización de la caridad” (p. 178).

Caridad que es virtud teologal, y que practicada en grado heroico, puede


operar aún el rescate pendiente de esta generación que no sabe ver los signos ya
existentes y pide señales a quienes no pueden dárselas.

El Padre Bojorge va al fondo del problema. Allí donde no llegan los


fenomenólogos ni los encuestadores, ni los sedicentes expertos en radiografiar
males actuales. El fondo del problema es que esta civilización moderna está edificada
sobre el pecado de la acedia. Y los acédicos mandan, gobiernan, prostituyen las
costumbres, agreden la Fe, maltratan la Cruz, escarnecen lo sacro, hacen la befa
impúdica e insolente de las realidades sobrenaturales. Una ‘fuerza teófuga’, los
mueve, dice el autor con logrado neologismo, y otra simétrica pero de signo los
atrae: una ‘fuerza cosípeta’. Es el doble movimiento que condena al hombre
desde el non serviam: aversio a Deo et conversio ad creaturasnuevo en odres viejos.
Un vino que no es ácido porque posee el dulzor y el frescor de la verdad añeja.

Dr. Antonio Caponnetto

p. 38

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