de Rusia desde 1682 a 1725, Pedro el Grande llevó a cabo una profunda
transformación que situó a su país a la altura de las grandes naciones de su
época, salvando la enorme brecha que le separaba del Occidente europeo.
No sólo logró Pedro I ampliar las fronteras de Rusia y conseguir una salida al
Báltico, sino que además —tras someter a la guardia de los Streltsy y limitar
el poder de la antigua nobleza— emprendió la reforma del Ejército de la
Iglesia de la administración del Estado de la industria y del comercio.
Esta biografía no se limita a poner de manifiesto el papel histórico del
gobernante, sobre el gran fresco de la Europa de finales del siglo XVII y
comienzos del XVIII, sino que traza además la trayectoria vital de un hombre
impulsivo y tenaz, obsesionado por la navegación y cuya curiosidad
insaciable le lleva a frecuentar los círculos extranjeros residentes en Moscú y
a realizar dos viajes decisivos a lo más importantes países de Occidente. Las
intrigas de la corte, los amores del zar y su tormentosa relación con el
«zarevich» Alexis (cuya muerte sigue rodeada de misterio) prestan
dramatismo a esta biografía, exhaustivamente documentada y narrada en un
estilo impecable.
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Robert K. Massie
Pedro el Grande
ePub r1.0
Titivillus 14.03.2018
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Robert K. Massie, 1980
Traducción: Javier Alfaya & Barbara McShane
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A Mary Kimball Todd y
James Madison Todd y en
recuerdo de Robert Kinloch Massie
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MAPAS
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MAPAS E ILUSTRACIONES
(Láminas a color)
Listadas en el original inglés pero no se encuentran en ese texto
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PRIMERA PARTE
LA ANTIGUA MOSCOVIA
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1
LA ANTIGUA MOSCOVIA
En torno a Moscú el campo se ondula suavemente desde los ríos que serpentean en
meandros plateados a través de un bonito paisaje. Pequeños lagos y bosquecillos
salpican las praderas. Aquí y allá se ve una aldea dominada por la cúpula bulbosa de
su iglesia. La gente camina a través de los campos por senderos flanqueados de
maleza. Pescan, nadan y descansan al sol a la orilla de los ríos. Es una escena familiar
rusa desde hace siglos.
En el tercer cuarto del siglo diecisiete el viajero que venía de Europa Occidental
atravesaba estos campos para llegar hasta un lugar elevado llamado las Colinas del
Gorrión. Desde allí, a sus pies, veía Moscú, «la ciudad más rica y más hermosa del
mundo». Centenares de cúpulas doradas, coronadas por un bosque de cruces doradas,
se alzaban sobre las copas de los árboles; si el viajero llegaba allí en el momento en
que el sol tocaba todo ese oro, el resplandor de la luz le obligaba a cerrar los ojos. Las
iglesias de muros blancos que sostenían esas cúpulas estaban diseminadas por una
ciudad tan grande como Londres. En el centro, sobre una pequeña colina, se erguía la
ciudadela del Kremlin, la gloria de Moscú, con sus tres magníficas catedrales, su
poderoso campanario, sus espléndidos palacios, capillas y centenares de casas.
Cercada por grandes murallas blancas, era en sí misma una ciudad.
En verano, cubierta de verdura, Moscú parecía un enorme jardín. Muchas de las
mansiones más grandes estaban rodeadas de huertos y parques, mientras las fajas de
tierra segada empleadas como cortafuegos reventaban de hierbas, arbustos y maleza.
Rebasando sus propias murallas la ciudad se extendía en numerosos suburbios
florecientes, todos con sus huertos, jardines y sotos. Más allá, en un amplio círculo en
torno a la ciudad, las casas solariegas y las fincas de los grandes nobles, las murallas
blancas y las cúpulas doradas de los monasterios aparecían diseminadas entre los
campos y los terrenos labrados ensanchando el paisaje hasta el horizonte.
Al entrar en Moscú pasando sus murallas de tierra y ladrillo, el viajero se
zambullía de inmediato en la vida ajetreada de una laboriosa ciudad comercial. Las
calles estaban abarrotadas de gente. Mercaderes, artesanos ociosos y harapientos
santones marchaban junto a braceros, campesinos, sacerdotes de túnicas negras y
soldados con caftanes de vivos colores y botas amarillas. Carros y carretas trataban
de abrirse paso con esfuerzo entre ese río de gente, pero la multitud se abría para
dejar paso a un boyardo barrigón y barbudo, o a un noble a caballo, la cabeza tocada
por un lujoso gorro de piel y cubierto por un gabán de terciopelo o de tela fuerte de
brocado forrada de piel. En las esquinas, músicos, juglares, acróbatas y domadores de
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animales con osos y perros hacían sus números. Alrededor de las iglesias se apiñaban
los mendigos que gemían pidiendo limosna. Ante las tabernas los viajeros se
quedaban estupefactos a veces al ver a hombres desnudos que habían vendido toda su
ropa para tomar una copa; en los días de fiesta, otros hombres, tanto vestidos como
desnudos, yacían en filas en el barro, completamente borrachos.
Las multitudes más densas se encontraban en los distritos comerciales cuyo
centro era la Plaza Roja. La Plaza Roja del siglo diecisiete era muy distinta del
desierto silencioso y adoquinado que vemos hoy bajo las fantásticas y arracimadas
torres y cúpulas de la catedral de San Basilio y de las altas murallas del Kremlin. En
aquel tiempo era un turbulento mercado al aire libre, con troncos puestos sobre el
suelo para cubrir el barro, con filas de casas y pequeñas capillas de madera adosadas
a las murallas del Kremlin, donde actualmente se encuentra la tumba de Lenin, y con
hileras de tiendas y puestecillos, unos de madera, otros cubiertos por lonas, que se
apiñaban en todas las esquinas de aquella vasta superficie. Hace trescientos años la
Plaza Roja estaba llena de ajetreo, de bullicio y color. Los mercaderes, delante de su
puestos, gritaban sus reclamos a los clientes para que se fijaran en sus artículos.
Ofrecían terciopelos y brocados, sedas persas y armenias, objetos de cobre, latón y
bronce, artículos de hierro, cuero repujado, cerámica, innumerables utensilios de
madera y filas de melones, manzanas, peras, cerezas, ciruelas, zanahorias, pepinos,
cebollas, ajos y espárragos tan gruesos como un pulgar, colocados en cestas y
bandejas. Los buhoneros y vendedores ambulantes se abrían paso entre la gente
mediante una combinación de ruegos y amenazas. Había vendedores de pirozhki
(pequeñas empanadas de carne) con bandejas que colgaban de cuerdas pasadas por
sus hombros. Sastres y joyeros callejeros, ajenos a todo lo que les rodeaba, se
aplicaban a su trabajo. Los barberos cortaban el pelo, que caía al suelo sin que
después lo barrieran, añadiendo una nueva capa a la alfombra apelotonada que
llevaba formándose décadas. En los mercados callejeros se vendía ropa vieja, trapos,
muebles usados y baratijas. Bajando la cuesta, más cerca del río Moscova, se vendían
animales y peces en recipientes. En las orillas del río, cerca del nuevo puente de
piedra, había filas de mujeres inclinadas, lavando la ropa en el agua. Un viajero
alemán del siglo diecisiete observó que las mujeres que vendían mercancías en la
calle posiblemente también vendían «otras cosas».
A mediodía se detenía toda la actividad. Los mercados cerraban y las calles se
quedaban vacías mientras la gente iba a almorzar. Después todos se echaban la siesta
y los tenderos y vendedores se tumbaban a dormir ante sus puestos.
Al atardecer las golondrinas volaban sobre las almenas del Kremlin y la ciudad se
cerraba para la noche. Las tiendas bajaban sus cierres, había vigilantes en los tejados
y perros feroces se removían en el cabo de sus largas cadenas. Pocos ciudadanos
honrados se aventuraban por las calles oscuras, que se convertían en guarida de
ladrones y mendigos armados dedicados a sacar a la fuerza en la oscuridad lo que no
habían conseguido con sus ruegos durante las horas del día «Esos villanos», escribe
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un viajero austríaco, «se colocan en las esquinas de las calles y dan garrotazos a los
que pasan, práctica en la que son tan expertos que sus golpes mortales casi nunca
fallan». Se cometían normalmente varios asesinatos cada noche en Moscú y aunque
el motivo de esos crímenes casi nunca era más que el simple robo, los ladrones eran
tan despiadados que nadie se atrevía a responder a los gritos de socorro. Con
frecuencia los aterrorizados ciudadanos tenían miedo de mirar por sus puertas y
ventanas para saber lo que ocurría. Por la mañana, como una rutina más, la policía se
llevaba los cadáveres encontrados en la calle a un terreno céntrico donde los parientes
podían ir a buscar a las personas desaparecidas; después de cierto tiempo, todos los
cadáveres no identificados eran arrojados a la fosa común.
En la década de 1670 Moscú era una ciudad de madera. Las casas, las mansiones,
las chozas, todas por igual, estaban construidas con troncos de madera, pero su
insólita arquitectura y la espléndida decoración tallada y pintada de sus ventanas,
porches y gabletes les otorgaba una extraña belleza muy distinta a la sólida
albañilería de las ciudades europeas. Hasta las calles eran de madera. Formadas por
troncos cortados y planchas de madera, cubiertas de polvo en el verano o hundidas en
el barro durante los deshielos de la primavera y las lluvias de septiembre, las calles
pavimentadas de madera de Moscú pretendían servir como suelo a los que pasaban. A
veces no lo lograban. «Las lluvias de otoño hicieron invisibles las calles para carros y
caballos», se queja un eclesiástico ortodoxo procedente de Tierra Santa. «No
podíamos ir de casa al mercado, pues había tanto lodo que nos hundíamos hasta la
cabeza. Los alimentos se encarecieron, ya que nada se podía traer del campo. Todo el
mundo, y sobre todo nosotros, rezamos a Dios para que se helara la tierra».
Como era natural en una ciudad construida de madera, el azote de Moscú era el
fuego. En invierno, cuando se encendían las primitivas estufas en las casas, y en
verano, cuando el calor convertía a la madera en yesca, una chispa podía provocar un
holocausto. Avivadas por el viento, las llamas saltaban de un tejado a otro,
reduciendo calles enteras a cenizas. En 1571, 1611, 1626 y 1671 grandes incendios
destruyeron barrios enteros de Moscú, dejando enormes espacios vacíos en medio de
la ciudad. Estos desastres eran excepcionales, pero para los moscovitas ver una casa
en llamas y a los bomberos luchando por localizar el incendio, tirando las casas que
les estorbaban, formaba parte de su vida cotidiana.
Como Moscú era una ciudad construida de troncos, los moscovitas disponían
siempre de una reserva de ellos para reparaciones o nuevas construcciones. Miles de
troncos se amontonaban entre las casas o a veces estaban ocultos tras ellas o detrás de
empalizadas que los protegían de los ladrones. En una zona, había un enorme
mercado de la madera con miles de casas prefabricadas a la venta; el comprador sólo
tenía que especificar el tamaño y el número de habitaciones deseadas. Casi de la
noche a la mañana los troncos, todos claramente numerados y señalados, eran
llevados al lugar indicado, donde se unían, se calafateaban con musgo, se colocaba
sobre ellos un tejado de tablas finas y el propietario podía habitar la casa. Los troncos
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más largos, sin embargo, se guardaban y se vendían con otro fin. Cortados en trozos
de un metro ochenta aproximadamente, ahuecados con hacha y cubiertos con tapas,
se convertían en los ataúdes en que se enterraba a los rusos.
Sobre una colina, a unos ciento veinticinco pies sobre el río Moscova, dominaban
la ciudad las torres, las cúpulas y las almenas del Kremlin. En ruso la palabra «kreml»
significa «fortaleza» y el Kremlin de Moscú era una poderosa ciudadela. Dos ríos y
un profundo foso corrían bajo sus fuertes murallas. Estos muros, de doce a dieciséis
pies de espesor y de una altura de unos sesenta y cinco pies sobre el nivel del agua,
formaban un triángulo en torno a la cresta de la colina, con un perímetro de una milla
y media que protegía un área de unos sesenta y nueve acres. Veinte enormes torres
tachonaban la muralla a intervalos, cada una de las cuales era una fortaleza en sí
misma, proyectada para ser inexpugnable. El Kremlin no lo era; arqueros y piqueros,
y más tarde mosqueteros y artilleros, podían verse obligados a rendirse por hambre si
no por un asalto, pero el cerco más reciente, a principios del siglo diecisiete, había
durado dos años. Paradójicamente los sitiadores eran rusos y los defensores polacos,
partidarios de un pretendiente polaco, el falso Dimitri, que ocupó temporalmente el
trono. Cuando el Kremlin cayó por fin, los rusos ejecutaron a Dimitri, quemaron su
cadáver, cargaron un cañón en la muralla del Kremlin y dispararon sus cenizas hacia
Polonia.
En tiempos normales, el Kremlin tenía dos dueños, uno temporal y otro espiritual:
el zar y el patriarca. Cada uno de ellos vivía dentro de la fortaleza y desde allí
gobernaba su reino respectivo. Hacinadas en torno al Kremlin se encontraban oficinas
gubernamentales, tribunales, cuarteles, panaderías, lavanderías y establos; cerca había
más palacios y oficinas y más de cuarenta iglesias y capillas del patriarcado de la
Iglesia Ortodoxa Rusa. En el centro del Kremlin, en la cima de la colina, rodeando
una amplia plaza, se encontraban cuatro magníficos edificios —tres soberbias
catedrales y un majestuoso y elevadísimo campanario— los cuales, tanto entonces
como ahora, pueden considerarse el corazón físico de Rusia.
En el tercer cuarto del siglo diecisiete, los aposentos reales estaban ocupados por
el segundo zar de la dinastía Romanov, «el gran Señor, Zar y Gran Duque, Alexis
Mijailovich, Autócrata de la Grande, la Pequeña y la Blanca Rusia». Remota e
inaccesible para sus súbditos, esa augusta persona estaba rodeada por un aura de
semidivinidad. Un grupo de ingleses que llegó en 1664 para agradecer al zar su
constante apoyo a su monarca, Carlos II, durante su exilio, quedó profundamente
impresionado al ver a Alexis sentado en el trono:
El zar, como un sol resplandeciente, irradiaba suntuosos rayos, magnífico en su trono, con el cetro en la mano y
con la corona en la cabeza. Su trono era de plata maciza, curiosamente trabajado con adornos y pirámides, y se
elevaba siete u ocho escalones sobre el nivel del suelo, lo que otorgaba al Príncipe una majestad trascendental. Su
corona (que llevaba sobre un gorro de marta cibelina) estaba totalmente cubierta de piedras preciosas, terminando
en forma de pirámide con una cruz de oro en su cúspide. El cetro resplandecía también cubierto de joyas, al igual
que su manto, y de la misma forma también el cuello.
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A los rusos se les había enseñado desde su infancia a considerar a su gobernante
como una criatura casi divina. Esta idea se encerraba en sus proverbios: «Sólo Dios y
el zar lo saben», «Un solo Dios en el cielo y el zar de Rusia en la tierra», «Con Dios y
el zar Rusia es poderosa», «Dios está muy alto; el zar está muy lejos».
Otro proverbio, «El soberano es el padre, la tierra es la madre», relacionaba el
sentimiento ruso hacia el zar con el sentimiento hacia la tierra. En Rusia la palabra
tierra, patria, rodina, es femenina. No se trata de la doncella pura, la muchacha
virgen, sino la mujer eterna, madura, la madre fértil. Todos los rusos son sus hijos. En
un cierto sentido, antes del comunismo, la tierra rusa era comunal. Pertenecía al zar
como padre, pero también al pueblo, su familia. El zar podía disponer de ella —podía
regalar vastas extensiones a los nobles a quienes quería favorecer—, pero seguía
siendo propiedad conjunta de la familia nacional. Cuando estaba amenazada todos se
mostraban dispuestos a morir por ella.
Dentro de ese esquema familiar el zar era el padre, batushka, del pueblo. Su
gobierno autocrático era patriarcal. Se dirigía a sus súbditos como si fueran sus hijos
y al mismo tiempo tenía el ilimitado poder de un padre sobre sus hijos. El pueblo ruso
no se podía imaginar que el poder del zar tuviera alguna limitación, «porque, ¿quién
sino Dios puede limitar la autoridad de un padre?». Cuando él mandaba ellos
obedecían, de la misma manera que cuando un padre daba una orden los hijos debían
obedecer sin rechistar. En aquella época la ceremonia de obediencia al zar tenía un
sabor servil, bizantino. Cuando los nobles rusos le saludaban o recibían sus favores,
se postraban ante él tocando el suelo con la frente. Cuando se dirigía a su amo real
Artemon Matveyev, que era el principal ministro y amigo más íntimo del zar Alexis,
decía: «Humildemente te rogamos, nosotros, tu esclavo Artemushka Matveyev, junto
con el vil gusano, mi hijo Adrushka, ante el elevado trono de Tu Real Majestad,
inclinando nuestros rostros sobre la tierra…» Al hablar al zar era necesario emplear
todo su larguísimo título oficial, El olvido de una palabra se consideraba como una
falta de respeto casi equivalente a la traición. Las palabras del zar eran sacrosantas:
«Revelar lo que se dice en el palacio del zar significa la muerte», comentaba un
residente inglés.
En realidad, el semidiós que portaba esos títulos, que llevaba una corona con
«borlas de diamantes tan grandes como guisantes, que parecían racimos de uvas
resplandecientes» y el manto imperial bordado de esmeraldas, perlas y oro, era una
persona relativamente discreta. Al zar Alexis se le conocía en su tiempo como el zar
tishaishy, el más apacible, cortés y piadoso de todos los zares, y cuando sucedió a su
padre en el trono en 1645, a la edad de dieciséis años, le llamaban ya «el joven
monje». De adulto era más alto que la mayoría de los rusos, de un metro ochenta
aproximadamente, bien formado y con inclinación a la gordura. Su rostro redondo
estaba enmarcado por una cabellera de color castaño claro, bigote y una larga barba.
Sus ojos eran también castaños, y su expresión iba desde la dureza cuando estaba
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irritado al calor cuando sentía afecto o humildad religiosa. «Su Majestad Imperial es
de agradable apariencia y unos dos meses mayor que el rey Carlos II», afirma su
médico inglés, el doctor Samuel Collins, añadiendo que su patrón era «severo en sus
castigos pero deseaba el amor de sus súbditos». Cuando un extranjero le instó a
castigar con la muerte a cualquiera que abandonara sus filas, le respondió, «Es muy
difícil hacerlo porque Dios no ha dado el valor a todos los hombres por igual».
Aunque él era el zar, la vida de Alexis dentro del Kremlin era casi la de un monje.
A las cuatro de la mañana apartaba su colcha de marta cibelina y se levantaba de la
cama en camisa y calzoncillos. Se vestía e inmediatamente iba a la capilla que estaba
junto a su dormitorio para orar y leer libros devotos durante veinte minutos. Una vez
que había besado los iconos y recibido el agua bendita, enviaba al chambelán a dar
los buenos días a la zarina y a preguntar por su salud. Minutos después iba a su
cámara para acompañarla hasta otra capilla donde juntos rezaban maitines y oían
misa.
Entre tanto los boyardos, los funcionarios y los secretarios gubernamentales se
reunían en una antesala pública para esperar la llegada del zar procedente de sus
habitaciones particulares. Tan pronto como veían «la brillante mirada del zar»
comenzaban a inclinarse hacia el suelo, algunos hasta treinta veces, en acción de
gracias por los favores concedidos. Durante un rato Alexis escuchaba los informes y
las peticiones; luego, alrededor de las nueve, el grupo entero iba a oír una misa de dos
horas.
Sin embargo, durante la ceremonia el zar seguía hablando en voz baja con los
boyardos, atendiendo a los asuntos públicos y dando instrucciones. Alexis no faltaba
nunca a un oficio divino. «Si se siente bien, va él», dice el doctor Collins. «Si se
siente enfermo, lo traen a él, a sus habitaciones. En días de ayuno asiste con
frecuencia a los rezos de medianoche, permaneciendo de pie durante cuatro, cinco o
seis horas seguidas y postrándose en el suelo hasta mil veces, y en los días de fiestas
solemnes, hasta mil quinientas».
Después de la misa de la mañana, el zar volvía al trabajo administrativo con sus
boyardos y secretarios hasta el mediodía, la hora del almuerzo. Comía a solas en una
mesa elevada, rodeado por boyardos que comían en mesas más bajas, colocadas a lo
largo de las paredes. Le servían unos boyardos determinados, que probaban su
comida y sorbían su vino antes de ofrecerle una copa. Los almuerzos eran
pantagruélicos: en los días festivos se servían hasta setenta platos en la mesa del zar.
Zakuski, o entremeses, entre los cuales se contaban verduras crudas, sobre todo
pepinos, pescado salado, tocino e innumerables pirozhki, a veces rellenos de huevo,
pescado, arroz, repollo o hierbas en lugar de carne. Luego venían las sopas y los
asados de ternera, de cordero y de cerdo, sazonados con cebolla, ajo, azafrán y
pimiento. Había platos de ave y de pescado como salmón, esturión y esturión
pequeño. Había postres de tartas, quesos, confituras y frutas. Los rusos bebían sobre
todo vodka, cerveza o una bebida más suave llamada kvas, hecha de pan negro
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fermentado, con sabor a frambuesa, cereza u otras frutas.
Pero era raro que Alexis tocara ninguno de esos suculentos platos que le ofrecían.
En vez de ello se los enviaba a algunos boyardos para mostrarles un favor especial.
Su paladar era monásticamente sencillo. Comía únicamente un simple pan de centeno
y bebía un vino flojo o cerveza, en ocasiones añadiendo unas gotas de canela; la
canela, informa el doctor Collins, era el «aroma imperial». Durante los períodos de
ayuno el zar «hace solo tres comidas a la semana; durante el resto del tiempo toma
únicamente un trozo de pan de centeno y sal, champiñón o pepino en salmuera y bebe
una taza de cerveza floja. Come pescado dos veces durante la Cuaresma y observa las
siete semanas… En resumen, no hay monje alguno que observe sus horas canónicas
como él sus ayunos. Podemos calcular que ayuna casi ocho meses de los doce».
Después del almuerzo el zar dormía durante tres horas hasta la hora de volver
nuevamente con sus boyardos para las vísperas a la iglesia, tratando de los asuntos de
estado durante la ceremonia religiosa. Cenaba y las últimas horas del día las pasaba
con su familia o jugando con sus amigos íntimos al chaquete o al ajedrez. Unas de las
cosas que más le gustaba a Alexis durante ese tiempo era leer o escuchar relatos. Le
gustaba escuchar pasajes de libros de historia eclesiástica o de vidas de los santos y la
exposición de dogmas religiosos, pero también le gustaba escuchar los informes de
los embajadores rusos que viajaban al extranjero, extractos de periódicos de otros
países o simplemente relatos que contaban peregrinos y viajeros que eran llevados a
palacio para entretener al monarca. Cuando hacía buen tiempo, Alexis dejaba el
Kremlin para visitar sus casas de campo fuera de Moscú. Una de ellas, situada en
Preobrayhenskoye, a orillas del río Yauza, era el centro del deporte preferido de
Alexis, la cetrería. A lo largo de los años aquel entusiasta cazador llegó a tener una
inmensa instalación con 200 cetreros, 3.000 halcones y 100.000 pichones.
Sin embargo, Alexis se pasaba la mayor parte del tiempo rezando y trabajando.
Nunca puso en duda su derecho divino a gobernar; creía que él y todos los monarcas
eran elegidos por Dios y eran responsables tan sólo ante Él. Por debajo del zar estaba
la nobleza, dividida en casi una docena de rangos. Los nobles principales tenían el
rango más elevado, el de los boyardos, y eran miembros de las antiguas familias
principescas que poseían los latifundios hereditarios. Por debajo de ellos se
encontraban la pequeña nobleza y la aristocracia provinciana, que habían recibido
tierras en pago a algunos servicios. Había una pequeña clase media de mercaderes,
artesanos y otras gentes de las ciudades y luego —la enorme base de la pirámide—
los campesinos y los siervos, que formaban la inmensa mayoría de la sociedad rusa;
sus condiciones de vida y métodos de cultivo eran bastante similares a los de los
siervos de la Europa medieval. La mayor parte de los moscovitas utilizaban el
nombre de boyardos para referirse a la nobleza y a los altos funcionarios. Entre tanto
la administración cotidiana del gobierno del zar se dirigía desde treinta o cuarenta
departamentos, llamados prikazi. En términos generales resultaban ineficientes,
derrochadores, se solapaban mutuamente, y eran difíciles de controlar y corrompidos:
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en resumen, una burocracia que nadie había planeado y sobre la cual nadie ejercía
una auténtico control.
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eran tierras de cosacos. Eran éstos un pueblo ortodoxo, originalmente vagabundo,
bandidos y fugitivos que escapaban de las onerosas condiciones de vida en la antigua
Moscovia para formar bandas de caballería irregular y que luego se convirtieron en
colonos estableciendo granjas, pueblos y ciudades por la Ucrania superior.
Gradualmente esa línea de asentamientos cosacos se fue extendiendo hacia el sur,
pero seguía habiendo una distancia de trescientas o cuatrocientas millas entre ellos y
el mar Negro.
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saquear las aldeas rusas y ucranianas, tomando por asalto en ocasiones las
empalizadas de una ciudad y reduciendo a toda su población a la esclavitud. Esas
incursiones masivas, que llevaban millares de esclavos rusos todos los años al
mercado de esclavos otomano, constituían una fuente de vergüenza y angustia para
los zares del Kremlin. Pero por aquel tiempo nada se podía hacer. Además en dos
ocasiones, en 1382 y 1571, los tártaros habían saqueado y quemado la propia Moscú.
Más allá de las grandes y blancas almenas del Kremlin, de las cúpulas en forma
de cebolla, doradas y azules, y de los edificios de madera de Moscú, estaban los
bosques y los campos de la Rusia eterna y verdadera. Durante siglos todo había
venido del bosque, del bosque virgen, rico y profundo, extenso como un océano.
Entre sus abedules y abetos, sus arbustos con frutos, su musgo y sus suaves helechos,
el ruso encontraba casi todo lo que necesitaba para vivir. Del bosque venían los
troncos para hacer su casa, la leña para el fuego, el musgo para calafatear las paredes,
la corteza para los zapatos, las pieles para las ropas, la cera para las velas, la carne, la
dulce miel, las frutas silvestres y las setas para las comidas. Durante la mayor parte
del año resonaba en los bosques el ruido de las hachas. En los días de ocio hombres,
mujeres y niños buscaban setas bajo los oscuros troncos o se abrían paso entre las
altas hierbas y las flores para recoger frambuesas salvajes y grosella roja y negra.
Los rusos formaban un pueblo con sentido comunitario. No vivían solos en las
profundidades del bosque, disputando las regiones primarias al oso y al lobo.
Preferían agruparse en aldeas construidas en los claros del bosque o junto a un lago o
en las orillas de lentos ríos. Rusia era un imperio formado por aldeas de ese tipo:
perdido al final de un polvoriento camino, rodeado de pastos y prados, se veía un
conjunto de sencillas casas de troncos cuyo centro era una iglesia con una cúpula de
cebolla que recibía los rezos de los aldeanos y los enviaba al cielo.
Pocos pueblos en el mundo viven en tanta armonía con la naturaleza como los
rusos. Viven en el Norte, donde los inviernos llegan temprano. En septiembre la luz
desaparece sobre las cuatro de la tarde y comienzan las lluvias heladas. Llega la
escarcha y en octubre cae la primera nevada. En poco tiempo todo desaparece bajo
una alfombra de blancura: tierra, ríos, caminos, campos, árboles y casas. La
naturaleza no sólo adquiere majestuosidad sino una temible omnipotencia. El paisaje
se convierte en un ancho mar blanco con montículos y hondonadas que suben y
bajan. En los días en que los cielos están grises es difícil, aun forzando la vista, ver
dónde la tierra se funde con el aire. En los días luminosos, cuando el cielo es de un
azul resplandeciente, la luz del sol ciega y parece como si millones de diamantes
estuvieran esparcidos por la nieve, refractando la luz.
Después de 160 días de invierno la primavera sólo dura varias semanas. Primero
el hielo se resquebraja y se rompe en los ríos y en los lagos y vuelven las aguas
rumorosas y las olas que danzan, En la tierra, el deshielo trae el lodo, un vasto mar
sin fin de lodo, contra el cual tienen que luchar tanto el hombre como los animales.
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Pero a medida que retrocede la nieve sucia, comienzan a salir los primeros tallos de la
hierba verde. Bosques y prados verdecen y se llenan de vida. Reaparecen animales,
alondras y golondrinas. En Rusia el retorno de la primavera se recibe con un alborozo
inconcebible en países más templados. Cuando los rayos calientes del sol tocan las
hierbas de los prados y las espaldas y los rostros de los campesinos, cuando los días
se van haciendo cada vez más largos y toda la tierra comienza a vivir, el alegre
sentimiento de renacer, de liberación, hace que la gente cante y festeje. El primero de
mayo es una antigua fiesta de renacimiento y fertilidad en que la gente se dedica a
bailar y pasear por los bosques. Y mientras los jóvenes se divierten, la gente mayor
da gracias a Dios por vivir para volver a ver esa gloria de nuevo.
La primavera se convierte rápidamente en verano. Hace mucho calor y todo está
lleno de polvo. Pero existe también la hermosura de un cielo inmenso, la calma de
una enorme tierra que se ondula suavemente hacia el horizonte. Hay la frescura de la
mañana temprana, las sombras de los bosques de abedules a orillas de los ríos, el aire
suave y el viento caliente de la noche. En junio el sol desaparece bajo el horizonte
sólo unas pocas horas y al crepúsculo rojizo le sigue enseguida el delicado rosicler de
la aurora.
Rusia es una tierra austera con un clima duro, pero pocos viajeros pueden olvidar
su profundo atractivo y ningún ruso puede encontrar la paz en un lugar distinto de
este mundo.
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LA INFANCIA DE PEDRO
En marzo de 1669, cuando el zar Alexis tenía cuarenta años, su primera esposa, la
zarina María Miloslavskaya, murió en el cumplimiento de su función dinástica: es
decir, alumbrando a un hijo. Fue muy llorada no sólo por su marido sino por sus
numerosos parientes Milovslavski, cuyo poder en la corte se basaba en su matrimonio
con el zar. Ahora eso había terminado y, mientras lloraban por su hermana y sobrina
fallecida, se les veía vigilantes y preocupados.
Empeoraba su ya inestable situación el hecho de que, a pesar de todos sus
esfuerzos, María no había dejado detrás de sí la certeza de un heredero Miloslavski.
Durante sus veintiún años de matrimonio con Alexis, María, cuatro años mayor que
su marido, hizo todo lo que pudo: trece hijos —cinco varones y ocho hembras—
habían nacido antes de que el intento de alumbrar al número catorce la matara.
Ninguno de los hijos de María era fuerte; cuatro la sobrevivieron, pero en los seis
meses siguientes a su muerte fallecieron dos de ellos, incluido el heredero al trono, un
muchacho de dieciséis años, llamado Alexis como su padre. Así que, al morir su
esposa, al zar únicamente le quedaban dos hijos del matrimonio con una
Miloslavskaya —dos hijos, cuyo futuro no parecía muy claro. Fedor, que entonces
tenía diez años era frágil, e Iván, de tres años, estaba medio ciego y hablaba con
dificultad. Si los dos morían antes que su padre o poco después, la sucesión quedaría
abierta y nadie sabía quién se abalanzaría sobre el trono. En resumen, toda Rusia,
excepto los Miloslavski, deseaba que Alexis encontrara una nueva esposa y
enseguida.
Si el zar escogía una nueva zarina se daba por supuesto que sería la hija de una
familia de la nobleza rusa y no una de las princesas extranjeras casaderas. El
matrimonio interdinástico para mejorar o proteger los intereses del Estado, era
frecuente en casi toda la Europa del siglo diecisiete, pero en Rusia se aborrecía y se
evitaba esa práctica. Los zares rusos escogían consortes rusas y, más específicamente,
un zar ortodoxo únicamente podía escoger una zarina ortodoxa. La iglesia rusa, los
nobles, los mercaderes y la masa del pueblo verían con horror a una princesa
extranjera que llegara con su séquito de sacerdotes católicos o pastores protestantes
que corrompieran la pureza de la fe ortodoxa. Esta prohibición contribuyó a aislar a
Rusia de la mayor parte de los efectos del intercambio con naciones extranjeras y
produjo furiosos celos y competencias entre las familias nobles con hijas que podían
llegar a ser zarinas.
Un año después de la muerte de María Miloslavskaya, Alexis había encontrado a
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su sucesora. Deprimido y solitario, con frecuencia pasaba las tardes en la casa de su
íntimo amigo y principal ministro, Artemon Matveyev, un hombre poco corriente en
la Moscovia del siglo diecisiete. No procedía de la clase más alta de los boyardos,
sino que había llegado al poder por sus méritos. Le interesaban los temas eruditos y
estaba fascinado por la cultura occidental. En las recepciones que celebraba
constantemente en su casa para extranjeros que vivían o visitaban Moscú, les
preguntaba con inteligencia sobre el estado de la política, el arte y la tecnología en
sus patrias respectivas. Además fue en el Suburbio Alemán, el asentamiento situado
en las afueras de la ciudad donde tenían que vivir los extranjeros, donde encontró a su
esposa, Mary Hamilton, hija de un realista escocés que había abandonado Gran
Bretaña después de la decapitación de Carlos I y el triunfo de Cromwell.
En Moscú, Matveyev y su esposa vivían en lo posible como unos modernos
europeos del siglo diecisiete. En las paredes de su casa se encontraban pinturas y
espejos junto a los iconos; sobre consolas taraceadas se encontraban porcelanas y
relojes de música. Matveyev estudiaba álgebra y hacía experimentos de química en
un laboratorio que tenía en su casa. Se daban conciertos, y se interpretaban comedias
y tragedias en su pequeño teatro privado. Para los moscovitas tradicionales el
comportamiento de la esposa de Matveyev resultaba chocante. Se vestía con ropas y
sombreros occidentales, se negaba a recluirse en el piso superior de la casa de su
esposo como todas las esposas moscovitas y, por el contrario, se la veía entre sus
invitados, sentándose con ellos a la mesa y a veces incluso participando en sus
conversaciones.
Fue durante una de esas veladas poco convencionales, en presencia de la singular
Mary Hamilton, cuando la mirada del viudo zar Alexis se fijó en otra notable mujer
de la Casa de Matveyev. Natalia Naryshkina tenía diecinueve años y era una
muchacha alta, bien formada, de ojos negros y largas pestañas. Su padre era Kyril
Naryshkin, un terrateniente relativamente oscuro de origen tártaro, que vivía en la
provincia de Taurus, lejos de Moscú. Con el fin de proporcionar a su hija una vida
mejor que la de los grandes propietarios provincianos, Naryshkin había convencido a
su amigo Matveyev para que admitiera a Natalia bajo su custodia y la educara en la
atmósfera de cultura y libertad que caracterizaba la casa del ministro de Moscú.
Natalia había aprovechado la oportunidad. Para ser una muchacha rusa había recibido
una buena educación y, mirando y ayudando a su madre adoptiva, había aprendido a
recibir y atender a los invitados varones.
Una tarde en que estaba presente el zar, Natalia entró en la habitación con Mary
Hamilton para servir copas de vodka y platos de caviar y pescado ahumado. Alexis la
miró y apreció su aspecto sano y radiante, sus ojos negros y almendrados y su
comportamiento sereno pero modesto. Cuando estuvo ante él quedó impresionado por
la mezcla de respeto y sentido común de las respuestas que dio a sus preguntas. Al
irse de la casa de Matveyev aquella noche el zar se encontraba mucho más animado y
al dar las buenas noches a éste le preguntó si buscaba un marido para la atractiva
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joven. Matveyev le contestó que sí, pero que como ni él ni el padre de Natalia eran
ricos, la dote sería pequeña y los pretendientes indudablemente pocos. Alexis declaró
que todavía quedaban hombres que valoraban más las cualidades de una mujer que su
fortuna y prometió a su ministro que le ayudaría a encontrar un pretendiente.
Poco tiempo después el zar preguntó a Matveyev si había conseguido alguno.
—Majestad —contestó Matveyev—, hay jóvenes que vienen todos los días a ver
a mi encantadora pupila, pero ninguno parece pensar en el matrimonio.
—Bueno, bueno, mejor —dijo el zar—. Tal vez podamos arreglarnos sin ellos. He
encontrado a un caballero que probablemente le gustará. Es un hombre muy
honorable al que conozco bien, que no carece de méritos y no tiene necesidad de
ninguna dote. Ama a tu pupila y quiere casarse con ella y hacerla feliz. Aunque
todavía no ha revelado sus sentimientos ella le conoce y si se le consulta, creo que le
aceptará.
Matveyev declaró que por supuesto Natalia aceptaría «a cualquiera que
propusiera Su Majestad. Sin embargo, probablemente antes de dar su consentimiento
ella quiera saber quién es él. Y eso me parece razonable».
—Entonces —dijo Alexis—, dile que soy yo y que estoy decidido a casarme con
ella.
Matveyev, abrumado por lo que esa declaración significaba, se arrojó a los pies de
su soberano. Se dio cuenta inmediatamente tanto de las brillantes perspectivas que
ello ofrecía, como de los insondables peligros que entrañaba la decisión de Alexis.
Que su pupila fuera elevada a la dignidad de zarina significaría un triunfo para él:
parientes y amigos ascenderían junto a ella; él mismo sustituiría a los Miloslavski
como poder determinante en la corte. Pero también significaba excitar peligrosamente
el antagonismo de los Miloslavski, al igual que los celos de muchas de las más
poderosas familias de boyardos, que ya se mostraban recelosos de su papel como
favorito. Si de una forma u otra se anunciaba esa elección y luego la unión salía mal,
Matveyev quedaría arruinado.
Pensando en eso, Matveyev rogó que aunque el zar estuviera completamente
decidido en su elección, se sometiera sin embargo al proceso tradicional de escoger
públicamente a la novia de entre un grupo de candidatas. Esta ceremonia, que tenía
sus antecedentes en Bizancio, decretaba que todas las mujeres en edad de casarse de
Rusia entera deberían reunirse en el Kremlin para que las viera el zar. En teoría las
mujeres deberían proceder de todas las clases de la sociedad rusa, incluida la de los
siervos, pero en la práctica nunca se dio ese cuento de hadas. Ningún zar miró nunca
a una hermosa doncella esclava, ni se prendó de ella, convirtiendo a la ruborosa
criatura en su zarina. Pero por otra parte en la reunión sí había hijas de la pequeña
nobleza y el rango de Natalia Naryshkina la hacía perfectamente elegible. En la corte,
las asustadas jovencitas, peones de las ambiciones de sus familias, eran examinadas
por funcionarios que comprobaban su virginidad. Las que superaban ese escrutinio
eran convocadas al palacio del Kremlin para esperar la sonrisa o el movimiento de
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cabeza afirmativo del muchacho u hombre que podía ponerlas en el trono.
Un juego en el que había intereses tan altos conllevaba también grandes riesgos.
En ese mismo siglo hubo horribles ejemplos de hasta dónde eran capaces de llegar las
familias para evitar que una muchacha de otra familia llegara a convertirse en la
nueva zarina. En 1616, María Khlopfa, la elegida de Miguel Romanov, de diecinueve
años, disgustó tanto a la familia Saltykov, entonces predominante en la corte, que
drogaron a la muchacha, presentándola a Miguel en ese estado y diciéndole al zar que
estaba incurablemente enferma, enviándola luego, por haberse atrevido a presentarse
como novia en potencia, a ella y a toda su familia al exilio en Siberia. En 1647, el
propio Alexis, que entonces tenía dieciocho años, escogió a Eufemia Vsevolozhska
para que fuera su primera esposa. Pero cuando la estaban vistiendo unas mujeres de la
corte le retorcieron con tanto fuerza sus cabellos que se desmayó en presencia de
Alexis. Habían convencido a los médicos de la corte para que dijeran que tenía
epilepsia y también ella y sus parientes fueron enviados a Siberia. María
Miloslavskaya había sido la segunda elegida de Alexis.
Ahora a Natalia Naryshkina y a Matveyev, que la respaldaba, se les presentaban
peligros parecidos. Los Miloslavski sabían que si era escogida Natalia, su influencia
disminuiría. Este revés no sólo afectaría a los Miloslavski varones, que tenían altos
cargos y detentaban el poder, sino también a las hembras. Todas las princesas reales,
las hijas del zar Alexis, eran Miloslavski y no les agradaba nada la idea de que
hubiera una nueva zarina más joven que algunas de ellas.
Sin embargo, Natalia y Matveyev no tenían otra elección: Alexis estaba decidido.
La inspección preliminar de todas las jóvenes elegibles se fijó para el 11 de febrero
de 1670, ordenándose que estuviera presente Natalia Naryshkina. Se celebraría una
segunda inspección, que haría el propio zar, el 28 de abril. Pero poco después de la
primera reunión se difundió el rumor de que era Natalia la elegida. Se preparó el
inevitable contraataque y cuatro días antes de la segunda inspección se encontraron
cartas anónimas en el Kremlin acusando a Matveyev de emplear hierbas mágicas para
que el zar deseara a su pupila. Fue necesaria una investigación y el matrimonio se
demoró nueve meses. Pero nada pudo probarse y finalmente el 1 de febrero de 1671,
para alegría de la mayor parte de los rusos y disgusto de los Miloslavski, el zar Alexis
y Natalia se casaron.
Desde el día de su matrimonio quedó claro para todos que el zar de cuarenta y un
años estaba profundamente enamorado de su hermosa y joven esposa de negra
cabellera. Ella le trajo frescura, felicidad, tranquilidad y un cierto sentido de
renovación. Él quería que estuviera constantemente a su lado y la llevaba a todas
partes. La primera primavera y el primer verano de su matrimonio los recién casados
lo pasaron viajando, llenos de felicidad, de un palacio veraniego a otro en las
cercanías de Moscú, incluido el de Preobrayhenskoye, donde Alexis cabalgaba con
sus halcones.
En la corte, la nueva zarina se convirtió en un elemento innovador. Con su
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educación semioccidental recibida en casa de Matveyev a Natalia le encantaban la
música y el teatro. A principios de su reinado, Alexis había promulgado un edicto
prohibiendo severamente a sus súbditos bailar, participar en juegos o mirarlos, cantar
o tocar instrumentos en las fiestas de boda, o entregar su alma a la perdición
dedicándose a prácticas tan ilícitas y perniciosas como los juegos de palabras, las
farsas o la magia. «Los transgresores serán azotados la primera y segunda vez; la
tercera y la cuarta serán desterrados a ciudades fronterizas». Pero cuando Alexis se
casó con Natalia en el banquete de la boda tocó una orquesta, mezclando sus nuevas
armonías polifónicas occidentales con los acordes del coro ruso que cantaba al
unísono. La mezcla de sonidos no tenía nada de perfecta; el doctor Collins describe la
cacofonía como «el vuelo de las lechuzas blancas, un nido de cornejas, una manada
de lobos hambrientos y siete cerdos en un día de viento».
Pronto comenzó el patrocinio real del teatro. Para agradar a su joven esposa, el
zar comenzó a fomentar las obras teatrales y ordenó la construcción de un escenario y
un gran salón en la antigua casa de un boyardo dentro del Kremlin y otra en su retiro
de verano en Preobrayhenskoye. Matveyev pidió al pastor luterano del Suburbio
Alemán, Johannes Gregory, que buscara actores y montara obras teatrales. El 17 de
octubre de 1672 estaba dispuesta la producción de un drama bíblico. Se representó
ante el zar y la zarina, con un reparto de sesenta intérpretes, todos extranjeros, con
excepción de unos cuantos muchachos y muchachas de la corte. La obra duró todo el
día y el zar presenció la función durante diez horas sin levantarse de su asiento. Le
siguieron cuatro obras más y dos ballets.
El contento que Alexis sentía con su nueva zarina aumentó cuando, en el otoño de
1671, se enteró de que estaba embarazada. Tanto el padre como la madre rogaron
para que fuera un varón y el 30 de mayo de 1672 la zarina alumbró a un niño grande,
aparentemente sano. Le llamaron Pedro, por el apóstol. Con su buena salud, los ojos
negros y vagamente tártaros de su madre y un mechón de cabellos castaño rojizos, el
infante real vino al mundo con un tamaño normal. De acuerdo con la costumbre rusa
de «tomar la medida» se pintó una imagen del santo patrón de Pedro en una tabla de
las mismas dimensiones que el infante; la imagen de San Pedro con la Santísima
Trinidad mide diecinueve pulgadas y cuarto de largo y cinco pulgadas y cuarto de
ancho.
Moscú se regocijó cuando sonó la gran campana de la Torre de Iván el Grande en
la plaza del Kremlin anunciando el nacimiento de su nuevo zarevich. Los mensajeros
llevaron al galope la noticia a las otras ciudades rusas y se despacharon embajadores
especiales para toda Europa. Desde los blancos bastiones del Kremlin un cañón tronó
durante tres días sus salvas mientras las campanas de las 1.600 iglesias de la ciudad
repicaban continuamente.
Alexis se sentía inmensamente alegre con su nuevo hijo y dispuso personalmente
todos los detalles de un servicio de acción de gracias público en la Catedral de la
Asunción. Después Alexis elevó el rango de Kyril Naryshkin, el padre de Natalia, y
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de Matveyev, su padre adoptivo, y luego él mismo sirvió vodka y vino, que tomaba
de una bandeja, a sus invitados. El niño Pedro fue bautizado el 29 de junio, día de
San Pedro según el calendario ortodoxo, cuando tenía cuatro semanas. Fue llevado a
la iglesia en una cuna rodante por un camino por el cual se había echado agua
bendita, siendo sostenido el niño sobre la pila bautismal por Fedor Naryshkin,
hermano mayor de la zarina, y bautizado por el confesor privado de Alexis. Al día
siguiente se ofreció un banquete real para las delegaciones de boyardos, mercaderes y
otros ciudadanos de Moscú que se habían congregado en el Kremlin con regalos de
felicitación. Las mesas estaban decoradas con enormes bloques de azúcar
representando figuras de águilas, cisnes y otros pájaros, a un tamaño mayor que el
natural. Hasta había un intrincado molde de azúcar del Kremlin, con figuras de
personas diminutas que iban y venían. En sus aposentos privados, situados en el piso
superior de donde se celebraba el banquete, la zarina dio una recepción por separado
a las mujeres e hijas de los boyardos, entregando platos de dulces a sus invitadas
cuando se iban.
Poco después, el protagonista de toda esa celebración, rodeado de su pequeño y
reducido grupo de criados, fue llevado a sus habitaciones. Tenía una niñera, una
nodriza —«una mujer buena y limpia, con leche dulce y sana»— y un grupo de
enanos especialmente preparados para servir de criados y compañeros de juegos de
los infantes. Cuando Pedro cumplió los dos años, él y su séquito, que ya estaba
formado por catorce damas de honor, se trasladaron a unos aposentos mayores del
Kremlin: las paredes estaban cubiertas de telas de color rojo oscuro, los muebles
tapizados de carmesí y bordados con hilos de oro y azul oscuro. Las ropas de Pedro
—caftanes en miniatura, camisas, chalecos, medias, gorros— eran de seda, satén y
terciopelo bordados de plata y oro, siendo los botones y las borlas de racimos de
perlas y esmeraldas cosidas.
Una madre que le adoraba, un padre orgulloso y un complacido Matveyev
competían por hacer lujosos regalos al niño y su cuarto se llenó enseguida de
muñecos y juguetes preciosos. En un rincón había un caballo de madera con una silla
de montar de cuero tachonada de plata y una brida decorada con esmeraldas. En una
mesa cercana a la ventana había un libro de imágenes iluminado, realizado
esmeradísimamente por seis pintores de iconos. Se le trajeron de Alemania cajas de
música y un pequeño y elegante clavicordio con cuerdas de cobre. Pero los juguetes
preferidos de Pedro y sus primeros juegos fueron militares. Le gustaba tocar címbalos
y tambores. Soldados y fortalezas de juguete, picas, espadas, arcabuces y pistolas en
miniatura aparecían por las mesas, por las sillas y por el suelo. Junto a su cama, Pedro
tenía su juguete más apreciado, un regalo de Matveyev, que se lo compró a un
extranjero: la maqueta de un barco.
Pedro, que era inteligente, activo y bullicioso, creció rápidamente. La mayor parte
de los niños comienzan a andar más o menos al año; Pedro anduvo a los siete meses.
A su padre le gustaba llevar a su sano zarevich con él en sus excursiones por los
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alrededores de Moscú y las villas reales que rodeaban la ciudad. A veces iba a
Preobrayhenskoye, la casa de recreo donde Matveyev había construido un teatro de
verano; este tranquilo lugar a orillas del río Yauza, más allá del Suburbio Alemán, era
el favorito de Natalia. Pero la mayoría de las veces le llevaban a la maravilla
arquitectónica del reinado de Alexis, el enorme palacio de Kolomenskoye.
Ese edificio inmenso, enteramente construido de madera, era considerado por los
rusos de entonces como la Octava Maravilla del Mundo. Estaba situado sobre un
risco que dominaba un recodo del río Moscova y era una exótica mescolanza de
cúpulas de cebolla, ripias, tejados de toldo, elevadas torres en forma de pirámide,
arcos de herradura, vestíbulos, escaleras con celosías, balcones y porches, arcadas,
patios y portalones. Un edificio separado, de tres plantas, con dos torres picudas, se
utilizaba para los aposentos privados de Pedro y de su hermanastro Iván. Aunque
desde fuera parecía un alucinante ejemplar de la vieja arquitectura rusa, el palacio
tenía muchas características modernas. Había baños no sólo para los miembros de la
familia sino también para los criados (el palacio de Versalles, construido más o
menos hacia la misma época, no tenía ni baños ni retretes). Los muros de madera del
palacio de Kolomenskoye tenían 3.000 ventanas de mica y la luz entraba en 270
aposentos decorados en un estilo moderno y secular. Los techos estaban adornados
con escenas pintadas en colores vivos y en las paredes había espejos y cortinas de
terciopelo, alternando con retratos de Julio César y de Alejandro Magno. El trono de
plata, adornado con piedras preciosas, en el que Alexis recibía a sus visitantes, estaba
flanqueado por dos gigantescos leones de bronce. Cuando el zar empujaba una
palanca los ojos de esos animales mecánicos daban vueltas, se abrían sus fauces y sus
gargantas emitían un rugido ronco y metálico.
A Natalia le gustaba la rutina diaria menos formalista de estos palacios que la del
Kremlin. Como detestaba el aire sofocante del carruaje cerrado de la zarina,
levantaba las cortinillas —en público— y pronto viajó al campo, e incluso apareció
una vez en un desfile estatal, en un carruaje descubierto con su marido y su hijo.
Como allí Natalia podía observar con más facilidad, Alexis recibía a los embajadores
extranjeros en Kolomenskoye con preferencia al Kremlin. En 1675, se hizo que el
cortejo del embajador austríaco pasara poco a poco por delante de la ventana donde
se sentaba la zarina para que ésta pudiera verlo más detenidamente. Este mismo
diplomático, mientras esperaba para ser presentado ante el zar, tuvo una fugaz visión
de Pedro: «La puerta se abrió de repente y pude ver por un momento a Pedro, un
chico de tres años, de cabello rizado, de la mano de su madre.»
Posteriormente, en ese mismo año, se vio a Pedro regularmente en público. Alexis
había encargado varias carrozas doradas y grandes, como las que usaban otros
monarcas europeos contemporáneos. Matveyev, que sabía muy bien cómo agradar,
encargó una copia en miniatura de uno de esos carruajes y se lo llevó a Pedro. Ese
pequeño coche, «con ornamentos de oro, tirado por cuatro ponies enanos, con cuatro
enanos cabalgando a los lados y otro detrás» se convirtió en una atracción favorita en
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las ceremonias de Estado.
Alexis vivió cinco años con Natalia Naryshkina. Tuvo una hija, llamada Natalia
como su madre, que nació y vivió; una segunda hija nació y murió. En la corte se
notó el efecto del matrimonio. La austeridad y severidad religiosa de los primeros
años de Alexis dieron paso a un espíritu nuevo, más flexible, más dispuesto a aceptar
las ideas, diversiones y técnicas occidentales. Pero el mayor efecto lo tuvo sobre el
propio zar. El matrimonio con su joven esposa le hizo revivir y sentirse a gusto. Los
últimos años de su vida fueron los más felices.
De repente, cuando Pedro tenía sólo tres años y medio, la serenidad de su vida
infantil se hizo añicos. En la Epifanía de enero de 1676, el zar Alexis, de cuarenta y
siete años, sano y activo, participó en la ceremonia anual de bendición de las aguas
del río Moscova. Permanecer tantas horas de pie al aire helado durante la ceremonia
le ocasionó un enfriamiento. Pocos días después, en medio de una obra teatral, el zar
abandonó el teatro del Kremlin y se acostó. Al principio la enfermedad no parecía
peligrosa. Sin embargo fue agravándose y diez días más tarde, el 8 de febrero, murió
el zar Alexis.
El mundo de Pedro cambió de pronto. Había sido el hijo adorado de un padre que
reverenciaba a su madre; ahora era el hijo potencialmente molesto de la segunda
esposa de su difunto padre. El sucesor al trono era Fedor, de quince años, el hijo
semiinválido de María Miloslavskaya. Aunque Fedor nunca había tenido buena salud,
en 1674 Alexis le declaró formalmente mayor de edad, reconociéndole como
heredero y como tal fue presentado a sus súbditos y a los embajadores extranjeros. En
aquel momento parecía simplemente una formalidad; la salud de Fedor era tan
delicada y la de Alexis tan buena que pocos creían que el enclenque hijo sobreviviría
al robusto padre.
Pero había ocurrido: Fedor era ahora el zar y el gran péndulo del poder había
oscilado desde los Naryshkin a los Miloslavski. Aunque tenía las piernas muy
hinchadas y tuvo que ser llevado a la ceremonia, Fedor fue coronado sin oposición.
Los Miloslavski volvieron en tropel, triunfalmente, a los cargos. El propio Fedor no
abrigaba ningún rencor contra su madrastra Natalia ni contra su hermanastro Pedro,
pero tenía sólo quince años y no podía resistirse totalmente a la fuerza de los
Miloslavski.
El jefe del clan era su tío Iván Miloslavski, que dejó apresuradamente su cargo de
gobernador de Astracán para sustituir a Matveyev como ministro principal. Se
esperaba que Matveyev, como jefe real del partido Naryshkin, fuera a su vez
desterrado con algún cargo honorario; aquello formaba parte de la oscilación del
péndulo y contrapesaría el envío de Miloslavski a Astracán. Así que la zarina Natalia
se resignó, a pesar de su tristeza, cuando se ordenó a su padre adoptivo que marchara
a Siberia donde iba a ser gobernador de Verkoture, provincia de la parte noroeste de
ese territorio. Pero se aterrorizó al enterarse de que cuando iba hacia si cargo había
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sido detenido siguiendo nuevas órdenes de Iván Matveyev fue arrestado, y sus
propiedades fueron requisadas. Se le condujo como prisionero de Estado a
Pustozersk, una remota ciudad al norte del Círculo Ártico. (En realidad, el miedo de
Iván Miloslavski hacia su poderoso rival le había llevado demasiado lejos: intentó
que Matveyev fuera condenado a muerte, acusándole de robo en el Tesoro, de
prácticas mágicas e incluso de intentar asesinar al zar Alexis. Iván Miloslavski
presionó con todas sus fuerzas al joven Fedor, pero éste se negó a firmar la sentencia
de muerte y Miloslavski tuvo que conformarse con el encarcelamiento de Matveyev).
Desprovistos de su poderoso campeón y con todos sus partidarios expulsados de
sus cargos, Natalia y sus dos hijos desaparecieron de la vista del público. Al principio
Natalia temió por la seguridad física de sus hijos; su hijo, Pedro, de tres años y
medio, seguía siendo la esperanza para el futuro del partido Naryshkin. Pero a medida
que pasaba el tiempo, la zarina se fue tranquilizando; la vida de un príncipe real
continuaba siendo sagrada y el zar Fedor nunca demostró hacia sus parientes
empobrecidos más que simpatía y bondad. Se quedaron en el Kremlin, enclaustrados
en sus aposentos privados. Allí comenzó Pedro su educación. En aquellos tiempos, en
Moscovia, la mayor parte de la gente, incluidos propietarios rurales y clero, era
analfabeta. Para la nobleza, la educación raras veces consistía en algo más que leer,
escribir y un poco de historia y geografía. Se reservaba la formación en gramática,
matemáticas y lenguas extranjeras para los estudiosos religiosos que necesitaban esas
herramientas para entender la teología. Había excepciones: los dos hijos del zar
Alexis, Fedor y su hermana, la zarevna Sofía, habían pasado por las manos de
famosos teólogos de Kiev, habían recibido una educación clásica muy completa y
podían hablar los idiomas extranjeros de una persona verdaderamente instruida en la
Moscovia del siglo diecisiete, latín y polaco.
La educación de Pedro comenzó siendo sencilla. A los tres años, cuando aun vivía
su padre, le habían dado un pequeño manual para aprender el alfabeto. Cuando tenía
cinco años, el zar Fedor, que era su padrino a la vez que su hermanastro, le dijo a
Natalia: «Señora, ya es hora de que nuestro ahijado comience sus lecciones». Nikita
Zotov, un burócrata que trabajaba en el departamento de recaudación de impuestos,
fue escogido como tutor de Pedro. Zotov, un hombre amable, instruido, conocía bien
la Biblia pero no era un estudioso y se quedó abrumado al ser elegido para ese papel.
Cuando le llevaron a ver a la zarina, que le recibió con Pedro a su lado, iba
temblando. «Eres un hombre bueno versado en las Sagradas Escrituras», le dijo ella,
«y te confío a mi único hijo». Al oírlo, Zotov se prosternó y comenzó a llorar.
«Matushka», lloró, «¡No soy digno de tener bajo mi custodia un tesoro semejante!».
La zarina le hizo levantar amablemente y le dijo que las lecciones de Pedro
comenzarían al día siguiente. Para estimular a Zotov, el zar le dio unas habitaciones y
le elevó al rango de la pequeña nobleza, la zarina le dio dos juegos completos de
ropas nuevas y el patriarca le entregó 100 rublos.
A la mañana siguiente, en presencia del zar y el patriarca, Zotov dio su primera
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lección a Pedro. Rociaron con agua bendita los libros escolares, Zotov hizo una
profunda reverencia ante su pequeño alumno y empezó la lección. Zotov comenzó
con el alfabeto y luego pasó al Libro de Oraciones y a la Biblia. Pedro recordaría
siempre largos pasajes de las Sagradas Escrituras que Zotov le repetía para que los
aprendiera: cuarenta años más tarde podía recitarlos de memoria. Le enseñaron a
cantar la magnífica letanía coral rusa y eso le hizo disfrutar mucho. Años más tarde,
al viajar a través de Rusia, Pedro asistía con frecuencia a ceremonias en las iglesias
rurales. En esas ocasiones solía ir directamente al coro y unir a el su voz.
El encargo que había recibido Zotov era que Pedro aprendiera a leer y escribir,
pero se dio cuenta de que su alumno quería algo más. Pedro pedía a Zotov
constantemente que le contara la historia de Rusia, de sus batallas y de sus héroes.
Cuando Zotov mencionó el entusiasmo del muchacho a Natalia, ella encargó a los
maestros grabadores de la Oficina de Ordenanzas que hicieran libros con dibujos de
colores representando ciudades y palacios extranjeros, barcos navegando, armas y
acontecimientos históricos. Zotov colocó ésa colección en la habitación de Pedro para
que cuando el muchacho se aburriera con sus lecciones habituales pudiera utilizar
esos libros para mirarlos y hablar sobre ellos. Un globo enorme, más alto que un
hombre, enviado a Alexis desde Europa Occidental, fue llevado al aula de Pedro para
que estudiara. Allí estaban representadas Europa y África con asombrosa precisión.
Los detalles de la costa oriental de América del Norte eran también correctos —la
bahía de Chesapeake, Long Island y Cape Cod estaban dibujados con exactitud—,
pero hacia el oeste las líneas se iban haciendo menos exactas. California, por
ejemplo, aparecía separada del resto del continente.
En el aula, Zotov consiguió que Pedro le tomara un profundo afecto y mientras
vivió su tutor Pedro lo tuvo cerca de sí. Se ha criticado a Zotov por dar a su alumno
una educación inferior, inadecuada a las necesidades de un muchacho que iba a ser
zar, pero en la época de esas lecciones Pedro tenía por delante a dos hermanastros en
la sucesión. Su educación, aunque no tan severamente clásica como la que recibieron
Fedor y Sofía, fue mucho mejor que la del noble ruso medio. Y lo que es más
importante: fue quizá la mejor educación para una mente como la de Pedro. Nunca
fue un estudioso, pero sí era inusitadamente abierto y curioso, y Zotov animó esa
curiosidad; es dudoso que alguien hubiera podido hacerlo mejor. Por extraño que
parezca cuando este príncipe real, que iba a llegar a ser emperador, llegó a la edad
adulta, era más bien un autodidacta. Desde sus primeros años él mismo había
escogido lo que deseaba aprender. El molde que creó a Pedro el Grande no fue obra
de ningún padre, tutor o consejero; lo fundió el propio Pedro.
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estudiosos de la época. Desgraciadamente, su enfermedad, parecida al escorbuto, le
obligó frecuentemente a gobernar Rusia desde su lecho.
Sin embargo, Fedor llevó a cabo una gran reforma, la abolición del sistema
medieval de precedencias, que pesaba con su carga aplastante sobre la administración
pública y según el cual un noble sólo podía aceptar cargos oficiales o militares
ajustados a su rango. Y para demostrar su rango todos los boyardos guardaban
celosamente sus archivos familiares. El sistema generaba innumerables riñas y hacía
imposible colocar a hombres capaces en cargos clave, porque otros, que se decían de
rango superior, se negaban a servir a sus órdenes. Consagró también la
incompetencia, y en el siglo diecisiete, para poner en pie de guerra a un ejército, los
zares se habían visto obligados a suspenderlo temporalmente y declarar que los
cargos militares en tiempos de guerra se asignarían «sin seguir la precedencia».
Fedor intentó que esas suspensiones temporales se convirtieran en permanentes:
nombró una comisión que recomendó la abolición definitiva de la precedencia y
luego convocó un consejo extraordinario de boyardos y del clero y urgió la abolición
por el bien del Estado. El patriarca le apoyó con entusiasmo. Los boyardos,
desconfiados y maldispuestos a renunciar a las sacrosantas prerrogativas del rango,
consintieron a regañadientes. Fedor ordenó que todos los documentos familiares,
libros de servicios y cualquier otra cosa que se relacionara con rangos y precedencias,
fueran entregados. Ante las miradas del zar, el patriarca y el Consejo, fueron
empaquetados, llevados al patio del Kremlin y arrojados a una hoguera. Fedor
decretó que a partir de entonces los cargos y el poder se distribuirían según los
méritos y no según el nacimiento, un principio que Pedro después convertiría en el
fundamento de su administración militar y civil. (Irónicamente, muchos de los
boyardos, al ver cómo se convertían en humo sus antiguos privilegios, maldijeron en
silencio a Fedor y a los Miloslavski y pensaron que el joven Pedro podría ser el
salvador de las antiguas formas).
Aunque se casó dos veces durante su breve existencia, Fedor murió sin herederos.
Su primera esposa murió de parto y el recién nacido falleció unos días más tarde. La
muerte de ese niño y la salud deteriorada de Fedor aumentaron la inquietud de los
Miloslavski, que instaron al zar a casarse de nuevo. Éste accedió, a pesar de las
advertencias de los médicos que decían que los esfuerzos del matrimonio lo iban a
matar, porque se había enamorado de una hermosa y vivaracha muchacha de catorce
años, Marta Apraxina, que no había sido escogida por los Miloslavski; más bien al
contrario, porque era ahijada de Matveyev y pidió, como condición para su
matrimonio, que fuera perdonado el estadista encarcelado y que se le devolvieran sus
propiedades. Fedor se mostró de acuerdo, pero antes de que el padrino pudiera llegar
a Moscú para dar las gracias en persona a la novia, murió el zar, dos meses y medio
después de su boda.
Desde el acceso al trono de Miguel Romanov en 1613, cada zar había sido
sucedido por su hijo mayor superviviente: a Miguel le sucedió su hijo mayor, Alexis,
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y a éste su hijo, Fedor. En cada caso, antes de su muerte, el zar había presentado
formalmente a este hijo mayor al pueblo, designándole oficialmente heredero al
trono. Pero esta vez Fedor murió sin dejar un hijo y sin designar heredero.
Los dos candidatos eran el hermano de Fedor, de dieciséis años, Iván, y su
hermanastro de diez años, Pedro. En circunstancias normales, Iván, que tenía seis
años más que Pedro y era hijo de la primera mujer de Alexis, habría sido la elección
incontestable. Pero Iván estaba casi ciego, era cojo y hablaba con dificultad, mientras
que Pedro era dinámico, lleno de vida y grande para su edad. Los boyardos, y esto era
más importante, sabían que fuera quién fuera el muchacho que ascendiera al trono, el
poder real estaría en manos de un regente. Por entonces, la mayor parte de ellos eran
enemigos de Iván Miloslavski y preferían a Matveyev, que, bajo la regencia nominal
de la zarina Natalia, detentaría el poder si Pedro se convertía en zar.
La decisión se produjo inmediatamente después de la última despedida de los
boyardos al zar Fedor. Uno por uno, los boyardos pasaron ante el lecho en el cual
yacía el difunto zar, deteniéndose para besar su mano pálida y fría. Luego, el
patriarca Joaquín y sus obispos entraron en la habitación llena de gente y Joaquín
planteó la pregunta formal, «¿Cuál de los dos príncipes será zar?». Siguió una
discusión; unos apoyaban a los Miloslavski, diciendo que la pretensión de Iván era la
más sólida; otros sostenían que era impracticable y estúpido continuar gobernando
Rusia desde el lecho de un enfermo. La discusión se fue haciendo más acalorada y,
finalmente, salió una voz del tumulto: «¡Que el pueblo decida!».
Teóricamente que «el pueblo» decidiera significaba que el zar sería elegido por
un Zemsky Sobor, una Asamblea de la Tierra, una reunión de nobles, mercaderes y
ciudadanos de todas partes del estado moscovita. Fue una Asamblea de la Fierra la
que en 1613 convenció al primer Romanov, Miguel, de dieciséis años, de que
aceptara el trono, y la que había ratificado la sucesión de Alexis. Pero esa asamblea
tardaría en reunirse semanas. Así que, en aquel momento, «el pueblo» significaba la
muchedumbre de Moscú apiñada en torno al palacio.
Las campanas del campanario de Iván el Grande sonaron y el patriarca, los
obispos y los boyardos salieron al porche en lo alto de la Escalinata Roja, que
dominaba la Plaza de la Catedral. Mirando a la muchedumbre, el patriarca gritó: «El
zar Fedor Alexeyevich, de bendita memoria, ha muerto. No deja más herederos que
sus hermanos el zarevich Iván Alexeyevich y el zarevich Pedro Alexeyevich. ¿A cuál
de los dos príncipes se le debe dar el poder?». Hubo grandes voces que decían «Pedro
Alexeyevich» y unas cuantas que decían «Iván Alexeyevich», pero los gritos por el
primero fueron más altos y terminaron dominando a los otros. El patriarca dio las
gracias y bendijo a la multitud. La elección estaba hecha.
Dentro esperaba el soberano de diez años recién elegido. Sus cabellos cortos y
ensortijados enmarcaban su rostro redondeado y moreno, de grandes ojos negros,
labios llenos y una verruga en la mejilla derecha. Enrojeció de timidez cuando se le
aproximó el patriarca y comenzó a hablarle. El eclesiástico le anunció formalmente la
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muerte del zar y su elección y concluyó diciendo: «En el nombre del pueblo entero de
fe ortodoxa, te pido que seas nuestro zar». Al principio Pedro se negó, diciendo que
era demasiado joven y que su hermano sería un gobernante más capaz. El patriarca
insistió, diciendo: «Señor, no rechaces nuestra petición». Pedro estaba callado; su
rubor era cada vez mayor. Pasaron los minutos. Gradualmente la gente que había en
la habitación comprendió que el silencio de Pedro significaba que había aceptado.
La crisis había pasado. Pedro era zar, su madre sería la regente y Matveyev
gobernaría. Eso era lo que todos los presentes creían al final de ese tumultuoso día.
Pero no habían contado con la zarevna Sofía.
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No había una mujer rusa típica; la sangre rusa era una mezcla de eslava, tártara,
báltica, y varias más. Tal vez el retrato ideal de una rusa era el de una mujer rubia y
agradable, con una cabellera de color castaño claro y una figura, una vez pasada la
juventud, más bien opulenta. En parte eso se debía a que a los rusos les gustaban las
mujeres fuertes, con grandes pechos, y en parte debido a que sus formas, no
moldeadas por corsés, podían expandirse según decretara la naturaleza. Los viajeros
occidentales, acostumbrados a las cinturas encorsetadas de Versalles, St. James y el
Hofburg, encontraban voluminosas a las rusas.
A ellas les gustaba mostrarse guapas. Vestían sarafanes largos y sueltos, de
brillantes colores, adornados con hilos dorados. Las ondulantes mangas se
acampanaban desde los hombros, y habrían cubierto las manos si no hubiera sido
porque en las muñecas las sujetaban resplandecientes brazaletes. Las túnicas que
llevaban sobre los sarafanes eran de tafetán, terciopelo o brocado. Las muchachas
llevaban su cabellera sujeta en una única y larga trenza, con un anillo de flores o una
cinta. Las mujeres casadas nunca se presentaban con la cabeza descubierta. Dentro de
casa llevaban un tocado de tela; cuando salían se ponían o un pañuelo o un rico gorro
de piel. Se pintaban las mejillas de rojo para realzar su belleza y llevaban los
pendientes más hermosos y los anillos más valiosos que podían comprarles sus
maridos.
Por desgracia, cuanto más elevado era el rango de las damas y más hermosa su
vestimenta, menos posibilidades existían de verlas. La idea moscovita de la mujer
derivaba de Bizancio y no tenía nada en común con las concepciones románticas del
Occidente de la galantería, la caballería y la Corte de Amor. En lugar de eso se
consideraba a la mujer como una tonta, una niña desamparada, intelectualmente
vacía, moralmente irresponsable y, si se le daba la más mínima oportunidad,
entusiásticamente licenciosa. Esa idea puritana de que en toda niña pequeña había un
elemento maligno les afectaba desde su más tierna infancia. En las buenas familias,
no se dejaba jugar juntos a los niños de sexos distintos —para no contaminar a los
muchachos—. Al hacerse mayores, las muchachas también podían ser contaminadas
e incluso se prohibían los contactos más inocentes entre jóvenes y doncellas. Para
conservar su pureza, mientras les enseñaban a rezar, obedecer y unas cuantas cosas
útiles como bordar, las muchachas estaban encerradas bajo llave. Una canción las
describía «encerradas detrás de treinta puertas cerradas, para que el viento no mueva
sus cabellos, ni el sol queme sus mejillas, ni los guapos jóvenes las tienten». Así que
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esperaban, ignorantes e intactas, hasta que llegaba el día en que las arrojaban a los
brazos de un marido.
Habitualmente a una mujer la casaban, en el esplendor de la adolescencia, con un
hombre que no había conocido hasta que las partes principales del matrimonio —su
madre, el novio y el padre del novio— tomaban una decisión definitiva. A veces las
negociaciones eran muy largas; se discutían cuestiones tan críticas como la magnitud
de la dote y la virginidad de la novia. Si posteriormente, según la opinión no
necesariamente experta del joven novio, la muchacha había tenido experiencias
anteriores, éste podía pedir que se anulara el matrimonio y que se le devolviera la
dote. Eso suponía una desagradable reclamación legal; era mucho mejor que antes
fuera cuidadosamente examinada para tener una completa seguridad.
Cuando se llegaba a un acuerdo, la joven esposa futura, con el rostro cubierto por
un velo de lino, era convocada a la presencia de su padre para ser presentada a su
futuro marido. Tomando un pequeño látigo, el padre le daba un golpecito en la
espalda diciendo, «Hija mía, ésta es la última vez que serás amonestada por la
autoridad de tu padre bajo cuya autoridad has vivido. Ahora te has librado de mí, pero
recuerda que pasas de estar bajo mi autoridad a vivir bajo la de otro. Si no te
comportas como es debido con tu marido, él, en mi lugar, te castigará con este
látigo». Entonces el padre entregaba el látigo al novio que, según la costumbre,
declaraba noblemente que «creía que no tendría necesidad de usarlo». Sin embargo,
lo aceptaba como regalo de su suegro y lo metía en su cinturón.
La víspera de la boda, la madre de la novia llevaba a ésta a casa del novio con su
ajuar y el lecho nupcial. Por la mañana, la novia, cubierta por varios velos, cumplía la
ceremonia, juraba fidelidad mediante el intercambio de anillos y luego se arrodillaba
a los pies de su marido, tocando sus zapatos con la frente como gesto de
sometimiento. Cuando su novia estaba en el suelo, a sus pies, el novio la cubría
bondadosamente con el bajo de su gabán reconociendo así su obligación de sostener y
proteger a aquella humilde criatura. Luego, mientras daba comienzo el banquete para
los invitados, los novios se iban directamente a la cama. Les daban dos horas,
después de las cuales se abrían las puertas de su habitación y entraban los invitados
que querían saber si el marido había encontrado virgen a su esposa. Si la respuesta
era que sí, se producían toda clase de felicitaciones, llevaban a la pareja a un baño
lleno de hierbas de agradable aroma y luego al salón del banquete. Si la respuesta era
negativa, todos, pero sobre todo la novia, sufrían por ello.
Una vez casada, la nueva esposa asumía su papel en el hogar de su marido, como
una doméstica que no tenía ningún derecho más que a través de su marido. Sus
funciones consistían en cuidar de su casa, atender a su bienestar y tener hijos. Si tenía
talento suficiente, gobernaba como ama sobre los criados; si no, en ausencia del amo,
los criados se hacían cargo de todo sin preguntarle ni consultarle nada. Cuando su
marido recibía a un invitado importante se le permitía aparecer antes del almuerzo
vestida con sus mejores ropas de ceremonia y portando una copa de bienvenida en
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una bandeja de plata. De pie ante el invitado, hacía una reverencia, le daba la copa, le
ofrecía la mejilla para que le diera un beso cristiano y luego se retiraba sin decir una
palabra. Cuando daba a luz, los que temían a su marido o buscaban su protección
venían a darle la enhorabuena y traían una moneda de oro para el recién nacido. Si los
regalos eran generosos, el marido se mostraba alegre con su excelente esposa.
Si el marido no se sentía a gusto había procedimientos para mejorar su situación.
En la mayor parte de los casos, cuando no hacía falta más que una pequeña
corrección, podía pegar a su esposa. El Domostroi, o Código de la Administración del
Hogar, que se remontaba a 1556 y era atribuido a un monje llamado Silvestre, daba
una serie de consejos concretos a los cabezas de familia moscovitas que abarcaban
numerosas cuestiones domésticas, desde cómo conservar las setas a cómo imponer
disciplina a las esposas. En lo concerniente a esto último recomendaba que «las
mujeres desobedientes deben ser azotadas severamente, aunque no cuando se es presa
de cólera». Aunque se tratara de una buena esposa, debía recibir lecciones de su
marido «empleando éste el látigo de vez en cuando, pero suavemente, en secreto y de
manera correcta evitando golpear con el puño porque se pueden producir cardenales».
En las clases más humildes, los rusos pegaban a sus mujeres por cualquier pretexto.
«Algunos de estos bárbaros cuelgan a sus esposas por el pelo y las azotan totalmente
desnudas», escribe el doctor Collins. De vez en cuando los azotes eran tan brutales
que las mujeres morían; de este modo el marido podía volver a casarse.
Inevitablemente unas cuantas mujeres atormentadas hasta un punto a partir del cual
no podían soportar más, devolvían los golpes y mataban a sus maridos. Pero eran
pocas las que lo hacían, porque una nueva ley publicada a principios del reinado de
Alexis, disponía terribles castigos para esas criminales: a la mujer convicta de
asesinar a su marido la enterraban viva dejando fuera sólo la cabeza, y así permanecía
hasta su muerte.
En casos graves, en los que la mujer era tan irrecuperable que ni siquiera valía la
pena pegarle, o cuando un marido encontraba otra mujer a la que prefería, la solución
era el divorcio. Para divorciarse de su esposa, lo único que tenía que hacer un marido
ortodoxo era meterla, con su consentimiento o no, en un convento. Allí le afeitaban la
cabeza, la vestían con una larga túnica negra, de amplias mangas y con una capucha
que le tapaba la cabeza y se convertía, a ojos del mundo, en una muerta. Durante el
resto de su vida vivía entre otras muchas mujeres en el convento, algunas de ellas
jóvenes obligadas a abandonar el mundo por sus codiciosos hermanos o parientes que
no querían compartir una propiedad o pagar una dote, y otras que simplemente se
habían escapado y no querían vivir con sus maridos.
Una vez «muerta» su esposa, el marido quedaba en libertad para volverse a casar,
pero no todas las veces que quisiera. La Iglesia Ortodoxa permitía dos esposas
muertas o dos divorcios, pero la tercera tenía que ser la última. Así que un hombre
que hubiera abusado violentamente de sus dos primeras mujeres era muy probable
que anduviera con cuidado con la tercera; si moría o se escapaba no podía volver a
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casarse nunca más.
Este aislamiento de las mujeres y el desprecio hacia su compañía tuvieron un
lamentable efecto en el hombre ruso del siglo diecisiete. La vida familiar se ahogaba,
la vida intelectual estaba estancada, prevalecían las costumbres más toscas, y los
hombres, privados de la compañía de las mujeres, no tenían mucho más que hacer
que dedicarse a beber. Había excepciones. En algunos hogares se encontraban
mujeres inteligentes que desempeñaban un papel clave, aunque no en público; en
algunos casos había mujeres de carácter que llegaban a dominar a maridos débiles.
Irónicamente, cuanto más baja era la clase social de una mujer, más posibilidades
tenía de igualdad. En las clases más bajas, donde la vida era una lucha por la pura
supervivencia, no se podía menospreciar a las mujeres ni tratarlas como niñas
inútiles; se necesitaba de sus músculos y de sus cerebros. Se las consideraba
inferiores, pero vivían hombro con hombro con los varones. Se bañaban junto a los
hombres y corrían con ellos por la nieve, entre risas, completamente desnudas. En las
inacabables tardes de invierno se unían a los hombres para festejar y beber en torno a
la estufa, todos apiñados, permitiendo que cualquiera que estuviera a su lado las
abrazara, riéndose, llorando y cayendo por fin dormidas en comunión alcohólica. Si
un marido era cruel, alguna vez se había mostrado bondadoso; si le pegaba, eso le
permitía perdonarle de nuevo. «Sí, me pega, pero luego se pone de rodillas con los
ojos llenos de lágrimas y me pide perdón.»
En la cumbre del orden social femenino se encontraba la zarina, la esposa del zar.
Su vida, aunque más cómoda que las de sus semejantes menos afortunadas, no era
más independiente. Dedicaba su tiempo a su familia, a rezar, a hacer obras pías y a la
beneficencia. Dentro del palacio, administraba la casa, cuidando de su propio
vestuario y del de su marido y sus hijos. Normalmente la zarina era hábil con la aguja
y bordaba túnicas y vestiduras eclesiásticas, fueran para el zar o para la iglesia;
además supervisaba la labor de numerosas costureras. Su deber consistía en ser
caritativa con los pobres y encargarse de los matrimonios y garantizar las dotes de las
numerosas jóvenes que formaban su hogar. Al igual que su marido, la zarina pasaba
mucho tiempo en la iglesia, pero a pesar de sus múltiples deberes le quedaban
muchas horas de ocio. Para pasar el tiempo la zarina jugaba a los naipes, escuchaba el
relato de cuentos, miraba a sus doncellas cantar y bailar y se reía de las payasadas de
sus enanos vestidos con disfraces de rosa chillón, con botas de cuero rojo y gorros de
tela verde. Al final del día, después de las vísperas y cuando el zar había terminado su
trabajo, la zarina podía ser convocada a visitar a su marido.
Que el matrimonio fuera o no el estado deseable para una mujer rusa del siglo
diecisiete es algo discutible. Pero había algunas mujeres en la sociedad rusa que
nunca lo sabrían. Por rango estaban situadas en la mismísima cumbre: eran las
hermanas y las hijas del zar. En cuanto a suerte, ¿quién sabe? Ninguna de estas
princesas, llamadas zarevnas, podía conocer a un hombre, enamorarse, casarse y
tener hijos. De la misma manera se ahorraba las peleas por ellas, el que las sacaran al
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mercado, fueran legalmente violadas, golpeadas o repudiadas. La barrera era su
rango. Nunca podían casarse con un ruso que no tuviera su mismo rango real (aunque
el zar sí podía escoger a su esposa entre la nobleza) y la religión les prohibía casarse
con extranjeros, a los cuales se definía como infieles o heréticos. Por lo tanto, desde
su nacimiento estaban condenadas a vivir sus vidas en la estrecha penumbra del
terem, un apartamento habitualmente situado en la planta alta de una enorme casa
rusa y reservado para las mujeres. Allí se pasaban el día rezando, bordando,
chismorreando y aburriéndose. Nunca sabrían nada del mundo exterior y el mundo
sólo sabía de su existencia cuando se anunciaba su nacimiento o su muerte. Salvo en
lo concerniente a sus parientes masculinos más próximos y unos cuantos sacerdotes,
ningún hombre veía jamás a esas reales reclusas que vivían en la sombra. El terem era
un mundo exclusivamente femenino. Cuando una zarevna estaba enferma, se bajaban
las celosías y se cerraban las cortinas para dejar en penumbra la habitación y ocultar a
la enferma. Si había que tomarles el pulso o examinar su cuerpo era necesario hacerlo
a través de una gasa porque los dedos masculinos no podían tocar la piel desnuda de
una mujer. A primera hora de la mañana o tarde por la noche, las zarevnas iban a la
iglesia, a toda prisa, a través de pasillos cerrados y pasajes secretos. En las catedrales
o en las capillas se ocultaban detrás de cortinas de seda roja en una parte oscura del
coro para evitar la mirada de los hombres. Cuando desfilaban en comitivas de Estado,
era detrás de las paredes móviles de seda de cerrados baldaquinos. Cuando salían del
Kremlin en peregrinación a un convento, lo hacían en carruajes o trineos de color rojo
oscuro, construidos especialmente para ellas y cerrados como celdas móviles. Iban
rodeadas de criadas y jinetes que despejaban los caminos.
El del terem era el mundo al que estaba destinada Sofía. Nacida en 1657, había
vivido allí en su infancia como una más de una docena de princesas —las hermanas,
tías e hijas del zar Alexis— todas enjauladas tras sus pequeñas ventanas. No parecía
que hubiera razones para que resultara tan distinta. Era simplemente la tercera de las
ocho hijas que Alexis había tenido con María Miloslavskaya; una de las seis
supervivientes. Al igual que sus hermanas debería haber recibido una rudimentaria
educación femenina y pasado su vida en una anónima reclusión.
Sin embargo, Sofía era diferente. Esa extraña alquimia que, sin ninguna razón
aparente, destaca al miembro de una familia grande y le dota de unas cualidades
especiales, había creado a Sofía. Poseía la inteligencia, la ambición y la decisión de
las que carecían sus enclenques hermanos y sus anónimas hermanas. Era casi como si
se hubiera extraído de sus hermanos salud, vitalidad y determinación para reforzar
esas cualidades en Sofía.
Desde muy pequeña se vio que Sofía era excepcional. De niña, de una manera u
otra, logró convencer a su padre para que rompiera la tradición del terem y le
permitiera compartir las lecciones con su hermano Fedor, cuatro años menor que ella.
Su tutor era un eminente estudioso, Simeón Polotski, un monje de origen polaco
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procedente de la famosa academia de Kiev. Polotski pensaba que era «una doncella
de gran inteligencia y de comprensión muy sutil, con una consumada mente
masculina». Junto con un monje más joven, Silvestre Medvedev, Polotski enseñó a su
alumna teología, latín, polaco e historia. Solía llegó a familiarizarse con la poesía y el
teatro e incluso a actuar en obras religiosas. Medvedev compartía la opinión de
Polotski de que la zarevna era una estudiante con «una maravillosa comprensión y
juicio».
Sofía tenía diecinueve años cuando murió su padre y su hermano de quince años
se convirtió en el zar Fedor II. Poco después de la coronación de Fedor, la zarevna
comenzó a salir de la oscuridad del terem. Cada vez con más frecuencia se la veía en
situaciones que hasta entonces eran desconocidas para las mujeres. Asistía a las
sesiones del consejo de los boyardos. Su tío Iván Miloslavski y otro ministro
principal, el príncipe Vasili Golitsyn la hacían participar en sus conversaciones y
decisiones. Así que sus opiniones políticas maduraron y aprendió a juzgar el carácter
de los hombres. Gradualmente comenzó a darse cuenta de que sus capacidades
intelectuales y su fuerza de voluntad igualaban, y sobrepasaban, las de los hombres
que la rodeaban, por lo que no había ninguna razón más que su sexo, y la
inquebrantable tradición en Moscovia de que el autócrata tenía que ser un hombre,
para impedirle el acceso al poder supremo.
Durante la última semana de la vida de Fedor, Sofía permaneció junto a su lecho,
en el papel de consoladora, confidente y mensajera y cada vez se fue metiendo más
en los asuntos de estado. La muerte de Fedor y la repentina elevación al trono de su
hermanastro Pedro, en lugar de su hermano Iván, supusieron golpes terribles para
Sofía. Sintió realmente la muerte de Fedor, que había sido tanto su compañero de
clase y su amigo como su hermano; además, la promesa de una restauración
Naryshkin en la corte podía significar el fin de una situación especial para ella, una
princesa Miloslavski. Después tendría menos contacto con altos funcionarios del
Estado como el príncipe Vasili Golitsyn, a quien había llegado a admirar. Y lo peor
era que, como ella y la nueva regente, la zarina Natalia, no se llevaban bien, podían
obligarla a volver al terem.
Desesperadamente Sofía intentó otra solución. Se apresuró a ir a ver al patriarca
para quejarse del rápido acceso al trono de Pedro. «Esta elección es injusta», protestó.
«Pedro es joven e impetuoso. Iván ha llegado a la mayoría de edad. Él debe ser el
zar». Joaquín dijo que no se podía alterar la decisión. «¡Al menos deja que gobiernen
los dos!», le pidió Sofía. «No», decretó el patriarca, «un gobierno conjunto es
ruinoso. Que haya sólo un zar. Es agradable a Dios». Por el momento, Sofía tuvo que
batirse en retirada. Sin embargo, días después, en el funeral de Fedor, hizo públicos
sus sentimientos. Pedro, acompañado por su madre, siguió al féretro en la comitiva
hasta la catedral. Cuando iba caminando, Natalia oyó un fuerte ruido detrás de ella y
al volverse se encontró con que Sofía se había unido al cortejo sin el baldaquino
móvil que tradicionalmente ocultaba a la hija del zar del público. Al aire libre, sólo
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parcialmente cubierta de velos, Sofía, que lloraba teatralmente, apelaba a la
muchedumbre como testigo de su pena.
La actuación de Sofía no tenía precedentes y en la atestada catedral Natalia le
respondió. Durante la larga ceremonia del enterramiento, Natalia tomó a Pedro de la
mano y se fue. Más tarde explicó que su hijo estaba agotado y hambriento y quedarse
allí hubiera perjudicado su salud, pero los Miloslavski se escandalizaron. La situación
empeoró con la intervención del arrogante hermano menor de Natalia, Iván
Naryshkin, que acababa de volver a la corte. «Que los muertos», dijo refiriéndose a
todo el clan de los Miloslavski, «entierren a los muertos».
Al salir de la catedral, Sofía dio rienda suelta a su pena, unida ahora a la rabia.
«Habéis visto cómo nuestro hermano el zar Fedor ha desaparecido repentinamente de
este mundo. Sus enemigos le han envenenado. Tened misericordia de unos huérfanos.
No tenemos ni padre, ni madre, ni hermano. Nuestro hermano mayor, Iván, no ha
sido elegido zar, y si nosotros tenemos la culpa dejadnos marchar para vivir en otras
tierras gobernadas por reyes cristianos».
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Durante la primera mitad de la vida de Pedro, la clave del poder en Rusia eran los
streltsy, los rudos y barbudos piqueros y mosqueteros que guardaban el Kremlin, los
primeros soldados profesionales de Rusia. Se les hacía jurar proteger «al gobierno»
en los momentos de crisis, pero a veces tenían dificultades para decidir cuál era el
gobierno legítimo. Eran una especie de animal colectivo mudo, nunca muy seguro de
quién era su verdadero amo, pero dispuesto a atacar y a morder a cualquiera que
cuestionara su privilegiada posición. Iván el Terrible había formado esos regimientos
para dotar de un núcleo profesional permanente a las desordenadas huestes feudales
que los anteriores gobernantes moscovitas habían llevado al combate. Los antiguos
ejércitos estaban formados por escuadrones de nobles a caballo y una horda de
campesinos armados que eran convocados en la primavera y enviados a casa en el
otoño. Habitualmente esos soldados de verano, sin entrenamiento ni disciplina, que
cogían la lanza o el hacha que tuvieran más a mano al ser llamados, poco podían
hacer frente a sus enemigos occidentales, polacos o suecos, que estaban mejor
equipados.
Cuando hacían guardia o en los desfiles, los streltsy ofrecían una visión llena de
colorido. Cada regimiento tenía sus colores vivos propios: un caftán o un capote largo
de color azul, verde o cereza, un sombrero del mismo color con un borde de piel,
pantalones embutidos en botas amarillas que terminaban en un pico alzado. Por
encima del caftán, cada soldado llevaba un cinturón de cuero negro del que colgaba
su espada. En una mano llevaban un mosquete o un arcabuz, en la otra una alabarda o
un hacha de combate.
La mayor parte de los streltsy eran rusos sencillos, que vivían según el estilo de
vida antigua, reverenciando por igual al zar y al patriarca, odiando las innovaciones y
oponiéndose a las reformas. Tanto los oficiales como los soldados se mostraban
recelosos y resentidos con los extranjeros que venían a entrenar al ejército con nuevas
armas y tácticas. Eran ignorantes en lo que respecta a la política, pero cuando creían
que el país se desviaba de los verdaderos caminos de la tradición, se convencían con
facilidad de que el deber les llamaba a intervenir en los asuntos del Estado.
En tiempos de paz no tenían mucho que hacer. Había unos cuantos destacamentos
estacionados en las fronteras polaca y tártara, pero el núcleo principal estaba
concentrado en Moscú, donde vivían en alojamientos especiales cerca del Kremlin.
En 1682 eran 22.000 —divididos en veintidós regimientos de 1.000 hombres cada
uno—, que junto con sus esposas y niños formaban una enorme masa de soldados
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ociosos y de dependientes alojada en el corazón de la capital. Les mimaban: el zar les
proporcionaba bonitas casas de troncos donde vivir, el zar les daba su comida, su ropa
y su paga. Ellos a su vez servían como centinelas en el Kremlin y guardaban las
puertas de la ciudad. Cuando el zar pasaba por Moscú los streltsy cubrían la carrera;
cuando se iba de la ciudad ellos formaban su escolta. Servían de policía armados de
una pequeña fusta para disolver las refriegas. Cuando había incendios en la ciudad,
los streltsy se convertían en bomberos.
Poco a poco y debido a que les sobraba el tiempo, los streltsy comenzaron a
dedicarse al comercio. Algunos streltsy abrieron establecimientos. Como miembros
del ejército no pagaban impuestos sobre sus beneficios y se hicieron ricos. Ser
miembro de un regimiento se convirtió en algo deseable y alistarse llegó a ser un
privilegio que se transmitía de forma casi hereditaria. Tan pronto como un chico tenía
la edad necesaria, le alistaban en el regimiento de su padre. Naturalmente, cuanto más
ricos se hacían los streltsy, menos dispuestos estaban a cumplir con sus deberes como
soldados. El streltsy que tenía un establecimiento rentable prefería sobornar a llevar a
cabo una tarea ingrata. Los oficiales streltsy utilizaban también para sus fines propios
la gran cantidad de mano de obra de que disponían. Algunos utilizaban a mosqueteros
ociosos como criados, otros para construir sus casas o sus jardines. A veces los
oficiales se quedaban con una parte de la paga de los soldados y las quejas formales
que éstos presentaban al gobierno eran desoídas y los acusadores, castigados.
Eso fue exactamente lo que ocurrió en mayo de 1682 cuando el joven zar Fedor
yacía en su lecho de muerte. El regimiento Griboyedov presentó una petición formal
acusando a su coronel, Semion Griboyedov, de retener la mitad de su paga y obligar a
los soldados a trabajar durante la Semana Santa en una casa que construía en las
afueras de Moscú. El comandante de los streltsy, el príncipe Yury Dolgoruki, ordenó
que el soldado que presentó la petición fuera azotado por insubordinación. Pero
cuando llevaban al soldado a azotar, pasó delante de un grupo de sus camaradas
regimentales que miraban, «Hermanos», gritó, «¿por qué me abandonáis? ¡Presenté la
petición porque me mandasteis y para vosotros!» Furiosos, los streltsy cayeron sobre
los guardianes y libraron al prisionero.
Este incidente provocó una gran conmoción en el barrio streltsy. Diecisiete
regimientos acusaron inmediatamente a sus coroneles de estafas o de malos tratos y
exigieron castigos inmediatos. El inexperto gobierno de la regente Natalia, que
acababa de empezar a desempeñar sus funciones, heredó la crisis y actuó con torpeza.
Muchos de los boyardos de las familias más antiguas de Rusia —los Dolgoruki,
Repnin, Romodanovski, Sheremetev, Shein, Kurakin y Urusov— apoyaron a Pedro y
su madre, pero ninguno supo aplacar a los streltsy. Al final, desesperada por no poder
contener a los soldados, Natalia sacrificó a los coroneles. Sin llevar a cabo
investigación ninguna, ordenó que fueran arrestados y degradados y dividió sus
propiedades y riquezas entre los soldados para satisfacer sus exigencias. Dos de los
coroneles —uno de ellos Semion Griboyedov— fueron azotados en público, mientras
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que otros doce fueron castigados con golpes propinados, con unos bastones llamados
batogs, por los propios streltsy. «Pegadles con más fuerza», decían, hasta que sus
oficiales se desmayaban. Entonces los streltsy gruñían satisfechos: «Ya basta.
Dejadles».
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se manejaron otros sucesos de manera calculada para levantar a la soldadesca. Al
asumir su cargo, Natalia había distribuido a diestro y siniestro ascensos a todos sus
parientes Naryshkin, elevando incluso a su arrogante hermano Iván, de veintitrés
años, al rango de boyardo. Iván Naryshkin ya era objeto de desagrado por su
comentario en el funeral de Fedor. Ahora circularon nuevos rumores: que había tirado
intencionadamente a la zarevna Sofía al suelo; que había cogido la corona y se la
había puesto en la cabeza diciendo que la podía llevar mejor que nadie.
Pero esas historias tenían un origen y los rumores, un fin. ¿Quién estaba detrás de
ese intento de incitación a los streltsy? Uno de los instigadores era Iván Miloslavski
que estaba muy interesado en derribar a Pedro, Natalia y el partido Naryshkin. Ya le
habían exiliado durante la época anterior de predominio Naryshkin en la corte y se
había vengado enviando a Matveyev a seis años de duro internamiento en el Ártico;
ahora Matveyev volvía a Moscú para asumir el cargo de principal consejero de la
nueva regente —la zarina Natalia Naryshkina e Iván Miloslavski sabían lo que
podían esperar de un nuevo cambio de tornas—. Otro conspirador era el príncipe Iván
Hovanski, un hombre vanidoso e innecesariamente parlanchín, cuyas desmesuradas
ambiciones eran constantemente frenadas por su propia incompetencia. Relevado de
su cargo de gobernador de Pskov, fue convocado ante el zar Alexis, que le dijo:
«Todos dicen que eres tonto». Como nunca se mostró dispuesto a aceptar esa
calificación, convencido por los Miloslavski de que le darían un alto cargo, se dedicó
activamente a apoyar la causa de éstos.
Sorprendentemente formaba parte del complot el príncipe Vasili Golitsyn, un
hombre de gustos occidentales, que estaba con los Miloslavski porque no tenía otro
remedio debido a los enemigos que se había hecho. Durante el reinado de Fedor,
Golitsyn había defendido las reformas. Fue él quien ideó la nueva organización del
ejército y propuso la abolición de la precedencia, por lo cual los boyardos le odiaban.
Como los boyardos apoyaban a Natalia y los Naryshkin, Golitsyn se vio del lado de
los Miloslavski.
Tanto Iván Miloslavski, como Iván Hovanski y Vasili Golitsyn tenían motivos
para incitar a los streltsy, pero si la rebelión triunfaba, ninguno de ellos podría pasar a
gobernar el Estado ruso. Sólo había una persona que era miembro de la familia real,
que había disfrutado de la confianza del zar Fedor y podía actuar como regente si el
joven Iván ascendía al trono. Sólo una persona tenía sobre sí la amenaza de una
completa reclusión en un convento o en el terem y la extinción de una existencia
significativa política o personal. Sólo una persona tenía la inteligencia y el valor
suficientes para intentar derribar a un zar elegido. Nadie sabe a ciencia cierta hasta
qué punto estuvo comprometida en la conspiración y en los terribles acontecimientos
posteriores; algunos dicen que lo hicieron por ella pero sin que ella lo supiera. Sin
embargo, las pruebas circunstanciales apoyan la idea de que la principal conspiradora
era Sofía.
Entre tanto, completamente ignorante de lo que ocurría, Natalia esperaba
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ansiosamente en el Kremlin la vuelta de Matveyev. El día de la elección de Pedro
como zar, le había enviado mensajeros pidiéndole que volviera rápidamente a Moscú.
Matveyev comenzó el viaje do regreso, pero éste se convirtió en un avance triunfal.
Cada ciudad por donde pasaba ofrecía ceremonias de acción de gracias y fiestas en
honor del rehabilitado estadista. Por fin, en la tarde del 11 de mayo, después de seis
años de exilio, el anciano volvió a entrar en Moscú. Natalia le recibió como su
salvador y le presentó al zar de diez años, al que él había visto por última vez cuando
tenía cuatro. Matveyev tenía los cabellos blancos y caminaba con paso lento, pero
Natalia estaba segura de que con su experiencia y sabiduría, con el prestigio de que
disfrutaba tanto entre los boyardos como entre los streltsy, el anciano restablecería
pronto el orden y la armonía.
Así pareció durante tres días. Durante ese tiempo una multitud de boyardos,
mercaderes y amigos extranjeros del Suburbio Alemán acudieron a casa de Matveyev
a darle la bienvenida. Los streltsy, que le recordaban como un comandante honrado,
le enviaron delegaciones de los regimientos, para agasajarle. Acudieron incluso
miembros de la familia Miloslavski, con la excepción de Iván que envió un mensaje
diciendo que estaba indispuesto. Matveyev les recibía a todos con lágrimas de
alegría, mientras que su casa, bodega y patio se llenaban de regalos de bienvenida. El
peligro parecía lejano, pero Matveyev, que acababa de llegar y todavía no controlaba
la situación, subestimó los riesgos. Sofía y su partido no descansaban y la chispa de la
revuelta seguía viva en los regimientos. Matveyev y Natalia, aislados en el Kremlin y
llenos de felicidad, no se dieron cuenta de que la tensión aumentaba, pero otros sí lo
supieron. El embajador holandés, el barón Von Keller, escribió: «Continúa el
descontento de los streltsy. Todos los asuntos públicos están en un punto muerto. Se
temen grandes calamidades y no sin causa, porque la fuerza de los streltsy es grande
y no hay quien pueda oponérseles.»
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Kremlin para matar a los traidores y asesinos de la familia del zar!», gritaban los
soldados.
Entre tanto, en las oficinas y palacios del Kremlin, el día transcurría
normalmente. Nadie tenía ni la más mínima idea de lo que sucedía en la ciudad ni del
cataclismo que se les venía encima. Los grandes portalones de la ciudadela estaban
abiertos de par en par, con unos pocos centinelas. Acababa de terminar una reunión
del consejo de los boyardos y éstos estaban sentados tranquilamente en sus despachos
o en las salas públicas del palacio o paseando y charlando a la espera de la hora del
almuerzo. Matveyev acababa de salir de la cámara del consejo y subía la escalera que
llevaba al dormitorio cuando vio al príncipe Fedor Urusov que corría hacia él sin
aliento.
Urusov comunicó, jadeando, la noticia: ¡Los streltsy se habían sublevado!
¡Avanzaban por la ciudad hacia el Kremlin! Matveyev, asombrado y alarmado, volvió
al palacio para avisar a la zarina Natalia; mandó que el patriarca viniera enseguida y
ordenó cerrar los portalones del Kremlin. El regimiento de servicio, que era el
Stremyani, ocupó las murallas y se preparó a defender a Pedro, a su familia y al
gobierno.
Apenas había terminado Matveyev de hablar cuando llegaron tres mensajeros,
cada uno de los cuales traía noticias peores que el anterior. El primero anunció que
los streltsy estaban ya muy cerca de los muros del Kremlin; el segundo que no se
podían cerrar rápidamente los portalones, y el tercero que ya era demasiado tarde
porque los streltsy estaban en el Kremlin. Mientras hablaba éste último mensajero,
centenares de mosqueteros sublevados pasaban en tropel por los portalones abiertos,
subían la cuesta y entraban en la plaza de la Catedral frente al Palacio de las Facetas.
A medida que llegaban, los soldados del regimiento Stremyani eran arrastrados por
ellos, abandonaban sus puestos y se unían a sus camaradas de los otros regimientos.
En la cima de la colina, los streltsy desembocaron en la plaza rodeada por las tres
catedrales y el Campanario de Iván. Agolpados ante la Escalinata Roja que llevaba de
la plaza al palacio, gritaban, «¿Dónde está el zarevich Iván? ¡Entregadnos a los
Naryshkin y a Matveyev! ¡Muerte a los traidores!». Dentro, los aterrorizados
boyardos del consejo, ignorantes todavía de la razón de aquel violento asalto, se
reunieron en el salón de banquetes de palacio. El príncipe Cherkasski, el príncipe
Golitsyn y el príncipe Sheremetev fueron los designados para salir a preguntar a los
streltsy qué era lo que querían. Se enteraron por los gritos: «¡Queremos castigar a los
traidores! ¡Han matado al zarevich y matarán a toda la familia real! ¡Entregadnos a
los Naryshkin y a los otros traidores!». Al comprender que en parte el motín se debía
a un error, la delegación volvió al salón de banquetes y se lo contó a Matveyev. Él a
su vez fue a Natalia y le aconsejó que la única forma de tranquilizar a los soldados
sería demostrarles que el zarevich Iván seguía vivo y que la familia real seguía unida.
Pidió a Natalia que saliera con Pedro y con Iván a la Escalinata Roja para
enseñárselos a los streltsy.
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Natalia temblaba. Enfrentarse, junto con su hijo de diez años, a una multitud
vociferante de hombres armados que pedían la sangre de su familia era un encargo
tremendo. Pero no tenía otro remedio Tomó a Pedro de una mano y a Iván de la otra y
pasó al porche donde terminaba la escalinata. Tras ella iban el patriarca y los
boyardos. Cuando los streltsy vieron a la zarina y a los dos niños los gritos se
apagaron y un murmullo de confusión corrió por la plaza. En este silencio, Natalia
alzó la voz y dijo: «Aquí está el zar Pedro Alexeyevich. Y aquí está el zarevich Iván
Alexeyevich. Gracias a Dios están bien y no han sufrido a manos de los traidores. No
hay traidores en palacio. Os han engañado».
Un nuevo clamor surgió de entre los streltsy. Esta vez los soldados discutían entre
ellos. Unos cuantos, curiosos y audaces, subieron los escalones o colocaron escaleras
de mano contra el porche y treparon para mirar más de cerca al desamparado trío que
estaba valerosamente de pie ante ellos. Querían estar seguros de que Iván estaba vivo
de verdad. «¿Eres de verdad Iván Alexeyevich?», preguntaron al patético muchacho.
«Sí», tartamudeó éste con voz casi inaudible. «¿De verdad eres Iván?», volvieron a
preguntar. «Si, soy Iván», dijo el zarevich. Pedro, que estaba a poca distancia de los
streltsy con sus rostros y armas a la altura de sus ojos, no dijo nada. A pesar del
temblor de la mano de su madre, permaneció rígido, mirando tranquilamente, sin dar
ninguna muestra de miedo.
Totalmente desconcertados por este enfrentamiento, los streltsy se retiraron de las
escaleras. Estaba claro que les habían engañado: Iván no estaba muerto. Allí estaba,
cogido de la mano protectora de la zarina Naryshkin, cuya familia supuestamente le
había asesinado. No había ninguna necesidad de venganza; todos sus gloriosos
sentimientos patrióticos comenzaron a quedar ridículamente fuera de lugar. Un
pequeño grupo de streltsy, que seguía empeñado en su venganza privada contra
ciertos arrogantes boyardos, comenzaron a gritar sus nombres, pero la mayoría
permaneció en silencio y confusa, mirando inseguros a las tres figuras que estaban en
el porche.
Natalia permaneció allí otro minuto, mirando hacia abajo al mar de picas y
alabardas que se extendía ante ella. Luego, después de haber hecho lo que podía, dio
la vuelta y llevó a los dos muchachos al palacio. Tan pronto como desapareció,
Matveyev con su barba blanca y su larga túnica, salió a lo alto de la escalinata.
Durante el reinado del zar Alexis había sido un comandante muy apreciado por los
streltsy y muchos tenían un buen recuerdo de él. Comenzó a hablar con ellos,
tranquilamente, en un tono de confianza, digna y paternalmente a la vez. Les recordó
sus leales servicios en el pasado, les habló de su fama como defensores del zar, de sus
victorias en el campo de batalla. Sin condenarles, mostrando más pena que cólera, les
preguntó cómo podían manchar su gran reputación con esa tumultuosa rebelión que
era tanto más lamentable cuanto que estaba basada en rumores y falsedades. Insistió
en que no había necesidad de que protegieran a la familia real, la cual, como podían
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ver con sus propios ojos, estaba sana y salva. No había necesidad de amenazar a
nadie ni con la violencia ni con el asesinato. Tranquilamente les aconsejó que se
dispersaran, que volvieran a sus casas y que pidieran perdón por los actos que habían
cometido ese día. Les prometió que se les aceptarían esas peticiones y que se
explicaría ese estallido como una lealtad excesiva y fuera de lugar al trono.
Esas palabras confiadas, amables, produjeron una profunda impresión.
Los soldados que estaban en las primeras filas, que podían oírlas mejor,
escuchaban con atención y mostraron su aprobación con movimientos de cabeza. En
la retaguardia todavía se escuchaban discusiones en voz alta, mientras que otros
pedían silencio a gritos para poder oír a Matveyev. Gradualmente, a medida que iba
asimilando las palabras de Matveyev, toda la multitud se fue quedando callada.
Cuando Matveyev hubo terminado, también habló brevemente el patriarca,
llamando hijos a los streltsy, amonestándoles suavemente por su comportamiento y
proponiéndoles que pidieran perdón y se dispersaran. Estas palabras también
parecieron apaciguarles y de ese modo pareció que la crisis quedaba superada.
Matveyev, que percibió el cambio de humor, saludó a los streltsy, dio la vuelta y entró
en el palacio para llevar la buena nueva a la acongojada zarina. Su marcha fue un
error fatal.
Tan pronto como hubo desaparecido Matveyev, el príncipe Miguel Dolgoruki,
hijo del comandante de los streltsy, apareció en lo alto de la Escalinata Roja.
Humillado por el amotinamiento de sus tropas, estaba fuera de sí de furia y
estúpidamente escogió ese momento para restablecer la disciplina militar. Utilizando
el lenguaje más duro, maldijo a sus hombres y les ordenó volver a sus casas. Si no,
amenazó, silbaría el knut.
Instantáneamente la calma creada por Matveyev se disolvió en un rugido de
cólera. Los enfurecidos streltsy recordaron todas las razones que les habían llevado a
marchar sobre el Kremlin: había que castigar a los Naryshkin, destruir a los odiados
boyardos como Dolgoruki. Un torrente de enloquecidos streltsy cargó Escalinata Roja
arriba hacia su comandante. Le cogieron por la capa, lo levantaron sobre sus cabezas
y lo arrojaron por encima de la balaustrada, tirándole sobre las picas de sus
camaradas que estaban abajo. La multitud rugió su aprobación: «¡Hacedle pedazos!».
En unos segundos el cuerpo tembloroso fue descuartizado, salpicando de sangre a
todos los que estaban cerca.
El primer acto de violencia desencadenó el salvajismo y la demencia. Blandiendo
sus afilados aceros, sedienta de más sangre, la masa rugiente de los streltsy cargó
Escalinata Roja arriba y entró en el propio palacio. Su víctima siguiente fue
Matveyev. Estaba de pie en la antesala del salón de banquetes hablando con Natalia,
que seguía llevando de la mano a Pedro y a Iván. Al ver que los streltsy corrían hacia
ellos reclamando a Matveyev, Natalia soltó la mano de Pedro e instintivamente rodeó
con sus brazos a Matveyev para protegerle. Los streltsy hicieron a los niños a un lado,
arrancaron al anciano de los brazos de Natalia y la empujaron. El príncipe Gherkasski
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intervino en la refriega intentando librar a Matveyev de sus atacantes, pero también lo
arrojaron a un lado. Ante los ojos de Pedro y Natalia, fue sacado a rastras de la
habitación y, después de atravesar el porche, lo llevaron hasta la balaustrada en la
cima de la Escalinata Roja. Allí, gritando de alborozo, le levantaron en el aire y le
lanzaron sobre las puntas de las espadas desenvainadas. En unos segundos el mejor
amigo y primer ministro del padre de Pedro, el guardián, confidente y principal
soporte de la madre del zar, fue hecho pedazos.
Muerto Matveyev, nada podía detener a los streltsy. Corrieron sin que nadie se les
opusiera por los pasillos, los aposentos privados, las iglesias, las cocinas e incluso las
despensas del Kremlin, pidiendo la sangre de los Naryshkin y los boyardos. Los
aterrorizados boyardos huyeron a esconderse. El patriarca se refugió en la catedral de
la Asunción. Sólo Natalia, Pedro e Iván permanecían indefensos, acurrucados muy
juntos en un rincón del salón de banquetes.
Para la mayor parte no hubo escapatoria. Los streltsy echaron abajo las puertas
cerradas y miraron bajo las camas y los altares, hundiendo sus picas en cualquier
lugar oscuro donde pudiera ocultarse un ser humano. A los que encontraban los
arrastraban hasta la Escalinata Roja y los arrojaban por la balaustrada. Los cuerpos
eran arrastrados desde el Kremlin, por la Puerta Spasski, hasta la Plaza Roja, donde
los arrojaban a una pirámide cada vez más alta de trozos de cadáveres
desmembrados. Con los afilados aceros en la garganta, los enanos de la Corte
tuvieron que ayudar a buscar a los Naryshkin. Uno de los hermanos de Natalia,
Afanasi Naryshkin, estaba escondido detrás del altar en la iglesia de la Resurrección.
Un enano que guiaba a una manada de streltsy lo encontró y la víctima fue arrastrada
por el pelo hasta los escalones del presbiterio, donde fue despedazada. El Consejero
Privado y Director de Asuntos Extranjeros, Ivanov, su hijo Vasili y dos coroneles
fueron asesinados en el porche entre el salón de banquetes y la catedral de la
Anunciación. El viejo boyardo Romodanovski se encontró atrapado entre el palacio
del patriarca y el monasterio del Milagro, siendo arrastrado por las barbas hasta la
plaza de la catedral, donde lo alzaron y lo arrojaron sobre las puntas de las espadas.
Desde la plaza del palacio, dentro del Kremlin, eran arrastrados cadáveres y
pedazos de cuerpos, a menudo con espadas y lanzas clavadas en ellos, por la Puerta
Spasski hasta la Plaza Roja. El paso de esos restos espantosos eran acompañados de
gritos de burla de «¡Aquí viene el boyardo Artemon Sergeyevich Matveyev…! ¡Aquí
viene un Consejero Privado! ¡Abridle paso!». A medida que el horrible montón
formado delante de la catedral de San Basilio iba creciendo, los streltsy gritaban a las
multitudes que miraban: «¡A estos boyardos les gustaba darse importancia! ¡Ésta es
su recompensa!».
Al caer la noche, hasta los streltsy comenzaron a cansarse de la carnicería. No
tenían dónde dormir en el Kremlin y la mayoría volvió tumultuosamente por la
ciudad hacia sus casas. A pesar de la carnicería, su éxito había sido parcial. Sólo
habían encontrado y matado a un Naryshkin: Afanasi, el hermano de Natalia. El
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objeto principal de su odio, su hermano Iván, seguía en libertad. Así que reforzaron la
guardia en todas las entradas del Kremlin para hacer imposible su huida y juraron
volver al día siguiente para continuar la búsqueda. Dentro del Kremlin, Natalia y
Pedro y sus parientes Naryshkin pasaron una noche de terror. Kyril Naryshkin, el
padre de la zarina, el hermano de ésta, Iván, y tres hermanos más jóvenes se habían
escondido en la habitación de la hermana de Pedro, Natalia, de ocho años de edad,
durante todo el día. No les habían encontrado, pero tampoco podían escapar.
Al amanecer, los streltsy volvieron a ponerse en marcha a tambor batiente,
entrando en el Kremlin. Seguían buscando a Iván Naryshkin, a jos médicos
extranjeros que supuestamente habían envenenado al zar Fedor, y a otros «traidores»,
y entraron en la casa del patriarca en la plaza de la catedral. Buscaron en sus bodegas
y bajo las camas, amenazaron a los criados con lanzas y exigieron ver al propio
patriarca. Joaquín salió vestido con su ropa ceremonial más resplandeciente y les dijo
que no había ningún traidor en la casa y que si querían matar a alguien que le mataran
a él.
La búsqueda continuó, con los streltsy husmeando constantemente por el palacio
y con su presa, los Naryshkin, escapándoseles continuamente. Después de pasar dos
días en los oscuros armarios de la hermanita de Pedro, el padre de Natalia, Kyril
Naryshkin, tres de sus hijos y el joven hijo de Matveyev se fueron a los aposentos de
la joven viuda del zar Fedor, la zarina Marta Apraxina. Allí, Iván Naryshkin se cortó
sus largos cabellos y luego el grupo siguió a una vieja criada hasta un oscuro almacén
subterráneo. La vieja quería cerrar la puerta, pero el joven Matveyev dijo: «No, si
atrancas la puerta los streltsy sospecharán algo, la echarán abajo, nos encontrarán y
nos matarán». De modo que los refugiados dejaron la habitación lo más oscura
posible y se acurrucaron en el rincón más sombrío dejando la puerta abierta. «Apenas
habíamos llegado allí», contó el joven Matveyev, «cuando varios streltsy pasaron
para hacer una rápida inspección. Algunos se asomaron a través de la puerta abierta y
taladraron la oscuridad con sus lanzas, pero se marcharon enseguida diciendo: “Está
claro que los nuestros ya han estado aquí”».
Al tercer día, cuando los streltsy volvieron al Kremlin, ya no estaban dispuestos a
esperar más tiempo. Sus jefes subieron la Escalinata Roja y dieron un ultimátum: A
menos que Iván Naryshkin se entregara inmediatamente, matarían a todos los
boyardos que había en el palacio. Dejaron claro que estaba en peligro hasta la propia
familia real.
Sofía tomó la iniciativa. En presencia de los aterrorizados boyardos se dirigió a
Natalia y declaró en voz alta: «Tu hermano no puede escapar de los streltsy. Tampoco
está bien que tengamos que morir por él. No hay salida. Para salvarnos la vida a todos
tendrás que entregar a tu hermano.»
Fue un momento trágico para Natalia. Había visto cómo habían arrastrado y
descuartizado a Matveyev. Ahora le pedían que entregara a su hermano a una muerte
espantosa. Aunque era una decisión terrible, Natalia no podía elegir. Mandó a los
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criados que le trajeran a su hermano. Iván vino y ella le llevó a la capilla del palacio,
donde recibió la Santa Comunión y los últimos sacramentos, aceptando con gran
valor la decisión que había tomado ella y la muerte próxima. Llorando, Natalia le
entregó un icono sagrado de la Madre de Dios para que lo llevara en sus manos al ir a
encontrarse con los streltsy.
Entre tanto, ante las amenazas crecientes de los impacientes streltsy, los boyardos
se desesperaban. ¿Por qué tardaba tanto Iván Naryshkin? En cualquier momento los
streltsy podían llevar a cabo sus amenazas. El viejo Príncipe Jacobo Odoyevski,
manso pero asustado, se acercó a Natalia e Iván que lloraban y dijo: «¿Cuánto tiempo
vas a retener a tu hermano, Señora? Debes entregarlo. Vete enseguida, Iván
Kyrilovich, y no dejes que nos maten a todos por culpa tuya».
Siguiendo a Natalia y con el icono en las manos, Iván Naryshkin caminó hasta la
puerta donde esperaban los streltsy. Cuando apareció, la muchedumbre lanzó un
sordo grito de triunfo y avanzó hacia él. Ante los ojos de su hermana cogieron a su
víctima y comenzaron a golpearla. Fue arrastrado de los pies por la Escalinata Roja, a
través de la plaza del palacio y hasta una sala de tortura, donde durante muchas horas
le atormentaron, intentando sacarle la confesión de que había asesinado al zar Fedor y
que maquinaba apoderarse del trono. Durante todo ese tiempo, Naryshkin apretó los
dientes, gruñó y no abrió la boca. Luego fue conducido allí el doctor Van Gaden,
supuesto envenenador de Fedor. Bajo tortura prometió revelar el nombre de sus
cómplices, pero cuando empezaban a copiar sus palabras, sus torturadores, al darse
cuenta del estado en que se hallaba, gritaron: «¿Para qué le vamos a escuchar?
Romped el papel», y abandonaron la farsa.
Iván Naryshkin estaba casi muerto: tenía rotas las muñecas y los tobillos, y sus
manos y pies colgaban en ángulos imposibles. Él y Van Gaden fueron arrastrados
hasta la Plaza Roja, donde les levantaron sobre las puntas de las espadas para
mostrarlos por última vez a la chusma. Al bajarles les cortaron con hachas las manos
y los pies, despedazaron lo que quedaba de sus cuerpos y, en una orgía final de odio,
pisotearon sus restos sobre el fango.
La carnicería había terminado. Por última vez, los streltsy se reunieron delante de
la Escalinata Roja. Satisfechos de haber vengado el «envenenamiento» del zar Fedor,
de haber sofocado la conspiración de Iván Naryshkin y de haber matado a los que
creían traidores, deseaban proclamar su lealtad. Desde el patio gritaron: «Ahora ya
estamos contentos. Que Su Majestad haga con los otros traidores lo que le plazca.
Estamos dispuestos a humillar nuestras cabezas ante el zar, la zarina, el zarevich y la
zarevna».
Rápidamente volvió la calma. Aquel mismo día se recibió el permiso para
enterrar a los cadáveres que llevaban en la Plaza Roja desde el primer día de la
matanza. El fiel criado de Matveyev salió penosamente con una sábana en la que
recogió con cuidado todo lo que pudo encontrar del cuerpo mutilado de su amo. Lavó
los trozos y los llevó sobre cojines a la iglesia parroquial de San Nicolás, donde
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fueron enterrados. Los Naryshkin restantes no fueron molestados ni perseguidos. Los
tres hermanos sobrevivientes de Natalia e Iván habían escapado del Kremlin
disfrazados de campesinos. El padre de la zarina, Kyril Naryshkin, fue obligado por
los streltsy a afeitarse la cabeza y a hacer votos como monje y, con el nombre de
Padre Cipriano, fue enviado a un monasterio situado en el norte, a 400 millas de
Moscú.
Como parte del acuerdo, los streltsy exigieron sus pagas atrasadas, una cantidad
de veinte rublos por hombre. Aunque no tenía fuerza para resistirse, el consejo de
boyardos no pudo concedérselos: sencillamente no había dinero. Se llegó a un
compromiso por el que concedieron diez rublos por hombre. Pero para conseguir esa
cantidad de dinero tuvieron que subastar las propiedades de Matveyev, Iván
Naryshkin y otros boyardos que habían sido asesinados, fundir una gran parte de la
plata del palacio del Kremlin e imponer un impuesto general sobre la población.
Los streltsy también exigieron una amnistía total por sus acciones e incluso que se
erigiera una columna conmemorativa de sus recientes hazañas en la Plaza Roja. En la
columna se debían inscribir los nombres de todas sus víctimas, calificándoles de
criminales. Una vez más, el gobierno no se atrevió a negarse y se erigió rápidamente
la columna.
Finalmente, siguiendo una iniciativa que tenía como fin no sólo la reconciliación
con los streltsy sino también intentar volver a controlarlos, se designó formalmente a
los mosqueteros como guardias de palacio. Se llamó a dos regimientos por día al
Kremlin, donde se les festejó como héroes en el salón de banquetes y en los pasillos
de palacio. Sofía se presentó ante ellos para encomiar su lealtad y devoción al trono.
Para honrarles, ella misma anduvo entre los soldados y les sirvió copas de vodka.
Así fue como Sofía llegó al poder. Ya no había oposición: Matveyev había
muerto, Natalia estaba abrumada por la tragedia que se había cebado en su familia y
Pedro era un niño de diez años. Pero Pedro seguía siendo el zar. A medida que
creciera, su poder se iría afirmando; los Naryshkin ejercerían mayor influencia y la
victoria de los Miloslavski resultaría ser algo pasajero. Por lo tanto, el plan de Sofía
exigía un nuevo paso adelante. El 23 de mayo, incitados por sus agentes, los streltsy
exigieron un cambio en el trono ruso. En una petición enviada a Hovanski, que Sofía
había nombrado su comandante, los streltsy indicaron que se habían producido
ilegalidades en la elección de Pedro; era el hijo de la segunda mujer del zar, mientras
que Iván, el hijo de la primera esposa y el mayor de los dos muchachos, había sido
dejado de lado. No se proponían destronar a Pedro; era hijo del zar, había sido
elegido y había sido proclamado por el patriarca. En vez de eso, los streltsy exigían
que Pedro e Iván gobernaran conjuntamente como co-zares. Si no se atendía su
petición, amenazaban con atacar de nuevo el Kremlin.
El patriarca, los arzobispos y los boyardos se reunieron en el Palacio de las
Facetas para estudiar esta nueva demanda. En realidad no podían elegir: no podían
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oponerse a los streltsy. Pensaron además que podía haber una ventaja en tener dos
zares: mientras que uno iba a la guerra, el otro podía quedarse gobernando. Se llegó a
un acuerdo formal de que los dos zares gobernarían conjuntamente. Las campanas del
campanario de Iván el Grande repicaron y en la catedral de la Asunción se rezó por la
larga vida de los dos zares más ortodoxos, Iván Alexeyevich y Pedro Alexeyevich. Se
mencionaba el nombre de Iván en primer lugar, porque en la petición de los streltsy
se afirmaba que debía considerársele el principal de los dos.
El propio Iván se sintió turbado por esta evolución de las cosas. Debido a sus
defectos tanto del habla como de la vista, no deseaba gobernar. Arguyó a Sofía que
prefería una vida tranquila y pacífica, pero ante su insistencia accedió a aparecer con
su hermanastro en las ceremonias oficiales y, de vez en cuando, en el Consejo. Fuera
del Kremlin, la población en cuyo nombre habían propuesto supuestamente los
streltsy aquella combinación, estaba asombrada. Algunos rieron a carcajadas al
pensar que Iván —cuyas enfermedades se conocían de sobra— pudiera ser zar.
Quedaba una cuestión crucial: como los dos zares eran muy jóvenes, alguien
tendría que gobernar realmente. ¿Quien sería? Dos días después, el 29 de mayo, otra
delegación de streltsy apareció con una última exigencia: debido a la juventud e
inexperiencia de los dos zares, la zarevna Sofía sería la regente. El patriarca y los
boyardos dieron inmediatamente su conformidad. Aquel mismo día un decreto
anunció que la zarevna Sofía Alexeyevna había sustituido a la zarina Natalia como
regente.
De este modo Sofía asumió la dirección del Estado ruso. Aunque llenaba un vacío
que ella y sus agentes habían creado, Sofía era ahora, en realidad, la elección natural.
Ningún varón Romanov tenía edad suficiente para controlar el gobierno y ella
superaba a las otras princesas en educación, talento y fuerza de voluntad. Había
demostrado que sabía desencadenar y controlar un torbellino como el de la revuelta
de los streltsy. Ahora los soldados, el gobierno y hasta el pueblo confiaban en ella.
Sofía aceptó y durante los siete años siguientes aquella mujer extraordinaria gobernó
Rusia.
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muchachos caminando juntos. Pedro, que tenía diez años, era ya más alto que el
renqueante Iván, de dieciséis. Precedidos por los sacerdotes que asperjían agua
bendita, Pedro e Iván pasaron entre la enorme multitud apiñada en la plaza de la
catedral hasta llegar a la puerta de la catedral de la Asunción, donde el patriarca, que
iba revestido con una deslumbrante túnica dorada adornada con perlas, saludó a los
dos zares y les ofreció su cruz para que la besaran. Dentro, la soberbia catedral
resplandecía con la luz que se filtraba desde las altas cúpulas, que temblaba en
centenares de velas y que se reflejaba en la superficie de miles de joyas.
En medio de la catedral, bajo una enorme imagen de Cristo con la mano levantada
para bendecir y sobre una plataforma elevada cubierta por una tela carmesí, un doble
trono esperaba a Iván y a Pedro. Había sido imposible, en el corto espacio de tiempo
que se dispuso, hacer dos tronos exactamente iguales, así que dividieron con una
separación el trono de plata del zar Alexis. Detrás del asiento donde se sentaban los
dos muchachos, una cortina ocultaba a una persona que, a través de un agujero,
susurraba instrucciones y las respuestas que debían dar en la ceremonia. Está
comenzó cuando los dos zares se aproximaron al iconostasis para besar el más santo
de los iconos. El patriarca les pidió que manifestaran su fe y cada uno de ellos
replicó: «Pertenezco a la Sagrada Fe Ortodoxa Rusa». Una larga serie de rezos e
himnos prepararon después el momento supremo de la ceremonia: el de la colocación
en la cabeza de los zares de la corona de oro de Monomakh.
Esta antigua corona orlada de marta cibelina, que supuestamente había sido
regalo del emperador de Constantinopla a Vladimir Monomakh, un Gran Príncipe de
Kiev del siglo doce, fue utilizada en todas las ceremonias de coronación de los
príncipes de Moscú y, una vez que Iván IV asumiera el nuevo título de zar, de todos
los zares de Rusia. Primero se coronó a Iván, después a Pedro, y luego devolvieron la
corona a la cabeza de Iván y una imitación, especialmente hecha para Pedro, fue
colocada sobre la frente del zar más joven. Acabada la ceremonia, los nuevos
gobernantes besaron la cruz por segunda vez, además de reliquias e iconos santos, y
fueron luego en procesión hasta la catedral del Arcángel Miguel para rendir homenaje
ante la tumba de los zares anteriores. Más tarde se dirigieron a la Catedral de la
Anunciación y de allí fueron al salón de banquetes a festejar y recibir los parabienes.
La sublevación se había acabado. En rápida y desconcertante sucesión había
muerto un zar; un muchacho de diez años, hijo menor de su segunda esposa, había
sido elegido para sucederle; una salvaje revuelta militar había anulado la elección,
salpicando al joven zar y a su madre con la sangre de su propia familia; y, finalmente,
con toda la enjoyada panoplia del Estado, el muchacho había sido coronado junto con
un enclenque y desamparado hermanastro. Mientras se producía esa sucesión de
horrores, aunque era zar no había podido intervenir en nada.
La revuelta de los streltsy marcó a Pedro de por vida. Hizo pedazos la calma y
seguridad de su niñez e hirió y endureció su alma. El impacto que tuvo sobre Pedro
supuso, con el tiempo, un profundo impacto sobre Rusia.
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Pedro odiaba lo que había visto: la soldadesca enloquecida e indisciplinada de la
vieja Rusia medieval corriendo como bestias salvajes por el Kremlin; estadistas y
nobles sacados a rastras de sus aposentos y sanguinariamente asesinados; Moscú, el
Kremlin, la propia familia real a merced de unos soldados ignorantes y levantiscos.
La revuelta ayudó a que Pedro sintiera repulsión hacia el Kremlin con sus
habitaciones oscuras y unos laberintos de pequeños aposentos iluminados por velas
aleteantes, su población de sacerdotes y boyardos barbudos, sus mujeres
patéticamente recluidas. Extendió su odio hacia Moscú, la capital de los zares
ortodoxos y de la Iglesia Ortodoxa, con sus sacerdotes salmodiantes, sus emanaciones
de incienso y su opresivo conservadurismo. Odiaba la pompa y ceremonia de la
antigua Moscovia que podía decirle que estaba «junto a Dios» pero no protegerle ni a
él ni a su madre de los rebeldes streltsy.
Mientras Sofía gobernaba, Pedro dejó Moscú y creció en el campo. Más tarde,
cuando Pedro fue el amo de Rusia, sus aversiones tuvieron significativas
consecuencias. Durante años el zar dejó de pisar Moscú y por fin desposeyó a la
ciudad de su rango. La antigua capital fue sustituida por una nueva construida por
Pedro en el Báltico. En cierto modo, la revuelta de los streltsy contribuyó a la
creación de San Petersburgo.
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Esta vez Sofía había triunfado, pero la lucha entre los Antiguos Creyentes y los
poderes establecidos en la Iglesia y el Estado no se había acabado; prosiguió no sólo
a lo largo de su regencia y del reino de Pedro sino hasta el final de la dinastía
imperial. Tenía sus raíces en los más profundos sentimientos religiosos del pueblo y
se la conoce en la historia de la Iglesia y de Rusia como el Gran Cisma.
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Durante los años en que gobernó Sofía hubo ciertas funciones ceremoniales que
únicamente Pedro e Iván podían llevar a cabo. Tenían que firmar importantes
documentos públicos y su presencia era necesaria en banquetes de Estado, fiestas
religiosas y recepciones ofrecidas a los embajadores extranjeros. En 1683, cuando
Pedro tenía once años, los dos co-zares recibieron al embajador del rey Carlos XI de
Suecia. El secretario del embajador, Engelbert Kampfer, describe la escena:
Sus dos Majestades estaban sentadas… en un trono de plata parecido a la sede de un obispo, un tanto elevado y
cubierto de tela roja… Los zares llevaban túnicas de tela plateada tejidas con flores rojas y blancas y, en lugar de
cetros, largos báculos de oro semejantes a los de los obispos, en los cuales, al igual que en los petos de sus túnicas,
sus pechos y sus gorros, resplandecían piedras preciosas blancas, verdes y de otros colores. El mayor se bajó el
gorro por encima de los ojos varias veces y permaneció mirando al suelo casi inmóvil. El más joven tenía un
rostro franco y abierto, y su sangre joven encendía sus mejillas cada vez que alguien le hablaba. Miraba
continuamente en torno suyo y su gran belleza y su vivacidad —que a veces desconcertaba a los magnates
moscovitas— nos impresionó tanto que si hubiera sido un joven normal y no un personaje imperial, nos hubiera
agradado reírnos y hablar con él. El mayor tenía diecisiete años y el más joven dieciséis[1]. Cuando el embajador
sueco entregó sus cartas credenciales, los dos zares se levantaron de sus asientos… pero Iván, el mayor,
obstaculizó un tanto el acto porque no entendía lo que ocurría y dio a besar su mano cuando no tenía que hacerlo.
Pedro estaba tan impaciente que no dio a los secretarios el tiempo habitual para levantarse y tocar sus cabezas. Se
incorporó de un salto, se llevó la mano al gorro y comenzó rápidamente a hacer la pregunta de costumbre: «¿Se
encuentra con buena salud Su Majestad el Rey Carlos de Suecia?» Tuvieron que frenarle hasta que su hermano
mayor tuvo oportunidad de hablar.
Iván ofrecía un triste contraste. En 1684, cuando Pedro estaba enfermo del
sarampión, recibió él solo al embajador austríaco; tuvo que apoyarse en dos criados y
respondió a sus preguntas con voz apenas audible. Cuando el general Patrick Gordon,
un soldado escocés al servicio de Rusia, fue recibido en presencia de Sofía y de Vasili
Golitsyn, Iván se encontraba tan débil y enfermo que durante toda la entrevista no
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hizo más que mirar fijamente al suelo.
Durante la regencia de Sofía, aunque únicamente se veían en las ceremonias
oficiales, la relación de Pedro con Iván fue siempre excelente. «El amor y la
comprensión naturales entre los dos señores es todavía mayor que antes», escribía
Van Keller en 1683. Naturalmente Sofía y los Miloslavski se preocupaban por Iván.
Era el fundamento de su poder y de él dependía su futuro. Su vida podía ser corta y, a
menos que tuviera un heredero, serían marginados de la sucesión. Así que, a pesar de
los defectos de vista y habla de Iván, y de su cortedad mental, Sofía decidió que tenía
que casarse e intentar tener un hijo. Iván aceptó y tomó por esposa a Prakovaya
Saltykova, la vivaracha hija de una distinguida familia. En un primer intento, Iván y
Prakovaya tuvieron un éxito parcial y concibieron una hija; tal vez la próxima vez
tuvieran un hijo.
Para los Naryshkin, que encontraban una sombría satisfacción en las debilidades
de Iván, estos sucesos fueron causa de preocupación. Pedro era aún demasiado joven
para casarse y competir con Iván teniendo un heredero. Su esperanza radicaba en la
juventud y salud de Pedro; en 1684, cuando éste contrajo el sarampión y tuvo una
fiebre alta, desesperaron. No podían hacer más que esperar y aguantar el gobierno de
Sofía hasta que ese muchacho alto y de rostro alegre, hijo de Natalia, llegara a su
mayoría de edad.
El exilio político de los Naryshkin fue una suerte para Pedro. El golpe de estado
de Sofia y la expulsión de su partido del poder le habían apartado de todo, salvo de
los deberes oficiales ocasionales. Pudo crecer viviendo la vida espontánea y al aire
libre del campo. Después de la sublevación de los streltsy, la zarina Natalia
permaneció durante un tiempo con su hijo y con su hija en el Kremlin, viviendo en
los mismos aposentos que había ocupado tras la muerte de su marido. Pero con Sofía
en el poder, el ambiente resultaba cada vez más estrecho y opresivo. Natalia todavía
se dolía amargamente de la muerte de Matveyev y de su hermano Iván Naryshkin y
nunca estaba segura de que Sofía no emprendiera alguna nueva acción contra ella y
sus hijos. Pero no había gran peligro; la mayor parte del tiempo, Sofía simplemente
hacía caso omiso de su madrastra. Natalia recibía una pequeña pensión para vivir;
nunca era suficiente y la humillada zarina se veía obligada a pedir más al patriarca y a
otros clérigos.
Para escapar del Kremlin, Natalia comenzó a pasar más tiempo en la villa y
pabellón de caza favoritos del zar Alexis en Preobrayhenskoye, junto al río Yauza,
unas tres millas al noroeste de Moscú. En tiempos de Alexis había sido parte de sus
enormes instalaciones dedicadas a la cetrería y todavía había filas de establos y
centenares de jaulas para los halcones y los pichones que servían de presas. La casa,
un destartalado edificio de madera con rojas cortinas en las ventanas, era pequeña,
pero se encontraba en medio de verdes campos con árboles por todas partes. Desde la
cima de una colina, Pedro podía ver prados ondulantes, campos de cebada y avena,
un río plateado que serpenteaba entre los bosquecillos de abedules y aldehuelas
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dominadas por iglesias de blancos muros y una cúpula bulbosa de color azul o verde.
Aquí, en los campos y bosques de Preobrayhenskoye y en las orillas del Yauza,
Pedro podía olvidarse de los estudios y no hacer más que jugar. Su juego preferido,
como había sido siempre desde su infancia, era el de la guerra. Durante el reinado de
Fedor habían preparado un pequeño campo de maniobras para Pedro en el Kremlin,
donde hacía ejercicios militares con sus compañeros de juegos. Ahora, en el mundo
abierto de Preobrayhenskoye, disponía de un espacio infinito para aquellos
fascinantes juegos. Y, al contrario de la mayor parte de los muchachos que juegan a la
guerra, Pedro podía utilizar el arsenal gubernamental para abastecer su equipo. Los
informes del arsenal muestran que hacía peticiones con frecuencia. En enero de 1683
pidió uniformes, estandartes y dos cañones de madera, con sus tubos forrados de
hierro, montados sobre ruedas para que pudieran arrastrarlos los caballos; todo ello
debían enviárselo inmediatamente. Al cumplir los once años, en junio de 1683, Pedro
dejó los cañones de madera para sustituirlos por otros de verdad, con los que, bajo la
supervisión de artilleros, le permitían disparar salvas. Aquello le gustaba tanto que
sus mensajeros iban casi todos los días al arsenal a pedir pólvora. En mayo de 1685,
Pedro, que casi tenía ya trece años, pidió dieciséis pares de pistolas y dieciséis
carabinas con portafusil y guarniciones de bronce, y poco después veintitrés
carabinas y dieciséis mosquetes más.
Guando Pedro tenía catorce años y él y su madre se habían establecido
permanentemente en Preobrayhenskoye, sus juegos marciales habían transformado la
finca veraniega en un campamento militar de adolescentes. Los primeros «soldados»
de Pedro fueron los componentes de un pequeño grupo de compañeros de juegos
nombrados para su servicio cuando él tenía cinco años. Habían sido seleccionados
entre las familias de boyardos para dotar al príncipe de un séquito personal de
jóvenes nobles que actuaban como palafreneros, ayudas de cámara y mayordomos; en
realidad eran amigos suyos. Pedro también engrosó sus filas aprovechándose del
numeroso grupo de ayudantes de su padre Alexis y de su hermanó Fedor, ahora casi
inútil. Muchos servidores, sobre todo los que se habían dedicado a las instalaciones
de cetrería del zar Alexis, seguían al servicio real pero sin hacer nada. La salud de
Fedor le había impedido cazar, Iván era todavía menos capaz de disfrutar de este
deporte y a Pedro no le gustaba. Sin embargo, toda aquella gente seguía recibiendo
sueldos del Estado y comía a expensas del zar, por lo que Pedro decidió dedicar a
algunos de ellos a su deporte.
Las filas se ampliaron aún más con otros jóvenes nobles que se presentaron a
alistarse, fuera porque lo deseaban, fuera porque a sus padres les urgía conseguir el
favor del zar. Se permitió a jóvenes de otras clases sociales alistarse también, y, así,
hijos de escribientes, palafreneros, mozos de establo e incluso siervos que estaban al
servicio de nobles, fueron colocados al lado de los hijos de los boyardos. Entre estos
jóvenes voluntarios de oscuros orígenes había un muchacho, un año menor que el zar,
llamado Alejandro Danilovich Menshikov. Con el tiempo llegaron a ser 300 los
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muchachos y jóvenes reunidos en la finca de Preobrayhenskoye. Vivían en barracas,
se entrenaban como soldados, hablaban como ellos y recibían su paga. Pedro los
consideraba sus camaradas especiales y a partir de ese conjunto de jóvenes nobles y
mozos de cuadra con el tiempo creó el glorioso regimiento Preobrayhenski. Hasta la
caída de la monarquía rusa en 1917, ése fue el primer regimiento de la Guardia
Imperial rusa, cuyo coronel siempre era el propio zar y que se enorgullecía de haber
sido fundado por Pedro el Grande.
Pronto se ocuparon todos los alojamientos disponibles en la aldea de
Preobrayhenskoye, pero el ejército juvenil de Pedro siguió aumentando. Hubo que
construir nuevos cuarteles en la cercana aldea de Semionovskoye; con el tiempo esa
compañía se convirtió en el regimiento Semionovski, el segundo de la Guardia
Imperial rusa. Cada uno de estos regimientos en embrión contaba con 300 hombres y
estaba organizado en infantería, caballería y artillería, exactamente igual que el
ejército regular. Se construyeron cuarteles, oficinas de administración y establos, se
pidieron más arneses y furgones de munición del equipo de la artillería montada, y se
destacaron al regimiento de Pedro cinco hombres que tocaban el pífano y diez
tambores para tocar durante los juegos de Pedro. Se diseñaron y entregaron uniformes
de estilo occidental: botas negras, sombreros negros de tres picos, polainas y anchos
gabanes con amplios puños y que llegaban hasta la rodilla, de color verde botella
oscuro para la compañía Preobrayhenski y de un azul oscuro para la Semionovski. Se
organizaron escalas de mando, con oficiales de campo, subtenientes, sargentos y
personal administrativo y de intendencia, y hasta un departamento de pagas, todo ello
a partir de las filas de los muchachos. Al igual que los soldados normales, vivían bajo
una estricta disciplina militar y eran sometidos a un riguroso entrenamiento.
Alrededor de sus cuarteles montaban guardia. A medida que su entrenamiento
avanzaba, hacían largas marchas por el campo, acampando por las noches, cavando
trincheras y destacando patrullas.
Pedro se entregó con entusiasmo a esa actividad, deseando participar activamente
en todos los niveles. En lugar de reservarse el grado de coronel, se alistó en el
regimiento Preobrayhenski con la graduación más baja, como tambor, pudiendo tocar
así a gusto el instrumento que prefería. Con el tiempo se ascendió a artillero o cabo
de artillería, con el fin de poder disparar el arma que más ruido y más daño hacía. En
los cuarteles o en el campo no permitía que le hicieran objeto de ninguna distinción.
Hacía guardias de día y de noche y llevaba a cabo los mismos servicios, dormía en la
misma tienda y comía lo mismo que los demás. Cuando se hacían fortificaciones,
Pedro cavaba con una pala. Cuando el regimiento desfilaba, Pedro marchaba en las
filas, más alto que los demás, pero sin otra distinción especial.
El rechazo de Pedro en su adolescencia a aceptar un rango superior en cualquier
organización naval o militar rusa, se convirtió en una característica de toda su vida.
Posteriormente, cuando marchaba con su nuevo ejército ruso o navegaba con su
nueva flota, siempre lo hacía como subordinado. Estaba dispuesto a que lo
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ascendieran de tambor a cabo, o de cabo a sargento e incluso hasta general o, en la
flota, hasta contraalmirante o vicealmirante, pero sólo cuando creía que su
competencia y servicios merecían el ascenso. Al principio lo hacía en parte porque en
los ejercicios en tiempo de paz los tamborileros y los artilleros lo pasaban mejor y
metían más ruido que comandantes y coroneles. Pero también tenía la idea fija de que
debía aprender el oficio de militar desde abajo. Y si él, el zar, hacía eso, ningún noble
podría exigir el mando fundamentándolo en su nacimiento. Desde el principio, Pedro
dio ejemplo, rebajando la importancia del nacimiento, valorando la necesidad de ser
competente, inculcando en la nobleza rusa el concepto de que cada nueva generación
tenía que conseguir el rango y el prestigio.
A medida que Pedro crecía, sus juegos bélicos se hacían más complicados. En
1685, para practicar la construcción, defensa y asalto de fortificaciones, los jóvenes
soldados trabajaron durante casi un año para erigir una pequeña fortaleza de tierra y
madera a orillas del Yauza en Preobrayhenskoye. Tan pronto como estuvo terminada,
Pedro la bombardeó con morteros y cañones para ver si podía derribarla. Con el
tiempo, la reconstruida fortaleza se convertiría en un pequeño pueblo fortificado
llamado Pressburgo, con su guarnición, oficinas administrativas, tribunales de justicia
e incluso un «Rey de Pressburgo», que era uno de los camaradas de Pedro y a quien
éste fingía obedecer.
Para un juego militar de esa complejidad, Pedro necesitaba consejo profesional;
ni siquiera los muchachos más entusiastas podían construir y bombardear ellos solos
una fortaleza. Los oficiales extranjeros del Suburbio Alemán fueron quienes
aportaron los conocimientos técnicos. Cada vez con mayor frecuencia esos
extranjeros, que habían sido llamados al principio como instructores temporales, se
quedaban como oficiales permanentes de los regimientos juveniles. A principios de la
década del 90, cuando las dos compañías se transformaron formalmente en
regimientos de las Guardias Preobrayhenski y Semionovski, casi todos los coroneles,
comandantes y capitanes eran extranjeros; tan sólo los sargentos y los soldados eran
rusos.
Se ha insinuado que los motivos subyacentes a la creación de esas compañías
juveniles eran crear una fuerza armada que algún día se podría utilizar para derrocar a
Sofía. Eso es poco probable. Sofía sabía de sobra lo que pasaba en Preobrayhenskoye
y no le preocupaba especialmente. Si hubiera pensado que había peligro, las
peticiones que Pedro hacía al arsenal del Kremlin no habrían sido atendidas. Mientras
Sofía contaba con la lealtad de 20.000 streltsy en la capital, los 600 muchachos de
Pedro no significaban nada. Sofía prestaba incluso a Pedro regimientos de streltsy
para que participaran en sus simulacros de batalla. Pero en 1687, cuando Pedro
preparaba un ejercicio a gran escala, Sofía se embarcó en la primera campaña contra
los tártaros de Crimea. Los streltsy, los soldados regulares y los oficiales extranjeros
prestados a Pedro recibieron órdenes de reincorporarse al ejército y las maniobras del
zar fueron canceladas.
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Durante aquellos años todo atraía la curiosidad de Pedro. Pidió un reloj de
comedor, una imagen de Cristo, una silla de montar calmuca, un gran globo
terráqueo, un mono de feria. Quería saber cómo funcionaban las cosas, le gustaba ver
las herramientas y sentirlas en sus enormes manos; miraba cómo las utilizaban los
artesanos y luego los imitaba saboreando la sensación de tallar la madera, labrar la
piedra o moldear el hierro. A la edad de doce años pidió un banco de carpintero y
aprendió a manejar las hachas, los cinceles, los martillos y los clavos. Se convirtió en
albañil. Aprendió el delicado oficio de alfarero y llegó a ser un excelente tallista de
madera y posteriormente de marfil. Aprendió a imprimir y encuadernar libros. Le
encantaba el resonar de los martillos sobre el resplandeciente hierro al rojo en la
herrería.
Una consecuencia de esa adolescencia pasada sin trabas y al aire libre en
Preobrayhenskoye fue la interrupción de la educación formal de Pedro. Cuando se fue
del Kremlin, odiando todo lo que éste significaba, se aisló de los sabios maestros que
habían enseñado a Fedor y Sofía y de las costumbres y tradiciones de la educación
del zar. Inteligente y lleno de curiosidad, escapó al aire libre para aprender más la
práctica que la teoría. Aprendió en los prados, los ríos y los bosques más que en las
aulas; con mosquetes y cañones más que con papel y pluma. Eso le benefició pero
también le perjudicó. Leyó pocos libros. Su caligrafía, ortografía y gramática nunca
superaron el abominable nivel de la infancia. No dominó ninguna lengua extranjera,
salvo un poco de holandés y alemán que aprendió más tarde en el Suburbio Alemán y
en sus viajes al extranjero. No sabía nada de teología y su mente nunca se sintió
atraída por los problemas filosóficos. Al igual que cualquier niño voluntarioso e
inteligente al que sacaran del colegio a los diez años y al que dieran siete años de
libertad plena sin disciplina ni restricciones, su curiosidad le llevó en muchas
direcciones. Hasta sin guía, aprendió mucho, pero le faltó la preparación formal y
disciplinada de la mente, el progreso continuo y graduado pasando de las disciplinas
inferiores a las superiores hasta llegar a lo que, según la opinión de los griegos era el
arte mayor, el arte de gobernar a los hombres.
La educación de Pedro, dirigida por la curiosidad y el capricho, una mezcla de lo
útil y de lo inútil, imprimió un rumbo al hombre y al monarca. Muchas de las cosas
que llevó a cabo nunca habría podido hacerlas de haber sido educado en el Kremlin
en vez de en Preobrayhenskoye; la educación formal puede sofocar a la vez que
inspirar. Pero más tarde el propio Pedro sintió y lamentó la superficialidad y bastedad
de su educación formal.
Su experiencia con el sextante es típica de su educación entusiasta y autodirigida.
En 1687, cuando Pedro tenía quince años, el príncipe Jacobo Dolgoruki, que estaba a
punto de marchar en misión diplomática a Francia, mencionó al zar que una vez había
tenido un instrumento extranjero «con el cual se podía medir la distancia y el espacio
sin moverse de lugar». Desgraciadamente le habían robado el instrumento, de modo
que Pedro le pidió al príncipe que le comprara uno en Europa. Cuando Dolgoruki
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volvió a Moscú, en 1688, la primera pregunta que le hizo Pedro fue si le había traído
el sextante. Trajeron una caja y desenvolvieron un paquete que había dentro; era un
elegante sextante de metal y madera, pero ninguno de los presentes sabía manejarlo.
Emprendieron la búsqueda de un experto; ésta les condujo al Suburbio Alemán,
donde localizaron a un mercader holandés de cabellos canos, llamado Franz
Timmerman, que tomó el sextante y calculó en un momento la distancia hasta una
casa vecina. Enviaron a un criado para que midiera en pasos la distancia y éste volvió
dando una cifra similar a la de Timmerman. Pedro le pidió con gran entusiasmo que
le enseñara a manejarlo. Timmerman se mostró de acuerdo, pero manifestó que su
alumno tendría que aprender primero aritmética y geometría. Pedro había aprendido
la aritmética básica, pero al no ejercitarla la había olvidado; ni siquiera recordaba
cómo restar o dividir. Empujado por su deseo de emplear el sextante se zambulló en
diversas materias: aritmética, geometría y también balística. Y cuanto más estudiaba
más caminos parecían abrirse ante él. Llegó a interesarse por la geografía, estudiando
en el gran globo que había pertenecido a su padre los contornos de Rusia, Europa y el
Nuevo Mundo.
Timmerman fue un maestro provisional; llevaba veinte años en Rusia Y no estaba
al día de la última tecnología de la Europa Occidental. Sin embargo, se convirtió en
consejero y amigo de Pedro y el zar tenía siempre a su lado al holandés con su pipa
humeante. Timmerman había visto mundo, podía informarle de cómo funcionaban las
cosas y contestar al menos algunas de las preguntas que constantemente formulaba
aquel muchacho alto de insaciable curiosidad. Juntos vagabundeaban por los campos
que rodeaban Moscú, visitando fincas y monasterios, husmeando por las aldeas. En
una de esas excursiones, en junio de 1688, se produjo un famoso episodio que tendría
enormes consecuencias para Pedro y para Rusia. Paseaba el zar con Timmerman por
una posesión real cercana a la aldea de Ismailovo. Uno de los edificios que había
detrás de la casa principal era un almacén que, según habían dicho a Pedro, estaba
lleno de cachivaches y llevaba años cerrado. Picado por la curiosidad, Pedro pidió
que abrieran las puertas, y a pesar del olor a moho, comenzó a husmear dentro. A la
escasa luz reinante vio un objeto grande que le llamó la atención: era un viejo barco,
cuya madera se estaba pudriendo, volcado en un rincón del almacén. Medía unos
veinte pies de largo y seis de anchura, más o menos como un bote salvavidas de un
moderno transatlántico.
No era el primer barco que veía Pedro. Había visto los pesados navíos de poco
calado que los rusos empleaban para transportar mercancías por sus anchos ríos:
conocía también las pequeñas embarcaciones que se utilizaban para la navegación de
placer en Preobrayhenskoye. Pero los barcos rusos eran esencialmente fluviales:
barcazas de fondo plano y popas cuadradas, propulsadas por remos o cuerdas,
arrastradas por hombres o animales desde la orilla o simplemente por la propia
corriente. El barco que estaba viendo era diferente. Su casco hondo y redondo, de
pesada quilla, y su proa puntiaguda, no habían sido construidos para la navegación
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fluvial.
—¿Qué clase de barco es éste? —le preguntó Pedro a Timmerman.
—Es un barco inglés —respondió el holandés.
—¿Para qué lo usan? ¿Es mejor que nuestros barcos rusos?
—Si tuviera un mástil nuevo y velas navegaría no sólo con el viento sino también
contra el viento —dijo Timmerman.
—¿Contra el viento? —Pedro estaba asombrado—. ¿Es posible eso?
Quiso probar el barco inmediatamente. Pero Timmerman miró la madera
putrefacta e insistió en que había que hacer muchas reparaciones; entre tanto le
podían hacer un mástil y unas velas. Pedro le insistía continuamente y Timmerman
encontró a otro viejo holandés, Karsten Brandt, que había llegado de Holanda en
1660 para construir un barco en el mar Caspio para el zar Alexis. Brandt, que
trabajaba como carpintero en el Suburbio Alemán, llegó a Ismailovo y puso manos a
la obra. Cambió las maderas, calafateó y alquitranó el fondo, puso el mástil y aparejó
las velas, drizas y escotas. El barco fue llevado sobre ruedas hasta el Yauza, donde lo
botaron. Ante los ojos de Pedro, Brandt comenzó a navegar por el río, virando a
babor y estribor, aprovechando la brisa para ir no sólo a favor sino también contra la
corriente. Lleno de excitación, Pedro le gritó a Brandt que se acercara a la orilla para
que él pudiera embarcar. Saltó a bordo, tomó la caña del timón y, siguiendo
instrucciones de Brandt, comenzó a dar bordadas en el viento. «Y qué agradable fue
aquello para mí», escribiría el zar muchos años más tarde en el prefacio de sus
«Regulaciones Marítimas».
A partir de entonces Pedro navegaba todos los días. Aprendió a manejar las velas
y a aprovechar el viento, pero el Yauza era estrecho, la brisa solía ser demasiado débil
para maniobrar y el barco encallaba constantemente. La extensión de agua más
cercana era el lago Pleschev, de nueve millas de largo, situado cerca de Pereslavl,
ochenta y cinco millas al noroeste de Moscú. Pedro podía ser un joven sin
responsabilidades aficionado a vagabundear por los campos, pero era también el zar y
no podía viajar tan lejos de su capital si no era por una razón seria. La encontró
rápidamente. Se celebraba en junio un festejo en el gran monasterio Troitski y Pedro
pidió permiso a su madre para ir allí a participar en la ceremonia religiosa. Natalia
dio su consentimiento y, una vez terminada la ceremonia, Pedro, que ya estaba fuera
del control de cualquier autoridad restrictiva, simplemente se dirigió hacia el noroeste
atravesando el bosque hasta Pereslavl. Como habían acordado, Brandt y Timmerman
fueron con él.
De pie en la orilla del lago, con el sol de verano en los hombros y brillando en las
aguas, Pedro miró a través del lago. Sólo muy borrosamente, a lo lejos, podía
vislumbrar la otra orilla. Aquí podía navegar una o dos horas sin tener que virar.
Quiso embarcarse enseguida, pero allí no había barcos y no parecía posible arrastrar
el barco inglés desde Ismailovo. Se volvió a Brandt y le preguntó si sería posible
construir barcos allí, en las orillas del lago.
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—Sí, podemos construir barcos aquí —contestó el viejo carpintero. Miró a su
alrededor, a la desierta orilla y al bosque virgen—. Pero necesitaremos muchas cosas.
—No importa —dijo Pedro muy animado—. Tendremos todo lo que necesitemos.
La intención de Pedro era ayudar en la construcción de barcos en el lago
Pleschev. Eso significaba no sólo otra visita rápida, sin autorización, al lago, sino
obtener un permiso que le permitiera vivir allí durante una larga temporada. Volvió a
Moscú y se dedicó a acosar a su madre. Natalia se resistió, empeñada en que
permaneciera en Moscú al menos hasta la celebración del día de su santo. Pedro se
quedó, pero, al día siguiente, él, Brandt y otro viejo constructor holandés de barcos
llamado Kort volvieron rápidamente al lago Pleschev. Escogieron para astillero un
lugar de la orilla oriental del lago, cerca de la carretera entre Moscú y Yaroslav, y
empezaron a construir cabañas y un muelle en el que podrían atracar los barcos
futuros. Cortaron troncos, los secaron y les dieron forma. Trabajando de sol a sol, con
Pedro y los otros operarios serrando y dando fuertes martillazos, bajo la dirección de
los holandeses, hicieron quillas para cinco barcos, dos pequeñas fragatas y tres yates,
todos con proas y popas redondas al estilo holandés. En septiembre los armazones de
los barcos comenzaron a tomar forma, pero no habían terminado ninguno cuando
Pedro se vio obligado a volver a Moscú para el invierno. Se fue de mala gana,
pidiendo a los carpinteros holandeses que se quedarán allí trabajando todo lo que
pudieran para tener los barcos dispuestos en la primavera.
A finales de 1688, Pedro tenía dieciséis años y medio y había dejado de ser un
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muchacho. Estuviera sentado en su trono con su túnica dorada o cavando trincheras,
arrastrando cuerdas o dando martillazos con su túnica verde manchada de sudor a la
vez que intercambiando una primitiva charla técnica con carpinteros y soldados,
físicamente ya era un hombre. En aquella época en que la vida era breve y las
generaciones se sucedían unas a otras con rapidez, los hombres eran padres con
frecuencia a los dieciséis años y medio. Ocurría sobre todo entre los príncipes, que
tenían como primera gran responsabilidad ocuparse de la sucesión. El deber de Pedro
estaba claro: le había llegado la hora de casarse y tener un hijo. La madre de Pedro
deseaba que eso sucediera muy pronto y por entonces ya ni siquiera Sofía puso
reparos. No era simplemente un asunto de los Naryshkin contra los Miloslavski; era
una cuestión de garantizar la sucesión de los Romanov. La zarevna no podía casarse;
el zar Iván sólo había tenido hijas.
Natalia también tenía razones más personales. Le molestaba el creciente interés
de su hijo hacia los extranjeros; esa preferencia rebasaba todo lo que ella había
conocido en el ambiente moderadamente occidentalizado de la casa de Matveyev o
en el ambiente cada vez más liberalizado de la corte durante los últimos años del zar
Alexis. Pedro dedicaba todo su tiempo a esos holandeses, que le trataban como a un
aprendiz, no como a un autócrata. Le habían enseñado a beber y a fumar en pipa y le
habían presentado a chicas extranjeras que se comportaban de una manera muy
distinta que las hijas de familia de la nobleza rusa. Además, Natalia estaba muy
preocupada por la seguridad de Pedro. Sus ejercicios con los cañones y sus
navegaciones eran peligrosas. Pasaba fuera largas temporadas, no podía controlarle,
se codeaba con gente indeseable, arriesgaba su vida. Una esposa cambiaría todo eso.
Una muchacha hermosa, tímida, sencilla y cariñosa, que le distrajera y le
proporcionara algo más interesante que hacer que pasear por los campos y jugar por
ríos y lagos. Una buena esposa podría transformar a Pedro de adolescente en hombre.
Con suerte, podría también hacerle padre rápidamente.
Pedro accedió al deseo de su madre sin oposición ninguna, no porque se hubiera
convertido de pronto en un hijo obediente, sino porque el asunto apenas le interesaba.
Consintió en que se reuniera en el Kremlin la habitual colección de jovencitas y se
mostró también de acuerdo en que su madre las viera y eligiera la mejor. Hecho esto
miró a su futura y la aceptó sin quejarse ratificando así la elección de su madre. Así
fue como, sin pena ni dolor, Pedro tuvo una esposa y Rusia una nueva zarina.
Se llamaba Eudoxia Lopujina. Tenía veinte años —tres más que Pedro— y al
parecer era bonita, aunque no se conserva ningún retrato de Eudoxia a esa edad. Se
mostraba tímida y deferente, lo cual gustaba mucho a su nueva suegra. Era de buena
cuna, pues pertenecía a una vieja familia moscovita muy conservadora cuyos
orígenes se remontaban al siglo quince y que ahora estaba relacionada, por medio de
uniones matrimoniales, con los Golitsyn, Kurakin y Romodanovski. Era una ortodoxa
devota y casi analfabeta, se estremecía ante todo lo extranjero y creía que, para
complacer a su esposo, lo único que tenía que hacer era convertirse en su principal
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esclava. Ruborosa, esperanzada e indefensa, se colocó al lado de su alto y joven
prometido y se convirtió en su esposa el 27 de enero de 1689.
Hasta para un tiempo en que todos los matrimonios se resolvían mediante
arreglos, la unión resultó un desastre. Pedro, fuera cual fuese su capacidad para la
paternidad, seguía consumiéndose en el deseo de nuevos descubrimientos, más
preocupado de cómo funcionaban las cosas que de cómo funcionaba la gente. No
muchos chicos de diecisiete años a quien se obliga a casarse en cualquier época, están
dispuestos a abandonar lo que aman y asentarse sumisamente en la domesticidad. Y,
ciertamente, Eudoxia no estaba preparada para realizar un milagro semejante con
Pedro. Modesta, convencional, poco más que una niña tímida, abrumadoramente
consciente del rango de su marido, dispuesta a complacer pero sin saber hacerlo,
hubiera sido una zarina modelo para un zar convencional. Ella estaba dispuesta a
hacer todo lo posible, pero los chispazos de genio, impetuosos, salvajes de su marido
la dejaban confusa y su tumultuoso mundo masculino le asustaba. Estaba preparada
para colaborar en las grandes ceremonias de Estado, pero no en la construcción de un
barco. Su disgusto frente a los extranjeros se hizo aún mayor. Le habían enseñado que
ellos representaban el mal; ahora le robaban a su marido. No podía hablar con Pedro;
no sabía nada de carpintería ni de obenques. Desde el primer momento a él le aburrió
su conversación; pronto le ocurriría lo mismo con su forma de hacer el amor; al cabo
de poco tiempo apenas podía soportar su presencia. Pero estaban casados y dormían
juntos, y en dos años tuvieron dos hijos. El mayor fue el zarevich Alexis, cuya trágica
vida atormentaría a Pedro. El segundo, un niño llamado Alejandro, murió a los siete
meses. Cuando esto ocurrió, apenas tres años después de celebrado el matrimonio,
Pedro estaba tan alejado de su esposa y tan indiferente que ni siquiera se molestó en
asistir al funeral del niño.
Hasta la luna de miel fue breve. A principios de la primavera, pocas semanas
después de su matrimonio, Pedro vigilaba ya inquieto cómo empezaba a romperse el
hielo en el Yauza, en Preobrayhenskoye. Sabiendo que pronto se fundiría también en
el lago Pleschev, deseaba verse libre de su esposa, de su madre y de sus
responsabilidades. A principios de abril de 1689, se sintió libre y fue rápidamente al
lago, ansioso por los avances qué habían realizado Brandt y Kort. Se encontró con
que el hielo se había roto y que la mayor parte de los barcos estaban ya construidos y
dispuestos para ser botados, faltos tan sólo de algunos rollos de buena cuerda para
aparejar las velas. En ese día mismo Pedro escribió una exuberante carta a su madre
pidiéndole cuerdas y señalando astutamente que cuanto antes llegaran antes podría
volver él a casa:
A mi madrecita querida, la Señora Zarina y Gran Duquesa Natalia Kyrilovna: Tu hijito, Petrushka, que está
trabajando, te ruega le bendigas y desea saber cómo estás. Nosotros, gracias a tus oraciones, estamos bien. Hoy no
hay hielo en el lago y todos los barcos, con excepción del más grande, están terminados; únicamente esperamos
las cuerdas. Espero de tu bondad que hagas que esas cuerdas, unas setecientas brazas, nos sean enviadas por el
Departamento de Artillería sin demora, porque el trabajo está interrumpido a la espera de ellas y nuestra estancia
aquí se prolonga. Te pido tu bendición.
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Natalia comprendió y se encolerizó. No sólo no envió las cuerdas sino que ordenó
a Pedro que volviera inmediatamente a Moscú para asistir a un funeral en memoria
del zar Fedor; su ausencia sería considerada como una escandalosa falta de respeto al
recuerdo de su hermano. Destrozado ante la idea de tener que dejar los barcos, Pedro
intentó resistirse de nuevo a la orden de su madre. Su carta siguiente es una mezcla de
forzada alegría y de suave evasión:
A mi queridísima madre, Señora Zarina Natalia Kyrilovna: Tu indigno hijo, Petrushka, desea sobre todo saber
cómo estás. En cuanto a tu orden de que vuelva a Moscú, estoy dispuesto para ello, sólo que tengo un trabajo que
hacer aquí que el hombre que me enviaste ha visto y te explicará con mayor claridad. Gracias a tus oraciones nos
hallamos en perfecta salud. Sobre mi regreso le he escrito largamente a Lev Kyrilovich (tío de Pedro y hermano
de la zarina) y él te informará. Debo entregarme humilde a tu voluntad. ¡Amén!
Pero Natalia se mostró inflexible: Pedro debía volver. Llegó a Moscú tan sólo un
día antes del funeral y pasó un mes antes de que pudiera escapar; esta vez, cuando
volvió al lago Pleschev, se encontró con que Kort había muerto. Trabajando junto con
Brandt y los otros operarios, Pedro ayudó a terminar los barcos. Poco después
escribió de nuevo a su madre utilizando como correo al boyardo Tikhon Streshnev,
enviado por Natalia a Pereslavl para que viera cómo iba todo. Pedro saludaba a su
madre con un «¡Hola!»:
Deseo saber cómo te encuentras y te ruego que me envíes tu bendición. Todos estamos bien. En cuanto a los
barcos, de nuevo te digo que son muy buenos, como te confirmará Tikhon Nikitich. Tu indigno Petrus.
Una vez más, se ordenó a Pedro que volviera para participar en una ceremonia
pública en Moscú. Y una vez más dejó de mala gana sus barcos; sólo que esta vez
cuando llegó a la capital, su madre insistió en que debía quedarse. Se iba a producir
una crisis: miembros del partido de la aristocracia boyarda se agrupaban en torno a
Pedro y su madre se preparaba para enfrentarse con la Regente Sofía. Tras siete años
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de gobierno irreductible y competente, la administración de Sofía comenzaba a
desmoronarse. Había habido dos desastrosas campañas militares. Ahora la Regente,
arrastrada por su pasión por Vasili Golitsyn, jefe de los ejércitos derrotados, intentaba
convencer a los moscovitas de que recibieran a su amante como a un héroe. Aquello
era demasiado y los partidarios de Pedro creían que el final estaba cerca. Pero
necesitaban tener a mano al símbolo de su causa. Revestido de majestad podía
ascender fácilmente hasta la completa omnipotencia como zar. Vestido con unos
vulgares calzones y sentado sobre un tronco en un astillero a dos jornadas de camino
de Moscú, seguía siendo el muchacho que conocía Sofía: un tipo estrafalario cuyos
exóticos gustos ella veía con una mezcla de divertida indulgencia y de desprecio.
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6
LA REGENCIA DE SOFÍA
Sofía tenía veinticinco años cuando se convirtió en regente y sólo treinta y dos
cuando la despojaron de su título y de su cargo. Un retrato de ella nos muestra una
mujer de rostro redondeado, mejillas sonrosadas, cabellos de color rubio ceniza,
barbilla alargada y labios en forma de corazón. Es rolliza, pero no carente de
atractivo. En la cabeza lleva una corona con un orbe y una cruz; sobre los hombros,
una capa roja forrada de piel. Los rasgos de ese retrato no han sido nunca discutidos y
la pintura es, generalmente, la utilizada por los estudiosos occidentales y soviéticos
para describir a Sofía. El retrato es el de una mujer joven, no destacadamente bonita y
agradable; no revela la fiera energía y decisión que permitió a Sofía dominar el
torbellino de la revuelta de los streltsy y gobernar luego Rusia durante siete años.
Cuando Sofía se convirtió en regente en 1682, inmediatamente concedió diversos
cargos a sus lugartenientes. Su tío Iván Miloslavski siguió siendo su principal
consejero hasta que murió. Otro de sus partidarios era Fedor Shakloviti, el nuevo
comandante de los streltsy, que consiguió el respeto de los implacables soldados y
restableció la disciplina en los regimientos de Moscú. Procedía de Ucrania, de una
familia campesina y apenas sabía leer y escribir, pero era devoto de Sofía y estaba
siempre dispuesto a cumplir cualquier orden suya. A medida que avanzó la Regencia
se fue haciendo cada vez más íntimo de Sofía, llegando con el tiempo a ser secretario
del consejo boyardo, cuyos miembros lo odiaban furiosamente debido a sus modestos
orígenes. Para contrarrestar a Shakloviti, Sofía se hacía aconsejar también por el
joven monje ilustrado Silvestre Medvedev, al que conocía desde que era una
muchacha en el terem. Celoso discípulo del tutor de Sofía, Simeón Polotski,
Medvedev era considerado el teólogo más competente de Rusia.
Miloslavski, Shakloviti y Medvedev fueron importantes, pero la mayor figura de
la regencia de Sofía —su consejero, su ministro principal, su poderoso brazo derecho,
su consuelo y con el tiempo su amante— fue el príncipe Vasili Golitsyn. Vástago de
una de las familias aristocráticas más antiguas de Rusia, por sus gustos y sus ideas era
todavía más occidental y revolucionario que Artemon Matveyev. Experto estadista y
militar, amante refinado de las artes y visionario político cosmopolita, Golitsyn era
quizá el hombre más civilizado que había producido Rusia. Nacido en 1643, había
sido educado mucho mejor de lo acostumbrado entre la nobleza rusa. De muchacho
había estudiado teología e historia, aprendiendo a hablar y escribir en latín, griego y
polaco.
A Golitsyn le encantaba la compañía de extranjeros. Visitaba constantemente el
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Suburbio Alemán, almorzando regularmente con el general Patrick Gordon, el militar
escocés que había actuado como consejero y colaborador en sus esfuerzos para
reformar el ejército. La casa de Golitsyn en Moscú se convirtió en centro de reunión
de viajeros extranjeros, diplomáticos y mercaderes. Hasta los jesuitas, a los cuales
evitaba la mayor parte de los rusos, eran bien recibidos. Un visitante francés quedó
impresionado por la delicada manera mediante la cual Golitsyn, en vez de urgirle a
beber la copa de vodka que le ofreció a su llegada al estilo de los anfitriones
moscovitas, le aconsejó cortésmente que no la tomara, ya que normalmente solía
resultar desagradable a los extranjeros. Durante las conversaciones de sobremesa en
latín, los temas abarcaban desde los méritos de las armas de fuego y proyectiles
nuevos hasta la política europea.
Golitsyn admiraba apasionadamente a Francia y a Luis XIV; hizo que su hijo
llevara constantemente un retrato en miniatura del Rey Sol. Revelaba al agente
francés en Moscú, De Neuville, sus esperanzas y sus sueños. Le hablaba de más
reformas en el ejército, del comercio a través de Siberia, del establecimiento de
relaciones permanentes con Occidente, de enviar a jóvenes rusos a estudiar en
ciudades occidentales, de estabilizar la moneda, de proclamar la libertad de cultos e
incluso de la emancipación de los siervos. A medida que Golitsyn hablaba, se iban
desplegando sus visiones: soñaba con «poblar los desiertos, enriquecer a los pobres,
convertir a los salvajes en hombres, a los cobardes en héroes y las cabañas de los
pastores en palacios de piedra».
Solía conoció a aquel hombre singular cuando ella tenía veinticuatro anos, en
pleno estallido de su rebelión contra el terem. Golitsyn tenía treinta y nueve años y
los ojos azules, y llevaba un pequeño bigote, una cuidada barba a lo Van Dyck y,
sobre los hombros, una elegante capa forrada de piel. Entre una masa de boyardos
moscovitas convencionales, con sus pesados caftanes y sus barbas tupidas, parecía un
garboso barón recién llegado de Inglaterra. Dada su inteligencia, sus deseos de
aprender y su ambición, era natural que Sofía viera en Golitsyn la personificación de
un ideal y que la atracción resultara inevitable.
Golitsyn estaba casado y tenía hijos crecidos, pero eso no importaba, decidida y
apasionada, entregada ahora a vivir con abandono, Sofía había lanzado a los vientos
la cautela en su ambición de poder. Y no haría menos por el amor. Es más,
combinaría ambas cosas. Con Golitsyn compartiría el poder y el amor y juntos
gobernarían: él, con su visión, le propondría ideas y política; ella, con su autoridad,
haría que se llevaran a cabo. Al ser Proclamada regente nombró a Golitsyn jefe de
Relaciones Exteriores. Dos años después le confirió la extraordinaria distinción de
Guardián del Gran Sello; de hecho, la de primer ministro.
Durante la regencia de Sofía, Golitsyn se enorgulleció de administrar un «reino
basado en la justicia y en el consenso general». El pueblo de Moscú parecía contento;
en los días de fiesta, las multitudes paseaban por los jardines públicos y a lo largo de
las orillas del río. Se notaba una fuerte influencia polaca en la nobleza; había
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demanda de guantes, capas forradas y jabón polacos. Los rusos se aficionaron a trazar
genealogías y a crear escudos de armas. Sofía continuó con su vida intelectual,
escribiendo versos en ruso e incluso obras teatrales, algunas de las cuales se
representaban en el Kremlin.
Moscú comenzó a cambiar de aspecto y también comenzaron a cambiar las
costumbres. A Golitsyn le interesaba la arquitectura y numerosos incendios
devastadores despejaron amplias zonas de Moscú donde él pudo ejercer su influencia.
En el otoño de 1688, el Tesoro se vio temporalmente incapacitado para pagar su
salario a los funcionarios extranjeros porque había adelantado hasta el último rublo
en préstamos para ayudar a los ciudadanos a reconstruir sus casas destruidas por las
llamas. Con el fin de combatir el fuego, se ordenó por decreto que los tejados de
madera fueran recubiertos con tierra reduciendo así la superficie inflamable. Golitsyn
instó a los moscovitas a construir con piedra, y todos los edificios públicos nuevos y
un puente que atravesaba el río Moscova se hicieron de piedra.
Pero las representaciones en el Kremlin, los guantes polacos y hasta los nuevos
edificios de piedra de Moscú no significaban una verdadera reforma de la sociedad
rusa. A medida que pasaban los años, el régimen se vio cada vez más obligado a
conformarse con mantener el orden en casa y los grandes sueños de Golitsyn no
pudieron realizarse. El ejército pareció mejorar bajo la dirección de oficiales
extranjeros, pero fracasó miserablemente cuando tuvo que sufrir la prueba de una
guerra. La colonización de las distantes provincias siberianas se detuvo ya que todos
los recursos militares del Estado se emplearon en la guerra contra los tártaros. El
comercio ruso siguió en manos de extranjeros y la mejora de las condiciones de vida
de los siervos nunca se mencionó fuera del elegante salón de Golitsyn. «Poblar los
desiertos, enriquecer a los pobres, convertir a los salvajes en hombres, a los cobardes
en héroes», continuó siendo una fantasía.
El único gran logro de la regencia se produjo en el campo de la política exterior.
Desde el comienzo, Sofía y Golitsyn se habían decidido por una política de paz con
los vecinos de Rusia. Enormes extensiones de territorios que habían sido rusos
permanecían en manos extranjeras: los suecos poseían la costa sur del Golfo de
Finlandia, los polacos ocupaban Bielorrusia y Lituania. Pero Sofía y Golitsyn
decidieron no disputarles esas conquistas. Así que tan pronto como establecieron
firmemente su gobierno, Sofía envió embajadores a Estocolmo, Varsovia,
Copenhague y Viena, manifestando la voluntad rusa de aceptar el status quo
confirmando todos los tratados existentes.
En Estocolmo el rey Carlos XI se alegró al oír que los zares Iván y Pedro no
harían ningún intento por recuperar las provincias bálticas rusas entregadas a Suecia
en 1661 por el zar Alexis mediante el Tratado de Kardis. En Varsovia, el embajador
de Solía se encontró con una situación más complicada. Los polacos y los rusos eran
enemigos tradicionales. Durante dos siglos habían estado en guerra, saliendo por lo
general mejor parada Polonia. Los ejércitos polacos habían penetrado profundamente
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en Rusia. Las tropas polacas habían ocupado el Kremlin y hasta un zar polaco había
ocupado el trono ruso. La guerra más reciente había terminado, después de doce años
de lucha, con una tregua firmada en 1667. Según sus términos, el zar Alexis
establecía la frontera occidental de Rusia en Smolensko y adquiría toda la Ucrania
situada al este del río Dniéper. También le permitieron quedarse, durante dos años
solamente, con la antigua ciudad de Kiev; pasado ese tiempo tendría que devolverla a
Polonia.
Era una promesa imposible de cumplir. Los años pasaron, la tregua se mantenía,
pero Alexis y después de él su hijo Fedor eran incapaces de renunciar a Kiev. Kiev
significaba demasiado; era una de las más antiguas ciudades rusas, era la capital de
Ucrania, era ortodoxa. Entregarla a la Polonia católica era difícil, doloroso y en
definitiva impensable. Así que, durante las negociaciones, Moscú dio rodeos,
argumentó y retrasó la decisión, mientras que los polacos se negaban obstinadamente
a renunciar a su pretensión. Así estaba la cuestión cuando llegó la propuesta de paz
de Sofía. Entre tanto, sin embargo, los polacos tuvieron que enfrentarse con una
nueva crisis. Polonia y Austria estaban en guerra con el imperio otomano. En 1683, el
año siguiente a la ascensión de Pedro al trono, la marea otomana alcanzó su apogeo
en Europa cuando los ejércitos turcos sitiaron Viena. Fue el rey de Polonia, Jan
Sobieski, quien logró la victoria para los ejércitos cristianos bajo las murallas de la
ciudad. Los turcos se retiraron bajando el Danubio, pero la guerra continuó y tanto
Polonia como Austria deseaban la ayuda de Rusia. En 1685, los polacos fueron
severamente derrotados por los turcos y en la primavera siguiente una espléndida
embajada polaca, formada por mil hombres y mil quinientos caballos llegó a Moscú
buscando una alianza ruso-polaca. Golitsyn los recibió regiamente; destacamentos
especiales de streltsy les escoltaron por las calles y la más alta nobleza rusa les
festejó. Después de prolongadas negociaciones, los dos lados lograron sus objetivos.
Ambos pagaron también un precio elevado. Polonia cedía formalmente Kiev a Rusia,
renunciando para siempre a su pretensión a esa gran ciudad. Para Rusia, para Sofía y
para Golitsyn ése fue el mayor triunfo de la regencia de la zarevna. Los negociadores
rusos, encabezados por Golitsyn, fueron abundantemente recompensados con elogios,
regalos, siervos y fincas: los dos zares les entregaron personalmente copas para que
bebieran en ellas. En Varsovia, el rey Jan Sobieski quedó desolado al saber que perdía
Kiev; dio su consentimiento al tratado con lágrimas en los ojos. Sin embargo, Rusia
pagó caro ese triunfo. Sofía consintió en declarar la guerra al imperio otomano y
lanzar un ataque contra el vasallo del sultán, el kan de Crimea. Por primera vez en la
historia de Rusia, Moscovia formaba parte de una coalición de potencias europeas
que luchaban contra un enemigo común.
La guerra con los turcos significó un brusco cambio en la política exterior rusa.
Hasta ese momento no se habían producido hostilidades entre el sultán y el zar. Las
relaciones entre Moscú y Constantinopla habían sido tan amistosas que los
embajadores rusos en la Sublime Puerta (el palacio en el cual el principal ministro del
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sultán, el gran visir, tenía sus despachos) siempre habían sido tratados con mayor
respeto que los representantes de otras potencias. Y el imperio otomano seguía siendo
una fuerza dinámica en el mundo. El gran visir, Kara Mustafá, había sido rechazado
en Viena y los jenízaros se habían retirado Danubio abajo, pero el imperio del sultán
era tan vasto y su ejército tan grande que Sofía se resistía a desafiarle. Antes de que
ella y Golitsyn decidieran firmar el tratado, convocaron repetidamente al general
Gordon para pedirle su opinión sobre el estado del ejército y la magnitud del riesgo
militar. Solemnemente, el experimentado soldado escocés declaró que el momento
era favorable para la guerra.
No se pedía a Golitsyn que atacara a los turcos sino a sus vasallos, los tártaros de
Crimea. El temor ruso a esos descendientes musulmanes de los mongoles estaba muy
arraigado. Año tras año los jinetes tártaros cabalgaban hacia el norte desde su
fortaleza de Crimea a través de los pastos de la estepa ucraniana y en pequeñas
bandas o en grandes ejércitos se abalanzaban sobre los asentamientos cosacos o las
ciudades rusas para saquear y asolar. En 1662 los tártaros capturaron la ciudad de
Putivl y redujeron a sus veinte mil habitantes a la esclavitud. Al final del siglo
diecisiete los mercados de esclavos otomanos estaban atestados de esclavos rusos.
Había rusos encadenados a los remos de las galeras en todos los puertos del
Mediterráneo oriental; unos cuantos muchachos rusos eran un regalo de bienvenida
que solía hacer el kan de Crimea al Sultán. En realidad había tantos esclavos de esa
nacionalidad en Oriente que en broma se decía si quedaban rusos en su país.
No parecía que hubiera manera de parar las devastadoras expediciones de los
tártaros. La frontera era demasiado extensa y las defensas rusas demasiado escasas;
no se podían conocer por adelantado los objetivos de los tártaros y no se podía
competir con su movilidad. El zar se vio reducido a pagar una cantidad anual al kan,
un dinero que éste consideraba un tributo y los rusos, un regalo. Aunque Moscú
quedaba lejos y en la capital se consideraban aquellas incursiones como una forma de
hostigamiento más que como una agresión, sin embargo, constituían una afrenta al
honor nacional. Según las estipulaciones del tratado con Polonia, Moscú intentaría
contener las incursiones tártaras en su origen. Pero a pesar del optimismo de Gordon
la campaña no sería fácil. Bajchisarai, la capital del kan en las montañas de Crimea,
estaba a mil millas de Moscú. Para llegar hasta allí el ejército tendría que marchar
hacia el sur atravesando toda la estepa ucraniana, forzar el istmo de Perekop en la
entrada de Crimea y luego avanzar a través de los páramos de Crimea del norte.
Muchos de los boyardos que servirían como oficiales en el ejército reaccionaron con
escaso entusiasmo ante ese proyecto. Algunos recelaban del tratado con Polonia,
prefiriendo, si iba a haber una guerra, luchar contra los polacos en lugar de apoyarlos.
Otros tenían miedo a la larga y azarosa marcha. Muchos se oponían a la campaña
simplemente porque era Golitsyn quien la había propuesto. El príncipe Boris
Dolgoruki y el príncipe Yuri Shcherbatov amenazaron con que ellos y sus huestes
aparecerían vestidos de negro en el ejército como protesta contra el tratado, la
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campaña y Golitsyn mismo.
Sin embargo, a lo largo del otoño y del invierno, Rusia movilizó a un ejército. Se
llamó a filas a numerosos reclutas, se recaudaron impuestos especiales, se reunieron
miles de caballos, bueyes y carros, y al principio de la primavera escogieron a un
comandante. Para su asombro, el generalísimo de la expedición fue nada menos que
Vasili Golitsyn. Golitsyn tenía cierta experiencia militar, pero esencialmente se
consideraba más un estadista que un jefe militar. Hubiera preferido quedarse en
Moscú para controlar el gobierno y vigilar de cerca a sus numerosos enemigos. Pero
sus oponentes declararon que el ministro que se había comprometido a atacar a los
tártaros debía ser quien dirigiera la expedición. Golitsyn estaba atrapado; no podía
hacer otra cosa que aceptar.
En mayo de 1687, un ejército ruso de cien mil hombres comenzó a avanzar hacia
el sur por el camino de Orel a Poltava. Golitsyn avanzaba con precaución porque
temía que la caballería tártara le sorprendiera por la espalda y le atacara. El 13 de
junio había acampado en el bajo Dniéper, ciento cincuenta millas al norte de Perekop,
y todavía no había tenido ningún choque con los tártaros, ni siquiera había visto
signos de sus avanzadillas. Pero los hombres de Golitsyn vieron algo peor: humo en
el horizonte. Los tártaros estaban quemando la estepa para que los caballos y los
bueyes de los rusos no encontraran forraje. Al avanzar las líneas de fuego a través de
las altas hierbas dejaban detrás un paisaje de rastrojos ennegrecidos y humeantes. En
ocasiones las llamas se acercaron al propio ejército, rodeando de humo a hombres y
animales y amenazando con quemar los lentos carros de la intendencia. Castigado de
ese modo, el ejército ruso siguió penosamente adelante hasta que en un punto situado
a sesenta millas de Perekop, Golitsyn decidió que no se podía seguir. El ejército
comenzó a retirarse. En medio del calor y la polvareda de los meses de julio y agosto,
incapaz de encontrar alimentos y forraje, el ejército retrocedió trabajosamente hacia
Rusia. Sin embargo, en sus informes a Moscú, Golitsyn describía la campaña como
un éxito. El kan, decía, se había quedado tan aterrorizado por el avance del ejército
moscovita que había huido a esconderse en las remotas plazas fuertes de las montañas
de Crimea.
Golitsyn llegó a Moscú al atardecer del 14 de septiembre y fue recibido como un
héroe. A la mañana siguiente fue admitido en el besamanos de la Regente y los dos
zares. Sofía lanzó una proclama anunciando la victoria y cubriendo a su favorito de
elogios y recompensas. Le dio grandes cantidades de fincas y de dinero y sus
oficiales recibieron medallas de oro más pequeñas, que llevaban grabados los retratos
de Sofía, Pedro e Iván. La realidad era que Golitsyn había avanzado durante cuatro
meses, había perdido cuarenta y cinco mil hombres y volvía a Moscú sin haber visto,
y mucho menos trabado combate, con el grueso del ejército tártaro.
No pasó mucho tiempo antes de que los verdaderos hechos fueran conocidos en
las capitales de los aliados de Rusia. La reacción fue de disgusto y de cólera. Ocurrió
que en aquel año, 1687, los polacos habían conseguido muy pocos triunfos, pero los
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austríacos y los venecianos habían sido más afortunados, desalojando a los turcos de
importantes ciudades y fortalezas en Hungría y en el Egeo. El año siguiente, 1688,
Rusia no preparó ninguna campaña en absoluto contra el enemigo común y la
situación empeoró para sus aliados. Grandes ejércitos turcos se concentraron para
atacar Polonia, mientras que en Alemania Luis XIV de Francia atacaba al Imperio
Habsburgo por la retaguardia. Frente a esas nuevas amenazas tanto el rey Jan
Sobieski como el emperador Leopoldo consideraron hacer la paz con los turcos. Por
fin consintieron en continuar la guerra sólo si Rusia cumplía con sus obligaciones y
volvía a atacar en Crimea.
A Sofía y a Golitsyn les habría encantado terminar la guerra enseguida, si les
hubiera permitido quedarse con Kiev. Lo que no podían permitir era que los aliados
de Rusia se retiraran dejando a Moscovia sola para luchar contra todo el poderío del
imperio otomano. De manera que, de mala gana, se enfrentaron con la necesidad de
organizar otra expedición a Crimea. En la primavera de 1688, el kan tártaro les dio
otra razón para actuar. Lanzando una campaña por su propia cuenta, asoló Ucrania,
amenazando las ciudades de Poltava y Kiev y avanzando casi hasta los Cárpatos.
Cuando se retiró a Crimea en el otoño, sus jinetes arrastraban tras ellos a sesenta mil
prisioneros.
Obligado así a continuar la guerra, Golitsyn anunció una segunda campaña contra
Crimea, manifestando que únicamente haría la paz cuando fuera cedida toda la costa
del mar Negro a Rusia y los tártaros fueran expulsados de Crimea y obligados a
establecerse al otro lado del mar Negro, en la Anatolia turca. Semejante declaración,
extravagante hasta rayar en la estupidez, indicaba la posición personal cada vez más
desesperada de Golitsyn. Era esencial que derrotara a los tártaros para neutralizar las
críticas de sus enemigos políticos y personales en Moscú. Antes de que se pusiera en
campaña fue atacado por un asesino, que falló: en la víspera de su marcha encontró a
su puerta un ataúd con una nota advirtiéndole que si esa segunda campaña no era más
afortunada que la primera, el ataúd sería su morada.
La nueva campaña se iniciaría antes que la anterior: «antes de que se rompiera el
hielo». Las tropas se empezaron a reunir en diciembre y a principios de marzo
Golitsyn partió hacia el sur con ciento doce mil hombres y cuatrocientos cincuenta
cañones.
El 30 de mayo, los rusos llegaron ante la muralla de tierra que, a lo largo de
cuatro millas, cruzaba el istmo de Perekop. Detrás de una zanja profunda había un
bastión defendido por cañones y guerreros tártaros; tras él, una ciudadela fortificada
estaba ocupada por el resto del ejército del kan. Golitsyn no creyó oportuno iniciar el
ataque. Sus hombres estaban cansados, el agua escaseaba y carecía del equipo
necesario para dar comienzo a un asedio. En lugar de atacar, mientras sus agotados
soldados acampaban al pie de las murallas, puso a prueba su habilidad diplomática
negociando. Sus condiciones fueron más modestas que las que había proclamado en
Moscú. Pedía que los tártaros no atacaran Ucrania ni Polonia, que renunciaran a su
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exigencia de un tributo ruso y que dejaran en libertad a los prisioneros. El kan,
consciente de su fuerza, rechazó las dos primeras demandas y contestó que muchos
de los prisioneros ya estaban libres pero que «habían aceptado la fe de Mahoma».
Golitsyn, incapaz de llegar a un acuerdo y poco dispuesto a atacar, decidió una vez
más retirarse.
De nuevo se enviaron informes sobre las brillantes victorias a Moscú y de nuevo
los aceptó Sofía aclamando al general como a un héroe.
Entre tanto, el ejército regresaba penosamente. Francis Lefort, oficial suizo al
servicio de Rusia, escribió a su familia en Ginebra que la campaña había costado
treinta y cinco mil hombres: «veinte mil muertos y quince mil prisioneros. Además se
han abandonado setenta cañones y todo el material bélico».
A pesar de todas esas pérdidas, Sofía recibió nuevamente a su amante como a un
héroe. Cuando Golitsyn llegó a Moscú el 8 de julio, Sofía rompió el protocolo al
recibirle, no en el palacio del kremlin, sino en las puertas de la ciudad. Juntos
cabalgaron hasta el Kremlin, donde el zar Iván y el patriarca recibieron y dieron las
gracias públicamente a Golitsyn. Por orden de Sofía se celebraron ceremonias
especiales de acción de gracias en todas las iglesias de Moscú festejando la victoria y
el retorno triunfal del ejército ruso. Dos semanas más tarde se anunciaron las
recompensas por la campaña: Golitsyn recibiría una finca en Suzdal, una gran
cantidad de dinero, una copa de oro y un caftán de tela dorada forrado de marta
cibelina. Otros oficiales, tanto rusos como extranjeros, recibieron copas de plata,
salarios extra, martas cibelinas y medallas de oro.
Sólo una cosa restó alegría a las celebraciones: la censura de Pedro. Desde el
principio se había negado a aceptar la farsa de la «victoria». Primero se negó a recibir
al «héroe» que volvía en el Kremlin junto con Iván y el patriarca y, durante una
semana, se negó también a dar su consentimiento a las recompensas. Por fin le
convencieron para que diera su aquiescencia, pero estaba irritado. La etiqueta exigía
que Golitsyn fuera a Preobrayhenskoye para dar las gracias al zar por su generosidad.
Cuando Golitsyn llegó, Pedro se negó a recibirle. Aquello no fue tan sólo una afrenta;
fue un desafío.
En su diario, Gordon describe la tensión creciente:
Todo el mundo vio claramente que habían convencido al zar más joven con grandes dificultades y que eso
simplemente le había irritado aún más contra el generalísimo y los miembros más notables del otro partido en la
corte; porque ahora se veía que era inminente una ruptura abierta… Entre tanto, todos mantenían, en lo posible, el
secreto, dentro de sus grandes casas, pero sin el silencio ni la habilidad suficientes, de modo que todo el mundo
supo lo que pasaba.
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que se consideraba un general fracasado que estaba a punto de embarcarse en otra
dudosa campaña. La victoria, por supuesto, habría atenuado ese antagonismo, pero no
del todo. Porque, con el paso del tiempo, había entrado en juego un nuevo elemento:
Pedro estaba creciendo.
Calculando que no pasaría mucho tiempo antes de que el joven y activo zar
estuviera preparado para desempeñar un papel más importante en el gobierno, el
partido de los boyardos que rodeaban a Pedro y a Natalia comenzó a medir sus
fuerzas. Contaba con algunos de los grandes nombres rusos: Urusov, Dolgoruki,
Sheremetev, Romodanovski, Troyekurov, Streshnev, Prozorovski, Golovkin y Lvov,
sin mencionar a las familias de la madre y de la esposa de Pedro, Naryshkin y
Lopujin. Fue ese partido aristocrático, como se llamaba, quien se empeñó en que
Golitsyn, al haber firmado el tratado con Polonia, dirigiera las tropas en la segunda
campaña.
Contra estos enemigos que le acechaban, Golitsyn tenía un solo aliado, Fedor
Shakloviti. Era el más decidido y despiadado de los consejeros de Sofía y sus
sentimientos hacia el partido aristocrático de la oposición y desde luego hacia todos
los boyardos estaban claros: los odiaba tanto como ellos le odiaban a él. Comenzando
en 1687, cuando dijo a un grupo de streltsy desdeñosamente que los boyardos eran
como «manzanas caídas y pasadas», había hecho todo lo posible por incitar a los
soldados contra los nobles. Él veía, con más claridad que nadie en el partido de Sofía,
que una vez que Pedro hubiera llegado a la mayoría de edad, los aristócratas serían
demasiado fuertes. Creía que había llegado el momento de destruirles por completo.
Golitsyn, en campaña en el sur, no disponía más que de Shakloviti para velar por
sus intereses; y los boyardos comenzaron a actuar. Un Naryshkin fue nombrado
boyardo y el viejo enemigo de Golitsyn, el príncipe Miguel Cherkasski fue propuesto
para un importante cargo.
El desaire público de Pedro al amante de Sofía, escandalizó, encolerizó y
preocupó a la Regente. Era el primer desafío directo a su posición, la primera señal
clara de que el zar Naryshkin no haría automáticamente todo lo que le dijeran que
tenía que hacer. La verdad era que Pedro había dejado de ser un muchacho, crecía, un
día sería mayor de edad, y entonces la regencia se convertiría en algo superfluo: eso
era evidente para todos. Sofía se mofaba de los juegos bélicos y de los barcos del
adolescente, pero nunca hizo nada para refrenar o reprimir a su hermanastro.
Entregada a los asuntos de estado, viendo que ni el muchacho ni su madre
significaban una amenaza para su gobierno, simplemente les dejaba en paz. Cuando
Pedro tenía doce años, le regaló una colección de insignias, botones y broches de
diamantes. A medida que fue creciendo no puso limitaciones a sus peticiones para
que le enviaran de la armería mosquetes y cañones reales para utilizar en sus juegos
de guerra violentamente realistas. El flujo de armas era constante, pero a Sofía le
daba igual. En enero de 1689, le permitieron asistir por primera vez a una reunión del
consejo de boyardos. Encontró aburrida la discusión y volvió pocas veces más. Sin
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embargo, bajo la superficie, Sofía experimentaba una sensación creciente de
inseguridad y ansiedad. Después de siete años de gobierno no sólo sé había
acostumbrado al poder sino que no podía imaginarse renunciando a él. Pero tenía la
conciencia clara de que era una mujer y de que el papel de regente era temporal. A
menos que de una forma u otra cambiara formalmente su situación, tendría que
hacerse a un lado cuando sus hermanos llegaran a la mayoría de edad. Y casi era ya el
momento. Iván estaba casado y tenía hijas, pero él, por supuesto, no presentaba
problemas. Lo que deseaba era que alguien le quitara de encima la carga del
gobierno. Pero Pedro había entrado en la edad viril, como había demostrado su
matrimonio con Eudoxia Lopujina. La situación era dolorosa para Sofía; a menos que
se hiciera algo, era inevitable una crisis que significaría su repudio.
En realidad, Sofía había tomado algunas medidas para mejorar su posición, y
otras que también intentó le salieron mal. Tres años antes, en 1686, al firmar el
tratado de paz con Polonia, Sofía se había aprovechado de la aprobación general de
su política para comenzar a utilizar el título de autócrata, que normalmente se
reservaba a los zares. A partir de entonces se aplicó ese título a su nombre en todos
los documentos oficiales y en todas las ceremonias públicas, lo que la situaba en pie
de igualdad con respecto a sus hermanos Iván y Pedro. Sin embargo, todo el mundo
sabía que no era igual porque no había sido coronada como Iván y Pedro. Sofía
esperaba que también eso sería posible. En el verano de 1687, dijo a Shakloviti que
averiguara si, en el caso de que Golitsyn consiguiera una gran victoria frente al kan
de Crimea, ella contaría con el apoyo de los streltsy si se coronaba. Shakloviti hizo lo
que ella dijo; instó a los streltsy para que pidieran a los dos zares que permitieran la
coronación de su hermana. Pero los streltsy, que eran conservadores, se mostraron
contrarios y hubo que olvidar temporalmente el proyecto. Sin embargo, la idea siguió
viva gracias a la aparición de un desconcertante retrato de Sofía. Realizado por un
artista polaco, mostraba a la regente sentada sola, llevando la corona de Monomakh
sobre su cabeza y sosteniendo el orbe y cetro en sus manos, al igual que se pintaba a
los autócratas varones coronados. Figuraba con el título de Gran Duquesa y
Autócrata. Bajo el cuadro se leía un poema en veinticuatro versos, compuesto por el
monje Silvestre Medvedev, en el que se elogiaban las cualidades singulares de la
dama del retrato, comparándola favorablemente con Semíramis de Asiria, la
emperatriz Pulqueria de Bizancio y la reina Isabel I de Inglaterra. Copias de este
cuadro, impresas sobre raso, seda y papel, circularon por Moscú mientras que otras
fueron enviadas a Holanda con la petición de que los versos fueran traducidos al latín
y al alemán y distribuidos por toda Europa.
Para los boyardos partidarios de Pedro y su madre, que Sofía utilizara este título
resultaba intolerable y la distribución del retrato, en que aparecía vestida con las galas
reales rusas, amenazadora. Hacía suponer que la intención de Sofía era coronarse,
casarse con su favorito, Vasili Golitsyn, y luego destronar a los dos zares o deponer a
Pedro por los medios que hicieran falta. Si era eso lo que se proponía Sofía, nadie lo
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sabe. Había conseguido ya tanto que tal vez fuera cierto que soñaba con un gobierno
formal, sin contendientes, con su amado sentado a su lado. No hay, sin embargo,
ninguna prueba de que estuviera dispuesta a deponer a Pedro, y Golitsyn, por su
parte, se mostraba extremadamente circunspecto en lo que al matrimonio se refería:
seguía habiendo una princesa Golitsyn.
El único miembro del partido de Sofía que no se mostraba tímido en lo que se
refería a sus expectativas o intenciones era Fedor Shakloviti. Repetidas veces había
insistido a Sofía sobre la necesidad de aplastar al partido Naryshkin antes de que
Pedro llegara a la mayoría de edad. Más de una vez había intentado convencer a
grupos de streltsy de que mataran a los jefes del partido de Pedro e incluso, tal vez, a
la zarina Natalia. Fracasó: Sofía no se mostraba dispuesta a tomar medidas tan
drásticas y Golitsyn rechazaba cualquier violencia. Pero la devoción de Shakloviti
hizo mella en Sofía. Durante las largas semanas de la ausencia de Golitsyn en su
segunda y fracasada campaña contra Crimea, incluso mientras escribía apasionadas
cartas a su «padrecito», es probable que Sofía tomara temporalmente a Shakloviti
como amante.
Inevitablemente el paso del tiempo había cambiado las relaciones entre Pedro y
Sofía, pero el enfrentamiento se precipitó debido al desastroso resultado de la
campaña de Crimea. Mientras el gobierno de Sofía lograse éxitos sería difícil
enfrentarse a él, pero las dos campañas de Golitsyn revelaron algo más que derrotas
militares: al llamar la atención sobre las relaciones entre la regente y el comandante
proporcionaron a los enemigos de Sofía algo específico por donde atacar.
Pedro no había tomado parte ni en el tratado de paz con Polonia ni en las
campañas militares contra los tártaros, pero estaba muy interesado en los asuntos
militares y deseaba tanto como cualquier ruso terminar con las incursiones tártaras en
Ucrania. Por lo tanto había seguido con gran interés el curso de las campañas
militares de Golitsyn. Cuando, en junio de 1689, volvió éste de su desastrosa segunda
campaña, Pedro se mostró irritado y desdeñoso. El 18 de julio un incidente sacó a la
luz pública ese creciente antagonismo. Durante el festival con que se celebraba la
aparición milagrosa del icono de Nuestra Señora de Kazán, Sofía apareció con sus
dos hermanos en la catedral de la Asunción, como todos los años. Cuando terminó la
ceremonia, Pedro, después de escuchar el comentario que le susurró uno de sus
compañeros, se acercó a Sofía y le pidió que abandonara la procesión. Fue un abierto
desafío: que la regente no pudiera ir junto a los zares era una manera de privarla de
autoridad. Sofía comprendió lo que aquello significaba y se negó a obedecer. En lugar
de ello, tomó el icono de manos del obispo y, llevándolo, continuó desafiante en la
procesión. Enfurecido y frustrado, Pedro se fue de allí inmediatamente y volvió
echando pestes al campo.
La tensión entre los dos partidos era cada vez mayor; circularon los rumores, cada
lado temía una iniciativa repentina del otro y todos estaban convencidos de que su
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mejor estrategia era permanecer a la defensiva. Ningún partido deseaba perder la
ventaja moral asestando el primer golpe. Exteriormente, Pedro no tenía ninguna
buena razón para atacar a su hermanastro o a su hermanastra en el Kremlin. Seguían
gobernando según el acuerdo de la coronación de 1682 de los dos zares; no habían
repudiado de ninguna forma aquel acuerdo ni habían usurpado sus prerrogativas. De
modo similar, Sofía no tenía ninguna justificación pública para atacar a Pedro en
Preobrayhenskoye; era el zar ungido. Aunque los streltsy, instados por Shakloviti,
podían apoyarla contra un ataque de los Naryshkin o de las tropas con que jugaba
Pedro, convencerles de que marcharan contra Preobrayhenskoye para atacar a un
ungido del Señor era mucho más difícil.
Esas mismas consideraciones llevaron a que ambas partes se sintieran inseguras
de su fuerza real. En números, Sofía disponía de una gran ventaja: tenía detrás de ella
a la mayor parte de los streltsy, además de los oficiales extranjeros del Suburbio
Alemán. La fuerza numérica de Pedro era pequeña. Tenía únicamente a su familia, a
sus compañeros, sus tropas de imitación, que constaban de unos seiscientos hombres,
y probablemente el apoyo del regimiento Sujarev de los streltsy. Pero, aunque la
fuerza numérica de Sofía era grande, se basaba en la debilidad; Sofía no podía estar
segura de hasta qué punto podía fiarse de los streltsy y tenía un miedo exagerado
hasta del pequeño número de hombres armados que rodeaban a Pedro. Aquel verano,
la regente, allá adonde fuese, iba siempre rodeada de una fuerte guardia de sus
streltsy. Les colmaba de regalos, de dinero y les atosigaba con súplicas y
exhortaciones: «No nos abandonéis. ¿Podemos fiarnos de vosotros? Si sobramos, mi
hermano y yo nos refugiaremos en un monasterio».
Mientras Sofía luchaba por mantener su influencia, Vasili Golitsyn, el «héroe» de
Perekop, permanecía callado, poco dispuesto a verse complicado en un ataque u
oposición abierta a Pedro o a los boyardos que rodeaban a éste. El otro admirador y
lugarteniente de Sofía, Shakloviti, se mostraba más decidido. Iba a ver con frecuencia
a los streltsy para denunciar sin disimulo a los miembros del partido de Pedro; no
mencionaba el nombre de éste, pero hablaba de eliminar a sus principales partidarios
y enviar a la zarina Natalia a un convento.
Terminó julio y comenzó agosto y la tensión en Moscú aumentó con el calor. El
31 de julio, Gordon escribía en su diario: «El calor y la amargura son cada vez
mayores y parece que pronto tendrán que estallar». Pocos días después se refería a
«rumores que son peligrosos de propagar». Ambos bandos esperaron nerviosamente
en aquellos días y noches de mediados de verano. La situación estaba cubierta de una
yesca seca y polvorienta. Cualquier rumor podía convertirse en la chispa.
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LA CAÍDA DE SOFÍA
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Pedro, desmontaron al chambelán de su caballo, le golpearon y le arrastraron hasta el
palacio para llevarle ante Shakloviti.
Este pequeño acto de violencia tuvo repercusiones inmediatas e inesperadas.
Durante las semanas anteriores, los partidarios más viejos y experimentados de
Pedro, su tío Lev Naryshkin y el príncipe Boris Golitsyn, un primo del favorito de
Sofía, Vasili Golitsyn, conscientes de que se aproximaba un enfrentamiento con Sofía
y Shakloviti, habían estado trabajando en silencio para ganarse informadores entre los
streltsy. Se había podido conseguir a siete hombres, el principal de los cuales era el
teniente coronel Larion Elizarov: sus órdenes eran que comunicaran inmediatamente
cualquier movimiento decisivo de Shakloviti. Alertado por la movilización de los
streltsy, Elizarov vigilaba de cerca por si se producía la orden de que los soldados
marcharan sobre el campamento Naryshkin en Preobrayhenskoye. Al enterarse de
que el mensajero de Pedro había sido desmontado de su caballo, golpeado y llevado
ante Shakloviti, supuso que aquello era el comienzo del ataque contra Pedro.
Ensillaron dos caballos y dos de los compañeros de conspiración de Elizarov
recibieron la orden de ir a avisar con toda urgencia al zar.
En Preobrayhenskoye todo estaba en calma cuando, poco después de la
medianoche, los dos mensajeros entraron al galope en el patio. Pedro dormía, pero un
ayudante irrumpió en su habitación y le gritó que tenía que salir corriendo para salvar
su vida, que los streltsy venían a buscarle. Pedro se levantó de un salto y, vestido aún
con su camisón y descalzo, corrió hacia los establos, montó a caballo y corrió a
refugiarse temporalmente en un bosquecillo cercano donde esperó a que sus
compañeros le trajeran ropas. Luego se vistió rápidamente, volvió a montar y,
acompañado por un pequeño grupo, se fue hacia el monasterio Troitski, situado a
cuarenta y cinco millas al noroeste de Moscú. El viaje duró el resto de la noche.
Cuando Pedro llegó a las seis de la mañana estaba tan cansado que hubieron de
desmontarlo de su caballo.
Para los que le vieron quedó claro que el terror de la noche había marcado a aquel
excitable muchacho de diecisiete años. Durante siete, la pesadilla de los streltsy
cazando a los Naryshkin formaba parte de los sueños de Pedro. Que le despertaran de
pronto para decirle que venían de verdad suponía mezclar la pesadilla con la realidad.
En Troitski le llevaron a la cama, pero estaba tan cansado y agitado que estalló en
sollozos y lloró convulsivamente, contando al abad que su hermana proyectaba
matarle a él y a toda su familia. De modo gradual, a medida que le vencía el
cansancio, fue cayendo en un profundo sueño. Mientras Pedro dormía, llegaron otras
personas a Troitski. No habían pasado dos horas cuando llegaron Natalia y Eudoxia,
las dos habían sido despertadas y sacadas a toda prisa de Preobrayhenskoye y venían
acompañadas por los soldados de los regimientos de Pedro. Más tarde, ese mismo
día, llegó de Moscú todo el regimiento Sujarev para alentar al joven zar.
La forma en que ocurrió aquello —que Pedro fuera arrancado de su cama y
huyera— hace pensar que la decisión de buscar santuario se tomó en un momento de
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pánico. Pero no fue así; desde luego la decisión no fue de Pedro. Como parte de su
proyecto de enfrentamiento con Sofía, Lev Naryshkin y Boris Golitsyn habían
trazado de antemano una ruta de fuga para Pedro y toda la corte de
Preobrayhenskoye: si una alarma lo hacía necesario, todos huirían a Troitski. Así que
la llegada de Pedro y la rápida reunión de sus fuerzas dentro de los poderosos muros
del monasterio fortificado había sido cuidadosamente preparada. Pedro, sin embargo,
no conocía ese plan y cuando le despertaron en medio de la noche y le dijeron que
debía correr para salvar su vida, se quedó aterrorizado. Más tarde, la historia de que
un zar ungido hubiera tenido que huir en camisón al aproximarse sus enemigos, dio
peso a las acusaciones contra Sofía. Inconscientemente Pedro desempeñó a la
perfección su papel.
En realidad no había corrido peligro alguno, porque los streltsy no habían
recibido órdenes de marchar contra Preobrayhenskoye, y cuando la noticia de la
huida de Pedro llegó al Kremlin, nadie supo cómo interpretarla. Sofía, al enterarse
cuando salía de maitines, quedó convencida de que el comportamiento de Pedro
significaba una amenaza contra ella. «Si no hubiera sido por las precauciones que he
tomado, nos habrían asesinado a todos», dijo a los streltsy que la rodeaban. Shakloviti
se mostró desdeñoso. «Que corra», dijo. «Sencillamente, se ha vuelto loco».
Sin embargo, al estudiar la nueva situación, Sofía se inquietó. Se dio cuenta del
significado de lo ocurrido con más claridad que Shakloviti. Espoleado por una falsa
alarma, Pedro había dado un paso decisivo. El monasterio Troitski era algo más que
una fortaleza inexpugnable; era tal vez el lugar más santo de Rusia, un santuario
tradicional para la familia real en tiempos de grandes peligros. Si los partidarios de
Pedro podían presentar la imagen del zar huyendo a Troitski para reunir a todos los
rusos contra una usurpadora, conseguirían una enorme ventaja. Sería imposible
convencer a los streltsy de que marcharan contra el monasterio y para el pueblo la
huida de Pedro significaría que la vida del zar estaba en peligro. Sofía se dio cuenta
de que su posición estaba gravemente amenazada y de que, a menos que actuara con
mucho cuidado, podría perderlo todo.
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había movilizado a los streltsy porque esperaba que su hermano Pedro la iba a atacar.
La repuesta que dio —que había convocado a los soldados para que la escoltaran en
su peregrinación al monasterio Donskoi— parecía poco seria; para eso no eran
necesarios millares de hombres armados, y así los partidarios de Pedro quedaron aún
más convencidos de su mala fe.
El paso siguiente de Pedro fue ordenar al coronel del regimiento de élite
Stremyano, Iván Tsykler, que viniera a Troitski con cincuenta de sus hombres. Para
Sofía esa convocatoria resultaba ominosa; Tsykler había sido uno de los jefes de la
revuelta de los streltsy de 1682 y después uno de sus oficiales más leales. Si le
permitía marchar y luego, bajo tortura, decía lo que sabía de los planes de Shakloviti
para terminar con los Naryshkin, la brecha entre Pedro y Sofía sería ya insalvable.
Sin embargo, no tenía más remedio que dejarle ir. Pedro era el zar, se trataba de una
orden real y negarse sería un abierto desafío. Cuando Tsykler llegó dijo todo lo que
sabía sin que le torturaran. Al darse cuenta de que la estrella de Pedro estaba en
ascenso, se ofreció a pasarse a su bando a condición de que el zar le protegiera
mediante una orden real.
Desde el principio Sofía comprendió la debilidad de su situación. Si llegaba la
lucha, Pedro seguramente la aplastaría; su única posibilidad de supervivencia estaba
en la reconciliación. Sin embargo, si podía convencer a Pedro para que dejara Troitski
y volviera a Moscú, alejándole de la santidad y protección de aquellos poderosos
muros, podría manejar a sus consejeros, podría enviar al zar a jugar con sus soldados
y sus barcos y se restablecería su autoridad de regente. Por lo tanto envió al príncipe
Iván Troyekurov, cuyo hijo era íntimo amigo de Pedro, para que convenciera a éste
de que volviera. Troyekurov fracasó en su misión. Pedro entendió con claridad la
ventaja de quedarse en Troitski y envió a Troyekurov de vuelta con un mensaje en
que se decía que no iba a permitir que siguiera mandándole una mujer.
Ahora le tocaba el turno a Pedro. De su puño y letra escribió cartas a todos los
coroneles de los regimientos de streltsy, ordenándoles que vinieran a Troitski con
diez hombres de cada regimiento. Cuando esa noticia llegó al Kremlin, Sofía
reaccionó con violencia. Convocó a los coroneles de los streltsy y les advirtió que no
debían entrometerse en la disputa entre ella y su hermano. Cuando los coroneles
vacilaron, afirmando que habían recibido del propio zar órdenes que no se atrevían a
desobedecer, Sofía declaró apasionadamente que decapitaría a cualquier hombre que
intentara marchar a Troitski. Vasili Golitsyn, todavía jefe del ejército, mandó que
ningún oficial extranjero abandonara Moscú bajo ningún pretexto. Ante estas
amenazas los coroneles streltsy y los oficiales extranjeros se quedaron en Moscú.
Al día siguiente, Pedro presionó más al notificar oficialmente al zar Iván y a Sofía
que había ordenado a los coroneles de los streltsy que fueran a Troitski. Pedía a Sofía
que, como regente, hiciera que se obedecieran sus órdenes. Como respuesta, Sofía
envió al tutor de Iván y al confesor de Pedro a Troitski para explicar que los soldados
se retrasarían y pidiendo una reconciliación. A los dos días, ambos volvieron a Moscú
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con las manos vacías. Entre tanto, Shakloviti envió espías a Troitski para vigilar las
actividades que allí se desarrollaban y contar el número de los partidarios de Pedro.
Volvieron con informes acerca de la fuerza y confianza crecientes de Pedro; la
realidad era que Shakloviti no tenía más que reunir a sus hombres cada mañana para
darse cuenta que muchos desertaban por la noche para tomar el camino hacia
Troitski.
Sofía apeló al patriarca Joaquín para que fuera a Troitski y utilizara la gran
influencia de su cargo para intentar una reconciliación con Pedro. El patriarca se
mostró de acuerdo y al llegar allí se pasó al bando de Pedro. Después llegaron a
Troitski nuevos desertores de Moscú que fueron recibidos por Pedro y Joaquín, el zar
y el patriarca juntos.
El paso que dio Joaquín, a su modo de ver, no fue una traición. Aunque se había
sometido a Sofía como regente, pertenecía a una familia de boyardos que se oponía a
su gobierno. Personalmente le disgustaban por igual Sofía y Golitsyn a causa de sus
modales occidentales y se había resistido a la pretensión de ella a ser coronada. Lo
que era más importante, detestaba al monje Silvestre Medvedev por inmiscuirse en
asuntos eclesiásticos que él consideraba que correspondían al patriarca. Hasta ese
momento de crisis había apoyado a la regente, no por simpatía sino porque reconocía
su autoridad; su nueva lealtad era una clara señal de que la autoridad y el poder
estaban cambiando.
La deserción del patriarca fue un golpe tremendo para Sofía. Su marcha animaría
a otros. Pero la gran mayoría de los streltsy y los ciudadanos más notables de Moscú
seguían en la ciudad, sin saber qué hacer, esperando un indicio de quién iba a ganar.
El 27 de agosto, Pedro actuó de nuevo. Envió duras cartas repitiendo su orden de
que todos los coroneles de streltsy y diez soldados de cada regimiento se presentaran
inmediatamente en Troitski. Una orden parecida fue enviada a numerosos
representantes del pueblo de Moscú. Esta vez todos los que se negaran a obedecer
serían condenados a muerte. Estas cartas, que amenazaban explícitamente con el
castigo, tuvieron una gran repercusión, y una desorganizada masa de streltsy, dirigida
por cinco de sus coroneles, acudió de inmediato a someterse al zar.
Sofía en el Kremlin, impotente para detener el éxodo continuo hacia Troitski, se
desesperaba. En un esfuerzo final para resolver la crisis mediante la conciliación
decidió ir a Troitski y enfrentarse directamente con Pedro. Acompañada por Vasili
Golitsyn, Shakloviti y una guardia de streltsy, se puso en camino por la Gran
Carretera Rusa. En la aldea de Vozdizhenskoye, a unas ocho millas del gran
monasterio, se encontró con el amigo de Pedro, Iván Buturlin, y una compañía de
soldados que portaban mosquetes. Colocando a sus hombres en línea en la carretera,
Buturlin ordenó a la regente que se detuviera. Le dijo que Pedro no quería verla, le
prohibía ir a Troitski y le ordenaba que volviera inmediatamente a Moscú. Ofendida y
encolerizada, Sofía declaró: «¡Claro que voy a ir a Troitski!» y ordenó a Buturlin y
sus hombres que dejaran franco el paso. En ese momento, otro de los partidarios de
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Sofía, el joven príncipe Troyekurov, llegó con la orden del zar de que se debía
impedir definitivamente a su hermana que siguiera, por la fuerza si era necesario.
Frustrada y humillada, Sofía se retiró. Al volver a Moscú antes del amanecer del
11 de septiembre, envió a buscar al menguante círculo de sus partidarios. Su tono era
casi histérico: «Casi me han matado en Vozdizhenskoye. Me han perseguido con
mosquetes y arcos. Con muchas dificultades pude salir de allí y venir a toda prisa a
Moscú en cinco horas. Los Naryshkin y los Lopujin conspiraban para matar al zar
Iván y hasta quieren mi cabeza. Convocaré a los regimientos y les hablaré.
Obedecednos y no vayáis a Troitski. Tengo confianza en vosotros. ¿En quién puedo
confiar sino en vosotros, mis leales partidarios? ¿También queréis iros? Besad
primero la cruz» —y Sofía acercó la cruz a cada uno de ellos para que la besaran—.
«Ahora si intentáis iros la cruz no lo permitirá. Cuando lleguen cartas de Troitski no
las leáis. Traedlas a palacio».
Una vez que había conseguido la iniciativa, Pedro y sus consejeros no iban a
renunciar a ella. A las pocas horas de la vuelta de Sofía a Moscú, el coronel Iván
Netchayev llegó procedente de Troitski con cartas oficiales dirigidas al zar Iván y a la
regente Sofía. Estas cartas anunciaban formalmente la existencia de una conspiración
contra la vida del zar Pedro y declaraban que los principales conspiradores eran
Shakloviti y Medvedev, traidores que debían ser inmediatamente detenidos y
enviados a Pedro para que se les juzgara.
Estas cartas, entregadas primeramente a un empleado de palacio al pie de la
Escalinata Roja, produjeron una oleada de conmoción que recorrió todo el edificio.
Oficiales y funcionarios que se habían quedado junto a Sofía esperando que venciera
o que llegara a un compromiso, se enfrentaban ahora con la ruina o con la muerte.
Aquellos streltsy que seguían siendo parcialmente leales a la regente comenzaron a
gruñir diciendo que nunca protegerían a unos traidores y que los conspiradores
debían ser entregados. Sofía ordenó que el coronel Netchayev, el portador de las
indeseadas cartas, fuera llevado ante ella y le recibió agitada por toda clase de
emociones. Rabiosa y temblando le preguntó: «¿Cómo te atreves a hacer esto?».
Netchayev contestó que no osaba desobedecer al zar. En su furia, Sofía ordenó que le
cortaran la cabeza. Por fortuna para Netchayev, en aquel momento no había ningún
verdugo a mano y en el tumulto se olvidaron de él.
Sofía, sola y acorralada, intentó por última vez agrupar a sus partidarios. Apareció
en la cima de la Escalinata Roja, dirigiéndose a una muchedumbre de streltsy y de
ciudadanos reunidos en la plaza del palacio. Con la cabeza erguida desafió a los
Naryshkin y rogó a los que la oían que no la abandonaran:
«Gente malvada… han empleado toda clase de medios para conseguir que yo y el
zar Iván nos enfrentemos con nuestro hermano menor. Han sembrado la discordia, los
celos y la confusión. Han pagado a personas para que hablaran de una conspiración
contra la vida del joven zar y de otros. Celosos de los grandes servicios prestador por
Fedor Shakloviti y de su constante vigilancia, día y noche, de la seguridad del
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Imperio, le han atribuido la jefatura de una conspiración, como si existiera tal cosa.
Para resolver el asunto y averiguar la razón de esa acusación fui yo misma a Troitski,
pero no me dejaron acercarme debido a las advertencias de malos consejeros que
rodean a mi hermano. Después de ser ofendida de ese modo me vi obligada a volver
aquí. Vosotros sabéis cómo he gobernado durante estos siete últimos años; cómo me
hice cargo de la regencia en tiempo difíciles; cómo firmé una paz famosa y verdadera
con los gobernantes cristianos, nuestros vecinos, y cómo mis armas han obligado a
huir, aterrorizados, a los enemigos de la religión cristiana. A cambio de vuestros
servicios habéis recibido grandes recompensas y siempre os he mostrado mi favor.
No puedo creer que vayáis a traicionarme y que creáis las invenciones de los
enemigos de la paz y prosperidad generales. No es la vida de Fedor Shakloviti lo que
ellos quieren, sino la mía y la de mi hermano.»
Tres veces pronunció Sofía ese discurso aquel día ante los streltsy, ante los
ciudadanos más prominentes de Moscú, y, finalmente, ante una gran multitud en la
que se contaban diversos funcionarios extranjeros procedentes del Suburbio Alemán.
Sus exhortaciones surtieron efecto: «Fue un discurso largo y bien hecho», dice
Gordon, y el talante de la multitud pareció mejorar notablemente. Siguiendo órdenes
de su hermana, el zar Iván descendió para aparecer entre la multitud sirviendo copas
de vodka a los boyardos, funcionarios y streltsy. Sofía estaba contenta. En un arrebato
de generoso humor llamó al coronel Netchayev, le perdonó y le sirvió una copa de
vodka.
En este ínterin, el príncipe Boris Golitsyn, uno de los principales dirigentes del
partido de Pedro en Troitski, intentó conseguir el apoyo de su primo Vasili. Boris
envió un mensajero pidiendo a Vasili que fuera a Troitski a solicitar el favor del zar.
Vasili replicó pidiendo a Boris que le ayudara a mediar entre las dos partes. Éste se
negó y volvió a sugerir a Vasili que fuera a Troitski, prometiéndole que sería
favorablemente recibido por Pedro. Muy dignamente, Vasili se negó diciendo que el
deber exigía que se quedara junto a Sofía.
De nuevo le tocaba actuar a Pedro y de nuevo presionó a Sofía. El 14 de
septiembre llegó una orden de Pedro al Suburbio Alemán. Iba dirigida a los
generales, coroneles y otros oficiales que allí residían. Volvía a hablar en ella de la
existencia de una conspiración, nombraba a Shakloviti y a Medvedev como los
principales conspiradores y exigía que todos los oficiales extranjeros fueran a
Troitski, con todas sus armas y a caballo. Para los oficiales extranjeros esa orden
planteaba un peligroso dilema. Habían sido contratados parar servir al gobierno, pero
en tan caótica situación ¿quién era el gobierno? Con el propósito de evitar tomar
partido en una riña entre hermanos, el general Gordon, jefe de los oficiales
extranjeros había declarado ya que sin una orden de los dos zares ninguno de sus
oficiales se movería. Ahora la orden de Pedro forzó la decisión de Gordon.
Personalmente, al margen de las amenazas, el general se sentía incómodo por tener
que tomar partido: tenía cariño a Pedro y le ayudaba a menudo en sus juegos de
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artillería y fuegos artificiales, y se sentía todavía más próximo a Golitsyn, con el cual
había trabajado durante años para reformar el ejército ruso y al que había seguido en
las dos desastrosas campañas de Crimea. Así que cuando se abrió la carta de Pedro y
se leyó en presencia de todos los oficiales superiores extranjeros, la reacción de
Gordon fue informar a Golitsyn de la orden y pedirle consejo. Golitsyn estaba
intranquilo y dijo que hablaría inmediatamente del asunto con Sofía e Iván. Gordon le
recordó a Golitsyn que todos los extranjeros, sin culpa ninguna, se jugaban la cabeza
si se equivocaban. Golitsyn comprendió y dijo que les daría una respuesta por la
tarde. Pidió que Gordon enviara a su yerno a palacio para recibir la respuesta de la
regente.
Sin embargo, Gordon tomó su propia decisión tan pronto como vio las
vacilaciones de Golitsyn. Si el favorito de la regente, el Guardián del Gran Sello, el
comandante en jefe del ejército, no era capaz de dar una orden, entonces era que el
régimen de Moscú estaba claramente al borde del colapso. Gordon ensilló su caballo
y dijo a sus oficiales que fueran cuales fueran las órdenes que vinieran del Kremlin,
él se marchaba a Troitski. Aquella noche una larga caravana de oficiales extranjeros
salió de la capital y llegó al monasterio al amanecer. Pedro se levantó para recibirlos
y les dio a besar las manos.
La marcha de los oficiales extranjeros significó, como anota Gordon en su diario,
«la ruptura decisiva». Los streltsy que quedaron en Moscú se dieron cuenta de que
Pedro había ganado. Para salvarse, se apiñaron delante de palacio exigiendo que les
entregaran a Shakloviti para llevarle a Troitski y entregarle a Pedro. Sofía se negó y
entonces los streltsy comenzaron a gritar: «¡Termina con esto de una vez! ¡Si no nos
lo entregas tocaremos la campana de alarma!». Sofía comprendió lo que ello
significaba: otro tumulto, con soldados corriendo sin control y matando a quien
consideraran traidor. En una violencia así, cualquiera, hasta ella misma, podía morir.
Estaba vencida. Envió a buscar a Shakloviti, el cual, como Iván Naryshkin siete años
antes, estaba escondido en la capilla de palacio. Le entregó llorando y aquella noche
fue llevado encadenado a Troitski.
La lucha había terminado, la regencia había acabado y Pedro había ganado.
Después de la victoria llegó la venganza. Los primeros golpes cayeron rápidamente
sobre Shakloviti. Al llegar a Troitski fue interrogado a golpes de knut. Después de
recibir quince latigazos admitió que había considerado el asesinato de Pedro y de su
madre, Natalia, pero negó que hubiera planes concretos. En su confesión exoneró por
completo a Vasili Golitsyn de conocimiento, o participación, en sus actividades. El
propio Golitsyn estaba en Troitski. La mañana de la llegada de Shakloviti, había
aparecido fuera de las murallas del monasterio pidiendo permiso para entrar y rendir
homenaje al zar Pedro. Se lo denegaron y tuvo que esperar en la aldea hasta que se
tomó una decisión. Qué hacer con él representaba un problema tanto para Pedro
como para sus partidarios. Por un lado había sido ministro principal, general y amante
de Sofía durante los siete años de regencia y por lo tanto debía ser degradado junto
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con los otros consejeros íntimos. Por otra parte, todo el mundo reconocía que sus
intenciones habían sido honorables aunque hubiera fracasado al intentar llevarlas a
cabo.
Shakloviti había declarado que Golitsyn no tenía nada que ver con la
conspiración. Más aún: Golitsyn era miembro de una de las familias más eminentes
de Rusia y su primo, el príncipe Boris Golitsyn, deseaba ahorrar a sus parientes la
acusación de traición.
Al intentar salvar a Vasili, Boris Golitsyn se arriesgaba a desencadenar la ira de la
zarina Natalia y otros consejeros de Pedro. En un momento determinado, incluso
amenazaron con complicarle en el asunto junto con su primo. Ese momento llegó
después de que Shakloviti hubiera escrito una confesión de nueve páginas en
presencia de Boris Golitsyn. Shakloviti terminó su confesión después de medianoche,
cuando Pedro ya se había acostado, de modo que Boris se llevó la confesión a su
propia habitación, con la intención de entregársela por la mañana. Pero alguien fue
corriendo al zar para despertarle y decirle que Boris Golitsyn se había llevado la
confesión de Shakloviti a sus aposentos para poder eliminar de ella cualquier cosa
que pudiera perjudicar a su primo. Inmediatamente, Pedro mandó un mensajero para
preguntar a Shakloviti si había escrito una confesión y si así era, dónde estaba.
Shakloviti respondió que se la había entregado al príncipe Boris Golitsyn.
Afortunadamente, un amigo advirtió a Golitsyn que Pedro estaba despierto y éste se
apresuró a presentar la confesión al zar. Pedro le preguntó con dureza por qué no
había recibido inmediatamente los papeles. Cuando Golitsyn contestó que era tarde y
no deseaba despertar al zar, Pedro aceptó la explicación y como Shakloviti le
exoneraba, decidió perdonar la vida al otro Golitsyn.
A las nueve de aquella noche fue convocado Vasili Golitsyn. Como esperaba
encontrarse con Pedro en persona había preparado una declaración en la que
constaban sus servicios al estado como prólogo para pedir perdón. Pero no hubo
audiencia. Dejaron a Golitsyn de pie en medio de una atestada antesala mientras un
funcionario aparecía en la escalera y le leía en voz alta su sentencia. Se le acusaba de
informar solamente a la regente y no a los zares en persona, de escribir el nombre de
Sofía en documentos oficiales en pie de igualdad con el nombre de los zares, y de
haber producido perjuicios y onerosas cargas sobre el gobierno y el pueblo por su
mala actuación como general en las dos campañas de Crimea. Aunque se le
perdonaba la vida, se le imponía una sentencia muy dura. Se le desposeía del rango
de boyardo y de todas sus propiedades y se le enviaba al exilio junto con su familia, a
una aldea en el Ártico. Comenzó su viaje apesadumbrado y completamente
empobrecido. En el camino le infundio ánimos un correo de Sofía que traía un
paquete de dinero y la promesa de conseguir su liberación a través del zar Iván.
Posiblemente fue la última buena noticia que recibió Golitsyn. Muy pronto Sofía no
estuvo en situación de ayudar a nadie, ni siquiera a sí misma, y el apuesto y cortés
Golitsyn inició sus veinticinco años de exilio. Tenía cuarenta y seis años en aquel
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verano de 1689, cuando derrocaron a Sofía, y vivió una desgraciada existencia en el
Ártico hasta que murió en 1714, a la edad de setenta y un años.
Resulta irónico que un hombre tan avanzado para la Rusia de su tiempo, un
hombre que tan útil podía haberle resultado a Pedro en su tarea de modernizar el
Estado, tuviera que encontrarse en el partido opuesto, perdiendo todo con el cambio
de poder y siendo condenado a pasar casi todo el reinado del gran reformador en una
choza del Ártico. Y resulta igualmente irónico que los boyardos moscovitas se
agruparan en torno a Pedro contra Golitsyn. Al ayudar a Pedro a derrocar a éste y a
Sofía creían que rechazaban la peligrosa intrusión de la cultura occidental. En
realidad habían eliminado los principales obstáculos para el ascenso del hombre más
occidental de la historia de Rusia.
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concluía diciendo que Iván debía seguir siendo el zar superior: «Estoy dispuesto a
honrarte como si fueras mi padre.»
Impotente para demostrar su desacuerdo, Iván acepto. Se dio la orden de que el
nombre de Sofía fuera excluido de todos los documentos oficiales. Poco después, el
emisario de Pedro, el príncipe Iván Troyekurov, llegó al Kremlin para pedir al zar
Iván que le dijera a Sofía que dejara ese lugar y se fuera al convento Novodevichi,
situado en los arrabales de la ciudad. No se le exigía que tomara el velo de monja y se
le asignaba un conjunto de aposentos lujosos y cómodos; un gran número de criados
la acompañarían y viviría una vida confortable, cuya única limitación sería que no
podría dejar el convento y que únicamente podrían visitarla sus tías y hermanas. Pero
Solía comprendió enseguida que esa clase de confinamiento, por muy lujoso que
fuera, significaba el final de todo lo que en la vida tenía algún significado para ella.
El poder, la acción, la emoción, la vida intelectual y amorosa desaparecerían. Se
resistió, negándose durante más de una semana a dejar el palacio del Kremlin, pero la
presión se hizo demasiado fuerte y fue ceremoniosamente escoltada hasta el convento
dentro de cuyas murallas iba a pasar los quince años que le quedaban de vida.
Pedro se negó a volver a Moscú hasta que Solía hubiera abandonado el Kremlin.
Una vez que su hermana estuvo a buen recaudo cabalgó hacia el sur desde Troitski,
pero tardó una semana en hacer el viaje, pasando el tiempo con el general Gordon,
que dirigía ejercicios de la infantería y la caballería ante el zar. Finalmente, el 16 de
octubre, Pedro volvió a entrar en la capital, cabalgando solo por una carretera cuya
carrera estaba cubierta por regimientos de streltsy arrodillados para implorar su
perdón. Al entrar en el Kremlin fue a la catedral Uspenski a abrazar a su hermano,
Iván; luego, vestido con ropajes de Estado, se presentó en la cima de la Escalinata
Roja. Por primera vez el joven que estaba allí, de rostro redondo y ojos oscuros, era el
amo del Estado ruso.
Así cayó Sofía, la primera mujer que gobernó en Moscú. Sus logros como
gobernante se han exagerado. El príncipe Boris Kurakin forzó la verdad al decir:
«Nunca ha habido un gobierno tan sabio en el Estado ruso. Durante los siete años de
su gobierno, el Estado entero floreció con gran riqueza.» Por otro lado no fue
simplemente, como la han descrito algunos admiradores de Pedro, la última
gobernante del viejo orden, un último obstáculo reaccionario antes de que el camino
de la historia rusa se allanara y se ensanchara para convertirse en la nueva y moderna
avenida de la Era Petrina. La verdad es que Sofía era competente y en general
gobernó bien. Durante los años que guió el Estado ruso, éste vivió una transición.
Dos zares, Alexis y Fedor, habían iniciado tímidos cambios y reformas en la
administración rusa. Sofía ni retraso ni aceleró ese cambio, pero sí permitió que
continuara y al hacerlo ayudó a preparar el camino a Pedro. A la luz de lo que
comenzó bajo el gobierno de Alexis, y continuaron Fedor y Sofía, hasta los cambios
más llamativos realizados por Pedro adquieren un carácter más de evolución que de
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revolución.
Sofía fue notable no como gobernante sino como mujer rusa. A lo largo de los
siglos las mujeres en Rusia habían vivido degradadas hasta el punto de convertirse en
siervas domésticas escondidas en las oscuras cámaras del terem. Sofía salió a la luz
del día y se apoderó del control del Estado. Aun sin tener en cuenta cómo ejerció ese
poder, el simple hecho de que lo tomara en aquella época es suficiente para
convertirla en una figura histórica. Desgraciadamente, el hecho de que Sofía fuera
mujer no sólo la singularizó sino que la llevó a su perdición. Cuando llegó el
momento de la crisis los moscovitas se mostraron poco dispuestos a seguir a una
mujer contra un zar coronado.
Pedro metió a Sofía en Novodevichi y las puertas del convento se cerraron
perpetuamente tras ella. Pedro en el siglo siguiente cambió el papel de las mujeres de
la familia real rusa. Cuatro soberanas sucedieron a Pedro en el trono. Un enorme
trecho separa a las criaturas recluidas en el terem en el siglo diecisiete de esas vivaces
emperatrices del siglo dieciocho. Y una gran parte del camino lo cubrió una sola
mujer, la regente Sofía. Cortada por el mismo patrón que esas emperatrices, con la
misma decisión y empuje para gobernar, fue ella quien mostró el camino.
Pedro mismo, mucho tiempo después de deponerla, describió a Sofía a un
extranjero como «una princesa dotada de todas las cualidades del cuerpo y la mente y
hasta la perfección, si no hubiera sido por su ambición sin límites y su insaciable
deseo de gobernar». Durante los cuarenta y dos años de su reinado, sólo una persona
en Rusia se atrevió a cuestionar su derecho al trono: Sofía. Por dos veces, en 1682 y
1689, se opuso al zar. En el tercero y último desafío interno a la omnipotencia de
Pedro, el levantamiento de los streltsy de 1698, la única persona a quien Pedro temió
fue a Sofía. Llevaba nueve años encerrada en un convento, pero Pedro supuso
inmediatamente que estaba detrás del levantamiento. En su opinión, era la única
persona con fuerza suficiente para soñar con derrocarle.
Que Sofía poseyera esas cualidades —que asustara a Pedro, que tuviera la audacia
de retarle y la fuerza personal para inquietarle, hasta encerrada tras los muros del
convento— no debe resultar sorprendente. Después de todo era su hermana.
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pocos diplomáticos profesionales rusos, Emiliano Ukraintsev. El boyardo Tikhon
Streshnev, un viejo amigo del zar Alexis y tutor oficial de Pedro, tenía a su cargo los
asuntos de política interior. El tercero de ese trío gubernamental era Boris Golitsyn,
que había sobrevivido felizmente a la persistente sospecha que rodeó sus esfuerzos
por frenar la caída de su primo Vasili. En el gobierno aparecían otros nombres
famosos: Urusov, Romodanovski, Troyekurov, Prozorovski, Golovkin, Dolgoruki.
Algunos que habían destacado durante el gobierno de Sofía —Repnin y Vinius—
conservaron sus cargos. Boris Sheremetev siguió siendo el comandante del ejército
del sur que se enfrentaba con los tártaros. Además, más de treinta Lopujin de ambos
sexos, parientes de Eudoxia, la joven esposa de Pedro, llegaron a la corte dispuestos a
sacar todas las ventajas posibles de su parentesco.
Para Rusia, el cambio de gobierno empeoró las cosas. A los nuevos
administradores les faltaba por igual la capacidad y la energía de sus predecesores.
No se promulgó ni una sola ley importante durante esos cinco años. No se hizo nada
por defender Ucrania contra las devastadoras incursiones de los tártaros. Había luchas
en la corte y corrupción en el gobierno. En el campo, la ley y el orden decayeron.
Hubo un estallido de odio popular contra todos los extranjeros: un decreto, influido
por el patriarca, ordenó a todos los jesuitas abandonar el país en el plazo de dos
semanas. Otro ordenaba que se detuviera a todos los extranjeros en la frontera y que
se les interrogara detalladamente sobre sus países de origen y sus razones para visitar
Rusia. Las respuestas eran enviadas a Moscú y los extranjeros no podían pasar la
frontera hasta que el gobierno central les concedía el permiso de entrada.
Simultáneamente, el Director de Correos, Andrés Vinius, recibió la orden de que sus
funcionarios leyeran y abrieran todas las cartas que cruzaban la frontera. El patriarca
quiso incluso que todas las iglesias protestantes del Suburbio Alemán fueran
destruidas y sólo se echó atrás cuando sus habitantes mostraron un documento del zar
Alexis que permitía, por escrito, la existencia de esas iglesias. En el punto culminante
de xenofobia, un extranjero fue apresado por la muchedumbre y quemado vivo.
Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, había un ruso cuyas costumbres el
patriarca no podía cambiar. La desesperación de Joaquín era el mismísimo Pedro, que
pasaba una gran parte de su tiempo en el Suburbio Alemán entre aquellos extranjeros
a los que el patriarca temía. Sin embargo, mientras vivió Joaquín, Pedro controló su
comportamiento. El 10 de marzo de 1690, el zar invitó al general Gordon a cenar en
la corte para celebrar el nacimiento de su hijo, el zarevich Alexis. Gordon aceptó,
pero el patriarca intervino, protestando con vehemencia porque se invitara a un
extranjero a una festividad que honraba al heredero del trono de Rusia. Furioso,
Pedro se sometió y retiró la invitación, pero al día siguiente llamó a Gordon a su casa
de campo, cenó allí con él y volvió a caballo a Moscú con el escocés, conversando
con él públicamente durante el viaje.
El problema se resolvió por sí solo una semana más tarde, al morir Joaquín
repentinamente. Dejó un testamento en el que instaba al zar a evitar el contacto con
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todos los herejes, ya fueran protestantes o católicos, que los echara de Rusia y sé
abstuviera personalmente de la vestimenta y costumbres extranjeras. Por encima de
todo, exigía que Pedro no nombrara a ningún extranjero para cargos oficiales en el
Estado o en el ejército, donde podrían dar órdenes a los fieles ortodoxos. La respuesta
de Pedro, una vez enterrado Joaquín fue encargar un equipo de ropa alemana y, una
semana después, ir por primera vez a cenar, como invitado de Gordon al Suburbio
Alemán.
La elección del nuevo patriarca planteó los mismos problemas que había
provocado el propio Joaquín: liberalismo contra conservadurismo, tolerancia hacia
los extranjeros contra una feroz defensa de la ortodoxia tradicional. Algunos de los
clérigos más cultos, apoyados por Pedro, se mostraban favorables a Marcelo,
metropolitano de Pskov, un eclesiástico erudito que había viajado al extranjero y
hablaba varios idiomas, pero la zarina Natalia, el grupo dominante de los boyardos,
los monjes y la mayor parte del clero bajo, tenían preferencia por el más conservador
Adrián, metropolitano de Kazán. El duelo en el seno de la Iglesia fue acalorado, con
los partidarios de Adrián acusando a Marcelo de ser demasiado erudito, de que
favorecía a los católicos y de que se acercaba a los límites de la herejía. Después de
cinco meses de debates fue elegido Adrián, debido, dijo un desanimado Patrick
Gordon, «a la ignorancia y simplicidad» del nuevo patriarca.
Pedro se sintió ofendido por ese desaire. Siete años más tarde describió la
elección de Adrián con amargo disgusto a un anfitrión extranjero. «El zar nos contó»,
dijo el extranjero, «que cuando murió el patriarca en Moscú, designó para ese cargo a
un hombre erudito que había viajado y que hablaba latín, italiano y francés. (Pero) los
rusos le pidieron tumultuariamente que no pusiera un hombre semejante por encima
de ellos, alegando tres razones: primero, porque hablaba lenguas bárbaras; segundo,
porque su barba no era lo bastante larga para un patriarca; y tercero, porque su
cochero se sentaba en el pescante y no sobre los caballos, como era lo habitual».
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Una colonia anterior para extranjeros fundada por Iván el Terrible dentro de la ciudad
había sido dispersada durante la época de los disturbios. Después del advenimiento
del primer Romanov en 1613, los extranjeros se establecieron donde pudieron por
toda la ciudad. Esto encolerizó a los conservadores moscovitas que creyeron que su
santa ciudad ortodoxa estaba siendo profanada y, durante la sublevación de 1648,
bandas de streltsy atacaron algunas casas extranjeras. En 1652, el zar Alexis prohibió
a los extranjeros vivir o tener sus iglesias dentro de las murallas de la Santa Moscú,
pero permitió que se levantara una nueva colonia extranjera, el Suburbio Alemán, en
las orillas del Yauza, en terrenos cedidos, según el rango, a todos los oficiales
extranjeros, ingenieros, artistas, médicos, boticarios, mercaderes, maestros de
escuelas y otros que estaban en el servicio ruso.
Al principio la colonia estaba formada primordialmente por protestantes
alemanes, pero a mediados del siglo diecisiete había numerosos holandeses, ingleses
y escoceses. Los escoceses, la mayor parte realistas y católicos que huían de Oliver
Cromwell, tenían garantizado un refugio, a pesar de su religión, debido a la violenta
cólera del zar Alexis por la decapitación del rey Carlos I. Entre los nombres
escoceses jacobitas prominentes en el Suburbio Alemán se contaban los Gordon,
Drummond, Hamilton, Dalziel, Crawford, Graham y Leslie. En 1685, Luis XIV
revocó el Edicto de Nantes, terminando con la tolerancia oficial de Francia con
respecto al protestantismo. La regente y Vasili Golitsyn permitieron que un número
de hugonotes franceses, que huían de las nuevas persecuciones en Francia, se
establecieran en Rusia. Así que cuando Pedro era un adolescente, el Suburbio
Alemán se había convertido en una colonia internacional de 3.000 europeos
occidentales donde los realistas se mezclaban con los republicanos y los protestantes
con los católicos, y sus diferencias nacionales, políticas y religiosas estaban
atemperadas por la distancia y el exilio.
Al vivir en un barrio separado les resultó más fácil conservar las costumbres y
tradiciones de Occidente. Llevaban ropa extranjera, leían libros extranjeros, tenían
sus propias iglesias luteranas y calvinistas (a los católicos no se les permitía tener
iglesia, pero los sacerdotes podían decir misa en casas particulares), hablaban sus
propios idiomas y educaban a sus hijos. Mantenían una correspondencia continua con
sus países de origen. Uno de los extranjeros más respetados, el residente holandés
Van Keller, enviaba noticias a La Haya y recibía noticias de allí, manteniendo así al
Suburbio informado de todo lo que ocurría al otro lado de la frontera rusa. El general
Patrick Gordon esperaba con ansiedad los informes científicos de la Royal Society de
Londres. Las esposas inglesas recibían libros de poesía junto con finas porcelanas y
jabón oloroso. El Suburbio contaba también con unos cuantos actores, músicos y
aventureros que ayudaban a mantener un teatro de repertorio, los conciertos, los
bailes y las comidas en el campo, así como asuntos amorosos y duelos que distraían y
divertían.
Por supuesto, esta isla extranjera, un núcleo de civilización más avanzada, no
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permaneció libre del contacto con el mar ruso que la rodeaba. Las casas y los jardines
del Suburbio Alemán colindaban con las tierras reales de Sokolniki y
Preobrayhenskoye y con el tiempo, a pesar de la prohibición del patriarca, los rusos
más atrevidos, sedientos de conocimientos y de conversación inteligente, comenzaron
a mezclarse socialmente con los extranjeros que vivían a unos centenares de metros.
A través de ellos los hábitos extranjeros comenzaron a permear la vida rusa. Pronto
los rusos, que se habían reído de los extranjeros por comer «hierba» empezaron
también a comer ensalada. La costumbre de fumar tabaco y tomar rapé, anatemizada
por el patriarca, comenzó a extenderse. Algunos rusos como Vasili Golitsyn hasta
comenzaron a cortarse los cabellos y la barba y a hablar con los jesuitas.
El contacto afectó a ambos lados y muchos extranjeros adoptaron características
rusas. Como había pocas mujeres extranjeras con las que casarse tomaron mujeres
rusas, aprendieron el idioma y permitieron que sus hijos fueran bautizados por la
Iglesia Ortodoxa. Sin embargo, como resultado de su forzosa residencia en el
Suburbio Alemán, la mayoría conservó su estilo occidental de vida, idioma y religión.
Seguía siendo raro un matrimonio de un ruso con una extranjera, ya que pocas
mujeres occidentales estaban dispuestas a casarse con un ruso y aceptar la situación
de inferioridad de la mujer rusa. Pero eso estaba cambiando. Mary Hamilton se había
casado con Artemon Matveyev y dirigía la casa en la que el zar Alexis había
conocido a Natalia Naryshkina. A medida que los caballeros rusos se fueron
occidentalizando no tuvieron problemas para encontrar esposas occidentales, práctica
que floreció felizmente hasta el final del imperio ruso en 1917. Alexis, el hijo de
Pedro, contrajo matrimonio con una mujer occidental y a partir de entonces todos los
zares, al llegar a la edad de casarse, escogían, o alguien les escogía, una princesa
procedente de Europa Occidental.
Desde su niñez Pedro había sentido curiosidad por el Suburbio Alemán. Al pasar
por la carretera veía sus bonitas casas de ladrillos y sus jardines sombreados. Había
conocido a Timmerman y a Brandt y a los oficiales extranjeros que supervisaban la
construcción de sus fortalezas de imitación y los disparos de su artillería, pero hasta
la muerte del patriarca Joaquín en 1690 sus contactos con el suburbio extranjero
fueron limitados. Después de la muerte del viejo eclesiástico, las visitas de Pedro se
hicieron tan frecuentes que casi parecía vivir allí.
En el Suburbio Alemán, el joven zar encontró una combinación embriagadora de
buen vino, buena conversación y compañerismo. Cuando los rusos pasaban una tarde
juntos simplemente bebían hasta que se dormían o hasta que se agotaba la bebida.
Los extranjeros también bebían mucho, pero en medio de la neblina del humo del
tabaco y el tintinear de las jarras de cerveza, también hablaban del mundo, de sus
monarcas y estadistas y de científicos y guerreros. A Pedro le excitaban esas
conversaciones. Cuando llegó al Suburbio Alemán la noticia de la victoria de la flota
inglesa frente a la francesa, ocurrida en La Hogue en 1694, se entusiasmó. Pidió el
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mensaje original, que lo tradujeran de inmediato y luego se puso a saltar y a gritar
alegremente, ordenando salvas de artillería para el rey Guillermo III de Inglaterra.
Durante esas largas veladas también escuchó un montón de consejos sobre Rusia: que
sus ejércitos hicieran maniobras con mayor frecuencia, que diera a los soldados una
disciplina más dura y un salario más regular, que se hiciera con el comercio con el
Oriente desviándolo del Mar Negro, dominado por los otomanos, hacia el Mar Caspio
y el río Volga.
Una vez que los habitantes del Suburbio comprendieron que ese monarca joven y
alto se encontraba a gusto entre ellos, le invitaron a todas partes y compitieron por
conseguir su compañía. Se le pedía que participara en las bodas, bautizos y otros
festejos familiares. Ningún comerciante casaba a una hija o bautizaba a un hijo sin
invitar al zar a la fiesta. Pedro hacía con frecuencia de padrino, sosteniendo al hijo
luterano o católico sobre la pila bautismal. Fue padrino de bodas en numerosos
casamientos extranjeros y en el baile posterior participaba con entusiasmo en la
retozona danza campesina llamada grossvater.
En una sociedad en la que se mezclaban soldados escoceses, mercaderes
holandeses e ingenieros alemanes, era natural que Pedro encontrara a personas cuyas
ideas le fascinaban. Una de ellas fue Andrés Vinius, un ruso-holandés de mediana
edad, que tenía un pie en cada una de las dos culturas. El padre de Vinius era un
mercader e ingeniero holandés que había instalado una fundición en Tula, al sur de
Moscú, en tiempos del zar Miguel y se había hecho rico. Su madre, una rusa, había
educado a su hijo en la religión ortodoxa. Como hablaba ruso y holandés, Vinius
había trabajado en el Ministerio de Relaciones Exteriores y luego se le había
encargado Correos. Había escrito un libro sobre geografía, hablaba latín y era un
estudioso de la mitología romana. Con él, Pedro comenzó a aprender holandés y un
poco de latín. En sus cartas a Vinius el zar firmaba «Petrus» y se refería a sus «juegos
de Neptuno y Marte» y a sus celebraciones «en honor de Baco».
Fue en el Suburbio Alemán donde Pedro conoció también a otros dos extranjeros,
de orígenes y estilos muy diferentes, que fueron todavía más importantes para él.
Fueron éstos el severo y viejo mercenario escocés, general Patrick Gordon, y el
encantador aventurero suizo Francisco Lefort.
Patrick Gordon nació en 1635 en la finca familiar de Auchleuchries, cerca de
Aberdeen, en las Tierras Altas de Escocia. Su familia era ilustre y ferozmente católica
y estaba emparentada con el primer duque de Gordon y los barones de Errol y
Aberdeen. La Guerra Civil inglesa trastornó la juventud de Gordon. Su familia era
firmemente realista y cuando Oliver Cromwell decapitó al rey Carlos I, puso también
fin a la fortuna de sus devotos escoceses Estuardo; a partir de entonces un muchacho
escocés católico no podía entrar en la universidad ni hacer una carrera decente en el
servicio militar o público, y, a los dieciséis años, Patrick se marchó al extranjero a la
aventura. Después de pasar dos años en un colegio de jesuitas de Brandenburgo, huyó
a Hamburgo y se unió a un grupo de oficiales escoceses reclutados por el ejército
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sueco. Gordon se distinguió en el servicio del rey de Suecia, pero cuando los polacos
le capturaron, no tuvo el menor escrúpulo en cambiar de bando. Era normal entre los
soldados de fortuna cambiar de amo de vez en cuando; no lo consideraban una
deshonra ni ellos ni los gobiernos que les pagaban. Unos meses después, volvieron a
capturar a Gordon y le persuadieron de que volviera con los suecos. Más tarde fue
capturado de nuevo y se volvió a pasar a los polacos. Antes de cumplir los
veinticinco años, Patrick Gordon había cambiado cuatro veces de bando.
En 1660 el nuevo rey Estuardo, Carlos II, fue restaurado en el trono de Inglaterra
y Gordon se preparó para volver a casa. Sin embargo, antes de que se embarcara, un
diplomático ruso en Europa le hizo una deslumbrante oferta: tres años de servicio en
el ejército ruso, comenzando con el grado de mayor. Gordon aceptó, descubriendo, al
llegar a Moscú, que la cláusula relativa al plazo no tenía validez; como era un
soldado eficaz no le permitirían irse. Cuando lo intentó, le amenazaron con
denunciarle como espía polaco y católico romano, diciéndole que le podían enviar a
Siberia. Aceptando temporalmente su destino, se adaptó a la vida de Moscú.
Aprendió enseguida que su mejor oportunidad de promoción era casarse con una
mujer rusa, la encontró, y formó una familia. Los años pasaron y Gordon sirvió al zar
Alexis, al zar Fedor y a la regente Sofía, luchando contra los polacos, turcos, tártaros
y baskirios. Le nombraron general y volvió dos veces a Inglaterra y a Escocia,
aunque los moscovitas se aseguraron la vuelta de ese personaje tan enormemente
valioso no dejando salir de Rusia a su esposa y a sus hijos. En 1686, Jaime II pidió
personalmente a Sofía que liberara a Gordon del servicio ruso para que pudiera
volver a casa; la petición real fue rechazada. Durante algún tiempo la regente y Vasili
Golitsyn estuvieron tan irritados con el general que de nuevo se habló de ruina y de
Siberia. Más tarde el rey Jaime volvió a escribir diciendo que quería nombrar a
Gordon embajador en Moscú; la regente también rechazó ese nombramiento,
afirmando que el general Gordon no podía servir como embajador porque estaba
todavía al servicio del ejército ruso y porque, además, estaba a punto de marchar a
una campaña contra los tártaros. Así, en 1689, Gordon, a los cincuenta y cuatro años,
era respetado por todos, enormemente rico (su salario era de mil rublos al año,
mientras que el de un pastor luterano era de sólo sesenta) y un eminente soldado
extranjero en el Suburbio Alemán. Cuando, como jefe del cuerpo de oficiales
extranjeros, montó a caballo y cabalgó hasta Troitski para reunirse con Pedro, asestó
el golpe definitivo a las esperanzas de Sofía.
No es sorprendente que Gordon —valeroso, gran viajero y soldado experto, leal y
prudente— atrajera a Pedro. Lo que resultaba sorprendente es que Pedro, a sus
dieciocho años, llamara la atención de Gordon. Desde luego, Pedro era el zar, pero
Gordon había servido a otros zares sin sentir hacia ellos una amistad especial. En
Pedro, sin embargo, el viejo soldado encontró un discípulo versado y un admirador, y,
actuando como una especie de tutor militar no oficial, le instruyó en los diferentes
aspectos de la guerra.
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Durante los cinco años que siguieron a la caída de Sofía, Gordon no fue sólo el
general asalariado de Pedro, sino su amigo.
Para Gordon la amistad de Pedro resultó decisiva. Ahora el amigo íntimo y
consejero del joven monarca renunció a su sueño de pasar sus últimos años en las
Tierras Altas de Escocia. Aceptó la idea de morir en Rusia y desde luego, en 1699,
cuando el viejo soldado murió al fin, Pedro permaneció junto a su lecho y cerró sus
ojos.
En 1690, poco después del derrocamiento de Sofía, Pedro hizo amistad con otro
extranjero de una clase muy diferente, el alegre y sociable soldado de fortuna suizo
Francisco Lefort. Durante los diez años siguientes, Lefort se convirtió en el
compañero más íntimo de Pedro y en un amigo verdadero. En 1690, cuando Pedro
tenía dieciocho años, Francisco Lefort tenía treinta y cuatro y era casi tan alto como
él, aunque más fuerte porque el zar tenía los hombros estrechos. Era guapo, de nariz
larga y afilada y ojos expresivos e inteligentes. Un retrato suyo, hecho unos años más
tarde, le representa sobre un fondo de navíos de Pedro; tiene el rostro afeitado y un
pañuelo de encaje al cuello, y su peluca, abundante y rizada, cae sobre los hombros
de un peto bien formado que lleva la insignia del águila bicéfala de Pedro.
Francisco Lefort había nacido en Ginebra en 1656. Era hijo de un próspero
mercader y gracias a su encanto e ingenio se hizo popular en sociedad. Su gusto por
la vida alegre acabó enseguida con los deseos de convertirse en un mercader como su
padre y un período que pasó por obligación como dependiente de otro mercader en
Marsella le hizo sentirse tan desdichado que huyó a Holanda para unirse a las tropas
protestantes que luchaban contra Luis XIV. Allí, con sólo diecinueve años, el joven
aventurero oyó hablar de las oportunidades que se presentaban en Rusia y embarcó
para Arcángel. Al llegar a Rusia en 1675, no encontró colocación y vivió dos años sin
trabajar en el Suburbio Alemán. No se aburría nunca; a la gente le encantaba su
permanente alegría y con el tiempo hizo carrera. Llegó a capitán del ejército ruso, se
casó con una prima del general Gordon y el príncipe Vasili Golitsyn se fijó en él.
Sirvió en las dos campañas de Golitsyn en Crimea, pero cuando Gordon apartó a los
oficiales extranjeros de Sofía, Lefort fue de los primeros que le siguieron. Poco
después de la caída de la regente, Lefort, a sus treinta y cuatro años, era lo bastante
importante como para que le ascendieran a general de división.
Pedro quedó cautivado por aquel hombre de mundo dotado de extraordinario
encanto. Él tenía el tipo de personalidad chispeante que fascinaba a Pedro. Lefort no
era un hombre profundo, pero sí de inteligencia rápida, y le encantaba hablar.
Hablaba de Occidente, de la vida, de las costumbres, y de la tecnología occidental.
Como bebedor y bailarín, Lefort no tenía igual. Destacaba organizando banquetes,
cenas y bailes, con música, bebidas y compañía femenina para bailar. A partir de
1690, Lefort estuvo continuamente en compañía de Pedro; cenaban juntos dos o tres
veces por semana y se veían a diario. Lefort se hizo cada vez más indispensable por
su carácter abierto, su franqueza y generosidad. Mientras que Gordon le daba a Pedro
ARCÁNGEL
Antes de ceder Natalia ante sus ruegos, consiguió de su hijo —«mi vida y mi
esperanza»— una promesa de que no se embarcaría en el océano.
El 11 de julio de 1693, Pedro salió de Moscú en dirección a Arcángel
acompañado de más de 100 personas, incluidos Lefort y muchos de los miembros de
la Alegre Compañía, además de ocho cantantes, dos enanos y cuarenta streltsy que
iban en calidad de guardia. La distancia desde la capital era de 600 millas en línea
recta, pero por carreteras y ríos era de casi 1.000. Las primeras 300 millas siguieron
la Gran Carretera Rusa, pasando el monasterio Troitski, Pereslavl y Rostov y
atravesando el Volga en Yaroslav, hasta llegar a la laboriosa ciudad de Vologda, el
centro de transbordo para el comercio de Arcángel, donde embarcaron en una flota de
barcazas pintadas de vivos colores preparadas para la expedición. El resto del viaje
consistió en la bajada del río Suhona hasta la confluencia con el Dvina; de allí
siguieron hacia el norte por el mismo Dvina hasta Arcángel. Las barcazas avanzaban
lentamente, aunque navegaban corriente abajo. En primavera, cuando subía el río con
las aguas del deshielo, los barcos de Pedro hubieran flotado fácilmente, pero era
verano, los ríos habían descendido y algunas veces las barcazas rozaban el fondo y
había que arrastrarlas. Dos semanas después la flotilla llegó a Jolmogory, la capital
administrativa y sede del arzobispo de la región norte. Aquí el zar fue recibido con
clamor de campanas y con banquetes; tuvo dificultades para conseguir irse y
continuar las últimas millas río abajo. Por fin pudo ver las atalayas, los almacenes, los
Era un argumento ingenioso pero hizo poco efecto en Natalia. Ésta escribió a
Pedro rogándole que recordara su promesa y que permaneciera en tierra e instándole
a que volviera a Moscú. Añadió incluso una carta del niño de tres años, Alexis, que
apoyaba su ruego. Pedro le respondió varias veces que no debía preocuparse: «Si
estás triste ¿qué placer puedo yo sentir? Te ruego que hagas feliz a mi desgraciado ser
no entristeciéndote». «Te has dignado escribirme… para decirme que debo escribirte
más a menudo. Ahora te escribo en cada correo y mi única falta es no ir yo en
persona».
En realidad, Pedro no tenía ninguna intención de marcharse de Arcángel hasta
que la esperada flota de mercantes holandeses llegara de Ámsterdam. Entre tanto
pasaba sus días alegremente. Desde la ventana de su casa de la isla Moiseyev podía
ver a los barcos yendo y viniendo por el río. Se embarcaba e inspeccionaba
ansiosamente todos los barcos que había en el puerto, haciendo preguntas a los
capitanes durante horas, trepando a los mástiles para estudiar el aparejo y
examinando la construcción de los cascos. Los capitanes holandeses e ingleses
ofrecían toda su hospitalidad al joven monarca, invitándole a beber y a cenar con
ellos a bordo. Le hablaban de las maravillas de Ámsterdam, del gran astillero de
Zaandam, del valor de los marineros y soldados holandeses para enfrentarse a las
ambiciones de Luis XIV de Francia. Pronto Holanda se convirtió en la pasión de
Pedro y andaba por las calles de Arcángel vestido como un capitán holandés. Se
Al cabo de una semana la nueva fragata estaba lista para navegar al mando del
nuevo capitán. Pedro había dispuesto que la pequeña flotilla rusa acompañara por el
Océano Ártico a un convoy de mercantes holandeses e ingleses que volvían a casa.
Antes de levar anclas, Pedro decidió que la disposición de la flota y las señales para
dirigir sus movimientos debían seguir las técnicas que él había ingeniado. El recién
encargado San Pablo, con el vicealmirante Buturlin a bordo, iba en vanguardia,
seguido por cuatro barcos holandeses con cargamento ruso. Luego venía la fragata
nueva de Pedro, con el almirante Romodanovski y el propio zar como capitán
(aunque Jan Flam iba a su lado). Después, cuatro mercantes ingleses y, en la
retaguardia, el yate San Pedro, que llevaba al general Gordon, el nuevo
contraalmirante. Los conocimientos de navegación de Gordon eran escasos; casi
embarrancó con su barco en una islita creyendo que las cruces del cementerio que
había en la orilla eran los mástiles y penoles de los navíos que iban delante.
La flotilla de Pedro escoltó al convoy hasta Svyatoi Nos en la Península de Kola,
AZOV
Pedro tenía veintidós años y estaba en la plenitud de su joven virilidad. Para los que
veían por primera vez al zar, la característica física que producía más respeto al verle
era su estatura: con sus casi dos metros de altura, el monarca sobresalía con mucho
entre los que le rodeaban, y sobre todo porque el promedio de estatura de entonces
era menor que hoy. Sin embargo, aunque era muy alto, el cuerpo de Pedro era más
angular que macizo. Sus espaldas eran inusitadamente delgadas para un hombre de su
estatura, sus brazos eran largos, y sus manos, que le gustaba enseñar, eran poderosas
y toscas y estaban encallecidas a causa de su trabajo en el astillero. El rostro de Pedro
en esos años era redondo, aún joven y casi bello. Llevaba un bigotillo pero no peluca;
en lugar de ello sus cabellos lisos, de color castaño rojizo, le llegaban hasta la mitad
del cuello. Su cualidad más extraordinaria, todavía más que su estatura, era su titánica
energía. No podía permanecer sentado ni estar mucho tiempo en el mismo lugar.
Caminaba con tal rapidez que las zancadas de sus largas piernas obligaban a los que
iban en su compañía a trotar para mantenerse a su altura. Cuando se veía obligado a
despachar papeleo, daba vueltas en torno a un escritorio en el que trabajaba de pie.
Cuando asistía a un banquete comía durante unos minutos y luego se levantaba para
ver lo que ocurría en la sala de al lado o para ir a dar un paseo. Como necesitaba
movimiento, le gustaba quemar energías bailando. Después de pasar un tiempo en un
lugar le gustaba irse para conocer gente nueva y ver nuevos escenarios para formarse
nuevas impresiones. La imagen más exacta de Pedro el Grande es la de un hombre
perpetuamente curioso, perpetuamente inquieto y en perpetuo movimiento.
Fue, sin embargo, durante esos años cuando un preocupante y a veces
mortificante desorden físico comenzó a afligir al joven zar. Cuando se encontraba
emocionalmente agitado o bajo la presión de los acontecimientos, su rostro se
crispaba a veces espasmódicamente de modo incontrolable. Ese desorden, que
normalmente afectaba únicamente al lado izquierdo de su rostro, tenía una gradación
variable: unas veces el temblor no era más que un tic facial que duraba uno o dos
segundos; otras, era una verdadera convulsión, que comenzaba con la contracción de
los músculos del lado izquierdo de su cuello seguida de un espasmo de todo el lado
izquierdo de su rostro, quedando sus ojos en blanco. En el peor de los casos, cuando
se unía a esto el descoordinado movimiento de su brazo izquierdo, la convulsión
terminaba sólo cuando Pedro perdía el conocimiento.
Por disponer solamente de descripciones no profesionales de los síntomas de
Pedro, nunca sabremos la exacta naturaleza de su enfermedad ni su causa. Muy
En el invierno de 1695, Pedro buscó una nueva salida a sus energías. Sus dos
veranos en Arcángel, sus breves cruceros por el mar Blanco, sus largas charlas con
los capitanes ingleses y holandeses le habían estimulado. Quería ir más lejos, ver más
y navegar en más barcos. Una de sus ideas recurrentes era una expedición a Persia y
al Oriente. Este tema surgía a menudo durante las charlas invernales en el Suburbio
Alemán, donde los mercaderes ingleses y holandeses hablaban del grandioso
comercio que se podía desarrollar entre Europa y Persia y entre Europa y la India a
través de los ríos de Rusia. Desde Arcángel, Lefort había escrito a su familia en
Ginebra que «se habla de un viaje dentro de unos dos años a Kazán y Astracán». Más
tarde escribía el suizo: «El verano que viene construiremos cinco grandes navíos y
dos galeras que, si Dios quiere, irán dentro de dos años a Astracán para concluir
importantes tratados con Persia». «Se piensa también en construir unas galeras y
llevarlas al mar Báltico», escribió Lefort.
Mientras se hablaba de Persia y el Báltico, Moscú se quedó sorprendido en el
invierno de 1695 con el anuncio de que Rusia se iba a embarcar al verano siguiente
en una renovada guerra contra los tártaros y sus señores, el Imperio Otomano. No
sabemos exactamente por qué Pedro decidió aquel invierno atacar la fortaleza turca
de Azov. Se ha insinuado que esa repentina zambullida en la guerra se debió
enteramente a las inquietudes de Pedro y a que representaba un escape para sus
energías y curiosidad. Así, visto retrospectivamente, parece otro paso más en la gran
aventura marítima de su vida: primero el Yauza, luego el lago Pleschev, luego
Arcángel, ese es el orden. Soñaba con crear una flota. Pero el único puerto de mar
ruso estaba helado seis meses al año. El mar más próximo, el Báltico, seguía
firmemente controlado por los suecos, el poder militar dominante en el norte de
Europa. Sólo quedaba un camino en dirección al agua salada: hacia el sur y el mar
Negro.
Porque si esa nueva aventura no era un Juego de Neptuno, era quizá un Juego de
Marte. Durante veinte años Pedro había jugado con soldados; primero fueron
juguetes, luego muchachos, después hombres crecidos. Sus juegos habían comenzado
con ejércitos de unos cuantos centenares de mozos de cuadra y halconeros ociosos,
pasando a los 30.000 hombres que intervinieron en el asalto y defensa de la fortaleza
del río en Pressburgo. Ahora buscando la emoción de un combate real, buscó una
fortaleza que podía sitiar, y Azov, aislada al fondo de la estepa ucraniana, servía
admirablemente para sus propósitos.
Indudablemente, el impulso de Pedro para llegar al mar y su deseo de probar su
ejército pesaron en su decisión de ir a Azov. Pero también hubo otras razones. Rusia
seguía en guerra con el Imperio Otomano y todos los veranos los jinetes del kan
tártaro cabalgaban hacia el norte para hacer incursiones por Ucrania. En 1692, un
Cuando Pedro volvió a Voronezh se encontró con una gran actividad y confusión.
Montañas de troncos habían sido cortados y transportados hasta los astilleros y
docenas de barcazas iban adquiriendo forma. Pero había infinidad de problemas.
Muchos de los carpinteros de Arcángel llegaban con retraso; muchos de los
trabajadores sin preparación, pobremente alojados y malamente alimentados,
desertaron; el tiempo variaba entre deshielos que convertían a la tierra en barro y
repentinas heladas que convertían en hielo los ríos y las carreteras.
Pedro se lanzó a la acción. Dormía en un casita de troncos junto al astillero y se
levantaba antes del alba. Calentándose al fuego junto a sus carpinteros, rodeado por el
sonido de los golpes de hachas, martillos y mazos, trabajaba en una galera, la
Principium, que construía siguiendo el modelo holandés. Era feliz trabajando. «Según
el divino decreto a nuestro abuelo Adán, comemos el pan con el sudor de nuestra
frente», escribió.
En marzo el tiempo mejoró y a mediados de abril fueron botadas tres galeras,
entre ellas la Principium. Había centenares de nuevas barcazas amarradas en el río,
esperando su carga. Para tripular esa nueva armada, Pedro envió a buscar boteros a
los ríos y lagos más lejanos de Rusia. Para tripular las galeras de guerra, creó una
fuerza naval especial de cuatro mil hombres, escogidos entre muchos regimientos,
una gran parte procedente de sus guardias de Preobrayhenski y Semionovski.
La movilización general fue menor que la del verano anterior —en esta segunda
campaña no habría una marcha por el Dniéper—, pero la fuerza destinada a llevar a
cabo el segundo asalto a Azov sería el doble de la del verano pasado. Cuarenta y seis
mil soldados rusos serían reforzados por quince mil cosacos ucranianos, cinco mil
cosacos del Don y tres mil resistentes jinetes calmucos, de piel parda y semiasiática,
que podían cabalgar como cualquier tártaro. Se nombró comandante en jefe de la
expedición a un boyardo, Alexis Shein. Shein no era un jefe militar experto, pero
procedía de una familia distinguida, se le consideraba hombre de juicio y su
nombramiento silenció a los conservadores moscovitas que se quejaban diciendo que
LA GRAN EMBAJADA
La Gran Embajada fue uno de los dos o tres mayores acontecimientos de la vida de
Pedro. El proyecto asombró a sus compatriotas. Hasta entonces ningún zar ruso había
viajado pacíficamente al extranjero; unos cuantos se habían atrevido a cruzar las
fronteras en tiempos de guerra para sitiar una ciudad o perseguir a un ejército
enemigo, pero nunca en tiempos de paz. ¿Por qué quería hacerlo? ¿Quién gobernaría
durante su ausencia? Y si iba a viajar, ¿por qué quería hacerlo de incógnito?
En realidad existía una sólida razón diplomática para aquella embajada. Pedro
deseaba renovar y, si era posible, reforzar la alianza contra los turcos. Creía que la
captura de Azov era sólo el comienzo. Esperaba forzar el estrecho de Kerch con su
nueva flota y apoderarse del mar Negro y para conseguirlo no sólo necesitaba
tecnología y mano de obra especializada; tenía que tener aliados leales. Rusia no
podía luchar sola contra el imperio otomano. La solidaridad de la alianza estaba ya
amenazada. El rey Jan Sobieski de Polonia había fallecido en junio de 1696 y con su
muerte la mayor parte del fervor anti-turco había desaparecido en aquella nación.
Luis XIV de Francia maniobraba para colocar príncipes franceses en los tronos de
España y Polonia, ambiciones que probablemente provocarían nuevas guerras con el
imperio Habsburgo; por lo tanto el Emperador deseaba la paz en el Oriente. Con el
fin de evitar un nuevo desmoronamiento de la alianza, la embajada rusa se proponía
visitar las capitales de sus aliados: Varsovia, Viena y Venecia. Visitaría también las
principales ciudades de las potencias marítimas protestantes, Ámsterdam y Londres,
buscando una posible ayuda. Sólo se evitaría Francia, amiga del Turco y enemiga de
Austria, Holanda e Inglaterra. Los embajadores tenían que buscar carpinteros y
oficiales de marina diestros, hombres que habían accedido al mando por sus propios
méritos y no por influencias; deberían comprar cañones de barco, anclas, aparejos de
poleas e instrumentos de navegación que pudieran ser copiados y reproducidos en
Rusia.
Pero hasta esos importantes objetivos podían haberlos alcanzado los embajadores
de Pedro sin la presencia física del zar. ¿Por qué fue entonces? La respuesta más
sencilla parece la mejor: porque tenía el deseo de aprender. La visita a Europa
Occidental fue la etapa final de la educación de Pedro, la culminación de todo lo que
había aprendido de los extranjeros desde su niñez. Ellos le enseñaron en Rusia todo lo
que pudieron, pero había más cosas y Lefort le instaba continuamente a que fuera. El
interés principal de Pedro se centraba en los barcos para su embrionaria marina y
sabía muy bien que en Inglaterra y Holanda vivían los mejores constructores de
La Europa que Pedro iba a visitar en la primavera de 1697 estaba dominada por el
poder y la gloria de un solo hombre: Su Cristianísima Majestad Luis XIV de Francia.
Llamado el Rey Sol y representado tanto en las ceremonias y en las artes como
Apolo, con sus rayos alcanzaba hasta el último rincón de la política, la diplomacia y
A ese mundo moderno del siglo diecisiete, con toda su brillantez, su energía y sus
males, entraban los pocos rusos que viajaban por el extranjero parpadeando como
criaturas de la oscuridad atraídas por la luz. O no creían o censuraban la mayor parte
de las cosas que veían. Los extranjeros, por supuesto, eran herejes, y el contacto con
Una vez cruzado el Dvina, Pedro entró en el ducado de Curlandia, cuya capital,
Mitau, estaba situada treinta millas al sur de Riga. Nominalmente Curlandia era un
feudo del reino de Polonia, pero estaba lo bastante lejos de Varsovia como para
mantener una autonomía práctica y ahora, con la desintegración de Polonia, el duque
de Curlandia era casi su propio amo. Aquí no hubo ningún error como el cometido
por Dahlberg en Riga. El zar era el zar; respetarían su deseo pero todos sabían quién
iba de incógnito. Aunque su ducado era pobre, el duque Federico Casimiro honró a la
embajada con todo lujo. «Había mesas cubiertas de víveres en todos los lugares, con
trompetas y música junto con fiestas y exceso de bebidas, como si Su Majestad el Zar
fuera otro Baco. Nunca he visto tan grandes bebedores», escribió uno de los ministros
del duque. Los rusos, susurraban entre sí los extranjeros, no eran realmente más que
«osos bautizados».
Como sabía que al zar le gustaba navegar, el duque de Curlandia alquiló un yate
para que su invitado pudiera realizar la siguiente etapa de su viaje por mar. El destino
de Pedro era Königsberg, una ciudad del grande y poderoso estado electoral de
Brandenburgo, en el norte de Alemania.
Allí mismo recibió al zar el Elector Federico III. Miembro de la ambiciosa casa
de los Hohenzollern, Federico tenía grandes proyectos para él y sus dominios. Su
sueño era transformar su electorado en un poderoso reino, al que daría el nombre de
Pedro demostró cuánto había disfrutado en aquella velada enviando a cada una de
las Electoras un baúl de martas cibelinas y brocados rusos. Luego se marchó
inmediatamente, adelantándose al grupo principal. Porque Holanda estaba a sólo unas
pocas millas Rhin abajo.
PEDRO EN HOLANDA
En la segunda mitad del siglo diecisiete, Holanda, término que se empleaba para
nombrar a las siete Provincias Unidas de los Países Bajos del Norte, estaba en la cima
de su poder y prestigio mundial. Con su densa y fecunda población de dos millones
de seres laboriosos apiñados en una zona pequeña, Holanda era, con mucho, el
Estado más rico, más urbanizado y cosmopolita de Europa. No es sorprendente que la
prosperidad de ese pequeño Estado fuera motivo de envidia para sus vecinos, y que a
veces esa envidia se convirtiera en codicia. En esas ocasiones los holandeses
aprovechaban ciertas características nacionales para defenderse. Eran valerosos,
obstinados e ingeniosos y cuando peleaban —primero contra los españoles, luego
contra los ingleses y por fin contra los franceses— lo hacían de una manera práctica
pero al mismo tiempo desesperada y sublimemente heroica. Para defender su
independencia y su democracia aquel país de dos millones de habitantes tenía un
ejército de ciento veinte mil hombres y la segunda marina del mundo.
El comercio y el transporte marítimo eran las fuentes de la enorme riqueza de
Holanda. Los holandeses del siglo diecisiete eran un pueblo de comerciantes y
marineros. Los dos puertos gemelos de Ámsterdam y Rotterdam, estaban en las
desembocaduras del Rhin, en la unión de los canales de Europa, de los ríos y océanos
más importantes del mundo. Casi todo lo que entraba y salía de Europa o subía y
bajaba sus costas o atravesaba el mar, pasaba por Holanda. Estaño inglés, lana
española, hierro sueco, vinos franceses, pieles rusas, especies indias, madera noruega
y lana irlandesa entraban en los Países Bajos para ser clasificados, terminados,
tejidas, mezcladas, seleccionadas y enviadas de nuevo por los caminos del mar.
Para transportar esas mercancías, Holanda disponía de un monopolio casi total de
la navegación mundial. Cuatro mil mercantes holandeses —más barcos de los que
poseía el resto del mundo— navegaban por todos los océanos. La Compañía
Holandesa de las Indias Orientales, fundada en 1602, y la más reciente Compañía de
las Indias Occidentales, tenían oficinas en todos los puertos importantes del mundo.
Los marinos holandeses unían a la energía del explorador el cálculo del comerciante
y buscaban continuamente nuevos puertos y mercados. Mientras los barcos iban y
venían sin cesar, las mercancías y los beneficios aumentaban, la república mercantil
holandesa se iba haciendo más rica y el poder y la fama de Holanda se extendía aún
más. Holanda era el verdadero modelo del estado rico con éxito comercial, un paraíso
a donde acudían los jóvenes de toda la Europa protestante, especialmente de
Inglaterra y Escocia, para aprender las técnicas comerciales y financieras de la
EL PRÍNCIPE DE ORANGE
Fue una suerte para Pedro que Guillermo estuviera en Holanda cuando llegó la
Gran Embajada. Desde la adolescencia del zar, Guillermo había sido uno de sus
principales héroes entre los gobernantes occidentales. Durante las largas veladas que
había pasado en el Suburbio Alemán, hablando con holandeses, alemanes y otros
extranjeros, la mayor parte de ellos partidarios de la causa protestante y anti-francesa
de Guillermo, Pedro había escuchado innumerables historias sobre el intrépido, hábil
y tenaz holandés. En 1691 en Pereslavl, había ordenado que los cañones de sus
barcos dispararan una salva al enterarse de la victoria inglesa y holandesa frente a la
flota francesa en La Hogue. Predispuesto a valorar todo lo holandés, deseoso de
aprender los secretos de los carpinteros holandeses, esperando conseguir la ayuda
holandesa en su lucha contra los turcos, Pedro estaba deseoso de conocer al rey y
Estatúder al que tanto admiraba.
El primer encuentro tuvo lugar en Utrecht, adonde llegó Pedro escoltado por
Witsen y Lefort. La reunión fue completamente privada e informal, según los deseos
de ambos monarcas. Era una pareja extraña: el holandés bajo, fríamente disciplinado
con su espalda encorvada y su resuello asmático, y el ruso altísimo, joven e
impulsivo. La propuesta de Pedro de que Guillermo se uniera a él en una alianza
cristiana contra los turcos no provocó ninguna respuesta. Guillermo, aunque
negociaba la paz con los franceses, no quería ninguna guerra importante en Oriente
que pudiera distraer y apartar a su aliado austríaco y tentar a Luis XIV a renovar sus
aventuras en el Oeste. En cualquier caso, el ruego de Pedro no iba a ser entregado
PEDRO EN INGLATERRA
Cuando Pedro visitó Inglaterra, Londres y París eran las ciudades más populosas de
Europa. En cuanto a riqueza comercial, Londres seguía a Ámsterdam y pronto la
rebasaría. Sin embargo, lo que le daba su carácter único era el grado en que dominaba
la nación en que estaba asentada. Como París, era la capital y sede del gobierno y, al
igual que Ámsterdam, era el puerto más importante del país, el centro de su comercio,
arte y cultura. En Inglaterra, Londres era desproporcionada con respecto al resto del
país. Contando con sus suburbios, tenía 750.000 habitantes; Bristol, segunda ciudad
en tamaño de Inglaterra, tenía 30.000. En otras palabras, uno de cada diez ingleses
era londinense mientras que sólo un francés de cada cuarenta vivía en París.
Así era Londres en 1698. En lo que respecta a la política general, para Inglaterra
el siglo XVII fue un siglo de transición. El reino insular de la Reina Isabel, pequeño y
relativamente insignificante en el siglo XVI, pasó a ser en el siglo siguiente una gran
potencia europea y un imperio mundial.
Pero el poder y las ambiciones de Inglaterra aumentaban. A mediados del
siglo XVII, los holandeses dominaban las rutas comerciales del mundo, pero los
marineros y mercaderes ingleses ansiaban rivalizar con ellos y tres guerras navales
alteraron la supremacía holandesa.
La posición de las dos potencias, casi iguales en el siglo XVII, cambió muy pronto
en el XVIII. El poder holandés disminuyó rápidamente y Holanda pasó a ser un estado
de menor importancia. Inglaterra emergió de las guerras de Marlborough dominando
los océanos y su poder marítimo la convirtió en un imperio mundial con colonias en
todos los rincones del mundo.
Evelyn no fue a ver la casa hasta que los rusos se marcharon, tras una estancia de
tres meses, y entonces se dio cuenta del alcance del daño que habían hecho a su
vivienda, que había sido tan hermosa. Espantado, acudió al Inspector Real, Sir
Christopher Wren, y al Jardinero Real, el señor London, para que valoraran el costo
de las reparaciones. Encontraron los suelos y alfombras tan sucios y manchados de
tinta y grasa, que sería necesario instalar otros nuevos. Habían arrancado los azulejos
de las estufas holandesas y forzado las cerraduras de latón de las puertas. La pintura
estaba desconchada y sucia. Las ventanas estaban rotas y más de cincuenta sillas —
todas las que había en la casa— simplemente habían desaparecido, probablemente en
las estufas. Los colchones de plumas, las sábanas y los doseles estaban rasgados,
como por obra de un animal salvaje. Había veinte cuadros y retratos despedazados,
probablemente al utilizarlos como dianas. En cuanto al exterior, el jardín estaba
destrozado. El césped estaba pisoteado y convertido en barro y polvo, «como si un
regimiento de soldados con zapatos de hierro hubiera hecho allí su instrucción». Un
magnífico seto de acebo, de unos ciento cuarenta metros de largo, casi tres metros de
altura y un espesor de metro y medio, había sido aplastado al atravesarlo con
carretillas. El césped usado para los bolos, los senderos de grava, los arbustos y los
árboles estaban en un estado lamentable. Según los vecinos, los rusos descubrieron
tres carretillas, desconocidas en Rusia, e inventaron un juego en el que un hombre, a
veces el zar, se metía dentro de la carretilla y otro le empotraba en el seto. Wren y sus
compañeros tomaron nota e hicieron una recomendación, con lo que a Evelyn se le
entregó una recompensa de 350 libras y nueve peniques, una cantidad enorme para
aquella época.
Teniendo en cuenta que aquella era una época de luchas religiosas, no es extraño
que los protestantes se sintieran invadidos de un espíritu misionero ante aquel
monarca joven y extraño, que quería importar la tecnología occidental para su
atrasado reino. Junto a las técnicas para construir barcos, ¿por qué no se llevaba una
religión? Los rumores de que Pedro no era un devoto de la ortodoxia tradicional y
que estaba interesado en otras creencias, provocaron grandes sueños en las mentes de
los protestantes agresivos. ¿Sería posible convertir al joven monarca, y a través de él,
El informe del embajador tenía como fin poner al día al emperador en cuanto a
los últimos acontecimientos, porque se esperaba que Pedro se marchara a Holanda en
cualquier momento y la próxima etapa de su viaje era Viena. Pero la partida del zar se
retrasaba cada vez más. Pretendía haber hecho una visita corta, pero se había
encontrado con tanto que ver y que hacer, no sólo en el astillero de Deptford, sino
también en Woolwich y en la casa de la Moneda, que se retrasaba continuamente. Los
miembros de la Embajada que se habían quedado en Ámsterdam empezaban a
ponerse nerviosos. No sólo se preocupaban por el paradero y las intenciones del zar,
sino que habían recibido noticias de Viena de que el emperador estaba a punto de
firmar una paz, por separado, con su enemigo común, los turcos. Como el fin
declarado de la Gran Embajada era fortalecer la alianza, las noticias de su inminente
desintegración no hicieron felices a los rusos. Al recibir estos mensajes y ver que las
presiones se iban haciendo más acuciantes, Pedro decidió marcharse, pero sin muchas
ganas.
El 18 de abril, el zar fue a despedirse del rey. Las relaciones entre los dos se
habían enfriado algo, puesto que Pedro sabía que Guillermo había tenido algo que ver
con la próxima paz entre el emperador y el sultán. Por supuesto, para Guillermo era
esencial ayudar al imperio Habsburgo a librarse de su guerra en los Balcanes y
hacerlo girar hacia el único enemigo que preocupaba a Guillermo: Francia. Aun así,
la entrevista final, en el palacio de Kensington, fue amistosa. El zar distribuyó 120
guineas entre los sirvientes del rey que le habían servido, que según un testigo «fue
más de lo que merecían, porque se habían portado muy groseramente con él». Al
almirante Mitchell, su acompañante e intérprete, le dio cuarenta pieles de marta
cebellina y seis piezas de damasco, un regalo magnífico. Fue entonces cuando Pedro,
según se dice, se sacó del bolsillo un objeto pequeño, envuelto en papel marrón, que
dio al rey como muestra de amistad y aprecio. Según sigue la historia, Guillermo, al
desenvolverlo, se encontró con un diamante magnífico sin tallar. Otros dicen que era
un enorme rubí en bruto, digno de ser «engastado en lo alto de la corona imperial de
LEOPOLDO Y AUGUSTO
Polonia, que Pedro atravesaba para volver a su patria, era entre los grandes
estados europeos de los tiempos del zar el más débil y vulnerable. En tamaño físico y
población, era gigantesca: sus fronteras se extendían desde Silesia hasta Ucrania,
desde el Báltico hasta los Cárpatos; su población era de ocho millones, una de las
mayores de Europa; sin embargo, política y militarmente, Polonia era insignificante.
Un estado tan enorme permanecía intacto sólo porque sus vecinos estaban demasiado
ocupados, o eran demasiado débiles, como para desmembrarlo. Durante los veinte
años que duró la Gran Guerra del Norte que estaba a punto de comenzar, Polonia se
quedó postrada, y por desgracia su función fue proporcionar un campo de batalla a
los ejércitos extranjeros invasores.
Ante el poder militar de Suecia, tan agresiva y con un imperio de dos millones y
medio de súbditos, la gigantesca Polonia estaba inerme. Había una serie de factores
responsables de la impotencia de Polonia. El primero era la ausencia de cualquier tipo
de cohesión racial o religiosa.
Sólo la mitad de Polonia era realmente polaca y esa mitad era católica en su
mayoría. El resto —lituanos, rusos, judíos y alemanes— era una mezcla de
protestantes, rusos ortodoxos y hebreos. Con esta variedad de tendencias, florecían
los antagonismos políticos y religiosos. Los lituanos luchaban entre sí y sólo se unían
por su odio contra los polacos. Los judíos, que formaban una gran parte de la
población urbana, dominaban el comercio y las finanzas, provocando el temor y la
Al salir el sol el día 5 de septiembre de 1698, Moscú se despertó con la noticia de que
el zar había vuelto. Pedro había llegado la noche anterior con Lefort y Golovin,
haciendo una corta visita al Kremlin y a casa de varios amigos. Luego había ido a
pasar la noche en su casa de madera, en Preobrayhenskoye, con Anna Mons. A
medida que la noticia se iba difundiendo rápidamente por la ciudad, una multitud de
boyardos y funcionarios acudió en tropel a la puerta de Pedro para darle la
bienvenida, intentando, como dijo un observador, «probar, mediante la rapidez de su
servilismo, la constancia de su lealtad». Pedro los recibió a todos con gran placer. A
los que se arrojaron a sus pies, al viejo estilo moscovita, «los hizo levantar
amablemente de su postración y los besó como se hace con los amigos íntimos».
Aquel mismo día, en que los nobles se daban codazos para acercarse al zar, el
calor del recibimiento tuvo que pasar por una prueba extraordinaria. Después de pasar
entre ellos y de abrazarlos, Pedro sacó de repente una navaja de barbero larga y
afilada y empezó a afeitarles, con sus propias manos. Comenzó con Shein,
comandante del ejército, que estaba demasiado asombrado para resistirse. Después le
tocó a Romodanovski, cuya profunda lealtad a Pedro superó ese ultraje a su
sensibilidad moscovita. Los otros se vieron obligados, uno por uno, a someterse hasta
que todos los boyardos presentes estuvieron afeitados y ni siquiera podían echarse a
reír ni señalar, escandalizados, a los demás. Sólo se salvaron tres: el patriarca, que vio
la escena con horror, por respeto a su cargo, el príncipe Miguel Cherkasski, debido a
su avanzada edad, y Tikhon Streshnev, en deferencia a su papel de guardián de la
zarina.
La escena merecía la pena: de pronto, los dirigentes políticos, militares y sociales
de Rusia habían quedado transformados físicamente. Rostros familiares, que se
habían reconocido entre sí durante toda una vida, desaparecieron de repente.
Surgieron rostros nuevos. Barbillas, mandíbulas, mejillas, bocas, labios, ocultos
durante años, salieron a la luz, dando a sus propietarios un aspecto totalmente nuevo.
Era cómico, pero el humor se mezclaba con el nerviosismo y el temor. Para la
mayoría de los rusos ortodoxos, la barba era símbolo fundamental de su creencia
religiosa y de su propia estima. Era un adorno otorgado por Dios, llevado por los
profetas, los apóstoles y el propio Jesús. Iván el Terrible expresó el sentimiento
tradicional de los moscovitas al declarar: «Afeitar una barba es un pecado que ni la
sangre de todos los mártires puede limpiar. Desfigura la imagen del hombre creada
por Dios». Por lo general, los sacerdotes se negaban a bendecir a los hombres sin
Unos días más tarde, Pedro celebró el Año Nuevo ruso —que, según el calendario
de la Vieja Moscovia, comenzaba el 1 de septiembre— con un gran banquete en casa
del general Shein. Entre los invitados se contaba una gran cantidad de boyardos,
funcionarios y otros, entre ellos un grupo de marineros rasos de la incipiente flota.
Pedro honró de manera especial a estos últimos, pasando con ellos una gran parte de
la noche, partiendo manzanas, dándole una mitad a un marinero y comiéndose él la
otra. Puso un brazo sobre los hombros de un marinero y le llamó «hermano». Hubo
un brindis tras otro y cada vez que se levantaban las copas se oía una salva de
veinticinco cañonazos.
Todavía se celebró otra «fiesta suntuosa» dos semanas después de la vuelta del
zar y aunque Pedro llegó «con las encías hinchadas por un dolor de muelas», el
embajador austríaco manifestó que nunca le había visto tan feliz. Llegó el general
FUEGO Y LÁTIGO
Afeitadas las barbas y apurados los primeros brindis del reencuentro, la sonrisa
desapareció del rostro de Pedro. Había un trabajo más sombrío a la vista: era el
momento de ajustar cuentas con los streltsy.
Desde la caída de Sofía, las antiguas tropas de élite del antiguo ejército moscovita
habían sido deliberadamente humilladas. En los simulacros de batallas de Pedro en
Preobrayhenskoye, los regimientos streltsy siempre hacían de «enemigo» y perdían
siempre. Más recientemente, en combates auténticos, bajo las murallas de Azov, los
streltsy habían sufrido grandes pérdidas. Se sentían agraviados por tener que cavar
como trabajadores, amontonando tierra para las labores de asedio; les desagradaba
tener que obedecer las órdenes de oficiales extranjeros y se quejaban al ver a su joven
zar tan ansioso por seguir los consejos de esos occidentales que hablaban lenguas
incomprensibles.
Por desgracia para los streltsy, las dos campañas de Azov habían demostrado, de
modo definitivo, lo inferiores que eran en disciplina y espíritu de lucha en
comparación con los nuevos regimientos, y Pedro anunció su intención de modelar
aquel ejército según el modelo occidental. Tras la captura de Azov, fueron los nuevos
regimientos los que entraron en Moscú con el zar triunfalmente y recibieron los
honores, mientras que los streltsy se quedaban detrás para reconstruir las
fortificaciones y servir de guarnición en la conquistada ciudad. Aquello violaba todos
los precedentes; el lugar tradicional de los streltsy en tiempo de paz era Moscú, donde
custodiaban el Kremlin, tenían a sus esposas y familias y llevaban negocios
prósperos. Ahora, algunos de los soldados llevaban casi dos años fuera de casa,
también según las líneas de un plan trazado.
Pedro y su gobierno querían los menos streltsy posibles en la capital, y la mejor
manera de mantenerles lejos era asignarles un servicio permanente en una frontera
distante. Así que, en un momento dado, deseoso de reforzar el ejército ruso en la
frontera polaca, el gobierno mandó allí a 2.000 streltsy de los regimientos de Azov.
Fueron sustituidos por los streltsy de Moscú, mientras que los guardias y otras tropas
de estilo occidental quedaban en la capital para proteger al gobierno.
Los streltsy se fueron, pero su descontento aumentó. Estaban furiosos por tener
que ir desde un puesto fronterizo distante hasta otro que quedaba a centenares de
kilómetros, y todavía más indignados porque no les dejaron pasar por Moscú para ver
a sus familias. En el camino, algunos de los soldados desertaron y reaparecieron en
Moscú, presentando reclamaciones sobre pagas atrasadas y pidiendo permiso para
La petición seguía con otras quejas, incluyendo «que habían oído que los
alemanes iban a ir a Moscú para afeitarse las barbas y fumar públicamente tabaco con
el fin de desacreditar a la Ortodoxia». Entre tanto, mientras Gordon parlamentaba con
los rebeldes, las tropas de Shein se habían atrincherado silenciosamente en el terreno
más alto que dominaba la orilla oriental y De Grage había colocado sus cañones
arriba, apuntando por encima del arroyo hacia los streltsy.
Pedro, que volvía apresuradamente al país desde Viena, fue informado por el
camino de la fácil victoria sobre los streltsy; le aseguraron «que no ha escapado ni
uno». Sin embargo, a pesar de lo rápido que se había sofocado la revuelta —que
nunca había amenazado en serio a su trono—, el zar estaba profundamente
perturbado. Su primera preocupación, después de la ansiedad y humillación de que su
ejército se sublevara mientras él viajaba al extranjero, fue —exactamente como
pensaba Gordon— preguntarse hasta dónde llegaban las raíces de la rebelión y qué
personas podían estar implicadas. Pedro dudaba que los streltsy hubieran actuado
solos. Sus demandas y acusaciones contra sus amigos, contra él mismo y su estilo de
vida, eran demasiado ambiciosas para proceder de soldados sencillos. ¿Quién les
El siglo diecisiete, como todos los siglos anteriores y los que vinieron después,
fue una época de crueldades horribles. Se practicaba la tortura en todos los países y
para castigar muchos delitos, particularmente los cometidos contra el soberano o el
Estado. Normalmente, como el soberano era el Estado, cualquier forma de oposición,
Siguiendo las órdenes del zar, el príncipe Romodanovski trajo a todos los
traidores capturados hasta Preobrayhenskoye y construyó catorce cámaras de tortura
para recibirles. Seis días a la semana (el domingo era un día de descanso), semana
tras semana, en una sesión continua de tortura que se convirtió en una cadena de
montaje, fueron interrogados todos los prisioneros que aún estaban vivos, 1.714
hombres. Estuvieron la mitad de septiembre, y casi todo octubre, azotando y
quemando a los streltsy con el fuego y el knut.
Korb cuenta que en su furia vengadora, Pedro obligó a varios de sus favoritos a
actuar como verdugos. El 23 de octubre, según Korb, los boyardos que habían
formado el tribunal que condenó a los streltsy, fueron convocados en
Preobrayhenskoye, donde se les ordenó que ejecutaran las sentencias ellos mismos.
A cada boyardo le trajeron un strelets, a la vez que se le daba un hacha, con la
orden de que decapitara al hombre que tenía enfrente. Algunos cogían el hacha con
manos temblorosas, apuntaban mal y no golpeaban con fuerza suficiente. Un boyardo
apuntó demasiado bajo, golpeando a su víctima en mitad de la espalda y casi
partiéndole en dos. Con el hombre retorciéndose, gritando y sangrando delante de él,
el boyardo fue incapaz de terminar su tarea.
En este espeluznante trabajo, parece ser que se distinguieron dos personas. El
príncipe Romodanovski, conocido ya por su dirección implacable de los
interrogatorios en las cámaras de torturas, decapitó a cuatro streltsy, según Korb. La
siniestra pasión de Romodanovski, que «superó a todos los demás en crueldad», tal
vez tuviera sus raíces en el asesinato de su padre por los streltsy, en 1682. Alejandro
Menshikov, el joven favorito del zar, deseoso de agradar, se jactó después de haber
decapitado a veinte. Entre los íntimos del zar, sólo se negaron los extranjeros,
alegando que no era costumbre en sus países que hombres de su clase actuaran como
verdugos. Pedro, según Korb, supervisó toda la operación desde su montura,
poniendo mala cara cuando veía algún boyardo, pálido y tembloroso, aceptar el hacha
con disgusto.
Korb dice también que Pedro decapitó a algunos de los streltsy. El secretario
austriaco afirma que el día de las primeras ejecuciones públicas en
Preobrayhenskoye, estaba junto a un mayor alemán del ejército del zar. Dejando a
Korb, el mayor se abrió camino entre la multitud y volvió más tarde para contarle que
había visto a Pedro decapitar personalmente a cinco de los streltsy. Otro día, en el
otoño, según Korb, «varias personas han contado que hoy el propio zar ha vuelto a
ejecutar la venganza pública en algunos de los traidores». La mayoría de los
ENTRE AMIGOS
Aquel otoño e invierno, Rusia sintió por primera vez todo el peso de la voluntad de
Pedro. La tortura y ejecución de los streltsy fue la manifestación más siniestra y
dramática, pero cuando todavía seguía vivo el fuego de la tortura, los moscovitas
aterrorizados y los observadores extranjeros empezaron a vislumbrar un hilo
conductor en todas sus acciones. La destrucción de los streltsy, el corte de barbas y
mangas, los cambios en el calendario y en la moneda, el encarcelamiento de la zarina,
la mofa de los ritos eclesiásticos, la construcción de barcos en Voronezh formaban
parte de un solo objetivo: destruir lo viejo y traer lo nuevo, mover la masa de sus
paisanos, enorme e inerte, en dirección a un estilo de vida más moderno, más
occidental.
Aunque hemos descrito por separado esos golpes infligidos a la vieja Rusia, se
produjeron al mismo tiempo. Después de los días pasados en las cámaras de tortura
de Preobrayhenskoye, Pedro pasó directamente a las noches de juerga y a una
sucesión de festejos y diversiones. Casi todas las noches de aquel otoño e invierno
temibles, Pedro fue a un banquete, una mascarada, una boda, un bautizo, una
recepción para embajadores extranjeros o una parodia de ceremonia religiosa
celebrada con su Sínodo de los Borrachos. Lo hizo, en parte, para atemperar su cólera
por la rebelión y su abatimiento por el terrible trabajo de venganza y también porque
se sentía feliz, después de dieciocho meses en el Occidente, de estar otra ven en su
país y con sus amigos.
En muchas ocasiones estaba presente Anna Mons. Ya era su amante antes de irse
Pedro con la Gran Embajada y ahora —que ya se había quitado a Eudoxia de en
medio— la dama que se describía a sí misma como la «fiel amiga» del zar apareció a
la luz pública: cogida de su brazo, asistió al bautizo del hijo del embajador danés; el
día del cumpleaños de la Mons el zar cenó en casa de la madre de ésta. Su presencia y
la de un grupo de mujeres, reducido pero cada vez mayor, rompió el precedente de
que las juergas nocturnas en Rusia tenían que ser exclusivamente para varones.
Tampoco los juerguistas eran sólo rusos. Durante esos festejos se contaba con los
embajadores de Dinamarca, Polonia, Austria y Brandenburgo, que participaban junto
a los favoritos de Pedro. Evidentemente, Pedro estaba encantado con su presencia; le
daban un sentido de proximidad a la cultura occidental y ellos, mejor que sus
boyardos, podían comprender sus esperanzas y ambiciones. Su presencia fue una
suerte para la historia: sus informes dieron descripciones detalladas de la vida en la
corte de Pedro.
Al día siguiente, los ascensos concedidos por Shein fueron anulados, y a partir de
entonces Patrick Gordon recibió el encargo de decidir qué oficiales debían ser
El 12 de octubre, informa Korb, «la tierra estaba cubierta por una capa espesa de
nieve y todo estaba helado por el intenso frío». Seguían tanto los festejos como las
ejecuciones, aunque Pedro dejó pronto Moscú para visitar el astillero de Voronezh.
Sin embargo, el zar volvió antes de las fiestas. «Hoy es Nochebuena», sigue Korb en
su diario,
y como va precedida por un ayuno ruso de siete semanas, todos los mercados y lugares públicos están llenos a
rebosar de carnes. Allí hay una cantidad increíble de gansos; en otro sitio hay tal cantidad de cerdos ya muertos
que se podría pensar que durarán un año entero. Pasa lo mismo con los bueyes. Hay aves de todas clases, como si
hubieran volado todas juntas hasta esta ciudad. Es inútil nombrar todas las variedades. Baste con decir que se
encuentra todo lo que se puede desear.
El día de Navidad, Korb vio la celebración mezclada con las payasadas del
Sínodo de Burla.
El falso patriarca, con sus falsos acólitos en ochenta trineos, recorrieron la ciudad y el Suburbio Alemán, llevando
las cruces, mitras y otras insignias de su dignidad supuesta. Se pararon en todas las casas de los moscovitas y
oficiales alemanes más ricos y cantaron alabanzas a la recién nacida Deidad en tonadas que los habitantes debían
pagar suntuosamente. Después de cantar las loas del recién nacido en casa del general Lefort, éste les recibió con
música más agradable, comida y bailes.
Estos cantores de villancicos desafinados esperaban una gran recompensa por sus
esfuerzos. Cuando no era lo bastante generosa, el propietario de la casa llevaba la
peor parte:
El mercader más rico de Moscovia, cuyo nombre es Filadilov, cometió una gran ofensa, porque sólo dio doce
rublos al zar y a sus boyardos cuando cantaban las loas al Dios recién nacido en su casa, por lo que Pedro, lo más
rápido posible, envió a cien miembros del populacho a casa del mercader con una orden de que cada uno recibiera
en el acto un rublo.
Las fiestas seguían hasta la Epifanía, fecha de la bendición tradicional del río,
bajo las murallas del Kremlin. Contra lo acostumbrado, el zar no se sentó junto al
patriarca en su trono, sino que apareció uniformado al frente de su regimiento, junto
con otros 12.000 soldados, sobre el hielo espeso del río. «La procesión hasta el río,
que estaba completamente helado, iba encabezada por el regimiento del general
Gordon; el rojo espléndido de sus uniformes nuevos reforzaba su aspecto grandioso»,
escribe Korb.
Las bacanales de otoño e invierno llegaron a su culminación en la semana de
carnaval, antes del comienzo de la cuaresma. Un papel clave de la bacanal lo
representó el Sínodo de Burla, cuyos miembros desfilaron en una procesión, solemne
pero cómica, hasta el palacio de Lefort para venerar a Baco. Korb les vio pasar:
El que asumía el papel de patriarca iba con las vestimentas de un obispo. Baco llevaba una mitra y estaba
totalmente desnudo para provocar la lascivia de los espectadores. Cupido y Venus estaban representados en la
insignia de su báculo, para que nadie se engañara acerca del rebaño del que era pastor. Los restantes bacantes
venían detrás de él, algunos llevando cuencos llenos de vino, hidromiel, cerveza y coñac. Como el invierno
impedía que llevaran hojas de laurel, llevaban grandes platos con hojas secas de tabaco que, una vez encendido,
Desde el momento en que volvió a Moscú, Pedro estaba deseando ir a ver las naves
que se estaban construyendo en Voronezh. Incluso durante las torturas de
Preobrayhenskoye, mientras él y sus amigos se dedicaban a beber en las noches
tristes de invierno, el zar deseaba ir al Don con los carpinteros de barcos occidentales
que había contratado y que, en ese momento, estaban empezando a trabajar en los
astilleros, a orillas del río.
Había hecho una primera visita a finales de octubre. Muchos de los boyardos, que
deseaban congraciarse con el zar permaneciendo cerca de él, le siguieron al sur. El
príncipe Cherkasski, el respetado anciano cuya barba no había sido afeitada, fue
nombrado prefecto de Moscú, pero pronto descubrió que su autoridad no era única.
Como era típico en él, Pedro había confiado el gobierno no a una persona, sino a
varias. Antes de marcharse, también había dicho a Gordon: «Dejo todo en tus
manos». Y a Romodanovski: «Mientras tanto, confío todos mis asuntos a tu lealtad.»
Era la máxima del gobierno de Pedro cuando estaba ausente: dividir la autoridad
entre muchos y confundir a todos en cuanto al poder que cada cual detentaba, de
forma que estuvieran siempre discutiendo llenos de dudas. El sistema no servía para
que en su ausencia hubiera un gobierno eficaz, pero evitaba que un regente se
enfrentara a su poder. Como se desconocían las causas de la revuelta de los streltsy,
aquélla era la mayor preocupación de Pedro.
En Voronezh, en los astilleros que se extendían por las orillas de aquel río ancho y
poco profundo, Pedro se encontró a los carpinteros serrando y dando martillazos, a la
vez que con muchos problemas. Había escasez junto a un gran despilfarro, tanto de
hombres como de materiales. En su prisa por cumplir las órdenes del zar, los
carpinteros habían usado madera verde, que se pudría enseguida en el agua. Al llegar
de Holanda, el contralmirante Cruys había inspeccionado los navíos, ordenando
sacarlos del agua para reconstruirlos y fortalecerlos. Los carpinteros extranjeros, cada
uno de los cuales seguía sus propios diseños sin seguir órdenes y sin control alguno,
discutían a menudo. Los carpinteros holandeses, siguiendo órdenes que Pedro había
enviado desde Londres de que trabajaran sólo bajo supervisión de otros, estaban
indignados y no trabajaban. Los artesanos rusos no estaban de mejor humor.
Enviados por decreto a Voronezh para aprender a construir barcos, se dieron cuenta
de que si demostraban destreza, les enviarían al Occidente a perfeccionarse. Por lo
tanto, muchos preferían trabajar sólo lo indispensable, esperando que así les dejaran
volver a casa.
Fue en marzo, durante su segundo viaje a Voronezh, cuando el zar sufrió una
conmoción personal: la muerte de Francisco Lefort. Las dos veces que Pedro había
ido a trabajar en sus naves aquel invierno, Lefort se había quedado en Moscú. A los
cuarenta y tres años, su gran fuerza y su entusiasmo sincero parecían intactos. Como
Primer Embajador de la Gran Embajada, había sobrevivido los dieciocho meses de
banquetes oficiales en Occidente y su capacidad de beber prodigiosa no le había
abandonado durante las fiestas y juergas de aquel otoño e invierno de Moscú. Parecía
alegre y animado al despedirse de Pedro, que salía para Voronezh.
Pero en los días antes de su muerte, mientras Lefort proseguía su vida frenética,
se empezó a escuchar una historia extraña. Una noche, cuando estaba durmiendo con
otra mujer, fuera de su casa, su esposa oyó un ruido terrible en el dormitorio de su
marido. Sabía que Lefort no estaba allí, pero «suponiendo que su marido había
cambiado de opinión, volviendo a casa muy enfurecido, envió a alguien a averiguar la
causa. La persona volvió y dijo que no veía a nadie en la habitación». Sin embargo,
los ruidos siguieron y según la esposa —es Korb quien cuenta la historia— «a la
mañana siguiente todas las sillas, mesas y banquetas estaban revueltas y tiradas,
además de oírse durante toda la noche unos profundos aullidos».
Poco después, Lefort ofreció un banquete para dos diplomáticos extranjeros, los
embajadores de Dinamarca y Brandenburgo, que marchaban a Voronezh invitados
por Pedro. La velada resultó muy bien y los embajadores se quedaron hasta muy
tarde. El calor de la habitación acabó siendo sofocante y el anfitrión llevó a sus
invitados, tambaleándose, afuera, al aire helado del invierno, para beber bajo las
estrellas, sin gabanes ni otras prendas. Al día siguiente, Lefort comenzó a tiritar. La
fiebre subió rápidamente y comenzó a delirar, pidiendo a gritos música y vino. Su
esposa, aterrorizada, sugirió que mandaran venir al pastor protestante Stumpf, pero
Lefort gritó que no quería que se le acercara nadie. Stumpf acabó apareciendo.
«Cuando dejaron que el pastor pasara a verle», escribe Korb,
y le amonestó para que se convirtiera a Dios, dicen que lo único que le respondió fue, «no hables tanto». A su
esposa, que en sus últimos momentos le pidió perdón por su pecados, si es que había cometido alguno, le contestó
suavemente: «Nunca he tenido nada que reprocharte; siempre te he honrado y te he querido»… Elogió a sus
criados y los servicios que le habían prestado, indicando que se les pagaran todos sus salarios.
Al norte, en un mundo de bosques y lagos, está Suecia que, en los tiempos de Pedro,
se encontraba en la cima de su poder imperial. Desde la última costa del sur del
Báltico hasta más allá del Círculo Ártico, Suecia se extiende a lo largo de mil millas.
En el siglo diecisiete en todo ese territorio solamente había un millón y medio de
personas. La mayor parte eran de familias campesinas, que vivían en cabañas
sencillas, de madera, utilizando arados de madera y tejiendo su propia ropa, como
venían haciendo desde hacía siglos. Viajar entre una granja y la siguiente, así como
entre los pueblos y las aldeas, era lento y peligroso. Los caminos eran malos y, como
en Rusia, era más fácil viajar en invierno con un trineo, deslizándose sobre la
superficie de los lagos helados. Evitando los vientos helados, los campesinos suecos
pasaban los días interminables de invierno apiñados alrededor de estufas o
compartiendo los baños públicos, que eran el medio más eficaz de calentarse los
huesos.
Las exportaciones principales de Suecia eran los productos de sus minas: plata,
cobre y hierro. Este último mineral, esencial tanto en la paz como en la guerra, era el
más importante y suponía la mitad de las exportaciones suecas. Casi todo ese
comercio pasaba por Estocolmo, la capital, que en 1697 tenía una población de unos
60.000 habitantes. Aquella ciudad, pequeña y amurallada, de calles estrechas y
tortuosas, fachadas con gabletes y torrecillas de iglesia, era parecida a cualquier otra
ciudad del norte de Alemania o del Báltico.
En el siglo diecisiete, Estocolmo llegó a ser un importante puerto comercial. Los
mercantes holandeses e ingleses se amontonaban en el puerto, amarrados en su ancho
embarcadero para cargar hierro y cobre suecos. A medida que iban creciendo los
muelles, astilleros, mercados e instituciones bancarias, la ciudad se expandía hacia las
islas. Con el aumento de la riqueza, los campanarios y los tejados de los edificios
públicos se cubrieron de cobre, que brillaba con un color anaranjado al recibir los
rayos del sol poniente. Los gustos lujosos de Versalles habían llegado a los palacios y
mansiones de la nobleza de la ciudad. Barcos que habían salido de Suecia cargados
de hierro, volvían de Ámsterdam y Londres trayendo muebles ingleses de nogal,
sillas francesas doradas, porcelana Delft de Holanda, cristal italiano y alemán,
láminas de papel dorado, alfombras, linos y cubiertos de plata.
Esa riqueza tenía su fundamento tanto en el imperio como en el hierro y en el
cobre. El siglo diecisiete fue el momento de la grandeza de Suecia. Desde el acceso al
poder de Gustavo Adolfo, de diecisiete años, en 1611, hasta la muerte de Carlos XII,
En resumen, Suecia era un fenómeno —una gran potencia, pero con una
debilidad. No solamente estaba saciada de conquistas, sino que extendía por un
territorio demasiado grande—. Tenía muchas ventajas: un pueblo muy trabajador,
soldados disciplinados, reyes que mandaban brillantemente en el campo de batalla.
Sin embargo, para mantener su posición también necesitaba sabiduría. Había que
administrar bien la fuerza de la nación, no meterse en aventuras alocadas. Mientras
sus monarcas lo comprendieran y actuaran con sensatez, no había ninguna razón para
que Suecia no siguiera siendo la Dueña del Norte indefinidamente.
Las semillas de la Gran Guerra del Norte se encuentran en la historia y en la
Patkul fue uno de esos emisarios. Era un hombre fuerte, guapo y culto, que
Pedro, que había prometido atacar a una gran potencia militar occidental dentro
de pocos meses, se dedicó a la tarea enorme de preparar la guerra. Desde su vuelta de
Occidente, se había dedicado principalmente a su flota. De la noche a la mañana
desvió su atención de construir barcos a acumular armas de fuego, pólvora, carruajes,
caballos, uniformes y soldados. Con los streltsy desmoralizados y sólo unos cuantos
CARLOS XII
El niño rubio, de ojos azules, que se convirtió en el rey Carlos XII de Suecia, nació el
17 de junio de 1682, casi exactamente diez años después de nacer su gran
antagonista, Pedro de Rusia. Los padres de Carlos eran Carlos XI, un hombre severo
y profundamente religioso, que se había convertido en rey a la edad de cinco años, y
la reina Ulrica Eleonora, una princesa danesa que había conseguido, gracias a su
carácter cariñoso, conservar el afecto tanto del pueblo danés como del sueco, incluso
cuando ambos estaban en guerra. Durante los primeros siete años y nueve meses de
su matrimonio nacieron siete hijos, pero sólo el príncipe Carlos y sus dos hermanas,
Hedwig Sofía, un año mayor que él, y Ulrica Eleonora, seis años más joven, habían
sobrevivido. Cuatro hermanos más jóvenes murieron, uno tras otro, antes de cumplir
los dos años.
Aunque Carlos era de constitución frágil, pasó su infancia dedicado a actividades
duras y masculinas. Cuando sólo tenía cuatro años, la gente de Estocolmo se
acostumbró a ver su pequeña figura en la silla de montar, cabalgando detrás de su
padre en las revistas militares. A los seis años, se le separó de los cuidados femeninos
y fue instalado en sus propios aposentos con tutores y sirvientes masculinos. A los
siete había matado un zorro, a los ocho, tres ciervos en un día, a los diez, su primer
lobo y a los once, su primer oso. A los once también perdió el último elemento de
calor femenino, al morir su madre a los treinta y seis años. La reina era muy querida
por su familia, y cuando murió el rey se desmayó y le tuvieron que hacer una sangría,
y el príncipe Carlos fue llevado a la cama con fiebre; poco después sufrió la viruela,
pero se hizo más fuerte después de la enfermedad. Su rostro quedó cubierto por
profundas cicatrices que consideraba orgullosamente señales de hombría. A los
catorce años, Carlos tenía un cuerpo esbelto y flexible, era un jinete soberbio, un
cazador excelente y un estudioso de las artes militares.
Después de la muerte de la reina Ulrica, Carlos XI pasaba el mayor tiempo
posible con sus hijos, que le recordaban a su madre. El príncipe adquirió todas las
creencias y peculiaridades de su padre que pudo; su habla se hizo breve, seca y
reticente, pero no era desesperanzadoramente críptica, debido a sus rasgos de
simpatía y humor. El honor y la fidelidad a la palabra dada se convirtieron en sus dos
principios cardinales: un rey tenía que anteponer la justicia y el honor a todo lo
demás; una vez dada su palabra, tenía que cumplirla.
Los tutores de Carlos descubrieron que tenía una inteligencia rápida y aprendía
con facilidad. No le gustaba mucho el sueco y siempre lo habló y escribió con
A los dieciocho años, Carlos estaba en el bosque cazando osos cuando se enteró
de que las tropas de Augusto habían invadido la Livonia sueca sin una declaración
previa de guerra. Lo aceptó con tranquilidad, sonrió, se volvió al embajador francés y
dijo pausadamente: «Haremos que el rey Augusto vuelva por donde ha venido».
Continuó la caza del oso. Pero al volver a Estocolmo, se dirigió al consejo: «He
decidido no iniciar nunca una guerra injusta», dijo, «así como no terminar una guerra
justa sin vencer a mi enemigo». Era una promesa que iba a cumplir por encima de
cualquier norma, casi por encima de la razón, durante el resto de su vida. Cuando
unas semanas más tarde oyó las noticias, menos sorprendentes, de que Federico de
Dinamarca había entrado en la guerra, internándose en el territorio del duque de
Holstein-Gottorp, Carlos dijo: «Es curioso que mis dos primos, Federico y Augusto,
deseen hacerme la guerra. Así sea. Pero el rey Augusto ha incumplido su palabra. Por
lo tanto, nuestra causa es justa y Dios nos ayudará. Primero terminaré con uno de mis
enemigos y luego hablaré con el otro». En aquel momento, Carlos no sabía que un
tercer enemigo, Pedro de Rusia, se estaba preparando para entrar en liza contra él.
Ninguno de sus enemigos se tomaba a la ligera el poder de Suecia; su fama
militar era demasiado grande. Pero el punto débil de la nación, visto desde fuera,
estaba en la cumbre. Toda responsabilidad y autoridad militar y civil descansaba
sobre los hombros de un rey de dieciocho años. Carlos podía tener consejeros y
ministros, tutores, generales y almirantes, pero era un monarca absoluto y su
comportamiento, como se sabía muy bien, oscilaba entre una rudeza obstinada y una
temeridad obsesiva. Parecía una mezcla poco deseable para dirigir la resistencia de
una nación frente al ataque combinado de tres poderosos enemigos.
Desgraciadamente, ninguno de los tres sabía ni podía imaginar cuál era el carácter
verdadero del rey. El chico que soñaba con Julio César y Alejandro Magno no temía
el desafío; le gustaba. No sólo estaba preparado para una batalla, sino para una guerra
feroz, desesperada y de gran envergadura; no para un combate rápido y un tratado de
paz mezquino, sino para soluciones arrolladoras, radicales. El consejo de su padre
antes de morir había sido que mantuviera a Suecia en paz, «a menos que te arrastren
por los pelos a la guerra». Esa «guerra injusta», lanzada contra Suecia por sorpresa,
puso en juego toda la severidad moral norteña de Carlos. No estaba preparado, como
los otros monarcas, para titubear, conseguir un compromiso, sobrevivir a sus
enemigos mediante la intriga, luchar un día y bailar al siguiente. Augusto le había
atacado injustamente y sin importarle el tiempo que tardara, no descansaría hasta
echarle de su trono. Al atacar a Carlos, los aliados habían desencadenado una
Cuando Carlos XII dijo: «Primero terminaré con uno de mis enemigos y luego
hablaré con el otro», resumía, en pocas palabras, su estrategia militar. A partir de
entonces, sin tener en cuenta lo que ocurría en otras partes del imperio sueco, el rey
concentró su atención y sus fuerzas sobre un solo enemigo. Cuando hubo derrotado y
destruido a este enemigo, se volvió para enfrentarse con los otros. El primer golpe
sueco iba a caer sobre el enemigo más próximo, Dinamarca. Ignoró a las tropas
sajonas que entraron en Livonia a través del Báltico. Esa provincia la podía defender
la guarnición local de Riga y su esperanza era que aguantara hasta que llegara el
ejército sueco. Si no, caería y sería vengada en el futuro. Pero nada debía obstaculizar
la concentración de fuerzas contra el enemigo escogido por Carlos.
En su campaña contra Dinamarca, Carlos tuvo la fortuna de conseguir el apoyo de
las dos potencias marítimas protestantes de Guillermo III, Inglaterra y Holanda.
Guillermo, obstinado en conservar la coalición contra Luis XIV, que se había pasado
la vida formando, no quería distracciones en forma de pequeñas guerras en el Norte
de Europa. Si Luis XIV intentaba apoderarse de trono español —con todo su poder y
riqueza, además de su imperio de ultramar— Guillermo quería que Europa estuviera
dispuesta a oponerse; por lo tanto, cualquier guerra nueva tenía que ser evitada o
sofocada rápidamente, para que no se extendiera hasta Alemania y trastornara la gran
coalición. Por esta razón, Inglaterra y Holanda necesitaban la paz en el Norte y
habían garantizado el status quo. Cuando Federico de Dinamarca penetró con sus
tropas en los territorios de Holstein-Gottorp, al pie de la península danesa, estaba en
efecto rompiendo el pacto; como él era el agresor, las dos potencias marítimas
cooperarían con Suecia para derrotar a los daneses tan rápido como fuera posible, y
volver al status quo. Una flota combinada de holandeses e ingleses fue enviada al
Báltico para ayudar al rey Carlos.
La escuadra anglo-holandesa fue un factor esencial. La marina sueca estaba
formada por treinta y ocho barcos de línea y doce fragatas —una fuerza formidable
en el Báltico, donde Rusia no tenía ni flota ni costa y Brandenburgo y Polonia sólo
tenían fuerzas insignificantes—. Pero la flota sueca era inferior, tanto en tamaño
como en experiencia, a la flota danesa-noruega, acostumbrada a operar no sólo en el
Báltico sino en el mar del Norte y el Atlántico y que consideraba burlonamente a los
marineros suecos como simples «labradores metidos en agua salada». Que había
cierta verdad en ello lo prueba la propia reacción de Carlos ante el mar. A pesar de
sus simulacros de batalla en el puerto de Estocolmo, las olas del mar abierto le
mareaban y consideraba a sus barcos principalmente como un medio de transportar
soldados de un lado del Báltico al otro. Desde luego, no estaba dispuesto a mover sus
NARVA
El objetivo declarado del zar al atacar Suecia era apoderarse de las provincias bálticas
de Ingria y Karelia. Ingria era una franja de tierra relativamente estrecha que
abarcaba unas setenta y cinco millas de la costa sur del Golfo de Finlandia, desde la
desembocadura del Neva hasta la ciudad de Narva; Karelia, mucho mayor, era una
extensión de bosques y lagos que había entre el golfo y el lago Ladoga, llegando
hasta Vyborg por el oeste. Juntas, las dos provincias, que habían sido arrebatadas a
Rusia durante la Época de los Disturbios, proporcionarían a Pedro una adecuada
salida al Báltico.
Narva, ciudad y fortaleza costera de Estonia, en la frontera con Ingria, no se
contaba entre los objetivos originales de guerra de Pedro; formaba parte del territorio
que Patkul y Augusto habían decidido que sería para Polonia. Sin embargo, Pedro
creía que la manera más segura de conseguir Ingria sería capturar esa ciudad. Y a
medida que estudiaba los mapas de la región, se convencía de que un avance hacia
Narva no sería difícil; la frontera rusa estaba sólo veinte millas al sureste de la
ciudad, una marcha corta para un ejército invasor.
Patkul y el barón Langen, representante de Augusto en Moscú, recibieron con
pesar la decisión de Pedro. No deseaban ver a los rusos sustituyendo en Estonia a los
suecos, aunque, de momento, fueran sus aliados. Como el barón Langen informó a
Patkul: «He hecho todo lo posible, con ayuda del embajador danés, para hacerle
cambiar [al zar] de propósito. Le hemos encontrado tan obstinado que no nos
atrevemos a tocar de nuevo este tema tan delicado y no nos queda más remedio que
sentirnos contentos ante la ruptura del zar con Suecia, esperando que, con el tiempo,
Narva esté en nuestras manos». A Patkul le preocupaba que, después de tomar Narva,
Pedro bajara por la costa báltica, tragándose toda Livonia sin que Augusto pudiera
hacer nada para impedírselo. Pero no había remedio; el zar estaba decidido.
A mediados de septiembre de 1700, el príncipe Trubetskoi, gobernador de
Novgorod, recibió órdenes de marchar sobre Narva y dejar allí una guarnición de
8.000 hombres. El mando del ejército principal lo recibió Fedor Golovin, que había
servido como embajador, ministro de asuntos exteriores y almirante, y ahora iba a ser
mariscal de campo. Bajo el mando de Golovin, el ejército estaba dividido en tres
divisiones, mandadas respectivamente por Avtemon Golovin, Adam Weide y Nikita
Repnin. En total, el ejército contaba con 63.000 hombres, pero las tropas estaban muy
esparcidas. Mientras los hombres de Trubetskoi avanzaban lentamente en dirección a
Narva, la división de Repnin se estaba organizando en el Volga, a mil millas de
Sheremetev fue enviado hacia el oeste con su caballería, sólo para observar, no
para oponerse a ninguno de los movimientos suecos. Una vez que el ejército sueco
comenzó su marcha hacia el oeste, cumplió las órdenes y se retiró, asolando el
campo, hasta el Paso de Pyhäjoki. Allí, el comandante ruso, convencido de que, si se
fortificaba, el paso podía ser fácilmente defendido y el avance sueco sobre Narva
detenido, quiso quedarse para luchar. Pero Pedro, que no conocía bien la geografía de
la zona, rechazó la propuesta de Sheremetev. En opinión de Pedro, el paso estaba
demasiado lejos del campamento principal y no quería dividir el ejército. En lugar de
ello, había tomado la decisión de fortificar el lado de tierra del campamento ruso en
Narva contra las fuerzas de Carlos, mientras que, a la vez, proseguía vigorosamente
el sitio. En la década siguiente Marlborough iba a tomar ciudad tras ciudad
exactamente de la misma manera, rodeándolas primero con su ejército, luego
fortificando el borde exterior de su campamento circular para rechazar a las fuerzas
que venían a rescatar a los sitiados, y mientras, estrangular a la ciudad o fortaleza con
su anillo constrictor.
El 17 de noviembre, Sheremetev volvió con sus jinetes al campamento,
anunciando que los suecos habían ocupado el Paso de Pyhäjoki y le seguían de cerca.
Pedro convocó un consejo de oficiales. Se distribuyeron municiones adicionales y se
duplicó la vigilancia, pero esa noche y la siguiente no ocurrió nada. En realidad, los
rusos no esperaban un ataque repentino por parte de los suecos. Más bien pensaban
en un aumento gradual de las fuerzas, un período de reconocimiento, escaramuzas y
maniobras, con una batalla en el futuro.
A las tres de la madrugada del 17-18 de noviembre, el zar mandó llamar al Duc
Du Croy, noble procedente de los Países Bajos Españoles, que estaba con el ejército
como observador enviado por Augusto de Polonia, y le pidió que tomara el mando.
Pedro y Fedor Golovin, su comandante en jefe nominal, iban a marcharse
inmediatamente a Novgorod para acelerar la llegada de refuerzos y hablar con el rey
Augusto sobre la estrategia en el futuro. Pedro quería que Augusto le explicara su
retirada de Riga, un acto que había despertado en él desilusión y sospechas, y por esa
razón llevó con él a Golovin; éste, además de comandante del ejército era también
ministro de Asuntos Exteriores.
La figura más desairada en esa situación fue la de Du Croy. Charles Eugéne Du
Croy, barón, margrave y príncipe del Sacro Imperio Romano, había servido durante
El ejército ruso, derrotado y retirado de Narva bajo la mirada del rey sueco
victorioso, llegó penosamente a Novgorod. Sin cañones, pólvora, tiendas, bagajes ni,
en muchos casos, mosquetes, los hombres eran poco más que una chusma
desorganizada. Afortunadamente, una división del ejército, la que el príncipe Nikita
Repnin había reunido en el Volga, no había llegado a Narva a tiempo de participar en
el desastre, y Pedro ordenó a Repnin que marchara a Novgorod y utilizara sus tropas
como cuadros de mando para disciplinar a los regimientos vencidos que entraban en
la ciudad constantemente. Tres semanas más tarde, después de contar a los rezagados,
Repnin le informó de que 22.967 de ellos habían formado nuevos regimientos.
Añadidos a la propia fuerza de Repnin, esto daba un total de 34.000 hombres como
ejército del zar. También venían de Ucrania 10.000 cosacos. La primera orden de
Pedro al llegar a Moscú fue dar instrucciones al príncipe Boris Golitsyn para que
formara diez nuevos regimientos de dragones de 1.000 hombres cada uno.
Como comandante en jefe del ejército reconstruido, Pedro nombró al boyardo
Durante ese respiro, mientras Carlos volvía la espalda a Pedro para perseguir a
Augusto por entre los bosques y pantanos de Polonia, Rusia comenzó a disfrutar de
algunos pequeños éxitos militares. El primero fue la neutralización de una expedición
naval sueca contra Arcángel; luego tres pequeñas pero significativas victorias de
Sheremetev en Livonia. Cuando el rey sueco marchó hacia el sur contra Augusto,
Sheremetev inició, desde su base en Pskov, una serie de acciones ofensivas pequeñas,
contra el coronel sueco Antón von Schlippenbach, a quien habían dejado defendiendo
Livonia con una fuerza de 7.000 hombres. Cuando se le entregó esa responsabilidad,
Schlippenbach, que había sido ascendido a teniente general, al estudiar su misión,
consistente en resistir a toda Rusia durante un período desconocido, dijo desalentado
al rey que hubiera preferido al ascenso 7.000 hombres más. «No puede ser», le
contestó Carlos con altivez.
En enero de 1702, Sheremetev consiguió una victoria importante frente al
infortunado Schlippenbach cerca de Dorpat, en Erestfer, en Livonia. El ejército sueco
de 7.000 hombres estaba en sus cuarteles de invierno cuando Sheremetev apareció
con 8.000 infantes y dragones rusos, con uniformes de invierno, apoyados por quince
En la primavera del año siguiente, 1703, con Carlos todavía en Polonia, Pedro
decidió «no perder el tiempo concedido por Dios» y golpear directamente y
establecer una línea costera rusa en el Báltico. Un ejército de 20.000 hombres, bajo el
mando de Sheremetev, marchó desde Schlüsselburg por el bosque, desde la orilla
norte del río, hasta el mar. Pedro les siguió por agua, con sesenta barcos traídos del
lago Ladoga. El Neva sólo tiene cuarenta y cinco millas de longitud y es más un canal
ancho que un río, su corriente rápida va desde el lago hasta el Golfo de Finlandia. No
había serias defensas con las que tropezaran durante el camino. Una sola colonia
sueca, Nyenskans, estaba a varias millas, río arriba, del golfo. Aunque era próspera,
con varios molinos activos, sus fortificaciones estaban inacabadas. Los cañones rusos
comenzaron su bombardeo el 11 de mayo de 1703 y al día siguiente aquella
guarnición pequeña capituló.
Con esta victoria, Pedro consiguió, al menos temporalmente, el objetivo por el
que había declarado la guerra. Ocupó todo el río Neva y recuperó el acceso al mar
Báltico. La provincia de Ingria fue reincorporada a Rusia. En otra entrada triunfal en
Moscú, uno de los estandartes del desfile exhibía un mapa de Ingria con la
inscripción: «No hemos tomado la tierra de otro, sino la herencia de nuestros padres».
Pedro se dedicó enseguida a consolidar lo que había conseguido. Su sueño era
construir una ciudad junto al mar, un puerto desde el cual los barcos y el comercio
ruso pudieran zarpar hacia los océanos del mundo. En cuanto consiguió una posición
firme, comenzó a construir su ciudad. A algunos les parecía una tontería prematura y
un despilfarro de energía. En realidad, lo que allí tenía era muy poco y a la vez muy
inseguro —Carlos estaba lejos, pero nunca le había vencido en una batalla. Volvería
seguramente algún día para apoderarse de lo que Pedro le había quitado a sus
espaldas. Así que esa ciudad, tan laboriosamente construida, sería únicamente otra
ciudad sueca en el Báltico.
Pedro tenía razón. Los suecos volvieron, pero fueron rechazados una y otra vez. A
lo largo de los siglos, ninguno de los conquistadores que posteriormente entraron en
Rusia con grandes ejércitos —Carlos XII, Napoleón, Hitler— fueron capaces de
capturar el puerto báltico de Pedro, aunque los ejércitos nazis sitiaron la ciudad
durante 900 días en la Segunda Guerra Mundial. Desde el día en que Pedro el Grande
puso el pie por primera vez en la desembocadura del Neva, la tierra y la ciudad que
allí se levantó han continuado siendo rusas.
Quizá fuera una suerte. Al principio, Pedro no pensaba construir una ciudad y, mucho
menos, una capital nueva en el Neva. Primero, quería una fortaleza para guardar la
desembocadura del río y, luego, un puerto para que los barcos que comerciaban con
Rusia evitaran el largo viaje hasta Arcángel. Tal vez si hubieran capturado primero
Riga, nunca se hubiera construido San Petersburgo —Riga era un puerto floreciente,
ya era un gran centro del comercio ruso y estaba libre de hielo durante seis semanas
más que la desembocadura del Neva—, pero Riga no cayó en manos de Pedro hasta
1710. El emplazamiento de San Petersburgo fue el primer sitio donde Pedro puso los
pies en la costa báltica. No esperó; ¿quién sabía lo que podría traer el futuro?
Aprovechando el momento, como hacía siempre, comenzó a construir.
Cuando Pedro bajó, cruzando los bosques, y salió donde el Neva se encuentra con
el mar, se encontró en una marisma llana, vacía y silvestre. En la desembocadura del
Neva, el ancho río hace un meandro hacia el norte en forma de una S al revés y luego
fluye en dirección oeste, hacia el mar. Durante las últimas cinco millas, se divide en
cuatro ramas que se cruzan con corrientes variadas que fluyen por las marismas,
creando así más de una docena de islas cubiertas de maleza y matorrales. En 1703,
todo el lugar era pantanoso, rezumante de agua. En la primavera, lo cubrían las
nieblas espesas de la nieve y el hielo derretidos. Cuando soplaban los vientos fuertes
del suroeste desde el Golfo de Finlandia, el río se retiraba y desaparecían muchas
islas bajo las aguas. Incluso los mercaderes que durante siglos habían utilizado el
Neva para llegar hasta el interior de Rusia, nunca se habían establecido allí: era
demasiado silvestre, demasiado húmedo, demasiado insalubre, simplemente no era un
lugar para vivir. En Finlandia, la palabra «neva» significa «marisma».
La fortaleza de Nyenskans estaba a cinco millas, río arriba. Más cerca del mar, en
la orilla izquierda, un terrateniente finlandés tenía una granja pequeña con una casa
de campo. En la isla de la Liebre, en el centro del río, había unas chozas de barro
crudo que unos pescadores finlandeses usaban durante los meses de verano; cuando
subían las aguas, las abandonaban para retirarse a tierras más altas. Pero a ojos de
Pedro, el río, que pasaba en una corriente rápida y silenciosa, más ancho que el
Támesis en Londres, era magnífico. Fue allí donde Pedro decidió construir una
fortificación mayor para defender la desembocadura recién capturada. Las obras
comenzaron el 16 de mayo de 1703, fecha de la fundación de la ciudad de San
Petersburgo.
La fortaleza, bautizada con los nombres de San Pedro y San Pablo, iba a ser
MENSHIKOV Y CATALINA
Los orígenes de Marta Skavronskaya eran todavía más oscuros que los de
Menshikov. Lo que fuera su vida antes de su encuentro con el zar, ocurrido en 1703
cuando ella tenía diecinueve años, es únicamente una conjetura. La historia más
posible es que fuera una de los cuatro descendientes de un campesino lituano, quizá
católico, llamado Samuel Skavronski. Skavronski se había trasladado desde Lituania
para establecerse en la provincia sueca de Livonia, donde nació Marta en 1684, en la
aldea de Rigen, cerca de Dorpat. Cuando era todavía muy pequeña, su padre murió de
la peste poco después de morir su madre. Los niños indigentes fueron repartidos y
Marta pasó a la familia del pastor Ernst Glück, un ministro luterano de Marienburg.
Aunque no era exactamente una criada tenía que ser de utilidad en la casa, haciendo
la colada, cosiendo, haciendo el pan y cuidando de los otros niños. Que no se la
considerara miembro de pleno derecho de la familia parece probable, ya que en esa
casa relativamente culta, nadie se preocupó de educarla y cuando dejó la familia
Glück no sabía ni leer ni escribir.
En su adolescencia, Marta se convirtió en una muchacha graciosa y fuerte, cuyos
ojos oscuros y cálidos y su cuerpo lleno, atraían la atención. Una historia cuenta que
Frau Glück estaba recelosa, temiendo el efecto que podía ejercer esa muchacha en
flor sobre sus hijos o incluso sobre el pastor. Por esta razón, animaron a Marta a
aceptar el cortejo de un dragón sueco cuyo regimiento estaba acuartelado en la
vecindad. Fue prometida a él y, según algunos relatos, llegó a estar casada con él
durante un breve período de ocho días, en el verano de 1702. En ese momento, los
rápidos éxitos de los invasores rusos obligaron repentinamente a que el regimiento
evacuara Marienburg. Marta no volvió a ver a su prometido/marido nunca más. Con
la retirada sueca, el distrito de Dorpat cayó en manos del ejército ruso de Sheremetev,
junto con la población entera. El pastor Glück y su familia fueron hechos prisioneros.
Sheremetev, hombre cultivado, recibió al clérigo luterano bondadosamente y aceptó
el ofrecimiento de Glück que deseaba ir a Moscú a servir al zar como traductor. Sin
En los primeros años de la guerra —de hecho, durante todo su reinado— Pedro
anduvo constantemente de un lado para otro. Nueve años transcurrieron entre las
batallas de Narva y Poltava; durante ese tiempo, el zar nunca pasó más de tres meses
en el mismo lugar. Estuvo en Moscú, en San Petersburgo, en Voronezh; luego en
Polonia, Lituania y Livonia. Viajó continuamente, inspeccionando en todos los
lugares, organizando, animando, criticando y dando órdenes. Hasta en su amada San
Petersburgo iba de una a otra de las casas que poseía en las diferentes partes de la
ciudad. Si permanecía bajo el mismo techo más de una semana se sentía inquieto.
Ordenaba que le prepararan su carruaje y partía a ver qué tal iba la construcción de un
barco, las obras de un canal, qué se hacía con el nuevo muelle de San Petersburgo o
Kronstadt. Viajando de un lado a otro, por las inmensas distancias de su imperio, el
zar quebró todos los precedentes ante los ojos de su asombrado pueblo. La imagen de
un soberano distante, coronado, en su trono e inmóvil dentro de las murallas blancas
del Kremlin no tenía ningún parecido con aquel gigante de ojos negros y sin barba
vestido con un gabán alemán verde, un tricornio negro, botas altas manchadas de
barro, bajando de su carruaje en las fangosas calles de una ciudad rusa, exigiendo
cerveza para calmar su sed, una cama para pasar la noche y caballos frescos para la
mañana.
Los viajes por tierra en esa época eran un suplicio para el espíritu y un tormento
para el cuerpo. Los caminos rusos eran poco más que senderos llenos de surcos que
atravesaban prados o bosques. Los ríos se cruzaban por medio de puentes en mal
estado, barcos primitivos o vados. Los seres humanos que se encontraban eran
paupérrimos, temerosos y a veces hostiles. En invierno los lobos merodeaban cerca
de las aldeas. Debido al fango y los baches, los carruajes avanzaban con lentitud y se
rompían a menudo; en algunas zonas no se podían hacer más que unos ocho
kilómetros al día. Había pocas posadas y los viajeros tenían que buscar cama en casas
particulares. Incluso cuando el conductor llevaba una orden oficial que obligaba a
proporcionarle caballos, éstos eran difíciles de encontrar y normalmente no se podían
utilizar en una distancia superior a unos dieciocho kilómetros, después de los cuales
había que quitarles los arneses y devolverlos a sus dueños, mientras que el conductor
tenía que buscar animales de refresco. En semejantes condiciones, un viaje se
interrumpía con frecuencia con retrasos largos e inesperados. Cuando se estaba
construyendo San Petersburgo, Pedro mandó hacer una nueva carretera de 500 millas
entre la nueva ciudad y la vieja capital, Moscú. El viaje entre las dos ciudades duraba
Para algunos la carga era demasiado pesada y la única solución a las exigencias
del recaudador de impuestos y de la leva era la fuga. Quizá fueron centenares de
miles de campesinos, los que simplemente huyeron. Algunos desaparecían en los
bosques o se iban hacia el norte, donde existían prósperas colonias de Antiguos
Creyentes. Muchos se fueron hacia el sur, hacia la estepa ucraniana o del Volga, la
tierra de los cosacos, refugio tradicional de los fugitivos rusos. Detrás dejaban aldeas
desiertas y gobernadores y terratenientes nerviosos que intentaban explicar por qué
no podían cumplir con las exigencias de los hombres del zar. Cuando, para frenar esa
peligrosa corriente, el zar ordenó que los fugitivos fueran devueltos, la respuesta de
los cosacos fue la vacilación, la evasión y finalmente el desafío.
Hasta ese siglo fue en el sur donde estallaron las grandes rebeliones de la historia
rusa: el levantamiento de Stenka Razin contra el zar Alexis y la sublevación de
Pugachev contra Catalina la Grande han pasado de la historia a la leyenda. En
EL ATOLLADERO POLACO
Carlos XII y la Gran Guerra del Norte fueron las principales preocupaciones de Pedro
durante esos años. Habiendo fundado su nueva ciudad en el delta del Neva un año
antes, Pedro avanzó en 1704 para controlar las dos ciudades claves de Estonia,
Dorpat y Narva, que afirmarían definitivamente el dominio de Rusia sobre Ingria y
bloquearían cualquier avance sueco desde el oeste contra San Petersburgo. Las dos
ciudades tenían una fuerte guarnición (los defensores de Narva eran 4.500), pero con
Carlos y la mayor parte del ejército sueco en Polonia, una vez sitiadas las ciudades,
ninguna abrigó esperanzas de ayuda.
En mayo de 1704, las tropas rusas aparecieron ante Narva, ocupando las largas
líneas de circunvalación de las que habían sido expulsadas cuatro años antes. El
propio Pedro supervisó el transporte de la artillería rusa de asedio que se hizo en
barcazas desde San Petersburgo, con los barcos pegándose lo más posible a la orilla
sur del golfo para que los buques de guerra suecos que por allí navegaban no
pudieran alcanzarles en las aguas someras. En el campamento ruso de Narva, el zar se
encontró con el mariscal de campo George Ogilvie, un escocés de sesenta años que
había servido durante cuarenta años en el ejército imperial de los Habsburgo y que
Patkul había contratado para servir a los rusos. Pedro quedó tan impresionado por los
antecedentes de Ogilvie que inmediatamente le dio el mando del ejército ruso ante
Narva. Cuando empezó el cerco, los rusos sufrieron bajas, producidas tanto por los
cañones de las fortalezas como por las salidas de los suecos, pero los defensores se
dieron cuenta de que sus enemigos tenían un nuevo espíritu. «Parecían decididos a
seguir con su empeño, por muy grandes que fueran las bajas», dijo un oficial de la
guarnición.
Después de dejar a Ogilvie que llevara el asedio de Narva, Pedro cabalgó hasta el
sur, hasta Dorpat, que Sheremetev llevaba asediando desde junio con 23.000 hombres
y cuarenta y seis cañones. Descubrió debilidades en las disposiciones de Sheremetev:
los cañones rusos disparaban contra los bastiones más fuertes de la ciudad, lo que
significaba desperdiciar los proyectiles. Pedro hizo apuntar inmediatamente la
artillería hacia la muralla más vulnerable y fue abierta una brecha. Las tropas rusas
entraron en la ciudad y el 13 de julio se rindió la guarnición sueca, a las cinco
semanas de comenzar el asedio, pero sólo diez días después de que hubiera asumido
el mando el zar.
La caída de Dorpat selló el destino de Narva. Pedro volvió rápidamente con las
tropas de Sheremetev formando una fuerza combinada de 45.000 hombres y 150
CARLOS EN SAJONIA
Carlos sabía desde el principio que la campaña rusa no iba a ser fácil. Significaba
atravesar extensiones de ondulantes llanuras, cruzando millas y millas de espesos
bosques y una serie de caudalosos ríos. Desde luego, Moscú y el corazón de Rusia
parecían defendidos por la naturaleza. Uno tras otro, los grandes obstáculos que
significaban los ríos que corren de norte a sur tendrían que ser cruzados: el Vístula,
El Dniéper, el Neman, el Bersina. Trabajando con mapas de Polonia y un nuevo mapa
de Rusia que había regalado Augusto a Carlos, éste y sus consejeros proyectaron la
marcha, aunque la ruta real era tan secreta, que ni siquiera Gyllenkrook, el Comisario
General encargado de los mapas, sabía qué ruta habían elegido.
La primera posibilidad —la que la mayoría de los oficiales del Cuartel General
sueco en Sajonia supuso que iba a adoptar el rey— consistía en marchar hasta el
Báltico para limpiar esas antiguas provincias suecas de sus ocupantes rusos. Una
campaña semejante expiaría el insulto de su pérdida y supondría apoderarse de la
ciudad y del puerto que Pedro estaba construyendo alejando a los rusos del mar —un
poderoso golpe a Pedro, cuya pasión por el agua salada y San Petersburgo era por
todos conocida. La ventaja militar de este gran barrido hacia arriba por la costa del
Báltico sería que Carlos avanzaría con el mar cerca de su flanco izquierdo, haciendo
que su ejército tuviera un fácil acceso a las provisiones y refuerzos que vinieran de
Entre tanto, en todas las aldeas y pueblos de Sajonia donde había estacionados
regimientos suecos, avanzaban los preparativos militares. Surgieron escuadrones y
pelotones de las casas y los establos donde habían permanecido meses ociosos. Miles
de nuevos reclutas acudían en tropel para enrolarse; muchos de ellos eran protestantes
alemanes y silesios, que deseaban servir a un monarca que había apoyado su causa
contra el dominio católico, reuniéndose tan rápidamente en torno a los centros de
reclutamiento que los sargentos suecos sólo escogían a los mejores.
Reforzado por esos nuevos voluntarios, el ejército que al entrar en Sajonia
contaba con 19.000 hombres aumentó hasta 32.000. Además, 9000 nuevos reclutas
Después del encuentro en Grodno, Pedro viajó hacia el norte, en su carruaje, hasta
Vilna. En Vilna esperó mientras él y sus generales intentaban descubrir qué dirección
iba a escoger Carlos. Desde Grodno los suecos podían avanzar en varias direcciones.
Si seguían a Pedro hacia el norte, a Vilna, el zar sabría que su enemigo marchaba
hacia el norte para liberar las provincias bálticas y atacar San Petersburgo. Si giraba
al este, hacia Minsk, parecía seguro que su objetivo iba a ser Moscú. Carlos podría
retrasar la decisión e incluso combinar sus dos objetivos marchando hacia el noreste,
pasando el lago Peipus para tomar Pskov y Novgorod. Desde allí estaría en posición
de atacar San Petersburgo o Moscú.
Pedro no podía descuidar ninguna de esas posibilidades. Ordenó que el ejército
principal volviera a cruzar el Dniéper, aunque dejó al mariscal de campo Goltz y
8.000 dragones en Borisov, en el Beresina, para oponerse a cualquier intento de
Carlos de cruzar ese río. Ordenó a Menshikov que talara árboles y levantara
barricadas en las carreteras que salían de Grodno. En un consejo de guerra, ordenó la
creación de una zona de devastación total para negar a los suecos todo sustento en
cualquier dirección en la que avanzaran una vez levantados sus cuarteles de invierno.
A lo largo de todos los caminos que iban hacia el norte, el este o el sur desde el
campamento sueco, se crearía un ancho cinturón de destrucción total de unas ciento
veinte millas desde Pskov hasta Smolensko. En esa zona se quemarían todos los
edificios, todos los alimentos y todo el forraje tan pronto como Carlos comenzara a
marchar. Bajo amenaza de muerte, se ordenó a los campesinos que enterraran o
escondieran en el bosque todo su heno y cereales. Los campesinos tenían que
preparar escondites para ellos y para su ganado en lo más oculto del bosque, lejos de
los caminos. El enemigo debía marchar por un desierto de desolación.
El golpe más duro caería sobre la ciudad de Dorpat, que Pedro había capturado en
1704 y que se encontraría directamente en el camino de Carlos si éste avanzaba hacia
GOLOVCHIN Y LESNAYA
El escenario estaba preparado para una nueva campaña. Los dos ejércitos se hallaban
el uno frente al otro en campamentos muy dispersos. El principal ejército sueco, con
Carlos al frente, estaba en el triángulo Grodno-Vilna-Minsk. Aquí el rey tenía doce
regimientos de infantería y dieciséis de caballería y dragones, un total de unos 35.000
hombres; además, unos cuantos ejércitos suecos más pequeños estaban a su
disposición en el Báltico. Los 12.000 hombres que tenía Lewenhaupt en Riga ya
habían recibido órdenes de unirse al ejército principal y una fuerza separada de
14.000 hombres, bajo el mando de Lybecker, había recibido órdenes de avanzar desde
Finlandia bajando el istmo de Karelia hasta San Petersburgo. Si esta fuerza tenía
éxito tomaría la nueva capital de Pedro; si no, al menos tendría un efecto de diversión
que ocuparía al zar. Finalmente, había 8.000 soldados suecos en Polonia, bajo las
órdenes del general Krassow; si Polonia seguía tranquila, podrían avanzar hacia el
este para reforzar a Carlos. En total, a través de todo el frente de batalla, Carlos
disponía de 70.000 hombres.
Las fuerzas del zar eran muy superiores. El ejército ruso principal, enviado por
Pedro para proteger tanto Pskov como Moscú a las órdenes de Sheremetev y
Menshikov, estaba desplegado, formando un amplio arco, alrededor del triángulo que
formaba el campamento sueco, desde Polotsk y Vitesbk en el norte hasta Mogilev y
Bykhov en el sur. Se hizo retroceder a la infantería que se colocó entre el Dvina y el
Dniéper. Al frente, unos grandes destacamentos de caballería estaban colocados bajo
el mando de Goltz a lo largo de la carretera principal Minsk-Smolensko y patrullaban
por el Beresina para absorber el primer choque del avance sueco. Más al sur, otra
fuerza guardaba el punto en que el río Beresina cruzaba la carretera que iba hacia el
sur, de Minsk a Mogilev. En total, en este arco Pedro disponía de veintiséis
regimientos de infantería y treinta y tres regimientos de dragones, un total de unos
57.000 hombres. Además, Apraxin, encargado de defender San Petersburgo, tenía a
sus órdenes 24.500 hombres. En Dorpat, entre el Báltico y los frentes centrales,
estaba estacionada una tercera fuerza rusa de 16.000 hombres al mando del general
Bauer, cuya misión era cubrir al ejército sueco que mandaba Lewenhaupt en Riga.
Estas fuerzas estaban preparadas para responder a diversos movimientos suecos. Si
Carlos marchaba hacia Pskov y San Petersburgo, Menshikov y Sheremetev
trasladarían el principal ejército ruso hacia el norte para hacerle frente; si el rey
avanzaba directamente hacia Moscú, los generales rusos lucharían contra él en el
Beresina y el Dniéper. Los movimientos de Bauer dependían de los de Lewenhaupt;
En Mogilev, Carlos envió destacamentos al otro lado del río Dniéper, que
colocaron puentes por encima del río y luego —para sorpresa tanto del ejército sueco
como de las patrullas rusas que vigilaban— no lo cruzó. Durante todo un mes, desde
el 9 de julio hasta el 5 de agosto —los 35.000 hombres del ejército sueco esperaron
en la orilla occidental del Dniéper a las fuerzas de Lewenhaupt procedentes de Riga.
El conde Adán Ludwig Lewenhaupt, general de infantería, cuya erudición pedante
llevó a Carlos a apodarle «el coronelito latino» era un hombre meticuloso y
melancólico, demasiado sensible a las opiniones de quienes le rodeaban, que
descubría rivales y complots por doquier, pero a la vez era un oficial hábil y valeroso,
con una entrega total a las órdenes que le daban. Por pequeña que fuera la formación
de infantería que mandara o por grande y bien atrincherados que pudieran estar sus
enemigos, si Lewenhaupt recibía órdenes explícitas de formar a sus hombres y
avanzar, lo hacía con una serenidad absoluta, bajo el fuego mortífero del enemigo—.
Su tragedia —y el error de Carlos— fue que había recibido un mando que exigía una
mayor iniciativa y capacidad de improvisación.
Lewenhaupt era el gobernador militar de Curlandia y lo que quedaba de las
provincias bálticas suecas. Dentro y en los alrededores de la ciudad fortaleza de Riga,
estaba al mando de 12.500 soldados. En marzo, cuando visitó a Carlos en
Radoshkovichi el rey le había dado unas órdenes sencillas y sin complicaciones.
Debía utilizar sus tropas en Riga para recoger provisiones, formar un tren inmenso de
carruajes y cargarlos con comida y municiones suficientes para abastecer a sus
hombres durante tres meses y al ejército en su conjunto durante seis. Luego tenía que
escoltar ese tren a través de la campiña lituana para unirlo a la fuerza principal.
Aunque la ruta escogida para ir de Riga a Mogilev era de cuatrocientas millas, se
calculó que, si comenzaban el viaje a principios de junio, tardarían dos meses en
llegar.
Estas suposiciones resultaron equivocadas. Lewenhaupt volvió a Riga a
principios de mayo para comenzar a reunir provisiones, pero la simple tarea de juntar
2.000 carruajes y 8.000 caballos para tirar de ellos, además de las provisiones, le
hicieron retrasarse. El 3 de junio, cuando el ejército de Carlos se preparaba para
levantar el campamento en Radoshkovichi, Lewenhaupt recibió órdenes para salir de
Riga hacia el río Beresina. Pero contestó que no podía hacerlo antes de finales de
mes. Y desde luego no fue hasta finales de junio cuando se puso en camino la larga
columna y la escolta de 7.500 infantes y 5.000 jinetes. Lewenhaupt se quedó en Riga
otro mes y no tomó el mando hasta el 29 de julio, cuando, según el plan original,
tenía que estar acercándose al punto de encuentro con el ejército principal. En
Dos meses valiosos, desde el 8 de julio hasta el 15 de septiembre, los mejores días
de la campaña estival, pasaron mientras Carlos esperaba. No era que necesitara con
urgencia las provisiones todavía, sino que creía que no podía adelantarse demasiado a
Lewenhaupt por si el ejército ruso se interponía entre las dos fuerzas suecas y
atrapaba a la más pequeña, expuesta y sin apoyo. Al principio, el rey había esperado
encontrarse con Lewenhaupt en Mogilev, a orillas del Dniéper, antes de que el
ejército principal cruzara el río y, basándose en informes sobre el avance de la
columna de provisiones que iba renqueando, Carlos, muy impaciente, creía que
llegaría el 15 de agosto. Pero esta fecha llegó y pasó, y Lewenhaupt no aparecía.
Entre tanto, el ejército estaba estancado e inquieto. Los heridos en Golovchin ya
estaban bien, pero el campo que rodeaba Mogilev estaba pelado porque habían
pastado en él miles de caballos.
Carlos decidió que era necesario reiniciar las operaciones de ofensiva: no el
avance atrevido y profundo hacia Moscú que él había pensado, sino uno algo más
cerca del Dniéper, que tal vez provocaría una batalla con los rusos y cubriría un poco
a Lewenhaupt. Comenzó una serie de maniobras, avanzando unas distancias cortas
cada día, cambiando de dirección —primero al sur, luego al norte— esperando
confundir al zar y tomar parte de su ejército con la guardia baja.
En el lado ruso hubo un gran júbilo. Los rusos creían que las fuerzas suecas eran
algo más numerosas que las suyas, de manera que no sólo habían triunfado sino que
lo habían hecho contra fuerzas superiores.
Pedro estaba todavía en Smolensko a mediados de octubre cuando le llegaron
otras buenas noticias del norte. Como parte de su estrategia global, Carlos había
proyectado que los 14.000 hombres de Lybecker, que estaba en Finlandia, debían
atacar San Petersburgo. Aunque el ataque iba a ser de diversión para alejar al ejército
MAZEPPA
LA REUNIÓN DE FUERZAS
Entre tanto, al otro lado del río Vorskla, en la orilla este, se iban reuniendo tropas
rusas. Menshikov, el más agresivo de los generales de Pedro, dirigía aquellas tropas
desde su cuartel general en la aldea de Krutoy Bereg, mientras Sheremetev, con el
ejército principal, se acercaba por el noreste. Las órdenes de Menshikov eran
observar a los suecos del otro lado del río y hacer lo que pudiera para ayudar a la
Los suecos eran conscientes de que los rusos iban a intentar cruzar el río por
Petrovka. Las noches del 15 y del 16 de junio, el ejército sueco permaneció en sus
puestos de combate. Rehnskjold era quien mandaba las fuerzas suecas —diez
regimientos de caballería y dieciséis batallones de infantería— con los que se
enfrentarían los rusos al cruzar el río.
El 17 de junio de 1709, Carlos XII cumplía veintisiete años. Durante nueve años
de guerras continuas, el rey había tenido una suerte enorme en cuanto a las heridas en
combate. Aunque fue alcanzado por una bala perdida en Narva y se había roto una
pierna en Polonia, nunca había tenido heridas graves. Ahora, en el momento más
crítico de su carrera militar, la suerte le abandonó.
Al amanecer, el rey fue a la aldea de Nizhny Miny, al sur de Poltava, para
inspeccionar las posiciones suecas y cosacas a lo largo del Vorskla. Carlos llegó a las
ocho de la mañana con un escuadrón de Drabants y comenzó a cabalgar por la orilla
para inspeccionar a los hombres en sus posiciones. Algunos de los rusos que habían
sido rechazados permanecían en una de las numerosas islas en la mitad del río y
comenzaron a disparar contra un grupo de oficiales suecos. Los impactos de los
mosquetes podían alcanzarles con facilidad y un drabant cayó muerto en su silla de
montar. Carlos, sin la menor preocupación por su seguridad, continuó su lenta
cabalgada junto al agua. Al terminar su inspección, dio la vuelta a su caballo y siguió
por la orilla. Estaba de espaldas al enemigo y en aquel momento fue alcanzado en el
pie izquierdo por la bala de un mosquete ruso.
La bala le dio en el talón, atravesó la bota, recorrió todo el pie rompiendo un
hueso y saliendo cerca del dedo gordo. El conde Estanislao Poniatowski, un noble
polaco acreditado ante Carlos XII por el rey Estanislao, y que cabalgaba junto al rey
sueco, se dio cuenta de que estaba herido, pero Carlos le dijo que se callara. Aunque
POLTAVA
El campo de batalla fue el escenario de una carnicería. El ejército sueco, que había
comenzado la batalla con 19.000 hombres dejó a 10.000 en el campo, de ellos 6.901
muertos y heridos y 2.760 prisioneros. Entre las bajas se contaban 560 oficiales —
300 muertos y 260 prisioneros—, entre ellos el mariscal de campo Rehnskjold, el
príncipe Max de Würtemberg, cuatro mayores generales y cinco coroneles. El conde
Piper, que había estado todo el día con el rey, se vio separado de él en la confusión
final y erró por el campo de batalla, acompañado por dos secretarios, hasta que llegó
a las puertas de Poltava y se rindió.
Las bajas rusas fueron relativamente escasas —lo cual no es sorprendente porque
los rusos lucharon casi todo el tiempo en posiciones defensivas dentro de los reductos
y en su campamento atrincherado mientras sus cañones destrozaban a los suecos que
avanzaban—. De 42.000 hombres, hubo 1.345 muertos y 3.290 heridos.
Cuando los suecos se retiraban hacia Pushkarivka, los rusos no les persiguieron.
El punto culminante de la batalla había sido el combate cuerpo a cuerpo y la
infantería de Pedro había quedado tan desorganizada como la de Carlos. No
convencida aún de su éxito, avanzaba precavidamente. Sin embargo era más
importante el deseo de Pedro de hacer una celebración. Después de la ceremonia de
agradecimiento, fue a su tienda en el campamento, donde él y sus generales
almorzaron. Los rusos estaban cansados, hambrientos y exultantes. Después de
numerosos brindis, los generales y coroneles suecos capturados fueron traídos y
sentados en torno suyo. Fue uno de los momentos supremos de la vida de Pedro. Una
pesadilla de nueve años se había disipado junto a la desesperación con la que el zar
observaba el avance irresistible de su gran antagonista. Sin embargo, a pesar de su
animación, Pedro no se mostró arrogante. Se mostró considerado, hasta amable, con
sus prisioneros, sobre todo con Rehnskjold. Cuando durante aquella larga tarde, el
conde Piper fue traído también de Poltava, se le ofreció un asiento junto al zar. Pedro
seguía mirando en torno suyo, esperando en cualquier momento ver al rey. «¿Dónde
está mi hermano Carlos?», preguntó repetidas veces. Luego, con gran respeto,
preguntó a Rehnskjold cómo se había atrevido a invadir un inmenso imperio con un
puñado de hombres. Rehnskjold contestó que el rey lo había ordenado y que su
primer deber como súbdito leal era obedecer a su soberano. «Sois un hombre
honrado», dijo Pedro, «y vuestra lealtad hace que os devuelva la espada». Luego,
cuando el cañón sobre los baluartes rugió otro saludo, Pedro, con una copa en la
mano, propuso un brindis para sus maestros en el arte de la guerra. «¿Quiénes son
Así, en una sola mañana, la batalla de Poltava terminó con la invasión sueca de
Rusia e hizo girar de modo permanente el eje político de Europa.
Poltava fue el primer y estruendoso anuncio de que había nacido una nueva
Rusia. En los años siguientes los estadistas europeos, que hasta entonces habían
hecho el mismo caso a los asuntos del zar que a los del Sha de Persia o el Mogul de la
India, aprendieron a calcular cuál era el peso y la orientación de los intereses rusos.
El nuevo equilibrio de poder establecido aquella mañana por la infantería de
Sheremetev, la caballería de Menshikov y la artillería de Bruce, bajo los ojos de su
señor de casi dos metros de estatura, continuó y se fue desarrollando durante los
siglos dieciocho, diecinueve y veinte.
El ejército sueco estaba derrotado, pero no se había rendido. Por la tarde, mientras
Pedro almorzaba con sus invitados suecos, los supervivientes del ejército sueco
fueron volviendo poco a poco al campamento de Pushkarivka. Junto a las tropas que
estaban en las trincheras de asedio frente a Poltava y los destacamentos que
guardaban los carruajes de provisiones y los puentes del bajo Vorskla, el total sumaba
15.000 suecos más 6.000 cosacos armados, esperando las órdenes del rey y de sus
generales. Algunos de los hombres habían recibido heridas recientes, otros estaban
lisiados por las batallas o las congelaciones del invierno anterior. Sólo unos cuantos
de los que quedaban eran soldados de infantería; la mayor parte de los supervivientes
eran jinetes.
Carlos fue de los últimos en llegar a Pushkarivka. Mientras le vendaban de nuevo
el pie y comía un pedazo de carne fría, preguntó por Rehnskjold y Piper y fue
entonces cuando se enteró que no estaban. Lewenhaupt era el principal general del
ejército sueco y el rey herido tenía que depender de su «coronelito latino».
Estaba claro lo que había que hacer. Los suecos tenían que irse antes de que los
rusos se dieran cuenta de la amplitud de su victoria y comenzaran a perseguirles. Y
también sabían qué dirección tenían que coger. Al norte, este y oeste había divisiones
del ejército victorioso de Pedro. Sólo estaba franca la carretera hacia el sur. Era el
camino mejor y más directo hacia las tierras tártaras donde los suecos esperaban
encontrar santuario bajo la protección de Devlet Gerey. Carlos era lo suficientemente
Para Pedro, el triunfo de Poltava fue algo tan inmenso que mucho después del
almuerzo de la victoria siguió intensamente animado y lleno de alegría. Casi no
parecía posible que los peligros que durante tanto tiempo habían amenazado a Rusia
se hubieran desvanecido de repente, como si la tierra ucraniana se hubiera abierto,
tragándolos. Dos días después de la batalla, el zar entró en Poltava con sus generales.
El pueblo estaba en muy malas condiciones después de un asedio de dos meses, con
sus murallas destrozadas y sus 4.000 defensores agotados y hambrientos. Con el
valiente coronel Kelin, comandante de la guarnición, a su lado, Pedro hizo una acción
de gracias y celebró el día de su santo en la iglesia Spasskaya. Cuando Menshikov
volvió triunfalmente de la rendición en masa de los suecos en Perevoluchna, Pedro
comenzó a distribuir recompensas y condecoraciones al ejército victorioso.
Menshikov fue ascendido a mariscal de campo; Sheremetev, que ya lo era, recibió
tierras. Todos los generales del ejército ruso fueron ascendidos o recibieron tierras y
cada uno posteriormente recibió un retrato de Pedro con diamantes incrustados. El
zar, que hasta entonces tenía el rango de coronel en el ejército y de capitán en la flota,
también se permitió un ascenso: se convirtió en teniente general del ejército y
contraalmirante en la marina.
Los prisioneros suecos —los tomados en Poltava y una cantidad mucho mayor
capturada en Perevoluchna— habían llegado por fin a su destino, Moscú, no como
conquistadores sino como parte de un desfile triunfal encabezado por el zar. Los
generales superiores fueron tratados con cortesía; a varios se les permitió volver a
Estocolmo con las condiciones de paz propuestas por Pedro y una oferta para hacer
un intercambio con los prisioneros de guerra. El joven príncipe Max de Würtemberg
fue liberado incondicionalmente pero murió de fiebres en el camino de vuelta: Pedro
le hizo un funeral militar y envió su cadáver a su madre, a Stuttgart. Los oficiales
suecos que se mostraron dispuestos fueron enrolados por Pedro en su propio ejército.
Una vez tomado su juramento de fidelidad, les concedió el mismo rango que tenían
en el ejército sueco y el mando de escuadrones, batallones y regimientos rusos. No
pedía a ninguno luchar contra su rey o sus compatriotas en la Gran Guerra del Norte.
En lugar de esto fueron enviados a guarniciones en el sur o en el este, donde
patrullaban las fronteras, manteniendo la línea contra las incursiones de los tártaros
de Kubán, los kazakos y otros pueblos asiáticos. Los demás oficiales fueron
internados por todos los rincones de Rusia. Al principio se les permitió una gran
libertad de movimiento, pero algunos, que habían recibido permiso para volver a
Suecia en libertad condicional, nunca volvieron y otros que habían entrado en el
servicio ruso utilizaron su rango ruso para escapar. Después de estos abusos de
El Imperio Otomano, cada una de cuyas hectáreas había sido conquistada por la
espada, iba creciendo. El territorio sobre el que el sultán ejercía su poder era mayor
que el de un emperador romano. Abrazaba el sureste de Europa entero, se extendía
hacia el oeste atravesando toda la costa de África hasta la frontera de Marruecos y
tocaba las orillas del mar Caspio, del mar Rojo y del Golfo Pérsico. El mar Negro era
un lago otomano. Constantinopla gobernaba grandes ciudades tan distantes y tan
diferentes entre sí como Argel, El Cairo, Bagdad, Jerusalén, Atenas y Belgrado.
En la segunda mitad del siglo diecisiete, apareció en el norte un peligro nuevo y
bastante inesperado, amenazando el Imperio Otomano. La Rusia Moscovita aumentó
su poder y amenazaba el trono de la Sombra de Dios. Tradicionalmente, los turcos
habían mirado a los moscovitas con desdén; no eran ellos, sino sus vasallos, los
tártaros de Crimea, los que trataban con los moscovitas. Estos tártaros, que eran
tributarios del sultán, recibían el tributo del zar. Para los kanes de Crimea, Moscovia
era una tierra rica en esclavos y en ganado, que conseguían los tártaros en sus grandes
incursiones anuales en Ucrania y el sur de Rusia.
Que el imperio otomano mostrara esa indiferencia hacia la Rusia zarista se debía
a que Moscú estaba ocupado con sus otros enemigos. Los dos pueblos cristianos más
numerosos de Europa Oriental, los rusos ortodoxos y los polacos católicos, llevaban
luchando varias generaciones. Pero en 1667 se produjo un cambio desagradable para
el sultán: rusos y polacos resolvieron sus diferencias, al menos temporalmente, para
unirse contra los turcos. Y fue en 1686 cuando el rey Jan Sobieski de Polonia, ansioso
por luchar contra el imperio otomano, entregó temporalmente (aunque luego fue para
siempre) la ciudad de Kiev a la regente Sofía a cambio de la adhesión rusa a la
alianza polaco-austriaco-veneciana contra Turquía.
Empujada por sus aliados, Rusia finalmente inició una acción militar en esa
guerra. Las ofensivas lanzadas contra los tártaros de Crimea en 1677 y 1689, ambas
bajo el mando del favorito de Sofía, Vasily Golitsyn, terminaron en un fracaso. En
Constantinopla, la insignificancia del poderío militar ruso pareció confirmarse,
mientras que en Moscú el fracaso de Golitsyn provocó un cambio en el poder. La
revelación de la debilidad de Solía llevó a la caída de la regente y la toma del poder
por el partido Naryshkin en nombre de Pedro. A partir de entonces, mientras el joven
zar se dedicaba a hacer ejercicios con sus soldados, construyendo barcos y visitando
A pesar de esas dificultades, Tolstoi tuvo mucho éxito. Consiguió formar una red
de información basada parcialmente en la organización de la Iglesia Ortodoxa dentro
del Imperio Otomano (Dositeo, el Patriarca de Jerusalén, le ayudó notablemente), y
en parte gracias a la ayuda de los holandeses, que tenían mucha experiencia en el
laberinto que era la política cortesana turca.
Durante los años de Tolstoi, ese laberinto era particularmente complejo. Hubo un
gran visir tras otro. Algunos eran más tolerantes hacia Tolstoi que otros, pero su
posición nunca fue cómoda. En 1702, el gran visir Daltaban Mustafá llegó al poder,
decidido a apoyar al kan tártaro en su deseo de renovar la guerra con Rusia. Con
sobornos generosos, Tolstoi consiguió llamar la atención de la madre del sultán sobre
el plan del visir y Daltaban fue depuesto y decapitado. El visir siguiente trató con
mayor cuidado a Tolstoi, pero dos jenízaros guardaban su puerta y vigilaban sus
movimientos.
A medida que pasaba el tiempo, Tolstoi tuvo otros problemas. Su salario dejó de
llegar y para pagar sus gastos tuvo que vender algunas de las pieles de marta cibelina
que le habían dado para regalar. Escribió al zar pidiendo su paga y permiso para
dimitir y volver a casa. Pedro le contestó negándoselo y diciéndole que sus servicios
eran esenciales. Tolstoi siguió luchando como pudo, sobornando, intrigando, tratando
de hacerlo lo mejor posible. En 1706 informó que «dos de los pachás más prudentes
han sido estrangulados a instigación del Gran Visir, al que no le gusta la gente capaz.
Ojalá que el resto pueda morir de la misma forma».
Durante la rebelión cosaca de Bulavin en el Don y la invasión sueca de Rusia,
Pedro temió que el sultán, pudiera intentar recuperar Azov. Su instinto le impulsó a
hacer concesiones y dio órdenes para asegurarse de que no quedaran prisioneros ni
turcos ni tártaros en las cárceles rusas. Tolstoi no estaba de acuerdo con esta manera
de llevar las cosas. Opinaba que la mejor política era mostrarse fuerte, amenazando
incluso a los turcos para tenerlos callados. Los acontecimientos parecieron darle la
razón. En 1709, la primavera y el verano de Poltava, los turcos no sólo no
Cuando Carlos XII cruzó el río Bug y entró en el territorio del imperio otomano,
se convirtió en invitado del sultán. El rey y el hetmán cosaco Mazeppa habían pedido
asilo dentro de los dominios del sultán; según la religión del Islam, Ahmed III tenía el
deber de recibirlos y protegerlos. Era una obligación tan imperiosa que cuando llegó
la noticia a Constantinopla de que las tácticas dilatorias del pachá local habían
provocado la matanza de los cosacos aislados en el otro lado del río, el sultán estuvo
a punto de enviarle al pachá una cuerda de seda.
Una vez que supo que el rey de Suecia estaba dentro de su imperio, el sultán
actuó rápidamente para hacer las cosas como era debido. Pocos días después, el
Seraskier de Bender, Yusuf Pachá, llegó para dar la bienvenida oficial, con carros
llenos de provisiones especiales. Pronto los supervivientes suecos, que estaban
famélicos, tomaban manjares como melón o cordero y el excelente café turco. Yusuf
Pachá trajo también la sugerencia del Sultán, que era más bien una orden, de que sus
invitados se trasladaran a Bender, a orillas del Dniéster, 150 millas al suroeste. En
este nuevo emplazamiento, Carlos levantó su campamento, formado por una fila de
tiendas turcas, muy hermosas, en un prado lleno de frutales a orillas del Dniéster. En
ese territorio agradable, hoy llamado Besarabia, aquel rey inquieto tuvo que pasar tres
años.
Cuando Carlos llegó allí, no tenía ni idea del futuro que le esperaba. Su intención
era volver a Polonia y tomar el mando de los ejércitos de Krassow y Estanislao, tan
pronto como tuviera bien el pie. En Polonia esperaba también reunirse con las tropas
de Lewenhaupt, que había dejado atrás en Perevoluchna. Además, había enviado
órdenes al Consejo que gobernaba en Estocolmo para que formaran regimientos
nuevos y los enviaran por el Báltico. La naturaleza y la política conspiraban contra él.
La herida se curó lentamente y el rey tuvo que esperar otras seis semanas para montar
un caballo.
El 22 de septiembre de 1709, Mazeppa murió y Carlos tuvo que ir con muletas al
funeral. Luego vinieron varios golpes seguidos. En rápida sucesión, Carlos se enteró
de que Lewenhaupt se había rendido en Perevoluchna, que las tropas de Menshikov
habían invadido Polonia, que Estanislao y Krassow se habían retirado, que Augusto
había roto el tratado de Altranstadt y había invadido Polonia para reclamar su corona,
que Dinamarca había vuelto a entrar en guerra contra Suecia y que la propia Suecia
Tres días más tarde llegó el contrato de matrimonio, firmado por el duque de
Wolfenbüttel sin ninguna alteración. Pedro convocó al embajador Schleinitz y le
saludó en alemán diciendo: «Tengo una noticia excelente para usted». Sacó el
contrato. Cuando Schleinitz felicitó al zar y le besó la mano, Pedro le besó tres veces
en la frente y las mejillas, pidiendo que le trajeran una botella de su vino húngaro
favorito. Brindaron con las copas y Pedro habló animadamente durante dos horas
sobre su hijo, el ejército y la futura campaña contra los turcos. Después un Schleinitz
encantado escribió al duque: «No puedo expresar como debiera a Su Alteza con qué
claridad de juicio y modestia habló el zar de todo».
El plan de Pedro contra los turcos, que era audaz hasta el punto de la temeridad,
consistía en marchar hasta el bajo Danubio, cruzar el río justo por encima del lugar
donde desemboca en el mar Negro y seguir en dirección sureste hacia Bulgaria,
llegando a un lugar donde podía amenazar a la segunda capital del sultán,
Adrianópolis, e incluso tomar la fabulosa ciudad de Constantinopla. El ejército ruso
que iba a llevar consigo no sería muy grande —40.000 infantes y 14.000 jinetes—
comparado con la vasta formación que el sultán podía enviar a la lucha. Pero, según
Pedro, una vez que entrara en las provincias cristianas del Imperio Otomano que
bordeaban Rusia, sería recibido como un liberador y le reforzarían 30.000 valacos y
10.000 moldavos. Entonces tendría un ejército de 94.000 hombres.
El plan de ataque fue concebido en parte como una forma de mantener la guerra
lejos de Ucrania, devastada por la invasión sueca y la defección de Mazeppa, pero
que estaba, al menos de momento, tranquila. Si un ejército otomano invadía la estepa
ucraniana, ¿con quién se irían los volubles cosacos? Al adentrarse en el imperio
otomano, Pedro podría olvidarse de ese problema. Sería mejor que él provocara
problemas entre los vasallos inquietos del sultán, que al revés.
El que Pedro esperara que su ejército fuese ayudado una vez que entrara en las
provincias cristianas, tenía su base. Durante su reinado había recibido constantes
llamamientos de los representantes de los pueblos ortodoxos de los Balcanes: servios,
montenegrinos, búlgaros, valacos y moldavos. Su victoria parcial sobre el sultán en
1698 y la toma de Azov habían animado sus sueños de liberación y exagerado las
posibilidades. Se había comprometido a que en cuanto apareciera un ejército ruso, las
tropas nativas se unirían a él, no habría problema de provisiones y se alzarían
poblaciones enteras. Entre 1704 y 1710, cuatro dirigentes servios llegaron a Moscú
para animar a los rusos: «No tenemos otro zar que el Más Ortodoxo Zar Pedro»,
La decisión de Cantemir fue muy bien recibida en Moldavia. «Has hecho bien en
invitar a los rusos a librarnos del yugo turco», le dijeron sus nobles. «Si hubiéramos
descubierto que tenías intención de unirte a los turcos te hubiéramos abandonado,
rindiéndonos al zar Pedro». Pero Cantemir sabía también que el ejército otomano
avanzaba y que a medida que se acercaba el gran visir se haría claro que él y su
provincia se habían aliado con el zar. Por lo tanto, envió mensajes a Sheremetev, que
mandaba el principal ejército ruso, instando al mariscal de campo a que se apresurara.
Si el cuerpo de ejército principal no podía moverse rápidamente, Cantemir rogaba
que al menos enviaran una avanzada de 4.000 hombres para proteger a su gente de la
venganza otomana. Sheremetev recibió también órdenes de Pedro de que se
apresurara y cruzara el Dniéster antes del 15 de mayo para proteger a los principados
y animar a los servios y a los búlgaros a alzarse en armas.
Pedro dio también órdenes estrictas a su mariscal de campo sobre el
comportamiento de las tropas rusas en su marcha a través de Moldavia: tenían que
observar una conducta decorosa y pagar todo lo que tomaran de los cristianos; el
pillaje sería castigado con la muerte. Una vez que Cantemir se declaró a favor de
Rusia y comenzaron a aparecer las primeras tropas rusas, los moldavos se lanzaron
sobre los turcos que allí había, primero en Jassy y luego en todo el principado.
Muchos murieron; otros perdieron su ganado bovino, sus ovejas, sus caballos, sus
ropas, su plata y sus joyas.
Originalmente el plan de Pedro había sido que Sheremetev fuera hacia el sur por
la orilla oriental del río Pruth hasta su unión con el Danubio para impedir allí el paso
de los turcos. Sin embargo, el 30 de mayo, cuando Sheremetev llegó al Dniéster,
cerca de Soroka (dos semanas después de lo previsto por Pedro), Cantemir le rogó
que marchara directamente hasta Jassy, la capital de Moldavia. Sheremetev cedió y el
5 de junio su ejército acampó cerca de la ciudad en la orilla occidental del Pruth. La
justificación de Sheremetev por haber desobedecido a Pedro era que el ejército había
sufrido mucho al cruzar la estepa bajo el sol ardiente y necesitaba reabastecerse. Los
animales habían encontrado un mínimo de forraje ya que los jinetes tártaros que
merodeaban por sus flancos habían quemado la hierba. Además, Sheremetev se dio
cuenta de que probablemente había llegado demasiado tarde para evitar que los turcos
cruzaran el Danubio y si él cruzaba el Pruth estaría en mejor posición para proteger a
Moldavia del gran visir.
Pedro, al llegar a Soroka detrás de Sheremetev, se irritó con su mariscal de campo
y escribió que el viejo general había dejado que los turcos marcharan más rápidos que
él. Sin embargo, una vez que Sheremetev cambió el plan original, el zar, que le
Janus fue el primero en alcanzar a los turcos. El 8 de julio, cuando los rusos
bajaban hacia el sur por la orilla occidental del Pruth y los turcos avanzaban hacia el
El tratado firmado en Pruth terminó con la guerra pero no trajo la paz. Pedro, a
quien destrozaba el corazón la idea de tener que entregar Azov y Tagonrog, lo fue
retrasando hasta que echaran a Carlos XII de Turquía. Shafirov, que sustituyó a
Tolstoi como primer diplomático ruso en Constantinopla, presionó al gran visir para
que expulsara al rey sueco. Baltadji lo intentó. «Ojalá que el diablo se lo lleve porque
ya veo que es rey únicamente de nombre, que no tiene ningún sentido común y es
como una bestia», dijo el gran visir a Shafirov. «Intentaré deshacerme de él de una
forma u otra». Pero Baltadji fracasó porque Carlos se negó en redondo a marcharse.
Entre tanto, los agentes del rey en Constantinopla trabajaban activamente para
socavar al propio Baltadji. Pedro continuó retrasándose, enviando órdenes para que
La derrota en el Pruth y su tratado final con el sultán terminaron para siempre con
las ambiciones de Pedro en el sur. Al ver destruidas las fortalezas de Azov y
Tagonrog, y tener que arriar la bandera rusa, el sueño de su juventud y la obra de
dieciséis años llegaron a su fin. «El Señor Dios me echó de ese lugar como a Adán
del Paraíso», dijo Pedro refiriéndose a Azov. Mientras él viviera no habría una flota
en el Mar Negro. La desembocadura del Danubio permanecería cerrada y los barcos
rusos tendrían prohibida la entrada en aquel mar, que seguiría siendo el lago privado
del sultán. Sólo con Catalina la Grande podría Rusia conquistar Crimea, abrir el Don,
forzar el estrecho de Kerch y conseguir por fin lo que había iniciado Pedro.
Rusia sencillamente no era bastante fuerte como para llevar a cabo
simultáneamente todo lo que quería Pedro. Seguía en guerra con Suecia, estaba
construyendo San Petersburgo e intentaba, con reformas y reorganizaciones de gran
alcance, transformar la monarquía moscovita en un estado europeo tecnológicamente
moderno. En sus objetivos últimos y fundamentales, el Báltico y San Petersburgo
eran más importantes que el Mar Negro y Azov. Si Pedro hubiera hecho otra
elección, si hubiera dejado de construir en el Neva, invirtiendo toda esa energía,
Luego, Pedro haría una valoración mucho más sucinta de lo que le ocurrió en el
Pruth: «Mi “suerte” consistió en recibir sólo cincuenta golpes cuando estaba
condenado a recibir cien».
Dejando atrás el Pruth, Pedro y Catalina viajaron hacia el norte, entrando en Polonia.
Allí y en Alemania, el propósito de Pedro era aprovechar el impulso de Poltava y
reanudar la guerra contra Suecia. El primer paso era tranquilizar a sus aliados,
Augusto de Polonia y Federico IV de Dinamarca, convenciéndoles de que el desastre
del Pruth no había cambiado su resolución de obligar a Carlos XII a una paz
aceptable. De modo más inmediato, Pedro quería visitar Alemania para tomar las
aguas en Carlsbad y ser testigo del matrimonio de su hijo Alexis con la princesa
Carlota de Wolfenbüttel. Todos esos proyectos y hasta la ruta del viaje de Pedro eran
posibles gracias a Poltava; antes de la destrucción del ejército sueco, Carlos XII había
dominado Polonia y había hecho físicamente imposible que el zar pasara por Polonia
camino de Alemania. Ahora los suecos habían desaparecido y Carlos estaba lejos, en
Turquía. Durante el resto de su vida, Pedro viajó a través de los estados alemanes con
casi la misma frecuencia y seguridad con que viajaba por Rusia.
El zar necesitaba descansar y recuperarse del agotamiento, depresión y
enfermedad que habían hecho presa de él durante su desastroso verano en los
Balcanes. En Posen, Pedro sufrió un violento cólico y permaneció en cama durante
varios días antes de continuar hacia Dresde y Carlsbad, donde iba a tomar las aguas.
Esto consistía en un proceso penoso a base de tomar agua mineral que supuestamente
limpiaba el organismo; a menudo tenía consecuencias desagradables y Whitworth,
que acompañaba a Pedro, informó lealmente a sus amos en Londres de que el zar
estaba «violentamente suelto».
Desde Carlsbad, Pedro se fue a Dresde, donde permaneció durante una semana.
Vivió en el Hostal del Anillo Dorado, y no en el palacio real, y allí escogió una de las
habitaciones de techo bajo del portero, en lugar de una de las lujosas suites. Fue a la
pista de tenis, cogió una raqueta y jugó. Visitó dos veces una fábrica de papel y
aprendió a hacer hojas. Visitó a Johann Melchior Dinglinger, el joyero de la corte,
cuyas creaciones en joyas, metales preciosos y esmaltes, eran conocidas en toda
Europa por su belleza. Pasó tres horas con Andrew Gartner, el matemático y
especialista en mecánica de la corte, famoso por sus invenciones. Pedro se mostró
especialmente interesado en una máquina que Gartner había diseñado, que
transportaba a personas u objetos de un piso de una casa a otro: en resumen, un
ascensor.
El 13 de octubre, Pedro llegó a Torgau, el castillo de la reina de Polonia, donde se
iba a casar su hijo. Torgau fue elegido, en lugar de Dresde, para que la ceremonia
LA COSTA DE FINLANDIA
Pedro volvió a San Petersburgo el 22 de marzo de 1713, pero sólo pasó un mes en su
amada ciudad. En el mes de abril Shafirov le comunicó desde Turquía que, a pesar de
las dañinas incursiones tártaras en Ucrania, los turcos otomanos no sentían deseos de
hacer una guerra en serio en el sur. De modo que el zar pudo dedicar toda su atención
a preparar la flota y el ejército para conquistar la orilla norte del Báltico Superior.
Una vez que la rendición de Stenbock, aislado en la fortaleza de Tonning, pareció
inevitable, Pedro se volvió hacia el otro extremo del Báltico decidido a expulsar a los
suecos de Finlandia. No tenía intención de quedarse con la provincia pero cualquier
territorio del que se apoderara en Finlandia, más allá de Karelia, le sería útil después
para negociar con él en las conversaciones de paz. Se podía utilizar, por ejemplo, para
compensar los territorios suecos de Ingria y Karelia que Pedro quería conservar.
Había otra ventaja en la campaña finlandesa. La haría solo, sin molestos aliados que
obstaculizaran sus operaciones. Después de los angustiosos retrasos en Pomerania en
lo referente a la entrega de artillería y la necesidad de rogar a otros monarcas que
cumplieran sus promesas, sería un alivio llevar a cabo una campaña cómo y dónde
quisiera.
En realidad, Pedro no había esperado hasta aquella primavera para decidir esa
campaña. Ya en el mes de noviembre anterior había escrito desde Carlsbad ordenando
a Apraxin que intensificara la preparación de las tropas y la flota para entrar en
Finlandia. «Esa provincia», decía Pedro, «es la madre de Suecia, como bien sabes.
No sólo la carne sino también la madera les llega de ahí y si Dios nos permite llegar
hasta Abo [una ciudad situada en la costa este del golfo de Botnia, entonces capital de
Finlandia] el verano que viene, será más fácil apretar el cuello a los suecos».
La campaña finlandesa de aquel verano y del siguiente fue rápida, eficaz y
relativamente poco sangrienta. La nueva flota rusa del Báltico fue la principal
protagonista de ese brillante éxito.
Durante el reinado de Pedro hubo un cambio radical en el diseño de los buques de
guerra y en las tácticas navales. En la década de 1690, apareció por primera vez el
término «navío de línea», cuando la confusión de los duelos navales individuales fue
sustituido por la táctica de «línea»: dos lilas de buques de guerra navegaban a lo largo
de rutas paralelas disparándose con la artillería pesada. La «línea» impuso unos
diseños apropiados: los navíos pesados tenían que ser lo suficientemente poderosos
como para aguantar en línea de batalla, al contrario que las corbetas y fragatas,
pequeñas y más rápidas, que se utilizaban para el reconocimiento y el corso. Las
EL KALABALIK
Amargado por su intento fracasado de evitar la paz hecha en el Pruth, Carlos XII
luchó obstinadamente por acabar con ella. Hasta cierto punto las tres «guerras» cortas
ocurridas posteriormente cada uno o dos años entre Rusia y el imperio otomano
habían sido obra suya, aunque la aversión de Pedro a entregar Azov y retirar sus
tropas de Polonia tuvo su parte de responsabilidad. Con la tercera de estas guerras,
declarada por los turcos en octubre de 1712, llegó una oportunidad prometedora. Un
enorme ejército otomano se había reunido en Adrianópolis bajo el mando personal
del sultán. Como parte de un plan conjunto de guerra, Ahmed III se mostró de
acuerdo en enviar a Carlos XII al norte, a Polonia, con una fuerte escolta turca, para
que el rey pudiera reunirse con una fuerza expedicionaria sueca al mando de
Stenbock. Pero cuando éste desembarcó en Alemania, avanzó hacia el oeste, no hacia
el sur, y por fin fue capturado en la fortaleza de Tonning. Carlos seguía siendo un rey
sin ejército y el sultán, tras reflexionar sobre los peligros que suponía invadir Rusia a
solas, había decidido hacer la paz y volver a su harén.
Por tanto, al llegar el invierno de 1713, Carlos XII llevaba casi tres años y medio
en Turquía. A pesar de la hospitalidad musulmana, la mayor parte de los funcionarios
turcos estaban cansados de él. Representaba una «pesada carga sobre la Sublime
Puerta». El sultán quería firmar una paz permanente con Rusia, pero las constantes
intrigas de Carlos la dificultaban. Se decidió que, de una manera u otra, el rey sueco
volvería a su país.
De esa decisión surgió una conspiración. Devlet Gerey, el kan tártaro, había
admirado a Carlos, pero sus sentimientos cambiaron cuando el rey se negó a unirse
con el ejército turco que marchaba hacia el Pruth. El kan se puso en contacto con
Augusto de Polonia y maquinaron un plan mediante el cual se ofrecería al rey de
Suecia una fuerte escolta de caballería tártara, en apariencia para cruzar Polonia y
volver a territorio sueco. Una vez en camino, la escolta se iría debilitando al ir
retirándose destacamentos que se movilizarían para ir a otro lugar bajo distintos
pretextos. Una vez cruzada la frontera, el grupo sería atacado por una importante
fuerza polaca y la escolta, disminuida y demasiado débil para resistir, se rendiría y
entregaría al rey sueco. Los dos lados sacarían provecho: los turcos se desharían de
Carlos y Augusto se apoderaría de él.
Esta vez, sin embargo, la fortuna acompañó a Carlos. Un grupo de sus hombres,
disfrazados de tártaros, interceptaron a los mensajeros y llevaron las cartas de
Augusto y del kan al rey, en Bender. Carlos se enteró de que tanto el kan como el
El campamento sueco de Bender había cambiado mucho en los últimos tres años
y medio. Las tiendas habían sido reemplazadas por barracones permanentes,
construidos en filas como un campamento militar, con ventanas de cristal para los
oficiales y ventanas cubiertas de cuero para los soldados rasos. El rey vivía en una
casa de ladrillo, grande y nueva, elegantemente amueblada que, junto con un edificio
de cancillería, cuartel para oficiales y un establo, formaba un patio semifortificado en
el centro del campamento. Desde los balcones de sus ventanas superiores tenía una
excelente vista de todos los barracones, los cafés y las pequeñas tiendas donde los
mercaderes vendían higos, coñac, pan y tabaco a los suecos.
Ese lugar, que se llamó Nuevo Bender, era una islita sueca perdida en un océano
turco. Pero no era un océano hostil. El regimiento de jenízaros que estaba allí para
proteger al rey le vigilaba con mirada admirativa. Allí estaba un tipo de héroe del que
Turquía necesitaba desesperadamente. «Si nosotros tuviéramos un rey así que nos
dirigiera, ¿qué no podríamos hacer?», se decían.
A pesar de esos amistosos sentimientos, cuando las órdenes del sultán llegaron en
enero de 1713, el ambiente del campamento sueco comenzó a cargarse de tensión.
Los oficiales de Carlos miraban desde los balcones mientras millares de jinetes
tártaros entraban a unirse con los jenízaros. Para enfrentarse con esa fuerza, Carlos
disponía de menos de mil suecos, y de ningún aliado; al ver el aumento de las fuerzas
turcas, los polacos y cosacos, que estaban nominalmente bajo el mando de Carlos, se
fueron marchando discretamente para ponerse bajo protección turca. Imperturbable,
el rey comenzó a prepararse para resistir; sus hombres empezaron a recoger
provisiones para aguantar seis semanas. Para levantar la moral sueca, Carlos cabalgó
un día, solo y sin ser molestado, entre las filas expectantes del ejército tártaro, que
estaba apretado «como los tubos de un órgano por todas partes».
Hay una leyenda que dice que la ciudad de San Petersburgo fue construida totalmente
en los cielos azules y luego bajada a los pantanos del Neva. Únicamente así, según la
leyenda, se puede explicar la presencia de una ciudad tan hermosa en un lugar tan
lóbrego. La verdad es un poco menos milagrosa: la voluntad férrea de un solo
hombre, la pericia de centenares de arquitectos y artesanos extranjeros y el trabajo de
cientos de miles de trabajadores rusos crearon una ciudad que los admirados
visitantes llamarían «La Venecia del Norte» y «La Babilonia de las Nieves.»
La construcción de San Petersburgo comenzó en serio en los años después de que
la victoria de 1709 en Poltava hubiera, en palabras de su fundador, «colocado la
piedra angular de la ciudad». Se estimuló al año siguiente con la captura rusa de Riga
y Viborg, «los dos cojines sobre los que puede descansar ya con perfecta tranquilidad
San Petersburgo». A partir de entonces, aunque Pedro estuviera ausente de su
«paraíso» durante meses (y a veces un año o más) la construcción siguió adelante.
En 1712, aunque no se emitió ningún decreto sobre el tema, San Petersburgo se
convirtió en la capital de Rusia. El gobierno autocrático estaba centrado en el zar y el
zar prefería San Petersburgo. Por lo tanto, los funcionarios gubernamentales se
trasladaron desde Moscú, se fueron edificando ministerios y, muy pronto, el simple
hecho de la presencia de Pedro transformó aquella ciudad incipiente del Neva en sede
del gobierno.
En la primera década de su existencia, San Petersburgo creció rápidamente. En
abril de 1714, informó Weber, Pedro había realizado un censo y contó 34.500
edificios en la ciudad. En esta cifra se incluía cualquier habitáculo con cuatro paredes
y un techo e incluso así era indudablemente exagerado. Sin embargo, no sólo la
cantidad sino la calidad de los nuevos edificios de San Petersburgo era impresionante.
Habían venido a trabajar arquitectos de muchos países. Trezzini, primer arquitecto
general, llevaba casi diez años en Rusia; le sucedió en 1713 (aunque Trezzini
continuó allí y siguió proyectando edificios) el alemán Andreas Schlüter, que había
traído con él a varios paisanos y colegas arquitectos.
En 1714, el núcleo de la ciudad seguía estando en la isla de Petrogrado, a unos
cuantos metros al este de la fortaleza de Pedro y Pablo. El centro era la plaza de la
Trinidad, que daba al muelle del río, cerca de la primitiva cabaña de troncos de Pedro,
con sus tres habitaciones. Alrededor de la plaza se alzaron varios edificios
importantes. Uno era la iglesia de madera de la Santa Trinidad, construida en 1710,
en la que Pedro asistía a ceremonias regulares, celebraba sus triunfos y rezaba por sus
En 1716, otro arquitecto extranjero llegó a San Petersburgo. Este hombre dejaría
una señal indeleble en el «paraíso» de Pedro. Era el arquitecto francés Alexandre
Jean Baptiste LeBlond. Parisino y discípulo del gran Le Notre, que había proyectado
los jardines de Versalles, LeBlond sólo tenía 37 años pero ya era conocido en Francia
por sus edificios en París y los libros que había escrito sobre arquitectura y jardines
geométricos. En abril de 1716, LeBlond firmó un contrato sin precedentes para ir a
Rusia durante cinco años como arquitecto general con un sueldo garantizado de 5.000
Peterhof había sido concebido mucho antes de que LeBlond fuera a Rusia; sus
orígenes están relacionados con Kronstadt. En 1703, unos meses antes de la conquista
del delta del Neva, Pedro navegó por el golfo de Finlandia y vio por primera vez la
isla de Kotlin. Poco después decidió construir allí una fortaleza para proteger San
Petersburgo desde el mar.
Una vez iniciados los trabajos, el zar visitaba a menudo la isla para observar su
progreso. A veces, y especialmente en otoño, cuando había temporales frecuentes, no
podía navegar directamente desde la ciudad. En esas ocasiones se iba por tierra hasta
un punto en la costa, un poco al sur de la isla, desde donde podía hacer un viaje más
Era invierno en el norte de Europa. Anochecía temprano, el aire era frío, los
caminos estaban llenos de baches. Pronto la nieve lo cubriría todo. Catalina estaba
muy avanzada en su embarazo y el largo viaje a San Petersburgo no iba a ser fácil.
Por tanto, Pedro decidió no volver a Rusia para el invierno, sino viajar más hacia el
oeste y pasar los meses más fríos en Ámsterdam, donde no había estado desde hacía
dieciocho años. Dejó que Catalina fuera viajando más lentamente y él pasó por
Hamburgo, Bremen, Amersfoort y Utrecht, llegando a Ámsterdam el 6 de diciembre.
Incluso en aquellas carreteras, por las que no se viajaba mal del todo, las condiciones
eran primitivas:
Confirmo ahora lo que he escrito antes, que no vengas por el camino que he venido yo, pues es
indescriptiblemente malo. No traigas mucha gente contigo, porque la vida en Holanda se ha puesto muy cara…
Todos los que están aquí conmigo se conduelen por el viaje que vas a hacer. Si puedes aguantar, lo mejor sería que
te quedaras donde estás, porque las malas carreteras podrían ser peligrosas para ti. De todos modos, haz lo que
quieras y, por amor de Dios, no pienses que no quiero que vengas, porque tú sabes cuánto lo deseo y es mejor que
vengas que estar solo y triste.
Al día siguiente Pedro recibió una conmoción. Su hijo había muerto y su esposa
se encontraba muy débil. El zar, que ya había enviado mensajeros a Rusia para
anunciar el nacimiento, intentaba consolar a Catalina.
He recibido tu carta sobre lo que ya sabía, el cambio inesperado de la alegría al dolor. ¿Qué otra contestación
te puedo dar como no sea la del paciente Job? El Señor me lo ha dado, el Señor me lo ha quitado. Bendito sea el
nombre del Señor. Te ruego que reflexiones sobre eso. Yo lo hago tanto como puedo. Gracias a Dios, mi
enfermedad ha disminuido y espero poder salir pronto de casa. Ahora no tengo más que alguna molestia. Por otra
parte, a Dios gracias, estoy bien, y debería haber ido a ti, si hubiera podido ir por agua, pero temo las sacudidas de
un viaje por tierra.
Además, estoy esperando una contestación del rey inglés, cuya llegada se espera en estos días.
Aunque Pedro intentó olvidarse de su tristeza por haber perdido un hijo y creyó
por el momento estar mejor, la muerte del pequeño Pablo pareció agravar su fiebre y
tuvo que quedarse en cama otro mes. Catalina le encontró allí cuando llegó a
Ámsterdam. Debido a esta enfermedad, Pedro no conoció al hanoveriano
imperturbable que se había convertido en el rey de Inglaterra. Cuando Jorge I pasó
por Holanda para embarcar hacia Inglaterra, Pedro envió a Tolstoi y Kurakin a
La Francia que Pedro quería visitar en 1717 era semejante a un sistema gigantesco de
órbitas sucesivas y enormemente complejo, cuyo sol que le había dado calor, vida y
sentido, se había extinguido ya. El 1 de septiembre de 1715, Luis XIV, el Rey Sol,
murió a la edad de setenta y seis años, después de setenta y dos de reinado. Durante
treinta y cinco de esos años, el reinado de Luis había corrido paralelo al de Pedro, el
otro gran monarca de aquellos tiempos. Pero Luis y Pedro eran de generaciones
diferentes y mientras el poder de Pedro y la influencia de Rusia habían crecido, la
gloria del Rey Sol había comenzado a desvanecerse.
Los últimos años de Luis se vieron turbados por las tragedias domésticas; el único
hijo legítimo que había sobrevivido, su heredero, el Gran Delfín, que tenía pavor a su
padre, murió en 1711. El nuevo Delfín, hijo del muerto y nieto del rey, era el Duque
de Borgoña, un joven guapo, encantador e inteligente que representaba las esperanzas
de Francia para el futuro. Su bella esposa, María Adelaida de Saboya, era casi más
brillante que él. La llevaron a Versalles siendo una prometida muy joven y creció ante
el viejo rey, que la idolatraba. Se decía que de todas las mujeres que había amado,
nunca había querido a ninguna como a la esposa de su nieto. De repente, en 1712,
tanto el nuevo delfín como su joven y alegre esposa desaparecieron, muertos por el
sarampión, con una semana de diferencia: él tenía treinta años, ella veintisiete. Su
hijo mayor, el bisnieto de Luis, se convirtió en el siguiente delfín. A los pocos días,
murió de la misma enfermedad.
Al viejo rey de setenta y cinco años sólo le quedaba un bisnieto, un chiquillo de
rosados mofletes, de dos años, el último infante superviviente en línea directa. Él
también se contagió del sarampión, pero sobrevivió a la enfermedad debido a que su
nodriza cerró las puertas y no permitió que los médicos le tocaran con sus sangrías y
vomitivos. El nuevo y pequeño delfín vivió milagrosamente y gobernó Francia
durante cincuenta y nueve años como Luis XV.
Al morir el Rey Sol, Versalles fue abandonado rápidamente. Los grandes salones
fueron despojados de sus muebles, aquella corte tan magnífica fue disuelta. El nuevo
rey vivía en la Tullerías de París y de vez en cuando los paseantes lograban verle, un
chiquillo regordete, con mejillas rosadas, cabellos largos y rizados, pestañas largas y
una nariz larga y borbónica. El poder del gobierno en Francia pasó a las manos de un
regente, el sobrino de Luis XIV, Felipe, Duque de Orleáns, que era el primer Príncipe
de la Sangre y heredero del trono después del rey niño.
El lunes por la mañana, Luis XV de Francia llegó para conocer a su invitado real.
El zar recibió al rey al bajar de su carruaje y para asombro de los franceses, cogió al
chiquillo en brazos, le levantó en el aire hasta que sus rostros estuvieron al mismo
nivel y le abrazó y besó varias veces. Luis, aunque no estaba preparado para ello, lo
tomó a bien y no se asustó. Los franceses, una vez superado su asombro, quedaron
impresionados por la gracia de Pedro y por la ternura que había demostrado hacia el
niño, consiguiendo establecer su igualdad de rango y sus diferencias de edad a la vez.
Después de volver a abrazar a Luis, Pedro le puso en el suelo y le llevó hasta la
cámara de recepción del zar. Allí Luis le hizo un breve discurso de bienvenida, lleno
de cumplidos memorizados. El resto de la conversación lo llevaron el Duque del
Maine y el Mariscal de Villeroy, con Kurakin de nuevo como intérprete. Después de
quince minutos, Pedro volvió a levantarse y cogiendo de nuevo a Luis en brazos le
llevó hasta su carruaje.
A la tarde siguiente, a las cuatro, el zar fue a las Tullerías para devolver la visita
del rey. El patio estaba lleno de compañías de la Maison du Roi, con sus casacas
rojas, y a medida que el carruaje del zar se iba acercando, una línea de tambores
militares empezaron a redoblar. Al ver al pequeño Luis que esperaba su carruaje,
Pedro bajó de un salto, cogió al rey en brazos y le subió por las escaleras de palacio
para un encuentro que sólo duró quince minutos. Al describir estos acontecimientos a
Catalina, Pedro escribió: «El lunes me visitó el pequeño rey, que es sólo un dedo o
UN VISITANTE EN PARÍS
Antes de llegar a París, Pedro había apuntado todo lo que quería conocer y la lista era
muy larga. En cuanto terminaron las ceremonias de recepción, pidió al Regente que le
dispensaran de todo protocolo; quería estar libre para visitar lo que le apeteciera. Con
tal de que el zar fuera siempre escoltado por el Mariscal de Tessé o algún otro
cortesano y que consintiera en ir acompañado por una escolta de ocho soldados de la
guardia real cuando saliera, el Regente se mostró de acuerdo.
El zar empezó a hacer turismo levantándose a las cuatro de la madrugada el 12 de
mayo y paseando con las primeras luces por la Rué St. Antoine para ir a visitar la
Place Royale y ver los reflejos del sol en los grandes ventanales que dan al campo de
revista real. Aquel mismo día visitó la Place des Victoires y la Place Vendóme. Al día
siguiente, cruzó hasta la orilla izquierda y visitó el Observatorio, la fábrica de
Gobelinos, famosa por sus tapices, y el Jardín des Plantes, con más de 2.500 especies.
En los días siguientes visitó toda una serie de talleres artesanales, examinando todo y
haciendo preguntas. Una mañana a las seis estaba en la Gran Galería del Louvre,
donde el Mariscal de Villard le enseñó las enormes maquetas de las grandes
fortalezas de Vauban, que protegían las fronteras de Francia. Luego, al salir del
Louvre, fue a pie hasta el jardín de las Tullerías, donde se había pedido a los
paseantes habituales que se retiraran. Unos días más tarde Pedro visitó el inmenso
hospital y los cuarteles de los Invalides, donde alojaban y atendían a 4.000 soldados
lisiados. Probó la sopa y el vino de los soldados, bebió a su salud, les dio golpecitos
en las espaldas y les llamó «camaradas». En los Invalides, Pedro admiró la famosa
cúpula de la iglesia, recién terminada, de unos 120 metros, y considerada como la
maravilla de París. Pedro se dedicó a entablar contacto con gente interesante.
Conoció al refugiado príncipe Rakoczy, el dirigente húngaro que se había sublevado
contra el emperador Habsburgo y al que Pedro había propuesto una vez como rey de
Polonia. Almorzó con el Mariscal d’Estrées, que vino a recogerle una mañana a las
ocho y le habló de la marina francesa durante todo el día. Visitó la casa del director
de Correos, que era un coleccionista de toda clase de invenciones y curiosidades.
Pasó una mañana entera en la Casa de la Moneda, mirando cómo forjaban una nueva
pieza de oro. Cuando se la pusieron en la mano, todavía caliente, vio con sorpresa
que la moneda llevaba su rostro y la inscripción, «Petras Aleievitz, Zar, Mag. Russ.
Imperat.» Fue solemnemente recibido en la Sorbona, donde un grupo de teólogos
católicos le entregó un plan para la reunión de las iglesias oriental y occidental.
(Pedro lo llevó a Rusia, donde ordenó a sus obispos que lo estudiaran y dieran su
Las visitas de Pedro se llevaban a paso acelerado. Sólo cuando tuvo un acceso de
fiebre y se vio obligado a cancelar un almuerzo con el Regente, disminuyó el ritmo
del zar. El pobre Mariscal de Tessé y los ocho escoltas franceses hacían todo lo que
podían para adaptarse, pero a veces eran incapaces. La combinación de la curiosidad
e impetuosidad de Pedro, así como su desdén hacia lo majestuoso, asombraron a los
franceses. Todas sus acciones eran precipitadas. Quería estar libre para ir de una parte
a otra de la ciudad, sin ceremonias; por tanto, a menudo tomaba un carruaje alquilado
o incluso un simón en lugar de la carroza real que le habían asignado. Más de una
vez, un visitante francés que venía a ver a un miembro de la comitiva rusa en el Hotel
Lesdiguiéres, se encontraba con que su carruaje había desaparecido. El zar, al salir de
la casa, se metía en el primer carruaje que veía y se marchaba tranquilamente. A
menudo, de esta forma, se escapaba del Mariscal de Tessé y de sus soldados.
En todos los lugares, el zar era recibido con respeto. La mayoría de los miembros
de la familia real y de la aristocracia más distinguida, estaban agitados por su
presencia y decididos a conocerle, entre ellos la primera dama de Francia,
«Madame», la madre del Regente, una alemana de sesenta y cinco años pechugona y
chismosa. El Regente llevó al zar a conocerla un día después de haberle enseñado a
su invitado el palacio y los jardines de St. Cloud. «Madame» recibió a su invitado en
el Palais Royale, donde vivía con su hijo y la dama quedó encantada. «He recibido
una gran visita hoy, la de mi héroe, el zar», escribió. «Encuentro que tiene muy
buenos modales… y no es nada afectado. Tiene mucho criterio. Habla mal el alemán,
pero se le entiende sin problemas y habla mucho. Es cortés con todo el mundo y
todos le aprecian mucho».
El 24 de mayo, dos semanas después de su primera visita a las Tullerías, Pedro
volvió a visitar al rey. Llegó muy temprano, antes de que el niño estuviera despierto,
así que el Mariscal de Villeroy le llevó a ver las joyas de la corona. Pedro no esperaba
que fueran tan hermosas y numerosas, aunque dijo que no entendía mucho de piedras
Después de seis semanas, la estancia en París tocaba a su fin. Hubo una ronda de
visitas de despedida. El viernes, 18 de junio, el Regente fue temprano al Hotel
Lesdiguières para decir adiós al zar. Una vez más, habló en privado con Pedro,
únicamente con la presencia de Kurakin como intérprete. El zar fue por tercera vez a
las Tullerías, para despedirse de Luis XV. Pedro insistió en dar a la visita un tono
informal.
La visita fue considerada un triunfo. Saint Simón, que había visto al Rey Sol en
su trono, describió la duradera impresión que había causado el zar:
«Era un monarca que obligaba a la admiración por su extrema curiosidad acerca de cualquier cosa que pudiera
influir en sus opiniones sobre el gobierno, el comercio, la educación, métodos policiales, etc. Su interés abarcaba
todos los detalles que pudieran tener una aplicación práctica y no despreciaba nada. Su inteligencia era muy
notable; al apreciar el mérito de algo, mostraba una gran percepción y una comprensión rápida, mostrando
siempre unos conocimientos amplios y un vivo flujo de ideas. Su carácter era una combinación extraordinaria;
asumía la majestad en su forma más elevada, más orgullosa, más rigurosa; sin embargo, una vez que se reconocía
su supremacía, su comportamiento era infinitamente amable, poseyendo una cortesía llena de discernimiento. En
todos los lugares y en todo momento, era el amo, pero con grados de familiaridad, según el rango de la persona.
Tenía una actitud amistosa que se podía asociar a la libertad, pero estaba fuertemente influido por el pasado de su
país. Por tanto, sus modales eran abruptos, a veces violentos, sus deseos imposibles de predecir, no permitiendo
retrasos ni contradicciones. Sus modales en la mesa eran toscos y los de su gente todavía menos elegantes. Estaba
decidido a ser libre e independiente en todo lo quería ser o ver…
Se podría continuar indefinidamente, describiendo a este hombre verdaderamente único con su notable
carácter y sus talentos extraordinarios y variados. Gracias a ello, será un monarca digno de profunda admiración
durante muchísimos años, a pesar de los grandes defectos de su educación y la falta de cultura y civilización de su
país. Tal es la fama que ha conseguido en toda Francia, donde se le considera un verdadero prodigio».
Desde Reims Pedro bajó lentamente por el Meuse en barco, primero a Namur y
Lieja y luego al balneario de Spa. Pedro permaneció allí durante cinco semanas,
tomando las aguas y haciéndose una cura.
Finalmente, el 2 de agosto, se reunió con Catalina en Ámsterdam. Permaneció en
Holanda durante un mes y el 2 de septiembre vio Ámsterdam y Holanda por última
vez, viajando por el Rin hasta Nimwegen, Cleves y Wesel, y luego hasta Berlín. Por
el camino dejó a Catalina detrás, para que le siguiera. A menudo se separaban así
durante los viajes, porque era difícil encontrar caballos suficientes para ambos
séquitos y también simplemente porque a Catalina no le gustaba viajar tan rápido
como a su marido.
Dos días después de la llegada de Pedro, Catalina le alcanzó en Berlín. Era su
primera visita a la capital prusiana y aunque por entonces ya conocían bastante bien a
Pedro, su esposa fue objeto de gran curiosidad. Pero Catalina fue bien recibida y se
dieron cenas y bailes en su honor, así que ella y Pedro se marcharon a Rusia de buen
humor. En octubre, el zar ya había vuelto a San Petersburgo. Allí Pedro tenía que
enfrentarse con la culminación de la tragedia personal y política más profunda de su
reinado.
LA EDUCACIÓN DE UN HEREDERO
El 11 de octubre de 1717, Pedro volvió a San Petersburgo. «Las dos princesas, sus
hijas (Ana e Isabel, que tenían nueve y ocho años respectivamente), le esperaban
delante del palacio vestidas a la moda española», informaba a París Monsieur de la
Vie, el enviado francés, «y su hijo, el joven príncipe Pedro Petrovich, le saludó en su
habitación donde estaba montado en un diminuto pony islandés». Pero su alegría al
ver a sus hijos desapareció enseguida. En su ausencia, el gobierno de Rusia había
funcionado mal. Los problemas administrativos, los celos y la corrupción
generalizada habían empantanado el sistema gubernamental que Pedro había
intentado montar; hombres de los que se esperaba que fueran dirigentes del Estado
reñían entre sí como niños, acusándose mutuamente de fechorías políticas y
financieras. Pedro se metió en toda esa confusión e intentó arreglarla. Cada mañana, a
las seis, convocaba al Senado y él en persona escuchaba las acusaciones y defensas
de las partes enfrentadas. Por fin, al darse cuenta de que las quejas abarcaban muchos
aspectos y que la corrupción era demasiado profunda, creó un tribunal especial con
comisiones investigadoras separadas, cada una formada por un comandante, un
capitán y un teniente de la guardia, que examinarían los casos y juzgarían de acuerdo
«con el sentido común y la equidad».
Pero aquellos juicios eran sencillamente un preliminar de algo mucho más serio,
algo que iba a amenazar todo el futuro de la Rusia de Pedro, ya que fue en ese
momento cuando se vio obligado a tomar una decisión final en el caso de su hijo, el
zarevich Alexis.
Alexis había nacido en febrero de 1690, poco después de que el zar, entonces de
dieciocho años, se casara con la triste, tímida y retraída Eudoxia. Al nacer Alexis,
Pedro se sintió muy orgulloso, dando banquetes y montando fuegos artificiales en
honor del nuevo príncipe. Sin embargo, a medida que fueron pasando los años, el zar
cada vez veía menos a su hijo. Concentrado en la construcción de sus barcos, en
Lefort y Anna Mons, las campañas de Azov y la Gran Embajada, Pedro dejó a Alexis
en manos de Eudoxia. Visitar a su hijo significaba ver a la madre del muchacho, a
quien despreciaba abiertamente, por lo que prefería evitarlos a los dos.
Naturalmente Alexis se daba cuenta de los problemas que existían entre sus
padres y comprendía que en la mente de su padre él estaba identificado con su madre.
Por lo tanto, en sus primeros años de formación, Alexis vio a Pedro como alguien que
le desaprobaba, que quizá fuera una amenaza, un enemigo. Al crecer con su madre, se
puso de su parte y adoptó sus modales.
Después de Poltava, Pedro tomó dos decisiones con respecto a su hijo. Alexis
tenía que tener una educación y una esposa que fueran de Occidente. Las dos cosas le
ayudarían a alejarse de la antigua órbita moscovita en la que había caído. En la
primera entrevista que tuvo Pedro con Augusto de Sajonia, el Elector había
prometido que se ocuparía de la educación de su heredero.
Cuando Alexis cumplió diecinueve años, Pedro lo recordó y envió a su hijo a
Dresde, la hermosa capital sajona, para estudiar bajo la protección de Augusto.
El matrimonio del zarevich iba a tener también una conexión sajona. Pedro había
decidido aliarse con una poderosa familia alemana casando a su hijo con una princesa
germánica, y la que se eligió, después de largas negociaciones, fue Charlotte de
Wolfenbüttel. La familia estaba muy bien relacionada, al ser una rama de la casa de
Hanover. Además, la hermana de Charlotte, Isabel, estaba casada con el archiduque
Carlos de Austria, en aquel momento pretendiente al trono español, pero que acabaría
siendo emperador. Como Charlotte estaba viviendo en la corte sajona, bajo la mirada
vigilante de su tía, la reina de Polonia, los dos proyectos —la educación de Alexis y
su matrimonio— se centraron en Dresde. Charlotte tenía dieciséis años, era alta y de
aspecto corriente, pero con un encanto espontáneo y dulce y estaba educada según las
costumbres de una corte occidental. Eso era lo que Pedro buscaba para su hijo.
Alexis estaba al tanto de estas negociaciones y del deseo de su padre de casarle
con una extranjera. En el invierno de 1710, siguiendo las órdenes de Pedro, el
zarevich fue a Dresde y luego al balneario de Carlsbad. En una aldea cercana conoció
a su futura novia, la princesa Charlotte. La entrevista marchó bien. Tanto Alexis
como Charlotte comprendieron el propósito de aquel encuentro y, dadas las
circunstancias de aquellos tiempos de matrimonios concertados, ninguno de los dos
se sintió desesperadamente desgraciado con el otro. Alexis, en una carta a su confesor
Ignatiev, relataba su reacción ante Charlotte:
Ahora sé que no quiere que me case con una rusa, sino con una de esas personas que merezca mi aprobación. Le
escribí que si es su voluntad que sea una extranjera me casaré con esa princesa que he visto. Me agrada, es una
buena persona y no voy a encontrar otra mejor. Os ruego que recéis por mí si es voluntad de Dios que esto sea así;
si no, que mi esperanza permanezca en Él. Ocurrirá lo que Él desee. Escribidme para decirme qué siente vuestro
corazón.
Al final de la carta, Alexis añadió una postdata casi ilegible pidiendo perdón a
Ignatiev porque casi no se pudiera leer, explicando que cuando la estaba escribiendo,
todos, él incluido, estaban borrachos.
Alexis estaba en Dresde cuando su padre sufrió el desastre de Pruth, pero Pedro
se recuperó rápidamente de ese golpe y siguió adelante con sus planes, incluido el
matrimonio de su hijo, el 14 de octubre de 1711, con la princesa Charlotte. El abuelo
de la novia, el duque reinante de Wolfenbüttel, había preguntado a Pedro si los recién
casados podían pasar el invierno juntos en su ducado, pero el zar respondió que
necesitaba los servicios de su hijo en la guerra contra Suecia. Luego, cuatro días
después de su boda, Alexis recibió la orden de dejar a Charlotte y marchar a Thorn
para supervisar el traslado de víveres destinados a las tropas rusas que iban a pasar el
verano en Pomerania. Pedro aceptó la petición de retrasar la marcha de su hijo unos
días más y luego Alexis se marchó obedientemente, dejando sola a su esposa. Seis
semanas después, Charlotte se le unió en Thorn, pero era un lugar tétrico para una
luna de miel. Charlotte escribió a su madre, muy triste, hablándole de la desolación
creada por la guerra y el invierno: «Las casas están medio quemadas y vacías. Yo
misma vivo en un monasterio».
Durante los primeros seis meses de su matrimonio, Alexis se dedicó a su joven
esposa y Charlotte decía que era feliz. Pero los asuntos de la casa real eran azarosos,
incluso caóticos. Cuando Menshikov les visitó en abril se quedó escandalizado al ver
UN ULTIMÁTUM PATERNO
Pedro
La reacción de Alexis ante esta carta fue todo lo contrario de lo que su padre
hubiera deseado. Aterrorizado por las admoniciones de Pedro, se dirigió a sus
confidentes más íntimos y les pidió consejo. Kikin le aconsejó que renunciara a sus
derechos al trono por razones de salud. «Si te aíslas de todo, por fin podrás descansar.
Sé que de otra forma, por tu debilidad, no podrás aguantar. Pero es una lástima que no
te hayas quedado donde estabas (en Alemania)». Viazemski, su primer maestro,
estaba de acuerdo en que debía declararse incapaz de llevar la pesada carga de la
corona. Alexis habló también con el príncipe Yuri Trubetskoi, que le dijo: «Haces
Alexis
Después de recibir la carta de Alexis, Pedro vio al príncipe Vasili Dolgoruki, que
le contó su propia conversación con Alexis. El zar pareció mostrarse de acuerdo y
Dolgoruki le dijo a Alexis: «He hablado con tu padre sobre ti. Creo que te va a privar
de la sucesión y parece satisfecho con tu carta. Te he salvado del tajo». Aunque
Alexis se sintió tranquilo por el mensaje en general, no debió de quedar muy contento
pensando que habían hablado del patíbulo.
En realidad, Pedro no estaba nada contento. Su advertencia al zarevich había
provocado la reacción que no quería y aquella carta de sumisión y renuncia le pareció
demasiado rápida y amplia. ¿Cómo podía un hombre serio dejar de lado un trono tan
fácilmente? ¿Era sincera la renuncia? Y si lo era, ¿cómo podría el heredero a un gran
trono simplemente retirarse y vivir en el campo? Como agricultor o caballero
terrateniente, ¿no seguiría siendo —incluso sin pretenderlo— un punto de reunión de
las fuerzas opuestas a su padre?
Durante un mes, Pedro reflexionó sobre esas cuestiones y no hizo nada. Después
intervino el destino y casi solucionó el asunto. Al asistir a una juerga en casa del
almirante Apraxin, el zar sufrió una convulsión violenta y se puso gravemente
enfermo. Durante dos días y dos noches sus principales ministros y miembros del
Senado permanecieron en una habitación junto a su dormitorio y el 2 de diciembre su
estado se hizo tan crítico que le administraron los últimos sacramentos. Entonces
comenzó a reanimarse y a mejorar poco a poco. Durante tres semanas permaneció en
la cama o en su casa y por fin pudo ir a la iglesia el día de Navidad, donde la gente
comprobó lo delgado y pálido que estaba. Durante la enfermedad, Alexis permaneció
Pedro
Seis meses pueden pasarse volando cuando se está retrasando una elección
desagradable. Así le ocurrió a Alexis durante la primavera y el verano de 1716.
Cuando empezó a acercarse el otoño, el plazo de seis meses ya se había acabado y el
zarevich seguía retrasando su decisión.
Escribía a su padre, pero sólo le hablaba de su salud y rutina cotidiana. Entonces,
a principios de octubre, llegó la carta que Alexis temía. Fue escrita el 26 de agosto
desde Copenhague, donde se estaban ultimando los preparativos para la invasión
aliada de Scania. Aquel fue el ultimátum final del padre al hijo. El zarevich tenía que
dar su repuesta con el mismo mensajero.
Hijo mío:
He recibido tu carta del 29 de junio y otra del 30 de julio. Viendo que no hablas de otra cosa que no sea tu
estado de salud, te escribo para decirte que ya te pedí una decisión sobre la sucesión al despedirme de ti. Me
contestaste entonces, como siempre, que no te juzgabas capaz debido a tu fragilidad y que preferías retirarte a un
convento. Te dije que lo pensaras de nuevo seriamente y que me escribieras contándome tu decisión. Llevo siete
meses esperando y no me has hablado del tema; por tanto al recibir esta carta tienes que decidirte por lo uno o lo
otro. En caso de que te decidas por lo primero, que es aplicarte para hacerte capaz de la sucesión, no puedes
retrasarte más de una semana en venir hacia aquí, para que llegues a tiempo de asistir a las operaciones de la
campaña. Pero si eliges lo otro, dime dónde, a qué hora e incluso el día en que lo llevarás a cabo, para que mi
mente se tranquilice y sepa lo que puedo esperar de ti. Envíame tu respuesta con el mismo mensajero que te
entrega esta carta.
Pedro
Con la carta en la mano, Alexis por fin tomó una decisión. No pensaba tomar
ninguna de las dos vías que Pedro le ofrecía, sino huir a algún lugar donde la figura
imponente de su padre no le pudiera alcanzar. Sólo dos meses antes, cuando Kikin se
había marchado para escoltar a la tía de Alexis, la zarevna María, a Carlsbad, había
susurrado al zarevich: «Voy a buscar algún lugar para esconderte». Kikin no había
vuelto y Alexis no sabía dónde ir, pero en su mente ardía una idea fija: escapar de la
mano de hierro que venía a buscarle.
Alexis actuó rápidamente y con subterfugios. Fue a San Petersburgo
inmediatamente, a ver a Menshikov, declarando que se marchaba a Copenhague para
reunirse con su padre y que necesitaba 1.000 ducados para pagar el viaje. Visitó el
Senado, pidió a sus amigos de allí que se mantuvieran leales a sus intereses, recibió
otros 2.000 rublos para sus gastos. En Riga pidió prestados 5.000 rublos y 2.000 en
otras monedas. Cuando Menshikov le preguntó qué haría con Afrosina mientras
estuviera fuera, Alexis le contestó que la llevaría hasta Riga y luego la haría volverse
a San Petersburgo. «Harías mejor en llevártela contigo durante todo el viaje», le
sugirió Menshikov.
Antes de marcharse de San Petersburgo, Alexis confió sus verdaderas intenciones
sólo a su criado Afanasiev, pero por el camino, a unos kilómetros de Libau, se
encontró con el carruaje de su tía, la zarevna María Alexeyevna, que volvía de su
cura en Carlsbad. Aunque mostraba simpatía hacia Alexis y los viejos usos, tenía
demasiado miedo a Pedro para mostrar su oposición oral. Alexis se sentó en su
carruaje, contándole al principio que obedecía órdenes de su padre e iba a reunirse
con él. «Bien», contestó la zarevna «es necesario obedecerle. Eso agrada a Dios».
Pero entonces, Alexis estalló en lágrimas y llorando contó a su tía que estaba
buscando un lugar para esconderse de Pedro. «¿Dónde vas a ir?», le preguntó la
zarevna horrorizada. «Tu padre te encontrará donde sea». Su consejo fue aguantar,
esperando que al final Dios resolviera sus problemas. Entre tanto, dijo, Kikin estaba
en Libau y tal vez le pudiera dar mejores consejos.
En Libau, Kikin le dijo que quizá en Viena estuviera seguro, porque el emperador
era cuñado de Alexis. El zarevich escuchó la sugerencia y continuó en su carruaje
hasta Danzig. Desde allí, vestido de oficial ruso, con el nombre de Kokhanski,
acompañado de Afrosina disfrazada de paje y con tres criados rusos, se marchó hacia
Viena, pasando por Breslau y Praga. Antes de que se marchara, Kikin le dio un
consejo urgente al despedirse: «recuerda, si tu padre envía a alguien para convencerte
de que vuelvas, no lo hagas. Te decapitará en público».
Luego Pleyer, que odiaba a Pedro, comenzaba a exagerar. «Aquí todo está a punto
para la rebelión», contaba a Viena. Escribía acerca de un complot mediante el cual se
asesinaría a Pedro y se encarcelaría a Catalina, poniendo en libertad a Eudoxia y
llevando al trono a Alexis. Después pasaba a catalogar las quejas de la nobleza,
quedando claro que había hablado con representantes de la misma. La carta de Pleyer,
que Alexis dio a Afrosina para que guardara con sus pertenencias y que más tarde
apareció en manos de sus inquisidores en Moscú, iba a hacer mucho daño al zarevich.
Para Pedro, que pasaba el invierno en Ámsterdam antes de su visita a París, los
rumores de que su hijo había desaparecido eran alarmantes y cuando resultaron
ciertos, el zar se sintió abrumado por la cólera y la vergüenza. Bastante mala era la
huida en sí para el orgullo de Pedro; peor era el hecho de que el desafío del heredero
iba a estimular y alentar a todos los disidentes que esperaban poder echar abajo las
reformas del zar. Por lo tanto, había que encontrar al zarevich En diciembre, el
general Weide, comandante del ejército ruso en Mecklenburgo, recibió órdenes de
buscarle en el Norte de Alemania. Considerando la posibilidad de que el fugitivo
pudiera estar en los dominios del emperador Habsburgo, Abraham Veselovski, el
residente del zar en Viena, fue convocado para encontrarse con Pedro en Ámsterdam.
Allí Pedro le ordenó que comenzara una discreta búsqueda dentro de los territorios
imperiales y le entregó una carta dirigida a Carlos VI, rogando que si el zarevich
aparecía, abierta o secretamente, en tierras del Emperador, Carlos lo enviara a su
padre con una escolta armada. Humillado por tener que escribir semejante carta,
Pedro le dijo a Veselovski que no se la entregara al emperador a menos que hubiera
pruebas de que Alexis estaba en territorio imperial.
Aceptando sin entusiasmo el papel de detective, Veselovski fue desde Ámsterdam
hasta Danzig para buscar la pista del zarevich. Desde Danzig siguió hasta Viena y
Veselovski descubrió que un hombre llamado Kokhanski, que se ajustaba a la
descripción del zarevich, había pasado por allí, yendo de una posada a otra, hacía
unos meses. En Viena, la pista se perdía y en las entrevistas con el conde Schönborn,
con el príncipe Eugenio y con el mismo emperador, el detective no se enteró de nada.
Le llegaron refuerzos en la persona de Rumiantsov, capitán de las Guardias, un
gigante casi tan grande como el propio Pedro, que era ayudante personal del zar.
Había recibido órdenes de ayudar a Veselovski para apresar a Alexis y llevarlo a casa,
a la fuerza si fuera preciso.
A finales de marzo de 1717, los esfuerzos de Veselovski y Rumiantsov
comenzaron a producir resultados. Sobornado, un funcionario de la Cancillería
imperial indicó que una búsqueda en el Tirol resultaría fructífera. Rumiantsov viajó
hasta allí y oyó rumores sobre un misterioso desconocido que se escondía en el
Pedro
Al terminar la carta, Alexis dijo a los dos enviados que se había colocado bajo la
protección del emperador porque su padre había decidido privarle de la corona y
recluirle en un monasterio. Ahora que le prometía perdonarle, dijo, reflexionaría y
reconsideraría; no podía contestar inmediatamente. Dos días más tarde, cuando
Tolstoi y Rumiantsov volvieron, Alexis les dijo que tenía miedo de volver con su
padre y continuaría solicitando la hospitalidad del emperador. Al oír aquello, Tolstoi
puso otra cara. Rugiendo de cólera, gritando por toda la habitación, amenazó con que
Pedro declararía la guerra al imperio y que el zar acabaría apresando a su hijo, vivo o
muerto, como traidor, que huyera donde huyera no habría escapatoria porque Tolstoi
y Rumiantsov tenían órdenes de permanecer cerca de él hasta que se lo llevaran.
Con los ojos llenos de miedo, Alexis agarró la mano del virrey y le llevó a una
habitación contigua, implorando que le garantizara la protección del emperador.
Daun, que tenía órdenes de facilitar las entrevistas y a la vez evitar la violencia,
sospechó que su amo estaba en un dilema. Con la idea de que si convencía al zarevich
para que volviera voluntariamente haría un servicio a todos, tranquilizó a Alexis.
Pero comenzó a colaborar con Tolstoi.
Mientras tanto, Tolstoi, dirigía su mente fértil hacia otra serie de intrigas dignas
En Moscú, en las mañanas invernales emerge un sol pálido que arroja una luz
neblinosa sobre los tejados cubiertos de nieve de la antigua ciudad. A las nueve de
una mañana así, los hombres principales de Rusia estaban reunidos en un cónclave
solemne en la Gran Sala de Audiencias del Kremlin. Los ministros y funcionarios del
gobierno, los máximos dignatarios del clero y los miembros más destacados de la
nobleza iban a asistir a un acto histórico: desheredar al zarevich y proclamar un
nuevo heredero al trono de Rusia. Para acentuar el drama y sus potenciales peligros,
se habían colocado tres batallones del regimiento Preobrayhenski alrededor del
palacio del Kremlin con los mosquetes cargados.
Primero llegó Pedro y ocupó su lugar en el trono. Luego apareció Alexis,
escoltado por Tolstoi. La posición del zarevich estaba clara para todo el mundo: no
llevaba espada; por tanto iba como prisionero. Alexis lo confirmó al instante: fue
directamente hacia su padre y cayó de rodillas, reconociéndose culpable y pidiendo
perdón por sus crímenes. Pedro ordenó a su hijo que se levantara mientras se leía en
voz alta una confesión escrita:
Clementísimo Señor y Padre: Una vez más confieso que me he desviado de mis deberes como hijo y súbdito,
huyendo y poniéndome bajo la protección del emperador y pidiendo su apoyo. Imploro tu generoso perdón y tu
clemencia. El más humilde e incapaz de los servidores, indigno de llamarse hijo, Alexis.
Aunque la acusación original contra Eudoxia no parecía tener mucho peso —las
comunicaciones entre Alexis y su madre eran poco frecuentes e inofensivas— Pedro
estaba enfurecido por el comportamiento de su antigua esposa y decidido a investigar
los detalles de lo ocurrido en Suzdal. Glebov fue detenido junto con el Padre Andrés,
principal sacerdote del convento, y una serie de monjas. Era difícil comprender que
las actividades cotidianas de Eudoxia hubieran sido completamente desconocidas y
que nadie hubiera informado sobre ello en Moscú durante veinte años, y también que
la ira de Pedro se dirigiera únicamente contra la ofensa a su honor. En todo caso, lo
que aumentó su cólera fue la creencia de que existía una conspiración y la posibilidad
de que sus hilos pasaran por el convento de Suzdal.
A medida que los prisioneros iban llegando a Moscú desde San Petersburgo,
Suzdal y otros lugares del país, ante las puertas del Kremlin se iban concentrando
grandes multitudes, para intentar ver algo y enterarse del último rumor. Las
La carta a los obispos era por el estilo, salvo que Alexis añadía que la idea de
encerrarle en un convento «procedía de la persona que hizo lo mismo con mi madre».
Pasaron cuatro semanas antes de que se produjera el siguiente acto del drama.
Pedro decidió interrogar a los dos amantes por separado y luego carearlos. Se llevó a
Alexis consigo a Peterhof y dos días más tarde mandó traer a Afrosina de la fortaleza,
cruzando el golfo en una barca cerrada. En Mon Plaisir, Pedro interrogó a los dos,
primero a la muchacha, luego a su hijo.
Y allí en Peterhof, Afrosina traicionó y condenó a Alexis. Confesó sin que la
torturaran, respondiendo a la pasión de su regio amante por ella, a sus intentos de
protegerla, a su disposición a renunciar al trono para casarse y vivir tranquilamente
con ella, incriminándole de un modo decisivo. Describió los detalles íntimos de su
vida cotidiana mientras estaban en el extranjero. Por su boca salieron todos los
miedos y amarguras del zarevich con respecto a su padre. Alexis, dijo Afrosina,
escribió varias veces al emperador quejándose de su padre. Cuando leyó en la carta
de Pleyer que había rumores de amotinamiento entre las tropas de Mecklenburgo, y
que se habían rebelado varios pueblos cercanos a Moscú, Alexis dijo alegremente:
«Ahora puedes ver cómo Dios actúa según sus propios designios». Cuando leyó en
un periódico que el zarevich Pedro Petrovich estaba enfermo, mostró su alegría. Le
hablaba constantemente de la sucesión al trono. Cuando fuera zar, le decía,
abandonaría San Petersburgo y todas las conquistas del zar en el extranjero y haría de
Moscú su capital. Echaría a los cortesanos de Pedro y nombraría a los suyos.
Ignoraría la flota y dejaría que los barcos se pudrieran. No habría más guerras con
nadie y se conformaría con las antiguas fronteras de Rusia. Los derechos
tradicionales de la Iglesia serían restaurados y respetados.
Afrosina también transformó su propio papel; sólo gracias a sus constantes
ruegos, dijo, Alexis se había mostrado de acuerdo en volver a Rusia. Además, declaró
que le había acompañado en su huida porque había sacado un cuchillo y había
amenazado con matarla si ella se negaba. Afirmó que sólo se acostaba con él por
miedo a las amenazas y violencias.
El testimonio de Afrosina reforzó las sospechas de Pedro. Posteriormente, al
¿Cómo murió Alexis? Nadie lo supo entonces ni lo sabe hoy. La muerte del
zarevich provocó rumores y controversias, primero en San Petersburgo, luego por
toda Rusia y Europa. Pedro, preocupado por las repercusiones desfavorables que ese
fallecimiento misterioso pudiera tener en el extranjero, mandó enviar a todas las
cortes de Europa una amplia explicación oficial. Especialmente preocupado por la
corte de Francia, que había visitado recientemente, envió un correo a París con una
carta dirigida a su embajador, el barón de Schleinitz, destinada al rey y al regente.
Después de narrar todo el asunto y el juicio, concluía:
El tribunal secular, de acuerdo con todas las leyes divinas y humanas, se vio obligado a condenar a Alexis a
muerte, con la restricción de que dependía de nuestro poder soberano y de nuestra paternal clemencia el perdón de
sus crímenes o la ejecución de la sentencia. De ello notificamos al príncipe, nuestro hijo.
Sin embargo, estábamos indecisos y no sabíamos cómo resolver un asunto de tanta importancia. Por un lado,
la ternura paterna nos inclinaba a absolverle de sus crímenes, por otro, considerábamos los peligros en que
volveríamos a sumergir a nuestro Estado y las desgracias que se podían producir si otorgábamos la gracia a
nuestro hijo.
En medio de aquella incertidumbre y agitación angustiosa, plació al Dios Todopoderoso, cuyo Santo Juicio
siempre es justo, librar mediante Su divina gracia a nuestra persona y a nuestro imperio entero de todo temor y
peligro, terminando con los días de nuestro hijo Alexis, que murió ayer. Tan pronto como se convenció de los
grandes crímenes que había cometido contra nosotros y todo nuestro imperio, y habiendo recibido la sentencia de
muerte, sufrió una especie de apoplejía. Cuando se recobró de aquel ataque, estando aún en posesión de su espíritu
y del don de la palabra, nos pidió que fuéramos a verle, lo que hicimos, acompañados de nuestros ministros y
senadores, a pesar de todo el mal que nos había hecho. Le encontramos con los ojos bañados en lágrimas y con
signos de arrepentimiento sincero. Nos dijo que sabía que la mano de Dios había caído sobre él y que estaba a
Parecía imposible que ni siquiera un rey como Carlos pudiera conseguir las
reservas y la mano de obra que exigía a su país agotado y adusto. Logró hacerlo
gracias a la aparición de un hombre extraordinario que le sirvió como administrador
en el país y como diplomático en el extranjero, el brillante, inescrupuloso, difamado y
finalmente desdichado, barón Georg Heinrich von Goertz, un audaz aventurero
internacional, sin verdaderos vínculos de nacionalidad pero con gusto por el poder y
pasión por la intriga. Tenía una inteligencia versátil y compleja que le permitía
dedicarse a la vez a varias actividades divergentes, incluso contradictorias.
Durante cuatro años —desde 1714 a 1718— Goertz, armado con los poderes del
rey, se proyectó sobre Suecia. Físicamente, era un personaje arrollador, alto, guapo (a
pesar de un ojo artificial, hecho de esmalte, que sustituía al que había perdido en un
duelo estudiantil), atractivo, además de un conversador brillante. Nacido en el sur de
Aunque era la política interior de Goertz la que enfurecía al sueco medio, al rey le
era todavía más útil como diplomático. Era un maestro en aquel arte sutil y Carlos le
dio carta blanca para llevar a cabo sus trucos de prestidigitador por toda Europa. Éste
era el análisis que Goertz hacía de la situación: como Suecia no podía vencer a todos
sus enemigos, debía hacer la paz o incluso una alianza con uno de ellos para combatir
a los otros. Carlos podía hacer la paz con Rusia y concentrar sus esfuerzos contra
Dinamarca, Prusia y Hanover, o podía hacer las paces con Prusia y Hanover y
renovar sus ataques contra el zar en el Báltico alto. Goertz era partidario de la
primera alternativa —paz con Rusia—. Significaría sacrificar las provincias de
Ingria, Karelia, Estonia, Livonia y posiblemente Finlandia, así como aceptar una
mayor presencia naval y comercial de los rusos en el Báltico, pero permitiría a Carlos
recuperar las provincias alemanas de Pomerania, Bremen y Werden y quizá
apoderarse de Mecklenburgo y de Noruega también. Las preferencias de Goertz
podían deberse parcialmente a que el retorno del poder sueco a Alemania del norte le
sería útil para su joven amo en Holstein-Gottorp, pero también se debía a que Goertz
se inclinaba a valorar el poder y la resolución de Pedro como mucho mayor que el de
los aliados de Rusia. Pedro había demostrado su tenacidad en conservar y ampliar su
ventana en el Báltico. La combinación del crecimiento de su flota, las enormes
operaciones de su ejército y la implacable voluntad del zar hacían pensar que ni
LA NUEVA RUSIA
VICTORIA
Con un ligero movimiento de cabeza, Pedro indicó que aceptaría los títulos.
«¡Vivat, vivat, vivat!», gritaron los senadores, Dentro y fuera de la iglesia, la
muchedumbre le aclamó, sonaron trompetas y tambores y se oyeron todas las
campanas y cañones de San Petersburgo. Cuando se acalló el tumulto, Pedro
respondió: «Por nuestras hazañas en la guerra hemos emergido de las tinieblas a la
luz del mundo. Quiero que nuestra nación entera reconozca que la mano de Dios nos
ha favorecido durante la última guerra y en la consecución de la paz. Debemos dar a
Dios las gracias con todas nuestras fuerzas, pero mientras rogamos por la paz no
debemos debilitarnos militarmente, no vaya a ser que nos ocurra como a la
monarquía griega (el imperio oriental de Constantinopla). Debemos esforzarnos en
conservar el bien y el beneficio que Dios nos da en la patria y en el exterior y del cual
la nación sacará provecho».
Saliendo de la iglesia, Pedro condujo una procesión hasta el palacio del Senado,
donde se habían colocado mesas para un millar de invitados. Allí fue felicitado por el
duque Carlos Federico de Holstein-Gottorp y los embajadores extranjeros. Hubo un
banquete seguido de un baile y fuegos artificiales ideados por el propio Pedro. De
nuevo sonó el cañón y se iluminaron los barcos del río. En el salón, una enorme
vasija de vino —«un verdadero cáliz de amargura», según le llamó uno de los
participantes— fue pasado entre los invitados a hombros de dos soldados. Fuera,
había fuentes de vino en las esquinas de las calles y sobre una plataforma se asaban
bueyes enteros. Pedro salió y cogió los primeros trozos con sus manos,
distribuyéndolos entre la multitud. Tomó un poco y luego levantó su copa para
brindar a la salud del pueblo ruso.
Una noche de 1717, Pedro estaba cenando con sus amigos y lugartenientes cuando la
charla comenzó a girar en torno a los logros y fracasos del reinado del zar Alexis.
Pedro había mencionado las guerras de su padre contra Polonia y su lucha con el
Patriarca Nikon, cuando el conde Iván Musin-Pushkin declaró súbitamente que
ninguno de los logros del zar Alexis podía compararse con los de Pedro y que la
mayor parte de sus éxitos se debían al trabajo de sus ministros. La reacción de Pedro
fue muy fría. «Tu menosprecio de los logros de mi padre y tu alabanza de los míos es
algo que no puedo tolerar», dijo. El zar se levantó y fue hacia el príncipe Jacobo
Dolgoruki, de setenta y ocho años, al que a veces llamaban el Catón ruso. «Me
criticas más que nadie y me fastidias con tus objeciones hasta un punto que a veces
creo que un día me vas a hacer estallar», dijo Pedro. «Pero también sé que me eres
sinceramente leal, a mí y al Estado, y que siempre dices la verdad, lo cual te
agradezco profundamente. Ahora dime cómo valoras los logros de mi padre y qué
piensas de los míos».
Dolgoruki le miró y dijo: «Siéntate, señor, por favor, mientras pienso un
momento». Pedro se sentó y Dolgoruki se quedó callado un momento mientras se
atusaba el bigote. «Es imposible dar una respuesta breve a tu pregunta porque tu
padre y tú os ocupasteis de asuntos diferentes. Como zar tienes tres deberes
principales que cumplir. El más importante es la administración del país y la
distribución de la justicia. Tu padre tuvo tiempo sobrado para hacerlo, mientras que
tú no, por lo que tu padre consiguió más cosas en esto que tú. Es posible que cuando
puedas dedicarte a pensar en ello —y ya va siendo hora— hagas más que tu padre».
«El segundo deber de un zar es la organización del ejército. En esto también tu
padre merece alabanzas porque puso los cimientos de un ejército regular, mostrándote
a ti el camino a seguir. Desgraciadamente, ciertos hombres descarriados estropearon
su obra, de modo que tú tuviste que empezar de nuevo, y debo confesar que lo has
hecho muy bien. Pero aun así, sigo sin saber si lo hiciste mejor; lo sabremos cuando
la guerra haya terminado. Y finalmente llegamos al tercer deber del zar, que es crear
una flota, hacer tratados y determinar nuestras relaciones con los países extranjeros.
En esto, y espero que estés de acuerdo conmigo, has servido bien al país y has
logrado más que tu padre. Por ello mereces las mayores alabanzas. Alguien ha dicho
esta noche que la labor de un zar depende de sus ministros. No estoy de acuerdo y
pienso lo contrario, porque un monarca sabio debe escoger a consejeros sabios que
conozcan su valor. Además, un monarca sabio no tolerará consejeros estúpidos
Sobre el papel, tal como aparecían en los decretos que fluían de la pluma de
Pedro, las reformas en la administración debían haber hecho marchar el gobierno de
Rusia como las ruedas de un reloj. No fue así y no se debió tan sólo a la lentitud en
comprender o a la mala disposición hacia el cambio sino también a las muchas lacras
de corrupción en el gobierno. Ésta no sólo afectaba a las finanzas del Estado sino
también a su eficiencia básica. Convirtió al sistema administrativo importado, ya
difícil de manejar, en algo casi imposible.
El soborno y el fraude eran tradicionales en la vida pública rusa y el servicio
público era considerado habitualmente como un medio de conseguir beneficios
privados. Esta práctica estaba tan extendida que a los funcionarios se les pagaba un
pequeño salario o no se les pagaba en absoluto; se daba por hecho que iban a ganarse
la vida aceptando sobornos. Como resultado de todo eso, la mayoría de los
administradores estaban motivados menos por un sentido de servicio al Estado que
por un deseo de beneficio privado, mezclado con un esfuerzo para escapar de
averiguaciones y castigos. Así, dos motivos negativos poderosos, la codicia y el
miedo, se convirtieron en los rasgos predominantes de los burócratas de Pedro. Había
oportunidades para hacer fortunas inmensas —las vastas riquezas de Menshikov eran
un ejemplo; también había muchas posibilidades de tortura, el cadalso o la rueda.
Pero hiciera lo que hiciera el zar (urgir, persuadir, halagar, amenazar, castigar) apenas
conseguía nada—. Se dio cuenta de que la fuerza no era suficiente.
No había más que decepciones, y no sólo en los niveles más elevados. Una vez,
Pedro ascendió a un abogado honrado al cargo de juez. Desde su posición, en la que
sus decisiones podían convertirse en objeto de soborno, el nuevo juez se volvió
corrupto. Cuando Pedro lo descubrió, no sólo absolvió al juez sino que le dobló el
salario para evitar más tentaciones. Al mismo tiempo, sin embargo, el zar prometió
que si el juez traicionaba de nuevo su confianza, le haría ahorcar. El juez prometió
fervorosamente que podía confiar en él —y poco después aceptó otro soborno—.
En Rusia, antes de los tiempos de Pedro, apenas había nada que se pudiera considerar
industria. Diseminadas por las ciudades había pequeñas factorías y talleres para
artículos caseros, artesanía y herramientas que servían a las necesidades del zar, los
boyardos y los comerciantes. En las aldeas, los campesinos lo hacían todo por sí
mismos.
Al regresar del Occidente en 1698, Pedro decidió cambiar esto y durante el resto
de su vida trabajó para hacer a Rusia más rica y su economía más eficiente y
productiva. Al principio, con su país sumergido en una gran guerra, Pedro intentó
montar una industria enteramente vinculada a las necesidades de ésta. Creó
fundiciones de cañones, molinos de pólvora, factorías para hacer mosquetes, trabajos
en cuero para monturas y arneses, talleres textiles para tejer las telas para uniformes y
velas. En 1705, el Estado poseía factorías textiles en Moscú y Voronezh que
trabajaban tan bien que Pedro le dijo a Menshikov: «Hacen ropas y han conseguido
resultados excelentes, así que me he hecho un caftán para las vacaciones».
Después de Poltava, hubo un cambio en las prioridades. Como las demandas de la
guerra disminuyeron, el zar se interesó más por otras clases de manufacturas, las que
podían elevar el nivel de vida ruso hasta el de Occidente y al mismo tiempo hacer que
su país fuera menos dependiente de las importaciones desde el extranjero. Consciente
de que salían grandes cantidades de dinero del país para pagar las importaciones de
seda, terciopelo, encajes, porcelana y cristal, estableció fábricas para hacer esos
productos en Rusia. Para proteger las industrias no experimentadas, impuso elevados
derechos de aduanas sobre las sedas y vestidos extranjeros, que doblaban su precio
para los compradores rusos. Básicamente su política era similar a la de otros estados
europeos y generalmente recibe el nombre de mercantilismo: aumentar las
exportaciones para conseguir moneda extranjera, y disminuir las importaciones para
cortar el flujo de riqueza hacia fuera.
La industrialización de Pedro tenía un segundo objetivo, igualmente importante.
Sus recaudadores de impuestos obtenían del pueblo ruso todo lo que podían para
financiar la guerra. El único medio de conseguir más dinero de su pueblo, comprobó
Pedro, era aumentar la producción de riqueza nacional, incrementando así la base
impositiva. Para conseguir ese objetivo, se lanzó con todo el poder del Estado al
desarrollo de todos los aspectos de la economía nacional. El zar se consideraba a sí
mismo personalmente responsable del fortalecimiento de la riqueza de su país, pero al
mismo tiempo comprendía que las empresas y la iniciativa privada eran sus
Era típico del carácter de Pedro que en medio de una guerra, con un ejército, una
flota, una capital y una economía nacional recién creadas, se pusiera a trazar el nuevo
sistema de canales en diferentes puntos de Rusia. No es que no fuera necesario. Las
distancias en Rusia eran tan gigantescas y los caminos tan pobres que tanto los
productos comerciales como los viajeros individuales se enfrentaban con obstáculos
casi infranqueables al viajar de una parte a otra. Ese problema siempre echaba a
perder el esfuerzo de traer productos desde el interior a los puertos para la
exportación; ahora ese problema se presentaba de una forma aun más problemática,
pues había que transportar cereales y otros víveres para alimentar San Petersburgo.
La solución fue proporcionada en buena medida por la naturaleza, que había
equipado a Rusia con una magnífica red de ríos —el Dniéper, el Don, el Volga y el
Dvina—. Aunque todos esos ríos, excepto el Dvina, corrían hacia el sur, se podían
llevar los productos río arriba, hacia el norte, mediante la pura fuerza bruta de la
mano de obra humana y animal. Lo que quedaba por hacer era conectar ese gran
trazado de vías naturales de agua con un sistema de canales que uniera los ríos en los
puntos vitales.
El primer esfuerzo hercúleo de Pedro fue intentar comunicar el Volga con el Don
y mediante la posesión de Azov en su desembocadura, dar a los rusos del interior
acceso al mar Negro. Durante más de diez años, miles de hombres se dedicaron a
cavar un canal y a construir esclusas de piedra, pero el proyecto fue abandonado
cuando Pedro se vio obligado a devolver Azov a los turcos. El crecimiento de San
Petersburgo le inspiró un segundo proyecto: unir toda Rusia al Báltico mediante la
conexión del Volga con el Neva. Mediante extensas exploraciones, Pedro localizó en
la región de Tver y Novgorod un tributario del Volga que fluye a menos de una milla
de otra corriente de agua que fluye pasando por muchos lagos y ríos, hacia el lago
Ladoga, que desemboca en el Neva. La clave era un pequeño canal en
Vyshny-Volochok.
Durante cuatro años 20.000 hombres cavaron el canal con sus correspondientes
esclusas, y cuando terminaron el mar Caspio estaba unido a San Petersburgo, al
Báltico y al Océano Atlántico. A partir de entonces, una serie de barcas cargadas con
cereales, madera de roble y otros productos procedentes de la parte meridional y
central, junto con productos de Persia y el Este, avanzaban lenta pero continuamente
sobre la superficie de Rusia.
Naturalmente había dificultades y oposición. El príncipe Boris Golitsyn, al que se
nombró para supervisar el primero de esos proyectos, gruñía, afirmando que «Dios
hizo que los ríos corrieran en una dirección y es un atrevimiento por parte de los
En materia de religión, Pedro era más un hombre del siglo dieciocho que del siglo
diecisiete; era seglar y racionalista más que devoto y místico.
Le preocupaban más el comercio y la prosperidad nacionales que el dogma ó las
interpretaciones de las Escrituras; ninguna de sus guerras las hizo por motivos
religiosos. Pero, personalmente, Pedro creía en Dios. Aceptaba la omnipotencia
divina y veía la mano del Creador en todo: en la vida y en la muerte, en la victoria y
en la derrota. Sus cartas están salpicadas con la frase «Gracias a Dios»; cada victoria
era rápidamente celebrada con un Te Deum. Creía que los zares eran más
responsables ante Dios que la gente común, porque a los zares se les confiaba el
deber de gobernar, pero no sacralizaba el papel de la monarquía mediante algo tan
teórico o filosófico como el Derecho Divino de la Monarquía. Pedro, simplemente,
entendía la religión como entendía todo lo demás: ¿Qué parece más razonable? ¿Qué
es lo práctico? ¿Qué funciona mejor? La mejor forma de servir a Dios, creía él, era
trabajar por el fortalecimiento y la prosperidad de Rusia.
A Pedro le gustaba ir a la iglesia. Cuando era niño fue educado en la lectura de la
Biblia y en la liturgia y cuando se convirtió en zar hizo un esfuerzo por difundir la
Biblia por su reino. Le gustaba el canto coral, la única música de la iglesia ortodoxa,
y toda su vida tuvo la costumbre de abrirse paso a través de la gente y situarse en un
lugar que le permitiera cantar en el coro. Las congregaciones ortodoxas eran menos
disciplinadas que las de otras religiones: el pueblo permanecía de pie durante el
servicio y se movía, yendo y viniendo, haciéndose señas, murmurando e
intercambiando sonrisas. Pedro aceptaba todo eso, pero no toleraba que la gente
hablara abiertamente durante la ceremonia. Cuando alguien lo hacía, inmediatamente
le imponía una multa de un rublo. Posteriormente erigió una picota frente a una
iglesia en San Petersburgo para los que hablaban durante las ceremonias.
El respeto en las ceremonias era más importante para Pedro que su forma. Para
desesperación de muchos de sus compatriotas —especialmente los dirigentes de la
iglesia rusa— la tolerancia del zar con respecto a otras sectas cristianas era mayor
que la que se había experimentado anteriormente en la Santa y Ortodoxa Rusia. Pedro
había comprendido que si quería contratar extranjeros en cantidades suficientes
tendría que permitirles el culto que les dictaran sus diferentes tradiciones. Esta
opinión se vio reforzada en 1697 durante su primera visita a Ámsterdam, donde se
permitía a personas de todas las naciones practicar cualquier forma de religión
mientras no interfiriera con la iglesia establecida o las iglesias de otros extranjeros.
Reunión es una palabra francesa que no puede traducirse al ruso con una sola palabra: significa la congregación de
un cierto número de personas, ya sea para divertirse o para hablar de sus asuntos. En esas ocasiones los amigos se
ven unos a otros para cambiar impresiones sobre el trabajo u otros temas, para conocer noticias del país o del
extranjero y así pasar el tiempo. Cómo queremos que se celebren dichas reuniones se aprenderá por lo que sigue:
1. La persona en cuya casa se haya de celebrar la reunión repartirá notas u otro mensaje para avisar a todas las
personas de ambos sexos.
2. La reunión no podrá empezar antes de las cuatro de la tarde ni prolongarse más allá de las diez de la noche.
3. El dueño de la casa no está obligado a salir a recibir a sus invitados, ni a acompañarlos ni a entretenerles; pero
aunque no tenga obligación de entretenerles, sí debe procurarles asientos, velas, bebidas y todas las cosas que
se necesiten, así como también proporcionarles toda clase de juegos y lo relacionado con ellos.
4. No se fijará la hora para la llegada o la partida de nadie; basta con aparecer en la reunión.
5. Se deja al arbitrio de cada cual sentarse, pasear o jugar, como le plazca, y nadie debe molestarse o interesarse en
lo que hace, so pena de tener que vaciar la Gran Águila (un cuenco lleno de vino o coñac) para ingerirla como
castigo. Por lo demás, es suficiente con saludar al llegar y al irse.
6. Las personas de rango, por ejemplo los nobles y funcionarios de categoría superior, al igual que los mercaderes
de nota, y directores (término por el cual se conoce fundamentalmente a los constructores de barcos), los
empleados de la Cancillería y sus esposas e hijos, podrán frecuentar libremente las reuniones.
7. Se asignarán lugares concretos a los criados (con excepción de los de la casa) de forma que haya suficiente
espacio en los aposentos designados para la reunión (es decir, para que las habitaciones no estén repletas de
criados que estorben y se mezclen con los invitados).
Aunque sólo se le pedía al anfitrión que preparara té o agua fría para sus
invitados, nada le impedía preparar una gran cena y abundante bebida. Pero nadie
estaba obligado a beber y, en contraste con los famosos banquetes de Pedro,
exclusivamente para hombres, estaba mal visto beber mucho y emborracharse. El
propio zar tenía la lista de anfitriones y decía cuándo le había llegado el turno a cada
cual; y aunque seguía negándose a dar fiestas oficiales en su propio palacio, siempre
estaba dispuesto a hacer de anfitrión en una reunión cuando su nombre aparecía en la
lista.
En poco tiempo, la sociedad de San Petersburgo comenzó a asistir masivamente a
esas recepciones. En un salón se danzaba; en otro se jugaba a las cartas; en un tercero
un grupo de hombres fumaba solemnemente en sus largas pipas de arcilla y bebía en
jarras de loza; en un cuarto salón hombres y mujeres reían, chismorreaban y se
divertían de una forma desconocida hasta entonces en Rusia. Pedro estaba siempre
allí, alegre y charlatán, yendo de una habitación a otra, sentándose a una mesa,
fumando en su larga pipa holandesa, bebiendo su vino húngaro y estudiando su
próximo movimiento en una partida de damas o de ajedrez. El desarrollo de esas
Durante los últimos años de su reinado, Pedro dedicó su atención a llevar a San
Petersburgo alguno de los refinamientos institucionales de una sociedad civilizada:
museos, galerías de arte, una biblioteca e incluso un zoológico. Como casi todas las
cosas nuevas creadas en Rusia gracias a los esfuerzos del zar, estas instituciones
reflejaban claramente sus propios gustos. Sentía poco interés por el teatro (sus
preferencias se encaminaban a la ruda mascarada de su falso Sínodo) y ninguno por
la música instrumental. Las únicas interpretaciones teatrales a las que tenía acceso la
sociedad rusa eran las que preparaba la hermana del zar, la princesa Natalia, que
había montado un pequeño teatro en una gran casa vacía, dotándola de escenario,
Con la firma del Tratado de Nystad, Rusia quedaba finalmente en paz. Parecía que
ahora las colosales energías que se habían derramado en las campañas militares desde
Azov hasta Copenhague iban a volverse por último hacia la propia Rusia. Pedro no
quería que le recordara la historia como un conquistador o un guerrero: veía su papel
como un reformador. Pero mientras aún se celebraban en San Petersburgo los festejos
que acompañaron la Paz de Nystad, Pedro ordenó que el ejército se preparara para
emprender una nueva campaña. En la primavera siguiente, marcharía por el Cáucaso
contra Persia. Y de nuevo el ejército sería dirigido personalmente por Pedro.
Aunque el anuncio llegó por sorpresa, esa marcha hacia el sur no fue un capricho
repentino. Durante la mayor parte de su vida, Pedro había oído hablar con frecuencia
del Oriente, del imperio de Cathay, de la riqueza del Gran Mogol de la India y de la
abundancia del comercio que pasaba por las rutas de caravanas a través de Siberia
hasta China, y desde la India, por Persia, hasta Occidente. Esos relatos procedían de
viajeros que atravesaban Rusia y se detenían en el Suburbio Alemán el tiempo
suficiente como para excitar la imaginación del joven zar. Procedían también de
Nicolás Witsen, el burgomaestre de Ámsterdam y experto en geografía oriental, que
pasó muchas horas en conversación con Pedro durante el primer invierno en que
residió el zar en Ámsterdam. Ahora, por fin, Pedro quería hacer realidad esos sueños
de juventud.
Ya había intentado acercarse a China mediante la ampliación del comercio de té,
pieles y seda y estableciendo una misión rusa permanentemente en Pekín. Pero los
chinos eran orgullosos y recelosos. La combativa dinastía Manchú se hallaba en la
cumbre de su poder. El gran emperador K’ang-hsi, que había accedido al trono a la
edad de siete años y que gobernó hasta su muerte en 1722, había hecho la paz con
todos sus vecinos, iniciando un reinado que se caracterizó por su patronazgo de la
pintura, la poesía, la porcelana y la enseñanza; se publicaron diccionarios y
enciclopedias que fueron normativos durante generaciones. K’ang-hsi toleraba a los
extranjeros en su corte pero los esfuerzos de Pedro por mejorar sus relaciones con
China avanzaron poco. En 1715, un sacerdote ruso, el Archimandrita Hilarión, fue
recibido en Pekín, donde se le otorgó el rango de Mandarín de Primera Clase.
Finalmente, en 1719, Pedro nombró al capitán Lev Ismailov, de la Guardia
Preobrayhenski, enviado extraordinario en Pekín y mandó como regalo al emperador
cuatro telescopios de marfil que había construido él mismo. Ismailov fue recibido
amistosa y dignamente, pero se excedió. Pidió que se levantaran todas las
Volynski instó también a Pedro diciéndole que era el momento de incitar a los
príncipes cristianos de Georgia contra su amo persa. Pero Pedro se mostró más
precavido. No deseaba repetir su experiencia de hacía once años con los príncipes
cristianos de las provincias otomanas de Valaquia y Moldavia. Su objetivo era el
comercio de la seda, la ruta por tierra a la India y el control pacífico de la costa
occidental del Caspio, necesario para facilitar ese proyecto. Así que se negó a hacer
ninguna proclama religiosa o dárselas de libertador antes de embarcarse en esa nueva
campaña.
EL CREPÚSCULO
La nieve comenzó a caer antes de que Pedro y Catalina iniciaran el viaje a Moscú
desde Astracán a finales de noviembre de 1722. Durante el viaje el frío se fue
haciendo más intenso. A un centenar de millas de Tsaritsyn el Volga estaba cubierto
de hielo y los barcos no podían seguir. Fue difícil encontrar trineos apropiados para la
familia real y, como consecuencia, el viaje duró un mes.
Una vez en Moscú, Pedro se zambulló en la atmósfera de la estación. Durante la
semana de Carnaval la procesión superó la de otros años. El embajador sajón
informaba:
La procesión estaba compuesta de sesenta trineos, cada uno de los cuales tenía forma de barco. En el primero de
esos barcos-trineos iba Baco —muy apropiadamente representado, ya que quien hacía el papel llevaba borracho
tres días y tres noches—. Luego venía un trineo arrastrado por seis oseznos, otro trineo tirado por cuatro cerdos y
otro tirado por diez perros. El Colegio de Cardenales venía después vestido con todo lujo, pero montado en
bueyes. Después venía el gran trineo del falso Papa, que rodeado por sus cardenales, iba bendiciendo a derecha e
izquierda. Seguía el falso Zar, acompañado por dos osos. El carro triunfal de la procesión era una fragata en
miniatura, de dos cubiertas y tres mástiles y de treinta pies de largo, con treinta y dos cañones y las velas
desplegadas; sobre el puente, de pie, iba el emperador vestido de capitán de navío. Esta asombrosa visión iba
seguida por una serpiente de mar de cien patas cuya cola llevaban veinticuatro pequeños trineos todos unidos para
ondular sobre la nieve. Seguía a esta serpiente una gran barca dorada en la cual iba Catalina vestida de campesina
írisia, acompañada de las damas de su corte, que iban maquilladas como si fueran negras. Luego venía
Menshikov, vestido de abad, el almirante general Apraxin, vestido de burgomaestre de Hamburgo, y otros
notables disfrazados de alemanes, polacos, chinos, persas, circasianos y siberianos. Los enviados extranjeros iban
juntos vestidos con trajes de dominó de azul y blanco, mientras que el príncipe de Moldavia iba disfrazado de
turco.
Las dos hijas mayores de Pedro estaban ya casi en edad de casarse (Ana tenía
catorce años en 1722, e Isabel, trece), y, como cualquier monarca sensato, Pedro
buscaba buenos partidos para reforzar la diplomacia de su país. Desde que visitó
Francia, su esperanza había sido casar a una de sus hijas, presumiblemente Isabel,
con el rey niño, Luis XV. Un vínculo con la casa de Borbón no sólo habría reportado a
Rusia un inmenso prestigio, sino que Francia habría sido una útil aliada para
contrapesar la hostilidad de Inglaterra. Si un matrimonio con el rey era imposible,
Pedro esperaba al menos casar a Isabel con un príncipe de la casa real y convertir a la
pareja en monarcas de Polonia. Inmediatamente después de la firma de la Paz de
Nystad y de su proclamación como emperador, anunció el proyecto en París. Contaba
con el apoyo entusiasta del embajador francés en Petersburgo, Campredon. Felipe,
Duque de Orleáns, Regente de Francia, se sintió tentado, Polonia podía ser un aliada
útil para Francia en la retaguardia austríaca. Si el emperador era capaz de utilizar su
poder para poner a ese príncipe francés en el trono de Polonia, valdría la pena casar a
ese príncipe con la hija del emperador. Felipe tenía ciertos recelos: los oscuros
orígenes de la emperatriz Catalina y el misterio que rodeaba la fecha de su
matrimonio con Pedro despertaba dudas acerca de la legitimidad de Isabel. Pero
superó sus vacilaciones e incluso propuso que el príncipe francés mejor para
convertirse en el novio —y de ese modo en rey de Polonia— sería su propio hijo, el
joven duque de Chartres. Cuando Pedro volvió de Persia y se enteró de que el
propuesto era Chartres, sonrió. «Lo conozco y le estimo mucho», le dijo a
Campredon.
Desgraciadamente para las partes negociadoras había un importante obstáculo
sobre el cual no tenían control: Augusto de Sajonia, que ahora tenía cincuenta y tres
años, seguía ocupando el trono de Polonia. Aunque él y Pedro ya no eran amigos ni
aliados, el emperador no tenía intención de despojar realmente del trono a Augusto.
Su propuesta consistía en que el duque de Chartres se casara inmediatamente con su
hija y luego ambos esperaran a que muriera Augusto, con cuyo fallecimiento el trono
de Polonia quedaría vacante. El francés prefería esperar a que el duque fuera elegido
rey de Polonia antes de que se celebrara el matrimonio, pero Pedro no quería
aguardar. ¿Qué ocurriría, preguntó, si Augusto vivía otros quince años? Campredon
insistía en que eso no era posible que ocurriera. «El rey de Polonia sólo necesita una
amante nueva, ingeniosa y vivaz para que se precipite el acontecimiento», dijo[19].
Finalmente Campredon aceptó el punto de vista de Pedro e intentó convencer a su
gobierno para que se realizara la boda inmediatamente. Escribió a París encomiando
Los esfuerzos de Pedro para casar a sus dos hijas con príncipes extranjeros
demuestran que no había pensado en ninguna de ellas como sucesora suya en el trono
ruso. Hasta entonces nunca se había sentado en el trono ninguna mujer. Pero la
muerte de Pedro Petrovich en 1719 había dejado a un único varón de la casa de los
Romanov: Pedro Alexeyevich, hijo del zarevich Alexis. Muchos rusos le
consideraban el legítimo heredero y Pedro era consciente de que los tradicionalistas
veían en el joven Gran Duque su futura esperanza. Él estaba decidido a frustrar esa
esperanza.
Pero si no era Pedro Alexeyevich, ¿quién le sucedería? A medida que
reflexionaba sobre el problema, los pensamientos del emperador se volvían hacia la
persona más cercana a él: Catalina. Con el paso de los años la pasión que había
atraído a Pedro hacia aquella robusta y sencilla campesina había madurado
convirtiéndose en amor, confianza y mutua comprensión. Catalina era una compañera
de enorme energía y notable adaptabilidad; aunque le gustaba el lujo, se sentía
igualmente de buen humor en condiciones primitivas. Viajaba con Pedro devotamente
aun estando preñada y a menudo él le decía que su resistencia era mayor que la suya
Los años se habían cobrado su tributo. En 1724, Pedro tenía sólo cincuenta y dos
años, pero sus grandes esfuerzos, su incesante actividad, los violentos excesos que
había hecho en su juventud con respecto a la bebida, habían minado seriamente su
magnífica constitución. A los cincuenta y dos años, Pedro era un anciano.
Además de esos padecimientos, sufría una nueva enfermedad que, con el tiempo,
le mataría. Durante años había padecido de una infección en el tracto urinario y en
1722, durante el caluroso verano que acompañó a la campaña persa, los síntomas
reaparecieron. Los médicos le diagnosticaron estranguria y cálculos, un bloqueo en la
Las causas de la muerte de Pedro nunca han sido bien descritas en términos médicos.
El profesor Hermann Boerhaave, el eminente médico de Leiden, recibió de Horn y
Blumentröst la urgente comunicación sobre los síntomas que presentaba el
emperador, pero antes de que pudiera extender una receta, llegó un segundo correo
con la noticia de que el paciente había muerto. «Dios mío. ¿Es posible?», exclamó.
«Qué pena que un hombre tan grande haya tenido que morir cuando unos cuantos
céntimos de medicamentos podrían haberle salvado la vida». Después, hablando con
otros médicos de la corte, Boerhaave expresó su creencia de que si no se hubiera
ocultado la enfermedad tanto tiempo y le hubieran consultado antes, quizá podría
haber curado la enfermedad de Pedro permitiendo al emperador vivir durante muchos
años. Pero Boerhaave nunca le dijo a su sobrino —que posteriormente se convirtió en
el médico de la hija de Pedro, la emperatriz Isabel— que fue quien transmitió esta
anécdota, qué medicamentos habría recetado o qué enfermedad habría tratado. Se
pueden tener algunas dudas con respecto al optimismo del profesor ya que nunca vio
al paciente y, en la autopsia, la zona que rodeaba la vejiga de Pedro estaba ya
gangrenada y su esfínter tan hinchado y tan duro que difícilmente se pudo cortar con
un cuchillo.
La sucesión se resolvió enseguida en favor de Catalina. Mientras Pedro exhalaba
sus últimos suspiros, un grupo formado por el círculo íntimo de favoritos del
emperador, entre los cuales se contaban Menshikov, Yaguzhinski y Tolstoi —todos
ellos «hombres nuevos» creados por Pedro, con mucho que perder si la antigua
nobleza volvía al poder— actuó decisivamente para apoyar a Catalina. Adivinando
con toda razón que los regimientos de las Guardias tomarían la decisión definitiva
sobre la sucesión, convocaron a esas tropas en la capital y las reunieron cerca del
palacio. Allí se recordó a los soldados que Catalina les había acompañado, a ellos y a
su marido, en las campañas militares. Todos los atrasos en las pagas de los militares
fueron pagados rápidamente en nombre de la emperatriz. Los regimientos de
Guardias eran devotos del emperador y Catalina era popular tanto entre los oficiales
como entre los soldados; con estos nuevos alicientes, rápidamente expresaron su
apoyo.
Ni siquiera con estas precauciones estaba asegurada la sucesión de la campesina
lituana que había sido primero amante y luego esposa y consorte del autócrata. El
otro serio candidato era el Gran Duque Pedro, de nueve años, hijo del zarevich
Alexis. Según las tradiciones rusas, como nieto del difunto emperador era el heredero
varón directo, y la gran mayoría de la aristocracia, el clero y la nación le
consideraban como el verdadero sucesor. A través del joven Gran Duque, esperaban
recuperar el poder e invalidar las reformas de Pedro antiguas familias nobles como la
Mientras escribía este libro trabajé en la Frederick Lewis Allen Room de la New
York Public Library, la Firestone Library de la Universidad de Princeton, la
Biblioteca del Museo Británico en Londres y la Bibliothèque Nationale de París. Doy
las gracias al personal de todas estas Instituciones por su ayuda y cortesía.
Tengo una gran deuda con Janet Kellock, Edward Kline y Juan de Beistegui, que
me animaron constantemente y me hicieron muchas útiles sugerencias.
Por su ayuda específica al trabajar en partes del manuscrito o al ayudarme a
conseguir materiales difícilmente accesibles, quiero dar las gracias a Valery y Galina
Panov, Constantin Kuzminski, el difunto Max Hayward, Helen Semmler, Marylin
Sweezey, Valery e Irina Kuharets, George Riabov, Nikita Romanov, Dr. Ismail Amin,
profesores John Malmstad, Edward Blane, Elisabeth Valkenier y Zoya Trifunovich, al
igual que al profesor Martin Bos de la Universidad de Utrecht y el vicealmirante
H. Bos de la Real Marina holandesa. Estoy especialmente agradecido al difunto
príncipe Pablo de Yugoslavia y a la princesa Olga de Yugoslavia que me
proporcionaron materiales raros de su biblioteca privada. Por su apoyo y guía en
tiempos problemáticos, quiero dar las gracias a Nicholas A. Robinson y Charles
H. Miller.
Mientras escribía este libro hice muchos viajes a la Unión Soviética. En los
museos, bibliotecas y lugares históricos, siempre fui bien recibido, en especial en
Leningrado, cuando la gente se enteró que mi tema iba a ser el fundador de su querida
ciudad. Por razones que parecerían exageradas a la mayor parte de los lectores
occidentales, pero que los ciudadanos soviéticos entenderán plenamente, prefiero no
dar los nombres de quienes me ayudaron. Saben quiénes son y les doy las gracias.
Hace unos años, mencioné a un amigo, un distinguido editor francés, que trabajaba
con Robert Gottlieb, de Knopf, en este libro. Le dije que creía que Bob era el mejor
editor de Nueva York, pero mi amigo me corrigió: «Del mundo», dijo. Es cierto. En
Bob Gottlieb se combinan de una forma única la dedicación a sus autores, el
entusiasmo por su trabajo y su habilidad para saber cómo debe construirse un libro y
dónde debe cortarse exactamente. Me siento afortunado y agradecido.
Pocos lectores saben de los detalles inacabables y esenciales que requiere
transformar un largo manuscrito en un libro impreso. Katherine Hourigan, de Knopf,
lo hizo espléndidamente, trabajando con problemas del texto, dibujos, mapas y
muchas otras cosas, sin perder nunca su serenidad ni su sonrisa.
Hubo otros en Knopf que me ayudaron a crear este libro: Martha Kaplan, Lesley
Kraus, Virginia Tan, William Luckey, Nina Bourne, Anne McCormick, William
Loverd, Jane Becker Friedman, Eleanor French y Toinette Lippe. La Editorial Knopf
es como una familia y durante los seis meses en que trabajé allí, casi diariamente,
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Alexander Menshikov
Boris Sheremetev
Jacob Dolgoruky
Gavril Golovkin
Almirantazgo
palabra rusa «Nemets» «alemán». Para la mayor parte de los rusos incapaces de
distinguir una lengua de otra todos los extranjeros eran «alemanes». <<
sociedad rusa. Durante el siglo dieciocho y la primera mitad del diecinueve, todos los
funcionarios públicos oficiales y soldados del ejército tenían que afeitarse. En las
décadas de 1860 y 1870, bajo el reinado de Alejandro II, se suavizó esta regla y
muchos ministros del gobierno y militares rusos —con la excepción de los miembros
de la Guardia Imperial— volvieron a llevar barba. Todos los zares posteriores a Pedro
iban afeitados, salvo los dos últimos, Alejandro III y Nicolás II, y los dos llevaban
barba para demostrar la fuerza de sus inclinaciones eslavófilas. <<
Museo Naval ruso de Leningrado. Reproduce un barco de 125 pies de largo y veinte
de ancho con cincuenta bancos en los que se podían acomodar cuatro o cinco
hombres que manejaban remos de 43,5 pies de largo. <<
en Riga cuando Afrosina volvía a la patria. Otras historias cuentan que tuvo al niño
en la fortaleza. En cualquier caso, desapareció. <<
una parte de las pertenencias de su hijo. Vivió sus treinta años restantes en San
Petersburgo, donde luego se casó con un oficial de las Guardias. <<
país. <<
Monte Elbrus tiene 18.481 pies de altura, el Dykh-Yau, 17.054, y varios otros
alrededor de 16.000. Se decía que Prometeo estuvo encadenado a uno de esos grandes
picos. <<
Capítulo 9: Arcángel
50b. «Durante algunos años»: Schuyler, I, 227.
51. «Has escrito, ¡oh, Señora!»: P & B, I, N.º 14.
51b. «Si estás triste»; Ibíd., Núms. 15, 16.
53b. «Lo que durante tanto tiempo he deseado»: Ibíd., N.º 29.
54. «Creo y espero»: Schuyler, I, 240.
Epílogo
323. «Dios, ¿es posible?»: Staehlin, 365.