sobre el origen
y la universalidad
de la familia
EDITORIAL ANAGRAMA
«The Family» en Harry L. Shapiro (ed.) Man, Culture and
Society
Oxford University Press
New York, 1956
«Is the Family universal?»
Journal of the Royal Anthropological Institute, vol. 56
Londres, 1959
«The Nayars and the definition of marriage»
American Anthropologist, vol. 56
Washington, 1959
«The Origin of the Family»
Hogtown Press
Toronto, 1973
Traducción:
José R. Llobera (primer ensayo)
Helena Valentí (segundo y tercer ensayo)
Luis Merino (cuarto ensayo)
Revisión:
José R. Llobera
Maqueta de la Colección:
Argente y Mumbrú
Primera edición: 1974
Segunda edición: 1976
Tercera edición: 1982
Cuarta edición: 1984
Quinta edición: 1987
Sexta edición: 1991
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1974
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 64-339-0368-3
Depósito Legal: B. 41136-1991
Printed in Spain
Libergraf, S.A., Constitució, 19, 08014 Barcelona
JOSE R. LLOBERA
NOTA INTRODUCTORIA
ó
C. LEVI-STRAUSS
LA FAMILIA
El matrimonio y la familia
Como ya hemos indicado el matrimonio puede ser
monógamo o polígamo. Es conveniente insistir inme
diatamente en el hecho de que el primer matrimonio
es mucho más frecuente que el segundo, incluso mu
cho más de lo que un precipitado inventario de so
ciedades humanas llevaría a creer. Un buen número
de las llamadas sociedades polígamas son auténtica-
i
17
2 . — POLÉMICA SOBRE EL ORIGEN
mente toles, pero muchas otras establecen una mar
cada diferencia entre la «primera», y estrictamente la
única y auténtica esposa, dotada con todos los dere
chos que concede el status conyugal, y las otras que
en ocasiones son poco más que concubinas. Por otra
parte, en todas las sociedades polígamas el privilegio
de poseer varias esposas es disfrutado solamente por
una pequeña minoría. Esto es fácilmente comprensi
ble si se tiene en cuenta que en cualquier grupo social
tomado al azar el número de hombres y mujeres es
aproximado el mismo, con un equilibrio normal de
110 sobre 100 en favor de uno u otro sexo. Para
hacer posible la poligamia deben cumplirse ciertas
condiciones. Puede suceder que los niños de un deter
minado sexo sean eliminados voluntariamente (cos
tumbre más bien rara, pero de la que se conocen
casos como el infanticidio femenino entre los toda,
al que ya nos referimos) o que, por determinadas cir
cunstancias, las expectativas de vida para ambos se
xos sean distintas, como sucede entre los esquimales
y algunas tribus australianas en donde muchos hom
bres acostumbraban a morir jóvenes porque el tipo
de ocupaciones —pesca de ballenas en un caso, guerra
en el otro— eran especialmente peligrosas. Si no es
éste el caso, la única explicación es un sistema social
fuertemente jerarquizado, en donde una determinada
clase — ancianos, sacerdotes, hechiceros, hombres ri
cos, etc.— , es lo suficientemente poderosa como para
monopolizar impunemente más mujeres de la parte
alícuota, a expensas de la gente más joven o más po
bre. De hecho, sabemos de sociedades — la mayoría
de ellas en Africa— donde un hombre tiene que ser
rico para conseguir muchas esposas (ya que es preciso
pagar el llamado precio de la novia o compensación
matrimonial), pero donde, al mismo tiempo, aumentar
el número de esposas significa incrementar la riqueza,
por cuanto el trabajo femenino posee un valor econó
mico determinado. Sin embargo, es evidente que la
práctica sistemática de la poligamia viene limitada
automáticamente por el cambio de estructura que
con toda probabilidad provocará en la sociedad.
En consecuencia, no es necesario devanarse los
sesos para explicar el predominio del matrimonio
monógamo en las sociedades humanas. Que la mono
gamia no está inscrita en la naturaleza del hombre lo
demuestra claramente el hecho de que la poligamia
existe en muy diversos lugares y formas y en muchos
tipos de sociedades; por otra parte, la preponderan
cia de la monogamia es consecuencia del hecho de
que, normalmente, es decir, salvo que se produzcan
voluntaria o involuntariamente condiciones especiales,
por cada hombre no existe más que una mujer dispo
nible. En las sociedades modernas, razones de tipo
moral, religioso y económico han oficializado el ma
trimonio monógamo (regla que en la práctica es trans
gredida por medios tan diferentes como la libertad
prematrimonial, la prostitución y el adulterio). Pero
en sociedades con un nivel cultural mucho más bajo,
donde no existe prejuicio alguno contra la poligamia
e incluso donde la poligamia puede en realidad estar
autorizada o ser preferida a otras formas, se consigue
el mismo resultado en la ausencia de diferencias so
ciales o económicas, de tal forma que ningún- hombre
posee ni los medios ni el poder para obtener más de
una esposa y donde, en consecuencia, todo el mundo
está obligado a convertir la necesidad en virtud.
Cierto que en las sociedades humanas pueden ob
servarse tipos de matrimonios muy distintos: monó
gamos y polígamos, y en este último caso, políginos
y poliandros, o ambos; por otra parte, el matrimonio
puede ser por intercambio, compra, libre elección o
imposición familiar, etc. No obstante, el hecho sor
prendente es que en todas partes se distingue entre
el matrimonio, es decir, un lazo legal entre un hom
bre y una mujer sancionado por el grupo y el tipo
de unión permanente o temporal resultante, ya de la
violencia o únicamente del consentimiento. Esta in
tervención del grupo puede ser fuerte o débil, pero
lo que importa es que todas las sociedades poseen
algún sistema que les permite distinguir entre las
uniones libres y las uniones legítimas. Esta distin
ción opera a niveles diferentes.
En primer lugar, casi todas las sociedades conceden
una apreciación elevada al status matrimonial. Don
dequiera existen grados de edad, ya en su forma
institucionalizada o en agrupaciones no cristalizadas,
existe algún tipo de conexión entre el grupo más jo
ven de adolescentes y el celibato, los ya menos jóve
nes y los adultos sin hijos(as), y la edad adulta con
la plenitud de derechos (esta última acostumbra a
correr parejas con el nacimiento del primer hijo(a)).
Esta triple distinción no solo fue reconocida por mu
chas tribus primitivas, sino también por el mundo
campesino de la Europa occidental, aunque sólo
fuera para fiestas y ceremonias hasta principios del
siglo xx.
Todavía es mas notable el auténtico sentimiento
de repulsión que muchas sociedades muestran con
respecto al celibato. En términos generales puede de
cirse que entre las llamadas tribus primitivas, no exis
ten solteros por la simple razón de que no podrían
sobrevivir. Uno de los momentos más conmovedores
de mi trabajo de campo entre los bororo fue el en
contrarme con un hombre de unos 30 años, sucio,
mal alimentado, triste y solitario. Cuando pregunté
si el hombre se hallaba gravemente enfermo, la res
puesta de los nativos me resultó un shock: el hom
bre no tenía nada de particular, salvo el hecho de ser
soltero. Ciertamente, en una sociedad en la que se
comparte sistemáticamente el trabajo entre hombre
y mujer, y en la que únicamente el status matrimo
nial permite al hombre gozar de los frutos del trabajo
de la mujer, incluyendo entre ellos el arte de despio
jar, el de pintar el cuerpo y el de arrancar las plu
mas, así como la comida vegetal y la comida cocida
(por cuanto la mujer bororo cultiva la tierra y hace
las vasijas), un soltero es en realidad sólo medio ser
humano.
Esto se aplica no solamente a los solteros sino
también hasta cierto punto a las parejas sin hijos(as).
Cierto que pueden subsistir, pero en muchas socie
dades un hombre o una mujer sin hijos nunca llegan
a gozar del pleno status dentro del grupo. Por otra
parte, lo mismo sucede más allá del grupo, es decir,
cuando se trata de la no menos importante sociedad
formada por los parientes fallecidos, donde el recono
cimiento como antepasado a través del culto sólo lo
pueden efectuar los propios descendientes. Recíproca
mente, un huérfano se halla en la misma desgraciada
posición que un soltero. De hecho, ambos términos
son utilizados en ocasiones como los insultos más te
rribles que pueden hallarse en la lengua nativa. Sol
teros y huérfanos pueden incluso llegar a ser conside
rados en la misma categoría que engloba a lisiados y
brujos, como si sus condicionas fueran el resultado de
algún tipo de maldición sobrópatural.
El interés que muestra el grupo por el matrimonio
de sus miembros puede expresase de forma directa,
como sucede en nuestra sociedad, donde los futuros
esposos, si tienen la edad legal ps»ra casarse, deben
procurarse, en primer lugar, una licencia y, posterior
mente, los servicios de un representante reconocido
del grupo para su unión. Esta relación directa entre
los individuos, por una parte, y el grupo como un
todo, por otra, si bien reconocida esporádicamente
en otras sociedades, no puede decirse que sea fre
cuente. En cambio, uno de los rasgos casi universales
del matrimonio es que no se origina en los indivi
duos, sino en los grupos interesados (familias, lina
jes, clanes, etc.), y que, además, une a los grupos
antes y por encima de los individuos. Dos razones
explican este hecho. Por una parte, la gran impor
tancia del matrimonio hace que los padres, incluso
en las sociedades más simples, empiezan pronto a
preocuparse por obtener cónyuge^ apropiados para su
progenie, lo cual puede llevar a prometer sus hijos(as)
desde la infancia. Pero aquí nos hallamos, ante todo,
frente a una extraña paradoja que más tarde consi
deraremos de nuevo, y es que, si bien el matrimonio
origina la familia, es la familia, o más bien las fami
lias, las que generan matrimonios como el dispositivo
legal más importante que poseen para establecer alian
zas entre ellas. Los nativos de Nueva Guinea expre
san esta realidad al afirmar que el verdadero propó
sito del matrimonio es tanto conseguir una esposa
como procurarse cufiados. El hecho de que el matri
monio tiene lugar más entre grupos que entre indi
viduos explica de inmediato numerosas costumbres
que a primera vista pueden parecer extrañas. Por
ejemplo, de esta forma comprendemos por qué en
algunas partes de Africa, donde la filiación (descent)
sigue la línea paterna, el matrimonio no es totalmente
válido en tanto la esposa no ha dado luz a un varón,
cumpliendo así la función de mantener el linaje del
marido. Los llamados levirato y sororato debieran
explicarse a la luz del mismo principio: si el matri
monio es la unión de dos grupos a los que pertene
cen los cónyuges, no puede haber contradicción en el
reemplazamiento de uno de los consortes por sus
hermanos o sus hermanas. Cuando muere el marido,
el levirato estipula que sus hermanos solteros gocen
de un derecho preferente sobre su viuda (o, como
en ocasiones suele expresarse, comparten el deber de
su hermano muerto de sostener a su esposa y a sus
hijos), mientras que el sororato permite a un hom
bre, en una sociedad polígama, el matrimonio prefe
rente con las hermanas de su esposa o, si la sociedad
es monógama, conseguir una hermana para reempla
zar a la esposa si ésta no tiene hijos(as), o ha de divor
ciarse de ella por su mala conducta o fallece. Cual
quiera que sea la forma en la que la colectividad ex
presa su interés por el matrimonio de sus miembros,
ya sea a través de la autoridad investida en los pode
rosos grupos consanguíneos o, más directamente, a
través de la intervención del estado, sigue siendo cier
to que el matrimonio no es, ni puede ser, un asunto
privado.
Formas de familia
Es preciso recurrir a casos tan extremos como el
nayar ya descrito para hallar sociedades en las que
no existe siquiera una unión temporal de facto del
marido, la esposa y los hijos(as). Pero no debiéramos
olvidar que si bien en nuestra sociedad dicho grupo
constituye la familia y goza de reconocimiento legal,
no sucede lo mismo en un gran número de sociedades
humanas. Es cierto que existe un instinto maternal
que compele a la madre a cuidar de sus hijos(as) y
que hace que encuentre en el ejercicio de dichas ac
tividades una profunda satisfacción; también existen
impulsos psicológicos que explican por qué un hombre
puede sentir afecto por los hijos(as) de una mujer
con la que vive y cuyo crecimiento presencia paso a
paso, aun en el caso de no creer (como sucede en las
tribus de las que se dice desconocen la paternidad
fisiológica) que haya tomado parte alguna en la pro
creación. Algunas sociedades tratan de reforzar estos
sentimientos convergentes; por ejemplo, algunos auto
res han tratado de explicar la couvade — costumbre
de acuerdo con la cual un hombre comparte las pena
lidades (naturales o socialmente impuestas) de la mujer
parturienta— como un intento por construir una uni
dad soldada a partir de unos materiales no demasiado
homogéneos.
Sin embargo, la mayor parte de sociedades no
muestran gran interés por un tipo de agrupación
que, para algunas sociedades (como la nuestra), es
muy importante. En este caso lo importante no son
los agregados temporales de los representantes indi
viduales del grupo, sino los grupos mismos. Por ejem-
pío, muchas sociedades están interesadas en estable
cer claramente las relaciones entre la progenie y el
grupo, del padre, por una parte, y entre la progenie
y el grupo de la madre, por otra; sin embargo, esto
lo hacen diferenciando firmemente los dos tipos de
relaciones. Sucede a veces que, por una línea, se here
dan los derechos territoriales y, por la otra, los privi
legios y obligaciones religiosos o el status por un lado
y las técnicas mágicas por el otro. Pueden hallarse
gran número de ejemplos en Africa, Australia, Amé
rica, etc., que ilustran este hecho. Para limitarme a
uno de ellos, es notable el minucioso cuidado con
que los indios hopi (Arizona) delimitaban tipos dis
tintos de derechos legales y religiosos a las líneas
paterna y materna, al tiempo que la frecuencia del
divorcio convertía a la familia en algo tan inestable
que muchos maridos no convivían con sus hijos(as)
en la misma casa, dado que las casas eran propiedad
de las mujeres y, desde e l,punto de vista legal, los
hijos seguían la línea materna.
Esta fragilidad de la familia conyugal, tan común
entre los llamados pueblos primitivos, no impide que
dichos pueblos concedan cierto valor a la fidelidad
conyugal y al afecto de los padres por los hijos(as).
Sin embargo, estas normas morales que deben diferen
ciarse cuidadosamente de las normas legales que en
muchos casos no reconocen formalmente más que la
relación de los hijos(as) con la línea paterna o la línea
materna o cuando reconocen formalmente ambas lo
hacen para tipos completamente diferentes de dere
chos y/o obligaciones. Un caso extremo, sin duda,
es el de los emerillon de la Guayana Francesa (en
la actualidad no más de cincuenta individuos) entre
los que, si hemos de creer recientes informantes, el
matrimonio es tan inestable que en el curso de una
vida todo individuo tiene ocasión de casarse con
todas las personas del sexo opuesto. Tan acuciante
es el problema que la tribu parece haber ideado un
sistema de denominación especial para los hijos(as),
con el fin de mostrar a cuál de, por lo menos ocho
matrimonios, pertenecen. Cierto que con toda pro
babilidad nos hallamos ante un acontecimiento recien
te que puede explicarse por la exigüidad de la tribu,
por una parte, y por las condiciones de inestabilidad
en las que han vivido los emerillon en el último siglo,
por otra. No obstante, dicho caso no deja de mostrar
que en la ocurrencia de ciertas condiciones la familia
conyugal es difícilmente reconocible.
La inestabilidad explica los ejemplos arriba cita
dos, pero en otros casos deben hacerse consideracio
nes de orden totalmente opuesto. En la mayor parte
de la India contemporánea y en muchas partes de
Europa (en ocasiones hasta el siglo xix) la unidad so
cial básica estaba constituida por un tipo de familia
que no podemos denominar conyugal, sino que debe
mos describir como doméstica: la propiedad de la
tierra y de la vivienda, así como la autoridad paterna
y el liderazgo económico, correspondían al ascendien
te vivo de mayor edad o a la comunidad de hermanos
originada del mismo ascendiente. En la bratsvo rusa,
la zadruga sudeslávica y la maisnie francesa la familia
estaba de hecho formada por el hermano mayor, o
los hermanos supervivientes, sus esposas, los hijos
casa os, y sus esposas, las hijas solteras y así sucesi
vamente asta los bisnietos(as). Dichos vastos grupos,
que en ocasiones englobaban varias docenas de per
sonas que vivían y trabajaban bajo la misma autori
dad, han sido designadas con el nombre de familias
articuladas o extendidas. Ambos términos son útiles
pero inducen a confusión por implicar que dichas
vastas unidades se componen de pequeñas familias
conyugales. Como ya hemos visto, es cierto que la
familia conyugal limitada a la madre y a los hijos(as)
es prácticamente universal puesto que está basada en
la dependencia fisiológica y psicológica que, al menos
por un cierto período de tiempo, existe entre una y
otros. Por otra parte, la familia conyugal formada
por el marido, la esposa y los hijos(as) se presenta
casi con la misma frecuencia por razones psicológicas
y económicas que debieran añadirse a las mencionadas
anteriormente. Sin embargo, el proceso histórico que
ha llevado a nuestra sociedad al reconocimiento de la
familia conyugal es ciertamente muy complejo y sólo
en parte puede explicarse por el progresivo conoci
miento de una situación natural. Pero caben pocas
dudas de que el resultado procede, en gran parte, de
la reducción a un grupo mínimo cuya vigencia legal,
en el pasado de nuestras instituciones, residió durante
siglos en grupos mucho más vastos. En última ins
tancia, expresiones del tipo «familia extendida» o «fa
milia articulada» son inapropiadas, ya que en reali
dad es la familia conyugal la que merece el nombre
de familia restringida.
Hemos visto que cuando a la familia se le concede
un reducido valor funcional tienden a desaparecer in
cluso por debajo del nivel del tipo conyugal. Por el
contrario, si recibe gran valor funcional existe muy
por encima del nivel conyugal. La supuesta universa
lidad de la familia conyugal corresponde, de hecho,
más a un equilibrio inestable entre los extremos qUe
a una necesidad permanente y duradera proveniente
de las exigencias profundas de la naturaleza humana.
Para completar el cuadro hemos de considerar fi.
nalmente aquellos casos en los que la familia con-
yugal difiere de la nuestra, no tanto con referencia a
una diferencia de valor funcional, sino más bien por.
que su valor funcional es concebido de una forma
cualitativamente diferente de nuestras propias con
cepciones.
Como veremos más adelante, hay muchos pueblos
entre los que el tipo de cónyuge con el que uno debe
casarse es mucho más importante que el tipo de unión
que formarán juntos. Estos pueblos están dispuestos
a aceptar uniones que a nosotros, no sólo nos pare
cerían increíbles, sino en contradicción directa con
los fines y propósitos de fundar una familia. Por
ejemplo, los chukchee de Siberia no mostraban la me
nor repulsión por el matrimonio de una chica de veinte
años con un bebé-marido de dos o tres años. En este
caso, la joven mujer, madre gracias a un amante auto
rizado, cuidaría conjuntamente a su propio bebé y a
su bebé-marido. Por su parte, los indios mohave de
Norteamérica tenían la costumbre opuesta: un hom
bre se casaba con una niña, a la que cuidaba hasta
que fuera lo suficiente mayor como para cumplir con
sus deberes conyugales. Se suponía que dichos ma
trimonios eran en extremo duraderos dado que los
sentimientos naturales que existen entre marido y
esposa vendrían reforzados por el recuerdo del cui
dado maternal o paternal concedido por uno de los
cónyuges sobre el otro. De ningún modo deben conce
birse estos ejemplos como casos excepcionales que
debieran explicarse con referencia a extraordinarias
anormalidades mentales. Todo lo contrario. De hecho,
podríamos traer a colación ejemplos de otras partes
del mundo: América del Sur, Nueva Guinea (tanto
en las tierras altas como en el trópico), etc.
De hecho, los ejemplos que hemos escogido res
petan todavía, por lo menos hasta cierto punto, la
dualidad de sexos que nos parece uno de los requisi
tos para el matrimonio y el establecimiento de una
familia. Pero en algunos lugares de Africa ciertas
mujeres de rango elevado estaban autorizadas a ca
sarse con otras mujeres que, mediante el uso de
amantes varones no reconocidos les darían hijos(as);
la mujer noble se convertía en el «padre» de los
hijos(as) de su «esposa» y transmitía a éstos, de
acuerdo con el derecho paterno vigente, su propio
nombre, su status y su riqueza. Finalmente, existen
algunos casos, ciertamente menos llamativos, en los
que la familia conyugal era considerada necesaria para
la procreación de los hijos pero no para su crianza,
por cuanto cada familia trataba de quedarse con los
hijos(as) de otra familia (a ser posible de status su
perior) para criarlos, al tiempo que sus propios hijos
pertenecían (en ocasiones antes del nacimiento) a
otra familia. Esto sucedía en algunas partes de Poli
nesia, mientras que el «fosterage», es decir, la costum
bre de que un hijo varón era criado por el hermano
de su madre, era práctica común en la costa noroeste
de Norteamérica, así como en la sociedad feudal
europea.
Los lazos familiares
En el transcurso de varios cientos de años nos he
mos acostumbrado a la moralidad cristiana que con
sidera el matrimonio y el establecimiento de una
familia como la única manera de prevenir que la
gratificación sexual sea pecaminosa. Si bien esta aso
ciación existe en algún que otro lugar, no es ni mu
cho menos frecuente. Entre la mayor parte de los
pueblos, el matrimonio tiene poco que ver con la
satisfacción del impulso sexual, dado que el ordena
miento social proporciona numerosas oportunidades
para ello; dichas oportunidades no son sólo externas
al matrimonio, sino que incluso en ocasiones en con
tradicción a él. Por ejemplo, entre los muria de Bas
tar (India Central), la llegada de la pubertad significa
que chicos y chicas son enviados a vivir en chozas
comunales donde disfrutan de plena libertad sexual;
tras vivir unos años en dichas condiciones, los jóve
nes muria se casan de acuerdo con la regla de no
unirse con ninguno de sus amantes de adolescencia.
Sucede, pues, que en un poblado más bien pequeño,
cada hombre está casado con una esposa que ha cono
cido en sus años mozos como la amante de su vecino
(o vecinos) actual.
Por otra parte, si como hemos visto es cierto que
las consideraciones sexuales no son de importancia
fundamental para el matrimonio, las necesidades eco
nómicas se hallan presentes en lugar primordial en
todas las sociedades. Ya hemos mostrado que lo que
convierte el matrimonio en una necesidad fundamen
tal en las sociedades tribales es la división sexual del
trabajo.
Como las formas familiares, la división del trabajo
es consecuencia más de consideraciones sociales y
culturales que de consideraciones naturales. Cierto
que en cada grupo humano las mujeres son las que
paren y cuidan a los hijos y los hombres se especiali
zan en la caza y en las actividades guerreras. Pero,
incluso en este campo, hay casos ambiguos: no cabe
duda de que los hombres no pueden dar a luz, pero
en muchas sociedades — como hemos visto con la
covada— están obligados a simularlo. Y, es bien cier
to, que hay uña gran diferencia entre el padre nambi-
cuara que cuida a su bebé cuando éste se ensucia y el
noble europeo de no hace mucho tiempo a quien sus
hijos le eran presentados formalmente de vez en cuan
do, estando confinados el tiempo restante en las habi
taciones de las mujeres hasta llegar a la edad en que
podían cabalgar y practicar la esgrima. Por el contra
rio, las jóvenes concubinas del jefe nambicuara des
deñan las actividades domésticas y prefieren compar
tir la aventura de las expediciones de sus maridos.
No es impensable que una costumbre similar (que
prevaleció en otras tribus sudamericanas) en la que
una clase especial de mujeres medio furcias, medio
ayudantes, no se casaban, pero acompañaban a los
hombres en la senda de la guerra, estuviera en el ori
gen de la famosa leyenda de las amazonas.
Cuando consideramos actividades menos básicas que
la crianza de los hijos(as) y la guerra, se. hace aún
más difícil diferenciar reglas que gobiernan la divi
sión sexual del trabajo. Las mujeres bororo trabajan
la tierra, mientras que entre los zuñi éste es un tra
bajo de hombres; según la tribu, la construcción de
las chozas, la fabricación de cacharros y la confección
de vestimentas puede ser la labor de uno u otro sexo.
En consecuencia, hemos de ser en extremo cuida
dosos y distinguir entre el hecho de la división
sexual del trabajo, que es prácticamente universal, y
la manera según la cual las diferentes tareas son atri
buidas a uno u otro sexo, donde debiéramos descubrir
la misma importancia decisiva de los factores cultu
rales, podríamos decir la misma artificialidad que reina
en la organización misma de la familia.
Aquí nos enfrentamos de nuevo con la misma cues
tión: si las razones naturales que pudieran explicar
la división sexual del trabajo no parecen desempeñar
un papel decisivo (al menos tan pronto dejamos la
base sólida de la especialización biológica de las mu
jeres en la producción de los hijos), ¿cómo explicar,
entonces, su existencia? El mismo hecho de que
varíe incesantemente de sociedad en sociedad muestra
que, en lo referente a la familia, es el mero hecho de
su existencia lo que es misteriosamente necesario,
mientras que la forma bajo la que aparece no es en
manera alguna importante, por lo menos desde el pun
to de vista de cualquier necesidad natural. Sin embar
go, tras haber considerado los diversos aspectos del
problema, tenemos ahora la posibilidad de percibir,
mucho mejor que al principio de este trabajo, algunos
de los rasgos comunes que pueden acercarnos a una
respuesta. Dado que la familia se nos aparece como
una realidad social positiva, tal vez la única realidad
social positiva, nos sentimos inclinados a definirla ex
clusivamente por sus características positivas. No obs
tante, es preciso señalar que cuando hemos tratado de
mostrar lo que era la familia, al mismo tiempo estába
mos indicando lo que no era; este aspecto negativo
puede ser tan importante como los otros. Si volvemos
a la división del trabajo que antes considerábamos, y
en la que se afirma que uno de los sexos debe realizar
ciertas tareas, esto significa también que al otro sexo
le están prohibidas. A la luz de esto, la división sexual
de trabajo no es más que un dispositivo para instituir
un estado recíproco de dependencia entre -los sexos.
Lo mismo podría decirse del aspecto sexual de la
vida familiar. Aunque no sea cierto, como hemos
mostrado, que pueda explicarse la familia en términos
sexuales —dado que para muchas tribus la vida se
xual y la familia no están de ningún modo tan estre
chamente relacionadas como nuestras normas morales
pretenden hacerlo creer— existe un aspecto negativo
que es mucho más importante: la estructura de la
familia, siempre y en todas partes, hace que cierto
tipo de relaciones sexuales no sean' posibles o que
por lo menos sean equivocadas. Es cierto que las
limitaciones pueden variar enormemente de un lugar
a otro según el tipo de cultura considerado. En la
antigua Rusia existía una costumbre denominada
snokatchestvo según la cual un padre gozaba del
privilegio de tener acceso sexual a la joven esposa de
su hijo; una costumbre simétrica ha sido mencionada
en alguna parte del sudeste asiático, pero allí las per
sonas envueltas son el hijo de la hermana y la esposa
del hermano de su madre. En nuestra propia cultura
no objetamos que un hombre se case con la her
mana de la esposa, costumbre que hasta mediados del
siglo xix la ley inglesa consideraba incestuosa. Lo
único cierto es que cada sociedad conocida, del pre
sente o del pasado, proclama que si la relación ma
rido-esposa —a la que, como hemos visto, se pueden
INTERPRETACION
A p en d ice , 1958
Esto es, claramente, un intento de interpretación,
más que una comunicación de datos. Después de ha
ber vuelto a leer el artículo en 1958, me he dado
cuenta de que la interpretación en él sugerida sigue
sólo una concepción del papel desempeñado por las
definiciones en la ciencia. Partiendo de las definicio
nes inductivas de Murdock —basadas sobre una mues
tra de 250 sociedades— de lo que es la familia y el
matrimonio, concluí que el matrimonio y la familia
no existían en el kibbutz, ya que no había ningún
grupo ni relación que satisfaciera las condiciones esti
puladas en las definiciones. Si escribiera el artículo
hoy día, desearía explotar otras interpretaciones alter
nativas —interpretaciones que, a pesar de las defini
ciones de Murdock, afirmaran la existencia del matri
monio y de la familia en el kibbutz. Por esto ahora,
muy brevemente, quiero trazar las líneas de la direc
ción que tomaría otra interpretación.
En primer lugar hay que observar que el kibbutz
no practica —ni autoriza— la promiscuidad sexual.
Cada miembro adulto se supone que formará una
unión bisexual más o menos permanente; y tal unión
es sancionada socialmente al concederles a la pareja
una habitación en común. La relación resultante es
diferente de cualquier otra relación entre adultos en
el kibbutz, según un número de rasgos importantes:
1) Es la única que comporta domicilio en común en
tre personas de sexo opuesto. 2) Comporta una pro
porción de interacción mayor que en cualquier otra
relación bisexual entre adultos. 3) Comporta un gra
do de intimidad emocional mayor que en cualquier
otra relación. 4) Establece (idealmente) una relación
sexual exclusiva. 5) Conduce a la decisión deliberada
de tener hijos(as). Estas características que, por sepa
rado y respectivamente, se aplican únicamente a esta
relación, no sólo describen sus rasgos más salientes,
sino que abarcan los motivos por los que las perso
nas entran en ella. La pareja, en resumen, vista ya
sea objetivamente o fenomenológicamente, constituye
un grupo social que es único en el kibbutz.
¿Entonces, qué debemos opinar sobre tal grupo?
Puesto que la cooperación económica no es una de
sus características, podemos, según los índices inter
culturales de Murdock, negar que esta relación cons
tituya un matrimonio. Tal es la conclusión del ar
tículo que precede. En retrospectiva, sin embargo, tal
conclusión no me deja del todo satisfecho. En primer
lugar, aunque neguemos que la relación constituya
un matrimonio, sin embargo sigue siendo, tanto des
de el punto de vista estructural como psicológico, una
relación única en el kibbutz. Además, con excepción
de la variable económica, es similar a las otras rela
ciones distintivas a las que en las demás sociedades se
aplica el término de matrimonio. Por lo tanto, si es
cribiera este artículo hoy día, preguntaría, antes de
concluir que el matrimonio no es universal, si la de
finición inductiva de Murdock sobre el matrimonio
es, ante lo que revelan los datos del kibbutz, la más
útil, incluso para aplicarse a una muestra tan extensa
como la suya; y si se llegara acordar que lo es, sí no
debiera cambiarse o modificarse de modo que pudiera
abarcar a la relación entre los «cónyuges» del kibbutz.
Aquí sólo puedo explorar brevemente las implica
ciones de tales preguntas.
Si las características descritas de la relación del
kibbutz se encuentran en la relación análoga (matri
monio) de las otras sociedades —y no sé si esto es
cierto— es, sin duda, apropiado preguntar si la defi
nición de Murdock no podría o debiera también esti
pularlas, como a las que ya estipula. Pues si se en
cuentran en otras sociedades, ¿sobre qué principios
teóricos asignamos prioridad al sexo o a la economía
sobre la intimidad emocional, por ejemplo? Por lo
tanto, si se adoptara este procedimiento (y supo
niendo que las características de la relación del kib
butz se encontraran en la relación de matrimonio de
las otras sociedades) aplicaríamos el término de «ma
trimonio», puesto que la relación del kibbutz cumple
con todos los criterios interculturales, excepto uno,
a la relación del kibbutz.
Alternativamente se podría- sugerir que la defini
ción de Murdock sobre el matrimonio, como la que
se ha sugerido en este artículo, es excesivamente es
pecífica; que la investigación intercultural progresa
más fructíficamente por medio de definiciones analí
ticas, en lugar de definiciones sustantivas o enume
rativas. Así, por ejemplo, podríamos querer definir
al matrimonio como «cualquier relación socialmente
autorizada entre adultos del sexo opuesto, que no
tengan parentesco de sangre y que cohabiten, que sa
tisfaga necesidades sentidas: mutuas, simétricas o com
plementarias». Una definición no enumerativa de este
tipo abarcaría sin duda a todos los casos conocidos
que actualmente se denominan con el término de «ma
trimonio» y, al mismo tiempo, incluiría también el
caso del kibbutz.
De manera similar, y empleando procedimientos
definitorios parecidos, pueden sugerirse otras conclu
siones con respecto a la familia en el kibbutz. Aunque
los padres y los hijos(as) no formen una familia, tal
como Murdock la define, sin embargo consti
tuyen un grupo que es único en el kibbutz, inde
pendientemente del término que se escoja para desig
narlo: 1) Los hijos no sólo son deseados por los
padres del kibbutz, sino que, en su mayoría, son re
sultado de habérselo propuesto. 2) Estos hijos(as)
—y no los otros— son llamados por sus padres «hi
jos» e «hijas»; y viceversa, ellos llaman a sus padres
—y no a los otros adultos— «padre» y «madre».
3) Los padres y los hijos(as) constituyen un grupo
social tanto en el sentido de interacción, como en el
emocional, aunque no en el sentido espacial* Es de
cir que, a pesar de que los padres y los hijos(as) no
compartan un domicilio en común, son identificados
por ellos mismos y por los demás como una unidad
singularmente cohesiva dentro de la sociedad más ex
tensa del kibbutz; esta unidad es denominada mis-
pacha (literalmente, «familia»), 4) La índole de su
interacción es diferente de la que resulta entre los
hijos(as) y cualquier otro grupo de adultos. 5) La
proporción de interacción entre los padres y sus hi-
jos(as) es mayor que la de entre los hijos(as) y cual
quier otro grupo de adultos de ambos sexos. 6) Los
vínculos psicológicos que los unen son más intensos
que los existentes entre los hijos(as) y cualquier otro
grupo de adultos de ambos sexos.
Aquí, pues, nos enfrentamos con el mismo proble
ma que encontramos con respecto a la cuestión del
matrimonio del kibbutz. Dado que la relación entre
padres e hijos(as) no comporta un domicilio en co
mún, el cuidado físico y la educación social —tres
de las condiciones estipuladas en la definición hecha
por Murdock de la familia— , concluimos que la fa
milia no existe en el kibbutz. Pero, puesto que los
padres e hijos constituyen un grupo social distintivo
y diferenciado dentro del kibbutz, no me siento del
todo satisfecho con una conclusión que parece, por lo
menos por implicación, ignorar su presencia. Pues,
sin duda independientemente de lo que hagamos con
este grupo, no podemos simplemente descartarlo. O lo
podemos ver, según una perspectiva intercultural,
como un grupo singular e inventar un nuevo térmi
no para designarlo, o podemos revisar la definición de
Murdock de la familia para que se ajuste a él.
En el caso que se prefiriera esta segunda alternati
va, podría efectuarse de la siguiente manera. La esti
pulación de una «residencia en común» podría modi
ficarse de modo que designara a una residencia de re
ferencia, en luga? de pertenencia; y esto es lo que
constituye el cuarto de los padres, tanto para los hijos
como para los padres. Cuando, por ejemplo, hablan
de «mi cuarto» o de «nuestro cuarto», los niños(as)
casi invariablemente se refieren al cuarto de los pa
dres, y no a su cuarto de la casa comunal de los ni
ños. Si, además, las funciones educativas y económi
cas de la familia fueran interpretadas como respon
sabilidades de las que los padres eran ya inmediata
mente, o ya directamente, responsables, la unidad del
kibbutz de padres-hijos(as) cumpliría también estos
requisitos, Pues, aunque los padres no proveen inme
diatamente para el cuidado físico de sus hijos(as),
tampoco renuncian a la responsabilidad hacia ellos.
Al contrario, tratan de conseguir este fin trabajando
conjuntamente, en lugar de por separado, para el
bienestar físico de todos los niños(as), inclusive, na
turalmente, los suyos propios.
De modo similar, aunque los padres tienen una
participación mínima en el proceso institucionalizado
de socialización, no entregan simplemente sus hijos(as)
a otros para que éstos los eduquen como les plazca.
Sino que la socialización es confiada a representantes
especialmente designados, a niñeras y a maestros, que
educan a los niños, no según sus caprichos, sino se
gún las reglas y procedimientos establecidos por los
padres. En breve, los padres, aunque no socialicen
directamente a los hijos(as), asumen la responsabili
dad última de su socialización. Interpretada de este
modo, la relación entre los padres y los hijos(as) del
kibbutz está de acuerdo con la definición que Murdock
dio de la familia.
En conclusión, este apéndice presenta un método
distinto para interpretar los datos del kibbutz que
conciernen a la relación entre los cónyuges, y entre
padres, e hijos. No sugiero que esta interpretación sea
necesariamente más fructífera que la adoptada en el
artículo precedente. Pero sin duda, quiero examinar
lo con cuidado antes de concluir, como hice previa
mente, que el matrimonio y la familia no son univer
sales.
BIBLIOGRAFIA
La definición de matrimonio
He denominado las uniones nayar matrimonio por
que comportaban el concepto de paternidad legal.
Está claro, sin embargo, que esta forma de matri
monio de grupo no se ajusta a la definición dada por
Notes and Queries como «una unión entre un hom
bre y una mujer de modo que los hijos(as) nacidos
de la mujer son reconocidos como descendencia legí
tima de ambos cónyuges» (el subrayado es mío). Pues
la legitimidad en el caso de los nayar requiere un
padre ritual y un «progenitor biológico» del rango
apropiado, y en realidad el hijo(a) puede tener más
de un «progenitor legal» si dos o más hombres pa
gan conjuntamente los gastos de su parto.
A modo de tentativa de hallar una nueva defini
ción que tenga validez para todas las culturas y se
ajuste a los nayar y a otros varios casos poco usuales,
sugiero la siguiente: «El matrimonio es la relación
establecida entre una mujer y una o más personas,
que asegura que el hijo nacido de la mujer en circuns-
tandas que no estén prohibidas por las reglas de la
relación, obtenga los plenos derechos del status por
nacimiento que sean comunes a los miembros norma
les de su sociedad o de su estrato social».
Unas cuantas anotaciones a esta definición tal vez
ayuden a justificar la inevitable chapucería de expre
sión. «Una o más personas» (en lugar de «un hom
bre») incluirá en la definición tanto al tipo de matri
monio de grupo de los nayar, como también a la
auténtica poliandria fraternal.6 Además incluirá en
la definición tipos tan poco usuales como el matri
monio de mujer con mujer. «Bajo circunstancias que
no estén prohibidas por las reglas de la relación»,
incluiría en la definición diversos casos problemáticos.
Es posible, por ejemplo, que haya sociedades patri-
lineales en las que el marido pueda repudiar legal
mente a un hijo ilegítimo concebido por su mujer
de otro hombre, sin divorciarse de la esposa. En tal
caso, el previo establecimiento del matrimonio tío
aseguraría los plenos derechos de status por naci
miento del niño, pues se habían infringido las reglas
de la relación matrimonial a través de las circuns
tancias que conducían a su nacimiento. «Los plenos
derechos de status por nacimiento que sean comunes
a los miembros normales...» es una referencia con-
densada a todas las relaciones sociales, todos los de
6. Estoy de acuerdo con el Dr. Leach en que los iravas
de Kerala Central tenían auténtica poliandria fraternal. Mis
encuestas personales me proporcionaron pruebas que confir
maban la opinión de Aiyappan de que los hermanos compar
tían igualitariamente los derechos sexuales sobre la mujer
además de la paternidad legal de los niños, del mismo modo
en que eran copropietarios de la propiedad ancestral. El
hermano mayor en vida, en cualquier momento, era simple
mente el representante legal de la corporación.
rechos de propiedad, etc., que un niño adquiere al
nacer en virtud de su legitimidad, ya sea a través de
su padre o a través de su madre. Para las sociedades
patrilineales la expresión «plenos derechos de status
por nacimiento» incluye los derechos que el niño
adquiere sobre su pater como persona y sobre el gru
po de su pater. Incluirá, es decir, la legitimización
de la paternidad, o más precisamente de «descen
dencia respecto de su padre». La expresión es, sin
embargo, más amplia que cualquier concepto de
derechos específicos sobre el padre. Por lo tanto abar
ca un caso como el nayar en que los derechos son
adquiridos a través de la madre, pero es necesario
que se establezca una relación entre la madre y una
o varias personas, para que los derechos matrilineales
sean ratificados. Un proceso tal podría llamarse la
legitimización de la maternidad, o más precisamente
de «desdencendia respecto de la madre». Además «los
plenos derechos de status por nacimiento» es, creo yo,
no sólo más amplio sino más preciso que «la proge
nie legítima reconocida», cuya vaguedad tanto mo
lestó al Dr. Leach. La inclusión de «sociedad o es
trato social» tiene en cuenta a los sistemas de clase
o de casta en que los derechos de status por naci
miento varíen entre los distintos estratos. El caso de
los nayar, de una casta matrilineal dentro de una
sociedad predominantemente patrilineal, es un ejem
plo obvio de ello.
Tal vez debiera también señalarse que esta defini
ción no afirma que los plenos derechos de status por
nacimiento no puedan ser adquiridos por el niño(a)
si no es a través del matrimonio de la madre, sino
solamente que el matrimonio asegura la adquisición
de estos derechos. La definición, por lo tanto, no
excluye sociedades como la de los nuer en la que un
hombre puede legitimizar a un niño de una mujer
no casada, pagando una cuota de Iegitimización, sin
que tenga que casarse con ella (Evans-Pritchard 1951:
21, 26).
El Príncipe Pedro ha objetado a la definición de
Notes and Queries y, por implicación, a cualquier
definición que convierta la Iegitimización de los hijos
a través de la relación de la madre con otra persona,
el rasgo distintivo del matrimonio (1956: 46). La
razón de su objeción es que en algunas sociedades
como la de los toda, «el matrimonio y la Iegitimi-
zación de los hijos pueden considerarse como eos
conceptos separados y diferentes, y puede que sea
necesario pasar por una ceremonia de Iegitimización
de la progenie (la ceremonia pursütpimi de los toda)
para que se establezca quién es el padre legal, porque
los ritos del matrimonio son en sí insuficientes para
lograrlo».
No obstante, de la descripción de Rivers parece
deducirse que lo que distingue a la institución de los
toda que el Príncipe Pedro traduce como «matrimo
nio» (mokh-vatt), de la institución que él traduce
como «concubinato» (mokkthoditi) (1957: 35), es
que el «marido» tiene el derecho de legitimizar a
algunos o a todos los hijos(as) de su «esposa» a tra-
ves de la ceremonia pursütpimi, mientras que el
amante en la unión mokhtkoditi, al ser de un grupo
endógamo diferente del de la mujer, no tiene tal dere
cho (Rivers 1906: 526). El marido adquiere el dere
cho de celebrar la ceremonia pursütpimi; al parecer,
en virtud del matrimonio arreglado con un infante o
pagando en cabezas de ganado al marido anterior o
al grupo de maridos anteriores de la mujer. La unión
matrimonial de los toda, en su comienzo, por lo tanto,
asegura que el hijo(a) que le nazca a la mujer (bajo
circunstancias que no estén prohibidas por las reglas
de la relación) tiene que ser legitimizado antes de
que nazca; la ceremonia pursütpimi confirma la legi
timidad del niño(a) al ligarle a un padre en concreto
y al darle los derechos del grupo patrilineal del padre.
De nuevo, por lo tanto, en el caso de los toda el rasgo
distintivo del matrimonio es el concepto de la pater
nidad legal, a pesar de que al marido individual,
debido a la poliandria, le esté permitido legitimizar
sólo a algunos, no a todos, de los hijos(as) nacidos
de su mujer. El caso de los toda, por lo tanto, se
ajusta a mi definición,7 ya sea que consideremos la
ceremonia pursütpimi como la ceremonia final de una
secuencia de ritos matrimoniales, o como el acto de
legitimización que, bajo circunstancias que no estén
prohibidas por las reglas de la relación, uno u otro
de los maridos de la mujer está legalmente obligado a
cumplir.
No defiendo que todas las sociedades deban necesa
riamente tener la institución de matrimonio según
la he definido. Todavía es posible que encontremos
7. Estoy de acuerdo con el Dr. Fisher en que la definición
del Principe Pedro sobre el matrimonio es una tautología que
no ayuda en nada (1956, 92). Lo único que la segunda anota
ción del Príncipe Pedro muestra (1957, 35) es que varios
pueblos de su conocimiento tienen distintos términos para
diferentes clases de relaciones entre hombres y mujeres. Pero
si no los examinamos teniendo en cuenta algunos conceptos
nuestros que nos guíen, no podemos decidir sobre cuáles
debemos de traducirlos como «matrimonio» y cuáles como
«concubinato».
sociedades enteras —o más probablemente estratos
sociales enteros— en los que los hijos no adquieren
derechos de status por nacimiento sino es a través
de la madre, por el simple acto de nacer. Es posible
que, por ejemplo, algunos pueblos de esclavos no
tengan matrimonio en este sentido del término. Lo
que yo deseo sugerir, sin embargo, es que para la
mayoría de las sociedades, sino es para todas sobre
las que actualmente tenemos información, incluyendo
a la de los nayar, el matrimonio según lo he definido
yo es una relación significante, que la gente misma
distingue de todas las demás otras formas dé rela
ción. Mi definición, por lo tanto, debiera permitirnos
aislar el matrimonio como un fenómeno de todas las
culturas, y de ahí pasar a una tarea más interesante:
la de investigar las diferentes circunstancias bajo las
que el matrimonio aparece investido de otros tipos
diversos de derechos y de obligaciones. Algunos de
los más importantes de entre éstos han sido ya men
cionados por el Dr. Leach.
BIBLIOGRAFIA
Cazadores y recolectores
La mayor parte de las sociedades de cazadores y
recolectores estudiadas durante los siglos que van del
x v i i i al xx son de tecnologías similares a las de
aquellas sociedades que vieron su máxima difusión
en el Mesolítico. Esto ocurrió hace de unos 15.000
a 10.000 años, una vez finalizados los pei.^Jos glacia
res pero antes de la invención de la agricultura y la
domesticación de los animales.
Los cazadores de nuestros días viven en selvas mar
ginales y en medios montañosos, árticos o desérticos
donde la agricultura resulta impracticable. Aunque
no se Jes pueda tachar en modo alguno de «primige
nios», lo cierto es que nos proporcionan una serie de
5. Para el primer punto de vista, ver Charles F. Hockett
y Robert Aschcr «The human tevolution», en Man m Adap-
iatioti; tho Biosocw! Background, compilado por Yehudi A.
Cohon, Aldine, 1968; para el último, Frank B. Livingstone,
«Genetics, Ecology and the Origin of Incest and Exogamy»,
Currcnt Antbropólogy, febrero, 1969.
claves sobre los tipos de familia que existieron en
el 99 % de la historia humana, es decir, en todo el
período anterior a la revolución agrícola. Entre otros
pueblos cazadores están los esquimales, muchos grupos
de indios canadienses y sudamericanos, los bambuti
selváticos (pigmeos), los bosquimanos del desierto de
Sudáfrica, los kadar del Sur de la India, los veddah
de Ceylán y los pobladores de las islas Andamán. En
conjunto se trata de unas 175 culturas de cazadores
y recolectores de Oceanía, Asia, Africa y América de
las que poseemos descripciones bastante detalladas.
A pesar de habitar en medios tan variados, los
pueblos cazadores muestran ciertos rasgos comunes
de vida social. Viven en bandas de unos 20 a 200 in
dividuos, si bien la mayor parte de las bandas están
constituidas por menos de 50 individuos. Las bandas
se dividen en familias que, en algunas estaciones del
año, se autoabastecen. La tecnología de estos pue
blos puede ser simple pero es en extremo ingeniosa.
Todos poseen arcos y flechas, lanzas, agujas, vesti
mentas de pieles de animales, y refugios provisionales
construidos con hojas o con madera. La mayor parte
también incluyen la pesca en sus actividades; por lo
común, las bandas se abastecen y cazan en un extenso
territorio dentro del cual los cambios de campamento
son muy frecuentes. La vida social se desarrolla en un
plano de igualdad. Por supuesto no existe ni estado
ni gobierno organizado. Aparte de los chamanes o
magos, la división del trabajo descansa exclusivamente
en la edad y el sexo. Los recursos son propiedad de
la comunidad; los utensilios y pertenencias personales
se intercambian libremenie. Todo el que puede, tra
baja. El líder de la banda puede ser cualquier hom
bre que posea la inteligencia, el valor y la perspicacia
suficientes para ganarse el respeto de sus compañe*
ros. Las ancianas inteligentes son también respeta
das.
El hogar es la unidad básica de cooperación econó
mica en el que los hombres, las mujeres y los hijos(as)
actúan según los principios de la división del trabajo
y la mancomunidad de productos. En el 97 % de las
175 sociedades clasificadas por Murdock como caza
doras y recolectaras, la caza es una actividad exclusi
vamente masculina; en el 3 % de las sociedades res
tantes la caza es una actividad fundamentalmente
masculina. La recolección de plantas silvestres, frutos
y nueces es una tarea femenina; en el 60 % de estas
sociedades sólo las mujeres se dedican a la recolección,
mientras que en otro 32 % la recolección sigue sien
do fundamentalmente femenina. La pesca, allí donde
es practicada, es en el 93 % de los casos una activi
dad única o principalmente masculina. Por lo que al
resto se refiere, los hombres monopolizan la lucha,
si bien la guerra entre las bandas suele darse sólo en
contadas ocasiones. Las mujeres atienden principal
mente al cuidado de los niños(as) y de los refugios,
así como a la mayor parte de las actividades de la
cocina. La construcción de los refugios y la fabrica
ción de utensilios, ornamentos y vestidos se halla
dividida de diversas maneras entre los sexos. Lis
jóvenes ayudan a las mujeres y los muchachos juegan
a la caza o incluso cazan pequeñas piezas; cuando
ambos alcanzan la pubertad asumen los roles corres
pondientes de adultos. Cuando el medio ambiente
lo hace deseable, los hombres de toda una banda o
de una agrupación menor cooperan en la caza o en
la pesca y se reparten entre ellos las piezas cobradas.
Es también común que mujeres pertenecientes a fa
milias vecinas vayan juntas a la recolección.
Entre los cazadores, la composición familiar varía
al igual que en otro tipo de sociedades. Alrededor de
la mitad de las sociedades cazadoras que conocemos
están compuestas por familias nucleares (padre, ma*
dre e hijos(as)) con algunas variantes ocasionales de
corte poligínico (un hombre, dos o más esposas e
hijos(as)). Evidentemente las familias nucleares son
las más comunes entre los cazadores, si bien estos po
seen una proporción ligeramente superior de familias
poligínicas que las sociedades no cazadoras. Una ter
cera parte aproximadamente poseen hogares de «tron
co familiar», es decir, familias en las que los padres,
ya ancianos viven con uno de sus hijos (as) casados, y
los hijos(as) de éste, mientras que los otros hijos(as)
viven aparte. Una proporción todavía menor vive en
grandes familias extendidas que comprenden varios
hermanos casados (o varias hermanas casadas), sus
esposas, y sus hijos(as).6 No obstante, el número
de familias extendidas y de troncos familiares es me
nor en las sociedades de cazadores que en cualquier
otro tipo de sociedad. Estas aglomeraciones familiares
empiezan a ser comunes con la aparición de la agri
cultura; se encuentran principalmente en los grandes
6. Para datos exactos, ver G. P. Murdock, World cthr.o•
graphic samplc, American Anthropologist, 1957; AUan D.
Coult, Cros Tabula tíons of AUirdocJs's World Ethtto&raphtc
Satnpíf, Universidad de Missouri, 1965; y G. P. Murdock.
Ethnographic Atlas, Universidad de Pittsburgh, 1967. En el
último estudio citado, de 175 sociedades destazadores, el
47 por ciento se componía de hogares de familias nucleares,
el 38 por ciento de familias de tronco (?), y el 14 por ciento
de familias extendidas.
estados agrarios preindustriales, tales como la antigua
Grecia, Roma, la India, los imperios islámicos, la
China, etc.
Las sociedades cazadoras poseen también muy po
cos hogares compuestos por una viuda o divorciada
con sus hijos(as). Esto se explica porque ni los hom
bres ni las mujeres pueden sobrevivir largo tiempo
sin contar con el trabajo y la producción del otro
sexo y el matrimonio constituye el único camino
para obtener ambos. Esta es la razón que ayuda a
comprender por qué tan a menudo los jóvenes tienen
que dar pruebas de destreza en la caza y las jóvenes
en la cocina antes de que puedan casarse.
La familia, junto con la agrupación territorial, pro
porcionan el armazón de la sociedad entre los caza
dores. En efecto, como Marx y Engels vieron clara
mente, el parentesco y el territorio son la base de
todas las sociedades que existieron con anterioridad a
la aparición del estado. No sólo las bandas de caza
dores y recolectores sino también las organizaciones
más vastas y complejas de las tribus y jefaturas de
los cultivadores y pastores primitivos organizan a los
individuos a través de la descendencia de antepasados
comunes o de la existencia de lazos matrimoniales
entre grupos. Entre los cazadores las cosas son más
simples. Más allá de la familia sólo existe la banda.
Con Ja domesticación de los animales y plantas la
economía se hace más productiva; un mayor número
de personas pueden vivir juntas. Las tribus contienen
varios millares de personas organizadas de forma cohe
rente en grandes grupos de parentesco, como los lina
jes y los clanes, cada uno de ellos compuesto por un
cierto número de familias relacionadas entre sí. Con
el desarrollo de las fuerzas productivas se hace po
sible un poder político centralizado que, junto con la
especializacion artesanal y el desarrollo del comercio,
permiten el surgimiento de las jefaturas. Pero éstas
se hallan estructuradas también a través de una serie
de lealtades jerarquizadas y de lazos matrimoniales
entre grupos de parientes.
Tan sólo con la aparición del estado, proporcionan
las clases, con independencia del parentesco, la base
de las relaciones de producción, de distribución y de
poder. Pero incluso en este caso los grupos de pa
rentesco siguen siendo importantes en los estados
agrarios; de hecho, el parentesco persistirá como el
principio organizador básico dentro de cada clase
hasta la aparición del capitalismo. La poca impor
tancia que tiene la familia en nuestros días es conse
cuencia de una disminución de la importancia del
«familismo» en relación a otras instituciones; dicho
declinar empezó con el desarrollo del capitalismo y
del maqumismo. En la mayoría de las sociedades so*
cialistas modernas, la familia es incluso menos signi
ficativa como principio organizador. Es razonable su
poner que en el futuro el papel de la familia se hará
insignificante o, incluso, llegará a desaparecer.
Morgan y Engels creyeron que de un estado de
promiscuidad original, los primeros humanos pasa
ron a prohibir dentro de la banda, al principio, las
relaciones sexuales entre la generación de los padres
y la de los hijos(as), pero continuaron permitiéndolas
indiscriminadamente entre hermanos, hermanas y toda
clase de primos. A esta nueva situación la denomi
naron «familia consanguínea». Por otra parte, supu
sieron que más tarde la prohibición se extendió a la
Familia o a un grupo de parentesco más grande pero
que entre una y otra existió una etapa intermedia (la
punalúa) en la que un grupo de hermanas u otras
mujeres unidas por estrechos lazos de parentesco se
casaban conjuntamente con un grupo de hermanos o
un grupo de hombres estrechamente emparentados y
pertenecientes a otra banda. La familia de parejas, en
la que un hombre estaba casado con una o dos
mujeres, no apareció hasta mucho más tarde y en
particular con la domesticación de animales y plan
tas.
Estos autores sacaron sus conclusiones, no porque
constataran la existencia de verdadero matrimonio de
grupo entre los pueblos primitivos, sino a partir de
los términos de parentesco que se din en ciertas so
ciedades tribales o jefaturas. Algunas de estas socio*
dades equiparan a todos los parientes del mismo sexo
pertenecientes a la generación de los padres, lo que
sugiere el matrimonio entre hermano y hermana. Otras
equiparan sólo a los hermanos del padre con el padre
y a las hermanas de la madre con la madre, sugiriendo
así el matrimonio de un grupo de hermanos con un
grupo de hermanas.
Los datos que poseemos sobre las sociedades pri
mitivas de nuestros días no permiten confirmar estas
conclusiones. Todos los pueblos cazadores y recolec
tores conocidos viven en familias, y no en ordena
mientos sexuales comunitarios. El apareamiento está
individualizado, si bien un hombre puede ocasional
mente disponer de dos mujeres o (muy raramente) una
mujer de dos maridos. La vida económica se consti*
cuye principalmente en torno a la división del tra
bajo y a la asociación entre hombres y mujeres indivi»
dualmente considerados. Los hogares cavernas, y de
más vestigios que nos quedan de los cazadores del
Paleolítico Superior, sugieren que este tipo de orde
nación se remonta a los primeros tiempos. No pode
mos decir que las secuencias de Engels no se apliquen
a los primeros homínidos, sólo que carecemos de Jas
pruebas para demostrarlo. Pero, hecha esta salvedad,
es difícil ver qué acuerdos económicos entre los caza
dores primitivos pudieron dar lugar al matrimonio de
grupo en vez de a matrimonios individuales o de
parejas —esto Engels no lo explica.
Los antropólogos soviéticos creyeron en los esta
dios primitivos descritos por Engels y Morgan mucho
más tiempo que los antropólogos occidentales. En la
actualidad, la mayoría de los antropólogos rusos admi
ten la falta de pruebas con que demostrar la existen
cia de las familias consanguíneas y punalúas, pero
algunos todavía creen que un tipo distinto de ma
trimonio de grupo se intercaló entre las uniones in
discriminadas y la familia formada por una pareja.
Semyonov, por ejemplo, afirma que en la fase del
matrimonio de grupo la unión dentro del mismo clan
de cazadores estaba prohibida, pero que los hombres
de dos bandas vecinas tenían múltiples relaciones se
xuales con las mujeres de la otra banda.7
Aunque este ordenamiento no puede descartarse,
parece poco probable. De hecho, muchas de las cos
tumbres que Semyonov considera como «superviven
cias» de dichos matrimonios de grupo (por ejemplo:
7. Y. I, Semyonov, «Group Aiarriage, its Nature and Role
its the Evolution of Murriage and Family Relaíions», V il Con
greso Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas,
Volumen IV, Moscú, 1967.
maridos visitantes, grupos de residencia matrilineales,
clanes dispersos, múltiples esposos para ambos sexos,
casas comunales de hombres y mujeres, prohibición
de relaciones sexuales dentro de las chozas del pue
blo, etc.), se encuentran realmente no tanto entre
las sociedades cazadoras como entre las tribus horti-
cultoras e incluso en los estados agrícolas bastante
complejos.8 Pero, en resumidas cuentas, que dicha
fase de matrimonio de grupo existiera o no en las
sociedades primitivas, no cabe duda de que el matri
monio de parejas (lo que supone la existencia de ho
gares familiares) apareció con el desarrollo de méto
dos complejos de cazar, de cocinar, de preparar alimen
tos y construir refugios, es decir, con una plena divi
sión del trabajo. Incluso así, en cierto sentido la unión
sexual entre cazadores tiene más carácter de grupo
que en los estados agrarios arcaicos o en las socieda
des capitalistas. La muestra de Murdock pone de
manifiesto que las relaciones sexuales antes del matri
monio se hallan estrictamente prohibidas en sólo
el 26 % de las sociedades de cazadores. En el resto,
el matrimonio tiene lugar a una edad tan temprana
que las relaciones sexuales premaritales son improba
bles o, lo que es más común, las relaciones sexuales
La posición de la mujer
Incluso en las sociedades de cazadores parece que
las mujeres son siempre en algún sentido el «segun
do sexo», con un mayor o menor grado de subordi
nación a los hombres. La subordinación varía de una
sociedad a otra; las mujeres esquimales y las aboríge
nes de Australia se hallan mucho más subordinadas
que jas mujeres que habitan entre los kadar, ar.dama-
neses o pigmeos (estos últimos todos pueblos selvá
ticos).
La subordinación parece estar en relación inversa
al papel desempeñado por la mujer en la producción;
las mujeres disfrutan de más poder cuando contribu
yen de forma importante a la producción de materias
primas (procedentes de la recolección o*de la pesca)
y están más subordinadas cuando se dedican funda
mentalmente a preparar la carne u otros alimentos
que proveen los hombres. La primera situación acos
tumbra a darse allí donde la caza es practicada a pe
queña escala e intensivamente (pero no si tiene lugar
en forma extensiva y sobre un amplio territorio) y
donde la recolección es importante.
Sin embargo, en las sociedades de cazadores la su
bordinación a que pueden estar sometidas las mujeres
es muy inferior, con respecto a determinados aspectos
cruciales, a la existente en las sociedades arcaicas e
incluso en algunas naciones modernas. Estos aspectos
comprenden, entre otros, la capacidad de los hombres
para negar a las mujeres relaciones sexuales o de im
ponerlas para su exclusivo beneficio, para dirigir o
explotar su trabajo, para controlar o robarles los
hijos, para confinarlas físicamente y privarlas de todo
movimiento, para usarlas como objetos en transac
ciones entre hombres y para restringir su creatividad
o negarles su participación en amplios sectores del
conocimiento social y en los avances culturales.
En particular, lo que no existe en las sociedades
de cazadores es el tipo de posesión y exclusividad
masculina respecto a las mujeres que conduce a insti
tuciones como los castigos salvajes o la muerte por el
adulterio de la mujer, la celosa vigilancia de la casti
dad y virginidad femeninas, la denegación del divor
cio a las mujeres y la prohibición para la mujer de
volver a casarse con posterioridad a la muerte de su
marido. No existe tampoco el control masculino so
bre el trabajo y la producción de la mujer.
Por todo ello, no creo que podamos hablar, como
hacen algunos marxistas, de una división de clases
entre hombres y mujeres en las sociedades de cazado
res. Es cierto que los hombres disfrutan de mayor
movilidad que las mujeres y que dirigen los asuntos
públicos. Pero una sociedad de clases exige que una
de éstas controle los medios de producción, dic
tamine su uso por las otras clases y expropie el exce
dente. Estas condiciones no se dan entre los cazadores.
Tanto la tierra como los otros recursos son propiedad
de la comunidad, si bien las mujeres pueden mono
polizar determinados sectores donde recolectar y los
hombres pueden monopolizar sus territorios de caza.
Hay diferencia de rango entre los sexos, pero hay
más reciprocidad que dominación.
Como Engels observó correctamente, el poder de
los hombres para explotar sistemáticamente a las mu
jeres nace con la existencia de un excedente de ri
queza y más directamente con el estado, la estratifi
cación social y el control de la propiedad por los
hombres. Cuando surge el estado, los hombres —de
bido a su monopolio sobre las armas y también al
hecho de no tener que preocuparse del cuidado de
la prole— pueden especializarse enteramente en roles
económicos y políticos; algunos hombres (especialmen
te los pertenecientes a la clase dirigente) adquieren
poder sobre otros hombres y sobre las mujeres. Casi
todos los hombres lo adquieren sobre las mujeres de
sus propios grupos de parentesco. Entre los cazadores,
estos tipos de poder masculino se presentan con con
tornos más difusos.
El poder que los hombres pueden ejercer sobre las
mujeres en las sociedades de cazadores parece prove
nir del monopolio masculino sobre las armas pesa
das, de la especial división del trabajo que existe entre
los sexos o de ambas cosas. Aunque los hombres ra
ras veces usan sus armas contra las mujeres, poseen
dichas armas (o armas superiores), aparte de superior
fuerza física. Esto proporciona a los hombres el con
trol esencial de la fuerza. Cuando los ancianos o los
niños(as) deben morir para asegurar la supervivencia
de la banda o de la familia, son generalmente los hom
bres quienes los matan. El infanticidio, que es común
entre cazadores puesto que deben limitar el número
de bocas que alimentar, es con mayor frecuencia in
fanticidio de hembras que de machos.
La caza obliga a los hombres a organizarse en gru
pos mucho más a menudo que no lo hace a las muje
res su propio trabajo. Quizá por esta causa, cerca
del 60 % de las sociedades son predominantemente
virilocales; es decir, los hombres escogen la banda
en la que desean. residir (que con frecuencia es la de
sus padres) y las mujeres deben seguir a sus ma
ridos. E ste proporciona ál hombre ventajas sobre su
mujer en términos de familiaridad y lealtad, por
cuanto la mujer es a menudo una extraña. Sin em
bargo, del 16 al 17 % de las sociedades de caza
dores son uxorilocales, siendo los hombres en este
caso los que se trasladan a la residencia de sus espo
sas, mientras que del 15 al 17 % son bilocales, es
decir, que cualquiera de los sexos puede marcharse a
residir con el otro.
Probablemente debido a la cooperación masculina
en la defensa y en la caza, los hombres destacan en
las asambleas de la banda, en el liderazgo, en la me
dicina y en la magia, y en los rituales públicos des*
tinados a aumentar la caza, alejar la enfermedad o ini
ciar a los niños en la virilidad. Sin embargo, las mu
jeres participan a menudo en los consejos del grupo,
es decir, no se hallan excluidas de la actividad le
Conclusiones
La familia es una institución humana que no se
encuentra completamente desarrollada en ninguna es
pecie prehumana. La familia supone la existencia — o
se desarrolló conjuntamente con— el lenguaje, la
previsión, la cooperación, el autocontrol, la planifi
cación y el aprendizaje cultural.
La familia se impuso porque satisfacía las necesi
dades originarias de prolongado cuidado de la prole
y permitía que los hombres cazaran con armas en
grandes extensiones de terreno. La división sexual del
trabajo en que se basó, surgió de una división prehu
mana rudimentaria que ponía la función de defensa a
cargo del hombre y el cuidado de los hijos(as) a cargo
de la mujer. Pero entre los humanos esta división se
xual de funciones se hizo crucial para la producción
de alimentos y de esta forma se sentaron las bases
para una futura especialización y cooperación econó
micas.
Morgan y Engels estaban probablemente en lo cier
to al pensar que la familia humana estuvo precedida
por una etapa de promiscuidad sexual. También acer
taron a ver que los ordenamientos económicos y ma
trimoniales primitivos dentro del grupo eran iguali
tarios. No obstante, carecían de base para afirmar que
las pautas económicas y matrimoniales primitivas fue
ran enteramente relaciones de grupo.
La familia, junto con el uso de instrumentos y el
lenguaje, fue sin duda los inventos mas significativos
de la revolución humana. Los tres requirieron pen
samiento reflexivo, lo que explica la gran superiori
dad a nivel de la conciencia que separa los humanos
de los simios.
La familia' proporcionó el armazón para todas las
sociedades anteriores a la aparición del estado y la
fuente de toda creatividad. Al agruparse para la su
pervivencia. de su especie y el desarrollo dél conoci
miento, los humanos aprendieron a controlar sus
deseos sexuales y a suprimir su egoísmo individual,
su agresividad y su rivalidad. La otra cara de este
autocontrol fue una capacidad creciente para el amor,
no sólo el amor de la madre por su hijo —lo que
se da ya entre los simios— sino del macho por la
hembra (que establecen relaciones duraderas) y entre
miembros del mismo sexo hasta llegar a grupos cada
vez más amplios de seres humanos. Sin este autocon
trol inicial, que se manifiesta en la prohibición del
incesto y en la generosidad y orden moral de la vida
familiar primitiva, la civilización no hubiera sido po
sible.
Desde el principio, las mujeres han estado subordi
nadas a los hombres en un cierto número de sectores
clave: status, movilidad y liderazgo político. Sin
embargo, antes de la revolución agrícola, e incluso
durante varios miles de años después, la desigualdad
se basaba en el hecho inalterable del dilatado cuidado
que requiere la prole y en la tecnología primitiva. El
alcance de dicha desigualdad variaba de acuerdo con
la ecología y la división sexual del trabajo resultante.
Pero, en cualquier c.aso, se trataba fundamentalmente
de una cuestión de supervivencia más que de imposi-
dones culturales introducidas por el hombre. De ahí
la sensación de dignidad, libertad y respeto mutuo
entre hombres y mujeres que uno tiene al visitar so
ciedades cazadoras y horticultoras primitivas. Esto es
cierto tanto si las sociedades son matrilocales como
si son patrilocales, si bien en las sociedades matrilo
cales, en las que la herencia se transmite matrilineal-
mente, existe mayor libertad para las mujeres que en
las sociedades patrilocales y patrilincales situadas al
mismo nivel de productividad y desarrollo político.
Con el desarrollo de la propiedad individual y fa
miliar sobre el ganado, granjas estables e irrigadas y
otras formas de riqueza heredable se produjo un cam
bio distintivo. Esto cristalizó en la formación del
estado unos 4.000 años antes de nuestra era. Con el
desarrollo de la sociedad clasista y la dominación mas
culina sobre la clase dirigente del estado, la subordi
nación de las mujeres aumentó para alcanzar su más
alto grado en las familias patriarcales de los grandes
estados agrarios.
Saber cómo apareció la familia es algo que interesa
a las mujeres porque nos muestra las diferencias entre
humanos y prehumanos, lo que ha sido nuestro pasado
y cuáles han sido las limitaciones biológicas y cultu
rales de las que hemos emergido. Nos muestra cómo
generaciones de intelectuales del sexo masculino han
distorsionado o interpretado exageradamente las prue
bas para sostener la creencia en la inferioridad de los
procesos mentales de las mujeres, para lo cual de
hecho no existe fundamento alguno. El conocimiento
sobre el origen de la familia es también importante
para corregir los excesos contrarios de algunas escri
toras feministas que mantienen que en las sociedades
«matriarcales» las mujeres dominaban a los hombres,
cuando no existen pruebas para sostener dicha afir
mación/
El pasado de la familia no limita su futuro. Aun
que la familia apareció probablemente al mismo tiem
po que la humanidad, ni la familia ni las formas
familiares concretas están determinadas genéticamente.
Si la división sexual del trabajo fue necesaria hasta el
presente, no tiene por qué ni debe sobrevivir en una
sociedad industrial. El cuidado prolongado de la prole
no puede ya constituir la base para la subordinación
femenina, cuando el control artificial de nacimientos,
los alumbramientos espaciados, los alimentos prepara
dos y las guarderías comunales permiten compartir
dicho cuidado con los hombres. La automación y la
cibernética toman a su cargo la mayor parte del tra
bajo pesado para el que las mujeres están peor dota
das que los hombres. La explotación de las mujeres
que llegó con la aparición del estado y de la sociedad
de clases, desaparecerá muy posiblemente en una so
ciedad sin estado y sin clases para la cual existen ya
las bases tecnológicas y científicas.
La familia fue esencial para la aparición de la
civilización, permitiendo un gran salto cualitativo ha
cia adelante en la cooperación, en el conocimiento
intencionado, en el amor y en la creatividad. Pero,
en la actualidad, en lugar de desarrollar estas capaci
dades humanas, el confinamiento de las mujeres en
hogares y pequeñas familias, al igual que su subordi
nación en el trabajo, no hace sino limitarlas. Es posi
ble que el don humano del amor personal dé lugar a
alguna forma de unión voluntaria a largo plazo y que
la mutua devoción individual entre padres e hijos
continúe indefinidamente, junto con la responsabilidad
pública por los trabajos domésticos y el cuidado de
la prole. Ciertamente no es necesario regular rela
ciones personales inexistentes; pero tampoco hay ne
cesidad de que nos sintamos temerosos ante una vida
sodal en la que la familia ya no existe.
BIBLIOGRAFIA
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