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Polémica

sobre el origen
y la universalidad
de la familia

EDITORIAL ANAGRAMA
«The Family» en Harry L. Shapiro (ed.) Man, Culture and
Society
Oxford University Press
New York, 1956
«Is the Family universal?»
Journal of the Royal Anthropological Institute, vol. 56
Londres, 1959
«The Nayars and the definition of marriage»
American Anthropologist, vol. 56
Washington, 1959
«The Origin of the Family»
Hogtown Press
Toronto, 1973
Traducción:
José R. Llobera (primer ensayo)
Helena Valentí (segundo y tercer ensayo)
Luis Merino (cuarto ensayo)
Revisión:
José R. Llobera
Maqueta de la Colección:
Argente y Mumbrú
Primera edición: 1974
Segunda edición: 1976
Tercera edición: 1982
Cuarta edición: 1984
Quinta edición: 1987
Sexta edición: 1991
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1974
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 64-339-0368-3
Depósito Legal: B. 41136-1991
Printed in Spain
Libergraf, S.A., Constitució, 19, 08014 Barcelona
JOSE R. LLOBERA
NOTA INTRODUCTORIA

Del hecho que la familia, y en particular la familia


nuclear, haya desempeñado un papel muy importan­
te en buena parte de la historia humana, la antro­
pología contemporánea (y con ella los poderes esta­
blecidos) ha pasado a postular su universalidad, su
necesidad para cualquier tipo de sociedad.
Los artículos que presentamos al lector en el pre­
sente CUADERNO se agrupan en torno a un mo­
tivo central: la puesta en duda de la tesis de la uni­
versalidad de la familia.
Se trata, en primer lugar, de mostrar el porqué
de la existencia de la familia en una gama tan am­
plia de sociedades, tanto primitivas como civilizadas.
El texto de Lévi-Strauss ofrece un amplio panorama
crítico del tema, mostrando además el papel desem­
peñado por la prohibición del incesto en el paso de
la naturaleza a la cultura.
En segundo lugar, es importante señalar que exis­
ten determinadas excepciones a la pretendida uni­
versalidad de la familia; cierto que dichas excepcio­
nes .'on pocas, pero como tales nos parecen decisivas.
En el necesariamente limitado excurso etnográfico,
hemos elegido dos ejemplos — la sociedad nayar y los
kibbutz— donde la existencia de la familia es cuan­
do menos dudosa; ambos casos son citados y mani­
pulados a menudo en la literatura antropológica.
Finalmente, cabría concluir que si bien la familia
ha sido consustancial con la sociedad humana posi­
blemente desde sus orígenes hasta la actualidad, ello
no tiene por qué seguir siendo así en el futuro. El
trabajo de K. Gough que cierra el CUADERNO, se
sitúa en un terreno que la antropología actual rehuye
por considerarlo especulativo: el problema de los orí­
genes de la familia. Apoyándose en los datos de la
otología, la arqueología y los estudios sobre las so­
ciedades cazadoras contemporáneas, la autora muestra
qué tim> de condiciones biológicas y productivas hi­
cieron! deseable la implantación de la familia en los
albores de la humanidad, al tiempo que la hacen in­
necesaria en la actualidad.

ó
C. LEVI-STRAUSS
LA FAMILIA

La palabra familia es de uso tan común, y se re­


fiere a un tipo de realidad tan ligado a la experiencia
cotidiana, que podría pensarse que este trabajo se en­
frenta con una situación simple. Sin embargo, sucede
que los antropólogos pertenecen a una extraña espe­
cie: les gusta convertir lo «familiar» en misterioso y
complicado. De hecho, el estudio comparativo de la
familia entre los diferentes pueblos ha suscitado algu­
nas de las polémicas más ásperas de toda la historia
del pensamiento antropológico y probablemente su
cambio de orientación más espectacular.
Durante la segunda mitad del siglo xix y a princi­
pios del siglo xx, los antropólogos trabajaban bajo
la influencia del evolucionismo biológico. Su idea era
ordenar los datos de forma que coincidieran las ins­
tituciones de los pueblos más simples con una de las
primeras etapas de la evolución de la humanidad,
mientras que nuestras instituciones corresponderían a
las etapas más avanzadas de la evolución. Así, por
ejemplo, la familia basada sobre el matrimonio monó­
gamo —que se consideraba en nuestra sociedad la
institución más loable y apreciada— no podía encon­
trarse en las sociedades salvajes, que para el caso
eran equiparadas con las sociedades típicas de los
albores de la humanidad. Se asistió, por consiguiente,
a una distorsión y a una interpretación errónea de
los hechos; más aun, se inventaron caprichosamente
etapas «primigenias» de la evolución, tales como «ma­
trimonio de grupo» y «promiscuidad», para explicar
el período en que el hombre era tan bárbaro como
para desconocer las finezas de la vida social que son
propias del hombre civilizado. Cualquier costumbre
distinta de las nuestras, se seleccionaba cuidadosamen­
te como vestigio de un tipo más antiguo de organi­
zación social.
Esta forma de tratar el problema perdió vigencia
cuando la acumulación de datos hizo evidente el he­
cho siguiente: el tipo de familia característico de la
civilización moderna, es decir, el basado en el matri­
monio monógamo, en el establecimiento independien­
te de la pareja de recién casados, en la relación afec­
tuosa entre padres e hijos, etc., si bien no siempre es
fácil de reconocer tras la complicada red de extrañas
costumbres e instituciones de los pueblos primitivos,
es cuando menos patente en las sociedades que pare­
cen haber permanecido —o vuelto— en el nivel cultu­
ral más simple. Tribus como los andamaneses de las
islas del Océano Indico, los fueguinos de la extre­
midad meridional de América del Sur, los nambicuara
del centro del Brasil y los bosquimanos de Africa
del Sudoeste —por citar sólo unos ejemplos— que
viven en pequeñas bandas seminómadas, que carecen
o poseen una organización política muy simple y que
tienen un nivel tecnológico muy bajo —pues algunos
de estos grupos desconocen el tejido, la alfarería y la
construcción de chozas— no tienen otra estructura
social que la familia, la mayor parte de las veces
basada en la monogamia. El investigador de campo
identifica fácilmente las parejas casadas, asociadas es­
trechamente por lazos sentimentales y de cooperación
económica, así como por la crianza de los hijos(as)
nacidos de estas uniones.
Esta supremacía de la familia en las dos extremi­
dades de la escala de la evolución de las sociedades
humanas se puede interpretar de dos formas. Algunos
autores alegan que los pueblos más simples pueden
considerarse algo así como el vestigio de una «edad
de oro» anterior al sometimiento de la humanidad a
las penalidades y perversiones de la civilización. Se
supone que el hombre conoció, en aquel primer
estadio, las delicias de la familia monógama, pero
luego renunció a ellas y que no fueron descubiertas
de nuevo hasta el advenimiento del cristianismo. No
obstante, la tendencia general entre los antropólogos
— si exceptuamos a la escuela vienesa— es que la
vida familiar está presente en prácticamente todas
las sociedades humanas, incluso en aquellas cuyas cos­
tumbres sexuales y educativas difieren en gran me­
dida de las nuestras. De este modo, tras haber soste­
nido durante cincuenta años que la familia, tal y como
la conocemos en las sociedades modernas, era la con­
secuencia reciente de una evolución lenta y prolon­
gada, los antropólogos actuales se inclinan hacia la
convicción contraria, es decir, hacia la idea de que la
familia, constituida por una unión más o menos dura­
dera y socialmente aprobada de un hombre, una mu­
jer y los hijos(as) de ambos, es un fenómeno universal
que se halla presente en todos y cada uno de los
tipos de sociedad.
Sin embargo, estas posiciones extremas pecan am­
bas de simplismo. Es bien sabido que son muy raros
los casos en los que pueda alegarse la inexistencia de
lazos familiares. Un caso notable es el de los nayar,
un numeroso grupo humano que vive en la costa de
Malabar, en la India. En el pasado, la actividad
guerrera impedía a los nayar fundar una familia. El
matrimonio era poco más que una ceremonia simbó­
lica, pues no creaba lazos permanentes entre un hom­
bre y una mujer. De hecho, las mujeres casadas esta­
ban autorizadas a tener tantos amantes como qui­
sieran. Los hijos(as) pertenecían exclusivamente a la
línea materna y la autoridad sobre la familia y sobre
la tierra no era ejercida por el efímero marido, sino
por los hermanos de la esposa. Por otra parte, la
tierra era cultivada por una casta inferior, sometida
a los nayar, con lo que los hermanos de una mujer
gozaban de la misma libertad para dedicarse a las
actividades guerreras que el marido temporal o los
amantes de su hermana.
Ahora bien, el caso de los nayar ha sido, con fre­
cuencia, interpretado erróneamente. En primer lugar,
no puede considerarse un vestigio de un tipo primi­
tivo de organización social que haya estado muy di­
fundido en el pasado. Por el contrario, los nayar
presentan un tipo extremo y complicado de estruc­
tura social y, desde este punto de vista, no prueban
demasiado.
Por otra parte, no hay duda de que los nayar re­
presentan una forma extrema de una tendencia que
en las sociedades humanas es mucho más frecuente
de lo que comúnmente se reconoce.
Gran número de sociedades, si bien no han ido
tan lejos como los nayar en negar el reconocimiento
de unidad social a la familia, han limitado este reco­
nocimiento al admitir simultáneamente pautas de tipo
diverso. Por ejemplo, los masai y los chagga, dos tri­
bus africanas, reconocían a la familia como unidad
social, pero, por las mismas razones que los nayar,
esto no se aplicaba para los hombres que estaban en
el primer grado de edad adulta —que se dedicaban a
las actividades guerreras— y a los que no se les
permitía casarse ni fundar una familia. Dichos indivi­
duos acostumbraban a vivir en organizaciones regi­
mentadas. Durante este período podían tener relacio­
nes promiscuas con las mujeres pertenecientes al mis­
mo grado de edad que el suyo. De esta forma, en
estos pueblos la familia coexistía con un tipo no fa­
miliar y promiscuo de relaciones entre los sexos.
Por distintas razones existía el mismo tipo de pauta
dual entre los bororo y otras tribus del Brasil, los
muria y otras tribus de la India y Assam, etc. To­
dos los ejemplos conocidos podrían ordenarse de tal
forma que los nayar aparecieran como el caso más
coherente, sistemático y llevado a sus extremos lógi­
cos, de una situación que puede presentarse de nuevo,
al menos de forma embrionaria, en la sociedad mo­
derna.
Una demostración elocuente la hallamos en la Ale­
mania nazi, donde empezaba a aparecer una ruptura
similar en la unidad familiar. Por una parte, los hom­
bres se dedicaban a las actividades políticas y guerre­
ras de las que, debido al elevado prestigio de dichas
posiciones, derivaban innumerables libertades. Por
otra parte, a las mujeres les estaban destinadas las
«3 K» funcionales: Kücbe, Kircbe, Kinder (cocina,
iglesia y niños). Es fácil imaginar que, si esta orien-
tación hubiera perdurado varios cientos de años, esta
clara división de funciones entre hombres y mujeres,
unida a la correspondiente diferenciación de status,
bien hubiera podido dar lugar a un tipo de organtea*
ción social en la que la unidad familiar gozara de tan
limitada consideración como entre los nayar.
Duraste los últimos años, los antropólogos han rea­
lizado grandes esfuerzos para mostrar que. incluso
entre los pueblos que practican el préstamo de espo­
sas, ya sea periódicamente con motivo de ceremonias
religiosas, ya sea estatutariamente (como sucede cuan­
do se peífriite a los hombres entrar en un tipo de
amistad institucional que implica el préstamo de es­
posas entre los miembros), estas costumbres no deben
interpretarse como supervivencia del «matrimonio de
grupo» i por cuanto coexisten con la familia y, ade­
más, implican su reconocimiento. Es evidente que
para poder prestar la propia esposa es preciso antes
poseer una. No obstante, si consideramos el caso do
algunas tribus australianas como los wunambal de la
región noroeste, podremos darnos cuenta de que un
hombre que se mostrara reacio a prestar su esposa a
otros maridos potenciales durante las ceremonias reli­
giosas, seria considerado «muy egoísta», ya que tra­
taría de monopolizar un privilegio que el grupo social
considera que debe compartir con todas las personas
que tienen derecho a dicho privilegio. Si, además, te­
nemos en cuenta que dicha actitud con respecto al
del acceso a las mujeres va acompañada con el dogma
oficial de que los hombres no desempeñan papel al­
guno en la procreación fisiológica (lo que aportaba
dos buenas razones para negar la existencia de lazo
alguno entre el marido y los hijos(as) de la esposa), la
familia se convierte en un grupo económico basado en
la división sexual del trabajo: el marido aporta los
productos de la caza y la esposa los de la recolección.
Los antropólogos que pretenden que esta unidad eco­
nómica basada en el principio de «dar y tomar» es
una prueba de la existencia de la familia incluso entre
los grupos más salvajes, no están ciertamente en una
base más firme que aquellos antropólogos que afirman
que dicho tipo de familia no tiene en común más que
el término utilizado para referirse al otro tipo de
familia tal y como puede observarse en otros lugares.
El mismo tipo de perspectiva relativista es aconse­
jable para la familia polígama. Recordemos que la
palabra poligamia se refiere tanto a la poliginia, es
decir, al sistema en el que a un hombre se le autoriza
tener varias esposas, como a la poliandria, o sistema
complementario en el que varios maridos comparten
una esposa.
Ahora bien, en muchos casos sucede que las fami­
lias polígamas no son más que una combinación de
varias familias monógamas en las que una misma per­
sona desempeña el papel de varios cónyuges. Por
ejemplo, entre algunas tribus bantúes cada esposa vive
con sus hijos(as) en una choza separada; la única
diferencia con una familia monógama es el hecho de
que el mismo hombre desempeña el papel de marido
para todas sus esposas. Sin embargo, hay otros ejem­
plos con una situación menos clara. Entre los tupi-
kawahib del centro del Brasil, un jefe puede casarse
con varias hermanas o con una madre y sus hijas (de
un matrimonio anterior). En este último caso, los
hijos(as) son criados conjuntamente por las mujeres,
que no parecen preocuparse demasiado por el hecho
d’e si los hijos que están criando son suyos o no.
Aldemás, el jefe presta de buen grado sus esposas a
su,s hermanos menores, a los funcionarios de la corte
y a los visitantes. Nos hallamos, pues, no sólo ante
una combinación de poliginia y poliandria, sino que
la confusión aumenta todavía más por el hecho de
que las co-esposas pueden estar relacionadas por es­
trechos lazos consanguíneos previos al matrimonio con
el mismo hombre. En un caso presenciado por el
autor, una madre y su hija, casadas con el mismo
hombre, estaban al cuidado de unos hijos(as) que
eran, al mismo tiempo, hijastros(as) con respecto a
una de las mujeres y, según el caso, nietos(as) o her-
manastros(as) de la otra.
La poliandria propiamente dicha puede, en ocasio­
nes, tomar formas extrañas, como sucede entre los
todas, donde varios hombres —por lo común her­
manos— comparten una esposa. El padre legítimo de
los hijos es aquél que ha realizado una ceremonia
especial — y lo sigue siendo hasta que otro marido
no se atribuye el derecho de paternidad mediante el
mismo procedimiento. En Tibet y Nepal la poliandria
parece explicarse por ciertos factores ocupacionales
del mismo tipo que hemos encontrado entre los na­
yar: los hombres viven una existencia semi-nómada,
como guias y portadores, y en consecuencia la polian­
dria hace factible que por lo menos uno de los mari­
dos esté siempre al cuidado del hogar.
Si bien es cierto que la identidad legal, económica
y sentimental de la familia puede mantenerse incluso
bajo la poliginia o la poliandria, no es seguro que
pueda decirse lo mismo cuando la poliandria coexiste
con la poliginia. Como hemos visto, éste era, hasta
cierto punto, el caso de los tupí-kawahib, por cuanto
los matrimonios políginos existían — cuando menos
como privilegio de los jefes— en combinación con
un elaborado sistema de prestación de esposas a los
hermanos más jóvenes, a los ayudantes y a los visi­
tantes de otras tribus. En este caso se podría alegar
que el lazo entre una mujer y su marido legal difiere
más en grado que en cualidad de una gama de otros
lazos que podrían ser ordenados en orden decreciente
de fuerza: desde los amantes legítimos y semiperma-
nentes hasta los amantes ocasionales. No obstante,
incluso en este caso el status de los hijos(as) venía
definido por el matrimonio legal y no por los otros
tipos de uniones.
Si consideramos la evolución de los toda durante
el siglo xix nos acercamos al llamado «matrimonio
de grupo». Los toda poseían originalmente un sistema
poliandro, hecho posible gracias a la costumbre del
infanticidio femenino. Cuando la administración bri­
tánica prohibió esta última práctica, restaurando así
la tasa natural de nacimientos, los toda continuaron
practicando la poliandria; sin embargo, ahora, en lugar
de varios hermanos compartiendo la misma esposa, Ies
fue posible conseguir varias esposas. Como en el
caso de los nayar, los tipos de organización que más
lejanos parecen de la familia conyugal no se dan en
las sociedades más salvajes y arcaicas, sino en formas
de desarrollo social relativamente recientes y extrema­
damente elaboradas.
En consecuencia, es evidente por que el problema
de la familia no debe ser tratado de forma dogmática.
De hecho, es una de las cuestiones más escurridizas
dentro del estudio de la organización social. Poco
sabemos del tipo de organización social que prevale-
ció en las primeras etapas de la humanidad, ya que
los restos humanos que poseemos del paleolítico supe­
rior, es decir, de hace unos 50.000 años, consisten
fundamentalmente en fragmentos de esqueletos y uten­
silios de piedra que no proporcionan más que una in­
formación muy insuficiente sobre las leyes y costum­
bres sociales. Por otra parte, cuando consideramos la
amplia diversidad de sociedades humanas que han sido
observadas, digamos, desde Herodoto hasta nuestros
días, lo único que podemos decir es lo siguiente: la
familia conyugal y monógama es muy frecuente. Don­
dequiera que parece ser invalidada por diferentes ti­
pos de organizaciones, esto sucede, por lo común, en
sociedades muy especializadas y complejas y no. como
acostumbraba a creerse, en los tipos más simples y
primitivos de sociedad. Además, los pocos casos de
familia no conyugal (incluso en su forma polígama)
establecen sin la menor sombra de duda que la alta
frecuencia del tipo conyugal de agrupación social no
deriva de una necesidad universal. Es posible conce­
bir la existencia de una sociedad perfectamente esta­
ble y duradera sin la familia conyugaí. La compleji­
dad del problema reside en el hecho de que, si bien
no existe ley natural alguna que exija la universalidad
de la familia, hay que explicar el hecho de que se
encuentre en casi todas partes.
Tratar de resolver este problema implica, en pri­
mer lugar, definir lo que entendemos por «familia».
Dicho intento no puede consistir en integrar las nu­
merosas observaciones prácticas realizadas en distintas
sociedades, ni tampoco en limitarnos a la situación
que existe entre nosotros. Lo pertinente es construir
un modelo ideal de lo que pensamos cuando usamos
la palabra familia. Se vería, entonces, que dicha pala­
bra sirve para designar un grupo social que posee, por
lo menos, las tres características siguientes: 1) Tiene
su origen en el matrimonio. 2) Está formado por el
marido, la esposa y los hijos(as) nacidos del matrimo­
nio, aunque es concebible que otros parientes encuen­
tren su lugar cerca del grupo nuclear. 3) Los miem­
bros de la familia están unidos por a) lazos legales,
b) derechos y obligaciones económicas, religiosas y de
otro tipo y c) una red precisa de derechos y prohibi­
ciones sexuales, más una cantidad variable y diversi­
ficada de sentimientos psicológicos tales como amor,
afecto, respeto, temor, etc. Seguidamente procedere­
mos a un examen detallado de estos diversos aspectos
a la luz de los datos existentes.

El matrimonio y la familia
Como ya hemos indicado el matrimonio puede ser
monógamo o polígamo. Es conveniente insistir inme­
diatamente en el hecho de que el primer matrimonio
es mucho más frecuente que el segundo, incluso mu­
cho más de lo que un precipitado inventario de so­
ciedades humanas llevaría a creer. Un buen número
de las llamadas sociedades polígamas son auténtica-

i
17
2 . — POLÉMICA SOBRE EL ORIGEN
mente toles, pero muchas otras establecen una mar­
cada diferencia entre la «primera», y estrictamente la
única y auténtica esposa, dotada con todos los dere­
chos que concede el status conyugal, y las otras que
en ocasiones son poco más que concubinas. Por otra
parte, en todas las sociedades polígamas el privilegio
de poseer varias esposas es disfrutado solamente por
una pequeña minoría. Esto es fácilmente comprensi­
ble si se tiene en cuenta que en cualquier grupo social
tomado al azar el número de hombres y mujeres es
aproximado el mismo, con un equilibrio normal de
110 sobre 100 en favor de uno u otro sexo. Para
hacer posible la poligamia deben cumplirse ciertas
condiciones. Puede suceder que los niños de un deter­
minado sexo sean eliminados voluntariamente (cos­
tumbre más bien rara, pero de la que se conocen
casos como el infanticidio femenino entre los toda,
al que ya nos referimos) o que, por determinadas cir­
cunstancias, las expectativas de vida para ambos se­
xos sean distintas, como sucede entre los esquimales
y algunas tribus australianas en donde muchos hom­
bres acostumbraban a morir jóvenes porque el tipo
de ocupaciones —pesca de ballenas en un caso, guerra
en el otro— eran especialmente peligrosas. Si no es
éste el caso, la única explicación es un sistema social
fuertemente jerarquizado, en donde una determinada
clase — ancianos, sacerdotes, hechiceros, hombres ri­
cos, etc.— , es lo suficientemente poderosa como para
monopolizar impunemente más mujeres de la parte
alícuota, a expensas de la gente más joven o más po­
bre. De hecho, sabemos de sociedades — la mayoría
de ellas en Africa— donde un hombre tiene que ser
rico para conseguir muchas esposas (ya que es preciso
pagar el llamado precio de la novia o compensación
matrimonial), pero donde, al mismo tiempo, aumentar
el número de esposas significa incrementar la riqueza,
por cuanto el trabajo femenino posee un valor econó­
mico determinado. Sin embargo, es evidente que la
práctica sistemática de la poligamia viene limitada
automáticamente por el cambio de estructura que
con toda probabilidad provocará en la sociedad.
En consecuencia, no es necesario devanarse los
sesos para explicar el predominio del matrimonio
monógamo en las sociedades humanas. Que la mono­
gamia no está inscrita en la naturaleza del hombre lo
demuestra claramente el hecho de que la poligamia
existe en muy diversos lugares y formas y en muchos
tipos de sociedades; por otra parte, la preponderan­
cia de la monogamia es consecuencia del hecho de
que, normalmente, es decir, salvo que se produzcan
voluntaria o involuntariamente condiciones especiales,
por cada hombre no existe más que una mujer dispo­
nible. En las sociedades modernas, razones de tipo
moral, religioso y económico han oficializado el ma­
trimonio monógamo (regla que en la práctica es trans­
gredida por medios tan diferentes como la libertad
prematrimonial, la prostitución y el adulterio). Pero
en sociedades con un nivel cultural mucho más bajo,
donde no existe prejuicio alguno contra la poligamia
e incluso donde la poligamia puede en realidad estar
autorizada o ser preferida a otras formas, se consigue
el mismo resultado en la ausencia de diferencias so­
ciales o económicas, de tal forma que ningún- hombre
posee ni los medios ni el poder para obtener más de
una esposa y donde, en consecuencia, todo el mundo
está obligado a convertir la necesidad en virtud.
Cierto que en las sociedades humanas pueden ob­
servarse tipos de matrimonios muy distintos: monó­
gamos y polígamos, y en este último caso, políginos
y poliandros, o ambos; por otra parte, el matrimonio
puede ser por intercambio, compra, libre elección o
imposición familiar, etc. No obstante, el hecho sor­
prendente es que en todas partes se distingue entre
el matrimonio, es decir, un lazo legal entre un hom­
bre y una mujer sancionado por el grupo y el tipo
de unión permanente o temporal resultante, ya de la
violencia o únicamente del consentimiento. Esta in­
tervención del grupo puede ser fuerte o débil, pero
lo que importa es que todas las sociedades poseen
algún sistema que les permite distinguir entre las
uniones libres y las uniones legítimas. Esta distin­
ción opera a niveles diferentes.
En primer lugar, casi todas las sociedades conceden
una apreciación elevada al status matrimonial. Don­
dequiera existen grados de edad, ya en su forma
institucionalizada o en agrupaciones no cristalizadas,
existe algún tipo de conexión entre el grupo más jo­
ven de adolescentes y el celibato, los ya menos jóve­
nes y los adultos sin hijos(as), y la edad adulta con
la plenitud de derechos (esta última acostumbra a
correr parejas con el nacimiento del primer hijo(a)).
Esta triple distinción no solo fue reconocida por mu­
chas tribus primitivas, sino también por el mundo
campesino de la Europa occidental, aunque sólo
fuera para fiestas y ceremonias hasta principios del
siglo xx.
Todavía es mas notable el auténtico sentimiento
de repulsión que muchas sociedades muestran con
respecto al celibato. En términos generales puede de­
cirse que entre las llamadas tribus primitivas, no exis­
ten solteros por la simple razón de que no podrían
sobrevivir. Uno de los momentos más conmovedores
de mi trabajo de campo entre los bororo fue el en­
contrarme con un hombre de unos 30 años, sucio,
mal alimentado, triste y solitario. Cuando pregunté
si el hombre se hallaba gravemente enfermo, la res­
puesta de los nativos me resultó un shock: el hom­
bre no tenía nada de particular, salvo el hecho de ser
soltero. Ciertamente, en una sociedad en la que se
comparte sistemáticamente el trabajo entre hombre
y mujer, y en la que únicamente el status matrimo­
nial permite al hombre gozar de los frutos del trabajo
de la mujer, incluyendo entre ellos el arte de despio­
jar, el de pintar el cuerpo y el de arrancar las plu­
mas, así como la comida vegetal y la comida cocida
(por cuanto la mujer bororo cultiva la tierra y hace
las vasijas), un soltero es en realidad sólo medio ser
humano.
Esto se aplica no solamente a los solteros sino
también hasta cierto punto a las parejas sin hijos(as).
Cierto que pueden subsistir, pero en muchas socie­
dades un hombre o una mujer sin hijos nunca llegan
a gozar del pleno status dentro del grupo. Por otra
parte, lo mismo sucede más allá del grupo, es decir,
cuando se trata de la no menos importante sociedad
formada por los parientes fallecidos, donde el recono­
cimiento como antepasado a través del culto sólo lo
pueden efectuar los propios descendientes. Recíproca­
mente, un huérfano se halla en la misma desgraciada
posición que un soltero. De hecho, ambos términos
son utilizados en ocasiones como los insultos más te­
rribles que pueden hallarse en la lengua nativa. Sol­
teros y huérfanos pueden incluso llegar a ser conside­
rados en la misma categoría que engloba a lisiados y
brujos, como si sus condicionas fueran el resultado de
algún tipo de maldición sobrópatural.
El interés que muestra el grupo por el matrimonio
de sus miembros puede expresase de forma directa,
como sucede en nuestra sociedad, donde los futuros
esposos, si tienen la edad legal ps»ra casarse, deben
procurarse, en primer lugar, una licencia y, posterior­
mente, los servicios de un representante reconocido
del grupo para su unión. Esta relación directa entre
los individuos, por una parte, y el grupo como un
todo, por otra, si bien reconocida esporádicamente
en otras sociedades, no puede decirse que sea fre­
cuente. En cambio, uno de los rasgos casi universales
del matrimonio es que no se origina en los indivi­
duos, sino en los grupos interesados (familias, lina­
jes, clanes, etc.), y que, además, une a los grupos
antes y por encima de los individuos. Dos razones
explican este hecho. Por una parte, la gran impor­
tancia del matrimonio hace que los padres, incluso
en las sociedades más simples, empiezan pronto a
preocuparse por obtener cónyuge^ apropiados para su
progenie, lo cual puede llevar a prometer sus hijos(as)
desde la infancia. Pero aquí nos hallamos, ante todo,
frente a una extraña paradoja que más tarde consi­
deraremos de nuevo, y es que, si bien el matrimonio
origina la familia, es la familia, o más bien las fami­
lias, las que generan matrimonios como el dispositivo
legal más importante que poseen para establecer alian­
zas entre ellas. Los nativos de Nueva Guinea expre­
san esta realidad al afirmar que el verdadero propó­
sito del matrimonio es tanto conseguir una esposa
como procurarse cufiados. El hecho de que el matri­
monio tiene lugar más entre grupos que entre indi­
viduos explica de inmediato numerosas costumbres
que a primera vista pueden parecer extrañas. Por
ejemplo, de esta forma comprendemos por qué en
algunas partes de Africa, donde la filiación (descent)
sigue la línea paterna, el matrimonio no es totalmente
válido en tanto la esposa no ha dado luz a un varón,
cumpliendo así la función de mantener el linaje del
marido. Los llamados levirato y sororato debieran
explicarse a la luz del mismo principio: si el matri­
monio es la unión de dos grupos a los que pertene­
cen los cónyuges, no puede haber contradicción en el
reemplazamiento de uno de los consortes por sus
hermanos o sus hermanas. Cuando muere el marido,
el levirato estipula que sus hermanos solteros gocen
de un derecho preferente sobre su viuda (o, como
en ocasiones suele expresarse, comparten el deber de
su hermano muerto de sostener a su esposa y a sus
hijos), mientras que el sororato permite a un hom­
bre, en una sociedad polígama, el matrimonio prefe­
rente con las hermanas de su esposa o, si la sociedad
es monógama, conseguir una hermana para reempla­
zar a la esposa si ésta no tiene hijos(as), o ha de divor­
ciarse de ella por su mala conducta o fallece. Cual­
quiera que sea la forma en la que la colectividad ex­
presa su interés por el matrimonio de sus miembros,
ya sea a través de la autoridad investida en los pode­
rosos grupos consanguíneos o, más directamente, a
través de la intervención del estado, sigue siendo cier­
to que el matrimonio no es, ni puede ser, un asunto
privado.
Formas de familia
Es preciso recurrir a casos tan extremos como el
nayar ya descrito para hallar sociedades en las que
no existe siquiera una unión temporal de facto del
marido, la esposa y los hijos(as). Pero no debiéramos
olvidar que si bien en nuestra sociedad dicho grupo
constituye la familia y goza de reconocimiento legal,
no sucede lo mismo en un gran número de sociedades
humanas. Es cierto que existe un instinto maternal
que compele a la madre a cuidar de sus hijos(as) y
que hace que encuentre en el ejercicio de dichas ac­
tividades una profunda satisfacción; también existen
impulsos psicológicos que explican por qué un hombre
puede sentir afecto por los hijos(as) de una mujer
con la que vive y cuyo crecimiento presencia paso a
paso, aun en el caso de no creer (como sucede en las
tribus de las que se dice desconocen la paternidad
fisiológica) que haya tomado parte alguna en la pro­
creación. Algunas sociedades tratan de reforzar estos
sentimientos convergentes; por ejemplo, algunos auto­
res han tratado de explicar la couvade — costumbre
de acuerdo con la cual un hombre comparte las pena­
lidades (naturales o socialmente impuestas) de la mujer
parturienta— como un intento por construir una uni­
dad soldada a partir de unos materiales no demasiado
homogéneos.
Sin embargo, la mayor parte de sociedades no
muestran gran interés por un tipo de agrupación
que, para algunas sociedades (como la nuestra), es
muy importante. En este caso lo importante no son
los agregados temporales de los representantes indi­
viduales del grupo, sino los grupos mismos. Por ejem-
pío, muchas sociedades están interesadas en estable­
cer claramente las relaciones entre la progenie y el
grupo, del padre, por una parte, y entre la progenie
y el grupo de la madre, por otra; sin embargo, esto
lo hacen diferenciando firmemente los dos tipos de
relaciones. Sucede a veces que, por una línea, se here­
dan los derechos territoriales y, por la otra, los privi­
legios y obligaciones religiosos o el status por un lado
y las técnicas mágicas por el otro. Pueden hallarse
gran número de ejemplos en Africa, Australia, Amé­
rica, etc., que ilustran este hecho. Para limitarme a
uno de ellos, es notable el minucioso cuidado con
que los indios hopi (Arizona) delimitaban tipos dis­
tintos de derechos legales y religiosos a las líneas
paterna y materna, al tiempo que la frecuencia del
divorcio convertía a la familia en algo tan inestable
que muchos maridos no convivían con sus hijos(as)
en la misma casa, dado que las casas eran propiedad
de las mujeres y, desde e l,punto de vista legal, los
hijos seguían la línea materna.
Esta fragilidad de la familia conyugal, tan común
entre los llamados pueblos primitivos, no impide que
dichos pueblos concedan cierto valor a la fidelidad
conyugal y al afecto de los padres por los hijos(as).
Sin embargo, estas normas morales que deben diferen­
ciarse cuidadosamente de las normas legales que en
muchos casos no reconocen formalmente más que la
relación de los hijos(as) con la línea paterna o la línea
materna o cuando reconocen formalmente ambas lo
hacen para tipos completamente diferentes de dere­
chos y/o obligaciones. Un caso extremo, sin duda,
es el de los emerillon de la Guayana Francesa (en
la actualidad no más de cincuenta individuos) entre
los que, si hemos de creer recientes informantes, el
matrimonio es tan inestable que en el curso de una
vida todo individuo tiene ocasión de casarse con
todas las personas del sexo opuesto. Tan acuciante
es el problema que la tribu parece haber ideado un
sistema de denominación especial para los hijos(as),
con el fin de mostrar a cuál de, por lo menos ocho
matrimonios, pertenecen. Cierto que con toda pro­
babilidad nos hallamos ante un acontecimiento recien­
te que puede explicarse por la exigüidad de la tribu,
por una parte, y por las condiciones de inestabilidad
en las que han vivido los emerillon en el último siglo,
por otra. No obstante, dicho caso no deja de mostrar
que en la ocurrencia de ciertas condiciones la familia
conyugal es difícilmente reconocible.
La inestabilidad explica los ejemplos arriba cita­
dos, pero en otros casos deben hacerse consideracio­
nes de orden totalmente opuesto. En la mayor parte
de la India contemporánea y en muchas partes de
Europa (en ocasiones hasta el siglo xix) la unidad so­
cial básica estaba constituida por un tipo de familia
que no podemos denominar conyugal, sino que debe­
mos describir como doméstica: la propiedad de la
tierra y de la vivienda, así como la autoridad paterna
y el liderazgo económico, correspondían al ascendien­
te vivo de mayor edad o a la comunidad de hermanos
originada del mismo ascendiente. En la bratsvo rusa,
la zadruga sudeslávica y la maisnie francesa la familia
estaba de hecho formada por el hermano mayor, o
los hermanos supervivientes, sus esposas, los hijos
casa os, y sus esposas, las hijas solteras y así sucesi­
vamente asta los bisnietos(as). Dichos vastos grupos,
que en ocasiones englobaban varias docenas de per­
sonas que vivían y trabajaban bajo la misma autori­
dad, han sido designadas con el nombre de familias
articuladas o extendidas. Ambos términos son útiles
pero inducen a confusión por implicar que dichas
vastas unidades se componen de pequeñas familias
conyugales. Como ya hemos visto, es cierto que la
familia conyugal limitada a la madre y a los hijos(as)
es prácticamente universal puesto que está basada en
la dependencia fisiológica y psicológica que, al menos
por un cierto período de tiempo, existe entre una y
otros. Por otra parte, la familia conyugal formada
por el marido, la esposa y los hijos(as) se presenta
casi con la misma frecuencia por razones psicológicas
y económicas que debieran añadirse a las mencionadas
anteriormente. Sin embargo, el proceso histórico que
ha llevado a nuestra sociedad al reconocimiento de la
familia conyugal es ciertamente muy complejo y sólo
en parte puede explicarse por el progresivo conoci­
miento de una situación natural. Pero caben pocas
dudas de que el resultado procede, en gran parte, de
la reducción a un grupo mínimo cuya vigencia legal,
en el pasado de nuestras instituciones, residió durante
siglos en grupos mucho más vastos. En última ins­
tancia, expresiones del tipo «familia extendida» o «fa­
milia articulada» son inapropiadas, ya que en reali­
dad es la familia conyugal la que merece el nombre
de familia restringida.
Hemos visto que cuando a la familia se le concede
un reducido valor funcional tienden a desaparecer in­
cluso por debajo del nivel del tipo conyugal. Por el
contrario, si recibe gran valor funcional existe muy
por encima del nivel conyugal. La supuesta universa­
lidad de la familia conyugal corresponde, de hecho,
más a un equilibrio inestable entre los extremos qUe
a una necesidad permanente y duradera proveniente
de las exigencias profundas de la naturaleza humana.
Para completar el cuadro hemos de considerar fi.
nalmente aquellos casos en los que la familia con-
yugal difiere de la nuestra, no tanto con referencia a
una diferencia de valor funcional, sino más bien por.
que su valor funcional es concebido de una forma
cualitativamente diferente de nuestras propias con­
cepciones.
Como veremos más adelante, hay muchos pueblos
entre los que el tipo de cónyuge con el que uno debe
casarse es mucho más importante que el tipo de unión
que formarán juntos. Estos pueblos están dispuestos
a aceptar uniones que a nosotros, no sólo nos pare­
cerían increíbles, sino en contradicción directa con
los fines y propósitos de fundar una familia. Por
ejemplo, los chukchee de Siberia no mostraban la me­
nor repulsión por el matrimonio de una chica de veinte
años con un bebé-marido de dos o tres años. En este
caso, la joven mujer, madre gracias a un amante auto­
rizado, cuidaría conjuntamente a su propio bebé y a
su bebé-marido. Por su parte, los indios mohave de
Norteamérica tenían la costumbre opuesta: un hom­
bre se casaba con una niña, a la que cuidaba hasta
que fuera lo suficiente mayor como para cumplir con
sus deberes conyugales. Se suponía que dichos ma­
trimonios eran en extremo duraderos dado que los
sentimientos naturales que existen entre marido y
esposa vendrían reforzados por el recuerdo del cui­
dado maternal o paternal concedido por uno de los
cónyuges sobre el otro. De ningún modo deben conce­
birse estos ejemplos como casos excepcionales que
debieran explicarse con referencia a extraordinarias
anormalidades mentales. Todo lo contrario. De hecho,
podríamos traer a colación ejemplos de otras partes
del mundo: América del Sur, Nueva Guinea (tanto
en las tierras altas como en el trópico), etc.
De hecho, los ejemplos que hemos escogido res­
petan todavía, por lo menos hasta cierto punto, la
dualidad de sexos que nos parece uno de los requisi­
tos para el matrimonio y el establecimiento de una
familia. Pero en algunos lugares de Africa ciertas
mujeres de rango elevado estaban autorizadas a ca­
sarse con otras mujeres que, mediante el uso de
amantes varones no reconocidos les darían hijos(as);
la mujer noble se convertía en el «padre» de los
hijos(as) de su «esposa» y transmitía a éstos, de
acuerdo con el derecho paterno vigente, su propio
nombre, su status y su riqueza. Finalmente, existen
algunos casos, ciertamente menos llamativos, en los
que la familia conyugal era considerada necesaria para
la procreación de los hijos pero no para su crianza,
por cuanto cada familia trataba de quedarse con los
hijos(as) de otra familia (a ser posible de status su­
perior) para criarlos, al tiempo que sus propios hijos
pertenecían (en ocasiones antes del nacimiento) a
otra familia. Esto sucedía en algunas partes de Poli­
nesia, mientras que el «fosterage», es decir, la costum­
bre de que un hijo varón era criado por el hermano
de su madre, era práctica común en la costa noroeste
de Norteamérica, así como en la sociedad feudal
europea.
Los lazos familiares
En el transcurso de varios cientos de años nos he­
mos acostumbrado a la moralidad cristiana que con­
sidera el matrimonio y el establecimiento de una
familia como la única manera de prevenir que la
gratificación sexual sea pecaminosa. Si bien esta aso­
ciación existe en algún que otro lugar, no es ni mu­
cho menos frecuente. Entre la mayor parte de los
pueblos, el matrimonio tiene poco que ver con la
satisfacción del impulso sexual, dado que el ordena­
miento social proporciona numerosas oportunidades
para ello; dichas oportunidades no son sólo externas
al matrimonio, sino que incluso en ocasiones en con­
tradicción a él. Por ejemplo, entre los muria de Bas­
tar (India Central), la llegada de la pubertad significa
que chicos y chicas son enviados a vivir en chozas
comunales donde disfrutan de plena libertad sexual;
tras vivir unos años en dichas condiciones, los jóve­
nes muria se casan de acuerdo con la regla de no
unirse con ninguno de sus amantes de adolescencia.
Sucede, pues, que en un poblado más bien pequeño,
cada hombre está casado con una esposa que ha cono­
cido en sus años mozos como la amante de su vecino
(o vecinos) actual.
Por otra parte, si como hemos visto es cierto que
las consideraciones sexuales no son de importancia
fundamental para el matrimonio, las necesidades eco­
nómicas se hallan presentes en lugar primordial en
todas las sociedades. Ya hemos mostrado que lo que
convierte el matrimonio en una necesidad fundamen­
tal en las sociedades tribales es la división sexual del
trabajo.
Como las formas familiares, la división del trabajo
es consecuencia más de consideraciones sociales y
culturales que de consideraciones naturales. Cierto
que en cada grupo humano las mujeres son las que
paren y cuidan a los hijos y los hombres se especiali­
zan en la caza y en las actividades guerreras. Pero,
incluso en este campo, hay casos ambiguos: no cabe
duda de que los hombres no pueden dar a luz, pero
en muchas sociedades — como hemos visto con la
covada— están obligados a simularlo. Y, es bien cier­
to, que hay uña gran diferencia entre el padre nambi-
cuara que cuida a su bebé cuando éste se ensucia y el
noble europeo de no hace mucho tiempo a quien sus
hijos le eran presentados formalmente de vez en cuan­
do, estando confinados el tiempo restante en las habi­
taciones de las mujeres hasta llegar a la edad en que
podían cabalgar y practicar la esgrima. Por el contra­
rio, las jóvenes concubinas del jefe nambicuara des­
deñan las actividades domésticas y prefieren compar­
tir la aventura de las expediciones de sus maridos.
No es impensable que una costumbre similar (que
prevaleció en otras tribus sudamericanas) en la que
una clase especial de mujeres medio furcias, medio
ayudantes, no se casaban, pero acompañaban a los
hombres en la senda de la guerra, estuviera en el ori­
gen de la famosa leyenda de las amazonas.
Cuando consideramos actividades menos básicas que
la crianza de los hijos(as) y la guerra, se. hace aún
más difícil diferenciar reglas que gobiernan la divi­
sión sexual del trabajo. Las mujeres bororo trabajan
la tierra, mientras que entre los zuñi éste es un tra­
bajo de hombres; según la tribu, la construcción de
las chozas, la fabricación de cacharros y la confección
de vestimentas puede ser la labor de uno u otro sexo.
En consecuencia, hemos de ser en extremo cuida­
dosos y distinguir entre el hecho de la división
sexual del trabajo, que es prácticamente universal, y
la manera según la cual las diferentes tareas son atri­
buidas a uno u otro sexo, donde debiéramos descubrir
la misma importancia decisiva de los factores cultu­
rales, podríamos decir la misma artificialidad que reina
en la organización misma de la familia.
Aquí nos enfrentamos de nuevo con la misma cues­
tión: si las razones naturales que pudieran explicar
la división sexual del trabajo no parecen desempeñar
un papel decisivo (al menos tan pronto dejamos la
base sólida de la especialización biológica de las mu­
jeres en la producción de los hijos), ¿cómo explicar,
entonces, su existencia? El mismo hecho de que
varíe incesantemente de sociedad en sociedad muestra
que, en lo referente a la familia, es el mero hecho de
su existencia lo que es misteriosamente necesario,
mientras que la forma bajo la que aparece no es en
manera alguna importante, por lo menos desde el pun­
to de vista de cualquier necesidad natural. Sin embar­
go, tras haber considerado los diversos aspectos del
problema, tenemos ahora la posibilidad de percibir,
mucho mejor que al principio de este trabajo, algunos
de los rasgos comunes que pueden acercarnos a una
respuesta. Dado que la familia se nos aparece como
una realidad social positiva, tal vez la única realidad
social positiva, nos sentimos inclinados a definirla ex­
clusivamente por sus características positivas. No obs­
tante, es preciso señalar que cuando hemos tratado de
mostrar lo que era la familia, al mismo tiempo estába­
mos indicando lo que no era; este aspecto negativo
puede ser tan importante como los otros. Si volvemos
a la división del trabajo que antes considerábamos, y
en la que se afirma que uno de los sexos debe realizar
ciertas tareas, esto significa también que al otro sexo
le están prohibidas. A la luz de esto, la división sexual
de trabajo no es más que un dispositivo para instituir
un estado recíproco de dependencia entre -los sexos.
Lo mismo podría decirse del aspecto sexual de la
vida familiar. Aunque no sea cierto, como hemos
mostrado, que pueda explicarse la familia en términos
sexuales —dado que para muchas tribus la vida se­
xual y la familia no están de ningún modo tan estre­
chamente relacionadas como nuestras normas morales
pretenden hacerlo creer— existe un aspecto negativo
que es mucho más importante: la estructura de la
familia, siempre y en todas partes, hace que cierto
tipo de relaciones sexuales no sean' posibles o que
por lo menos sean equivocadas. Es cierto que las
limitaciones pueden variar enormemente de un lugar
a otro según el tipo de cultura considerado. En la
antigua Rusia existía una costumbre denominada
snokatchestvo según la cual un padre gozaba del
privilegio de tener acceso sexual a la joven esposa de
su hijo; una costumbre simétrica ha sido mencionada
en alguna parte del sudeste asiático, pero allí las per­
sonas envueltas son el hijo de la hermana y la esposa
del hermano de su madre. En nuestra propia cultura
no objetamos que un hombre se case con la her­
mana de la esposa, costumbre que hasta mediados del
siglo xix la ley inglesa consideraba incestuosa. Lo
único cierto es que cada sociedad conocida, del pre­
sente o del pasado, proclama que si la relación ma­
rido-esposa —a la que, como hemos visto, se pueden

3. — POLÉMICA SOBRE EL ORIGEN


agregar eventualmente otras— implica derechos se­
xuales, existen otras relaciones igualmente derivadas
de la estructura familiar, que son inconcebibles, peca­
minosas o legalmente punibles como uniones sexua­
les. La prohibición universal del incesto especifica,
como regla general, que las personas consideradas
como padres e hijos(as), o hermano y hermana, in­
cluso nominalmente, no pueden tener relaciones se­
xuales y mucho menos pueden casarse uno con otro.
Existen algunas instancias, como los antiguos egipcios,
el Perú precolombino y algunos reinos de Africa, del
sudeste asiático y de Polinesia, en las que el incesto
era definido de una forma menos estricta que en
otras partes. Aun en estos casos la regla existía, pues
el incesto se limitaba a un grupo minoritario, la clase
dirigente (con excepción de Egipto, donde al parecer
la costumbre estaba más extendida); por otra parte,
no todos los parientes cercanos podían convertirse en
cónyuges. Por ejemplo, en ocasiones era sólo la
hermanastra, pero no la hermana, o la hermana mayor
pero no la menor.
Nos falta espacio para demostrar que en este caso,
como en los anteriores, no hay fundamento natural
para dicha costumbre. Los especialistas en genética
han mostrado que si bien los matrimonios consan­
guíneos pueden provocar efectos nocivos en una so­
ciedad que los ha evitado de forma coherente en el
pasado, el peligro sena mucho menor si la prohibición
nunca hubiera existido, por cuanto esto hubiera dado
amplia oportunidad a que los caracteres hereditarios
añinos aparecieran y fueran eliminados por selección.
De hecho, éste es el procedimiento utilizado por los
gana eros para perfeccionar la calidad de sus reses.
Por tanto, el peligro de los matrimonios entre con­
sanguíneos no es tanto la razón como la consecuencia
de la prohibición del incesto. Además, el hecho de
que muchos pueblos primitivos no compartan nuestras
creencias de que los matrimonios consanguíneos son
biológicamente dañinos, y por el contrario exhiben
teorías diametralmente opuestas, hace que debamos
buscar la razón en otra parte, de una forma más en
consonancia con las opiniones mantenidas por el con­
junto de la humanidad.
La verdadera explicación debiera buscarse en una
dirección completamente distinta; lo que hemos di­
cho con respecto a la división sexual del trabajo puede
ayudarnos a captarla. Esta ha sido explicada como un
instrumento para establecer una dependencia mutua
entre los sexos en base a motivos sociales y económi­
cos, estableciendo así con toda claridad que el matri­
monio es mejor que el celibato.
Ahora bien, exactamente de la misma forma que
al principio de la división sexual del trabajo establece
una dependencia mutua entre los sexos, obligándoles
a perpetuarse y a fundar una familia, la prohibición
del incesto establece una mutua dependencia entre
familias, obligándolas, con el fin de perpetuarse a sí
mismas, a la creación de nuevas familias. Es gracias a
una extraña omisión que se pasa por alto la seme­
janza entre los dos procesos, debido al uso de térmi­
nos tan distintos como división, por una parte, y pro­
hibición, por la otra. Pero fácilmente hubiéramos po­
dido insistir únicamente en el aspecto negativo de la
división del trabajo llamándole prohibición de tareas;
e, inversamente, enfatizando el aspecto positivo^ de
la prohibición del incesto denominándolo principio
de división de derechos matrimoniales entre tamílías.
Ya que la prohibición del incesto lo único que afirma
es que las familias (cualquiera que sea la definición)
pueden casarse entre sí, pero no dentro de sí mismas.
Podemos comprender ahora por qué es tan erróneo
tratar de explicar en base a los motivos puramente
naturales de procreación, instinto materno y senti­
mientos psicológicos entre hombre y mujer y padres
e hijos(as). Ninguno de éstos sería suficiente para
crear una familia, y por una razón bastante simple:
para el conjunto de la humanidad el requisito absoluto
para la creación de una familia es la existencia previa
de otras dos familias, una que proporciona un hom­
bre, la otra una mujer; con el matrimonio iniciarán
una tercera familia y así sucesivamente. En otras pa­
labras: lo que verdaderamente diferencia el mundo
humano del mundo animal es que en la humanidad
una familia no podría existir sino existiera la sociedad,
es decir, una pluralidad de familias dispuestas a reco­
nocer que existen otros lazos además de los consan­
guíneos y que el proceso natural de descendencia sólo
puede llevarse a cabo a través del proceso social de
afinidad.
Cómo ha llegado a reconocerse esta interdependen­
cia entre familias es otro problema que no estamos
en disposición de resolver, porque no existe razón
para creer que el hombre, desde que'emergió de su
estado animal, no ha disfrutado de una forma de
organización social que, con respecto a los principios
fundamentales, no podía diferir esencialmente de la
muestra. Lo cierto es que nunca se insistirá lo sufi­
ciente en el hecho de que sí la organización social
tuvo un principio, éste sólo pudo haber consistido
en la prohibición del incesto; esto se explica por el
hecho de que, como hemos mostrado, la prohibición
del incesto no es más que una suerte de remodela-
miento de las condiciones biológicas del apareamiento
y de la procreación (que no conocen reglas, como
puede verse observando la vida animal) que las com­
pele a perpetuarse únicamente en un marco artificial
de tabúes y obligaciones. Es allí, y sólo allí, que
hallamos un pasaje de la naturaleza a la cultura, de
la vida animal a la vida humana, y que podemos
comprender la verdadera esencia de su articulación,
Como Tylor demostró hace casi un siglo, la expli­
cación última es probablemente que la humanidad
comprendió desde muy al principio que, con el fin
de liberarse de la lucha salvaje por la existencia, se
enfrentaba con la simple elección entre «casarse fuera
del grupo o ser matado fuera del grupo». La alter­
nativa era entre familias biológicas viviendo en yuxta­
posición y tratando de seguir siendo unidades cerra­
das y autosuficientes, atenazadas por sus temores,
odios e ignorancias, y el establecimiento sistemático,
por medio de la prohibición del incesto, de lazos ma­
trimoniales entre dichas familias, logrando así cons­
truir, mediante los lazos artificiales de la afinidad, una
verdadera sociedad humana a pesar de, y en contradic­
ción con, la influencia aislante de la consanguinidad.
En consecuencia, podemos comprender mejor cómo
sucedió que, si bien no sabemos todavía lo que es
la familia, conocemos bien los prerrequisitos y las
reglas prácticas que definen sus condiciones de per­
petuación.
Los llamados pueblos primitivos poseen, para dicho
fin, reglas muy inteligentes a la vez que en extremo
simples, pero debido al formidable incremento del
tamaño y fluidez de la sociedad moderna dichas re­
glas son en ocasiones difíciles de comprender para
nosotros.
Con el fin de asegurar que las familias no se cerra­
rán y no se constituirán progresivamente en unidades
autosuficientes, nuestra sociedad se contenta con pro­
hibir el matrimonio entre parientes próximos. El nú­
mero de contactos sociales que cualquier individuo es
verosímil que mantenga fuera de su familia restrin­
gida, es lo suficientemente grande como para propor­
cionar una probabilidad alta de que, por término me­
dio, a los cientos de familia que constituyen en cual­
quier momento dado una sociedad moderna no les
será permitido «congelarse», si uno puede usar dicha
palabra. Por otra parte, la máxima libertad en la elec­
ción del cónyuge (sometida a la única condición de
que la elección debe realizarse fuera de la familia
restringida) asegura que estas familias se mantendrán
en flujo continuo y que tendrá lugar un proceso sa­
tisfactorio de «mezcla» constante a través del matri­
monio, contribuyendo así a la aparición de una fá­
brica social homogénea y bien combinada.
Las condiciones son del todo diferentes en las lla­
madas sociedades primitivas, donde la cifra de pobla­
ción global es pequeña, si bien puede variar de unas
pocas docenas de personas a varios miles. Además,
la fluidez social es baja y no es probable que las
relaciones que una persona pueda establecer durante
su vida sean muchas, estando limitadas a la aldea, el
terreno de caza, etc., si bien muchas tribus organizan
diversos actos, tales como fiestas, ceremonias triba­
les, etc., con el fin de proporcionar ocasiones para
establecer contactos más amplios. Pero incluso en
tales casos las oportunidades se limitan al grupo tri­
bal, ya que la mayor parte de los pueblos primitivos
consideran que la tribu es una especie de gran fami­
lia y que las fronteras de la humanidad se sitúan allí
donde terminan los lazos tribales.
En dichas condiciones todavía es posible asegurar
la mezcla de familias en una sociedad bien unida uti­
lizando procedimientos similares a los nuestros, es de­
cir, prohibiciones matrimoniales entre parientes sin
recurrir a prescripciones positivas sobre dónde y con
quién uno debiera casarse. Sin embargo, la experien­
cia muestra que en las sociedades pequeñas esto sólo
es posible si el tamaño ínfimo del grupo y la ausencia
de movilidad social se compensan extendiendo de for­
ma considerable el alcance de los grados prohibidos.
En tales circunstancias uno no debiera casarse no sólo
con la propia hermana o hija, sino tampoco con
mujer alguna con la que exista una relación de sangre,
por remota que ésta pueda ser. Dicha solución la
hallamos entre grupos pequeños, de bajo nivel cultural
y de organización política y social incipiente, tales
como ciertas tribus desérticas de América del Norte
y del Sur.
Sin embargo, la gran mayoría de los pueblos pri­
mitivos han ideado otro método para resolver dicho
problema. En lugar de confinarse a un proceso esta­
dístico — contando con la probabilidad de que una
vez formuladas ciertas prohibiciones se seguirá espon­
táneamente un equilibrio satisfactorio de intercambios
entre las familias biológicas— han preferido inventar
reglas que cada individuo y familia deben seguir cui­
dadosamente y de las que un tipo especial de mezcla,
que experimentalmente se concibe como satisfactoria,
ha de surgir forzosamente.
Cuando esto tiene lugar, todo el campo del pa­
rentesco se convierte en una especie de juego com­
plicado; la terminología de parentesco se utiliza para
distribuir a todos los miembros del grupo en diferen­
tes categorías, de forma que la categoría de los pa­
dres define directa o indirectamente la categoría de
los hijos(as) y que, de acuerdo con las categorías en
las que están situados los miembros del grupo pue­
den o no casarse entre sí. El estudio de dichas reglas
de parentesco y matrimonio han proporcionado a la
antropología moderna uno de los capítulos más difí­
ciles y complicados. Pueblos en apariencia ignorantes
y salvajes han sido capaces de inventar códigos in­
creíblemente ingeniosos que, en ocasiones, la com­
prensión de su funcionamiento y de sus efectos re­
quieren algunas de las mentes lógicas, e incluso mate­
máticas, más brillantes de. nuestra civilización moder­
na. En consecuencia, entre los principios más fre­
cuentes nos limitaremos a explicar los más elemen­
tales.
Indudablemente, uno de ellos es la llamada regla
del matrimonio entre primos cruzados, que ha sido
adoptada por innumerables tribus en todo el mundo.
Se trata de un sistema complejo según el cual los
parientes colaterales son divididos en dos categorías
básicas: «colaterales paralelos», cuando la relación
puede trazarse a través de dos germanos (siblings) del
mismo sexo y «colaterales cruzados» cuando la rela­
ción se traza a través de dos germanos (siblings) de
distinto sexo. Por ejemplo, mi tío paterno es un pa­
riente paralelo, al igual que lo es mi tía materna;
mientras que tanto mi tío materno como mi tía pa­
terna son parientes cruzados. De la misma forma, los
primos que trazan su relación a través de dos herma­
nos o dos hermanas son primos paralelos, mientras
que los conectados a través de un hermano y una
hermana son primos cruzados. En la generación de
los sobrinos, si yo soy varón, los hijos de mi hermano
serán mis sobrinos paralelos, mientras que los hijos
de mi hermana serán mis sobrinos cruzados.
Ahora bien, el hecho sorprendente sobre dicha dis­
tinción es que prácticamente todas las tribus que la
hacen sostienen que los parientes paralelos son la mis­
ma cosa que los parientes más próximos situados al
mismo nivel generacional: el hermano de mi padre
es un «padre», la hermana de mi madre es mi «ma­
dre», mis primos paralelos son como hermanos para
mí y mis sobrinos paralelos son como hijos. Con
cualquiera de ellos el matrimonio sería incestuoso y
está, por consiguiente, prohibido. Por otra parte, los
primos cruzados son designados mediante términos
especiales y es entre ellos que uno debe preferente­
mente encontrar cónyuge. Esto es cierto hasta el punto
de que, con frecuencia, existe un único término que
significa, a la vez, «cónyuge» y «primo-cruzado».
¿Cuál puede ser el motivo de dicha afirmación, muy
similar entre centenares de tribus diferentes en Afri­
ca, América, Asia y Oceanía, según la cual uno no
debiera casarse, en ninguna circunstancia, con la hija
del hermano del padre, dado que esto equivaldría a
casarse con la propia hermana, y en cambio la esposa
más aceptable es la hija del hermano de la madre, es
decir, un pariente que en términos puramente bioló­
gicos es tan cercano como el anterior?
Más aún. Existen tribus que llevan dichos refina­
mientos un paso más allá. Algunas piensan que uno
no debiera casarse con primos- cruzados, sino con sus
hijos(as); otras, y éste es el caso más frecuente, no
se contentan con la simple distinción entre primos
paralelos y primos cruzados, sino que subdíviden los
primos cruzados entre matrimoniables y no matrimo-
niables. Por ejemplo, aunque la hija del hermano de
la madre es, según las definiciones previas, una prima
cruzada en el mismo sentido en que lo es la hija de
la hermana del padre, existen en la India tribus
fronterizas que creen que sólo una de ellas, distinta
en cada caso, es el cónyuge aceptable y que la muerte
es mejor que el pecado de casarse con la otra.
Todas estas distinciones (a las que podrían aña­
dirse otras) parecen a primera vista fantásticas por­
que no pueden explicarse en términos biológicos o
psicológicos. Pero, si tenemos en cuenta lo que ha
sido explicado en la sección precedente, es decir, que
todas las prohibiciones matrimoniales no tienen otra
finalidad que la de establecer una dependencia mutua
entre las familias biológicas, o para ponerlo en tér­
minos más contundentes, que las reglas matrimoniales
expresan la negativa, por parte de la sociedad, de
admitir la existencia exclusiva de la familia biológica,
entonces todo se hace claro. Ya que todo este con­
junto de complicadas reglas y distinciones no son más
que el resultado de los procesos mediante los cuales,
en una sociedad determinada, las familias se relacio­
nan una con otra con el fin de participar en el juego
del matrimonio.
Consideremos brevemente las reglas del juego. Dado
que las sociedades tratan de mantener su identidad
en el transcurso del tiempo, la primera regla que de­
biera existir es la que determina el status de los
hijos(as) con respecto al status de sus padres. La
regla más simple posible para este fin, y con mucho
la adoptada con más frecuencia, se denomina gene­
ralmente regla de filiación unilineal (unilineal descent).
Según dicha regla los hijos(as) obtienen el mismo
status que su padre (filiación patrilineal) o que su
madre (filiación matrilineal). Puede ser también acor­
dado que se tomen en consideración tanto el status
del padre como el de la madre y que la combinación
de ambos defina una tercera categoría a la que perte­
necerán los hijos(as). Por ejemplo, el hijo(a) de un
padre que pertenece a un status A y de una madre
que pertenece a un status B, pertenecerá a un status
C; y el status será D si el padre es B y la madre A.
Entonces C y D se casarán y procrearán hijos(as)
A y B según la orientación sexual, y así sucesivamente.
Cualquier persona con tiempo libre puede idear re­
glas de este tipo y será sorprendente si por lo menos
no pueden hallarse algunas tribus dgpde se apliquen
de hecho cada una de las reglas.
Una vez definida la regla de filiación, la segunda
cuestión es saber en cuántos grupos exógamos se
divide la sociedad que se considere. Un grupo exóga-
mo es aquel que prohíbe el matrimonio en su inte­
rior; en consecuencia, requiere la existencia de por
lo menos otro grupo exógamo con el que intercam­
biar hijos y/o hijas con fines matrimoniales. En nues­
tra sociedad hay tantos grupos exógamos como fami­
lias restringidas, es decir, un numero extraordinaria­
mente elevado, y es gracias a este numero elevado
que podemos confiar en las probabilidades. Sin em­
bargo, en las sociedades primitivas la cifra es por lo
común mucho menor; por una parte porque el grupo
es pequeño y por otra porque los lazos familiares van
más allá de lo que van usual y habitualmente entre
nosotros.
Nuestra primera hipótesis será la más simple po­
sible: filiación unilineal y dos grupos exógamos A
y B. En este caso la única solución es que los hom­
bres de A se casen con las mujeres de B y los hom­
bres de B se casen con las mujeres de A. Un caso
típico sería el de dos hombres, A y B respectivamente,
que intercambiaran sus hermanas, de modo que cada
uno de ellos pudiera procurarse una esposa. El lector
no tiene más que tomar papel y lápiz para construir
la genealogía teórica que resultaría de dicho ordena­
miento. Cualquiera que sea la regla de filiación, germa­
nos (siblings) y primos paralelos caerán dentro de
la misma categoría, mientras que todos los primos
cruzados caerán dentro de categorías opuestas. En
consecuencia, sólo los primos cruzados (si los que
participan en el grupo son 2 o 4 grupos), o los hi-
jos(as) de los primos cruzados (si jugamos con 8 gru­
pos, ya que seis es' un caso intermedio) satisfacen los
requisitos iniciales de que los cónyuges deben perte­
necer a grupos opuestos.
Hasta el momento no hemos considerado más que
grupos ligados por parejas: 2, 4, 6, 8. Los grupos sólo
pueden presentarse en números pares. Pero, ¿qué su­
cede si la sociedad se compone de un número impar
de grupos intercambistas? De acuerdo con la regla
precedente uno de los grupos quedará aislado, es de­
cir, no podrá establecer una relación de intercambio
con otro grupo. De ahí la necesidad de reglas adicio­
nales que puedan utilizarse ya sea par o impar el
número de elementos.
Hay dos maneras de resolver dicha dificultad. El
intercambio puede seguir siendo simultáneo y con­
vertirse en indirecto o seguir siendo directo a ex­
pensas de convertirse en sucesivo. El primer tipo
corresponde al caso en que A da sus hijas a B, B a C,
C a D, D a n..., y finalmente n a A. Una vez comple­
tado el ciclo cada grupo ha dado y ha recibido una
mujer, si bien el grupo al que se dan mujeres no es
el mismo que el grupo de donde se reciben. En este
caso, papel y lápiz demostrarán que los primos para­
lelos pertenecen siempre al grupo propio, al igual
que los hermanos y las hermanas, y que según la re­
gla uno no puede casarse con ellos. Con respecto a
los primas cruzados aparece una nueva distinción: la
prima cruzada por el lado materno (la hija del her­
mano de la madre) pertenecerá siempre al grupo ma-
trimoniable (A a B, B a C, etc.), mientras que la del
lado paterno (la hija de la hermana del padre) perte­
necerá al grupo opuesto (es decir, al grupo al que mi
grupo da mujeres, pero del que no recibe ninguna
B a A, C a B, etc.).
La alternativa sería conservar el intercambio direc­
to, pero en generaciones consecutivas; por ejemplo,
A recibe una mujer de B y devuelve a B la hija de
dicho matrimonio para que se convierta en la esposa
de un hombre de B en la generación siguiente. Si
conservamos nuestros grupos ordenados en forma de
serie: A, B, C, D l a pauta general será que cual­
quier grupo, digamos C, da a D y recibe de B en la
primera generación, mientras •que en la generación
sucesiva reembolsa a B y es reembolsado por D y así
indefinidamente. Aquí el paciente lector hallará de
nuevo que los primos cruzados son clasificados en
dos categorías, pero en esta ocasión de forma inver­
tida: para un varón, el cónyuge apropiado será siem­
pre la hija de la hermana del padre, quedando la hija
del hermano de la madre en la categoría «equivoca-
cada».
Estos son los casos más simples. En diversos lu­
gares del mundo existen todavía sistemas de paren­
tesco y reglas matrimoniales que no han recibido una
interpretación satisfactoria; tales son el sistema am-
brvm de las Nuevas Hébridas, el sistema murngín del
noroeste de Australia y todo el complejo norteameri­
cano que se conoce por el nombre de sistemas de
parentesco crow-omaha. Indudablemente, para expli­
car estas y otras reglas, se deberá proceder como
aquí hemos hecho, es decir, se deberán interpretar
los sistemas de parentesco y las reglas matrimoniales
como encarnación de la regla de un tipo de juego
muy especial que consiste en que grupos consanguí­
neos de hombres intercambien mujeres entre sí; en
otras palabras, estableciendo nuevas familias con las
piezas de las ya existentes, que deben destruirse para
dicho propósito.
La lectora que se siente horrorizada al ver que las
mujeres son tratadas como mercancía sometida a las
transacciones controladas por grupos de hombres, pue­
de consolarse fácilmente con la seguridad de que las
reglas del juego no cambiarían sí consideráramos gru­
pos de mujeres que intercambian hombres. De hecho,
unas pocas sociedades, de tipo marcadamente matri-
lineal, han tratado de expresar las cosas de esta for­
ma, por lo menos hasta cierto punto. Desde una pers-
pectiv'a diferente (en este caso ligeramente más com­
plicada) ambos sexos pueden consolarse pensando que
las reglas del juego podrían formularse diciendo que
se trata de grupos consanguíneos compuestos de hom­
bres y mujeres, dedicados a intercambiar lazos de
parentesco.
La conclusión importante que conviene retener es
que de la familia restringida no puede decirse ni que
sea el átomo del grupo social, ni tampoco que resulte
de este último. Lo que sucede es que el grupo social
sólo puede establecerse en parte en contradicción y en
parte de acuerdo con la familia, ya que con el fin de
mantener la sociedad a través del tiempo, las mujeres
deben procrear hijos(as), gozar de la protección de
los hombres durante el embarazo y la crianza y se re­
quiere un conjunto preciso de reglas para perpetuar
a lo largo de generaciones la pauta básica de la fá­
brica social. Sin embargo, el interés social fundamen­
tal con respecto a la familia no es protegerla o refor­
zarla: es una actitud de desconfianza, una negación
de su derecho ¡i existir aislada o permanentemente; -
las familias restringidas sólo están autorizadas a go­
zar de una existencia limitada en el tiempo —cor­
ta o larga según las circunstancias— pero bajo la
condición estricta de que sus partes componentes
sean desplazadas, prestadas, tomadas en préstamo, en­
tregadas o devueltas incesantemente de forma que
puedan crearse o destruirse perpetuamente nuevas fa­
milias restringidas. Así, la relación entre el grupo
social como un todo y las familias restringidas de las
que parece estar formado, no es una relación estática,
como sería la de la pared con respecto a los ladrillos
de que está compuesta. Se trata más bien de un pro-
ceso dinámico de tensión y oposición con un punto
de equilibrio que es extremadamente difícil de alcan­
zar, dado que su posición exacta está sometida a in­
finitas variaciones de una época a otra. Pero la pala­
bra de las Escrituras: «Dejarás a tu padre y a tu
madre», proporciona la regla de hierro para la fun­
dación y el funcionamiento de cualquier sociedad.
La sociedad pertenece al reino de la cultura, mien­
tras que la familia es la emanación, al nivel social,
de aquellos requisitos naturales sin los cuales no po­
dría existir la sociedad y, en consecuencia, tampoco
la humanidad. Como dijo un filósofo del siglo xvi el
hombre sólo puede superar a la naturaleza obedecien­
do sus leyes. Consiguientemente, la sociedad ha de
dar a la familia algún tipo de reconocimiento. No es
sorprendente, pues —como los geógrafos han obset-
vado también con respecto al uso de los recursos na­
turales de la tierra— que el mayor grado de acata­
miento de las leyes naturales se acostumbra a dar en
los dos extremos de la escala cultural: entre los pue­
blos más simples y entre los pueblos más civilizados.
Sucede que los primeros no pueden permitirse el lujo
de pagar el precio de una desviación demasiado pro­
nunciada, mientras que los segundos se han equivo­
cado suficientes veces como para comprender que el
sometimiento a las leyes naturales es la política más
apropiada a seguir. Esto explica por qué la familia
restringida, monógama, relativamente estable y pe­
queña parece recibir mayor reconocimiento en los pue­
blos primitivos y en las sociedades modernas que en
las sociedades situadas a niveles intermedios. Sin
embargo, esto no es más que un ínfimo cambio de
posición del punto de equilibrio entre la naturaleza
y la cultura y no afecta el cuadro general que hemos
ofrecido en este ensayo. Cuando uno viaja despacio y
con gran esfuerzo, los descansos debieran ser largos
y frecuentes. Y cuando a uno le es ofrecida la posi­
bilidad de viajar a menudo y rápido, uno debiera,
aunque por razones diferentes, parar y descansar a
menudo. Cuantos más caminos existan es mucho más
posible encontrar cruces. La vida social impone sobre
los stocks consanguíneos de la humanidad un viaje
incesante de una parte a otra; la vida familiar es
poco más que la expresión de la necesidad de aflojar
la marcha en los cruces y tomar la oportunidad para
descansar. Pero las órdenes son de continuar la mar­
cha. Y no puede decirse que la sociedad esté com­
puesta por familias de la misma forma que no puede
decirse que un viaje esté formado por las paradas
que lo descomponen en una serie de etapas disconti­
nuas. En conclusión, la existencia de familia es, al
mismo tiempo, la condición y la negación de la so­
ciedad.

4 , — POUéUICA BOBJLB SL ORIGEN


MELFORD E. SPIRO
¿ES UNIVERSAL LA FAMILIA?

La universalidad de la familia ha sido siempre acep­


tada en antropología como una hipótesis razonable;
recientemente, Murdock ha podido confirmar la hi­
pótesis basándose en su importante estudio sobre el
parentesco en culturas diferentes. Además, Murdock
informa que la familia «nuclear» también es univer­
sal, y que se caracteriza por cuatro funciones: la se­
xual, la económica, la reproductiva y la educativa.
Lo que es de mayor importancia es su descubrimiento
de que ninguna sociedad «ha logrado encontrar un
sustituto adecuado de la familia nuclear, a la que
pudiera transferir estas funciones» (1949:11). A la
luz de estas pruebas hay, seguramente, pocas razones
por las que se podrían poner reparos a su predicción
de que «es muy dudoso que una sociedad tenga jamás
éxito en este intento, a pesar de que las proposiciones
utópicas para la abolición de la familia indican lo
contrario» (1949: II).
Las funciones cumplidas por la familia nuclear son,
naturalmente, prerrequisitos universales para la super­
vivencia de cualquier sociedad; y es basándose en ello
que Murdock justifica su universalidad:
«Si no se logra asegurar la primera y la tercera (se­
xual y reproductiva), la sociedad se extinguiría; sin la
segunda (económica) la vida no podía existir; en cuan­
to a la cuarta (educativa), sin ella la cultura desapare­
cería. Es así como la inmensa utilidad de la familia nu­
clear y la razón básica de su universalidad empiezan
a perfilarse con fuerza (1949: 10).»
Aunque las actividades sexuales, económicas, re­
productivas y educativas son los prerrequisitos funcio­
nales de cualquier sociedad, es en cierta manera sor­
prendente, con todo, que las cuatro funciones sean
llevadas a cabo por el mismo grupo social. Normal­
mente uno asumiría, según principios totalmente
apriorísticos, que dentro de la tremenda variedad en­
contrada entre las culturas humanas, habría algunas
culturas en que estas cuatro funciones estuvieran dis­
tribuidas entre más de un solo grupo. Lógicamente,
por lo menos, es totalmente posible que las cuatro
funciones fueran divididas entre diversos grupos so­
ciales dentro de una sociedad; y es, en verdad, difícil
creer que én alguna parte la inventiva humana no
haya actualizado esta posibilidad lógica. De hecho, tal
posibilidad ha sido actualizada en determinadas comu­
nidades utópicas y con éxito dentro de los límites
estrechos de estas comunidades. Estas, sin embargo,
siempre han consistido en subgrupos dentro de una
sociedad más extensa, y queda sin responder la cues­
tión básica de si estos intentos tendrían éxito al apli­
carlos a la sociedad más amplia.
No obstante, en lugar de especular sobre la res­
puesta a tal pregunta, este artículo ofrece el historial
de una comunidad que, como las comunidades utópi­
cas, constituye un subgrupo dentro de una sociedad
más extensa y que, como algunas comunidades utópi­
cas, ha desarrollado además una estructura social que
no incluye a la familia. Se espera que el examen de
esta comunidad —el kibbutz israelí— arroje algo de
luz sobre la cuestión.

El matrimonio y la familia en el kibbutz


El kibbutz (plural, kibbutzim ) es una colectividad
agrícola de Israel, cuyas características principales in­
cluyen vida en comunidad, propiedad colectiva de
todos los bienes (y por lo tanto la ausencia de la
«iniciativa privada» y del «incentivo de los benefi­
cios») y el cuidado y la educación comunal de los
niños. La cultura del kibbutz está imbuida por el
principio explícito y director: «de cada uno según
su capacidad, a cada uno según sus necesidades». La
«familia», tal como el término ha sido definido en
Social Structure, no existe en el kibbutz, ya sea en su
forma nuclear, polígama o extendida durante varias ge­
neraciones. Debe de hacerse hincapié, no obstante, en
que los kibbutzim están organizados en tres federa­
ciones nacionales separadas, y aunque la estructura
básica de la sociedad del kibbutz es similar en las tres,
existen diferencias importantes entre ellas. De ahí
que el término kibbutz, tal como se usa en este ar­
tículo, se refiera exclusivamente a los kibbutzim que
son miembros de la federación estudiada por el au­
tor.1
Tal como Murdock la define (1949: I), la «fami­
lia»:
«es un grupo social caracterizado por residencia en
común, por cooperación económica y por reproduc­
ción. Incluye adultos de ambos sexos, por lo menos
dos de los cuales mantienen una relación sexual so­
cialmente aprobada, y uno o más hijos(as) de los adul­
tos, propios o adoptados, que cohabitan sexualmente».
El grupo social del kibbutz que incluye adultos de
ambos sexos y a sus hijos, aunque está caracterizado
por la función de reproducción, no tiene como rasgo
la residencia en común ni la cooperación económica.
Antes de examinar al grupo social entero, sin embar­
go, analizaremos primero la relación entre los dos
adultos del grupo que mantienen una «relación se­
xual socialmente aprobada», con el fin de determinar
si su relación constituye un «matrimonio».
Los descubrimientos de Murdock revelan que el
matrimonio implica una interacción entre personas del
sexo opuesto, de tal manera que se mantiene una
relación sexual relativamente permanente y se prac­
tica una división del trabajo económico. Donde uno
de estos dos esquemas de comportamiento falte, no
existe el matrimonio. Tal como lo expresa Murdock
(1949: 8):
«Las uniones sexuales sin cooperación económica
son comunes, y existen, relaciones entre hombres y
1. El trabajo de campo, sobre el que se basan las afir­
maciones relacionadas al kibbutz, fue efectuado durante el
año 1951-52, y fue posible hacerlo por la fellowsbip post-
doctoral concedida por el Social Science Research Council.
mujeres que implican una división de trabajo sin que
haya ninguna gratificación sexual... pero el matri­
monio existe sólo cuando lo económico y lo sexual
aparecen unidos en una relación, y esta combinación
sólo ocurre en el matrimonio.»
Al examinar la relación de la pareja del kibbutz que
forman un matrimonio común, y cuya unión se­
xual está socialmente autorizada, se descubre que sólo
uno de estos dos criterios — el sexual— se aplica. Su
relación no comporta cooperación económica. Si esto
es así —y los hechos van a ser examinados dentro
de un instante-— en el kibbutz no existe el matri­
monio, si por «matrimonio» se entiende una relación
entre adultos del sexo opuesto, caracterizada por acti­
vidades sexuales y económicas. De ahí que la generali­
zación en cuanto a que «el matrimonio, definido de
este modo, existe en todas las sociedades conocidas»
(1949: 8) haya encontrado una excepción.
La pareja del kibbutz vive en un cuarto único que
hace a la vez de dormitorio y cuarto de estar. Las
comidas las toman en un comedor comunitario, y sus
hijos(as) son criados en un dormitorio comunitario
para los niños(as). Tanto el hombre como la mujer
trabajan en el kibbutz, y puede que trabajen ya sea
en una de las ramas agrícolas o en una de las ramas
de «servicios». Entre estas últimas se incluyen traba­
jos de despacho, educación, trabajo en la cocina, la­
vandería, etc. En la realidad, sin embargo, los hom­
bres tienen preponderancia en las secciones agrícolas,
y las mujeres en las secciones de servicio de la econo­
mía. Por ejemplo, no hay hombres en la parte del
sistema educativo que se extiende de la infancia al
nivel «júnior» de las high-school. Ni tampoco las
mujeres trabajan en las secciones agrícolas que re­
quieren el uso de máquinas pesadas, como camiones,
tractores o cosechadoras. Debe señalarse, no obstante,
que algunas mujeres desempeñan una función princi­
pal en algunas secciones de la agricultura, como las
de los huertos de verduras y de frutas; y que algunos
hombres son indispensables en las secciones de ser­
vicio tales como las «high-schools». No obstante, está
justificado afirmar que la división sexual del trabajo
caracteriza a la sociedad del kibbutz en su conjunto.
Pero tal división del trabajo no caracteriza la relación
existente entre las parejas. Cada uno de los cónyuges
trabaja en alguna sección económica del kibbutz y
todos, como miembros (cbaver) del kibbutz reciben
una participación igual de los bienes y de los servicios
distribuidos por el kibbutz. Pero ninguno de los dos
se dedica a actividades económicas que estén exclusi­
vamente dirigidas a la satisfacción de las necesidades
de su compañero. Las mujeres cocinan, cosen, lavan,
etcétera, para el kibbutz entero y no exclusivamente
para sus parejas. Los hombres producen bienes, pero
los beneficios económicos de su trabajo van a parar
al kibbutz, no a sus parejas ni a ellos mismos, aunque,
como todos los miembros del kibbutz, participan en
los beneficios económicos. Por lo tanto, aunque existe
cooperación económica de los sexos en la comunidad
en conjunto, la cooperación no tiene lugar entre los
dos miembros de las parejas porque la estructura so­
cial de la sociedad hace imposible la necesidad de tal
cooperación.
¿En qué consiste, pues, la relación de la pareja en
el kibbutz? ¿Cuáles son los motivos de la unión?
¿Qué funciones, aparte de la sexual, desempeña? ¿En
qué se distingue esta unión de un affair amoroso or­
dinario?
Al intentar dar respuesta a estas preguntas debe
señalarse, en primer lugar, que las relaciones pre-
maritales no son tabú. Se espera, no obstante, que
los jóvenes de los años superiores de la escuela se
abstengan de actividades sexuales; las relaciones se­
xuales entre los estudiantes de la escuela superior son
fuertemente desaprobadas. Pero después del diploma
de la escuela superior y de haber sido elegidos como
miembros del kibbutz no existen sanciones contra las
relaciones sexuales entre los jóvenes. Mientras todavía
son solteros, los miembros del kibbutz viven en pe­
queños cuartos privados, y sus actividades sexuales
pueden tener lugar en el cuarto del hombre o de la
mujer, o en cualquier otro lugar que sea conveniente.
Dos amantes no piden permiso al kibbutz para pasar
a ocupar un cuarto (más grande) en común, y si lo
hicieran, no les sería concedido si se supusiera que
su relación era sólo de amantes. Cuando una pareja
pide permiso para compartir el mismo cuarto, lo ha­
cen —y el kibbutz lo supone así— no porque sean
amantes, sino porque están enamorados. La solicitud
de un cuarto, pues, es señal de que desean conver­
tirse en una «pareja» (zug), según el término que
el kibbutz usa en lugar de «matrimonio». Tal unión
no necesita la sanción de una ceremonia matrimo­
nial, ni de ningún otro tipo de acontecimiento. Cuan­
do una pareja solicita un cuarto, y el kibbutz se lo
concede, su unión está autorizada ipso jacto por la
sociedad. Hay que señalar, no obstante, que todas
las «parejas» del kibbutz acaban «casándose» de
acuerdo con las -leyes matrimoniales del Estado — nor­
malmente antes, o poco después, de que nazca el pri­
mer hijo— porque los hijos que.nacen fuera del
estado matrimonial, según la ley estatal, no tienen
derechos legales.
Pero el convertirse en una «pareja» no afecta ni
el status ni las responsabilidades, ya sea del hombre
o de la mujer, en el kibbutz. Los dos continúan tra­
bajando en la sección de la economía en que trabaja­
ban antes de la unión. El status legal del hombre y
de la mujer sigue siendo el mismo. La mujer conserva
su nombre de soltera. No sólo se la considera como
miembro del kibbutz según sus derechos individuales,
sino que su tarjeta oficial del registro de los archivos
del kibbutz sigue estando separada de la de su «ami­
go» (chaver)j el término usado para designar a los
cónyuges.2
Pero si puede obtenerse satisfacción sexual fuera
de tal unión, y si la unión no comporta cooperación
económica, ¿qué es lo que motiva que la gente se
convierta en «parejas»? Parece ser que el motivo es
el deseo de satisfacer determinadas necesidades de in­
timidad, implicando con tal término ambos sentidos
físicos y psicológicos. En primer lugar, desde el punto
de vista sexual, el chaver ordinario no se contenta
con tener una serie constante de aventuras sexuales.
Después de un determinado período de experimenta­
ción sexual, desea establecer una relación relativa­
2. Otros términos, «joven muchacho» (bachur) y «joven
muchacha» (bacbura), son usados en lugar de «marido» y
«esposa». Si más de una persona en el kibbutz tiene el mismo
nombre propio, y hay dudas sobre a quién se refiere uno
cuando el nombre es mencionado en una conversación, la
persona es identificada añadiendo «el bachur de fulana de
tal» o «la bacbura de fulano de tal».
mente permanente con una persona. Pero además de
la intimidad física del sexo, la unión ofrece también
una intimidad psicológica, que a veces se expresa con
las nociones de «camaradería», «seguridad», «depen­
dencia», «ayuda», etc. Y es esta intimidad psicológica,
sobre todo, lo que distingue a las parejas de los
amantes. El criterio para una relación de «pareja»,
por lo tanto, lo que la distingue de una relación entre
adultos del mismo sexo que goce de intimidad psico­
lógica, o de la entre adultos del sexo opuesto que dis­
fruten de intimidad física, es el amor. Una «pareja»
nace cuando los dos tipos de intimidad se unen en
una sola relación.
Dado que la pareja del kibbutz no constituye un
matrimonio porque no satisface el criterio económico
del «matrimonio», se sigue de ello que la «pareja»
y sus hijos(as) no constituyen una familia, ya que la
cooperación económica forma parte de la definición
de «familia». Además, y como ya ha sido indicado,
este grupo de adultos y niños(as) no satisfacen el cri­
terio de «residencia común», ya que los niños(as) visi­
tan a sus padres cada día en la habitación de estos
últimos, siendo su residencia una de las «casas para
niños(as)» (bet yeíadim), en la que duermen, comen
y pasan la mayor parte del tiempo.
Más importante, no obstante, para determinar si la
familia existe o no existe en el kibbutz es el hecho
de que el «cuidado físico» y «la educación social»
de los niños no es responsabilidad de los padres. Sin
embargo, según los descubrimientos de Murdock,
estas responsabilidades son precisamente las funciones
más importantes que los adultos desempeñan para los
hijos(as) dentro de la «familia».
Antes de adentrarse en un análisis de la «educación
colectiva» (chinuch meshutaf) del kibbutz, hay que
hacer hincapié sobre el hecho que el kibbutz es una
sociedad «centrada alrededor de la educación de los
niños(as)» par excellence. La importancia que tienen
los niños(as), rasgo característico de la cultura tradi­
cional judía, ha sido conservada como uno de los
valores principales de esta sociedad tan consciente­
mente antitradicional. «Corona de los Padres» es el
título del capítulo dedicado a los niños en un estudio
etnográfico sobre una aldea judía de la Europa orien­
tal. Los autores del estudio escriben lo siguiente
(Zborowski y Herzog 1952: 308):
«Aparte de las razones bíblicas y sociales, los niños
son bien acogidos por la alegría que aportan, que va
más allá de la gratificación merecida por los padres:
el placer de tener un niño en la casa. El recién nacido
es un juguete, es un tesoro y el orgullo de la casa.»
Esta descripción, excepto por las referencias a las
escrituras sagradas, se aplica sin ninguna modifica­
ción al kibbutz.
Pero el kibbutz tiene una razón más para estimar
a sus niños(as). El kibbutz se ve a sí mismo como
un intento de revolucionar la estructura de la socie­
dad humana y sus relaciones sociales básicas. Su fe
en su capacidad para lograr este fin sólo puede justi­
ficarse si consigue producir una generación que escoja
vivir en esta sociedad comunitaria, y se proponga, por
lo tanto, continuar el trabajo iniciado por los funda­
dores de esta sociedad: por sus padres.
Por estas dos razones, el niño(a) es rey. Los niños
son colmados de atenciones y cuidados, hasta el punto
de que muchos adultos admiten que se «mima» a
los niños. Las condiciones de la vivienda de los adul­
tos a veces son pobres, pero los niños viven en buenas
casas; la comida de los adultos es tal vez escasa y
monótona, en cambio los niños disfrutan de variedad
y excelente calidad en su comida; si la ropa para los
adultos escasea, los vestidos de los niños, en cambio,
son de buena calidad y abundantes.
A pesar de la importancia dada a los niños, no son
sus padres los que aseguran directamente que se les
cuide físicamente. En realidad, ellos no son en abso­
luto responsables de este aspecto. El kibbutz en con­
junto asume esta responsabilidad para todos sus niños.
Estos duermen y comen en «casas para niños(as)» es­
peciales; obtienen su ropa de un almacén comunita­
rio j cuando caen enfermos, son cuidados por sus «en­
fermeras». Lo cual no significa que los padres no se
preocupen del bienestar físico de sus hijos(as). Al
contrarío, es una de sus preocupaciones principales.
Pero significa que la responsabilidad activa de su
cuidado ha sido delegada a la institución'de la comu­
nidad. Tampoco significa que los padres no trabajen
por el cuidado físico de sus hijos(as), pues es uno
de sus motivos más poderosos. Pero los frutos de su
trabajo no van a parar directamente a los niños(as),
sino que son entregados a la comunidad la cual, a su
vez, provee para todos los niños(as). Una persona
soltera o una «pareja» sin hijos(as) contribuye tanto
al cuidado físico de los niños(as), como una «pare­
ja» con hijos(as) propios.
La responsabilidad de la familia por la socialización
de los niños(as), afirma Murdock, «no es menos im­
portante que el cuidado físico de los niños(as)». «El
peso de la educación y socialización cae en todas
partes, principalmente, sobre la familia nuclear..• Tal
vez más que cualquier otro factor, la responsabilidad
colectiva de educar y socializar une y solidifica las
diversas relaciones de la familia (1949: 10).»
En cambio, la educación y la socialización de los
niños(as) del kibbutz son función de sus «niñeras»
y maestros, y no de sus padres. El recién nacido, al
volver su madre del hospital, es instalado en la «casa
de los recién nacidos», donde permanece al cuidado
de las niñeras. Ambos padres ven al niño allí; la
madre cuando le alimenta, el padre cuando regresa del
trabajo. El niño(a) no es llevado al cuarto de sus
padres hasta los seis meses, a partir de entonces per­
manece una hora con ellos. A medida que el niño(a)
va haciéndose mayor, aumenta el tiempo pasado con
sus padres, y puede ir al cuarto de sus padres cuando
quiera durante el día, aunque debe volver a la «casa
de los niños(as)» antes de que se apaguen las luces.
Puesto que los niños pasan la mayor parte del día en
la escuela, no obstante, y puesto que los padres tra­
bajan durante el día, los niños(as) —incluso durante
las vacaciones escolares— están con sus padres un
período de dos horas (aproximadamente) al atarde­
cer, desde el momento en que los padres regresan
de trabajar hasta que van a cenar. Los niños(as) pue­
den, además, pasar todo el sábado (el día de repo­
so) con los padres, si lo desean.
A medida que el niño(a) va creciendo, va avanzan­
do por una sucesión de «casas de niños(as)» con otros
niños de su misma edad, donde están bajo la vigi­
lancia de una «niñera». La «niñera» instituye la mayo­
ría de las disciplinas, enseña al niño(a) a ejecutar ta­
reas socialmente básicas, y es la responsable de «socia­
lizar sus instintos». El niño, naturalmente, también
aprende de sus padres y ellos son también agentes en
el proceso de su socialización. Pero la mayor parte del
trabajo de su socialización es confiado y delegado de­
liberadamente a las «niñeras» y a los maestros. No
cabe ninguna duda de que el niño del kibbutz, si le
faltaran las contribuciones aportadas por sus padres
a su socialización, conocería su cultura; en cambio,
si se le privara de las contribuciones de sus «niñeras»
y maestros, resultaría verdaderamente un individuo
por socializar.
A medida que van entrando en el período juve­
nil, en la preadolescencia, y en la adolescencia, los
niños(as) son introducidos en la vida económica del
kibbutz. Trabajan de una hora (los alumnos de la
escuela primaria) a tres horas (los mayores de la
escuela superior) al día en una de las secciones eco­
nómicas, bajo la supervisión de algún adulto. Por lo
tanto, sus habilidades económicas, como la mayoría
de sus primeras prácticas sociales, les son enseñadas
por adultos que no son sus padres. En general, esto
es también válido en cuanto a la enseñanza de los
principios éticos. Durante los primeros años de la
vida del niño(a), los principios del kibbutz son incul­
cados por las «niñeras», y más tarde por los maes­
tros. Cuando los niños entran en la escuela prima­
ria, esta función que el kibbutz considera de una
importancia fundamental es delegada al «maestro del
cuarto de la casa», conocido bajo la denominación de
«educador» (mechanech), y a un «líder» (madrich)
del movimiento juvenil de entre los kíbbutzin. Los
padres, claro está, tienen también influencia en la
enseñanza de principios, pero la división de trabajo
institucionalizada por el kibbutz delega esta respon­
sabilidad a la autoridad de otras personas.
A pesar de que los padres no desempeñan un papel
sobresaliente en la socialización de sus hijos(as), o en
la función de proveer para sus necesidades físicas,
sería un error sacar la conclusión de que son perso­
najes de poca importancia en la vida de sus hijos(as).
Los padres son de una importancia crucial en el
desarrollo psicológico del niño(a). Representan los
objetos para sus identificaciones de mayor importan­
cia, y le aseguran una determinada seguridad y ca­
riño que no obtiene de nadie más. Si acaso, el afecto
de los niños(as) pequeños por sus padres es mayor
que en nuestra propia sociedad. Pero esto no viene
al caso para el objeto principal de este artículo. Su
objeto es llamar la atención al hecho de que las fun­
ciones desempeñadas por los padres, consideradas la
condición sine qua non de la existencia de la «fami­
lia»: el cuidado físico y la socialización de los hijos(as),
no constituyen las funciones de los padres en el kib­
butz. La única conclusión a que puede llegarse es
que, ante la ausencia de las funciones económicas y
educativas típicas de la familia, como la de su rasgo
característico de residencia en común, la familia en
el kibbutz no existe.

INTERPRETACION

De esta breve descripción del kibbutz resulta evi­


dente que la mayoría de las funciones de la familia
nuclear típica se han transformado en las funciones
de la sociedad entera del kibbutz. Esto es así hasta
tal punto que el kibbutz en conjunto puede casi cum­
plir los requisitos según los cuales se define a la «fa­
milia». Con esta observación no se pretende impli­
car que el kibbutz es una familia nuclear. Su estruc­
tura y la de la familia nuclear son diferentes. Con
esta observación se sugiere, no obstante, que el kib­
butz puede funcionar sin la familia porque funciona,
él mismo, como si fuera una familia; y puede fun­
cionar de tal manera porque sus miembros ven a
los demás como parientes, según las implicaciones
psicológicas del término. Esta última afirmación re­
quiere explicación.
Los miembros del kibbutz no se consideran unos a
otros meramente como co-ciudadanos, o co-residentes
de una misma aldea, o cooperadores en una economía
agrícola, sino que se consideran mutuamente como
chavertm, o camaradas, abarcando un grupo en el
que todos están íntimamente relacionados entre ellos,
y en el que el bienestar de uno está ligado al bien­
estar del otro. Es una sociedad en la que el prin­
cipio «de cada uno según sus capacidades, a cada uno
según sus necesidades» puede ponerse en práctica,
no porque sus miembros sean más altruistas que los
miembros de otras sociedades, sino porque cada miem­
bro considera al otro como pariente suyo, desde el
punto de vista psicológico. Y de la misma forma que
el padre en la familia no se queja porque trabaje más
que sus hijos(as), y sin embargo no recibe más (o
incluso menos) parte de la renta familiar que ellos,
del mismo modo el miembro de un kibbutz cuya pro­
ductividad económica sea alta, no se queja porque no
recibe más, y a veces menos, que un miembro cuya
productividad es baja. Este «principio» se da por
supuesto como la manera normal de hacer las cosas.
Puesto que todos son cbaverim, «todo queda dentro
de la familia», psicológicamente hablando.
En resumen, el kibbutz constituye una gemeins-
chaft. Sus esquemas de interacción son esquemas in­
terpersonales; sus vínculos son vínculos de parentes­
co, sin el vínculo biológico del parentesco. En este
respecto constituye una folk society en forma, casi
pura. La siguiente cita de Redfield (1947: 301) po­
dría haber sido escrita pensando en el kibbutz, por el
modo tan preciso en que describe la base socio-psi­
cológica de la cultura del kibbutz:
«Los miembros de la folk society tienen un fuerte
sentido de pertenecer los unos a los otros. El grupo...
es consciente de sus propias semejanzas y se sienten
similarmente unidos. Al comunicar unos con otros
íntimamente, cada uno siente un sólido derecho a la
simpatía de los otros (p. 297)... la vida personal e
íntima del niño(a) dentro de la familia se extiende,
en la folk society, al mundo de los adultos... No es
que simplemente las relaciones en tal sociedad sean
personales; es que también son familiares... el resul­
tado es un grupo de personas entte los que prevalecen
las relaciones personales y categorizadas que constitu­
yen los rasgos típicos de las familias tal como las co­
nocemos nosotros, y en la que los esquemas del pa­
rentesco tienden a extenderse hacia afuera, del grupo
de individuos conectados genealógicamente, hacia
toda la sociedad. Los parientes son las personas tipo
para toda experiencia»,
De ahí que el soltero y la pareja «sin hijos(as)» no
sienta que se les haga una injusticia cuando contri­
buyen a la manutención de los hijos(as) de los otros.

5 . — POLÉMICA SOBRB EL ORIGEN


Los niños en el kibbutz son considerados como los
hijos(as) del kibbutz. Los padres (que sienten más
afecto por sus propios hijos(as) que por los híjos(as)
de otros) y los solteros, por igual, se refieren a todos
los niños del kibbutz como «nuestros niños(as)».
El que socialmente se perciba a los compañeros de
uno como parientes, psicológicamente hablando, se re­
fleja en otro aspecto importante del comportamiento
del kibbutz . Constituye un hecho sorprendente e im­
portante que los individuos nacidos y criados en el
kibbutz tienden a practicar exogamia de grupo, a pe­
sar de que no existen reglas que les obliguen o les
animen a hacerlo. El hecho es que, en el kibbutz don­
de efectuamos el trabajo de campo, todos los indivi­
duos que cumplían estas características se casaron con
personas de fuera de su kibbutz. Al pedirles una ex­
plicación de por qué lo hacían, tales individuos repli­
caron que no podían casarse con las personas con las
que habían sido criados y a las que, por lo tanto, con­
sideraban como germanos. Esto sugiere, tal como Mur­
dock ha señalado, que «el kibbutz es visto psicológi­
camente por sus miembros como una familia, hasta
el punto que se produce la misma forma de tenden­
cias inconscientes a evitar el incesto» (comunicación
privada).
Lo que este análisis sugiere es la proposición si­
guiente: aunque el kibbutz constituye, desde el punto
de vista estructural, una excepción a la generalización
relativa a la universalidad de la familia, sirve para con­
firmar la generalización desde el punto de vista fun­
cional y psicológico. Ante la ausencia de un grupo
social específico —la familia— al que la sociedad
pueda delegar las funciones de socialización, reproduc­
ción, etc., ha resultado necesario que toda la sociedad
se convierta en una gran familia extendida. Pero sólo
una sociedad en que sus miembros se consideren unos
a otros, psicológicamente, como parientes, puede fun­
cionar como una familia. Y probablemente hay un lí­
mite de número de habitantes, más allá del cual los
individuos no se consideran ya como parientes. A
este punto se llega seguramente cuando la interacción
de sus miembros ya no es cara a cara; en pocas pala­
bras, cuando cesa de ser un grupo primario. Parece
probable, por lo tanto, que sólo en una sociedad «fa­
miliar», como la del kibbutz, sea posible omitir la fa­
milia.

A p en d ice , 1958
Esto es, claramente, un intento de interpretación,
más que una comunicación de datos. Después de ha­
ber vuelto a leer el artículo en 1958, me he dado
cuenta de que la interpretación en él sugerida sigue
sólo una concepción del papel desempeñado por las
definiciones en la ciencia. Partiendo de las definicio­
nes inductivas de Murdock —basadas sobre una mues­
tra de 250 sociedades— de lo que es la familia y el
matrimonio, concluí que el matrimonio y la familia
no existían en el kibbutz, ya que no había ningún
grupo ni relación que satisfaciera las condiciones esti­
puladas en las definiciones. Si escribiera el artículo
hoy día, desearía explotar otras interpretaciones alter­
nativas —interpretaciones que, a pesar de las defini­
ciones de Murdock, afirmaran la existencia del matri­
monio y de la familia en el kibbutz. Por esto ahora,
muy brevemente, quiero trazar las líneas de la direc­
ción que tomaría otra interpretación.
En primer lugar hay que observar que el kibbutz
no practica —ni autoriza— la promiscuidad sexual.
Cada miembro adulto se supone que formará una
unión bisexual más o menos permanente; y tal unión
es sancionada socialmente al concederles a la pareja
una habitación en común. La relación resultante es
diferente de cualquier otra relación entre adultos en
el kibbutz, según un número de rasgos importantes:
1) Es la única que comporta domicilio en común en­
tre personas de sexo opuesto. 2) Comporta una pro­
porción de interacción mayor que en cualquier otra
relación bisexual entre adultos. 3) Comporta un gra­
do de intimidad emocional mayor que en cualquier
otra relación. 4) Establece (idealmente) una relación
sexual exclusiva. 5) Conduce a la decisión deliberada
de tener hijos(as). Estas características que, por sepa­
rado y respectivamente, se aplican únicamente a esta
relación, no sólo describen sus rasgos más salientes,
sino que abarcan los motivos por los que las perso­
nas entran en ella. La pareja, en resumen, vista ya
sea objetivamente o fenomenológicamente, constituye
un grupo social que es único en el kibbutz.
¿Entonces, qué debemos opinar sobre tal grupo?
Puesto que la cooperación económica no es una de
sus características, podemos, según los índices inter­
culturales de Murdock, negar que esta relación cons­
tituya un matrimonio. Tal es la conclusión del ar­
tículo que precede. En retrospectiva, sin embargo, tal
conclusión no me deja del todo satisfecho. En primer
lugar, aunque neguemos que la relación constituya
un matrimonio, sin embargo sigue siendo, tanto des­
de el punto de vista estructural como psicológico, una
relación única en el kibbutz. Además, con excepción
de la variable económica, es similar a las otras rela­
ciones distintivas a las que en las demás sociedades se
aplica el término de matrimonio. Por lo tanto, si es­
cribiera este artículo hoy día, preguntaría, antes de
concluir que el matrimonio no es universal, si la de­
finición inductiva de Murdock sobre el matrimonio
es, ante lo que revelan los datos del kibbutz, la más
útil, incluso para aplicarse a una muestra tan extensa
como la suya; y si se llegara acordar que lo es, sí no
debiera cambiarse o modificarse de modo que pudiera
abarcar a la relación entre los «cónyuges» del kibbutz.
Aquí sólo puedo explorar brevemente las implica­
ciones de tales preguntas.
Si las características descritas de la relación del
kibbutz se encuentran en la relación análoga (matri­
monio) de las otras sociedades —y no sé si esto es
cierto— es, sin duda, apropiado preguntar si la defi­
nición de Murdock no podría o debiera también esti­
pularlas, como a las que ya estipula. Pues si se en­
cuentran en otras sociedades, ¿sobre qué principios
teóricos asignamos prioridad al sexo o a la economía
sobre la intimidad emocional, por ejemplo? Por lo
tanto, si se adoptara este procedimiento (y supo­
niendo que las características de la relación del kib­
butz se encontraran en la relación de matrimonio de
las otras sociedades) aplicaríamos el término de «ma­
trimonio», puesto que la relación del kibbutz cumple
con todos los criterios interculturales, excepto uno,
a la relación del kibbutz.
Alternativamente se podría- sugerir que la defini­
ción de Murdock sobre el matrimonio, como la que
se ha sugerido en este artículo, es excesivamente es­
pecífica; que la investigación intercultural progresa
más fructíficamente por medio de definiciones analí­
ticas, en lugar de definiciones sustantivas o enume­
rativas. Así, por ejemplo, podríamos querer definir
al matrimonio como «cualquier relación socialmente
autorizada entre adultos del sexo opuesto, que no
tengan parentesco de sangre y que cohabiten, que sa­
tisfaga necesidades sentidas: mutuas, simétricas o com­
plementarias». Una definición no enumerativa de este
tipo abarcaría sin duda a todos los casos conocidos
que actualmente se denominan con el término de «ma­
trimonio» y, al mismo tiempo, incluiría también el
caso del kibbutz.
De manera similar, y empleando procedimientos
definitorios parecidos, pueden sugerirse otras conclu­
siones con respecto a la familia en el kibbutz. Aunque
los padres y los hijos(as) no formen una familia, tal
como Murdock la define, sin embargo consti­
tuyen un grupo que es único en el kibbutz, inde­
pendientemente del término que se escoja para desig­
narlo: 1) Los hijos no sólo son deseados por los
padres del kibbutz, sino que, en su mayoría, son re­
sultado de habérselo propuesto. 2) Estos hijos(as)
—y no los otros— son llamados por sus padres «hi­
jos» e «hijas»; y viceversa, ellos llaman a sus padres
—y no a los otros adultos— «padre» y «madre».
3) Los padres y los hijos(as) constituyen un grupo
social tanto en el sentido de interacción, como en el
emocional, aunque no en el sentido espacial* Es de­
cir que, a pesar de que los padres y los hijos(as) no
compartan un domicilio en común, son identificados
por ellos mismos y por los demás como una unidad
singularmente cohesiva dentro de la sociedad más ex­
tensa del kibbutz; esta unidad es denominada mis-
pacha (literalmente, «familia»), 4) La índole de su
interacción es diferente de la que resulta entre los
hijos(as) y cualquier otro grupo de adultos. 5) La
proporción de interacción entre los padres y sus hi-
jos(as) es mayor que la de entre los hijos(as) y cual­
quier otro grupo de adultos de ambos sexos. 6) Los
vínculos psicológicos que los unen son más intensos
que los existentes entre los hijos(as) y cualquier otro
grupo de adultos de ambos sexos.
Aquí, pues, nos enfrentamos con el mismo proble­
ma que encontramos con respecto a la cuestión del
matrimonio del kibbutz. Dado que la relación entre
padres e hijos(as) no comporta un domicilio en co­
mún, el cuidado físico y la educación social —tres
de las condiciones estipuladas en la definición hecha
por Murdock de la familia— , concluimos que la fa­
milia no existe en el kibbutz. Pero, puesto que los
padres e hijos constituyen un grupo social distintivo
y diferenciado dentro del kibbutz, no me siento del
todo satisfecho con una conclusión que parece, por lo
menos por implicación, ignorar su presencia. Pues,
sin duda independientemente de lo que hagamos con
este grupo, no podemos simplemente descartarlo. O lo
podemos ver, según una perspectiva intercultural,
como un grupo singular e inventar un nuevo térmi­
no para designarlo, o podemos revisar la definición de
Murdock de la familia para que se ajuste a él.
En el caso que se prefiriera esta segunda alternati­
va, podría efectuarse de la siguiente manera. La esti­
pulación de una «residencia en común» podría modi­
ficarse de modo que designara a una residencia de re­
ferencia, en luga? de pertenencia; y esto es lo que
constituye el cuarto de los padres, tanto para los hijos
como para los padres. Cuando, por ejemplo, hablan
de «mi cuarto» o de «nuestro cuarto», los niños(as)
casi invariablemente se refieren al cuarto de los pa­
dres, y no a su cuarto de la casa comunal de los ni­
ños. Si, además, las funciones educativas y económi­
cas de la familia fueran interpretadas como respon­
sabilidades de las que los padres eran ya inmediata­
mente, o ya directamente, responsables, la unidad del
kibbutz de padres-hijos(as) cumpliría también estos
requisitos, Pues, aunque los padres no proveen inme­
diatamente para el cuidado físico de sus hijos(as),
tampoco renuncian a la responsabilidad hacia ellos.
Al contrario, tratan de conseguir este fin trabajando
conjuntamente, en lugar de por separado, para el
bienestar físico de todos los niños(as), inclusive, na­
turalmente, los suyos propios.
De modo similar, aunque los padres tienen una
participación mínima en el proceso institucionalizado
de socialización, no entregan simplemente sus hijos(as)
a otros para que éstos los eduquen como les plazca.
Sino que la socialización es confiada a representantes
especialmente designados, a niñeras y a maestros, que
educan a los niños, no según sus caprichos, sino se­
gún las reglas y procedimientos establecidos por los
padres. En breve, los padres, aunque no socialicen
directamente a los hijos(as), asumen la responsabili­
dad última de su socialización. Interpretada de este
modo, la relación entre los padres y los hijos(as) del
kibbutz está de acuerdo con la definición que Murdock
dio de la familia.
En conclusión, este apéndice presenta un método
distinto para interpretar los datos del kibbutz que
conciernen a la relación entre los cónyuges, y entre
padres, e hijos. No sugiero que esta interpretación sea
necesariamente más fructífera que la adoptada en el
artículo precedente. Pero sin duda, quiero examinar­
lo con cuidado antes de concluir, como hice previa­
mente, que el matrimonio y la familia no son univer­
sales.

BIBLIOGRAFIA

Murdock, George Peter,


1949 Social Structure. Nueva York: Macmillan.
Redfield, Robert.
1947 «The Folk Society», The American Journal of So-
ciology 52: 293-308.
KATHLEEN GOUGH
LOS NAYAR
Y LA DEFINICION DE MATRIMONIO 1

El problema de una definición satisfactoria del ma­


trimonio ha venido siendo un engorro para los antro­
pólogos desde hace décadas y en años recientes ha
sido planteado varias veces, pero sin solucionarse. Con
el tiempo se fue viendo claramente que la cohabita­
ción, el reconocimiento ritual, la definición de los de­
rechos sexuales o la estipulación de los servicios do­
mésticos, eran en sí demasiado restringidos en cuan­
to a su distribución para servir de criterio para todas
las uniones que los antropólogos sentían intuitiva­
mente que tenían que llamar «matrimonio». Justifi­
cadamente, por lo tanto, la definición de Notes and
Queries de 1951 no menciona ninguno de estos fac­
1. El trabajo de campo sobre que se basa este artículo,
fue hecho en tres aldeas de Kerala en el periodo que va
desde el mes de septiembre de 1947 al de julio de 1949,
con la ayuda de una William Wyse Studentship del Trinity
College, Cambridge. Escribir el artículo ha sido parte de
un proyecto financiado por el American Social Science Research
CouncÜ.
tores: «El matrimonio es la unión entre un hombre
y una mujer, tal que los hijos(as) nacidos de la mu­
jer son reconocidos como descendientes legítimos de
los dos cónyuges».
A pesar de lo admirablemente concisa que resulta
esta definición, también plantea problemas en algunas
sociedades. Un caso pertinente sería la institución
nuer del matrimonio de mujer con mujer. En este
caso, los dos miembros de la unión son mujeres y
sin embargo, como ha mostrado Evans-Pritchard
(1951: 108-9), las disposiciones legales de la unión
son rigurosamente comparables a las de un simple
matrimonio legal entre un hombre y una mujer. Muy
pocos, por lo tanto, disputarían la lógica de Evans-
Pritchard al llamar a esta unión matrimonio.
La definición de Notes and Queries contiene dos
criterios: que el matrimonio es una unión entre un
hombre y una mujer, y que establece la legitimidad
de los hijos. El matrimonio de mujeres entre los
nuer no está conforme con el primer criterio aun­
que sí con el segundo. Al llegar a este punto, enton­
ces, el problema es: ¿sería posible dar una definición
que insistiera sólo en el segundo criterio, es decir en
la legitimidad de los hijos(as)?
En Europa,2 el Dr. Edmund Leach ha iniciado el
2, En América, Alisa S. Lourié, del Douglass College, Uní*
versidad de Rutgers, ha trabajado recientemente sobre este
problema, y la correspondencia con ella y la lectura de un
artículo suyo no publicado, Concepts itt Family Sociology,
han sido un estímulo. En este articulo Alisa Lourié formula
una definición del matrimonio que es más estrecha que la
mía, peto cuando se publique los lectores verán que su
análisis me ayudó a llegar a mi definición. También han sido
muy provechosas las discusiones con mi marido, David F.
Abetle.
capítulo más reciente en cuanto a este problema
(Leach, 1955), y más que recorrer toda su historia,
me es más útil partir del punto en que él y otros la
dejaron. De hecho, Leach respondió «no» a la pre-
gunta planteada arriba. No sólo arguyo contra la
vaguedad de la expresión «descendientes legítimos»,
sino contra todo uso de la paternidad legal potencial
como criterio universal de lo que es el matrimonio.
Concluyó, de hecho, que no podía encontrarse una
definición que pudiera aplicarse a todas las institucio­
nes a que los etnógrafos se refieren comúnmente
como matrimonio. En su lugar, indicó diez clases de
derechos,3 que con frecuencia se encuentran en co­
nexión con lo que denominamos inexactamente ma­
trimonio, añadiendo que «esta lista podía tal vez alar­
garse considerablemente», y pareció concluir que pues-
3. A. Establecer el padre legal de los hijos de una mujer.
B. Establecer la madre lega! de los hijos de un hom­
bre.
C. Dar al marido un monopolio sobre la vida sexual
de la esposa.
D. Dar a la esposa un monopolio sobre la vida sexual
del marido.
E. Dar al marido una parte o el monopolio de los
derechos sobre el trabajo doméstico y otros trabajos
de la mujer.
F. Dar a la esposa una parte o el monopolio de los
derechos sobre el trabajo del marido.
G. Dar al marido todos o parte de los derechos sobre
los bienes que pertenecen real o potencialmente a
la esposa.
H. Dar a la esposa todos o parte de los derechos so­
bre los bienes que pertenecen real o potencialmente
al marido.
I. Establecer un fondo común de bienes —una aso­
ciación— en beneficio de los hijos del matrimonio.
J. Establecer una «relación de afinidad» socialmente
signi6cativa entre el marido y los hermanos de la
esposa. (Leach, 1955, p. 183).
to que ninguno de estos derechos es invariablemente.
establecido por el matrimonio en ninguna de las so­
ciedades conocidas, debiéramos denominar «matrimo­
nio» con toda libertad a cualquier institución que
cumpliera con uno o más de los criterios selecciona­
dos.
Hay, sin duda, una falla lógica en este argumen­
to. Pues lo que significaría en realidad es que cual­
quier etnógrafo podría extender la lista de los de­
rechos maritales del Dr. Leach según se le antojara,
y en resumidas cuentas, podría definir el matrimonio
a su gusto. Esto puede que este justificado al describir
una sociedad. Pero yo argüiría que en vistas a una
comparación entre culturas, necesitamos una defi­
nición única, escueta, con el fin, simplemente, de po­
der aislar el fenómeno que queramos estudiar.
Para sostener su argumento en contra del uso de
la legitimidad de los hijos(as) como criterio universal
del matrimonio, el Dr. Lcach citó el caso de los
nayar. Basándose en dos de mis artículos sobre los
nayar (Gough 1952a, 1955a), declaró que tradicio­
nalmente los nayar no tenían «matrimonio en el sen­
tido riguroso (es decir, de Notes and Quer/es) del tér­
mino», sino solamente una «relación de afinidad per­
petua» entre linajes ligados entre sí (Gough 1955a).
Los hijos(as) de la mujer, sea cual sea el modo en
que se concibieron, eran simplemente «reclutas» para
el matrilinaje de la mujer. Además afirmó que «no
existe la noción de paternidad». El niño(a) para di­
rigirse a todos los amantes de su madre usa un tér­
mino que significa «señor» o «jefe», pero el uso de
este término no lleva consigo ninguna connotación
de paternidad, ya sea legal o biológica. Por otro lado
existe la noción de afinidad, como lo muestra el he­
cho de que la mujer deba observar las prácticas de
polución al morir su marido ritual (Gough 1955a).
Más tarde el Dr. Leach concluye que «entre los na­
yar matrilocales y matrilineales, como se ha visto, el
derecho J (el establecer una “relación de afinidad” so­
cialmente significante entre el marido y los hermanos
de su mujer) es el único rasgo matrimonial presente»
(Leach 1955, p. 183).
Este trabajo se propone dos objetivos. Empezará
analizando las tradicionales instituciones matrimonia­
les de los nayar para mostrar que, de hecho, la noción
de paternidad no falta y que el matrimonio sirve para
establecer la legitimidad de los hijos. Mi análisis es­
pero que aclare no sólo un error de interpretación del
Dr. Leach, sino que esclarezca de una manera general
lo que siempre ha resultado ser un caso fronterizo
crucial, pero difícil, para los teorizantes de las cues­
tiones del parentesco. El artículo terminará con una
nueva definición del matrimonio que concederá de
nuevo un papel crítico, en las decisiones sobre cuál
de entre varías uniones sea matrimonio, al status de
los hijos de tales uniones. El fin último no es, claro
está, redefinir el matrimonio de una manera dogmáti­
ca para que se acomode a un caso particular, pues las
definiciones son instrumentos de clasificación y no
objetivos de investigación. El fin es mostrar que exis­
te un elemento común no sólo en las instituciones
que los antropólogos han descrito tranquilamente
como «matrimonios» según la definición de Notes and
Queries, sino también en algunos casos poco usuales
en los que no se aplica esta definición. El que deno­
minemos o no a este elemento «matrimonio» poco
importa, aunque probablemente sería oportuno lla­
marlo de este modo.
Eh presente trabajo se referirá a los nayar de los
antiguos reinos de Calicut, Walluvanad y Cochin,
en el centro de la costa de Malabar o Kerala. En los
reinos más septentrionales (Kolattunad, Kottayam) y
probablemente también en el reino más al sur de Tra-
vancore, la residencia nayar parece haber sido avun-
culocal ya antes del período del dominio británico, el
matrimonio era polígamo por opción, pero no polian-
dro, y los hombres como individuos parecen haber
tenido derechos determinados y obligaciones hacía sus
hijos(as). No es posible obtener plena información
sobre estos reinos de los extremos norte y sur du­
rante el período prebr itánico. Pero parece probable
que por lo menos en los reinos más septentrionales,
incluso la definición de matrimonio de Notes and
Queries era aplicable a los nayar. Era sin duda apli­
cable durante la segunda mitad del siglo diecinueve,
período del que tengo descripciones dadas por infor­
mantes.
Mi descripción del matrimonio en los reinos del
centro es una reconstrucción del estado de cosas que,
al parecer, fue general antes de que en 1792 los bri­
tánicos tomaran el gobierno de la costa. Como ya he
mostrado en otro sitio (Gough 1952a), el sistema
de parentesco nayar se modificó lentamente durante
el siglo diecinueve y con mayor rapidez durante el
veinte. Pero en las aldeas más apartadas, la institu­
ción tradicional persistió hasta hacia fines del siglo
diecinueve y era recordada por unos cuantos de mis
informantes de edad más avanzada, Sus informes no
contradicen, y en sustancia son corroborados, por las
descripciones escritas por viajeros árabes y europeos
de los siglos que van del quince al 'dieciocho.
En la presente descripción usaré los términos «ma­
trimonio», «marido» y «esposa» sin definirlos. Las
razones por las que lo hago se verán luego.
En cada uno de los tres reinos centrales, la casta
nayar estaba dividida en un número de subdivisiones
.clasificadas por rango y -caracterizadas por diferentes
funciones políticas. Las principales de entre éstas eran
a) el linaje real; b) los linajes de los jefes de. distri­
tos, c) los linajes de los cabezas de aldeas nayar y
d) varias subeastas compuestas por los nayar de
condición más común. Todas estas últimas servían o
a las categorías que van de á) a c) o si no, a fami­
lias patrilineales de propietarios de la casta de los
brahmanes nambudiri. Primero trataré de los nayar-
de condición más común, los de la categoría d ).
En cada aldea existían unos cuatro o siete matri-
linajes exógamos de una sola subeasta nayar de baja
condición. Estos tenían obligaciones de lealtad para
con la familia del cabeza de aldea, que podía ser una
familia patrilineal nambudiri, un matrilinaje del ca­
beza de una aldea nayar, una rama del linaje del jefe
del distrito o una rama del linaje real. Los plebeyos
tenían tierras según unos derechos de tipo feudal y
hereditario, del linaje del cabeza de aldea y, a su
vez, tenían autoridad sobre las castas inferiores de
cultivadores, artesanos y . siervos agrícolas. Cada lina­
je de subditos-arrendatarios •tendía a comprender de
unas cuatro a ocho unidades. derposeedores de propie­
dad, que yo denomino grupost'de'-propiedad. El grupo
de propiedad-:componía un segmento-del linaje total,
y habitualmente estaba compuesto de un grupo de her­
manos y de hermanas, junto con la prole de las her­
manas y la prole de sus hijas. Sus miembros poseían
o arrendaban tierras en común, vivían en una casa, y
estaban bajo la tutela legal del varón de más edad
(káranavan) del grupo. Tanto el grupo de propiedad,
como el linaje, se denominaban taravád.
Los hombres nayar se entrenaban como soldados
profesionales en los gimnasios de la aldea, y durante
una parte de cada año tendían a ausentarse de la al­
dea para ir a las guerras contra los reinos vecinos o
a ejercicios militares en las capitales. Sólo los karana-
van, las mujeres y los niños(as) del grupo de propie­
dad, permanecían permanentemente en sus casas an­
cestrales.
Los nayar de una aldea o de dos aldeas adyacen­
tes formaban un grupo de vecindad (kara o tara) de
unos seis a diez linajes. Cada linaje estaba ligado por
lazos hereditarios de cooperación ceremonial con dos
o tres otros linajes de la vecindad. Estos lazos eran
recíprocos sin ser exclusivos, de modo que una ca­
dena de relaciones ligaba a todos los linajes de la ve­
cindad. Los linajes que estaban ligados al linaje de
uno se denominaban enangar, todo el grupo de ve­
cindad. el enangu. Por lo menos un hombre y una
mujer de cada linaje entreligado debía de ser invita­
do a la casa del grupo de propiedad para los ritos ce­
lebrados en las crisis vitales de sus miembros. Los
linajes ligados al grupo se ocupaban también de si un
miembro de un linaje cometía una infracción contra
la ley religiosa de la casta. Su deber era romper in­
mediatamente las relaciones con el linaje ofensor y
convocar una asamblea de ■vecindad para juzgar y
castigar la ofensa. Los linajes ligados con el grupo

6 . — POLÉMICA SOBRE EL ORION


representaban, pues, al grupo de vecindad en su con­
junto frente al linaje ofensor, y eran los guardianes
particulares de su moralidad. Algunas veces, en ve­
cindades pequeñas, los linajes más plebeyos de los
nayar eran todos enangar entre sí, pero en vecinda­
des de mayor extensión esto no era factible, pues los
jefes de los grupos de propiedad hubieran tenido
que atender a demasiadas obligaciones ceremoniales.
Los linajes ligados entre sí desempeñaban su papel
de mayor importancia en los ritos del matrimonio pre-
pubertal (tálikettukalyanam) de las muchachas (Gough
1955b). En un momento oportuno, cada pocos
años, un linaje celebraba una ceremonia solemne en
que las muchachas que no habían llegado a la puber­
tad, de siete a doce años de edad, eran un día unidas
en matrimonio ritual a hombres escogidos de los lina­
jes con que estaban ligados. Los novios rituales eran
escogidos por adelantado según el consejo del astró­
logo de la aldea, en una reunión de la asamblea de
vecindad. El día asignado acudían en procesión a la
casa ancestral más antigua del linaje anfitrión. En ella,
después de diversas ceremonias, cada uno anudaba
un adorno de oro {tali) alrededor del cuello de su
novia ritual. Las muchachas habían sido encerradas
previamente durante tres días en una habitación inte­
rior de la casa y se las había hecho observar los ta­
búes de la menstruación, como si ésta hubiera ocu­
rrido realmente. Después de anudar el tali, cada pa­
reja se encerraba en privado durante tres días. Me di­
jeron que tradicionalmente, si la muchacha se apro­
ximaba a la pubertad, podía producirse contacto se­
xual. Esta costumbre empezó a omitirse hacia fina­
les del siglo diecinueve, pero a juzgar por algunos
escritos, había sido esencial durante los siglos dieci­
séis y diecisiete. AI final del período de reclusión,
cada pareja era purificada, con un baño ritual, de la
polución de haber cohabitado. En Calicut y Wallu-
vanad, entonces cada pareja partía en dos pública­
mente el calzón que la muchacha había llevado du­
rante el período de la «crhabitación», en señal de
separación. Parece que erLe rito se emitía en Cochin.
Sin embargo, en los tres reinos los maridos rituales
dejaban la casa al cabo de cuatro días de ceremonias
y no tenían ya más obligaciones hacia sus novias. La
novia, a su vez, tenía una obligación más hacia su
marido ritual: cuando este moría, ella y sus hijos,
independientemente de cuál fuera su padre biológi­
co, debían de observar las prácticas de polución pro­
pias a las defunciones. En otros casos, la polución
mortuoria era observada sólo para los parientes ma­
trilineales. En Cochin, incluso en el caso de que el
marido ritual de la nadre nunca hubiera vuelto a vi­
sitar a su mujer, los hijos de ésta debían referirse a
él con el término de parentesco appan. Los hijos(as) de
las castas patrilinenles, inferiores, de esta zona, usa­
ban la palabra para referirse a su padre legal, quien
se presumía que era también el padre biológico. En
Walluvanad y Calicut no oí usar este término y no
sé con qué vocablo, si es que había alguno, los ni-
ños(as) nayar se referían al marido ritual de su ma­
dre.
El rito táli de pre-pubertad era esencial pára una
muchacha. Si menstruaba antes de que se celebrara,
debía, en teoría, ser expulsada de su linaje y de su
casta. En realidad, no obstante, los informadores me
dijeron que en tales casos la familia de la muchacha
ocultaba el hecho de su madurez hasta que se hu­
biera celebrado el rito. Pero era un pecado grave ha­
cerlo y nunca se admitía en público haberlo come­
tido.
El rito táli marcaba diversos cambios en la posi­
ción social de la muchacha. Primeramente, la condu­
cía a la madurez social. Ahora se la creía, por lo me­
nos ritualmente, dotada de funciones sexuales y pro­
creadoras y por lo tanto se le otorgaba el status de
mujer. Después del rito, la gente se le dirigía en
público con el respetuoso título de amma que sig­
nifica «madre», y podía participar en los ritos de las
mujeres adultas. En segundo lugar, después del rito
táli la muchacha debía observar todas las reglas de
etiqueta asociadas con las prohibiciones del incesto
en relación con los hombres de su linaje. No podía
tocarles, no podía sentarse en su presencia, no podía
tomar la iniciativa al hablarles y no podía permane­
cer sola con uno de ellos en una habitación. En ter­
cer lugar, después del rito táli y en cuanto alcanzaba
la edad necesaria (es decir, poco antes o después de
la pubertad), la muchacha recibía como maridos visi­
tantes a una serie de hombres de su sub-casta exte­
rior a su linaje, que por lo común, aunque no nece­
sariamente, eran de su vecindad. Además podía ser
visitada por un nayar de las sub-castas superiores de
los cabezas de aldea, jefes o realeza, o por un brah-
man nambudiri. Todas estas relaciones se denomina­
ban sambandham. Entre las mujeres nayar plebeyas,
sin embargo, la gran mayoría de uniones eran con
hombres de la sub-casta plebeya.
Las relaciones entre una mujer nayar y un hom­
bre de una sub-casta nayar inferior, o entre una mu­
jer nayar y un hombre de castas inferiores, no na­
yar, estaban rigurosamente prohibidas. Si a una mu­
jer se la declaraba culpable de una tal relación, su
linaje enangar llevaba el asunto a la asamblea de ve­
cindad. Esta excomunicaba temporalmente al grupo
de propiedad de la. mujer hasta que se hiciera justi­
cia. En el siglo diecinueve y a principios de éste, al
grupo de propiedad se le readmitía en la casta si su
káranavan había sacado a la mujer de su casa y de
su casta para siempre. Durante la época previa a los
británicos, una mujer expulsada de esta forma se
convertía en propiedad del rey o del jefe y podía ser
vendida como esclava a comerciantes extranjeros.
Como alternativa, no obstante, los hombres del grupo
de propiedad tenían el derecho, y a veces lo ejercían,
de matar a la mujer y a su amante para así preservar
el buen nombre de su linaje.
Después del matrimonio ritual, el novio no esta­
ba obligado a tener más contacto con su esposa ri­
tual. Sin embargo, si los dos lo querían, él podía ini­
ciar una relación sexual con su novia ritual durante la
época de su pubertad. Fero él no tenía prioridad sobre
los otros hombres del grupo de vecindad. No está
muy claro el número de maridos visitantes que una
mujer podía tener al mismo tiempo. Los escritores de
los siglos dieciséis y diecisiete relatan que una mujer
habitualmente tenía de tres a ocho maridos regulares,
aunque podía recibir a otros de su propia casta o de
una casta superior según quisiera. Hamilton en 1727
afirmó que una mujer podía tener como maridos a
«doce, pero no más, a un tiempo» (Hamilton 1727 I:
310). Todavía en un año tan tardío como 1807, Bu-
chanan relata que las mujeres nayar rivalizaban entre
ellas sobre el número de amantes que podían conse­
guir (Bucbanan 1807 I: 411). Algunos de mis infor­
madores más viejos recordaban a mujeres que ha-
brán tenido tres o cuatro maridos regulares, aunque
las uniones plurales no eran muy bien vistas y se
habían casi extinguido hacia el final del siglo pasado.
Parece que no había límite al número de mujeres de
la sub-casta adecuada que un nayar podía visitar pa­
ralelamente. Parece, por lo tanto, que la mujer habí-
tualmente tenía un número pequeño, aunque no fijo,
de maridos provenientes de su vecindad, que las re­
laciones con estos hombres podían ser duraderas, pero
que la mujer era libre además de recibir de vez en
cuando visitantes de la sub-casta adecuada que pasa­
ban por la vecindad en el curso de operaciones mili­
tares.
El marido visitaba a su mujer después de la cena,
por la noche, y se iba antes del desayuno, a la ma­
ñana siguiente. Colocaba sus armas junto a la puerta
de la habitación de su mujer y si más tarde venían
otros, podían dormir en la terraza de la casa de la
mujer. Cualquier miembro de la unión podía termi­
narla en cualquier momento, sin ninguna formalidad.
Un huésped de paso recompensaba a la mujer, des­
pués de cada visita, con un pequeño don consistente
en dinero. Pero un marido más regular, de la vecin­
dad, tenía determinadas obligaciones consuetudina­
rias. Al iniciarse la unión era común, aunque no
esencial, que le regalara a la mujer una tela de las
que se llevan como falda. Más tarde, se esperaba
que le hiciera pequeños regalos personales en los tres
festivales principales del año. Estos regalos podían
ser un calzón, hojas de betel y nueces de areca para
masticar, aceite para el pelo y para el baño, y deter­
minadas verduras. Si un marido dejaba de hacer uno
de estos regalos, era una señal tácita de que la rela­
ción había terminado. Sin embargo, de mayor im­
portancia es el hecho que cuando la mujer aparecía
embarazada, era esencial que uno o más hombres de
la sub-casta adecuada reconocieran la probable pa­
ternidad. Hacían esto por medio de una gratificación
consistente en una tela y unas verduras para la co­
madrona de casta inferior que asistía a la mujer al
dar a luz. Si no aparecía ningún hombre de la casta
adecuada que consintiera en hacer este don, se su­
ponía que la mujer había tenido relaciones con un
hombre de una casta inferior, con un cristiano o con
un musulmán. En tal caso, tenía que ser expulsada
de su linaje y de su casta o uno de sus parientes ma-
trilineales debía matarla. No sé con certeza qué le ocu-
rría al niño(a) en un caso de estos, pero no cabe duda
de que no podía de ningún modo ser aceptado como
'miembro de su linaje y casta. No sé si le mataban o
si se convertía en esclavo; es casi cierto que se le
reservaba el mismo destino que a su madre. Todavía
en 1949, después de ciento cincuenta años de domi­
nio británico, una muchacha nayar que apareciera
embarazada antes de la moderna ceremonia matrimo­
nial, considerábase que actuaba según las reglas de la
ley religiosa tradicional, si conseguía encontrar a un
nayar de la adecuada sub-casta que le pagara los
gastos del parto. Pero sí ningún nayar aceptaba pa­
gar, la muchacha corría el peligro de total ostracis­
mo, junto con su hijo, por parte de la comunidad de
la aldea. Oí de varios casos en que una chica en se­
mejante situación había sido expulsada de su casa
por su karanavan, siguiendo órdenes de la asamblea
de la sub-casta. En tal caso, sus parientes natales ce­
lebraban ritos funerarios en su honor como si hu­
biera muerto. En todo caso, la muchacha se refugió
en una dudad antes o poco después de que el hijo
naciera.
Aunque le hacía regalos con regularidad en ocasión
de los festivales, en ningún sentido del término man­
tenía un hombre a su esposa. Ella obtenía la comida
y la ropa ordinaria de su grupo matrilineal. Los re­
galos que provenían de los maridos de la mujer se
consideraban como lujos personales que correspon­
dían a su rol en las relaciones sexuales, toda ropa
extra, los artículos de tocador, el betel y las nueces
de areca, cuyo don se considera asociado con el pro­
ceso de hacer la corte, junto con los gastos del parto,
aunque no, nótese bien, con el mantenimiento de la
madre o del hijo. Los regalos se seguían haciendo du­
rante las fiestas sólo durante el tiempo que durara
la relación. Ningún hombre tenía obligaciones con
una esposa del pasado.
En tales circunstancias la paternidad biológica
exacta del hijo era a menudo incierta, aunque, natu­
ralmente, se suponía que la paternidad correspondía
al hombre o a los hombres que habían pagado los
gastos del parto. Pero incluso cuando la paternidad
biológica se conocía con razonable certeza, el genitor
no tenía derechos económicos, sociales, legales o ri­
tuales, ni tampoco obligaciones, hacia sus hijos(as),
después de haber pagado los gastos de sus partos.
Los hijos estaban bajo la vigilancia, cuidado y disci­
plina del grupo de parentesco matrilineal, encabeza­
do por su karanavan. Todos los hijos de una misma
mujer llamaban a los maridos de ésta por el término
sánscrito aechan, que significa «señor». De ningún
modo extendían los términos de parentesco a los
parientes matrilineales de estos hombres. Ni la mujer,
ni los hijos observaban las prácticas de polución cuan­
do moría uno de los maridos visitantes que no fuera
además el marido ritual de la mujer.
En la mayoría de los sistemas matrilineales con
una agricultura establecida y con grupos matrilineales
localizados, se establecen lazos duraderos entre los
grupos a través de las relaciones personales de matri­
monio, de afinidad y paternidad. Los maridos, afines,
padres y parientes patrilaterales de miembros del gru­
po matrilineal tienen obligaciones y derechos consue­
tudinarios que con el tiempo son útiles para mitigar
los conflictos entre los grupos matrilineales separados.
Los nayar no tenían lazos personales tan institucio­
nalizados y duraderos. Esto no significa que a veces
los hombres no formaran fuertes lazos de cariño con
algunas de sus mujeres en particular y con sus hi-
jos(as). Mis informes me indican que esto ocurría. Sé,
por ejemplo, que si un hombre mostraba un afecto
especial hacia una esposa, los parientes matrilineales
de la esposa probablemente sospechaban que los pa­
rientes del marido habían alquilado los servidos de
hechiceros contra ellos. Ya que era probable que los
parientes matrilineales del marido temieran que el ma­
rido le entregara secretamente a su esposa regalos y
dinero que pertenecían de derecho a los parientes ma­
trilineales de él. Esta sospecha maduraba sobre todo
si el marido era un káranavan que controlaba una
extensa propiedad. Por lo tanto existían lazos de afec­
to sin formalizar entre individuos de linajes diferen­
tes. Pero lo que yo deseo indicar es que, entre loá
nayar, tales lazos de afinidad y patrilaterales entre
personas,. no estaban investidos de ninguna función
consuetudinaria ya sea legal, económica, ceremonial,
de modo que reuniera periódicamente' a miembros
de diferentes linajes en formas mandatorias de coope­
ración. Al parecer existían cuatro términos de pa­
rentesco especiales para ser usados al referirse a per­
sonas con una relación de afinidad adquirida a través
de la relación sambandham, aunque, como ya he di­
cho, no habían más términos de parentesco patrilate-
ral fuera del existente para los maridos de la madre.
Todos los hombres y mujeres que en un tiempo de­
terminado estuvieran implicados en una relación sam­
bandham con miembros del grupo de propiedad de
ego, y todos los miembros de los grupos de propie­
dad de tales individuos, eran denominados colecti­
vamente bandhukkal («los ligados»), A la mujer ac­
tual del hermano de la madre de ego se la llamaba y
era referida con el término de ammáyi, y a una mujer
del hermano mayor con el término jyeshtati amma
(literalmente: «madre-hermana-mayor»). Finalmente, el
propio hermano y el marido sambandham de una mu­
jer, empleaban el término recíproco de aliyan para
referirse el uno al otro, pero no usaban ningún tér­
mino para dirigirse directamente. Todos los ban-
dhukkal actuales de un grupo de propiedad eran in­
vitados a las fiestas de la casa, pero como individuos
•con una relación de afinidad no tenían ninguna obli­
gación ceremonial o económica, ni tenían la obliga­
ción de asistir. Sin embargo, como representantes de
linajes enangar, algunos de estos individuos podían
verse obligados a asistir a fiestas y a cumplir obliga-
dones ceremoniales como enangar. Pero como afines
en particular, no tenían ninguna obligación. Por lo
tanto, en lugar de lazos institucionalizados patrila-
terales y de afinidad entre personas, los nayar tenían
la institución hereditaria de los linajes ligados entre
sí. Independientemente de si en un momento en par­
ticular existían relaciones sexuales entre individuos
de linajes entreligados, los linajes entreligados debían
cumplir sus obligaciones en las ceremonias de la casa
y debían asistir como vecinos en situaciones difídles
como las de nacimientos o muertes. En las castas
patrilineales y unilineales dobles de Kerala, las mismas
obligaciones precisamente son cumplidas por los pa­
rientes matrilaterales y los afines de miembros indi­
viduales del grupo patrilineal. Los linajes entreligados
de los nayar, por lo tanto, tienen que considerarse,
creo yo, como si tuvieran una relación de «afinidad
perpetua» que comportaba las funciones más institu­
cionalizadas propias a las relaciones de afinidad y per­
sistían a través del hacer y deshacer de los lazos se­
xuales entre individuos.
En vista de estos hechos, es oportuno mencionar
en este punto que la afirmación del Dr. Leach de que
el matrimonio nayar servía «para establecer una re­
lación significante entre el marido y el hermano de
la mujer» no es, rigurosamente hablando, correcta. La
unión sambandham no establecía una «relación sodal-
mente significante» entre cuñados, pues a pesar del
término recíproco de parentesco, estas personas no
tenían ninguna obligación institudonalizada del uno
hacia el otro por virtud del lazo sambandham en con­
creto. Lo que es más, el rito tali no establecía ningu­
na relación entre el marido ritual y los hermanos de
su novia ritual. La ceremonia no creaba ninguna obli­
gación especial entre estas personas; ocurría mera­
mente que sus linajes eran, por herencia, enangar, tan­
to antes como después del ritual táli. Lo que el rito
sí establecía era una relación ritual entre el anudador
del táli y su novia ritual, y, como intentaré mostrar
más tarde, una relación de matrimonio de grupo entre
la novia y todos los hombres de la sub:casta exterior
de su linaje. Pero el rito táli en particular no modifi­
caba en nada la relación hereditaria entre los varo­
nes enangar. Es por esta razón que yo denomino la
relación enangar como una de «afinidad perpetua»
entre linajes que, a pesar de que comportaba las fun­
ciones ceremoniales de afinidad, persistía irrespectiva­
mente de los sambandbams y los ritos táli.
Los nayar de esta zona eran, por lo tanto, muy
poco usuales, pues tenían un sistema de parentesco
en que la familia elemental de padre, madre, e hi-
jos(as) no estaba institucionalizada como unidad legal,
productiva, distributiva, residencial, socializante o de
consumo. Hasta hace pocos años, algunos autores han
creído que por lo menos como unidad de un cierto
grado de cooperación en la producción y distribución
económica, la familia elemental era universal. Mur-
dock (Murdock 1949, cap. I) defendió arduamente
esta opinión. Radcliffe-Brown fue, sin embargo, uno
de los primeros antropólogos que observó que si las
descripciones escritas sobre los nayar eran exactas, la
familia elemental no estaba institucionalizada entre
ellos.4 Mi investigación corrobora sus descubrimientos.
4. Radcliffe-Brown expresó este punto de vista más re­
cientemente y de forma completa en su Introducción al lloro
African Systems of Kimhip and Marriage (1950, pp, 73 y ss.).
Voy a dedicarme brevemente a las instituciones ma­
ritales entre las sub-castas superiores de los nayar, de
los cabezas de aldea, de los jefes de distrito y de la
realeza. En diversas épocas durante el período previo
a los británicos, a estos linajes se les había otorgado
el gobierno político y se habían establecido como de
rango ritual superior al de los nayar de condición ple­
beya. La graduación según el rango ritual entre las
principales subdivisiones aristocráticas era bastante
estable, pero el alineamiento mutuo según rango den­
tro de cada una de las subdivisiones era objeto de
disputas. La mayoría de los cabezas de aldea reco­
nocían la superioridad ritual de los jefes de distrito,
y la mayoría de los jefes, la del linaje real. Pero al­
gunos cabezas de aldea se disputaban la precedencia
ritual y lo mismo ocurría entre muchos jefes. El re­
sultado era que cada uno de estos linajes aristocráti­
cos tendía a establecerse a sí mismo como una sub-
casta separada, que reconocía a los superiores e infe­
riores rituales, pero no a sus iguales. Con el paso
del tiempo, sin embargo, a remolque de las vicisitu­
des de la suerte política, estos linajes subían o baja­
ban en la jerarquía ritual. Fue, por lo tanto, entre ta­
les linajes que las uniones hipérgamas fueron más
institucionalizadas, pues la mayoría de estos linajes
rehusaban intercambiar cónyuges según términos de
igualdad. En su lugar, la mayoría de ellos casaban
a todas sus mujeres hacia arriba y a los hombres ha­
cia abajo. Las mujeres de linajes de cabezas de aldea
establecieron uniones de sambandham con hombres
de linajes de jefes, de realeza o brahmanes nambu-
diri. Los hombres de estos.linajes se unían con muje­
res nayar de condición plebeya. Las mujeres de li­
najes de jefes tenían uniones con miembros de la rea­
leza o con nambudiris; los hombres de linajes de
jefes con las mujeres de los cabezas de aldea o con
linajes nayar plebeyos. Las mujeres de linajes rea­
les, en su mayoría, tenían uniones con brahmanes
nambudiri de rango superior. Unas cuantas, no obs­
tante, especialmente en Calicut, tenían uniones con
hombres de linajes reales más antiguos y de rango ri­
tualmente superior que, debido a diversas conquistas,
se habían encontrado políticamente subordinados a
sus propios linajes. Entre los brahmanes nambudiri
sólo a los hijos mayores se Ies permitía casarse con
mujeres nambudiri y engendrar hijos para sus propias
familias. Los hijos más jóvenes de las casas nambu­
diri podían tener uniones sambandbatn con mujeres
nayar de cualquier sub-casta.
En todas estas uniones hipérgamas, el marido visi­
tante le debía a su esposa los mismos regalos perió­
dicos que en el caso de uniones entre iguales, es de­
cir entre personas de la misma sub-casta plebeya.
El marido en una unión hipérgama también era el
responsable de pagar los gastos del parto del hijo
de su esposa. Las uniones hipérgamas se diferencia­
ban de las uniones «igualitarias» en tanto que en las
primeras, el marido, al ser de rango superior, no po­
día comer en la casa de su esposa. Al marido además
le estaba prohibido tocar a su mujer, a los niños(as)
de ésta, o a cualquier otro pariente de ella durante
el día, mientras él estaba en estado de pureza ritual.
Finalmente, aunque los niños llamaban al marido de
casta superior de su madre con el término aechan,
además del título de su casta, a los nayar en con­
junto no les estaba permitido usar términos de afi­
nidad hacia los maridos nambudiri de sus mujeres,
ni tampoco los nambudiri se dirigían o referían a los
hermanos de sus esposas como afines. Los nayar in­
sisten, sin embargo, que las uniones sambandham con
un brahman nambudiri tenían el mismo carácter que
cualquier unión sambandham con un nayar de una
sub-casta del mismo rango. Parece que desde el punto
de vista legal debemos también de juzgarlo así, pues
el marido brahman, como el nayar, era el responsable
de pagar al nacer un hijo de su esposa nayar. Du­
rante mi trabajo de campo, los tres brahmanes nam­
budiri a los que tuve ocasión de interrogar sobre esta
cuestión, me dijeron que desde el punto de vista de
ellos sólo el matrimonio con una mujer nambudiri
según los ritos del Veda podía considerarse auténtico
matrimonio, y que las uniones sambandham con mu­
jeres nayar eran una especie de concubinato. Según
mi parecer, no hay razón por la que no podamos
considerar que estas uniones son concubinatos desde
el punto de vista de los brahmanes y (puesto que
cumplen las condiciones del matrimonio nayar) son
matrimonios desde el punto de vista de los nayar.
De hecho me parece que es la única interpretación po­
sible, ya que los brahmanes son patrilineales y que
el hijo de una unión brahman-nayar no es legitimi-
zado dentro de la casta brahman.
Desde el punto de vista brahman, el contraste se
acentúa en el caso del hijo mayor, quien puede casar­
se con una o más mujeres nambudiri según los ritos
védicos y además puede tener relaciones con una o
más mujeres nayar. Los hijos de la esposa brahman
son, naturalmente, plenamente legitimizados dentro
de la casta brahman desde el momento que nacen.
Pero la esposa nayar y sus hijos no tienen tradicio­
nalmente derechos de filiación o herencia patrilineal
de ninguna clase, no pueden entrar en una cocina de
una casa brahman ni tocar a sus habitantes.
Consistente con la diferencia de dirección de las
uniones sambandham, la institución enangar en los
linajes aristocráticos de los nayar difieren en cierta
manera de la de subcastas más comunes. En general,
un linaje nayar aristocrático tenía como enangar a
dos o más linajes de una sub-casta superior a la suya,
de la cual sus mujeres solían atraer maridos en la re­
lación sambandham. La relación de linaje entreligado
en estos casos no era recíproca. Un linaje de jefes
podía actuar como enangar para linajes de uno o dos
cabezas de aldea, pero tenía como enangar a uno o
dos linajes de jefes o realeza de rango superior al
suyo. Los linajes de brahmanes nambudiri hacían de
enangar para los rangos superiores de jefes y realeza.
En este caso, naturalmente, el linaje aristocrático na­
yar tampoco tenía obligaciones rituales recíprocas ha­
cia las familias brahmanes con quienes estaba ligado.
Las funciones de este tipo aristocrático de enangar
eran, por lo que alcancé a percibir, las mismas que
en los casos de nayar de condición más común. En
especial, los hombres de los linajes enangar de rango
superior anudaban el tali en el matrimonio prepuber-
tal de las muchachas aristocráticas, tal como corres­
pondía: pues era de entre estos linajes y de otros de
rango superior, que las muchachas atraerían a los ma­
ridos visitantes. Las uniones plurales eran consuetu­
dinarias* en los linajes aristocráticos, como lo eran
entre los nayar plebeyos. Es obvio, sin embargo,
que la selección de maridos se hacía más limitada a
medida que se subía la escala del rango de sub-cas-
tas, y en la cima de la jerarquía nayar, estaba res­
tringida a los brahmanes nambudiri.
Vuelvo ahora a mi interpretación de las institucio­
nes maritales de los nayar. Para llegar a ella es nece­
sario clasificar los derechos y las obligaciones que
resultan entre los «cónyuges» y entre los «padres» y
sus «hijos(as)». Los hay de dos categorías: los del
rito tali y los de la unión sambandhaw. En las rela­
ciones entre los cónyuges del rito táli, los derechos
de importancia son los de la mujer. Es cierto que el
marido ritual tuvo, en un momento determinado, apa­
rentemente el derecho de desflorar a su novia. Pero las
descripciones de muchos autores indican que este de­
recho no era muy apreciado, que en realidad se veía
con repugnancia y se hacía con desgana. El marido
ritual tenía además el derecho de que su esposa ri­
tual le llorara a su muerte. Pero podemos presumir
que este derecho tenía maj'or significación para la es­
posa que para el marido, pues no iba acompañado de
ofrendas al espíritu que se marchaba. Estas sólo las
podían hacer los parientes matrilineales. Los derechos
rituales de la novia complementaban a los del mari­
do, pero para ella tenían una importancia suprema.
Ella obtenía, en primer lugar, el derecho de tener
un marido ritual de su propia sub-casta o de una sub-
casta superior antes de llegar a la pubertad. Su vida
dependía de esto, pues si no conseguía casarse ri­
tualmente antes de su pubertad, podía ser excomuni­
cada y era posible que la mataran. La entera sub-
casta de la muchacha, con excepción de su linaje, o
(en el caso de los linajes aristocráticos) una sub-casta
superior, era responsable de ello. El grupo debía, a

7 . — POLÉMICA SOBRE EL OgKBJt».'


través de la institución de los linajes entreligados,
proveerle de un marido ritual del rango correcto para
de esta forma conducirla a una madurez totalmente ho­
norable y no vergonzosa. Era deber de sus parientes
de linaje asegurarse de que algún representante de
los linajes ligados al suyo cumplía este derecho. El
segundo derecho de la novia ritual era el de practi­
car las ceremonias de polución al morir su marido
ritual. Yo lo interpreto como señal de la prueba de
que en una ocasión habíase casado de forma correcta
y que la relación ritual había seguido teniendo sentido
para ella a través de la vida de su marido ritual.
El hombre que había anudado el tali carecía de
derechos sobre los hijos(as) de su esposa ritual, ex­
cepto que los hijos(as) debían de observar las prác­
ticas de polución cuando él muriera. Desde el punto
de vista de los niños(as), no obstante, el marido ritual
de su madre debía de haber sido un personaje de
gran significación 'simbólica. Pues un niño(a) cuya
madre no tuviera marido ritual no podía llegar a
ser miembro de su casta, ni de su linaje. El dar a luz
antes de que la madre cumpliera el rito tali estaba
terminantemente prohibido y, por la índole del caso,
era difícil que llegara a ocurrir. Si esto hubiera ocu­
rrido, la madre y el niño(a) hubieran debido ser ex­
pulsados y probablemente los hubieran matado. El
que el hijo(a) observara las prácticas de polución
cuando moría el marido ritual de la madre —como
el uso del término de parentesco appan en Cochin—
era una forma institucionalizada de reconocer que,
para fines de ritual, había sido prohijado por un hom­
bre de la casta adecuada.
Volviendo a la unión sambandham, parece que está
claro que el marido no tenía derechos exclusivos so­
bre la esposa. Sólo tenía, en común con otros hom­
bres, privilegios sexuales que la mujer podía retirar
en cualquier momento. De nuevo, los derechos de
la mujer son los importantes. La mujer tenía derecho
a los regalos del marido en ocasión de los festivales,
regalos de valor económico pequeño pero de gran
prestigio, pues establecían que la mujer era bien fa­
vorecida por los hombres. Pero lo más significativo
era que la mujer tenía el derecho de que uno o varios
de sus maridos de la casta adecuada le pagaran los
gastos del parto, es decir, que se reconociera pú­
blicamente que su hijo tenía como padre biológico
a un hombre del rango ritual requerido. Sus parien­
tes matrilineales podían, si era necesario, apremiar
en la asamblea pública de la vecindad para que se
cumpliera este derecho: en los casos de paternidad
dudosa, cualquier hombre que en aquella época hu­
biera visitado a la mujer, podía ser forzado por la
asamblea a pagar los gastos del parto. Pero si no po­
día mencionarse a ningún hombre del rango apro­
piado como el padre potencial, la mujer y el niño
eran expulsados del linaje y de la casta.
El padre sambandham no tenía derechos sobre los
hijos(as) de la esposa. Sin embargo, de nuevo aquí,
el hijo(a) tenía un derecho sobre sus posibles padres
biológicos: que uno o varios de ellos pagaran los
gastos asociados con su nacimiento, y de esa forma
le permitían entrar en el mundo como miembro de
su linaje y de su casta.
Es claro, por lo tanto, que aunque la familia ele­
mental consistente en un padre, una madre y sus hi-
jos(as) no estaba institucionalizada como unidad legal,
residencial o económica, y aunque los hombres como
individuos no tenían derechos significantes sobre sus
mujeres e hijos en particular, los nayar instituciona­
lizaron los conceptos de matrimonio y de paternidad,
y dieron reconocimiento ritual y legal a ambos. Es
en este punto que tengo que contradecir la interpre­
tación que el Dr. Leach ha hecho de la situación, pues
no es verdad que la «noción de paternidad falta», ni
tampoco es cierto que «los hijos(as) de una mujer,
independientemente de la forma que fueron concebi­
dos eran simplemente “reclutas” para el matrilinaje
de la mujer» (Leach 1955: 183). Pues si su madre
no hubiera contraído ritualmente matrimonio con un
hombre de la casta apropiada, sí su paternidad bioló­
gica no había sido atestiguada por uno o varios hom­
bres s de la casta apropiada, un niño(a) no podía de
ningún modo entrar en su casta o en su linaje. Como
ya señalé en los dos artículos citados por el Dr. Leach,
los nayar eran conscientes de la función del varón en
la procreación y le daban importancia, pues se su­
ponía que un niño(a) se parecía físicamente a su
progenitor. Como todas las castas superiores hindús
de la India, basaban la creencia en la justificación
moral del sistema de castas, en parte, sobre una ideo­
logía racista que implicaba la herencia de las cuali­
dades físicas, intelectuales y morales del niño, de sus
dos padres naturales, y que mantenía que las castas
5, No sé sí los nayar creían que era posible que dos^ o
más hombres tuvieran parte en la formación del embrión.
Creo que es posible que lo creyeran, pues he encontrado
esta creencia entre los habitantes de las aldeas del país de
Tamil, Entre estas castas, formaba parte de la creencia de que
varios actos de copulación eran requeridos para «alimentar»
al embrión y ayudarle a desarrollarse.
superiores, por virtud hereditaria, eran mejores que
las castas inferiores. Era ostensiblemente por esta ra­
zón que los nayar prohibían horrorizados cualquier
contacto sexual entre una mujer nayar y un hombre
de casta inferior, y que expulsaban o condenaban a
morir a las mujeres que fueran, culpables de seme­
jante contacto. Tal ideología racista ofrecía además
motivo para las uniones hipérgamas, pues los nayar de
linajes aristocráticos se ufanaban de las cualidades
superiores que sacaban de una paternidad real o brah-
mánica.
Además, aunque los hombres como individuos no
tenían derechos consuetudinarios de importancia so­
bre sus esposas e hijos(as), el matrimonio y la pater­
nidad eran probablemente factores importantes en la
integración política. Pues las uniones hipérgamas unían
entre sí a sub-castas superiores de las jerarquías po­
líticas y religiosas. Múltiples lazos sexuales, así como
la relación enangar, unían de una forma complicada
a linajes que ocupaban puestos en el gobierno, tanto
entre sí como entre ellos y sus súbditos arrendata­
rios. Y los hombres nayar expresaban verbalmente su
lealtad a los líderes militares de rango superior, a los
dirigentes y a los brahmanes, en términos de una deu­
da hacia unos bondadosos personajes paternales cuyos
antepasados les habían prohijado colectivamente y cuya
sangre estaban orgullosos de compartir. El concepto
generalizado de paternidad obligaba de esta forma a
que los soldados nayar fueran leales a la unidad
más amplia de su casta, a los dirigentes de su aldea,
a los jefes, al rey y a las autoridades religiosas. Iba
asociado con ternura en su lealtad y fortaleza en la
guerra.
No puedo culpar enteramente al Dr. Leach por ha­
ber subestimado la importancia de la paternidad na­
yar, basándose en la lectura de mis primeros artícu­
los. En estos artículos mi preocupación fue acentuar
la carencia de derechos por parte de los individuos
sobre sus cónyuges y sus hijos(as). Es cierto que en
1952 escribí: «El matrimonio... era un lazo muy te­
nue, y el concepto social de paternidad apenas exis­
tía» (Gough 1952a: 73). Por entonces no me había
dado cuenta de la necesidad fundamental para un
nayar de tener un padre ritual y un padre biológico
de la casta adecuada. Además, yo misma confundí la
cuestión al referirme a los cónyuges de la relación
sambandham como «maridos» y «esposas» en el pri­
mer artículo (Gough 1952a) y como «amantes» en el
segundo (Gough 1955a). Pues no fue hasta después
de haber leído el artículo del Dr. Leach, que decidí
clasificar las uniones nayar unívocamente como ma­
trimonio y llegué a una definición del matrimonio que
incluyera el caso nayar. En defensa propia, sin em­
bargo, debo de señalar que en mi artículo de 1955
mencioné que los hijos debían observar las prácticas
de polución a la muerte del marido ritual de su ma­
dre, y que en Cochin usaban el termino de parentesco
appatt para el padre ritual. Y, finalmente, en los dos
artículos citados por el Dr. Leach, señalé que las
relaciones sexuales entre una mujer nayar y un hom­
bre de casta o sub-casta inferior estaban prohibidas,
y que los maridos sambandham, durante la época en
cuestión, debían pagar los gastos del parto de su mu­
jer.
Considero a las uniones nayar como una forma de
matrimonio por dos razones. Una es que, aunque las
uniones plurales eran habituales, la copulación no
era promiscua. Las relaciones sexuales entre miem­
bros del mismo linaje estaban prohibidas bajo amena­
za de muerte. Estaba también prohibido que dos hom­
bres del mismo grupo de propiedad tuvieran a sa­
biendas relaciones con la misma mujer, y que dos mu­
jeres del mismo grupo de propiedad tuviera relacio­
nes con el mismo hombre. (Esta regla, claro está, im­
posibilitaba automáticamente las relaciones entre un
hombre y su hija biológica.) Además, las relaciones
entre una mujer nayar y un hombre de sub-casta o
casta inferior estaban absolutamente prohibidas. Es­
tas prohibiciones están directamente conectadas con
mi segunda y más importante razón para considerar
estas uniones como matrimonios, y es que el concepto
de la paternidad legalmente establecida era de una
importancia fundamental para establecer al niño(a)
como miembro de su linaje y de su casta.
Admitido que las uniones nayar son una forma
de matrimonio, tenemos, creo yo, que clasificarlas
como un caso claro de matrimonio de grupo. Esta fue
la interpretación hacia la que ya me inclinaba en 1952
(Gough 1952a: 73) y es, creo ahora, la única inter­
pretación que da sentido al material descriptivo que
he presentado. El rito tali, a mi modo de ver, inicia­
ba a cada muchacha nayar individualmente al estado
de matrimonio con una colectividad de hombres de
la casta apropiada. En primer lugar, el rito dotaba
ceremonialmente a la muchacha con las funciones se­
xuales y procreativas. (La seclusión por motivo de
una menstruación ficticia es pertinente a este punto,
como también lo es la desfloración real.) En segundo
lugar, los parientes por nacimiento de la mujer ren­
dían los derechos recién adquiridos sobre su sexuali­
dad, aunque no sobre sus funciones procreativas, a un
representante varón que no fuera de su linaje. Esto
se manifiesta en que las reglas de etiqueta asociadas
con la prohibición del incesto empiezan a ser vigentes
a partir de este momento. En tercer lugar, los dere-
chos sobre la sexualidad de la mujer eran bien recibi­
dos por su enangar en calidad de representantes de los
hombres de su sub-casta en general. Esto se manifiesta
en que el enangar individual, en su calidad de com-.
pañero sexual especial, era despedido al final de la
ceremonia y sólo podía volverse a acercar a la mujer
como uno más entre la serie de los demás maridos.
En las sub-castas de condición plebeya, el enangar era
de la misma sub-casta que la mujer, y utilizando a él
como representante, los derechos sexuales sobre la
mujer eran conferidos colectivamente a todos los
hombres de su sub-casta. De hecho, los derechos se
extendían también a cualquier hombre de una casta
superior, quien podía favorecerla con sus atenciones.
En los linajes aristocráticos, el marido ritual era de
una sub-casta superior a la de la mujer, y a través
de él, como representante, los derechos sexuales so­
bre la mujer eran conferidos colectivamente a todos
los hombres de sub-castas superiores. En cuarto lu­
gar, el rito tali, al proveer a la mujer con un marido
ritual quien (a mi modo de ver) simbolizaba a todos
los hombres de su sub-casta con quienes la mujer po­
día, más tarde, tener relaciones, proveía además a los
hijos de la mujer de un padre ritual que simboliza­
ba la corrección de su paternidad. Los hijos recono­
cían su deuda hacia él cuando le lloraban al morir.
Las uniones sambandham posteriores, según esta
interpretación, implicaban la reclamación de sus de­
rechos sexuales por parte de los hombres que eran
los maridos en potencia en virtud de pertenecer a una
sub-casta determinada. Los maridos, no obstante, no
tenían derechos exclusivos e individuales, y podían ser
despedidos a voluntad de la mujer. Sus deberes como
miembros de su casta eran proveer a la mujer y a su
linaje con hijos(as) y reconocer su potencial pater­
nidad biológica a través del pago del parto, lo cual
legitimaba al hijo(a) de la mujer.

La definición de matrimonio
He denominado las uniones nayar matrimonio por­
que comportaban el concepto de paternidad legal.
Está claro, sin embargo, que esta forma de matri­
monio de grupo no se ajusta a la definición dada por
Notes and Queries como «una unión entre un hom­
bre y una mujer de modo que los hijos(as) nacidos
de la mujer son reconocidos como descendencia legí­
tima de ambos cónyuges» (el subrayado es mío). Pues
la legitimidad en el caso de los nayar requiere un
padre ritual y un «progenitor biológico» del rango
apropiado, y en realidad el hijo(a) puede tener más
de un «progenitor legal» si dos o más hombres pa­
gan conjuntamente los gastos de su parto.
A modo de tentativa de hallar una nueva defini­
ción que tenga validez para todas las culturas y se
ajuste a los nayar y a otros varios casos poco usuales,
sugiero la siguiente: «El matrimonio es la relación
establecida entre una mujer y una o más personas,
que asegura que el hijo nacido de la mujer en circuns-
tandas que no estén prohibidas por las reglas de la
relación, obtenga los plenos derechos del status por
nacimiento que sean comunes a los miembros norma­
les de su sociedad o de su estrato social».
Unas cuantas anotaciones a esta definición tal vez
ayuden a justificar la inevitable chapucería de expre­
sión. «Una o más personas» (en lugar de «un hom­
bre») incluirá en la definición tanto al tipo de matri­
monio de grupo de los nayar, como también a la
auténtica poliandria fraternal.6 Además incluirá en
la definición tipos tan poco usuales como el matri­
monio de mujer con mujer. «Bajo circunstancias que
no estén prohibidas por las reglas de la relación»,
incluiría en la definición diversos casos problemáticos.
Es posible, por ejemplo, que haya sociedades patri-
lineales en las que el marido pueda repudiar legal­
mente a un hijo ilegítimo concebido por su mujer
de otro hombre, sin divorciarse de la esposa. En tal
caso, el previo establecimiento del matrimonio tío
aseguraría los plenos derechos de status por naci­
miento del niño, pues se habían infringido las reglas
de la relación matrimonial a través de las circuns­
tancias que conducían a su nacimiento. «Los plenos
derechos de status por nacimiento que sean comunes
a los miembros normales...» es una referencia con-
densada a todas las relaciones sociales, todos los de­
6. Estoy de acuerdo con el Dr. Leach en que los iravas
de Kerala Central tenían auténtica poliandria fraternal. Mis
encuestas personales me proporcionaron pruebas que confir­
maban la opinión de Aiyappan de que los hermanos compar­
tían igualitariamente los derechos sexuales sobre la mujer
además de la paternidad legal de los niños, del mismo modo
en que eran copropietarios de la propiedad ancestral. El
hermano mayor en vida, en cualquier momento, era simple­
mente el representante legal de la corporación.
rechos de propiedad, etc., que un niño adquiere al
nacer en virtud de su legitimidad, ya sea a través de
su padre o a través de su madre. Para las sociedades
patrilineales la expresión «plenos derechos de status
por nacimiento» incluye los derechos que el niño
adquiere sobre su pater como persona y sobre el gru­
po de su pater. Incluirá, es decir, la legitimización
de la paternidad, o más precisamente de «descen­
dencia respecto de su padre». La expresión es, sin
embargo, más amplia que cualquier concepto de
derechos específicos sobre el padre. Por lo tanto abar­
ca un caso como el nayar en que los derechos son
adquiridos a través de la madre, pero es necesario
que se establezca una relación entre la madre y una
o varias personas, para que los derechos matrilineales
sean ratificados. Un proceso tal podría llamarse la
legitimización de la maternidad, o más precisamente
de «desdencendia respecto de la madre». Además «los
plenos derechos de status por nacimiento» es, creo yo,
no sólo más amplio sino más preciso que «la proge­
nie legítima reconocida», cuya vaguedad tanto mo­
lestó al Dr. Leach. La inclusión de «sociedad o es­
trato social» tiene en cuenta a los sistemas de clase
o de casta en que los derechos de status por naci­
miento varíen entre los distintos estratos. El caso de
los nayar, de una casta matrilineal dentro de una
sociedad predominantemente patrilineal, es un ejem­
plo obvio de ello.
Tal vez debiera también señalarse que esta defini­
ción no afirma que los plenos derechos de status por
nacimiento no puedan ser adquiridos por el niño(a)
si no es a través del matrimonio de la madre, sino
solamente que el matrimonio asegura la adquisición
de estos derechos. La definición, por lo tanto, no
excluye sociedades como la de los nuer en la que un
hombre puede legitimizar a un niño de una mujer
no casada, pagando una cuota de Iegitimización, sin
que tenga que casarse con ella (Evans-Pritchard 1951:
21, 26).
El Príncipe Pedro ha objetado a la definición de
Notes and Queries y, por implicación, a cualquier
definición que convierta la Iegitimización de los hijos
a través de la relación de la madre con otra persona,
el rasgo distintivo del matrimonio (1956: 46). La
razón de su objeción es que en algunas sociedades
como la de los toda, «el matrimonio y la Iegitimi-
zación de los hijos pueden considerarse como eos
conceptos separados y diferentes, y puede que sea
necesario pasar por una ceremonia de Iegitimización
de la progenie (la ceremonia pursütpimi de los toda)
para que se establezca quién es el padre legal, porque
los ritos del matrimonio son en sí insuficientes para
lograrlo».
No obstante, de la descripción de Rivers parece
deducirse que lo que distingue a la institución de los
toda que el Príncipe Pedro traduce como «matrimo­
nio» (mokh-vatt), de la institución que él traduce
como «concubinato» (mokkthoditi) (1957: 35), es
que el «marido» tiene el derecho de legitimizar a
algunos o a todos los hijos(as) de su «esposa» a tra-
ves de la ceremonia pursütpimi, mientras que el
amante en la unión mokhtkoditi, al ser de un grupo
endógamo diferente del de la mujer, no tiene tal dere­
cho (Rivers 1906: 526). El marido adquiere el dere­
cho de celebrar la ceremonia pursütpimi; al parecer,
en virtud del matrimonio arreglado con un infante o
pagando en cabezas de ganado al marido anterior o
al grupo de maridos anteriores de la mujer. La unión
matrimonial de los toda, en su comienzo, por lo tanto,
asegura que el hijo(a) que le nazca a la mujer (bajo
circunstancias que no estén prohibidas por las reglas
de la relación) tiene que ser legitimizado antes de
que nazca; la ceremonia pursütpimi confirma la legi­
timidad del niño(a) al ligarle a un padre en concreto
y al darle los derechos del grupo patrilineal del padre.
De nuevo, por lo tanto, en el caso de los toda el rasgo
distintivo del matrimonio es el concepto de la pater­
nidad legal, a pesar de que al marido individual,
debido a la poliandria, le esté permitido legitimizar
sólo a algunos, no a todos, de los hijos(as) nacidos
de su mujer. El caso de los toda, por lo tanto, se
ajusta a mi definición,7 ya sea que consideremos la
ceremonia pursütpimi como la ceremonia final de una
secuencia de ritos matrimoniales, o como el acto de
legitimización que, bajo circunstancias que no estén
prohibidas por las reglas de la relación, uno u otro
de los maridos de la mujer está legalmente obligado a
cumplir.
No defiendo que todas las sociedades deban necesa­
riamente tener la institución de matrimonio según
la he definido. Todavía es posible que encontremos
7. Estoy de acuerdo con el Dr. Fisher en que la definición
del Principe Pedro sobre el matrimonio es una tautología que
no ayuda en nada (1956, 92). Lo único que la segunda anota­
ción del Príncipe Pedro muestra (1957, 35) es que varios
pueblos de su conocimiento tienen distintos términos para
diferentes clases de relaciones entre hombres y mujeres. Pero
si no los examinamos teniendo en cuenta algunos conceptos
nuestros que nos guíen, no podemos decidir sobre cuáles
debemos de traducirlos como «matrimonio» y cuáles como
«concubinato».
sociedades enteras —o más probablemente estratos
sociales enteros— en los que los hijos no adquieren
derechos de status por nacimiento sino es a través
de la madre, por el simple acto de nacer. Es posible
que, por ejemplo, algunos pueblos de esclavos no
tengan matrimonio en este sentido del término. Lo
que yo deseo sugerir, sin embargo, es que para la
mayoría de las sociedades, sino es para todas sobre
las que actualmente tenemos información, incluyendo
a la de los nayar, el matrimonio según lo he definido
yo es una relación significante, que la gente misma
distingue de todas las demás otras formas dé rela­
ción. Mi definición, por lo tanto, debiera permitirnos
aislar el matrimonio como un fenómeno de todas las
culturas, y de ahí pasar a una tarea más interesante:
la de investigar las diferentes circunstancias bajo las
que el matrimonio aparece investido de otros tipos
diversos de derechos y de obligaciones. Algunos de
los más importantes de entre éstos han sido ya men­
cionados por el Dr. Leach.

BIBLIOGRAFIA

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eds, Londres: Oxford University Press.
KATHLEEN GOUGH
EL ORIGEN DE LA FAMILIA

El problema fundamental del origen de la familia


es nuestra ignorancia sobre el mismo. Desde la fecha
en que F. Engels escribiera El origen de la familia,
la propiedad privada y el EsCado (1884) se ha acumu­
lado gran cantidad de información; no obstante, las
lagunas son todavía muy abundantes. Por ejemplo,
desconocemos cuándo apareció con exactitud la fami­
lia, si bien suponemos que aconteció probablemente
entre hace 2 millones y 100.000 años. Tampoco sabe­
mos si su aparición fue de una vez por todas o si
surgió en diversos lugares y en diversas ocasiones,
Otro problema es averiguar si algún tipo de familia
embrionaria apareció antes, con o después que el
lenguaje. Esto significa, si aceptamos que el lenguaje
es el signo distintivo de la humanidad, que ni siquiera
sabemos si nuestros antepasados adquirieron las bases
de la vida familiar antes o después de que alcanza­
ron la condición humana. Es muy posible que el
lenguaje y la familia se desarrollaron conjuntamente
durante un largo período de tiempo, pero es difícil
probarlo.
Aunque el origen de la familia no deja de ser
tema de mera especulación, siempre es preferible la
especulación apoyada en algunos testimonios que la
que carece de ellos. Los testimonios provienen de
tres fuentes. La primera la constituye la vida física
y sgcial de los primates no humanos, especialmente
los monos del Viejo Mundo y del Nuevo Mundo, pero
sobre todo los grandes monos (que son los parientes
más próximos del hombre), La segunda fuente la
constituyen los utensilios y lugares de refugio del
hombre prehistórico y de los protohumanos... La
tercera, la vida familiar de los cazadores y recolecto­
res de productos silvestres que han sido estudiados
en la actualidad.
Estas fuentes son todas imperfectas. Por lo que
respecta a los monos y grandes monos, si bien son
nuestros primos no son nuestros antepasados; por
otra parte, los fósiles homínidos nos dicen poco sobre
la vida social de estas poblaciones. Finalmente, los
pueblos cazadores y recolectores de la actualidad, no
poseen la tecnología y la vida social incipientes que
tuvieron los humanos de los primeros tiempos; todos
ellos muestran el resultado de una adapción larga y
especializada a un medio ambiente marginal. Sin
embargo, dichas fuentes, tomadas conjuntamente, su­
ministran valiosas guías para la investigación.

8 . — POLÉMICA SOBRE EL ORIGEN


Definición de la familia
Para discutir el origen de algo se impone primero
decidir lo que es este algo. La familia puede defi­
nirse como «una pareja casada u otro grupo de pa­
rientes adultos que cooperan en la vida económica y
en la crianza de los hijos(as), la mayor parte de los
cuales, o todos, usan una morada común». Dicha defi­
nición incluye toda forma de hogar basada en el pa­
rentesco. Las llamadas familias «extendidas» están
integradas por tres generaciones de hermanas y her­
manos casados, Las «familias grandes» están forma­
das por los descendientes de una pareja de abuelos.
En los hogares matrilineales1 las hermanas y herma­
nos solteros comparten la casa con los hijos(as) de las
hermanas casadas, limitándose los hombres a visitar
a sus esposas en otra casa. En las familias compuesias
un hombre tiene varias esposas o, por el contrario,
una mujer tiene varios maridos. Finalmente, las fami­
lias nucleares están formadas por un padre, una ma­
dre y los hijos(as) de ambos.
Algún tipo de familia existe en todas las sociedades
humanas conocidas, aunque no por ello se encuentre
en todos los segmentos o clases de cualquier sociedad
estratificada o con estado. Por ejemplo, a los escla­
vos griegos y americanos se les prohibió constituir
familias en el sentido legal; sus familias sociales
fueron disueltas muchas veces como consecuencia de
la venta, el trabajo forzado o la explotación sexual.
Aun así, la familia constituía el ideal al que accedían
1. Véase David M. Schneider y Kathlcen Gough, cds.
Miitrilirteal Kinship, Bcrkeley, 1951, para las características
comunes y variables de los sistemas matiilineales.
todas las clascs y la mayor parte de la gente cuando
les era posible.
La familia implica varios otros universales: 1) Las
reglas que prohíben las relaciones sexuales y el ma­
trimonio entre parientes próximos. A qué parientes
alcanza la prohibición es un hecho variable, pero lo
cierto es que todas las sociedades prohíben el aparea­
miento de madre e hijo, y la mayor parte de ellas
el de padre e hija y el de hermano y hermana. Algu­
nas sociedades permiten las relaciones sexuales entre
parientes de cierto grado y, no obstante, prohíben el
matrimonio entre los mismos. 2) El que la coopera­
ción entre hombres y mujeres de una misma familia
tenga lugar a través de una división del trabajo ba­
sada en la distinción de sexos. También aquí, la
división sexual del trabajo es más o menos rígida y
varía según la naturaleza de las tareas encomendadas.
Pero, en cualquier caso, computar el hecho de la di­
visión sexual del trabajo en las sociedades no huma­
nas es completamente imposible. El cuidado de la
prole y las tareas domésticas tienden a ser desempe­
ñadas por las mujeres, mientras que las actividades
guerreras, la caza y el gobierno corresponden a los
hombres, 3) El matrimonio existe como una relación
socialmente reconocida y duradera (aunque no nece­
sariamente de por vida) entre hombres y mujeres con­
siderados como individuos. A partir del matrimonio
emerge la paternidad social, un vínculo cspcdal de
parentesco entre un hombre y los hijos(as) de su
esposa, sean éstos o no sus hijos(as) fisiológicos. In­
cluso en las sociedades polia'ndricas, en las que las
mujeres tienen varios maridos o en las sociedades
matrilineales, en las que la condición de miembro del
U 5
grupo y la propiedad se transmiten a través de las
mujeres, cada niño(a) tiene uno o más padres desig­
nados con quienes mantiene una relación social, y
muchas veces también religiosa, especial. Este vínculo
de paternidad social se reconoce entre pueblos que
nada saben sobre el rol que el macho desempeña en
la procreación o entre aquéllos en que, por varias
razones, no queda claro quién sea el padre fisiológico
de cada niño(a).cn concreto. La paternidad social
parece provenir más de la división e interdependen­
cia de tareas entre macho y hembra, en especial por
lo que hace referencia a.los hijos(as), que no directa­
mente del hecho de la paternidad biológica, no obs­
tante ser corriente en la mayor parte de sociedades
la presunción de que el padre social de un niño es
también su padre fisiológico. Sin embargo, y en con­
tra del parecer de ciertas feministas, creo que en nin­
guna sociedad humana los hombres, considerados
como categoría total, tienen tínicamente el rol fecun-
dador y no también otros roles sociales y económi­
cos con respecto a las mujeres y a los hijos(as). 4) Por
lo general, los hombres disfrutan de status más ele­
vado y superior autoridad sobre las mujeres de sus
propias familias, aunque en ciertos casos las ancianas
pueden ejercer influencia e incluso a veces autoridad
sobre los hombres más jóvenes. El hecho de la auto­
ridad masculina omnipresente se opone a la creencia
de algunas feministas, para quienes en I j s sociedades
«matriarcales» las mujeres tuvieron la suprema auto­
ridad sobre los hombres, ya en el hogar, ya en todo
el ámbito social.
Es cierto que en algunas sociedades matrilineales,
tales como los hopi de Arizona o los ashanti de Gha­
na, los hombres ejercen poca autoridad sobre sus
esposas. Entre los nayar del Sur de la India y los
minangkabau de Sumatra los hombres pueden incluso
vivir apartados de sus mujeres e hijos(as), es decir,
en familias diferentes. Sin embargo, en dichas socie­
dades lo que acontece es que las mujeres y los ni-
ños(as) están sometidos a la mayor o menor autori­
dad de sus parientes masculinos (hermanos mayores,
hermanos de su madre e incluso los hijos crecidos).
En las sociedades matrilineales, donde la propiedad,
el rango social, los cargos y la pertenencia al grupo se
heredan por líneas femenina, se observa que las muje­
res disponen de mayor independencia que en las socie­
dades patrilinealcs. Esto es particularmente cierto para
sociedades matrilineales en las que el estado no llegó
a desarrollarse, y en especial en aquellas sociedades
tribales de residencia matrilocal, a saber, aquellas en
las que los hombres desplazan su residencia a los
hogares o a los poblados de sus esposas. No obs­
tante, aun siendo esto cierro, en todas las sociedades
matrilineales de las que poseemos descripciones dignas
de crédito, los cabezas de familia, de linajes y de
grupos locales son siempre hombres.
De hecho, ni la realidad existente ni nuestros cono­
cimientos literarios al respecto nos permiten hablar
de verdaderas sociedades «matriarcales» a distinguir
de las «matrilineales», y por el contrario todo parece
indicar que aquellas nunca existieron.2 Esto no signi­
2. Los iroqueses se citan a menudo como sociedad «ma­
triarcal»; pero, de hecho, el propio Morgan se refiere a «ja
falta de igualdad enirc los sexos» y hace notar que las
mujeres estaban subordinadas a los hombres, comían despues
de £sios, y que lns mujeres adúlteras íno los hombres) eran
azotadas públicamente. Las líderes de guerra, los jefes de
fica que entre hombres y mujeres nunca se hubieran
dado relaciones que Ies dignificaran y desarrollaran
mutuamente y fuesen apropiadas al nivel de conoci­
miento, destreza y tecnología de su tiempo. Ni sig­
nifica tampoco que los sexos no pueden alcanzar un
reconocimiento igualitario en el futuro o que la divi*
sión sexual del trabajo no pueda ser abolida. Creo que
todo esto puede y debe ser. Pero no es forzoso creer
en el mito de una edad de oro feminista para propo­
nerse Ja meta de la igualdad en el futuro.

Las sociedades de prima/es


Dentro de la clase de los ptimates, los humanos
son los parientes próximos de los monos antropoides
(el chimpancé y el gorila africanos y el orangután y
el gibón del sudeste asiático), y de estos últimos del
chimpancé y del gorila. Parientes má* lejanos son,
primero, los monos del Viejo Mundo y, después, los
del Nuevo; finalmente, los lemúridos y társidos son
los parientes más distanciados.
Todos los primates comparten características sin
las cuales la familia no habría podido establecerse.
Así, los pequeños nacen relativamente desvalidos;
maman durante varios meses o años y a partir de ahí
tribu y los sasbama {jefes de los linajes matrilineales) eran
hombres. Sin embargo, las mujeres jugaban un papel im­
portante en el gobierno de la casa-Iarpa u hogar de la familia
matrilíneal extendida; las mujeres figuraban también como
consejeros tribales, desempeñaban cargos religiosos, y tenían
:rdos matrimoniales (Lewis H . Mor-
Files, 1954).
necesitan todavía un cuidado prolongado. La niñez
se alarga a medida que las especies se van aproxi­
mando al ser humano. La mayoría de los monos al­
canzan la pubertad aproximadamente entre los cua­
tro y los cinco años y la madurez social aproximada­
mente entre los cinco y los diez. I.os chimpancés, por
el contrario, maman basta los tres años; las hembras
alcanzan la pubertad entre los siete y los diez años
y los machos entran en )a madurez sexual y empiezan
a tener relaciones sexuales a los trece años. La infan­
cia larga y el cuidado maternal producen relaciones
íntimas entre los hijos de la misma madre y ésta
juega con todos ellos y procura auxiliar a los peque­
ños hasta que crezcan.
Monos y simios, al igual que los humanos, se
aparean todos los meses del año sin distinción, en
lugar de hacerlo en la época de celo. Sin embargo, a
diferencia de lo que ocurre entre los seres humanos,
las hembras de aquellos animales experimentan un
mayor apetito sexual en aquel corto período de tiem­
po que abarca dssde unos días antes hasta e! final del
período de celo. Durante dichos días los machos se
sienten atraídos por el dolor de las hembras o por las
turgencias brillantemente coloreadas que se producen
en la región sexual de las mismas. El apareamiento en
época de celo se presenta con especial intensidad en
las especies de primates más alejadas de los humanos.
Los simios y algunos monos lo practican con menor
profusión. Sumándose en ellos, a la sexualidad en
época de celo, una sexualidad que se extiende a lo largo
del mes, lo que les acerca en esto fuertemente a las
pautas de comportamiento humano. Entre los hom­
bres, las apetencias y las relaciones sexuales vienen
reguladas más por las representaciones mentales, las
emociones, las normas culturales y las preferencias
individuales que por los cambios hormonales.
La sexualidad extendida a lo largo del año (si no
siempre a lo largo de todos los meses), da a enten-
der que los primates machos y hembras acceden a
la relación social de modo ininterrumpido, lo que no
se da, por lo menos con este carácter, entre la mayo­
ría de los demás mamíferos. Todos los primates for­
man bandas o tropas compuestas de individuos de
ambos sexos y por crías. El número de miembros y
la proporción entre los sexos varía, dándose el caso
en algunas especies de que un individuo, una madre
con su hijo(a), o una tropa secundaria compuesta de
machos jóvenes pueden viajar solos temporalmente.
Pero, por lo general, machos y hembras se prodigan
en las relaciones sociales ya a través de mutuos cuida­
dos y juegos,3 como también por medio de fre­
cuentes relaciones sociales. Al mantenerse próximos
a las hembras, a los machos les resulta fácil jugar
con las crías y atender a la defensa de éstas y aquéllas
frente a los animales depredadores. De este modo en­
contramos ya en la sociedad de los primates una «di­
visión del trabajo» basada en el sexo y según la cual
el rol del cuidado prolongado de las crías corres­
ponde a las hembras y el rol de la defensa a los
machos. Ciertamente, en ocasiones los machos pueden
cuidar la prole y las mujeres participar en la guerra,
pero un cierto tipo de «paternidad» generalizada se
manifiesta en el rol de protección que los machos
adultos desempeñan con respecto a los jóvenes de
o íos dientes 2 1 ^ ^ ^u *tar ^os Par*sitos con las m anos
ambos sexos, incluso entre las especies donde los
dos sexos no constituyen uniones individuales de larga
duración.

Vínculos sexudes entre los primates


Algunos primates no humanos mantienen lazos y
limitaciones sexuales permanentes, que por lo menos
superficialmente se parecen a las que se dan en las
sociedades humanas. Entre los gibones un macho y
una hembra conviven con sus hijos(as). El macho
ahuyenta a los otros machos y la hembra hace otro
tanto con las otras hembras. .Cuando un cachorro ac­
cede a la pubertad deja el grupo o es expulsado de
él, ya por el padre, si se trata de un macho, o por
la madre, si se trata de una hembra; el joven acaba
por encontrar en otro lugar alguien con quien apa­
rearse. Igualmente, la prohibición del incesto, apa­
rentemente innata, podría verse como algo genética­
mente heredaco por los humanos de sus antepasados
prehumanos, si no fuera porque el gorila y el chim­
pancé, que son parientes más cercanos del hombre
que el gibón, carecen ai parecer de dicha prohibición.
Los orangutanes viven en pequeños grupos arborí-
colas como los gibones, pero sus formas de agrupa­
ción son menes regulares. Una o dos hembras pueden
vagar solas con sus hijos(as) apareándose ocasional­
mente con un macho o puede suceder también que
una pareja, formada por un macho y una hembra,
viajen por su cuenta o también que varios machos
jóvenes viajen en grupo.
Entre los gorilas montaraces de Uganda, los lan-
gures de la India y los papiones liamadríados de
Etiopía, un macho adulto se aparea con varias hem­
bras, particularmente durante la época de celo. Si
hay otros machos presentes, las hembras pueden
mantener relaciones sexuales con ellos, si bien de una
forma ocasional y siempre que el macho adulto esté
cansado o distraído.
Entre los papiones del Este y el Sur de Africa, los
macacos de la India y los monos lanudos de América
del Sur se constituyen tropas más numerosas que
pueden llegar a tener 200 individuos. La tropa con­
tiene varios machos adultos y un numero mucho ma­
yor de hembras. Los machos están ordenados en una
estricta jerarquía según el poder que confieren tanto
la fuerza física como la inteligencia. Los machos más
dominantes copulan intensivamente con las hembras
durante el período de celo. Cuando éste toca a su
fin, una hembra puede apegarse brevemente a uno de
estos machos dominantes. En otras ocasiones, las
hembras pueden relacionarse sexualmente con machos
de uno u otro rango, pero siempre bajo la condición
de que los machos de rango más elevado así lo per­
mitan.
Entre algunos papiones y macacos, los machos jó­
venes viajan en las inmediaciones del grupo y tienen
pocas posibilidades de acceso a las hembras, Algunos
macacos expulsan de la tropa a una cierta proporción
de machos jóvenes, que pasan luego a constituir
«tropas de solteros». Los solteros pueden formar más
tarde tropas nuevas con hembras jóvenes. Otros pri­
mates son más promiscuos o más bien indiscriminados
en el apareamiento. Los chimpancés y los monos
aulladores de Sudamérica viven en grupos estructu­
rados de forma poco cohesionada y también (como en
la mayoría de tas sociedades de monos y simios) con
predominio del número de hembras. La unidad ma­
dre-hijo constituye el único grupo estable. La copula­
ción se produce casi al a¿ar, pero se intensifica y toma
formas de gran promiscuidad durante la época de
celo.
Algunos antropólogos conocidos han sostenido que
ciertas costumbres y actitudes que se dan en las So­
ciedades humanas no son aprendidas culturalmcnte,
sino que son instintivas y que en este sentido pro­
vienen de nuestra herencia primate. Entre ellas inclu­
yen las diferencias de jerarquía o rango social entre
los hombres, el hecho del poder político de los hom­
bres sobre tas mujeres, la mayor continencia sexual,
la fidelidad y condición sumisa de las mujeres y la.
mayor inclinación de los hombres a constituir gru­
pos de amigos con otros hombres, en comparación con
las tendencias femeninas que miran más bien a ape­
garse a un hombre.4
No puedo aceptar estas conclusiones y creo que
derivan de una actitud machista que colma los deseos
más vivos de nuestra propia sociedad. Un argumento
«científico» que establezca la naturaleza instintiva de
iodos estos rasgos de inferioridad femenina, consü*
tuye, qué duda cabe, un arma poderosa destinada a
conservar la familia tradicional y la dominación mascu­
lina. Pero, de hecho, dichos rasgos no son universales
4. Ver, por ejemplo, Dcsmond Morris, The Naked Apt
Jonathan Cape, 1967 (hay tr. csp., El mono demudo. Darce-
Jona: PIuj y Janés); Robín Fox, Ktnsbip and Mamage, Pe-
Ucw Booki, 1%7 (hay u. csp. Parentesco y matrimonio,
Madrid: Alianza.)
entre los primates no humanos y sobre todo no lo
son en algunos de aquellos cuya relación con los
humanos es muy próxima. Entre los chimpancés se
da un grado bajo de dominación y jerarquía de los
machos sobre las hembras, y puede decirse que su
sexualidad se ejercita indiscriminadamente. Los gibo-
nes muestran una suerte de fidelidad que alcanza por
igual a ambos sexos, así como la carencia absoluta de
dominación masculina o de jerarquía entre los ma­
chos. Los monos aulladores son sexualmentc indis­
criminados pero no exhiben dominación ni jerarquía
entre los machos. Lo que ocurre es que entre los
primates no humanos la dominación de los machos
sobre las hembras y la jerarquía entre los machos pa­
recen constituir adaptaciones a medios ambientes es­
peciales, algunas de las cuales llegaron a establecerse
genéticamente a través de la selección natural. Sin
embargo, entre los humanos estos rasgos se encuen­
tran presentes en grados muy variables y son casi con
certeza aprendidos, y no'innatos. Entre los primates
no humanos existen diferencias generales bastanse
importantes entre los que habitan principalmente en
los árboles y los que lo hacen mayormente en el
suelo. Los arborícelas (por ejemplo gibones, orangu­
tanes, monos aulladores sudamericanos y monos la­
nudos) necesitan defenderse de los depredadores en
menor medida que los terrícolas (tales como los pa­
piones, macacos y gorilas). Donde la defensa es nece­
saria, los machos son mucho mayores y mucho más
fuertes que las hembras, ejercen el dominio sobre ellas
y están asimismo estrictamente jerarquizados y orga­
nizados entre sí. Donde la defensa se hace menos im­
portante hay mucho menos dimorfismo sexual (dife-
rcncia de estructura entre el macho y la hembra), la
dominación es menor o inexistente, la jerarquía entre
los machos es menos pronunciada y existe mayor
promiscuidad sexual.
Comparativamente hablando, los humanos poseen
un grado de dimorfismo sexual bastante reducido,
parecido al de los chimpancés. Estos viven en ha-
bitats selváticos o semiselváticos, gran parte del tiem­
po en los árboles, pero también parte de ¿1 en tierra.
Para dormir construyen refugios individuales, a veces
en el suelo, pero generalmente en Jos árboles, donde
suben para escapar del peligro. Los chimpancés mar­
chan principalmente sobre las cuatro extremidades,
pero algunas veces sobre los dos pies; pueden cons­
truir y utilizar instrumentos sencillos. Los machos
son dominantes, pero no en exceso. La jerarquización
de los machos es inestable; por otra parte, los machos
cambian a menudo de grupo (el tamaño del grupo
oscila entre 2 y 50 individuos). La alimentación es
vegetariana y se completa con lombrices, larvas y en
ocasiones con animales pequeños. Madre c hijo for­
man la única unión estable. Las relaciones sexuales
son en su mayor parte indiscriminadas, pero los ma­
chos defienden a los animales más jóvenes del peligro.
Todo parece indicar que nuestros antepasados pre-
humanos tuvieron una vida social parecida a Ja nues­
tra.
Marx y Engels estaban probablemente en lo cierto
al concluir que pasamos por un estadio de «promis­
cuidad original» antes de convertirnos en completa­
mente humanos.
La evolución humana
Juzgando a partir del testimonio de los fósiles, po-
demos decir que los simios que fueron antepasados
tanto de los hombres como de los gorilas y de los
chimpancés se hallaban ampliamente extendidos por
Asia, Europa y Africa hace de unos 12 millones a
28 millones de años. Al acabar dicho periodo, llamado
Mioceno, apareció en el Norte de la India y en el
Africa Oriental el ramapitcco, que bien puede consi*
derarse el antepasado tanto de los últimos homínidos
como de los hombres modernos. Era una especie de
tamaño pequeño como Jos gibones, andaba erguido
sobre dos pies, poseía unos dientes laterales que eran
más humanos que simiescos y, debido a ello, utilizaba
más las manos que los dientes para romper sus ali­
mentos. A partir de este momento la evolución hacia
el estadio humano debe haber tenido lugar a través
de varias fases hasta la aparición final del homo sa­
piens hace aproximadamente 70.000 años.
En el Mioceno, y con anterioridad a la aparición
del ramapiteco, existieron varios periodos durante los
cuales en extensas superficies el clima se hizo más
seco y los bosques subtropicales menguaron o des­
aparecieron, La reconstrucción más aceptable establece
que grupos de simios, probablemente en Africa, tu­
vieron que descender de los árboles y adaptarse a la
vida terrestre. Estos, a través de la selección natural,
probablemente durante millones de años, especializa­
ron alguna de sus extremidades en el acto de caminar.
De esta manera, liberadas las manos, empezaron a
usarlas para no sólo (como acontecía entre los simios)
apresar y romper, sino también paar acarrear objetos
tales como armas (las cuales no habían tenido hasta
el momento más que un carácter esporádico) o crías
(los cuales hasta el momento transportaban asidos a
los pelos del cuerpo de sus madres respectivas).
La sequía y la extensión de hierbas indigestas
en las sabanas abiertas obligó a los moradores primi­
tivos del suelo a convertirse más en cazadores activos
que en simples buscadores de animales pequeños, en­
fermos o muertos que hallaban en su camino. La caza
colectiva y el uso de utensilios trajo como conse­
cuencia la cooperación del grupo y ayudó a avivar
el desarrollo del lenguaje más allá de los meros
sistemas de llamada propios de los simios. El lenguaje
significó el uso de símbolos con que referirse a los
acontecimientos no presentes. Esto permitió en gran
parte unas posibilidades de previsión acentuadas, me­
moria, actividad planificadora y división de tareas, en
resumen, la capacidad para el pensamiento humano.
Al convertirse en cazadores, los grupos territoria­
les llegaron a ser mucho más extensos. Los simios
recorren sólo unos pocos miles de pies al día, los
cazadores caminan varias millas. El carácter desvalido
de la prole hizo que las mujeres lactantes no pudieran
cazar más que pequeñas piezas en los alrededores del
campamento. Esto produjo la división sexual del tra­
bajo sobre la que desde entonces se basa la familia
humana. Las mujeres desarrollaron los métodos de los
simios en lo que al cuidado de los niños y ai aprovi­
sionamiento se refiere, adaptando uno y otros a la
existencia del grupo. Por su parte, los hombres me­
joraron los métodos de lucha y de protección del
grupo de los simios; adaptaron estos métodos a la
caza, utilizando armas, tanto para la caza como para
!a guerra, que durante milenios no sufrirán m odifi­
cación alguna.
De la división sexual del trabajo surgieron, por
primera vez, la vida familiar y la cooperación del
grupo. Entre los simios, las hembras construyen las
guaridas y proveen el suministro para sus hijos(as).
Pero los simios adultos no cooperan en la consecu­
ción de alimentos ni en la construcción de madri­
gueras. Cada noche construyen nuevas guaridas en el
lugar donde se hallan. Con el desarrollo clel complejo
de caza y recolección se hace necesario disponer de un
hogar. Los hombres pueden así traer a este lugar
carne en cantidad, de forma que sirva para el abaste­
cimiento de varios días. Las mujeres y los niños(as)
pueden encontrar allí a los hombres una vez finalizada
la jornada de caza y aportar su producción vegetal.
Hombres, mujeres y niños(as) pueden construir guari­
das conjuntas, aprovisionarse de carne de caza y
aprovechar las pieles de esta última para vestir.
Más adelante, el fuego sirvió como medio pura pro­
tegerse de los animales salvajes, para las necesidades
de alumbrado y finalmente para cocinar. El fuego
vino entonces a proporcionar el centro y el símbolo
del hogar. Con el desarrollo del arte de cocinar, al­
gunos humanos (principalmente mujeres; quizá tam­
bién algunos niños y ancianos) dedicaron más tiempo
a la preparación de los alimentos, con lo que fue más
fácil y se empicó menos tiempo en desgarrarlos y mas­
ticarlos. Las comidas, ya menos frecuentes por el paso
a una dicta carnívora, se convirtieron en actos bre­
ves y periódicos en lugar de las largas sesiones ali­
mentarias de los simios.
La evolución hacia la humanidad acarrea dos cam­
bios corporales que afectan al nacimiento y al cuidado
de los hijos. Estos cambios fueron la forma del crá­
neo y la anchura de la pelvis. El andar erguido pro*
dujo una pelvis más estrecha con la que sujetar me­
jor las entrañas. Por otra parte, el desarrollo del len­
guaje trajo consigo el crecimiento desproporcionado
del cerebro con respeto al cuerpo. Para compensar
estos inconvenientes, los humanos nacen en un estadio
más inferior de desarrollo que los simios. Durante
largo tiempo están completamente indefensos y re­
quieren un cuidado más largo y absoluto. Esto mo­
tivó, a su vez, que las mujeres primitivas se concen­
traran más completamente en el cuidado de los hijos
y menos en la defensa, todo lo contrario de lo que
sucedía entre los simios.
El lenguaje hizo posible no sólo la división y la
cooperación del trabajo, sino también todas las formas
de tradición, reglas, moralidad y aprendizaje cultural.
Las reglas que prohíben las relaciones sexuales entre
parientes próximos deben haber surgido muy pronto.
No sabemos con precisión ni el cómo ni el por que
se desarrollaron, pero lo cierto es que por lo menos
desempeñaron dos funciones muy útiles. Por una par­
re, ayudaron ¡i conservar el orden en la familia, en­
tendida ésta como una unidad de cooperación, al pros­
cribir toda competencia para el apareamiento. Por
otra parte, crearon vínculos interfamiliares, c incluso
entre bandas diversas, suministrando así ias bases
para una mayor cooperación en la lucha por la sub­
sistencia y en el desarrollo del conocimiento.
No queda claro cuando ocurrieron todos estos cam­
bios. El cambio climático, con la progresiva sequía,
ocurrió hace unos 28 millones de años y fue exten-

9. — POLÉMICA SOBRE C1 ORICtN


diéndosc de región en región. Hace unos doce millones
de años, en la India y en Africa, la línea de los pie*
humanos y la de los gorilas-chimpancés se separaron
del tronco común. La línea prehumana desembocó en
el australopíteco de Africa del Sur y Oriental apro­
ximadamente hace 1.750.000 de años; los australo-
pítécidos eran homínidos de andar erguido, de peque­
ña estatura, bípedos y con un cerebro mayor que el
de los simios, que construían utensilios y que proba­
blemente cazaban en las regiones herbóreas. Resulta
improbable que conocieran el fuego.
El primer uso conocido del fuego es por parte de
los homínidos cavernícolas (en particular el sinántropo,
perteneciente a la rama de los pitecantrópidos) de
Chukutien, cerca de Pekín, en la segunda época gla­
ciar, hace medio millón de años. El fuego se usaba
corrientemente en los hogares (lo que sugería que
los alimentos eran cocinados) en el tiempo de las
culturas Aquelense y Musteriense propias del hom­
bre de Neandertal en Europa, Africa y Asia antes,
durante y después de la tercera glaciación (aproxima­
damente hace entre 150.000 y 100.000 años). Estos
homínidos eran a menudo habitantes de las caver­
nas y enterraban ceremonialmente a sus muertos en
éstas. Pero no podían sentirse muy seguros en las
cavernas, ni de día ni de noche, hasta que el fuego
empezó a utilizarse para ahuyentar a los depredado­
res.
La mayor parte de los antropólogos concluyen que
la vida de hogar, la familia y el lenguaje se habían
desarrollado ya en la época del hombre de Nearden-
tal; es muy posible que éste pueda haber sido el ante­
pasado del homo sapiens, lo que explicaría la seme­
janza que existe entre ambos. Sin embargo, existen
por lo menos dos antropólogos que creen que el
australopiteco poseía ya el lenguaje hace cerca de 2 mi­
llones de años; otro piensa que el lenguaje y la
prohibición del incesto no aparece hasta la época del
homo sapiens, hace de unos 70.000 a 50.000 años.5
Por mi parte, me inclino a creer que la vida familiar
que se desarrolla a partir del uso de utensilios, la
utilización del lenguaje, la cocina y la división sexual
del trabajo deben haberse establecido hace entre
500.000 y 200.000 años.

Cazadores y recolectores
La mayor parte de las sociedades de cazadores y
recolectores estudiadas durante los siglos que van del
x v i i i al xx son de tecnologías similares a las de
aquellas sociedades que vieron su máxima difusión
en el Mesolítico. Esto ocurrió hace de unos 15.000
a 10.000 años, una vez finalizados los pei.^Jos glacia­
res pero antes de la invención de la agricultura y la
domesticación de los animales.
Los cazadores de nuestros días viven en selvas mar­
ginales y en medios montañosos, árticos o desérticos
donde la agricultura resulta impracticable. Aunque
no se Jes pueda tachar en modo alguno de «primige­
nios», lo cierto es que nos proporcionan una serie de
5. Para el primer punto de vista, ver Charles F. Hockett
y Robert Aschcr «The human tevolution», en Man m Adap-
iatioti; tho Biosocw! Background, compilado por Yehudi A.
Cohon, Aldine, 1968; para el último, Frank B. Livingstone,
«Genetics, Ecology and the Origin of Incest and Exogamy»,
Currcnt Antbropólogy, febrero, 1969.
claves sobre los tipos de familia que existieron en
el 99 % de la historia humana, es decir, en todo el
período anterior a la revolución agrícola. Entre otros
pueblos cazadores están los esquimales, muchos grupos
de indios canadienses y sudamericanos, los bambuti
selváticos (pigmeos), los bosquimanos del desierto de
Sudáfrica, los kadar del Sur de la India, los veddah
de Ceylán y los pobladores de las islas Andamán. En
conjunto se trata de unas 175 culturas de cazadores
y recolectores de Oceanía, Asia, Africa y América de
las que poseemos descripciones bastante detalladas.
A pesar de habitar en medios tan variados, los
pueblos cazadores muestran ciertos rasgos comunes
de vida social. Viven en bandas de unos 20 a 200 in­
dividuos, si bien la mayor parte de las bandas están
constituidas por menos de 50 individuos. Las bandas
se dividen en familias que, en algunas estaciones del
año, se autoabastecen. La tecnología de estos pue­
blos puede ser simple pero es en extremo ingeniosa.
Todos poseen arcos y flechas, lanzas, agujas, vesti­
mentas de pieles de animales, y refugios provisionales
construidos con hojas o con madera. La mayor parte
también incluyen la pesca en sus actividades; por lo
común, las bandas se abastecen y cazan en un extenso
territorio dentro del cual los cambios de campamento
son muy frecuentes. La vida social se desarrolla en un
plano de igualdad. Por supuesto no existe ni estado
ni gobierno organizado. Aparte de los chamanes o
magos, la división del trabajo descansa exclusivamente
en la edad y el sexo. Los recursos son propiedad de
la comunidad; los utensilios y pertenencias personales
se intercambian libremenie. Todo el que puede, tra­
baja. El líder de la banda puede ser cualquier hom­
bre que posea la inteligencia, el valor y la perspicacia
suficientes para ganarse el respeto de sus compañe*
ros. Las ancianas inteligentes son también respeta­
das.
El hogar es la unidad básica de cooperación econó­
mica en el que los hombres, las mujeres y los hijos(as)
actúan según los principios de la división del trabajo
y la mancomunidad de productos. En el 97 % de las
175 sociedades clasificadas por Murdock como caza­
doras y recolectaras, la caza es una actividad exclusi­
vamente masculina; en el 3 % de las sociedades res­
tantes la caza es una actividad fundamentalmente
masculina. La recolección de plantas silvestres, frutos
y nueces es una tarea femenina; en el 60 % de estas
sociedades sólo las mujeres se dedican a la recolección,
mientras que en otro 32 % la recolección sigue sien­
do fundamentalmente femenina. La pesca, allí donde
es practicada, es en el 93 % de los casos una activi­
dad única o principalmente masculina. Por lo que al
resto se refiere, los hombres monopolizan la lucha,
si bien la guerra entre las bandas suele darse sólo en
contadas ocasiones. Las mujeres atienden principal­
mente al cuidado de los niños(as) y de los refugios,
así como a la mayor parte de las actividades de la
cocina. La construcción de los refugios y la fabrica­
ción de utensilios, ornamentos y vestidos se halla
dividida de diversas maneras entre los sexos. Lis
jóvenes ayudan a las mujeres y los muchachos juegan
a la caza o incluso cazan pequeñas piezas; cuando
ambos alcanzan la pubertad asumen los roles corres­
pondientes de adultos. Cuando el medio ambiente
lo hace deseable, los hombres de toda una banda o
de una agrupación menor cooperan en la caza o en
la pesca y se reparten entre ellos las piezas cobradas.
Es también común que mujeres pertenecientes a fa­
milias vecinas vayan juntas a la recolección.
Entre los cazadores, la composición familiar varía
al igual que en otro tipo de sociedades. Alrededor de
la mitad de las sociedades cazadoras que conocemos
están compuestas por familias nucleares (padre, ma*
dre e hijos(as)) con algunas variantes ocasionales de
corte poligínico (un hombre, dos o más esposas e
hijos(as)). Evidentemente las familias nucleares son
las más comunes entre los cazadores, si bien estos po­
seen una proporción ligeramente superior de familias
poligínicas que las sociedades no cazadoras. Una ter­
cera parte aproximadamente poseen hogares de «tron­
co familiar», es decir, familias en las que los padres,
ya ancianos viven con uno de sus hijos (as) casados, y
los hijos(as) de éste, mientras que los otros hijos(as)
viven aparte. Una proporción todavía menor vive en
grandes familias extendidas que comprenden varios
hermanos casados (o varias hermanas casadas), sus
esposas, y sus hijos(as).6 No obstante, el número
de familias extendidas y de troncos familiares es me­
nor en las sociedades de cazadores que en cualquier
otro tipo de sociedad. Estas aglomeraciones familiares
empiezan a ser comunes con la aparición de la agri­
cultura; se encuentran principalmente en los grandes
6. Para datos exactos, ver G. P. Murdock, World cthr.o•
graphic samplc, American Anthropologist, 1957; AUan D.
Coult, Cros Tabula tíons of AUirdocJs's World Ethtto&raphtc
Satnpíf, Universidad de Missouri, 1965; y G. P. Murdock.
Ethnographic Atlas, Universidad de Pittsburgh, 1967. En el
último estudio citado, de 175 sociedades destazadores, el
47 por ciento se componía de hogares de familias nucleares,
el 38 por ciento de familias de tronco (?), y el 14 por ciento
de familias extendidas.
estados agrarios preindustriales, tales como la antigua
Grecia, Roma, la India, los imperios islámicos, la
China, etc.
Las sociedades cazadoras poseen también muy po­
cos hogares compuestos por una viuda o divorciada
con sus hijos(as). Esto se explica porque ni los hom­
bres ni las mujeres pueden sobrevivir largo tiempo
sin contar con el trabajo y la producción del otro
sexo y el matrimonio constituye el único camino
para obtener ambos. Esta es la razón que ayuda a
comprender por qué tan a menudo los jóvenes tienen
que dar pruebas de destreza en la caza y las jóvenes
en la cocina antes de que puedan casarse.
La familia, junto con la agrupación territorial, pro­
porcionan el armazón de la sociedad entre los caza­
dores. En efecto, como Marx y Engels vieron clara­
mente, el parentesco y el territorio son la base de
todas las sociedades que existieron con anterioridad a
la aparición del estado. No sólo las bandas de caza­
dores y recolectores sino también las organizaciones
más vastas y complejas de las tribus y jefaturas de
los cultivadores y pastores primitivos organizan a los
individuos a través de la descendencia de antepasados
comunes o de la existencia de lazos matrimoniales
entre grupos. Entre los cazadores las cosas son más
simples. Más allá de la familia sólo existe la banda.
Con Ja domesticación de los animales y plantas la
economía se hace más productiva; un mayor número
de personas pueden vivir juntas. Las tribus contienen
varios millares de personas organizadas de forma cohe­
rente en grandes grupos de parentesco, como los lina­
jes y los clanes, cada uno de ellos compuesto por un
cierto número de familias relacionadas entre sí. Con
el desarrollo de las fuerzas productivas se hace po­
sible un poder político centralizado que, junto con la
especializacion artesanal y el desarrollo del comercio,
permiten el surgimiento de las jefaturas. Pero éstas
se hallan estructuradas también a través de una serie
de lealtades jerarquizadas y de lazos matrimoniales
entre grupos de parientes.
Tan sólo con la aparición del estado, proporcionan
las clases, con independencia del parentesco, la base
de las relaciones de producción, de distribución y de
poder. Pero incluso en este caso los grupos de pa­
rentesco siguen siendo importantes en los estados
agrarios; de hecho, el parentesco persistirá como el
principio organizador básico dentro de cada clase
hasta la aparición del capitalismo. La poca impor­
tancia que tiene la familia en nuestros días es conse­
cuencia de una disminución de la importancia del
«familismo» en relación a otras instituciones; dicho
declinar empezó con el desarrollo del capitalismo y
del maqumismo. En la mayoría de las sociedades so*
cialistas modernas, la familia es incluso menos signi­
ficativa como principio organizador. Es razonable su­
poner que en el futuro el papel de la familia se hará
insignificante o, incluso, llegará a desaparecer.
Morgan y Engels creyeron que de un estado de
promiscuidad original, los primeros humanos pasa­
ron a prohibir dentro de la banda, al principio, las
relaciones sexuales entre la generación de los padres
y la de los hijos(as), pero continuaron permitiéndolas
indiscriminadamente entre hermanos, hermanas y toda
clase de primos. A esta nueva situación la denomi­
naron «familia consanguínea». Por otra parte, supu­
sieron que más tarde la prohibición se extendió a la
Familia o a un grupo de parentesco más grande pero
que entre una y otra existió una etapa intermedia (la
punalúa) en la que un grupo de hermanas u otras
mujeres unidas por estrechos lazos de parentesco se
casaban conjuntamente con un grupo de hermanos o
un grupo de hombres estrechamente emparentados y
pertenecientes a otra banda. La familia de parejas, en
la que un hombre estaba casado con una o dos
mujeres, no apareció hasta mucho más tarde y en
particular con la domesticación de animales y plan­
tas.
Estos autores sacaron sus conclusiones, no porque
constataran la existencia de verdadero matrimonio de
grupo entre los pueblos primitivos, sino a partir de
los términos de parentesco que se din en ciertas so­
ciedades tribales o jefaturas. Algunas de estas socio*
dades equiparan a todos los parientes del mismo sexo
pertenecientes a la generación de los padres, lo que
sugiere el matrimonio entre hermano y hermana. Otras
equiparan sólo a los hermanos del padre con el padre
y a las hermanas de la madre con la madre, sugiriendo
así el matrimonio de un grupo de hermanos con un
grupo de hermanas.
Los datos que poseemos sobre las sociedades pri­
mitivas de nuestros días no permiten confirmar estas
conclusiones. Todos los pueblos cazadores y recolec­
tores conocidos viven en familias, y no en ordena­
mientos sexuales comunitarios. El apareamiento está
individualizado, si bien un hombre puede ocasional­
mente disponer de dos mujeres o (muy raramente) una
mujer de dos maridos. La vida económica se consti*
cuye principalmente en torno a la división del tra­
bajo y a la asociación entre hombres y mujeres indivi»
dualmente considerados. Los hogares cavernas, y de­
más vestigios que nos quedan de los cazadores del
Paleolítico Superior, sugieren que este tipo de orde­
nación se remonta a los primeros tiempos. No pode­
mos decir que las secuencias de Engels no se apliquen
a los primeros homínidos, sólo que carecemos de Jas
pruebas para demostrarlo. Pero, hecha esta salvedad,
es difícil ver qué acuerdos económicos entre los caza­
dores primitivos pudieron dar lugar al matrimonio de
grupo en vez de a matrimonios individuales o de
parejas —esto Engels no lo explica.
Los antropólogos soviéticos creyeron en los esta­
dios primitivos descritos por Engels y Morgan mucho
más tiempo que los antropólogos occidentales. En la
actualidad, la mayoría de los antropólogos rusos admi­
ten la falta de pruebas con que demostrar la existen­
cia de las familias consanguíneas y punalúas, pero
algunos todavía creen que un tipo distinto de ma­
trimonio de grupo se intercaló entre las uniones in­
discriminadas y la familia formada por una pareja.
Semyonov, por ejemplo, afirma que en la fase del
matrimonio de grupo la unión dentro del mismo clan
de cazadores estaba prohibida, pero que los hombres
de dos bandas vecinas tenían múltiples relaciones se­
xuales con las mujeres de la otra banda.7
Aunque este ordenamiento no puede descartarse,
parece poco probable. De hecho, muchas de las cos­
tumbres que Semyonov considera como «superviven­
cias» de dichos matrimonios de grupo (por ejemplo:
7. Y. I, Semyonov, «Group Aiarriage, its Nature and Role
its the Evolution of Murriage and Family Relaíions», V il Con­
greso Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas,
Volumen IV, Moscú, 1967.
maridos visitantes, grupos de residencia matrilineales,
clanes dispersos, múltiples esposos para ambos sexos,
casas comunales de hombres y mujeres, prohibición
de relaciones sexuales dentro de las chozas del pue­
blo, etc.), se encuentran realmente no tanto entre
las sociedades cazadoras como entre las tribus horti-
cultoras e incluso en los estados agrícolas bastante
complejos.8 Pero, en resumidas cuentas, que dicha
fase de matrimonio de grupo existiera o no en las
sociedades primitivas, no cabe duda de que el matri­
monio de parejas (lo que supone la existencia de ho­
gares familiares) apareció con el desarrollo de méto­
dos complejos de cazar, de cocinar, de preparar alimen­
tos y construir refugios, es decir, con una plena divi­
sión del trabajo. Incluso así, en cierto sentido la unión
sexual entre cazadores tiene más carácter de grupo
que en los estados agrarios arcaicos o en las socieda­
des capitalistas. La muestra de Murdock pone de
manifiesto que las relaciones sexuales antes del matri­
monio se hallan estrictamente prohibidas en sólo
el 26 % de las sociedades de cazadores. En el resto,
el matrimonio tiene lugar a una edad tan temprana
que las relaciones sexuales premaritales son improba­
bles o, lo que es más común, las relaciones sexuales

8. Los cazadores del Paleolítico Superior produjeron es­


tatuillas femeninas que eran símbolos evidentes de fertilidad.
El culto continuó a través de los períodos Mesolítico y Neo*
lírico. Se encuentran diosas y espíritus de fertilidad en algunas
sociedades patrilineales y matrilineales, pero tienden a ser
más importantes en las últimas. Es, pues, posible que incluso
hacia el final de la Edad de Piedra los cazadores tuvieran
residencia matrilocal y, quizá, filiación matrilineal, y que en
algunas regiones estas características continuaran en la época
de la horticultura.
se permiten más o menos libremente antes del matri­
monio.
Con respecto al matrimonio, la monogamia es la
práctica normal entre la mayor parte de cazadores,
pero no siempre es la regla normal. En la muestra de
Murdock, sólo el 19 % de las sociedades prohíben
las uniones plurales. Donde figura la poligamia (79 %)
el tipo más común viene dado por un hombre que
se casa con dos hermanas o con otras mujeres parien­
tes cercanas del.mismo grupo familiar, por ejemplo,
las hijas de dos hermanos o de dos hermanas. Cuando
una mujer muere es práctica común que una her­
mana la sustituya en el matrimonio; cuando un hom­
bre muere le sustituye su hermano.
Igualmente, muchas sociedades cazadoras conside­
ran que las esposas de hermanos u otros parientes pró­
ximos son en algún sentido esposas del grupo que
aquéllos componen. En caso de emergencia, si alguno
de aquéllos enferma, se las puede llamar. Asimismo,
mpchas sociedades permiten períodos especiales de
libertad sexual entre hombres y mujeres de un grupo
local que no esté relacionado matrimonialmente cón
el otro, como los juegos «a oscuras» de los esquima­
les que comparten una casa de nieve comunal. En
otras situaciones, la esposa de un esquimal pasa la
noche con un invitado ocasional de su esposo; todo
el mundo considera que esto forma parte de las nor­
mas de hospitalidad. Finalmente, el adulterio, aunque
puede ser a menudo castigado, tiende a estar muy
extendido en las sociedades cazadoras (y son pocas las
que prohíben el divorcio o las nuevas nupcias).
La razón de todo esto parece ser la de que el ma­
trimonio y las restricciones sexuales son acuerdos
prácticos entre cazadores destinados principalmente a
satisfacer las necesidades económicas y de superviven­
cia. En estas sociedades, algún tipo de aparejamiento
más bien estable es lo que mejor permite una ade­
cuada división del trabajo, la cooperación entre hom­
bres y mujeres y el cuidado de la prole. Fuera de la
familia inmediata, un grupo familiar más grande o
toda la banda desarrollan otras formas menos inten­
sas de actividades cooperativas. Por consiguiente, los
maridos y las esposas de los individuos dentro de di­
cho grupo pueden ser obligados a sustituirse si la
necesidad se presenta. En el caso del préstamo de
esposas entre los esquimales, el clima extremado y
la necesidad que tiene el hombre de deambular solo
en busca de la caza explican la existencia de altos dic­
tados de hospitalidad; esto acaba por extenderse a
las relaciones sexuales.
En el supuesto de la poligamia sororal (o del ma­
trimonio con la hermana de la esposa muerta) hay que
decir que resulta natural que cuando dos mujeres
deben desempeñar el mismo rol —ya conjunta, ya
sucesivamente— se acuda a dos hermanas para ello,
puesto que son las que exhiben mayor parecido y es
más probable que cuiden mejor que nadie los hijos(as)
de la otra. Por otra parte, cuando ni los lazos econó­
micos ni la supervivencia del matrimonio peligran, las
sociedades pueden ser más tolerantes y permitir la
libre camaradería; de ahí la libertad sexual prematri­
monial, las libertades sexuales de grupo en determi­
nadas ocasiones y un punto de vista pragmático sobre
el adulterio.
En los pueblos cazadores los matrimonios son con­
certados, por lo común, por los ancianos cuando una
pareja está preparada para asumir las responsabilidades
de los adultos. Pero la futura pareja sabe uno del otro
y en este campo hay usualmente posibilidad de elec­
ción. Si el primer matrimonio no da buenos resultados,
es casi seguro que la segunda pareja se constituirá
libremente. Tanto el amor sexual como la amistad
entre hombres y mujeres individualmente considera­
dos son conocidos y no cabe duda de que se experi­
mentan con gran profundidad. Con una relativa liber­
tad de apareamiento, en estas sociedades el amor está
con menos frecuencia separado u opuesto al matrimo­
nia que en los estados arcaicos c incluso que en algu­
nas naciones modernas.

La posición de la mujer
Incluso en las sociedades de cazadores parece que
las mujeres son siempre en algún sentido el «segun­
do sexo», con un mayor o menor grado de subordi­
nación a los hombres. La subordinación varía de una
sociedad a otra; las mujeres esquimales y las aboríge­
nes de Australia se hallan mucho más subordinadas
que jas mujeres que habitan entre los kadar, ar.dama-
neses o pigmeos (estos últimos todos pueblos selvá­
ticos).
La subordinación parece estar en relación inversa
al papel desempeñado por la mujer en la producción;
las mujeres disfrutan de más poder cuando contribu­
yen de forma importante a la producción de materias
primas (procedentes de la recolección o*de la pesca)
y están más subordinadas cuando se dedican funda­
mentalmente a preparar la carne u otros alimentos
que proveen los hombres. La primera situación acos­
tumbra a darse allí donde la caza es practicada a pe­
queña escala e intensivamente (pero no si tiene lugar
en forma extensiva y sobre un amplio territorio) y
donde la recolección es importante.
Sin embargo, en las sociedades de cazadores la su­
bordinación a que pueden estar sometidas las mujeres
es muy inferior, con respecto a determinados aspectos
cruciales, a la existente en las sociedades arcaicas e
incluso en algunas naciones modernas. Estos aspectos
comprenden, entre otros, la capacidad de los hombres
para negar a las mujeres relaciones sexuales o de im­
ponerlas para su exclusivo beneficio, para dirigir o
explotar su trabajo, para controlar o robarles los
hijos, para confinarlas físicamente y privarlas de todo
movimiento, para usarlas como objetos en transac­
ciones entre hombres y para restringir su creatividad
o negarles su participación en amplios sectores del
conocimiento social y en los avances culturales.
En particular, lo que no existe en las sociedades
de cazadores es el tipo de posesión y exclusividad
masculina respecto a las mujeres que conduce a insti­
tuciones como los castigos salvajes o la muerte por el
adulterio de la mujer, la celosa vigilancia de la casti­
dad y virginidad femeninas, la denegación del divor­
cio a las mujeres y la prohibición para la mujer de
volver a casarse con posterioridad a la muerte de su
marido. No existe tampoco el control masculino so­
bre el trabajo y la producción de la mujer.
Por todo ello, no creo que podamos hablar, como
hacen algunos marxistas, de una división de clases
entre hombres y mujeres en las sociedades de cazado­
res. Es cierto que los hombres disfrutan de mayor
movilidad que las mujeres y que dirigen los asuntos
públicos. Pero una sociedad de clases exige que una
de éstas controle los medios de producción, dic­
tamine su uso por las otras clases y expropie el exce­
dente. Estas condiciones no se dan entre los cazadores.
Tanto la tierra como los otros recursos son propiedad
de la comunidad, si bien las mujeres pueden mono­
polizar determinados sectores donde recolectar y los
hombres pueden monopolizar sus territorios de caza.
Hay diferencia de rango entre los sexos, pero hay
más reciprocidad que dominación.
Como Engels observó correctamente, el poder de
los hombres para explotar sistemáticamente a las mu­
jeres nace con la existencia de un excedente de ri­
queza y más directamente con el estado, la estratifi­
cación social y el control de la propiedad por los
hombres. Cuando surge el estado, los hombres —de­
bido a su monopolio sobre las armas y también al
hecho de no tener que preocuparse del cuidado de
la prole— pueden especializarse enteramente en roles
económicos y políticos; algunos hombres (especialmen­
te los pertenecientes a la clase dirigente) adquieren
poder sobre otros hombres y sobre las mujeres. Casi
todos los hombres lo adquieren sobre las mujeres de
sus propios grupos de parentesco. Entre los cazadores,
estos tipos de poder masculino se presentan con con­
tornos más difusos.
El poder que los hombres pueden ejercer sobre las
mujeres en las sociedades de cazadores parece prove­
nir del monopolio masculino sobre las armas pesa­
das, de la especial división del trabajo que existe entre
los sexos o de ambas cosas. Aunque los hombres ra­
ras veces usan sus armas contra las mujeres, poseen
dichas armas (o armas superiores), aparte de superior
fuerza física. Esto proporciona a los hombres el con­
trol esencial de la fuerza. Cuando los ancianos o los
niños(as) deben morir para asegurar la supervivencia
de la banda o de la familia, son generalmente los hom­
bres quienes los matan. El infanticidio, que es común
entre cazadores puesto que deben limitar el número
de bocas que alimentar, es con mayor frecuencia in­
fanticidio de hembras que de machos.
La caza obliga a los hombres a organizarse en gru­
pos mucho más a menudo que no lo hace a las muje­
res su propio trabajo. Quizá por esta causa, cerca
del 60 % de las sociedades son predominantemente
virilocales; es decir, los hombres escogen la banda
en la que desean. residir (que con frecuencia es la de
sus padres) y las mujeres deben seguir a sus ma­
ridos. E ste proporciona ál hombre ventajas sobre su
mujer en términos de familiaridad y lealtad, por
cuanto la mujer es a menudo una extraña. Sin em­
bargo, del 16 al 17 % de las sociedades de caza­
dores son uxorilocales, siendo los hombres en este
caso los que se trasladan a la residencia de sus espo­
sas, mientras que del 15 al 17 % son bilocales, es
decir, que cualquiera de los sexos puede marcharse a
residir con el otro.
Probablemente debido a la cooperación masculina
en la defensa y en la caza, los hombres destacan en
las asambleas de la banda, en el liderazgo, en la me­
dicina y en la magia, y en los rituales públicos des*
tinados a aumentar la caza, alejar la enfermedad o ini­
ciar a los niños en la virilidad. Sin embargo, las mu­
jeres participan a menudo en los consejos del grupo,
es decir, no se hallan excluidas de la actividad le­

lo. — POLÉMICA SOBRA EL ORIGEN


gislativa y de gobierno como en muchos estados agra­
rios, Algunas mujeres son respetadas como líderes,
narradoras de historias, doctoras o magos, o temidas
como brujas. Las mujeres tienen sus propias cere­
monias de fertilidad, nacimiento y curación, de las
cuales los hombres se ven con frecuencia excluidos.
En algunas sociedades, si bien los hombres contro­
lan la mayoría de Jos objetos sagrados, las mujeres se
consideran como sus descubridoras. Entre los pigmeos
del Congo, la religión se centra en un espíritu bené­
fico, el Animal de la Selva. Su representación opera
a través de trompetas de madera que pertenecen y
son tocadas por los hombres. La posesión y uso de
éstas se esconde de las mujeres y se toenn por la
noche cuando la caza no es fructífera, alguien cae
enfermo o acontece alguna muerte. Mientras se tocan,
los hombres bailan junto a la fogata pública del cam­
pamento, que es sagrada y se asocia con la selva. No
obstante, la tradición afirma que eran las mujeres las
que poseían originariamente las trompetas y que fue
una mujer quien robó el fuego a los chimpancés o al
espíritu de la selva, Cuando una mujer ha sido estéril
durante algunos años se celebra una ceremonia es­
pecial; las mujeres dirigen el canto que usual mente
acompaña a las trompetas y una anciana patea la
hoguera. La dominación femenina, aunque sea sólo
temporal, se considera necesaria para restaurar la
fertilidad.
En algunas sociedades de cazadores las mujeres son
intercambiadas entre grupos locales los cuales se
unen de esta manera por medio de matrimonios. Al­
gunas veces, hombres de diversas bandas intercambian
directamente sus hermanas. Todavía es más común el
intercambio generalizado de mujeres entre dos o más
grupos o un movimiento en una sola dirección de
mujeres dentro de un círculo de grupos. En ocasiones
la familia del marido paga con armas, instrumentos u
ornamentos a la familia de la mujer en compensación
por los servicios de esta última, pero también por
la futura prole.
En dichas sociedades, si bien las mujeres pueden
recibir buenos tratos y ser consultadas para el ma­
trimonio, queda claro que constituyen partes dispo­
nibles de un acuerdo controlado por los hombres. Los
antropólogos del sexo masculino han tomado esto
como prueba de la dominación original del hombre y
de la residencia patrjlocal. Service, Fox y otros, por
ejemplo, han afirmado que hasta hace poco todas las
sociedades de cazadores formaban bandas patriloca-
les exógamas unidas entre sí políticamente medíante
el intercambio de mujeres. El hecho de que en la
actualidad menos de los dos tercios de las sociedades
de cazadores sean patrilocales y que sólo el 41 % de
las bandas sean exógamas, lo explican dichos autores
en función del colonialismo, el cambio económico, y
la despoblación.
Dicha tesis me parece insostenible. Es cierto que las
sociedades de cazadores de nuestros días han sido
duramente afectadas por el cambio, desculturalizadas
y a menudo despobladas por el imperialismo capita­
lista. Sin embargo, encuentro pocas pruebas de que
las sociedades que en la actualidad son patrilocales
hayan sufrido menos cambios de las que no lo son.
Es difícil creer que a pesar de la enorme diversidad
ambiental y del paso de millares, y tal vez millones
de años, todas las sociedades de cazadores tuvieran
bandas exógamas con residencia patrilocal hasta que
fueron perturbadas por el imperialismo occidental. Es
mis probable que las primitivas sociedades de ban­
das, al igual que las tribus agrícolas más tarde, pre­
sentaran variedades en la vida familiar y en el status
de las mujeres a medida que se extendían por la
tierra.
Es verosímil pensar que el tipo de familia de les
cazadores primigenios fuera más bien matrilocal que
patrilocal. Entre los simios y los monos, son casi
siempre los machos los que abandonan el grupo o
son expulsados de el. Las hembras permanecen junto
a las madres y en su lugar de origen; los machos se
van, uniéndose a las hembras cuando la disponibilidad
de éstas y la competencia lo permiten. El traslado
de la mujer a la residencia o a la banda del marida
puede muy bien haber sido un hecho relativamente
posterior, en sociedades donde In cooperación mascu­
lina en la caza reviste una importancia decisiva. A la
inversa, tras el desarrollo de la horticultura (que se
lleva a cabo principalmente por las mujeres) aquellas
tribus en las que la horticultura predomina sobre la
cría de ganado o la caza, lo más probable era que
fueran matrilocales y dieran lugar a grupos de filia­
ción matrilineal con un status relativamente alto para
las mujeres. Pero donde predominaba la caza extensiva
de grandes animales, o, más tarde, la cría de ganado,
floreció la residencia patrilocal y las mujeres eran
utilizadas para formar alianzas entre grupos consti­
tuidos en torno a hombres. Con el invento de la
agricultura de arado (como distinta de la horticultura)
unos 4.000 años antes de nuestra era, los hombres
controlaron la agricultura y la mayoría de los estados
agrarios sé caracterizaron por residencia patrilocal y
familias patriarcales dominadas por los hombres.

Conclusiones
La familia es una institución humana que no se
encuentra completamente desarrollada en ninguna es­
pecie prehumana. La familia supone la existencia — o
se desarrolló conjuntamente con— el lenguaje, la
previsión, la cooperación, el autocontrol, la planifi­
cación y el aprendizaje cultural.
La familia se impuso porque satisfacía las necesi­
dades originarias de prolongado cuidado de la prole
y permitía que los hombres cazaran con armas en
grandes extensiones de terreno. La división sexual del
trabajo en que se basó, surgió de una división prehu­
mana rudimentaria que ponía la función de defensa a
cargo del hombre y el cuidado de los hijos(as) a cargo
de la mujer. Pero entre los humanos esta división se­
xual de funciones se hizo crucial para la producción
de alimentos y de esta forma se sentaron las bases
para una futura especialización y cooperación econó­
micas.
Morgan y Engels estaban probablemente en lo cier­
to al pensar que la familia humana estuvo precedida
por una etapa de promiscuidad sexual. También acer­
taron a ver que los ordenamientos económicos y ma­
trimoniales primitivos dentro del grupo eran iguali­
tarios. No obstante, carecían de base para afirmar que
las pautas económicas y matrimoniales primitivas fue­
ran enteramente relaciones de grupo.
La familia, junto con el uso de instrumentos y el
lenguaje, fue sin duda los inventos mas significativos
de la revolución humana. Los tres requirieron pen­
samiento reflexivo, lo que explica la gran superiori­
dad a nivel de la conciencia que separa los humanos
de los simios.
La familia' proporcionó el armazón para todas las
sociedades anteriores a la aparición del estado y la
fuente de toda creatividad. Al agruparse para la su­
pervivencia. de su especie y el desarrollo dél conoci­
miento, los humanos aprendieron a controlar sus
deseos sexuales y a suprimir su egoísmo individual,
su agresividad y su rivalidad. La otra cara de este
autocontrol fue una capacidad creciente para el amor,
no sólo el amor de la madre por su hijo —lo que
se da ya entre los simios— sino del macho por la
hembra (que establecen relaciones duraderas) y entre
miembros del mismo sexo hasta llegar a grupos cada
vez más amplios de seres humanos. Sin este autocon­
trol inicial, que se manifiesta en la prohibición del
incesto y en la generosidad y orden moral de la vida
familiar primitiva, la civilización no hubiera sido po­
sible.
Desde el principio, las mujeres han estado subordi­
nadas a los hombres en un cierto número de sectores
clave: status, movilidad y liderazgo político. Sin
embargo, antes de la revolución agrícola, e incluso
durante varios miles de años después, la desigualdad
se basaba en el hecho inalterable del dilatado cuidado
que requiere la prole y en la tecnología primitiva. El
alcance de dicha desigualdad variaba de acuerdo con
la ecología y la división sexual del trabajo resultante.
Pero, en cualquier c.aso, se trataba fundamentalmente
de una cuestión de supervivencia más que de imposi-
dones culturales introducidas por el hombre. De ahí
la sensación de dignidad, libertad y respeto mutuo
entre hombres y mujeres que uno tiene al visitar so­
ciedades cazadoras y horticultoras primitivas. Esto es
cierto tanto si las sociedades son matrilocales como
si son patrilocales, si bien en las sociedades matrilo­
cales, en las que la herencia se transmite matrilineal-
mente, existe mayor libertad para las mujeres que en
las sociedades patrilocales y patrilincales situadas al
mismo nivel de productividad y desarrollo político.
Con el desarrollo de la propiedad individual y fa­
miliar sobre el ganado, granjas estables e irrigadas y
otras formas de riqueza heredable se produjo un cam­
bio distintivo. Esto cristalizó en la formación del
estado unos 4.000 años antes de nuestra era. Con el
desarrollo de la sociedad clasista y la dominación mas­
culina sobre la clase dirigente del estado, la subordi­
nación de las mujeres aumentó para alcanzar su más
alto grado en las familias patriarcales de los grandes
estados agrarios.
Saber cómo apareció la familia es algo que interesa
a las mujeres porque nos muestra las diferencias entre
humanos y prehumanos, lo que ha sido nuestro pasado
y cuáles han sido las limitaciones biológicas y cultu­
rales de las que hemos emergido. Nos muestra cómo
generaciones de intelectuales del sexo masculino han
distorsionado o interpretado exageradamente las prue­
bas para sostener la creencia en la inferioridad de los
procesos mentales de las mujeres, para lo cual de
hecho no existe fundamento alguno. El conocimiento
sobre el origen de la familia es también importante
para corregir los excesos contrarios de algunas escri­
toras feministas que mantienen que en las sociedades
«matriarcales» las mujeres dominaban a los hombres,
cuando no existen pruebas para sostener dicha afir­
mación/
El pasado de la familia no limita su futuro. Aun­
que la familia apareció probablemente al mismo tiem­
po que la humanidad, ni la familia ni las formas
familiares concretas están determinadas genéticamente.
Si la división sexual del trabajo fue necesaria hasta el
presente, no tiene por qué ni debe sobrevivir en una
sociedad industrial. El cuidado prolongado de la prole
no puede ya constituir la base para la subordinación
femenina, cuando el control artificial de nacimientos,
los alumbramientos espaciados, los alimentos prepara­
dos y las guarderías comunales permiten compartir
dicho cuidado con los hombres. La automación y la
cibernética toman a su cargo la mayor parte del tra­
bajo pesado para el que las mujeres están peor dota­
das que los hombres. La explotación de las mujeres
que llegó con la aparición del estado y de la sociedad
de clases, desaparecerá muy posiblemente en una so­
ciedad sin estado y sin clases para la cual existen ya
las bases tecnológicas y científicas.
La familia fue esencial para la aparición de la
civilización, permitiendo un gran salto cualitativo ha­
cia adelante en la cooperación, en el conocimiento
intencionado, en el amor y en la creatividad. Pero,
en la actualidad, en lugar de desarrollar estas capaci­
dades humanas, el confinamiento de las mujeres en
hogares y pequeñas familias, al igual que su subordi­
nación en el trabajo, no hace sino limitarlas. Es posi­
ble que el don humano del amor personal dé lugar a
alguna forma de unión voluntaria a largo plazo y que
la mutua devoción individual entre padres e hijos
continúe indefinidamente, junto con la responsabilidad
pública por los trabajos domésticos y el cuidado de
la prole. Ciertamente no es necesario regular rela­
ciones personales inexistentes; pero tampoco hay ne­
cesidad de que nos sintamos temerosos ante una vida
sodal en la que la familia ya no existe.

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r.vnlotton, V.V rg J ~>4 P
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INDICE

José R. Llobera
Nota introductoria.............................................. 5
Claude Lévi-Strauss
La fa m ilia ............................ ....... 7
Melford. E. Spiro
¿Es universal la fam ilia?............................. 50
Kathleen Gough
Los nayar y la definición de matrimonio . . 74
El origen de la familia.................................... 112

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