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El diario de Satanás

Leonid Andréiev

Título original: Dnevnik Stani

Traducción: Nicolás Tasin

Portada: El Ángel Caído de Ricardo Bellver.

Diseño y transcripción: Angel Shomer.

Versión: 1.0 (07-Feb-2018)

Dedicatoria
A todos los tesistas chillones, a los arenosos de las votaciones de las tertulias y de paso a todos los chacharitos
que compran libros para su educación.

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Prólogo

SATANÁS EMBAUCADO
Luis Alberto Ayala Blanco

Satanás, el enemigo, el adversario de Dios, también es el celestial, el resplandeciente, una tenue


luz cuyo origen es theíon, lo divino, lo irrepresentable, aquello que no puede ser expresado sin ser
traicionado. Dios y el Diablo comparten el mismo origen, si es que se puede hablar de algo que comenzó
en algún momento. Lo más probable es que el instante sea la eternidad donde ambos personajes
coexisten en modalidades divergentes: dos espejos reflejándose mutuamente con el vacío como único
testigo.
Pensar que Dios representa el bien y Satanás el mal es el primer error del hombre en su eterna
lucha por salir de su estupefacción frente a un mundo que lo desborda a cada momento. El bien y el
mal son simples palabras, trasuntos de algo que sólo puede presentarse como otra cosa, como pura
diferencia, como escisión que une y separa al unísono lo extraordinario y lo habitual, la intuición y la
razón. Entonces, Dios y el Diablo son formas distintas de nombrar lo innombrable. El conocimiento no
es más que la degradación de lo divino, y lo divino únicamente puede mostrarse como ser degradado:
tragedia insalvable de lo existente.
Leonid Nicoláievich Andréiev decidió abordar esta poderosa fuerza desde una sola de sus
máscaras, la de Satanás. Sin embargo, tanto Dios como su contrincante, a pesar de ser la primera
objetivación del Vacío Divino, necesitan exhibirse -en un segundo desdoblamiento- con otras máscaras,
una de las cuales posee un don que todas las otras no: la palabra. Así es como Dios puede encarnarse
en hombre al igual que el Diablo. Sin embargo, en sí, la naturaleza del antifaz es más afín a la piel de
Satanás que a la de Dios. Y esto es algo que Andréiev tiene muy claro... tanto, que Satanás encarna
en hombre y vive una serie de eventos de los que tenemos noticia gracias a su diario; sólo que en este
caso el diario no es un ejercicio de introspección, está escrito para un auditorio: tú, yo, todos aquellos
que tengan la fortuna de leerlo. Ahora bien, por cuestiones prácticas, básicamente para resolver el
problema de derechos de autor, el libro impreso fue escrito por Andréiev, pero el artífice intelectual es
el mismo Satán, y pensar lo contario es algo que el propio Andréiev hubiera negado rotundamente.
Cuando pensamos en Dios o en el Diablo, inmediatamente nos viene a la mente algo
extraordinario, que supera por mucho nuestro pobre entendimiento... y no nos equivocamos al pensar
así. Esta es precisamente la primera impresión que experimenta Satanás una vez que lleva diez días
en el cuerpo de un hombre. ¿Cómo hablar de lo que no puede ser expresado? ¿Cómo intentar dar un
pálido ejemplo de un lugar que sólo la locura logra rozar y siempre a un precio muy alto? Las palabras
traicionan aquello que se quiere expresar; la inteligencia es la forma en que los hombres lidian con su
propia estupidez e impotencia; no hay más. ¡Pobre Satanás!, no se imaginó que la vida sería tan... en
fin. Ni siquiera su nombre es real. “¡El nombre de Satanás! Mi verdadero nombre tiene un sonido muy
diferente. Es un nombre extraordinario; por eso sería imposible hacerlo entrar en la pequeñez de tu
oreja sin destrozártela y dañarte el cerebro también.” Pero ahora soy un hombre -seguramente

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continuó pensando- y comienzo a padecer los estragos de mi nueva condición.
La máscara va olvidando, poco a poco, gradualmente, su origen inexpresable hasta convertirse
en eso que llaman humano. Satanás pensó, ingenuamente, que su paso por este mundo sería una
forma divertida de matar el tiempo. Lo único que quería hacer era un poco de comedia, representar
una farsa que conjurara el tedio cósmico en el que vivía inmerso. “En suma, yo quiero ser cómico”,
acabará confesando. Necesitaba un escenario donde representar su farsa. Parece que la pasión por el
teatro es la obsesión de lo divino, ya sea que adopte la máscara de Dios o la del Diablo, pero
invariablemente acaba burlado por su propia representación. Hay un momento en que Satanás le
explica a su querido lector, tan pobre en ideas, que existe otra cosa que la vida y la muerte: una
tercera idea, incapaz de poder expresarse en palabras. Sin embargo, es posible que podamos
nombrarla: humor.
Si de alguna forma podemos asir la esencia de lo divino es percibiendo sus manifestaciones
humorísticas. De no ser así, ¿cómo podríamos abordar el sentido de la creación? Si la tomamos en
serio, inmediatamente caemos presas del absurdo y el sufrimiento. En cambio, cuando pensamos en
lo divino como una carcajada que se pierde en la eternidad, todo comienza a cobrar sentido. El humor
puede definirse como la Nada delineada por sus afecciones. El humor hace reír y llorar sin perder su
indiferente, nihilista relación con el mundo. Lo divino riéndose de sí mismo es lo que llamamos
existencia. Dios y Satanás encarnan las partículas sonoras de la risa divina, mientras que el hombre
es el eco, la sombra, a lo más el recuerdo de ese sonido. Andréiev, de alguna manera inexplicable, y
sin dejar de pertenecer a la sustancia de la sombra, logró escuchar las partículas sonoras primigenias
transfigurándolas en El diario de Satanás.
No olvidemos que el humor debe ser cáustico para que surta efecto. Lo divino puede observarse
a sí mismo transformado en un mundo sin perder su indiferencia, es decir, se mantiene como humor
en estado puro, aunque la imagen que percibe de sí lo seduzca hacia el espacio de las afecciones, sin
lograrlo del todo; pero cuando el mundo se contempla a sí mismo como pura imagen, entonces la farsa
se vuelve una comedia desgarradora. Podríamos decir que eso que desgarra, el sacrificio, es la
posibilidad de la manifestación del humor. La comedia, el dolor, es la mirada de Satanás sobre el
mundo desde el aburrimiento más oneroso, el momento en que la indiferencia cesa y da paso a las
pasiones, al espacio de lo humano, y sólo entonces el Diablo decide habitar un cuerpo de hombre, una
máscara que lo aísle de lo divino y lo arrope en la pura comedia.
“Debutaré con el modesto papel de un hombre que, por amor a los demás, quiere darlo todo: el
alma y el dinero.” Así entra en escena Satanás, con el cuerpo de un multimillonario estadounidense
que ha hecho su fortuna criando cerdos. ¡La comedia comienza! El primer dato importante que nos
anuncia es que ama a la humanidad y quiere gastar todos sus millones -tres mil- con el fin de ayudarla.
Pero no sólo eso, también desea ofrendar su alma. El Diablo posee un alma, o por lo menos se apropió
de una, la de míster Wandergood, su nuevo hogar. Parte de la comedia radica en hacer el bien. Si lo
que quiere es divertirse, cosa que ya no lograba en el tedioso averno -“empezaba a aburrirme en el
infierno”-, hacer el mal no es una opción, arrastra demasiada realidad tras de sí. La verdadera farsa
es tratar de que el reino del bien impere en esta tierra, cosa que su doble, Dios, jamás planteó como

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una posibilidad a realizar. El comediante es el gran benefactor. Pero se topa con un guion que no puede
modificar a su gusto. Los actores que él veía a la distancia y que le parecían tan pintorescos, cuando
los tuvo cerca le dieron una gran sorpresa y una gran lección.
El hombre está caracterizado, como arquetipo de la humanidad, en Tomás Magnus, todo un
personaje de su tiempo -principios del siglo xx—, misántropo, sumergido en la condición humana hasta
las heces. Como buen moderno, sin referentes trascendentes a los cuales aferrarse, sólo le queda vivir
la farsa de la existencia como única realidad. Si Wandergood quiere hacer la comedia del bien, Magnus,
en cambio, despoja de cualquier viso de humor la vía de la representación; en pocas palabras, encarna
el mal. Así, nos topamos con una inversión de papeles que desconcierta en un primer momento. El
Diablo representa el bien; el hombre, por su parte, simplemente es malo; aunque decir esto es una
imprecisión... no es que sea malo, más bien es un resentido. La modernidad, tomada como un tiempo
sin dioses, es el lugar perfecto para cosechar el resentimiento. Y Satanás no está preparado para lidiar
con un fenómeno tan humano. Siempre pensamos que el Diablo vive resentido con Dios, pero no es
así. El resentimiento es distintivo de la condición humana. El Diablo significa la diferencia de Dios -así
como Dios la del Diablo-, y se asume como tal, pero no puede experimentar resentimiento, ya que su
condición es indispensable para que Dios represente su papel. Hay una simetría que no puede ser
trastocada. No hay envidia de uno hacia otro, simple complementariedad. El resentimiento se da
cuando la fuerza de un semejante no coincide con la de otro semejante, cuando la fuerza de un hombre
supera la de otro. Aquel que es débil envidia al fuerte y quiere acabar con él, pero como es débil no
tiene otra opción que dirigir su odio hacia su propia persona, y mientras más lo atesora en su cuerpo
y en su alma, es decir, mientras más se odia a sí mismo, detesta todavía más al resto de los hombres,
ya que la modernidad nos enseña que la igualdad es el valor supremo a conquistar. En pocas palabras,
el resentimiento surge de una igualdad prometida y nunca alcanzada; y esto es algo que sólo se da
entre humanos. Dios y el Diablo jamás pretenden la igualdad, en todo caso se reconocen en su
diferencia, o más bien en su indiferencia al afirmarse en su inalienable peculiaridad... Incluso el Diablo
es capaz de proteger a Dios de la estupidez humana al cargar sobre sus espaldas toda la
responsabilidad de la existencia. Esto lo sabemos por el Diablo mismo, pero en voz de otro de sus
vehículos, llamado Fiódor Dostoievski: “Y, en fin, aunque esté demostrada la existencia del Diablo,
todavía no se sabe que esté demostrado que exista Dios”. La existencia del Diablo se confirma por
analogía a través de un cliché: Satanás es el mal. El bien, Dios, es algo indemostrable. ¿Esto quiere
decir que el bien no existe? ¡Claro que no! El bien existe como comedia, farsa, representación, como
un atributo del Diablo. En la Tierra el bien es un divertimento, el mal una realidad... humana. Pero
insisto, se confunde el mal con la estulticia. El bien sería despojar de su estupidez a los hombres, y
eso es lo que Satanás pretende poner en escena. Pero entonces despojaría a la humanidad de su
esencia. Imposible que no sea más que una farsa.
“¿Que qué quiere la humanidad? Munclus vult decipi ¿No conoce usted nuestro latín? Eso significa
que el mundo quiere ser engañado.” Estas no son palabras del Diablo, sino de un candidato a Sumo
Pontífice. El engaño es la recompensa del mundo, su bien más preciado. Entonces, ¿cómo pretende
Satanás ser dramaturgo en un lugar donde la obra comenzó mucho antes de que él llegara? La ironía

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de quien quiere engañar es que antes debe ser seducido por el propio engaño. Su error radica en creer
que alguien puede escapar, mantenerse fuera de la farsa. La efectividad del gran timador radica en no
tener conciencia de su intención, manejarse dentro de la añagaza como si fuera algo natural. “Para
ser un gran embustero, no basta con engañar a los demás: también es necesario saber engañarse a
sí mismo, mentir con tal habilidad, que uno acabe por creerse a sí mismo. ¡Ese es el verdadero arte!”
Arte del que adolece nuestro querido millonario. Satanás, aun encarnado en hombre, carga mucha
divinidad sobre sí como para poder sobrevivir en este mundo. Sólo un ser verdaderamente taimado...
sólo el hombre es capaz de habitar el engaño de manera total.
Una vez que Satán toma conciencia de que el engatusado fue él y no los pequeños seres que
pretendía manipular cual marionetas, ya es demasiado tarde, ya es demasiado humano, pero todavía
no lo suficiente: un dejo de nostalgia le impide integrarse en la broma que representa la existencia
humana. No puede ser un resentido, todas sus afecciones se expresan sin traba alguna, en él no hay
un periodo en el que el odio se incube hasta amargarlo y hacerle desear, con maquinaciones
intrincadas, cómo dañar a su prójimo; él es demasiado frontal, me atrevería a decir, ingenuo. Su
estupidez es parte de la comedia, parte de la bondad que cándidamente quería poner en escena.
Finalmente profiere un desganado lamento: “No; no es ésta la comedia a que había aspirado [...] Es
una interminable serie de mentiras, que yo había tomado por divertida comedia. ¡Qué error tan burdo!
¡Qué estupidez ha sido ésta de Satán, a quien se califica de tan listo y poderoso!” Con estas pocas
palabras Andréiev desvela la condición del Diablo en la Tierra. Ni poderoso ni inteligente, simplemente
ingenuo, como todo aquello que no participa de la comedia humana.
Incluso la salida que tenía prevista una vez que se hartara de cargar con el fardo de ser humano,
el suicidio, va perdiendo poder mientras se entusiasma más y más con la promesa que mantiene a los
hombres con vida: el amor de una mujer. María es lo femenino simbolizado en una madona. Un ser
virginal que promete placeres indecibles, no sólo sensuales, sino sobre todo hogareños. Hay un
momento en que Satán comienza a cavilar sobre la dicha que sería vivir una vida apacible a lado de
su bella María. Dejaría su comedia a un lado, y envejecería junto con su amada. En este momento la
derrota del Diablo frente a los hombres es definitiva. La salida continúa siendo la muerte, pero ya no
por decisión propia. El suicidio, único elemento de soberanía, de afirmación divina con el que contaba
en todo momento, y que atesoraba como una joya preciosa, desaparece para que la comedia continúe
impulsada por la fascinación del único simulacro que evoca a lo divino, pero que a la vez lo aparta
inexorablemente: la mujer. La tentación que habita en la mujer no es la sensualidad mundana, ni
siquiera el placer más salvaje, sino la similitud que tiene con la placidez celestial, con la ausencia de
pesadez que caracteriza el paraíso. Pero no deja de ser un engaño. Lo femenino es lo que da cohesión
a la comedia humana. Último reducto de la farsa existencial.
Pero ¿cuál es el elemento que permite el engaño final sobre el pobre Satanás? No otro que la
indiferencia diabólica. Los hombres odian, y a partir de su odio se relacionan con los otros hombres,
principio inexorable de lo social. La indiferencia, en cambio, es falta total de compromiso, egoísmo
puro. Si es cierto que sólo Dios es bueno, se debe a que, como Max Stirner proclamó, “Dios es un
ególatra”. El Diablo es la otra cara de Dios, y ambas fisonomías están emparentadas por el egoísmo

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que profesan a la humanidad. Egoísmo que en este caso es ausencia de odio, indiferencia beatífica.
Los hombres se odian y no se perdonan entre sí, se preocupan demasiado los unos de los otros, hay
demasiada fricción entre ellos, y la fricción genera dolor, se llame amor u odio, da igual. Lo único que
no se permiten es el perdón. Nadie perdona que lo odien, pero tampoco que lo amen, es una
responsabilidad insoportable. La comedia consiste en hacer como si se pudiera. Satanás, en su
indiferencia, quería odiar, quería amar. Pero no lo logró.
Pobre diablo.

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Capítulo 1

18 de enero de 1914

A bordo de El Atlántico

Hoy hace exactamente diez días que encarné en un hombre y estoy llevando vida humana.
Mi soledad es absoluta. No siento necesidad de amigos; pero sí de hablar de mí, y no tengo a
nadie con quien hablar. El solo pensamiento no basta. Además, no tiene suficiente claridad, precisión
y exactitud si no se expresa con palabras; hay que ordenar los pensamientos como se hace con los
soldados o con los postes telegráficos, alinearlos como los vagones de un ferrocarril, ponerles puentes
y viaductos, hacerles terraplenes y estaciones en determinados puntos. Es entonces cuando todo se
pone en claro.
Si no me equivoco, a este obligado camino de presidiario los hombres le llaman lógica, y es
imprescindible para todos los que quieren ser inteligentes. Para los demás no es obligatorio, y pueden
caracolear por toda suerte de vericuetos, por intransitables que sean.
Es un trabajo lento, penoso y abominable para el que está acostumbrado a expresarlo todo... —
¿cómo diría yo?—, a expresarlo todo con un solo aliento. Por algo los humanos tienen tanta
consideración por sus pensadores, y estos pobres pensadores, a su vez, sí son honrados y no lucran
con sus construcciones mentales, como un ingeniero cualquiera, acaban por dar en un manicomio.
Aunque hace tan sólo unos cuantos días que me encuentro en la Tierra, he tenido ya más de una
vez la visión de esas casas de salud con su puerta abierta, Invitando a entrar.
Sí, es una cosa rara que crispa los nervios -¡otro gran invento, eso de los nervios!-. Ahora, por
ejemplo, para expresar esta simple ideíta sobre la insuficiencia de la lógica y de la palabra humana he
tenido que estropear un hermoso pliego de papel, propiedad de El Atlántico, ¡Qué necesitaría si tuviera
que expresar algo grande y extraordinario!
Me apresuro a decirte -y no pongas cara de estúpida admiración, lector terrestre- que lo
extraordinario es inexpresable en su propio lenguaje, y si no me crees, ve al manicomio más próximo y
escucha cómo se habla allí; todos han aprendido algo y han querido expresarlo; pero no pueden: como
locomotoras patas arriba, todos silban, mueven sus ruedas en el aire y sus caras aparecen contraídas,
como si estuvieran atacados de admiración para toda la vida.
Ya veo que estás dispuesto a recibirme con un aluvión de preguntas. Satanás encarnado en un
ser humano, ¡es algo tan interesante! Tú quisieras saber cómo he venido, qué costumbres hay en el
infierno, si es cierto eso de la inmortalidad, y cuáles son las últimas cotizaciones infernales del carbón.
Desgraciadamente, mi querido lector, y a pesar de toda mi buena voluntad —suponiendo que en
mí pueda haber algo bueno—, me es imposible satisfacer una curiosidad tan legítima. Claro es que,
para complacerte, hubiera podido inventar un cuento más de ésos de diablos con cuernos y rabo que
tanto gustan a tu fantasía; pero de ésos ya tienes bastantes y no te quiero mentir de un modo tan
burdo y grosero. Ya te contaré mentiras cuando se presente la ocasión y tú menos lo esperes, para

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que la sorpresa sea mayor. Resultará más interesante para ambos.
¿Cómo te voy a decir la verdad, si sólo mi nombre empieza ya por ser inexpresable en tu
lenguaje? Eso de Satanás me lo
has puesto tú, y yo he aceptado esa denominación como hubiera aceptado cualquier otra. ¡Bueno!
¡El nombre de Satanás! Mi verdadero nombre, permíteme que te lo diga, tiene un sonido muy diferente.
Es un nombre extraordinario; por eso me sería imposible hacerlo entrar en la pequeñez de tu oreja sin
destrozártela y dañarte el cerebro también.
Pongamos, pues, que me llame Satanás, y asunto concluido.
La culpa es sólo tuya, querido; ¡hay tan pocas ideas en tu cabeza! Es como un hatillo de
pordiosero, en el cual no hay más que mendrugos de pan duro mientras que haría falta algo más que
pan. Sobre la existencia, tú no tienes más que dos ideas: la de la vida y la de la muerte. ¿Cómo podría
yo explicarte la tercera? Toda tu existencia se vuelve un contrasentido, precisamente porque no tienes
la menor noción de esta tercera idea, y yo nada puedo hacer. Ahora soy un hombre, lo mismo que tú;
tengo en la cabeza un cerebro como el tuyo; a mi boca sólo acuden palabras como las tuyas, pesadas
y cúbicas, y por eso no te puedo hablar de lo extraordinario.
Si yo te dijera que los diablos no existen, te engañaría; pero si te dijera que existen, te engañaría
también. ¡Ya ves, amigo mío, qué situación más difícil y más estúpida!
Hasta de mi encarnación humana, que tuvo lugar hace diez días de mi advenimiento a la vida
terrestre, no te puedo contar sino muy pocas cosas que estén al alcance de tu comprensión.
Por lo pronto, empieza a olvidarte para siempre de tus diablos cornudos, peludos y alados, que,
según te han hecho creer, respiran fuego, transforman el barro en oro, y a los viejos en jóvenes
apuestos que, después de haber hecho todo esto y de decir una sarta de sandeces, desaparecen por
un escotillón del escenario. Olvídalo todo y aprende bien que, cuando nosotros queremos venir a la
Tierra, tenemos que encarnarnos en hombres. ¿Por qué? Ya lo sabrás después de tu muerte.
Entretanto, ten esto presente; yo soy ahora un hombre como tú; no huelo asquerosamente a azufre,
como los diablos que crees conocer, sino a perfumes bastante finos, y puedes darme tranquilamente
la mano sin miedo a que te arañes con mis garras de diablo, por la sencilla razón de que me corto las
uñas igual que tú.
Pero ¿cómo ha sido todo eso?
Pues... con toda simplicidad. Cuando me dieron ganas de venir a la Tierra, encontré a un buen
americano, bueno en el sentido en que se dice “una buena habitación”... un tal míster Henry
Wandergood, multimillonario de treinta y ocho años, y... lo maté; por supuesto, de noche y sin
testigos.
A pesar de mi confesión, tú no puedes denunciarme a las autoridades como asesino, porque ese
americano vive ahora... en mí. Míster Wandergood y yo te saludamos, conjuntamente, con la mayor
consideración. Sencillamente, me ha alquilado su piso desocupado; aunque no del todo, ¡que el diablo
se lo lleve! Ahora ya no puedo volver a mi ambiente más que por la única puerta que, a ti como a mí,
nos abre el camino de la libertad: la puerta de la muerte.
Eso es lo esencial. Ahora espero que, en lo sucesivo, ya puedas entender algo, aunque hablar de

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cosas de tal índole por medio de palabras humanas equivale a querer guardar una montaña en el
bolsillo del chaleco o agotar el Niágara vasito a vasito. Figúrate, querido rey de la naturaleza, que de
repente te hubiera dado la idea de acercarte a las hormigas y que, por milagro o por encantamiento,
te hubieras transformado en hormiga, una verdadera, una minúscula hormiga que va arrastrando su
comidita. Entonces podrías comprender un poco el abismo que separa mi Yo actual de mi Yo anterior.
Pero ni aun así podrías comprenderlo del todo. No hay comparación capaz de darte una idea de este
terrible abismo, cuyo fondo a mí mismo se me escapa; quizá sea un abismo sin fondo,
Imagina; durante dos días con sus noches, desde que salimos de Nueva York, he estado sufriendo
de mareo. Esto a ti te extrañará, y hasta puede que te haga gracia; pero lo que es a mí, te aseguro
que malditas las ganas que tenía de reír. Sólo una vez asomó a mis labios una sonrisa, al pensar que
no era yo, sino Wandergood quien estaba mareado, y hasta recuerdo que dije:
—¡Pobre Wandergood!
Hay todavía un punto acerca del cual estás esperando una respuesta. Quisieras saber por qué he
venido a la Tierra, por qué he decidido hacer un cambio tan poco ventajoso, transformándome del
Satanás que ustedes los hombres califican de poderoso e inmortal, en otro como tú. Pues verás;
cansado de buscar inútilmente palabras que no existen, te contestaré en inglés, en francés, en italiano
y en alemán, lenguas que los dos entendemos perfectamente: empezaba a aburrirme en el infierno y
he venido para decir mentiras y divertirme un poco representando una farsa.
Tú ya sabes lo que es el aburrimiento; también sabes lo que es mentir, y lo que es una farsa;
puedes juzgar por los teatros y sus artistas célebres. Quizá también tú representas un papel de co-
media en el parlamento, en tu casa o en la iglesia. En este caso, sabes mejor que nadie el gusto que
eso da. Si, por añadidura, conoces un poco la tabla de multiplicar, multiplica ese placer que
experimentas por un coeficiente muy grande, y tendrás una idea del placer que me produce a mí
representar comedias. Pero eso no basta. Imagínate, mejor, que tú eres una ola del mar que se mueve
constantemente, y que no existe más que para eso. Por ejemplo: ésa que veo ahora por la ventanilla
de mi camarote, y que parece levantar el buque entero... ¡Pero ya estoy otra vez buscando absurdas
palabras y comparaciones tontas..!
Por todas estas razones he venido a la Tierra. ¿Comprendes ahora?
En suma: yo quiero ser cómico. Ahora todavía no soy más que un desconocido, un modesto
debutante, pero espero llegar a ser no menos célebre que un Harrick o un Olridge, cuando pueda
representar la obra que yo quiero. Soy orgulloso, ambicioso y hasta quizá vanidoso. Tú ya sabes lo
que es la vanidad; el deseo de elogios y aplausos, hasta de los locos...
Por lo demás, estoy impaciente —siendo Satanás, la paciencia es incompatible conmigo— por
demostrar que soy un genio. Me siento ya fastidiado de ese infierno donde todos aquellos rufianes
peludos y cornudos mienten y hacen farsas casi tan bien como yo, y donde no hay bastantes laureles,
puesto que éstos son el producto de la adulación rastrera y de la estupidez. En cuanto a ti, amigo
terrícola, he oído decir que eres inteligente, bastante honrado, incrédulo en cierto modo y muy sensible
para las cosas del arte que tú llamas eterno; pero, además, mientes y representas tan mal, que
aprecias mucho la manera de representar de los demás, y por eso distribuyes tantos laureles a tus

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grandes actores.
El teatro en el que voy a trabajar va a ser la Tierra entera. Por el momento, mi escenario será
Roma, adonde ahora voy, ese lugar al que ustedes llaman la Ciudad Eterna, con su profunda
comprensión de la eternidad y de tantas otras cosas.
Aún no cuento con una compañía de actrices y de actores fijos —¿te gustaría, acaso, formar
parte de ella? —, pero estoy seguro de que el Destino o la Casualidad, a que estoy ahora sometido,
como todo cuanto existe en la Tierra, sabrán apreciar mi noble ambición de artista y me proporcionarán
compañeros de escena dignos de mí. ¡La vieja Europa es tan rica en talentos!
También estoy seguro de encontrar en Europa espectadores con suficiente sensibilidad como
para que valga la pena maquillarse la cara y hacer todas las demás cosas que los cómicos hacen para
el público.
Al principio pensé ir a Oriente, donde han representado ya, y no sin éxito, varios de mis
compatriotas. Pero el Oriente es harto sencillo y confiado; le gusta demasiado el baile; sus dioses son
abominables; todavía huele demasiado a bestia salvaje; sus tinieblas, lo mismo que sus fogatas, son
sencillamente bárbaras y grotescas. En fin, para un artista como yo no cabe resignarse a representar
en un inmundo local, pequeño y maloliente, como es el mundo oriental.
¡Ay, amigo mío!; soy tan vanidoso, que ahora mismo, al empezar mi diario, siento el secreto
deseo de dejarte deslumbrado, atónito, a fuerza de palabras y comparaciones ingeniosas. Cuando
menos, espero que la forma del cuento no te haga perder interés por lo que te voy a contar.
¿Tienes aún más preguntas que hacerme?
Sin duda quieres saber algo sobre la obra que voy a representar. Pero yo mismo no la conozco
aún del todo bien. El que ha de escribirla es el mismo empresario que tiene a su cargo la formación de
la compañía: el Destino. Debutaré con el modesto papel de un hombre que, por amor a los demás,
quiere darlo todo: el alma y el dinero. Supongo que no habrás olvidado que soy un multimillonario. En
efecto, tengo tres mil millones. Es bastante para organizar una función de gala, ¿verdad?
Y ahora, un último e insignificante detalle para terminar estos preliminares ineludibles.
Voy acompañado por un tal Erwin Toppi, mi secretario, que va a compartir mi suerte en la Tierra.
Es un personaje muy respetable: con su levita negra, su sombrero de copa, su nariz saliente, en forma
de pera no del todo madura, y su cara afeitada como la de un cura. No me extrañaría encontrar en su
bolsillo un breviario.
Toppi ha venido a la Tierra también de allí, es decir, del infierno, y por el mismo camino que yo.
Ha encarnado en un hombre, y, a lo que parece, le ha salido muy bien, porque el muy astuto no se
marea lo más mínimo. Por lo demás, hasta para marearse hace falta cierta inteligencia, y mi buen
Toppi es extremadamente tonto... inclusive para la Tierra.
Además es poco atento y se permite darme consejos. Incluso empiezo arrepentirme por no haber
elegido algo un poco mejor de nuestro rico repertorio diablesco. Lo que me ha hecho decidir por Toppi
ha sido su honradez y un cierto conocimiento que posee de las cosas terrenales; me ha parecido más
agradable, para emprender un viaje como éste, la compañía de un señor práctico.
Ya en otra ocasión, hace mucho tiempo, Toppi encarnó en un hombre, y se dejó dominar hasta

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tal punto por las ideas religiosas que —¡imagínate!— se metió en un convento para ser franciscano, y
después de vivir allí hasta la más avanzada vejez, acabó tranquilamente su vida terrenal bajo el
nombre de hermano Vicente. Sus reliquias han sido luego objeto de la mayor veneración por parte de
los creyentes. ¡Una buena carrera para un diablo! Todavía hoy el olor a incienso lo llena de emoción:
tan acostumbrado está a él. Estoy seguro de que acabarás por estimarlo.
Y por ahora, basta. Amigo mío, vete por la puerta. Necesito estar solo. Tu presencia me exaspera.
Quiero quedarme, si no del todo solo, por lo menos sin más compañía que la de ese Wandergood que
me alquiló su vivienda, pero que, según sospecho, me ha engañado como todo un astuto estafador.
El mar está en calma, Ya no estoy mareado como en los malditos días pasados. Pero, por otra
parte, siento un vago temor por algo. Con todo y ser yo, tengo miedo. Esto te parecerá extraño, pero
me da miedo esa oscuridad que los hombres llaman noche y que envuelve al océano. A bordo, gracias
a las bombillas, hay un poco de luz; pero fuera del barco se extiende la horrible oscuridad, contra la
cual mis ojos resultan impotentes. En general, estos ojos valen muy poco; son como dos estúpidos
espejos que no saben más que reflejar las cosas, pero que en la negrura pierden hasta esta mezquina
facultad.
Claro está que me iré acostumbrando a la oscuridad, como me he acostumbrado ya a otras
muchas cosas; pero, por el momento, no me acomodo a esta nueva situación. Pienso, horrorizado,
que basta con dar media vuelta a la llave para hallarme sumido en esta oscuridad ciega que me acecha
continuamente. ¿De dónde viene?
Es curioso lo atrevidos que son los hombres con sus ojos- espejos tan estúpidos. Cuando no ven
nada, no parecen asustarse lo más mínimo, y dicen del modo más natural: “No se ve nada; hay que
encender la luz”. Y luego, cuando se acuestan, apagan ellos mismos la luz y se duermen con toda
tranquilidad. Veo a esta gente valiente, un poco fría, es cierto, pero con admiración al fin y al cabo.
¿Es que quizá no son suficientemente inteligentes como para tener miedo, ya que para esto hace falta
una inteligencia muy poderosa, como la mía? Entonces, no eres tú, Wandergood, quien tiene miedo
en mí, porque tú has sido siempre un hombre valiente, incapaz de retroceder ante nada.
Después de mi encarnación en hombre hubo un segundo que recuerdo siempre con horror: fue
cuando oí por primera vez palpitar mi corazón. Ese latido tan claro, fuerte y metódico, que parece
medir los segundos y que lo mismo habla de la vida que de la muerte, me produjo un temor y una
emoción como jamás había sentido.
¡Son extraordinarios estos hombres! Tienen la manía de los relojes, y los colocan por todas
partes; pero ¿cómo podrán
soportar con tanta calma, en su mismo pecho, ese reloj que cuenta con tan admirable habilidad
los momentos de la vida?
Pronto sentí la necesidad de lanzar un grito y de volverme inmediatamente allá abajo, antes de
acostumbrarme a la vida terrenal; pero eché una mirada a Toppi, y vi que ese estúpido recién nacido
estaba limpiando tranquilamente su sombrero de copa con la manga de su levita. Me pareció tan
extraño, que no pude cuando menos echarme a reír, y le dije:
—Toppi, dame un cepillo.

12
Y empezamos los dos a cepillarnos, mientras que, dentro de mi pecho, mi máquina contaba los
segundos que duraba aquella operación. Hasta me pareció que añadía unos segundos de más.
Más tarde, escuchando el obstinado tictac de ese cronómetro, pensaba: “No voy a tener bastante
tiempo”. ¿Para hacer qué? Yo mismo no lo sabía; pero, durante dos días enteros, me sentía siempre
con mucha prisa, para comer, para beber, y hasta para dormir; mi cronómetro no dormía; mientras
yo permanecía inmóvil, como un cuerpo inerte, él seguía contando los segundos.
Ahora ya no tengo prisa. Ya sé que tendré tiempo suficiente. Los segundos de que dispongo me
parecen inagotables, pero mi reloj parece muy agitado en mi pecho y golpea como un soldado borracho
su tambor; va demasiado aprisa y los segundos que marca son más pequeños de lo que debieran.
Como ciudadano de los Estados Unidos y a fuerza de ser un comerciante respetable, protesto contra
semejante abuso.
Me encuentro un poco mal. En este momento no rechazaría a un amigo, si tuviera alguno. Esto
de los amigos debe de ser algo bueno. Pero yo no tengo ninguno.
Estoy solo en el mundo.
¡Solo! ¡Completamente solo...!

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7 de febrero de 1914

Roma, Hotel Internacional

Siento una irritación profunda cada vez que me veo obligado a tomar un bastón de policía y
poner un poco de orden en mi cerebro: los hechos, a la derecha; las ideas, a la izquierda; los
sentimientos, detrás. Paso a su majestad la Conciencia, que apenas se puede tener sobre sus zancos.
Es indispensable poner un poco de orden; de otro modo, es un barullo, el caos, un totum revolutum.
Silencio, pues, señores hechos y señoras ideas, que voy a empezar.
Es de noche. Todo está sumido en la oscuridad. El aire es tibio, acaricia, y exhala un perfume
difícil de definir. Toppi parece encantado por este aroma y respira a pleno pulmón. Dice que ya sabe
que estamos en Italia.
El tren va avanzando a toda máquina hacia Roma. Estamos sentados muy cómodos en los
blandos asientos del camerino, cuando de pronto, ¡plum!, todo se ha ido al demonio. El tren se ha
descarrilado, como si hubiese perdido la razón.
No me avergonzaré de confesar que he sido presa del terror, al punto de perder el conocimiento.
Realmente nunca he sido muy valiente. La luz eléctrica se apagó, y cuando logré salir, no sin trabajo,
de no sé qué rincón donde el choque me había incrustado, no pude orientarme para encontrar la salida.
Por todas partes hallaba a mi paso paredes y esquinas; en un lado me daba un golpe, en otro me
pinchaba; otro obstáculo me hacía un rasguño, y sentía que otros me amenazaban en silencio. Y todo
esto en la oscuridad más absoluta.
En tales circunstancias, sentí de pronto que estaba pisando un cadáver. Luego supe que era el
de Jorge, mi sirviente, que
había muerto en la catástrofe. Lancé un grito. Toppi acudió en mi ayuda; me asió de la mano y
me llevó hacia la ventana, ya que las dos salidas del vagón estaban obstruidas por hierros y maderos
destrozados.
Por aquella ventana salté afuera, y Toppi se quedó en el vagón. Mis rodillas temblaban, mi
respiración era más bien un gemido. Toppi no aparecía y empecé a llamarlo a gritos. Al fin se asomó
a la ventana.
—¿Por qué grita usted? —me dijo—. Estoy aquí buscando nuestros sombreros y su cartera.
En efecto, después de un momento me entregó mi sombrero y un minuto más tarde volvió a
estar junto a mí con su sombrero de copa y la cartera bajo el brazo.
Al verlo me eché a reír.
—Pero hombre -le dije-, ¡si has olvidado tu paraguas! Pero aquel idiota no entendía de bromas,
y me respondió muy serio:
Ya sabe usted que yo no uso paraguas... Nuestro pobre Jorge ha muerto, y el cocinero también.
—¡De modo que ese cuerpo que no se movía cuando yo le pisaba la cara era Jorge!
Otra vez se había apoderado de mí el terror. De pronto sonaron gemidos, alaridos salvajes, todos
los gritos de dolor que lanzan los hombres cuando se sienten aplastados; hasta entonces había
permanecido como sordo, y no oía nada.

14
Los vagones estaban entre llamas, envueltos en humo. Los heridos lanzaban quejidos cada vez
más agudos. Sin esperar a que acabara de sazonarse aquel asado de carne humana, empecé a correr
como un loco, campo adelante. Era una carrera verdaderamente diabólica.
Afortunadamente, las colinas bajas de la campiña romana son muy cómodas para un ejercicio
de ese género. Además, soy buen corredor. Cuando finalmente, exhausto, di en tierra con uno de
aquellos oteros, ya no se veía ni se oía nada, salvo los pasos algo alejados de Toppi, que se había
quedado atrás y venía corriendo tras de mí.
¡Qué cosa horrible es esto del corazón! Parecía subírseme de tal modo a la boca, que tuve miedo
de que se me escapara en un vómito. Jadeante, apretaba mi cara contra el suelo: estaba fresco y
duro. Lo encontré entonces agradable. Di ríase que me había vuelto la respiración y que el corazón
regresaba a su sitio. Me sentía sumamente aliviado.
También las estrellas en el cielo parecían muy tranquilas. Realmente no tenían por qué
inquietarse; nada iba con ellas. Su misión es brillar y estar siempre de fiesta. Es un baile sempiterno.
Y en aquel espléndido baile, la Tierra, envuelta en tinieblas, semejaba una bella desconocida en dominó
negro. (Creo que este párrafo me ha salido muy bien, y tú, lector, debes estar satisfecho: mi estilo, al
igual que mis modales, van mejorando.)
Me digné recompensar a Toppi con un beso en la nuca -es donde yo beso siempre a los que
quiero bien—, y le dije:
—Tú has encarnado perfectamente en hombre, Toppi. Tienes mi estimación. Pero ¿qué vamos a
hacer ahora? ¿Acaso es Roma aquel vago mar de luces?
—Sí, es Roma.
—¿Y está muy lejos?
—No —me respondió levantando la mano—. ¿No oye usted el silbato?
Efectivamente, se oían silbidos largos y quejumbrosos de locomotoras. Parecía que corrían llenas
de inquietud.
—¡Conque silban! —exclamé yo, riendo.
—Sí, silban —confirmó Toppi con una ligera sonrisa, porque él no sabe reír del todo.
Pero otra vez me volví a sentir mal. Todo mi cuerpo tiritaba estremeciéndose de frío, y un terrible
malestar me penetraba
hasta lo más hondo. Pensaba con horror en el cadáver que había estado pisando en el vagón, y
que era el de mí sirviente Jorge. Sentía el deseo de sacudirme como un perro cuando sale del agua.
Imagínate, hombre, que era la primera vez que había visto y sentido tu cadáver, y no me gustó nada;
¡eso sí que no, querido lector!
¿Por qué no protestaba cuando yo le estaba magullando la cara con mis pies? Jorge tenía una
cara joven y agraciada, y toda su persona ostentaba dignidad. ¡Imagina que las duras pisadas de
alguien te estén aplastando la cara y que tú lo aguantes sin el menor grito de protesta...!
¡Pero orden, orden!
En vez de dirigirnos a Roma, nos pusimos a buscar un refugio cercano donde pasar la noche.
Hacía un rato que caminábamos ya cansados. Además, teníamos mucha sed, una sed

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abrasadora.
Y ahora, querido lector, voy a tener el gusto de presentarte a mi nuevo amigo el señor Tomás
Magnus y a su hija, la bella María.
Al principio, no fue más que una débil lucecita “que atrae al fatigado peregrino”, como dicen los
poetas. Cuando nos acercamos, resultó ser una casita aislada, cuyas blancas paredes apenas se
distinguían a través del espeso follaje de los negros cipreses y demás árboles. Sólo se veía luz en una
ventana; todas las demás tenían bajadas las persianas. Había una tapia de piedra, una verja de hierro
y sólidas puertas. Y todo en silencio. A primera vista, aquello no parecía sosegado.
Toppi se puso a llamar; pero nadie contestaba. Luego estuve llamando yo, sin resultado alguno.
Por fin, una voz malhumorada rezongó desde el otro lado de la verja:
—¿Quién es? ¿Qué hacen ahí?
Aunque apenas podía mover la lengua, desecada por la sed, mi valiente Toppi relató la catástrofe
y nuestra huida. Estuvo hablando mucho rato, hasta que al fin rechinó el candado de hierro y la puerta
se abrió.
Siguiendo al ceñudo y silencioso dueño de la casa, entramos en ella; atravesamos varias
habitaciones oscuras e igualmente silenciosas, subimos una escalera que crujía y nos encontramos por
fin en una estancia alumbrada, que era, al parecer, el cuarto de trabajo del desconocido señor. La luz
era espléndida y había muchos libros; uno de ellos estaba abierto, encima de la mesa, bajo una
lámpara de pantalla verde muy sencilla, la luz de esta lámpara era la que habíamos visto desde lejos.
Yo estaba admirado por el silencio que reinaba en toda la casa; aunque todavía no era tarde, no se
oía ni una voz, ni un rumor.
—Siéntense.
Nos sentamos.
Muerto de cansancio, Toppi se puso a contar de nuevo lo que había ocurrido; pero nuestro
extraño huésped lo interrumpió con un tono de indiferencia;
—Sí, ya: una catástrofe. Esto sucede a menudo en nuestros ferrocarriles. ¿Y ha habido muchas
víctimas?
Toppi se puso a hablar de nuevo. Nuestro huésped, que lo escuchaba medio distraído, sacó de
su bolsillo un revólver y lo guardó en el cajón de su mesa, diciendo como al descuido:
—Por aquí no hay mucha seguridad; el sitio está bastante apartado... Bueno, pueden ustedes
quedarse.
Y levantando por primera vez sus grandes ojos oscuros, graves y casi sin brillo, los clavó
atentamente en mí y en Toppi, examinándonos de pies a cabeza, como si fuéramos objetos raros de
algún museo.
Era una mirada descarada, maligna. Yo me levanté y dije:
—Me parece, señor, que nosotros estamos aquí estorbando, y...
Pero él me detuvo con un gesto burlón y tranquilo.
—¡Esas son tonterías! Ustedes se quedan aquí. Van a tomar algo de comer y un poco de vino.
Los criados no vienen a casa más que durante el día; de modo que les serviré yo mismo. Ahí está el

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cuarto de baño; pueden pasar a lavarse y arreglarse un poco, con toda confianza. Entretanto, yo iré a
buscar la comida y el vino.
Mientras comíamos y bebíamos -y de muy buena gana-, aquel señor, tan poco amable, seguía
leyendo su libro como si se encontrase solo en su despacho, como si en vez de ser Toppí el que estaba
haciendo ruido con las mandíbulas, fuera un perro que estuviera royendo un hueso.
Entonces lo examiné a mis anchas. Era casi tan alto como yo; su cara, que parecía expresar
cansancio, estaba cerrada por una negrísima barba de bandido. Tenía una frente amplia e inteligente
y una nariz... ¿cómo diría yo? ¡Pero ya estoy otra vez buscando comparaciones! Su nariz era algo así
como un libro que contara la historia de una larga vida de pasión, extraordinaria y oculta. Era una
nariz hermosa, modelada por un finísimo buril, y no en carne, sino, ¿cómo decirlo...?, en ideas y en
deseos del mayor atrevimiento.
Sin duda se trataba de un hombre voluntario. Lo que más me llamó la atención fueron sus manos:
eran muy grandes, muy planas y tranquilas. ¿Por qué me llamaron la atención? Lo ignoro. Únicamente
sé que al verlas me dije: “¡Qué propio que no sean ni aletas ni tentáculos! ¡Qué bien que tengan
precisamente diez dedos, como otros tantos patanes malignos y astutos!”
Con toda cortesía, le dije:
—Muchas gracias, señor.
—Mi nombre es Magnus, Tomás Magnus. ¡Otra copita más! ¿Son ustedes americanos?
Según la costumbre inglesa, yo esperé a que Toppi me presentara, y luego permanecí a la
expectativa. Era necesario ser un hombre sin la menor ilustración y no leer nunca ningún periódico
inglés, francés o italiano, para no conocer mi nombre.
—Es míster Henry Wandergood, de Illinois. Yo soy su secretario, Erwin Toppi, para servir a usted.
Efectivamente, somos dos ciudadanos de los Estados Unidos.
El necio de Toppi pronunció estas últimas palabras no sin cierto orgullo; en cuanto a Magnus,
tuvo un ligero estremecimiento: ¡miles de millones, amigo mío; miles de millones!
Clavándome largamente la mirada, me dijo:
—¿Míster Wandergood? ¡Henry Wandergood! ¿Entonces es usted el famoso multimillonario
americano que quiere dedicar sus miles de millones al bien de la humanidad?
Hice con la cabeza un modesto ademán afirmativo.
—Sí, yo soy.
Magnus se inclinó ante los dos, y con una sonrisa descansada, dijo:
La humanidad lo está esperando, míster Wandergood; según la prensa de Roma, está llena de
impaciencia. Pero yo tengo que pedirles a ustedes disculpas por la modesta cena que les he ofrecido.
Si hubiera sabido...
Yo, con una franqueza admirable, cogí su gran manaza cálida, la estreché bien fuerte, a la
americana, y exclamé:
—¡Oh! ¡No se preocupe usted, señor Magnus! Antes de ser millonario, estuve guardando cerdos,
y usted es un noble y honrado caballero a quien estrecho la mano con todo respeto. ¡Qué demonios!
Nadie hasta ahora me ha inspirado tanta simpatía.

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Entonces Magnus dijo...
Es decir, no dijo nada. No me es posible continuar de esta manera: “Yo dije, él dijo...” Este
maldito sistema de pergeñar el relato me mata la inspiración; me convierte en un vulgar folletinista
de cualquier diario popular y me hace mentir como al más miserable corrector de cuartillas. Tengo
cinco sentidos.
Soy un hombre completo, y, sin embargo, no estoy hablando más que del oído. ¿Y la vista?
Puedes creerme, caro lector, que no permaneció ociosa. ¿Y aquel sentimiento de la tierra de Italia, de
mi existencia, que yo me reconocía con una fuerza tranquila y rejuvenecida? ¿Creerás tú que no hacía
más que escuchar al sabio Tomás Magnus? No. Mientras él hablaba, yo miraba, escuchaba, respondía;
pero, al mismo tiempo, pensaba: “¡Qué bien huelen la tierra y la hierba en la campiña romana!”, y
luego me esforzaba en adivinar, por medio de mis sentidos -¿comprendes bien?, por mis sentidos-,
toda la casa, con sus habitaciones silenciosas y ocultas, que tan misteriosa me parecía. En fin, a cada
instante me alegraba de estar vivo, de hablar, de aún poder seguir representando por mucho tiempo
mi papel.
De pronto sentí la alegría de ser hombre.
Recuerdo que, con un brusco movimiento, alargué a Magnus mi tarjeta: Henry Wandergood. El
pareció extrañarse, sin comprender mi intención; puso cortésmente la tarjeta sobre la mesa. Sentí
deseos de darle un beso en la nuca, en agradecimiento a su cortesía y por el hecho de que él también
era hombre, porque los dos éramos hombres.
Me acuerdo también de que yo sentía gusto en mirar mi pie calzado con bota amarilla, y que lo
balanceaba suavemente: “¡Que se balancee este hermoso pie humano americano!”
¡Qué sentimental me encontraba aquella noche! Hubo un momento que hasta sentí la necesidad
de llorar un poco: sin quitar la vista de los ojos de mi interlocutor, hacer brillar en los míos, abiertos,
llenos de amor y de bondad, un par de lagrimitas. Hasta me parece que lo hice; por lo menos sentí en
mi nariz una especie de irritación agradable, como quien acaba de beber un refresco de limón muy
espumoso, y, según pude observar, aquellas dos lágrimas mías produjeron en Magnus el mejor efecto.
Pero ¿y Toppi? Mientras yo vivía aquel admirable poema de mi encarnación humana, el muy
animal se había quedado dormido en la mesa. Me parece que ése ha ido demasiado lejos en su
encarnación, y ahora es demasiado humano.
Iba a estallar en cólera contra él, pero mi huésped me detuvo.
—-Ha sufrido muchas emociones y está fatigado, míster Wandergood.
Además, ya era tarde. Hacía por lo menos dos horas que Magnus y yo estábamos en una
conversación ininterrumpida, cuando Toppi, agotada su resistencia, se rindió al sueño.
Lo desperté y le dije que fuera a acostarse. Magnus y yo continuamos todavía, durante mucho
tiempo, charlando y bebiendo. El que bebía era sobre todo yo; Magnus era reservado, tétrico, y su
expresión seria, a veces hasta maligna y desconfiada, cada vez me gustaba más.
Decía:
—Yo creo en su gesto altruista, míster Wandergood. Lo que no creo es que usted, hombre de
negocios, inteligente y... un poco frío, si no me engaño, pueda fundar serias esperanzas en su dinero.

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—¡Tres mil millones son una fuerza enorme, Magnus!
—Sí, tres mil millones son una gran fuerza -confirmó él en tono reposado y frío—; pero ¿qué
puede usted hacer con ellos?
Me eché a reír.
—Usted se dice a sí mismo: ¿qué va a hacer con esos millones este americano ignorante, antiguo
cuidador de cerdos, que entiende más de cerdos que de personas?
—El conocimiento de unos ayuda a conocer a los otros.
—¿Este filántropo loco, a quien el oro ha trastornado la mente, como le ocurre a un ama de cría
que tiene demasiada leche? Es verdad, sí; ¿qué puedo hacer yo? ¿Fundar una universidad
más en Chicago? ¿Un hospital en San Francisco? ¿Una humanitaria prisión correccional en Nueva
York?
—¡Ah! Esto último sería un verdadero beneficio para la humanidad. No me mire usted con tan
malos ojos, míster Wandergood. Estoy hablando en serio. En mí no encontrará usted ese amor sin
límites por los hombres que arde con tanta tuerza dentro de usted.
Se burlaba descaradamente de mí; pero a mí me daba lástima. ¡Cómo es posible no querer a los
hombres! ¡Pobre Magnus! ¡Yo que le habría dado de tan buena gana un beso en la nuca! ¡Pobre
Magnus! ¡No querer a la gente!
—No; no los quiero —confirmó—. Pero celebro que usted no siga el camino trivial de todos los
demás filántropos americanos. Sus millones...
—Tres mil millones, Magnus. Con este dinero se puede crear un reino.
—¿De veras?
—O destruir cualquiera de los que ya existen. Con este dinero, Magnus, se puede encender una
guerra, hacer una revolución...
—¿Sí, eh?
Por lo menos conseguí que se admirara. Su blanca manaza tembló ligeramente, y en la oscuridad
de sus ojos se acusó el respeto: "No eres tan bestia como yo te creía, Wandergood”.
Se levantó, y, después de dar varias vueltas por la habitación, se detuvo ante mí, preguntándome
en tono brusco y burlón:
—¿Sabe usted bien, acaso, lo que le hace falta a la humanidad? ¿Si es la creación de un nuevo
reino o la destrucción de uno viejo? ¿Si la guerra o la paz? ¿Si la revolución o la tranquilidad? ¿Quién
es usted, míster Wandergood de Illinois, para resolver estos problemas? No; me había equivocado.
Vale más que funde usted universidades y hospitales; es menos peligroso...
El descaro de aquel hombre me encantaba.
Bajé modestamente la cabeza y dije:
—Tiene usted razón, señor Magnus. ¿Quién soy yo, Henry Wandergood, para resolver esos
problemas? Pero es que no los resuelvo; no hago más que plantearlos. Los planteo y aguardo la
solución. Yo, desde luego, soy un ignorante. Nunca he leído, como debe leerse, ni un solo libro,
exceptuando los libros de contabilidad. Aquí, en casa de usted, veo que hay muchos libros. Usted es
un misántropo, Magnus; usted es demasiado europeo, porque ha sufrido una serie de decepciones;

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mientras que nosotros, en nuestra joven América, tenemos confianza en los hombres. Al hombre hay
que hacerlo. En Europa son ustedes malos artífices, y han hecho un hombre malo; mientras que
nosotros haremos un hombre bueno. Perdone usted lo burdo de la expresión; hasta ahora, yo, Henry
Wandergood, no he hecho más que cerdos; pero mis cerdos, lo digo con orgullo, tienen más medallas
y más condecoraciones que el mismísimo mariscal Moltke; y ahora quiero hacer hombres...
Magnus sonrió.
—Usted es un alquimista del Evangelio, Wandergood; usted quiere transformar el plomo en oro.
—Sí, quiero hacer oro. Quiero encontrar la piedra filosofal. Pero ¿es que no se ha encontrado,
acaso? Sí, la piedra está descubierta; pero no se conoce el taller.
—¿Y cuál es esa piedra?
—El amor, Magnus. Sí, el amor al hombre. ¡Ay, Magnus! No sé todavía lo que quiero hacer; pero
mis proyectos son amplios; grandiosos, diría yo, si no viera asomar su sonrisa de misántropo. Procure
usted creer en el hombre, Magnus, y ayúdeme. ¿Sabe usted lo que le hace falta al hombre?
El contestó en tono triste y sombrío:
—Cárceles y patíbulos.
Estallé en indignación —la indignación me sale siempre muy bien—:
—Usted se calumnia a sí mismo, Magnus. Bien se ve que ha sufrido mucho. Acaso lo han
traicionado, y usted...
—Alto ahí, míster Wandergood: no me refiero nunca a mí mismo, y no me gusta que los otros
hablen de mí. Bástele saber que, desde hace cuatro años, es usted el primero que viene a turbar mi
soledad... Además, es una pura casualidad la que lo ha traído aquí. Yo no quiero a los hombres.
—Usted disculpe, pero no le creo.
Magnus se acercó a su biblioteca con una expresión de desprecio, casi de asco; tomó con su
blanca mano el primer libro que halló a su alcance, y me preguntó:
—Y usted, que nunca ha leído libros, ¿sabe de lo que tratan? Nada más que del mal; de los
errores y de los sufrimientos de la humanidad. Son todo sangre y lágrimas, Wandergood; nada más
que lágrimas y sangre. Mire: este librito que tengo entre dos dedos encierra todo un mar de roja
sangre humana, y si usted fuera leyendo todos estos libros... ¿Quién ha derramado tanta sangre? ¿El
diablo...?
Me sentí adulado y quise inclinarme en agradecimiento, pero en aquel momento Magnus tiró el
libro, gritando encolerizado:
—¡No, señor; no es el diablo el que ha vertido esa sangre, sino el hombre! Sí, yo leo ese libro,
pero con un solo objeto: para aprender a odiar y a despreciar al hombre. Usted ha transformado sus
cerdos en oro, ¿verdad? Pues bien, yo veo cómo el oro se vuelve a transformar en cerdos... No quiero
decirle una cosa por otra; tire usted su dinero al mar, o empléelo en hacer cárceles y patíbulos. ¿Usted
será ambicioso como todos los filántropos? Entonces haga patíbulos. Esto le granjeará la estimación
de toda la gente seria, y el rebaño humano le conferirá el título de grande. ¿Acaso usted, un yanqui
de Illinois, no tiene ni siquiera la ambición de entrar en el panteón de los hombres ilustres?
—¡Pero, Magnus...!

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—Lo que hay por doquier es sangre. ¿No lo ve usted? ¡Si hasta la lleva usted en la bota,
Wandergood!
Confieso que al oír estas palabras de Magnus, que en aquel momento me parecía un loco, hice
con la pierna un movimiento nervioso. En efecto: tenía allí una mancha oscura de sangre. Hasta
entonces no me había dado cuenta. ¡Qué horror!
Magnus sonrió, luego se recobró, volvió a mostrarse frío, reservado, y dijo en tono de
indiferencia:
—Lo he asustado a usted sin querer, míster Wandergood. No tiene importancia: es probable que,
sin darse cuenta, haya puesto el pie encima de alguna cosa. No se preocupe. Pero es que este tema
me exaspera un poco... Hace años que no he tenido una conversación parecida... Sí, me exaspera,
y... Buenas noches, míster Wandergood. Mañana tendré el honor de presentarle a mi hija; ahora
permítame...
Etcétera, etcétera.
En resumen: aquel señor cortó, de forma un poco grosera, nuestra conversación y luego me
condujo a una alcoba y casi me aventó en la cama. No protesté ni le pedí explicaciones. ¿Para qué?
Debo confesar, sin embargo, que en aquel momento no me era simpático. Hasta me alegré de que se
marchara. De pronto, cuando iba a cruzar el umbral de la puerta, se volvió hacia mí, me tendió
bruscamente sus dos grandes manos blancas, y masculló:
—¿Ve usted estas manos? Pues están manchadas de sangre. Sangre de un canalla, de un tirano,
de un enemigo de la humanidad; pero, con todo, roja sangre humana. ¡Buenas noches!
Me había estropeado la noche. Sí, juro por la salvación eterna que aquella noche me sentía muy
a gusto al ser hombre; me hallaba a mi placer dentro de la estrechez de la piel humana... Porque, en
general, es sumamente estrecha: me aprieta
un poco bajo los brazos, lo que no es de extrañar, habiéndola adquirido en un almacén de ropas
hechas. Pero entonces me parecía cortada a medida por el mejor sastre.
Sí, aquella noche estaba sentimental, rebosante de bondad, todo un hombre de bien. Sentía la
necesidad de representar una pequeña comedia, pero en modo alguno estaba dispuesto para tragedias
tan dolorosas. ¡Figúrense ustedes: sangre! Y luego, ¿hay derecho a refregarle en las narices a todo un
caballero a quien apenas se conoce, por aquel par de manos blancas?
Por lo que yo sé, todos los verdugos tienen las manos blancas...
No creas que hablo en broma. Realmente me sentí de pronto muy mal.
Si durante el día puedo seguir triunfando sobre Wandergood, con quien convivo dentro de la
misma piel, por la noche es él quien me domina. Él es quien me inspira los más estúpidos sueños.
¡Qué sueños más tontos y sin pies ni cabeza! Toda la noche me tiene dominado como un amo que, al
volver a su casa, lo revuelve todo con mal talante, empieza a buscar cosas, se queja del gasto como
un avaro y gruñe como un perro que no se puede dormir. Todas las noches me siento como hundido
en el fango, por causa suya en el fondo de las mezquinas preocupaciones humanas, en las cuales me
ahogo como en un pantano pestilente. Y cada mañana, al despertar, compruebo que la infusión, tan
cuidadosamente preparada por Wandergood, ha sido diez grados más fuerte que la anterior. Es

21
terrible. Imagina un poco más y me pone ese indecente propietario sencillamente en la puerta de una
cueva vacía, a la que yo he animado con mi aliento y a la que he traído mi alma.
Como un ladrón inexperto, me he vestido con un traje cuyos bolsillos están llenos de objetos que
me traicionan... Peor aún, no ha sido un traje, sino una prisión estrecha y oscura, donde no hay aire
para respirar y donde ocupo menos espacio que una solitaria en el intestino de Wandergood. A ti,
querido lector, te han puesto desde la infancia en esta prisión, y hasta le tienes cariño; mientras que
yo... yo vengo del Reino de la libertad, y no me resigno a ser un gusano en el vientre de Wandergood.
Yo puedo recobrar mi libertad: me basta para ello con tragarme una gota de cianuro potásico. ¿Qué
dirías entonces tú, mísero Wandergood? Sin mí te estarían comiendo los gusanos y te desharías,
transformándote en un montón de carne muerta. Por lo tanto, te favorece dejarme tranquilo.
Toda la noche la he pasado en poder de Wandergood. ¿Qué me importa a mí la sangre humana?
¿Qué se me da de esa miserable quintaesencia de la vida del hombre? Pero Wandergood, que vive
junto a mí, se ha sentido inquieto, por la locura de Magnus. Me sentí de repente —imagínate tú— como
si estuviese lleno de sangre, lo mismo que una vejiga de buey, una vejiga tan delgada y frágil que
podría romperse al menor contacto. Bastaba pincharla ligeramente para que la sangre saliera
inundándolo todo.
De pronto tuve miedo de que me fueran a matar en aquella casa; tal vez me abrirían la garganta
y, sujetándome por las piernas, me dejarían desangrar por completo.
Acostado y a oscuras, mi oído estaba atento al silencio de la noche, como si de un momento a
otro fuera a venir Magnus con sus blancas manos. Y cuanto más profundo era el silencio en aquella
maldita casita, más miedo tenía yo. Me daba rabia que Toppi no roncara entonces como de costumbre.
Luego comencé a sentir dolores por todo el cuerpo. ¿Sería que me había lastimado en la catástrofe, o
eran las consecuencias de mi loca carrera a campo traviesa? Luego empecé a sentir por toda la piel
una comezón, como un perro picado por las pulgas, y me puse a rascar dale que dale, hasta con los
pies. Fue como una nota cómica en plena tragedia. Luego el sueño me asió
Por la mañana me encontré completamente bien, fresco, lozano y con grandes deseos de
representar mi papel, como un cómico que acaba de terminar su maquillaje. Por supuesto que no
olvidé afeitarme: ese maldito Wandergood cría pelo en menos tiempo que convierte a sus cerdos en
oro. Mientras me paseaba con Toppi por el jardincillo, en espera de Magnus, que aún no había salido
de su cuarto, me lamenté con mi secretario de la molestia de tener que afeitarme todos los días. Él,
después de reflexionar un rato, respondió como buen filósofo:
—Sí, mientras uno duerme, le crece la barba. Lo que resulta muy útil para los peluqueros.
En esto apareció Magnus.
No se mostró más afectuoso que la víspera. En su rostro se advertían claras huellas de cansancio;
pero se mantuvo reposado y cortés. ¡Qué negra resultaba su barba durante el día!
Me estrechó la mano con frío compromiso, y como nos encontrábamos entonces en lo alto de las
tapias de su jardín, me dijo:
—¿Está usted admirando la campiña romana, míster Wandergood? Es un hermoso espectáculo.
Se dice que esta campiña da fiebre; pero en mí no produce más; que una sola: la fiebre de pensar.

22
A lo que parece, ese Wandergood, en cuya piel estaba yo metido, era indiferente a las bellezas
del paisaje; en cuanto a mí, aún no he tenido tiempo de tomar gusto por los panoramas terrestres. De
modo que los campos desiertos que se extendían ante mí no me parecían más que eso: unos campos
desiertos, y echándoles una mirada de frialdad, contesté:
—Me interesan más los hombres, señor Magnus.
Me clavó atentamente sus ojos oscuros, y en voz baja respondió en tono de sequedad y reserva:
—Ahora conocerá usted a mi hija María: esos son los tres mil millones que yo tengo. ¿Comprende
usted?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Pero este oro no lo produce la California de ustedes, ni lo da ningún filón de esta repugnante
Tierra. Este oro viene de arriba. Yo, míster Wandergood, no creo en nada; pero cuando mis ojos
encuentran la mirada de María, empiezo a dudar. Ésas sí que son unas manos únicas, entiéndalo usted
bien, para que les confíe sus millones.
Como soy un soltero empedernido, sentí una ligera inquietud. Magnus prosiguió en tono austero
y hasta solemne:
—Pero ella no los aceptaría, señor. Sus manos puras no deben mancharse jamás por el contacto
del oro. Sus ojos inmaculados no verán nunca otro espectáculo que esta llanura inmensa y limpia de
la campiña. Esta casa, míster Wandergood, es su convento, y no saldrá de ella sino para ir al reino
celestial... en caso de que exista.
—Perdone usted que yo no lo pueda concebir, querido Magnus —dije, protestando alegremente—
. La vida y los hombres...
La fisonomía de Magnus volvió a adquirir la expresión malévola de la noche anterior, y su voz
me interrumpió con mordaz y cruel ironía:
—Le agradecería a usted que me comprendiera, amigo Wandergood. La vida y los hombres no
existen para María. Basta con que los conozca yo. Mi deber era prevenirlo a usted; y ahora —añadió
tomando de nuevo el tono de frialdad cortesía—, en la mesa, mucho cuidado, míster Toppi, se lo
suplico.
Habíamos empezado a almorzar, charlando de diferentes cosas, cuando apareció María.
La puerta por donde entró estaba detrás de mí, por lo cual había tomado su paso menudo por el
de la criada; pero me chocó la expresión de Toppi, sentado frente a mí. Los ojos se le redondearon,
se puso colorado como si fuera a ahogarse, y la garganta se le hinchó.
Creí que se había atragantado con alguna espina, y exclamé:
—¿Qué te pasa, Toppi? {Bebe un poco de agua!
Pero Magnus se había levantado ya y con su habitual frialdad dijo:
—Mi hija María, míster Henry Wandergood.
Volví en seguida la cabeza y... ¡Cómo expresar lo que sentí en aquel momento, siendo así que lo
extraordinario resulta inexpresable!
Aquello era algo más que una belleza: era lo abrumador de la perfección.
No me siento dispuesto en lo más mínimo a buscar comparaciones; búscatelas tú mismo, lector,

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si quieres. Reúne todo lo más hermoso que has visto: las azucenas, las estrellas, el Sol...; y añádele
todavía algo más.
Pero no fue por esto por lo que me impresionó tanto, sino por otra cosa: por su parecido
estupendo, misterioso... ¿con quién? ¡Diablo! ¿Qué había visto yo en la Tierra que fuera tan hermoso
y tan sublime, y tan inaccesible para cuanto hay en la Tierra misma?
—¡Madona! —musitó irresistiblemente Toppi, lleno de admiración.
En efecto: el idiota de Toppi había dado en el clavo. ¡La Madona que los hombres no conocen
más que por los cuadros de las iglesias, a través de la imaginación de los artistas! ¡La María cuyo
nombre vive sólo en las oraciones y en los cantos religiosos, la celestial belleza, la misericordia, el
perdón, el amor sin límites! ¡La estrella de los mares! ¿No te encanta este solo nombre? ¿Quién se
atrevería a negarlo...?
Me sentí desbordado por una loca alegría; pero me incliné, saludando respetuosamente, y estuve
a punto de decir: “Señorita: tenemos que pedirle mil perdones por esta brusca invasión de su casa,
No me había imaginado encontrarla aquí. Nunca hubiera creído que este hombre original de negra
barba pudiera tener el honor de llamarla su hija. Una vez más, todas nuestras disculpas.”
Pero no dije nada de esto, sino una cosa muy diferente; dije:
—Buenos días, señorita. Tengo mucho gusto en conocerla.
Ella no dio a entender que ya sabía quién era yo. Hay que respetar el incógnito; lo exige la
cortesía. Sólo un insolente se atreve a arrancar un antifaz del rostro de una dama. Entretanto, su
padre, Tomás Magnus, continuaba desempeñando correctamente los deberes de huésped.
—Tome usted más, míster Toppi. ¿No bebe usted, míster Wandergood? Hace mal, porque este
vino es exquisito.
Yo estaba absorto contemplando a María. He aquí las observaciones que hice:
Primera: María respiraba.
Segunda: guiñaba los ojos.
Tercera: comía.
Además observé que era una linda muchacha de unos dieciocho años, poco más o menos, que
llevaba un traje blanco y que lucía un mórbido cuellecito desnudo.
Yo me sentía cada vez más alegre y decía a Magnus toda clase de tonterías, sin fijarme siquiera,
porque los pensamientos que me absorbían eran otros. Estaba mirando aquel cuellecito desnudo, y...
Créeme, amigo terrícola, yo no soy ningún donjuán, ni siquiera un enamorado a la manera de
los diablos que tú te imaginas. Pero aún estoy lejos de ser un viejo; físicamente no soy mal parecido,
ocupo en el mundo una buena posición, y... ¿qué te parecería a ti esta combinación: Satanás y María?
¿O, mejor dicho, María y Satanás?
Para demostrarte que en aquel momento mis intenciones eran serias, te aseguro que lo que
entonces pensé, principalmente, fue en la posteridad que íbamos a dejar al mundo, es decir, en
nuestros hijos; y en vez de pensar en tonterías, estaba buscando un nombre para nuestro primer hijo.
¡No soy en modo alguno un hombre frívolo!
De improviso, Toppi preguntó con voz ronca:

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—¿Su retrato, señorita?
—María no sirve de modelo a pintores -dijo severamente Magnus.
La estupidez de Toppi estuvo a punto de hacerme reír; ya había abierto mi boca, provista de
magníficos dientes americanos, cuando la mirada pura de María penetró en mis ojos, y todo se fue al
diablo, como la víspera, cuando la catástrofe ferroviaria. ¿Comprendes? Aquella mirada me trastornó,
me volteó al revés como a un calcetín. ¿Cómo explicártelo? Mi impecable traje parisiense parecía
haberse ocultado en mi interior, mientras que mis ideas, aún más admirables que el traje, y que yo
no hubiera querido expresar ante una dama, salieron, sin embargo, a la luz de día. Me quedé tan
abierto como un número del New York Herald de quince centavos.
Pero ella me perdonó y nada dijo; su mirada cruzó el aire como un proyector, e iluminó a Toppi.
Seguramente te habrías muerto de risa viendo cómo aquel viejo y estúpido diablo se había puesto radiante, desde
su breviario hasta la espina que estuvo a punto de atragantarlo.
Afortunadamente para ambos, Magnus se levantó y nos invitó a dar una vueltecita por el jardín.
—-Vamos al jardín -dijo—. María les enseñará a ustedes sus flores.
¡Sí, María! Pero no esperes, ¡oh, poeta!, que yo vaya a entonar jaculatorias. Al contrario: me
sentía rabioso, como un hombre al que acaban de derribar la puerta de su casa y le han robado. Yo
sentía el deseo de mirar a María y, sin embargo, me veía obligado a mirar sus estúpidas flores, porque
no me atrevía a levantar la vista hacia ella. Porque yo, ¿sabes?, soy ante todo un caballero, y me
guardaría muy bien de presentarme ante una dama sin llevar bien hecho el nudo de la corbata. Y era
el caso que mis pensamientos no llevaban corbata. Cuando la mirada de María penetraba hasta mis
pobres y menguados pensamientos, ellos bajaban la cola como un perro a quien se acaba de apalear.
Me tornaba de pronto humilde y resignado, perdía mi gesto de actor, y mi maquillaje parecía fundirse
en mi cara, como si estuviera chorreando sudor. Puede ser que a ti te guste eso de ser humilde y
resignado, pero a mí no.
Ignoro lo que María decía, pero juro por la salvación eterna que su mirada, como todo su rostro
extraordinario, estaba tan llena del sentido infinito, que las palabras resultaban no sólo inútiles sino
vacías. La palabra elocuente sólo es necesaria a los espíritus pobres; los espíritus ricos son silenciosos.
Anótalo bien, pobre poeta, tú que te crees un genio y vives graznando como un cuervo por los tejados.
Bastante me humillo dignándome a pronunciar palabras.
¡Vaya, la triste figura que los dos, Toppi y yo, hacíamos a su lado! Ella iba andando; nosotros la
seguíamos. Más bien nos arrastrábamos tras ella. En aquellos momentos me odiaba a mí mismo y
odiaba a Toppi, con sus anchas posaderas, su abominable nariz de loro y sus orejas borriqueñas. Allí
hubiera hecho falta por lo menos un Apolo, y no una yunta de americanos de relevo.
¡Qué bien nos sentimos cuando, finalmente, se marchó y nos volvimos a quedar solos con
Magnus! Magnus es una palabra sencilla, muy cómoda. Toppi dejó de hablar de religión, como un cura
en vacaciones. Yo crucé las piernas, encendí un cigarro y clavé fijamente mi aguda mirada de acero
en las pupilas de Magnus. ¿Y qué fue lo que encontró mi mirada? ¿El vacío, o más bien otra mirada de
acero blindado?
—Usted necesita ir a Roma, míster Wandergood. La gente estará inquieta, —me dijo, con aire

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tranquilo, nuestro amable huésped.
Entonces mi mirada se hizo más penetrante aún.
—Puedo enviar a Toppi...
Magnus tuvo una sonrisa de descarada ironía.
—No creo que eso baste, míster Wandergood.
Busqué con la vista su gran mano blanca para estrecharla cordialmente en señal de
reconocimiento; la vi de lejos y sin la menor intención de acercarse a mí; sin embargo, se la tomé y
la estreché, y él se vio obligado a corresponderme de igual forma.
—Sí, señor Magnus; me voy a ir en seguida.
—Ya he enviado a buscar un coche... La campiña es una cosa admirable a la luz del sol de la
tarde, ¿verdad?
Miré una vez más, por cortesía, aquellos campos desiertos, y respondí con aire de entusiasmo:
—¡Ah, sí; magnífica...! Querido Erwin, ¿quieres tener la amabilidad de dejarnos solos un
momento...? Aún tengo que decirle algo al señor Magnus.
Toppi salió. Magnus abrió tamaños ojazos, sin la menor muestra de satisfacción. Yo le clavé una
vez más el acero de mi mirada, e inclinándome sobre su rostro, siempre serio, le pregunté:
—¿No se ha dado cuenta, señor Magnus, de un cierto parecido, un parecido verdaderamente
asombroso, entre su hija María y... una persona muy conocida...? ¿No encuentra usted que se parece
mucho a la Madona?
—¿A la Madona? —dijo él, pronunciando con tanta lentitud y largura que hubiera podido
envolverme por completo con aquellas tres palabras—. No, querido Wandergood, no he observado
semejante cosa... Por lo demás, no voy nunca a la iglesia... Pero le aconsejaría a usted que se fuera cuanto
antes. Después de la puesta del sol, la fiebre romana...
Una vez más cogí su mano blanca y se la estreché con furia amical, si cabe hablar así... Hasta me extraño
de no habérsela arrancado; en mis dos ojos volvieron a aparecer aquellas lagrimitas mías que tú ya conoces.
—Hablemos con franqueza, señor Magnus. Soy un hombre abierto, y le digo sin ambages que empiezo a
sentir un cierto afecto por usted. ¿Quiere venir con nosotros y encargarse de la administración de mis millones?
Magnus callaba. Su mano permanecía inmóvil en la mía; sus oscuros ojos miraban al suelo; una sombra,
oscura como ellos, pasó un instante por su pálido rostro y desapareció.
Finalmente, con toda seriedad y sencillez, dijo;
—Lo comprendo míster Wandergood; pero... me veo obligado a declinar su proposición. No me voy con
usted. No le he dicho todavía una cosa; pero su franqueza y la confianza con que me honra me imponen el deber
de ser también franco. Pues bien, necesito decirle que, hasta cierto punto, necesito ocultarme de la policía...
—¿La romana? ¡La compramos...!
—No; no precisamente la romana, sino más bien la internacional. Desde luego, no vaya a creer que he
cometido algún crimen deshonroso... Bueno, bueno. Estaba seguro de ello... No, no se trata de esa policía a quien
fácilmente se podría comprar. En esto tiene usted razón, míster Wandergood; todos los hombres se venden.
Pero... yo no puedo servirle a usted. ¿Para qué iba a servirle? Usted ama a la humanidad, mientras que yo la
desprecio o, en el mejor de los casos, me deja indiferente. Por mí que viva, si quiere, esa humanidad; pero que

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viva sola, sin impedirme a mí vivir solo. A mí que me dejen a mi María; que me dejen el derecho y la fuerza de
despreciar a la gente leyendo los libros que me la da a conocer, que me dejen mi campiña, y con eso tengo
bastante. En mi alma todo el aceite ya está consumido, Wandergood; lo que usted ve no es más que una lámpara
apagada, hace algunos años... Pero, no, ¡adiós!
—No quiero rogarle que sea usted franco conmigo, Magnus...
—Discúlpeme; pero no lo podría ser nunca, míster Wandergood. Mi nombre es falso, pero es el
único que puedo ofrecer a mis amigos.
Lo digo espontáneamente; en aquel instante, Tomás Magnus me producía una buena impresión.
Hablaba animosamente, con sencillez, y en su fisonomía se leía una voluntad firme y obstinada. Aquel
hombre conocía muy bien el valor de la vida humana. Tenía el aire de un condenado a muerte, pero
orgulloso y obstinado, resuelto a no pedir al sacerdote un último consuelo.
Hasta se me ocurrió una idea rara: mi padre tiene muchos hijos ilegítimos y desheredados, que
andan vagando por el mundo; ¿no sería Tomás Magnus alguno de ellos? ¿Habría dado yo con un
hermano en la Tierra? Hubiera sido muy interesante. Pero, aun desde el punto de vista puramente
humano y práctico, no se podía rehusar la estimación a un hombre cuyas manos estaban manchadas
de sangre.
Al tropezar con aquella negativa por parte de Magnus, cambié en seguida de táctica, y, coa la
mayor modestia, le pedí permiso para venir de vez en cuando a visitarlo, con el objeto de
aprovecharme de sus buenos consejos. Durante unos momentos pareció dudar; pero luego,
mirándome fijamente a los ojos, accedió.
—Así sea, míster Wandergood; venga si le place. No dudo que me contará usted muchas cosas
interesantes, no menos que el mejor de mis libros. Además, míster Toppi le ha agradado mucho a
María...
—¿Toppi...?
—Sí. Le encuentra parecido con cierto santo. María va mucho a la iglesia, míster Wandergood.
¿Toppi tiene semejanza con un santo? ¡Vaya una idea original! Por lo visto, su breviario pesa
más que sus posaderas y su gran nariz de loro.
Magnus me miraba casi con cariño. Sólo su nariz fina se estremecía ligeramente como si
contuviera una sonrisa. Me complació comprobar que tras aquella cara tan seria se ocultaba una
persona con excelente buen humor.
Declinaba ya la tarde cuando salimos de allí. Magnus nos acompañaba. María no acostumbraba
salir. La casita blanca seguía, como la víspera, silenciosa y plácida entre sus cipreses; pero ahora aquel
silencio me parecía muy diferente: era el alma de María.
A decir verdad, me marchaba de allí con pena. Pero pronto se apoderaron de mí nuevas
impresiones que disiparon mi tristeza: empezaba Roma.
Por una brecha abierta, en una espesa muralla, entramos en una red de calles bien alumbradas
y llenas de animación. La primera cosa que me chocó fue un tranvía que pasaba también, entre
estrépitos y chirridos, por la misma brecha de la muralla. Toppi, que ya conocía Roma, aspiraba con
delicia el aroma de las sombrías iglesias y me señalaba con el dedo los restos de la Roma antigua,

27
incrustados entre los flamantes muros de las casas antiguas. Esto producía una impresión rara: como
si unos obuses del pasado hubieran venido a bombardear el presente, amontonando los proyectiles en
los muros.
En algunos puntos se veían verdaderos amontonamientos de aquellos restos arqueológicos.
A través de una vieja balaustrada de piedra vimos una sombría zanja, no muy honda, y un gran
arco de triunfo medio sepultado en la tierra.
—El Foro —proclamó solemnemente Toppi.
El cochero que nos llevaba se volvió hacia nosotros desde su pescante y balanceó
afirmativamente la cabeza, cubierta con un sombrero bermejo harto mugriento.
A medida que los montones de viejos edificios, reliquias de un pasado remoto, se hacían más
frecuentes, el raro de Toppi se iba entusiasmando más y se ponía cada vez más grave. Pero yo iba
pensando con nostalgia en mi Nueva York y calculando mentalmente el número de carros que se
necesitarían para limpiar Roma de todas aquellas viejas ruinas y escombros.
Cuando se lo dije a Toppi, él se sintió ofendido, y me replicó con aire de tristeza:
—Usted no entiende nada de esto. Vale más que cierre los ojos y se limite a pensar que está en
Roma.
Seguí su consejo, y me convencí, una vez más, de que la vista constituye un gran obstáculo para
el espíritu, lo mismo que el oído. A lo mejor por eso ocurre a veces en la Tierra que los genios son
ciegos y que los mejores músicos son sordos. Apenas cerré los ojos y empecé, como Toppi, a olfatear
el aire, comenzó a entrarme por la nariz una gran cantidad de Roma con su encantadora historia,
bastante más que cuando la miraba. Tenía un olor muy intenso aquella ciudad de edad tan respetable;
era como las hojas secas que se pudren en el bosque y exhalan un olor mucho más pronunciado que
las verdes y jóvenes.
¿Quieres creerme, lector? Hubo un sitio donde sentí con toda intensidad el olor a Nerón y a
sangre. Pero abrí los ojos y me encontré con un quiosco donde se vendían periódicos y limonada.
—¿Y bien? —me preguntó Toppi, que seguía descontento, en tono de reconvención.
—Sí, esto huele.
—¡Ya lo creo que huele! ¡Y tendrá un aroma cada vez más intenso, puesto que se trata de
perfumes muy viejos, míster Wandergood!
En efecto, la intensidad del olor se iba acentuando y... —¿cómo encontrar una comparación?—,
todas las partículas de mi cerebro empezaban a removerse y a zumbar, como un enjambre de abejas
invadido por una humareda. Es raro; pero parece que en los archivos de la casa Wandergood figura
también el nombre de Roma. ¿No es una familia de origen romano? Por lo menos, en una plaza muy
animada percibí con toda claridad el olor a parientes. Pronto adquirí la convicción absoluta de haber
andado alguna vez por aquellas calles. Quizá, como Toppi, había tenido ya, en otro tiempo, la ocasión
de encarnar en hombre.
Las abejas seguían zumbando cada vez con más fuerza; todo el enjambre de mi cerebro estaba
en plena agitación, cuando, de repente, se pusieron a dar vueltas frente a mí millares de caras, blancas
y morenas, bonitas y horripilantes, y me sentí aturdido por los millares de voces, de ruidos, de chillidos,

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y de carcajadas, de gemidos...
No, ya no era un enjambre; era una enorme fragua, toda encendida, en la que los martillos
forjaban armas, despidiendo nubes de rojas centellas.
Ya se comprenderá que si yo viví alguna vez en Roma debí haber sido uno de sus emperadores;
recuerdo la expresión de mi rostro, los movimientos de mi cuello, cuando volvía la cabeza para hablar,
y recuerdo el contacto de la corona de oro en mi cabeza calva...
Oí ruido de hierro. Era el paso de las férreas legiones romanas; era su voz gritando: "Vivat Caesar!
Cada vez iba haciendo más calor. Me ahogaba. Quizá lo que yo había sido no era emperador,
sino una de tantas víctimas del fuego. cuando Roma fue incendiada por Nerón.
No, no se trataba del incendio de la ciudad. Era sólo una hoguera sobre la que estaba. Sentía las
lenguas de fuego silbar como rojas serpientes alrededor de mis pies. Me acuerdo de cómo mi cuello se
estiraba hacia delante, y cómo subió a mi garganta el último grito de maldición o de bendición.
Figúrate, hasta me acuerdo de un imbécil espectador, de la primera fila, un tipo gordinflón, que se
estaba durmiendo al peso de una digestión laboriosa, cuando a mí me estaban quemando vivo.
—¡Hotel Internacional! -exclamó Toppi.
Las visiones desaparecieron y abrí los ojos.
Íbamos subiendo por una calle silenciosa, en cuesta; al extremo de ella se alzaba un enorme
edificio, espléndidamente iluminado, digno hasta de figurar en Nueva York. Era el hotel donde estaba
encargada, desde hacía tiempo, telegráficamente, una habitación para mí.
Probablemente nos creerían ya muertos en la reciente catástrofe.
La hoguera que me abrasaba se apagó, y me puse alegre como un negro que se escapa y
abandona su trabajo.
—Y bien, Toppi —le pregunté en voz baja—, ¿qué me dices de la Madona?
—Sí, es curioso. Al primer momento incluso me asusté y por poco me ahogo.
—¿Con una espina? ¡Qué tonto eres, Toppi! Es que la muchacha está muy bien educada, y por
eso aparentó no conocerte y tomarte por un santo de los que ella trata... Es una lástima, amigo mío,
que hayamos elegido para nosotros unas caras americanas tan tristes y aburridas. Podíamos, por lo
menos, haber encarnado en hombres guapos, que los hay; sólo es cuestión de saber buscar.
—Yo estoy satisfecho de ser como soy —repuso Toppi, en tono fúnebre.
En efecto, su radiante nariz estaba proclamando, claramente, en aquellos momentos, que estaba
absolutamente satisfecho de sí mismo.
Pero, en aquel instante, la gente venía a nuestro encuentro y nos hacía una entusiasta recepción.

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14 de febrero de 1914

Roma, Hotel Internacional

No quiero ir a ver a Magnus. Me acuerdo demasiado de él y de su Madona de carne y hueso. Yo


he venido a la Tierra para mentir alegremente y para representar una comedia. No quisiera de ningún
modo imitar a esos pobres actores que lloran amargamente entre bastidores, pero salen a escena con
los ojos secos. Además, no tengo tiempo de andar por lugares solitarios cazando mariposas, con la
manga en la mano, como un chiquillo.
En Roma se hace mucho ruido en torno a mi persona. Me califican de hombre extraordinario
porque quiero a la gente. Gozo de gran celebridad, y acuden a saludarme compactas muchedumbres,
no menos nutridas que las que vienen a saludar al representante de Cristo en la Tierra. Roma tiene
ahora dos papas a la vez, y no puede quejarse ciertamente de orfandad.
De momento sigo viviendo en el hotel, donde todo el mundo se pone en movimiento cuando saco
mis botas a la puerta para que me las limpien; pero me están arreglando un palacio: la histórica
residencia de los Orsini. Un pintor está haciendo mi retrato, y me asegura que le recuerdo a uno de
los Médicis; otros están limpiando los pinceles en acecho de poder suceder a su competidor.
Al que me retrata ahora, le pregunté un día:
—¿Podría usted pintarme a la Madona?
¡Claro que puede! Él es quien ha pintado el célebre turco de las cajas de cigarros, que es conocido
hasta en América, me dice:
—Sí, señor; con mucho gusto.
En estos momentos son ya tres los pintores que trabajan en el retrato de la Madona. Y los demás
andan recorriendo la ciudad en busca de un buen modelo, del “natural”, como dicen ellos.
A uno de estos señores le he dicho, con la más grosera y bárbara incomprensión de los problemas
del arte, a fuer de buen americano:
—Pero, señor pintor, si usted encuentra un natural así, tráigamela aquí sin más trámites; en ese
caso no vale la pena gastar en colores y en tela para pintarlo.
Su fisonomía se contrajo en un gesto de intolerable dolor, como si le arrancaran una muela, y
murmuró:
—¡Ah, señor, el natural...!
A lo que supongo debí parecerle un tratante de blancas; imbécil, como si para eso tuviera
necesidad de pagarle comisión, cuando en mi antesala tengo siempre aguardando a las mejores
mujeres de Roma. Todas me adoran. Según me aseguran, les recuerdo a Savonarola. Cada rinconcito
de mi salón, donde hay un sofá, tratan inmediatamente de transformarlo en confesionario. Estas nobles
damas, lo mismo que los pintores, saben muy bien su historia nacional, y adivinan en seguida quién
soy yo.
Los periódicos de Roma se manifiestan completamente satisfechos al ver que no he perecido en
la catástrofe, que he salido de ella sano y salvo, y que no he perdido ni una pierna ni mis millones. Su
alegría no es menos sincera que la de la prensa de Jerusalén el día de la inesperada resurrección de

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Cristo. Además, si mi erudición histórica no me engaña, ésta no tenía tantos motivos para alegrarse.
Temí que mi persona les recordase, a los periodistas, a Julio César; pero, por fortuna, éstos se
preocupan muy poco del pasado y se contentan con decir que me parezco mucho al presidente Wilson;
esta pobre gente quiere adular mi patriotismo americano.
Hay, sin embargo, entre esos señores periodistas, algunos que me encuentran un gran parecido con un
profeta; pero se guardan mucho de decir a cuál. En todo caso, no se trata de Mahoma; en todas las agencias
telegráficas saben perfectamente que siento la más profunda repugnancia por el matrimonio, sobre todo por el
matrimonio polígamo mahometano.
Es difícil imaginarse las cosas que cuento para los que vienen a hacerme entrevistas: toda suerte de
sandeces y de tonterías. Con esa gente tío ando con reparos. Parece mentira que no estén ya hartos de semejante
manjar. Los trato como si fueran cerdos. No en balde, yo, alias Wandergood, he sido en otro tiempo guardador
de ese ganado.
Ayer, que hacía una hermosa mañana, volé en aeroplano sobre Roma y sobre la campiña. ¿Quisieras
preguntarme si he visto desde el aire la casita de María? No, no la encontré. ¡Cómo encontrar un grano de arena
entre todos los demás, aunque ese grano...! Pero dejemos eso. Además, tampoco la busqué; confieso que me
dominaba el vértigo de la altura.
Ello no impidió que todos mis buenos periodistas, que me seguían ansiosamente con la vista desde abajo,
se entusiasmaran ante mi valor y mi sangre fría. Apenas acababa de aterrizar, cuando uno de aquellos señores,
un mocetón robusto, de aire grave, que se parecía a Aníbal, se apoderó de mi persona y me preguntó:
—¿No es cierto, míster Wandergood, que la sola idea de estar en el aire y haber logrado, por consiguiente,
la conquista de la atmósfera, le ha hecho a usted sentir el orgullo del hombre y de su genio?
Esta frase me la volvió a repetir, una vez más, para grabarla bien en mi memoria.
—Digo que la sola idea de que el hombre, con su genio...
Parece ser que no me juzgan muy inteligente, y tienen la
costumbre de apuntarme las respuestas que yo debo darles, y que luego publican en sus
periódicos.
Pero esta vez le tenía reservada a mi buen Aníbal una pequeña decepción.
—¿Quiere usted creerme? —le dije-. Pues esta vez no he sentido ningún orgullo, ni por el hombre
ni por su genio.
—¿De veras?
—Sí; la última vez que sentí ese orgullo fue en una ocasión muy diferente.
—¿Y fue...?
—En el water del Atlantic.
—¡Qué raro! ¡En el water! ¿Y qué es lo que ocurrió allí? Sin duda atravesaban una tempestad y
usted admiraba el genio humano que la dominaba...
—¡No! No ocurría nada en particular; admiré allí el genio humano porque supo hacer un salón
limpio y agradable de una cosa tan sucia como es un retrete.
—¡Ah!
—Sí, un salón regio; hasta un templo, si usted se siente animado a actuar de gran sacerdote.

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—Permítame que apunte estas palabras... Porque arrojan una luz muy original sobre el asunto...
Hoy toda la Ciudad Eterna conoce esas palabras que han herido los escrúpulos religiosos y
constituyen un desafío a la moral y a la decencia. Sin embargo, no me han expulsado de la ciudad. Al
contrario, aquel mismo día recibí el honor de las primeras visitas oficiales: un ministro, o embajador,
o no recuerdo qué otro cocinero de la alta política, me estuvo pulverizando con adulaciones, como
quien echa azúcar a un pudding.
Hoy mismo devolví todas esas visitas. Esas cosas vale más devolverlas que quedárselas en casa.
No necesito decir que tengo ya un sobrino: todo buen americano que está en Europa tiene un
sobrino; y el mío no es
menos que los demás. También se llama Wandergood. Es empleado de una embajada, tiene un
aire muy atractivo, y su cabeza, ya medio calva, siempre está embadurnada de pomadas, que con
besarla me podría dar por almorzado, si a mí me gustaran las grasas aromáticas. Con todo, hice el
sacrificio y lo besé. Aquel beso no me costó a mí ni un solo centavo y, en cambio, a él le abrió un
amplio crédito en todas las perfumerías.
Pero basta ya. Cuando miro a todos estos caballeros y a estas damas, pienso que eran los mismos
en la corte de Asurbanipal, y que durante dos mil años los treinta dineros de Judas siguen produciendo
intereses; me empiezo a aburrir y no encuentro el entusiasmo para formar parte de una comedia tan
vieja y tan vista.
A mí me gustaría formar parte de un espectáculo grandioso, en el que el mismo Sol constituyera
el escenario. Busco algo fresco, rebosante de genio, con líneas de una belleza atrevida, mientras que
con estos cómicos me divierto muy poco; no más, ciertamente, que cualquier viejo acomodador.
A veces me digo que, para esto, no valía la pena emprender un viaje tan largo, y cambiar el
antiguo y magnífico infierno, pletórico de vida y de colores, por esta menguada reproducción suya.
Es una lástima que Magnus y su Madona no quieran hacer una representación conmigo.
Hubiéramos podido hacer algo...
Sólo una vez he tenido la suerte de pasar una mañana interesante. Hasta me llegué a emocionar.
En un pequeño círculo religioso, centro de una especie de secta cuyos miembros, hombres y
mujeres, buscan una nueva fe, me invitaron a dar una conferencia. Yo me puse una levita negra, que
me da cierta semejanza con... Toppi; ensayé ante un espejo los gestos y la mímica, y me fui a la
reunión en automóvil, a modo de profeta moderno.
El tema que elegí para mí plática fueron las palabras que Jesús dirigió a un hombre rico, invitándolo a
distribuir sus riquezas entre los pobres. Durante media hora conseguí demostrar a mi auditorio que el
amor al prójimo constituye la mejor inversión para el capital. Era claro como dos y dos son cuatro.
Como yanqui práctico y prudente, demostré que no es necesario, en modo alguno, tratar de apoderarse
de un solo golpe de todo el Reino celestial, es decir, en lugar de sacrificar en una sola vez todo el capital; se
pueden ir adquiriendo con él pequeños lotes, e incluso pagarlos a plazos.
A medida que yo iba hablando, las caras de los oyentes se ponían cada vez mis perplejas; sin duda estaban
calculando. Finalmente, se pusieron todas radiantes de satisfacción. En tales condiciones, el Reino celestial
resultaba al alcance de todos los bolsillos. Con seguridad, el negocio era ventajoso.

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Por desgracia, entre los reunidos había algunos compatriotas míos, no del todo prácticos; uno de ellos
proponía la organización de una sociedad anónima limitada, para adquirir en pequeños lotes el Reino celestial.
Necesité poner en juego todo mi raudal de sentimentalismo para calmar aquel desbordamiento de ardor religioso.
Me vi forzado a echar mano de todos los recursos oratorios: lloriqueé a propósito de mi triste infancia, llena de
trabajos y privaciones; de mi pobre padre, muerto en una fábrica de cerillos, y de todos mis hermanos y hermanas
en el Señor. Mis lágrimas produjeron un lago, y los periodistas pudieron pescar en él por lo menos seis meses.
Todo mi auditorio lloraba. ¡Lo que lloramos todos!
Por miedo a contraer reuma cerebral, a causa de la humedad producida por tanta abundancia de lágrimas,
cambié de tema, y di unos cuantos golpes de bombo hablando de mis miles de millones. ¡Bum, bum! Yo los
dedico todos a la humanidad, sin guardar un solo centavo para mí. ¡Bum, bum! Y con una desvergüenza digna
de la paliza que se da a un perro demasiado insolente, terminé con aquellas palabras del inolvidable maestro:
“¡Venid a mí todos los que pasáis penalidades y sufrís, y yo os consolaré!”
¡Lástima que no pueda hacer también milagros! Un milagrito, de índole práctica; por ejemplo,
convertir el agua de la botella en Chianti o bien a algunos miembros del auditorio en un buen pastel,
hubiera venido muy bien en aquella ocasión.
¿Te ríes o te indignas, lector terrícola? No tienes razón. No debes reír ni indignarte. Debes saber
que mis palabras no son más que una maldita máscara de mis ideas.
¡María...!
No, no hablemos de ella...
Los periódicos pueden darte una idea del éxito que tuve aquel día. Pero un graciosito me vino a
echar a perder mi satisfacción. Era un miembro del Ejército de Salvación, que me propuso que tomara
una trompeta y guiase a su ejército a la batalla. El laurel me pareció poco lúcido, y lo rechacé, lo
mismo que a su ejército entero.
¿Y Toppi?... Cuando regresamos a casa iba, en gran parte del camino, con un aire muy solemne,
y al cabo me dijo, con aire triste y respetuoso:
—Hoy ha estado usted admirable, míster Wandergood. Hasta he llorado oyéndolo. Es una lástima
que no lo hayan oído también Magnus y su hija... ¿Comprende? Ella habría mudado la opinión que
tiene de nosotros.
Sentí un deseo muy sincero de echar por tierra a aquel idiota admirador de mi talento oratorio.
Aquellas palabras habían vuelto a resucitar delante de mí la imagen de la Madona, y volví a sentir su
mirada atravesando mi corazón.
Pronto nuestro coche atrajo la atención de la muchedumbre. Con la misma facilidad con que una
lata de conservas es abierta por un camarero de restaurante, me sentí abierto, puesto en Ja fuente y ofrecido
a la avidez del público que llenaba las calles. Me calé entonces el sombrero de copa hasta las cejas, me levanté
el cuello del gabán, para esconder mejor la cara, y me escurrí como un actor a quien acaban de dar una pitada, sin
hacer caso de aplausos ni aclamaciones. ¿Cómo hubiera podido contestar adecuadamente a aquellos saludos, no
llevando bastón?
Decliné todas las invitaciones para aquel día y me quedé encerrado en el hotel.
—El señor Wandergood está absorto en sus meditaciones religiosas —respondió a todo el mundo Toppi,

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que parecía, comenzaba a apreciarme.
Tengo sobre mi mesa whisky y champaña, y me dedico a emborracharme tranquilamente, sin prisa, oyendo
la música que suena en el comedor.
Hoy se da un concierto muy sonado en su hotel. Parece que el tal Wandergood debió de ser un ebrio
empedernido; todas las noches me incita a beber, y no rehúso la invitación. Para mí la cosa no tiene importancia.
Por suerte, cuando se halla en ese estado, se encuentra de excelente humor, y así paso muy bien el tiempo con su
compañía.
Empezamos, Wandergood y yo, por contemplar, con mirada un poco turbia, el mobiliario, y
echamos perezosamente el cálculo de cuánto podría haber costado todo aquello: los bronces, los
tapices, los espejos venecianos... “Una friolera”, sacamos como conclusión. Luego nos quedamos
pensando, largo tiempo, en nuestros miles de millones, en nuestra fuerza, en nuestro espíritu y
carácter superior. A cada nuevo vaso de licor, nuestra felicidad se hace mayor y más perfecta. Nos
sentimos muy bien entre este lujo superficial del hotel figúrate que hasta empiezan a gustarme los
bronces, los tapices, la cristalería y las joyas. Mi puritano Toppi condena severamente el lujo. Dice que
le recuerda a Sodoma y Gomorra; pero a mí me costaría mucho trabajo renunciar a los pequeños
placeres de mis sentidos. ¡Valiente estupidez!
Luego, satisfechos de nosotros mismos y abotargados, volvemos a escuchar la música y la acompañamos
tarareando en falsete. De vez en cuando hacemos algún comentario instructivo sobre el escote de las mujeres,
si las hay. Después, con paso no muy firme, nos volvemos a nuestra alcoba.
A veces me pasan cosas raras.
Ahora, por ejemplo... Estábamos ya para meternos en la cama, cuando, de repente, una simple nota de
violín me ha anegado en lágrimas, un sentimiento de amor, de tristeza infinita... Yo soy inmenso como el espacio,
profundo como la eternidad; de un solo aliento puedo abrazar el universo entero, y sin embargo... ¡Qué tristeza!
¡Cuánto amor! ¡María...!
Como no soy más que un lago oculto en las entrañas de Wandergood, las tempestades que me agitan no
alcanzan a alterar la firmeza de su parte exterior. No soy más que una solitaria lombriz dentro de un tubo
digestivo, y es en vano que, contra este parásito, busque remedio alguno.
No nos sentimos bien. Tocamos el timbre y encargamos al camarero:
—Agua de Seltz.
Estoy borracho, perdido.
—Arrivederci signore. Buona notte.

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18 de febrero de 1914
Roma, Hotel Internacional

Ayer estuve en casa de Magnus. Me Hizo esperar mucho tiempo en el jardín, y me recibió con
tan Fría indiferencia que me dieron ganas de marcharme en seguida.
Observé en su barba negra varias canas, que no había visto antes. ¿Acaso María había estado
enferma?
Sentí una gran angustia. Aquí abajo, en la Tierra, todo es tan frágil que a veces acaba uno de
separarse de otro, no hace ni un cuarto de hora, y ya no lo puedo volver a encontrar sino en la
eternidad.
—¿Y María? —le pregunté.
—Está bien, gracias —respondió Magnus, fríamente.
En su mirada se leía extrañeza, como si mi pregunta hubiera sido impertinente o fuera de lugar.
Luego él me preguntó a su vez:
—¿Y qué tal sus negocios, míster Wandergood? Los periódicos de Roma no hablan más que de
usted. Tiene un gran éxito.
Con amargura exacerbada por la ausencia de María, expuse a Magnus mi decepción y mi tedio.
Me expresé muy bien, pero sin sarcasmo ni sutileza. Cada vez me sentía más molesto por la
frialdad y el desapego con que me escuchaba Magnus, y que se podían leer bien claro en su pálido
rostro fatigado. Ni una sola vez sonrió ni me hizo alguna pregunta. Cuando le conté que tenía en Roma
un “sobrino”, hizo una mueca de disgusto y dijo:
—¡Puaf! Eso es una triste farsa, propia de un teatrucho de ínfimo orden... Un número de
varietés... ¿Cómo puede usted, míster Wandergood, prestarse a semejantes fantochadas?
Yo me apresuré a replicar:
—¡No soy yo quien se ocupa de ello, Magnus!
—Y luego ¡esos entrevistadores! ¡Su vuelo en aeroplano! Usted debería echar a toda esa gente:
es una humillación... para sus tres mil millones, ¿Es cierto que ha predicado también, no sé dónde, un
sermón?
Yo había perdido todo interés por las representaciones, y con aire indiferente le relaté mi plática
ante aquellos creyentes, que se tragaban los sacrilegios como una taza de chocolate.
—¿Y acaso esperaba usted otra cosa, míster Wandergood?
—Sí. Esperaba que me hubieran golpeado por mi atrevimiento de comentar tan
tergiversadamente las hermosas palabras del Evangelio...
—Sí, son unas hermosas palabras -aprobó Magnus—. Pero ¿acaso no sabe usted que, hasta ahora
todos los cultos y todas las creencias no son más que sacrilegios? Si un Sixto o un Pío cualquiera, se
intitula, con toda tranquilidad, y con el asentimiento de todos los buenos católicos, en vicario de Cristo
en la Tierra, ¿por qué usted, un yanqui de Illinois, no ha de poder también titularse como su
administrador general? No son verdaderamente sacrilegios, míster Wandergood: son simples
alegorías, necesarias para las almas rudas, y no tiene usted razón de indignarse tanto... Pero, en fin,
¿cuándo va usted a poner manos a la obra?

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Con una tristeza muy bien representada, hice un gesto de desesperada indecisión.
—Quisiera hacer algo, pero no acabo de ver el modo. Probablemente no haré nada hasta que
usted, Magnus, me preste su ayuda.
El lanzó una mirada triste sobre sus grandes manos blancas y luego sobre mí.
—Es usted demasiado confiado, míster Wandergood. Es un grave defecto... cuando se tienen tres
mil millones. No, no
le puedo ser útil. Nuestros caminos son absolutamente distintos.
—¡Pero, querido Magnus...!
Creí que me iba a golpear por aquel “querido” que le endilgué con toda ternura y afecto. Pero
aquella especie de duelo me divertía; y contemplando a Magnus con una mirada tierna, casi
acariciadora, seguí hablando en tono cada vez más cordial, con toda la melosidad de que me había
contagiado en Roma el mundo que me rodeaba.
—Diga, querido Magnus, ¿de dónde es usted? No sé por qué me parece que no es italiano.
Él contestó con absoluta indiferencia:
—No, no soy italiano.
—¿Entonces, su patria...?
—¿Mi patria?... Omne solum liberum libero patria. Es verdad, quizá usted no sepa latín. Pues eso
quiere decir, míster Wandergood, que todo país libre constituye la patria del hombre libre... ¿Se
quedará usted a almorzar conmigo?
La invitación fue hecha en un tono tan glacial, se subrayaba tan claramente la ausencia de María,
que creí necesario declinar cortésmente la invitación.
¡Que el diablo se lleve al hombre!
Aquella mañana no tenía yo ni pizca de buen humor. Al contrario, me sentía apenado y
experimentaba la sincera necesidad de derramar unas cuantas lágrimas sobre el chaleco de Magnus;
pero él, con la frialdad de su aliento, apagó todo el ardor de mi impulso.
Lancé un suspiro, di a mi rostro una expresión enigmática, como el contenido de una novela
policiaca, y empecé a desempeñar un nuevo papel, preparado especialmente para María. Dije:
—Quiero ser franco con usted, señor Magnus. En la historia de mi... pasado, hay páginas oscuras que
quisiera reparar... yo...
Pero él me interrumpió bruscamente:
—Todos los hombres tienen en su historia páginas oscuras, míster Wandergood. Yo mismo no
estoy libre de Falta para poder recibir la confesión de un caballero tan digno como usted. Yo soy un
mal confesor -añadió, con desagradable sonrisa-; no perdono a los que se confiesan. Ya comprenderá
usted que, en estas condiciones, la confesión pierde todo interés. Vale más que me cuente algo de su
sobrino. ¿Es joven?
Entonces empecé a hablarle de mi sobrino; Magnus me escuchaba con una sonrisa de cortesía»
Luego nos quedamos un rato en silencio. Después, Magnus me preguntó si ya había visitado el museo
del Vaticano.
Al fin me despedí, rogándole saludara en mi nombre a la signorina María. Hay que confesar que

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yo tenía un aire abatido, y me sentí muy agradecido con Magnus cuando me dijo, antes de separarse
de mí:
—Discúlpeme usted, míster Wandergood, si no he sido bastante amable. Pero hoy no me
encuentro bien. Estoy sumamente molesto. Tengo, sencillamente, un ataque de misantropía. Espero
que el próximo día pueda hallar aquí un interlocutor más agradable; pero por hoy discúlpeme. Yo
saludaré a María de su parte.
Si aquel caballero de barba negra estaba representando una comedia, justo es decir que hoy
encontré en él a un buen compañero. Su promesa de saludar en mi nombre a María bastó para regresar
la animación a mi cuerpo, como si le acabaran de dar una mano de reluciente barniz. Todo el camino,
hasta el hotel, fui sonriendo como un idiota, contemplando la espalda de mi cochero. Al llegar al hotel
di a Toppi un beso en la cabeza; seguía oliendo a azufre, como si todavía fuera un diablillo joven.
—Ya veo que su visita a casa de Magnus no ha sido en vano -me dijo, con toda intención-. ¿Cómo
está la hija de Magnus?
—Está bien, Toppi. Encuentra que, por lo bueno y lo sabio, me parezco al rey Salomón.
Toppi tuvo una sonrisa de indulgencia y mi rostro, perdiendo de repente todo su brillo, volvió a
ponerse triste y apesadumbrado. Me encerré en mí mismo, y durante largo tiempo estuve maldiciendo
a un Satanás que se humillaba hasta el punto de enamorarse de una mujer.
Cuando tú te enamoras de una mujer, amigo terrícola, y esta fiebre empieza a consumirte, tú te
crees muy interesante, ¿verdad? Pues yo no. Cuando contemplo todas las legiones de parejas,
empezando por Adán y Eva, y veo sus besos y sus caricias, y oigo sus palabras, siempre iguales, siento
aversión contra mi propia boca, que se pone a balbucear lo mismo que se viene repitiendo durante
miles de años; contra mis propios ojos, que reflejan sentimientos ya por tantos otros reflejados; contra
mi corazón, que se deja tan fácilmente abrir por una llave que ha abierto a tantos otros. Veo tantas
bestias ayuntadas en un delirio carnal, siempre idéntico, que acabo por tener asco de mis propios
huesos, de mis propios nervios y de mi propia carne, al verlos dispuestos a someterse al mismo delirio.
¡Mucho cuidado, encarnado en hombre! De lo contrario, tú también vas a ser víctima de esa trampa
canallesca.
¿Acaso quisieras tú, colega terrestre, ser dueño de María? Pues anda y llévatela. Tuya es y no mía. Si fuera
mi esclava, le echaría una cuerda al cuello y la llevaría desnuda al mercado. ¡A ver! ¿Quién la quiere? ¿Cuánto
quieren darme por esta belleza divina? No quieran robarle al pobre vendedor ciego. ¡Sean generosos, y no
regateen su oro, nobles caballeros!
¿Qué? ¿Es que ella no se quiere ir contigo? No tengas cuidado, noble caballero; ya te seguirá y te querrá
mucho. Es que es muy vergonzosa; cosa muy natural en una muchacha joven. Ya verás, le voy a dar unos
latigazos, nada más que con la punta. Si la quieres, yo te la llevo hasta tu misma alcoba, hasta tu propio lecho,
noble caballero. Tómala, con cuerda y todo; la cuerda es gratis, con tal de que te lleves esta divina belleza.
Tiene una cara propia de Madona y es hija del digno ciudadano Tomás Magnus. Los dos son unos ladrones: él ha
robado el nombre que lleva y sus manos blancas; ella ha robado la cara a una beldad celestial.
Pero me parece, querido lector, que también contigo estoy empezando a representar una
comedia. Es que me había equivocado; sencillamente, había tomado un papel por otro. Y no ha sido

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sólo una equivocación. Ha sido algo peor. Hago comedias porque mi soledad es demasiado grande,
infinita, como un abismo sin fondo. Me asomo a este abismo y echo en él palabras, una cierta cantidad
de palabras pesadas; y las palabras van cayendo allí sin hacer ruido. Echo mis risas, mis amenazas,
mis sollozos, escupo dentro, echo montones de piedras, de peñascos, de montañas enteras; pero allí
todo resulta silencioso, sin voz. No; realmente el abismo no tiene fondo, compañero; y es en vano que
tratemos de llenarlo.
Veo tu sonrisa y tus malintencionados guiños; tú has comprendido por qué empecé a hablar tan
amargamente de mi soledad. ¡Ah, el amor!
¿Quieres preguntarme si tengo amantes?
Sí, las tengo. Tengo dos: una condesa rusa y una condesa italiana. Se distinguen por el perfume;
pero esta diferencia es tan insignificante, que las quiero a las dos por igual.
Quisieras preguntarme, además, si quiero volver a casa de Tomás Magnus.
Sí, volveré a casa de Magnus. Lo aprecio mucho. Que su nombre sea falso y que su hija tenga el
atrevimiento de parecerse a la Madona, no tiene importancia. Yo tampoco soy por completo
Wandergood para tener el derecho de ser demasiado exigente en cuestión de nombres; y el haberme
atrevido a enamorarme siendo un hombre, me obliga a excusar a María de sus pretensiones de
enamorar como si fuera una diosa.
Por la salvación eterna, que ¡tal para cual!

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21 de febrero de 1914
Roma, Palazzo Orsini

Hoy he recibido la visita del cardenal X, amigo y consejero del papa. Se le señala como el
candidato más probable para la próxima elección pontificia.
Vino acompañado de otros dos sacerdotes. Desde luego, es un personaje muy importante; y su
visita me honra mucho.
He recibido a Su Eminencia en el salón de mi nuevo palacio. Toppi iba entre él y los sacerdotes
arrancándoles bendiciones lo mismo que un donjuán va arrancando besos de los labios de las mujeres
hermosas. Las seis piadosas manos apenas sedaban abasto para bendecir a un solo diablo, atacado
de improviso paroxismo de devoción. Cuando el cardenal pisaba el umbral de mi despacho, Toppi se
deslizó una vez más debajo de su barriga para recibir una nueva bendición. ¡Lo que hace el misticismo!
El cardenal sabe hablar todas las lenguas de Europa. Esta vez, como muestra de consideración
a la bandera estrellada, y a mis millones, habló en inglés.
Empezó la conversación felicitándome por mi instalación en Villa Orsini. Con todo lujo de detalles,
me contó la historia de aquella residencia durante los dos últimos siglos. Para mí fue una cosa
inesperada; la historia era demasiado larga, y en algunos pasajes poco clara. Durante el relato yo
parecía un verdadero asno americano que sacude tristemente sus largas orejas. Pero, en
compensación, tuve tiempo de sobra para examinar a gusto a mi respetable y cultísimo visitante.
No es viejo todavía; tiene las espaldas recias y parece gozar de excelente salud. Su cara es ancha
y casi cuadrada; de color oliváceo; azulada en los lugares afeitados; sus manos son morenas, pero
muy bellas y delicadas, revelando en sus venas sangre española. En efecto, antes de consagrarse a
Dios, el cardenal X había sido duque y, como tal, grande de España. Pero sus ojos negros son
demasiado pequeños y están demasiado hundidos bajo sus espesas cejas; además, la distancia entre
su corta nariz y sus finos labios es demasiado grande... Decididamente me recuerda a alguien. Pero
¿a quién? Seguramente a algún santo...
Durante un breve instante, el cardenal guardó silencio, absorto en sus reflexiones, y de pronto
me dije: “¡Toma, si es sencillamente un mono afeitado!”
Sí, sí; es la triste y solemne perplejidad, sumamente honda, del mono; es el mismo fuego
malicioso que centellea en sus menudas pupilas.
Momentos después, el cardenal reía, bromeaba, hacía muecas, gesticulaba como cualquier
lazzarone napolitano. Ya no contaba la historia de mi palacio: la representaba, imitando a las personas
que en otro tiempo lo habitaron; declamaba largos y dramáticos monólogos. Cuando mueve sus manos
pequeñas y cortas, que no se parecen en nada a las de un mono, se asemeja más bien a un pingüino,
mientras que su voz recuerda la de un loro. ¿Quién es, pues?
¡Ah! Decididamente es un mono. Ahora se está riendo otra vez, y veo que no sabe reír. Como si
hasta ayer no hubiera aprendido el arte humano de reír, aunque esto le gustara mucho; pero aún no
sabe reír como es debido; no sabe adaptar su garganta a la risa; cacarea como una gallina cuando va
a poner un huevo. Casi gime. Es casi imposible resistirse a corear esa risa extraña cuando se le oye;
es contagiosa. Pero cansa pronto; encías, dientes, músculos, acaban por ponerse duros como si fueran

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de madera.
Sucedió una cosa extraordinaria. Yo lo examinaba con mayor interés, cuando interrumpió
bruscamente la historia de la Villa Orsini, por un acceso de risa, quejumbrosa al principio, y luego por
un silencio reposado. Sus finos dedos acariciaban la cruz que colgaba sobre su pecho, callaba y me
lanzaba una mirada llena de cariñoso afecto y de profunda cordialidad. En sus dos ojos negros brillaron
sendas lágrimas, o algo parecido: tanto era su cariño.
Desconcertado por aquella brusca parada del tren, que momentos antes marchaba a toda
velocidad, yo callaba también y, análogamente al cardenal, miraba con dulzura su cara cuadrada de
mono. La simpatía se trocaba en cariño, el cariño en pasión; pero seguíamos guardando silencio. Un
momento más y nos hubiéramos echado el uno en brazos del otro.
—De modo que ya lo tenemos a usted en Roma, míster Wandergood —cantó dulcemente el mono
viejo, sin apartar de mí su cariñosa mirada.
—Sí, señor; ya estamos en Roma —asentí con docilidad, sin dejar yo tampoco de acariciarlo con
mi cariñosa mirada.
—¿Sabe usted, míster Wandergood, el objeto de mi visita? ¡Aparte, por supuesto, del placer de
conocerlo, etcétera...!
Reflexioné un instante y, sin dejar nunca de fijar en él mi mirada enternecida, le dije:
—¿Pedirme dinero, Eminencia?
El cardenal agitó entonces sus manos en el aire, como si fueran alas; se echó a reír, se golpeó
las rodillas y quedó de nuevo absorto en la cariñosa contemplación de mi nariz.
Aquella adoración muda, a la cual yo respondí con fuerza redoblada, empezaba a producir en mí un efecto
extraño. Te cuento esto, querido lector, con lujo de detalles, para que comprendas el deseo que experimenté en
aquellos momentos: dar un artístico salto mortal, ponerme a cloquear como una gallina, contar cualquier
anécdota escabrosa de Arkansas, o Collamente proponer a Su Eminencia que se quitara la sotana y empezara a
jugar conmigo a saltar.
—Eminencia...
—Siento mucha simpatía por los americanos, míster Wandergood.
—¡Eminencia! Dicen allá en Arkansas...
—¿Usted desea que hablemos de negocios? Comprendo su impaciencia; los asuntos de dinero
necesitan arreglarse de prisa. ¿No es así?
—Eso según, Su Eminencia.
La cara cuadrada del cardenal se frunció y en sus ojos brilló un cariñoso reproche.
—No tome usted a mal, míster Wandergood, que me haya dejado llevar demasiado lejos por la
historia de nuestra hermosa Roma. Esa historia me es tan querida, que no me ha sido posible renunciar
al placer... ¿Usted cree que eso que ve es Roma? Roma ya no existe, míster Wandergood. Antes era
la Ciudad Eterna, mientras que ahora no es más que una gran ciudad, y cuanto más grande se hace,
más va perdiendo su carácter eterno. ¿Dónde está aquel gran espíritu que antes la animaba?
No te repetiré toda aquella charla del loro, acompañada de miradas de ternura y de canibalismo,
al mismo tiempo que de extrañas muecas y carcajadas. He aquí lo que me dijo aquel viejo mono

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afeitado, después de haberse calmado un poco:
—La desgracia de usted, míster Wandergood, consiste en su excesivo amor a los hombres.
—Hay que amar al prójimo, Eminencia.
—Pues bien, que los prójimos se amen unos a otros, enséñeles usted a amarse, exíjaselos; pero
¿de qué puede esto servirle a usted? Cuando se aman demasiado, no se notan los defectos del ser
amado; peor aún, es fácil tomar los defectos por virtudes. ¿Y cómo quiere usted corregir a los hombres
y hacerlos felices, sin conocer sus defectos y tomando sus vicios por virtudes? Donde hay amor hay
piedad, y la compasión mata la fuerza. Yo, míster Wandergood, le soy franco, como usted ve, y con
toda franqueza le repito: el amor es la impotencia, la debilidad. El amor le vaciará los bolsillos y
malgastará el dinero que le quite, en toda dase de afeites y cosméticos. Deje usted que se quieran los
que están abajo; oblíguelos, incluso, a que se quieran. Pero usted, que se halla en una posición tan
elevada, disfrute de su poder...
—¿Y qué debo hacer entonces, Eminencia? La cabeza me da vueltas. Desde mi niñez, y sobre
todo en la Iglesia, me han hablado siempre de la necesidad del amor. He tomado esto en serio, y
ahora...
El cardenal se puso perplejo. Como la risa, la perplejidad lo atacaba repentinamente de una
manera inesperada y daba a su cara cuadrada una expresión de mutismo, solemnemente triste, un
poco infantil. Apretando sus finos labios y apoyando su mentón en la mano, me clavó sus ojos negros
y profundos, ahora rebosantes de tristeza. Parecía esperar que yo acabase mi frase; pero, como no la
acabé, lanzó un suspiro y traspuso la mirada.
—La infancia, sí -balbuceó-; los niños, sí... Pero usted ya no es ningún niño. Olvídelo y asunto
concluido. Afortunadamente, el hombre posee la maravillosa facultad de olvidar.
Enseñó su blanca dentadura y, con aire triunfal, se rascó con su finó dedo la nariz. Luego continuó
en tono grave:
—Pero todo esto no tiene importancia, míster Wandergood. Lo esencial es que usted solo no
podrá hacer nada. Con seguridad, nada. Es preciso conocer a la gente para hacerla feliz... ¿No es éste
precisamente el noble fin que usted se propone?... Sólo la Iglesia conoce a los hombres. La iglesia ha
sido su madre y su educadora durante siglos y siglos, y sólo ella posee una experiencia, puedo
afirmarlo, una experiencia infalible. Si no estoy mal informado sobre sus antecedentes, míster
Wandergood, usted es un ganadero experimentado. Usted sabe, por consiguiente, lo que vale la
experiencia, aun tratándose de seres tan poco complicados como...
—¡Como los cerdos!
Me lanzó una mirada asustada y, de repente, se puso a aullar, a chillar, a cacarear como una
gallina; era su habitual manera de reír.
—¿Los cerdos? Sí, señor; muy bien dicho, míster Wandergood. ¡Magnífico! Pero no olvide usted
que a veces los cerdos son poseídos por el diablo, como nos enseñan las Escrituras.
Cuando acabó de reír, continuó:
—Al enseñar aprendemos también algo nosotros mismos. No pretendo sostener que todos los
métodos de educación y de corrección adoptados, en el transcurso del tiempo por la Iglesia, hayan

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dado buenos resultados. No, más de una vez nos hemos equivocado; pero cada error nos ha traído
mejoras en nuestra práctica; nos hemos enriquecido con la experiencia. Nos vamos perfeccionando
sin cesar, míster Wandergood; nos vamos perfeccionando.
Yo aludí entonces discretamente al racionalismo, que amenazaba dar, en un porvenir muy
próximo, un golpe mortal a la Iglesia “perfeccionada”; pero el cardenal, agitando sus cortas manos,
como si fuesen alas, se echó a reír de nuevo.
—¿El racionalismo? ¡Ah, míster Wandergood!, usted tiene verdadero talento como humorista.
¿No es también Mark Twain compatriota suyo? ¡Sí, el racionalismo! ¿No sabe usted cuál es la etimología
de esta palabra? Viene de ratio, ¿no es verdad? ¿Y qué significa ratio? An nescis, mi fili, quanta sapientia
regitur orbis. ¡Ah, mi querido míster Wandergood! Hablar en este mundo de ratio, de la razón, es más
inoportuno que mentar la soga en casa del ahorcado.
Al mirar a aquel viejo simio, que parecía muy divertido, yo también me divertía. Contemplaba
aquella mezcla de mono, de loro, de pingüino, de zorro, de lobo... de ¿qué sé yo cuánto más?, y sentía
grandes deseos de reír.
Nos seguimos burlando durante bastante tiempo de la pobre ratio, hasta que Su Eminencia creyó
llegado el momento de asumir un tono pedagógico:
—Así como el antisemitismo es el socialismo de los imbéciles...
—¡Ah! ¿También está usted en el secreto de eso?
—Desde luego; desde el momento en que estamos procurando siempre perfeccionarnos... Pues
sí, de la misma manera el racionalismo es la inteligencia de los tontos. Sólo un tonto consumado se
detiene en la ratio: el hombre de talento va siempre más lejos. Hasta para los mismos tontos, la ratio
no es más que un traje de día de fiesta, el uniforme de gala, que se pone para el público, pero que se
quita en cuanto vuelve a vivir su vida particular, y entonces trabaja, duerme, ama y se muere lleno
de miedo, todo sin hacer caso de la ratio... ¿Usted tiene miedo a la muerte, míster Wandergood?
Como no tenía la menor gana de responder, me quedé callado.
—Hace usted mal en molestarse, míster Wandergood: la muerte hay que temerla. Es lo más natural, y
en tanto que existe la muerte...
De pronto, la cara de aquel mono afeitado se puso a lloriquear y en sus ojos se reflejaron a la vez el
miedo y la furia; parecía que alguien lo hubiera agarrado por el pescuezo, y con un golpe brusco y violento lo
hubiera hecho caer de espaldas en un desierto, en las tinieblas, en los horrores de la selva virgen. Tenía un
terrible miedo a la muerte, un miedo oscuro, malévolo, infinito. No necesité más palabras ni más pruebas; me
bastaba con ver aquel rostro humano contraído y ensombrecido para inclinarme respetuosamente con toda
sumisión ante el Gran Inquisidor1.
Pero, como aquí abajo, todos los hombres sienten y piensan de la misma manera, el míster
Wandergood que convive conmigo se puso también descolorido; hasta tal punto tenía también miedo
a la muerte.

1El autor alude el pasaje de los Hermanos Karamázov de Fiódor Dostoievski. El Gran Inquisidor expone a Cristo su
plan para hacer a los hombres felices y devotos mediante el engaño; Cristo con su silencio le prueba que él es el
primer engañado [N. del E.]

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—¿Su Eminencia quiere tomar una copita de algo?
Pero la Eminencia ya había tenido tiempo de recobrarse; a sus labios asomó una fina sonrisa y
su cabeza osciló diciendo que no.
Después, recuperada totalmente la tranquilidad, rompió de nuevo a perorar con gran energía:
—Sí, querido míster Wandergood: mientras exista la muerte, la Iglesia permanecerá inamovible.
Ya pueden todos ustedes atacarla, tratar de socavarla y minar por doquier, que no conseguirán
derribarla, y, suponiendo que pudiera llegar a caer, ustedes serían los primeros en perecer bajo sus
escombros. ¿Quién los iba a defender entonces contra la muerte? ¿Quién les iba a dar la dulce fe en
la inmortalidad, en la vida eterna, en la felicidad perdurable? Créame usted, míster Wandergood. La
humanidad no quiere saber nada de su ratio: eso es una equivocación.
—¿Y qué es entonces lo que quiere, Eminencia?
—¿Que qué quiere la humanidad? Mundus vult decipi. ¿No conoce usted nuestro latín? Eso significa
que el mundo quiere ser engañado.
El viejo mono se puso de nuevo alegre; dio de nuevo en hacer guiños y muecas, se golpeaba las
rodillas y parecía que iba a deshacerse de risa. Yo también me reía, al ver la rara figurarle aquel viejo
tonto que jugaba con cartas señaladas.
—Entonces -le preguntó-, ¿son ustedes los que quieren encargarse de engañar al mundo?
El cardenal volvió a ponerse grave, y replicó tristemente:
—La Santa Sede necesita dinero, míster Wandergood. No tengo inconveniente en confesarlo: todos
nosotros somos ahora muy socialistas y nos ponemos del lado de los hambrientos. Que coman, que coman;
cuanto más se sacien, más la muerte... ¿comprende usted?
Separó ampliamente sus manos, para dar idea de una gran red en la cual se coge el pescado, y se rio
ligeramente.
—Nosotros somos pescadores, míster Wandergood; nada más que modestos pescadores... Diga usted: la
aspiración a la libertad es, según usted, ¿una virtud o un vicio?
—Todo el mundo civilizado considera la aspiración a la libertad como una virtud -le repliqué, en tono
indignado.
—No esperaba otra respuesta de parte de un ciudadano de los Estados Unidos. Pero usted, personalmente,
¿no cree que quien traiga al hombre la libertad sin límites, le traerá también la muerte? Porque sólo la muerte
desata todas las cadenas terrenales. ¿Y no le parece a usted que las palabras libertad y muerte suenan sinónimas?
Esta vez, el viejo simio me había tocado bajo la séptima costilla. Entonces me acordé de mi Wandergood,
consulté el cronómetro que batía los segundos dentro de mi pecho y respondí, evasivamente:
—Yo me refería a la libertad política.
—¿Política? ¡Lo que es por este lado, todo lo que usted quiera!, si así le parece. Suponiendo, claro está, que
los hombres empiecen por quererla. ¿Pero está usted seguro de que la quieren? No veo ningún inconveniente:
tanto como ellos k quieran. Es una calumnia afirmar que la Santa Sede es el apoyo de la reacción, como se sigue
llamando todavía. Precisamente tenía yo el honor de hallarme en un balcón del Vaticano cuando Su Santidad
bendijo solemnemente el primer aeroplano francés que apareció sobre Roma, y estoy seguro que de igual modo
se puede dar la bendición a una barricada. La época de Galileo ya ha pasado, míster Wandergood, y todos

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sabemos hoy perfectamente que el mundo da vueltas.
Al decir esto, hizo mover sus dedos para explicar cómo era el movimiento de la Tierra, e hizo un amable
guiño de inteligencia, como si yo también fuera un cómplice en aquel juego.
Dije entonces con dignidad:
—Vuestra Eminencia me permitirá que reflexione sobre su proposición.
El cardenal dio un respingo en su sillón y puso cariñosamente los dedos de su aristocrática mano sobre mi
hombro.
—¡Oh! Yo no lo apresuro, míster Wandergood. Al contrario, es usted el que parece tenerla. Incluso estoy
seguro de que empezará por darme una negativa; pero luego, cuando se dé usted cuenta, mediante una breve
experiencia, de lo que la humanidad necesita... Yo también quiero, míster Wandergood, a esta humanidad... No
con tanta pasión como usted, pero la quiero...
Al fin se levantó y, haciendo siempre los mismos gestos y las mismas muecas, se marchó, arrastrando tras
sí, solemnemente, la sotana y distribuyendo bendiciones.
Desde mi ventana lo vi todavía una vez más, junto al portal, mientras se acercaba a su coche. Estaba
hablando con uno de los sacerdotes que, con su sombrero de tres picos, plano como un plato, se inclinaba
respetuosamente ante Su Eminencia. Ahora la cara del cardenal ya no se parecía en nada a la de un mono viejo;
más bien recordaba el hocico de un león cansado y hambriento.
Aquel actor talentoso no tenía necesidad de maquillarse y caracterizarse para salir a las tablas.
Tras él se mantenía en pie, todo de negro, un lacayo alto, con aire de joven baronet inglés. Cada vez que
la mirada de Su Eminencia caía sobre él, el servidor se levantaba ligeramente el sombrero de copa negro mate.
Una vez fuera Su Eminencia, me vi rodeado por la alegre muchedumbre de mis amigos, con los que había
ocupado, por miedo a la soledad y al aburrimiento, los departamentos traseros de mi palacio.
Toppi se sentía orgulloso e irradiaba una felicidad serena; había recibido tantas bendiciones que hasta
parecía haber engordado. Pintores, decoradores, restauradores y demás gente, como se llamen, se mostraban
muy superficiales por la visita de un cardenal y hablaban con enfática admiración de la expresión de su rostro y
de lo majestuoso de sus modales.
—Es todo un gran señor —decían.
No obstante, cuando me oyeron a mí decir, con sencillez de piel roja, que el cardenal me recordaba a un
viejo mono afeitado, toda aquella muchedumbre vil y canalla se echó a reír; incluso uno de ellos se puso a hacer
inmediatamente el retrato de Su Eminencia... en una jaula.
Yo no soy ningún moralista para condenar severamente a las personas por sus pecados veniales. Ya los
pagarán todos juntos el día del juicio final. Pero el espíritu burlón de aquella muchedumbre canalla me hizo mucha
gracia.
Parece que no prestaban mucha fe a mi extraordinario amor por el género humano, y estoy seguro de que
si se buscara en sus colecciones de caricaturas, se encontraría con seguridad alguna titulada; El asno de
Wandergood, o cosa por el estilo. Eso es lo que me hace a mí gracia. Estos pequeños pecadores alegres me hacen
descansar de aquel gran pecador desagradable que tiene las manos manchadas de sangre.
Toppi me preguntó:
—¿Y cuánto quiere?

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—Lo quiere todo.
Entonces Toppi replicó con firmeza:
—No se lo dé usted todo. A mí me ha prometido dignidad; peno, así con todo, no conviene darle
demasiado. Hay que economizar el dinero.
Toppi pasa a diario ratos desagradables; le dan monedas falsas. Cuando le ocurrió por primera
vez, se quedó muy contundido y escuchó humildemente mis consejos.
—No lo comprendo, Toppi; un diablo viejo como tú no debería permitir que los hombres le tomen
el pelo dándole monedas falsas. ¿No te da vergüenza? De ese modo, el mejor día me voy a ver
arruinado.
Esto de temer que algún día pudiera verme arruinado, Toppi lo ha tomado en serio. Se ha vuelto muy
meticuloso en cuestiones de dinero y ni las promesas del cardenal logran que olvide mis intereses.
¡Toppi, dignidad eclesiástica!
El mono afeitado del cardenal está lampando por mis tres mil millones. Parece que la Iglesia está en grandes
necesidades.
He estado contemplando detenidamente la caricatura de este cardenal, y ya no me gusta ahora
tanto como en la primera impresión. No es eso, no es eso. El lado ridículo está bien delineado, pero
falta el centelleo maligno que ilumina sus ojos y que reluce bajo las grises cenizas del horror que la
muerte le inspira. La caricatura, aunque está bien hecha, no traduce con suficiente exactitud esa
mezcla de humano y bestia que constituye, en su conjunto, una careta abominable.
Ahora, a distancia, sin tener delante al cardenal ni oír su agobiante risa, esa careta se me aparece
en toda su fealdad.
En resumen: es un sonsacador asaz vulgar, no muy superior a un sablista ordinario, y no ha venido
a decir nada nuevo. Pero se ha descubierto a sí mismo, y... —no te enfades, querido lector, de mi
descortesía americana—: detrás de su ancha espalda, encorvada por el peso del miedo, he visto
también tu imagen. Y hasta me parece que tenías el aspecto de un hombre que se ahoga y grita,
levantando la mirada al cielo y pidiendo socorro.
¿No sabes tú quién era el que te estrangulaba con sus huesudos dedos? No era la Vida ni la
Muerte. Era lo Tercero, desconocido por ti.
Y yo, ¿conozco acaso a ese misterioso Tercero?
Ahora te toca divertirte y burlarte de mí. Yo he venido a ti desde las insondables profundidades,
alegre, sereno, con el conocimiento de la inmortalidad; y heme aquí, ahora empiezo a ceder, a tener
miedo de un mono afeitado que se atreve a decirme su bajo miedo a la muerte con ampuloso descaro.
¡Ah!, no sólo he vendido mi inmortalidad; la he aplastado, sencillamente, dormido, como una madre
idiota aplasta a su hijo en la cama.
La inmortalidad ha perdido la lozanía de sus colores por la acción de tu sol y de tus lluvias, y se
ha convertido en una sustancia opaca y gris, incapaz de cubrir el desnudo de un caballero de bien.
El infecto pantano de Wandergood, en el que me he hundido hasta los ojos, me envuelve en
fango, nubla mi conciencia con sus envenenados gases y me ahoga con el hedor insoportable de su
putrefacción. ¿Cuándo vas a empezar tú a descomponerte, compañero? ¿A los dos días o a los tres?

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¿O será según el clima? Para mí, el proceso de descomposición ya ha empezado, y estoy sintiendo
náuseas.
Pero he aquí que olvidé por completo que también puedo tener lectoras bonitas. Con el mayor
respeto íes ruego a ustedes, honorables damas, que me disculpen por estas reflexiones tan inoportunas
y tan malolientes. Yo soy un mal conversador y un perfumista aún más detestable. Algo todavía peor:
soy- una abominable mezcla de Satanás con un oso americano, y me siento incapaz de apreciar tu
benevolencia.
Es decir, todavía soy Satanás; sé que aún soy inmortal. Pero si llego a perder la inmortalidad,
¿qué va a ser entonces de mí?
En ese caso distribuiré todo lo que tengo entre los pobres, y, junto contigo, compañero, iré a ver
al viejo mono afeitado y refregaré mi rostro americano contra sus pantuflas. Lloraré; lanzaré todos los
gritos de dolor y de horror que me arranque el miedo, y exclamaré: “Sálvame de la muerte”.
Y el viejo mono, pulidamente afeitado, ataviado con su sotana de gran gala, solemne y
temblando, se apresurará a engañar a este mundo, que siente tanta necesidad de ser engañado.
Pero esto no son más que bromas. Ahora, seriamente, el cardenal me ha sido simpático, y voy
a permitirle dorarse un poco con mis millones. Pero estoy cansado y me voy a acostar.
Apagaré la luz y me quedaré a oscuras, escuchando el tictac de mi reloj. Luego vendrá un pianista
genial, pero borracho, y se pondrá a golpear en el teclado de mi cerebro. Este borracho genial se
acuerda de todo y lo olvida todo. Su ejecución es una mezcla de inspiración elevada y de las
convulsiones de la embriaguez. Es el sueño.

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Capítulo 2

22 de febrero de 1914
Roma, Palazzo Orsini

Magnus no estaba en casa, y en su lugar me recibió María.


Sobre mí sentí descender una inmensa placidez. Como si estuviera en una barca con las velas
amainadas, adormecido en la calidez meridional de la siesta en medio del mar apacible. Ni un rumor.
Tengo miedo de moverme, incluso de abrir más mis ojos deslumbrados por el sol; hasta de
suspirar demasiado alto y turbar esta calma profunda.
Y, sumamente despacio, vuelvo a dejar mi pluma sobre la mesa.

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23 de febrero de 1914
Roma, Palazzo Orsini

En efecto, Tomás Magnus no estaba, y, causándome la más inesperada emoción, fue María quien
salió a recibirme.
A fe mía que ningún interés tengo en contarte de qué manera la saludé y qué es lo que acerté a
decirle en los primeros momentos. Te diré, solamente, que mi voz era más débil de lo que hubiera
debido y que sentía unas ganas locas de reír. Estuve mucho tiempo sin atreverme a levantar mis ojos
hacia ella; antes necesitaba vestirme pulcramente; asear y poner en orden a esos chicos mal educados
que se llaman mis pensamientos.
Pero todos mis preparativos fueron inútiles. Lo que yo esperaba acabó por no llegar. La mirada
de María era natural y serena; no había en ella ni la fuerza penetrante de luz que ciega ni el divino
perdón que mata. Era una mirada tranquila y plácida como el cielo de la campiña. Y sin saber yo mismo
cómo, el infierno de mi alma se iluminó como 'por encanto con la misma serenidad. El espíritu de
guerra que en ella había desapareció como el desfile fantástico de una retreta en la noche, y se quedó
reposada, serena y desierta, impregnada de una profunda alegría.
Discúlpame, querido amigo, este lenguaje poético, y dame las gracias por este meloso “querido”;
es un don que María te manda por mi mediación.
Me recibió en el jardín y nos sentamos junto al pretil, desde donde hay una excelente vista sobre
la campiña.
Cuando se contempla la campiña puede prescindirse de decir tonterías, ¿no es verdad? Pero la
que miraba la campiña era ella; mientras yo miraba sus ojos en los cuales veía la campiña, el cielo, y
otros más, hasta el séptimo, que es, según tus cálculos, amigo hombre, el último.
Ambos guardábamos silencio, o bien sosteníamos la con* versación, si es que quieres calificar
de tal el intercambio de frases como éstas:
—¿Qué montañas son aquellas?
—Son los montes Albanos. Más allá está Tívoli.
Luego ella se puso a buscar con la vista las casitas, blancas como granos de arena, y me las iba
designando. Yo lo iba mirando todo, y me parecía que todo estaba también penetrado de la calma
solemne y de la placidez de ser mirado por María. La semejanza observada entre María y la Madona
no me extrañaba. ¿Cómo puede extrañar que una cosa se parezca a sí misma?
Una tranquilidad profunda e infinita envolvía mi alma. No tengo palabras ni comparaciones con
qué describirte esa gran tranquilidad extraordinaria y serena. Me sigue viniendo a la mente esa maldita
barca con las velas amainadas, donde no he subido en mi vida porque tengo miedo al mareo. ¿Quizá
me ha sido inspirada esta idea porque mi camino ha sido alumbrado por la estrella de los mares?
Sí, yo me mecía en aquellos minutos inolvidables; en aquella barca, si tú quieres. Yo lo era todo
y nada. Ya ves en qué absurdos se viene a dar cuando míster Wandergood empieza a buscar
comparaciones.

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Tanta era mi tranquilidad que incluso dejé de mirar a los ojos de María: me limitaba simplemente
a creer en aquellos ojos, que era aún más que mirarlos. Cuando sea preciso, los volveré a encontrar;
entretanto, quiero ser la barca con velas bajas, quiero serlo todo y nada. Una sola vez una ligera brisa
me perturbó con su roce; pero fue por un instante brevísimo: fue cuando María me señaló la Vía
Tiburtina, que cortaba como un hilo blanco el verdor de las colinas.
—¿Ya ha ido usted por ese camino? —me preguntó.
—Sí, varias veces, signorina.
—Yo lo miro muchas veces, y pienso que debe de ser muy agradable ir por él en automóvil, ¿Es
veloz su automóvil?
—¡Ya lo creo, signorina! Es muy rápido. Pero para quien es por sí mismo el espacio infinito —
añadí, con cariñoso reproche—, todo movimiento es superfluo.
¡María y el automóvil! ¡Un ángel alado que se mete en un vagón del Metropolitano para
trasladarse rápidamente de un lugar a otro! ¡Una golondrina tirada por una tortuga! ¡Una flecha que
hace su camino sobre la deforme espalda de un mozo de cuerda! ¡Cómo mienten todas las
comparaciones! ¿Qué falta hacen golondrinas, ni flechas, ni otros símiles sobre el rápido movimiento
de María, cuando ella contiene en sí misma todos los espacios posibles e imaginables?
Estas comparaciones se me han ocurrido ahora, después de mi entrevista con María; pero
mientras estaba con ella, mi calma era tan grande, tan ilimitada, que no tuve lugar para ninguna otra
idea, para ningún otro sentimiento, salvo los de la eternidad y de la luz divina inextinguible.
Todo aquel día mi alma estuvo embebida en la gran serenidad y nada hubiera sido capaz de
perturbarla.
Probablemente, mi coloquio con María debió durar muy poco. En seguida llegó Tomás Magnus,
que me dirigió unas cuantas frases de bienvenida. Un pez volador, apareciendo un instante sobre el
mar, no perturba la tranquilidad de su superficie más de lo que perturbó la mía la aparición de Magnus.
Casi me pasó inadvertida. Se puede decir que me lo tragué, como una ballena se traga un arenque,
sin sentir mayor pesadez en su estómago.
Pero tengo la satisfacción de constatar que Magnus era amable y alegre: me estrechó la mano
con mucha efusión y cariño, y sus ojos serenos me miraron con bondadosa expresión.
Hasta su cara me pareció menos pálida y menos cansada que de costumbre.
Fui invitado a almorzar. Pues bien, para satisfacer tu curiosidad, empezaré por decirte que me
quedé con ellos hasta una hora muy avanzada de la noche.
Cuando María nos dejó, le conté a Magnus la visita del cardenal. La cara alegre de Magnus se
ensombreció ligeramente y en sus ojos se encendió aquel centelleo maligno que yo conocía tan bien.
—¿El cardenal X? ¿Ha ido a verlo a usted?
Le conté todos los detalles de mi plática con el viejo mono afeitado, y añadí, modestamente, que
me había parecido un sonsacador de muy poca talla.
Magnus hizo un mohín de disgusto y replicó severamente:
—Hace usted mal en tomarlo a risa, míster Wandergood. Conozco al cardenal desde hace mucho
tiempo y no le pierdo nunca de vista. Lo espío. Es un déspota muy malo, cruel y peligroso. A pesar de

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su exterior ridículo, es astuto, despiadado y vengativo como el mismísimo Satanás.
¡También tú, Magnus! ¡También tú me sales comparándolo con Satanás! ¡Ese mono afeitado que
hace muecas es un espejo de Satanás! Pero supe dominar mi cólera. Cayó como una piedra en el agua
hasta el fondo de mi felicidad, y seguí escuchando a Magnus. Su coqueteo con los socialistas, sus
bromas a propósito de Galileo, no son más que una mentira. A semejanza de los enemigos de Cromwell
que lo ahorcaron después de muerto, quemaría con gusto los huesos de Galileo; eso de que la Tierra
dé vueltas es, para esa Eminencia, una especie de ofensa personal.
—Pertenece a la vieja escuela, míster Wandergood; para apartar obstáculos de su camino, no se
detendrá ante nada: ni ante el veneno, ni ante el asesinato con un revólver en una calle; por supuesto,
eso después de tomar todas las
precauciones para no ser cogido in fraganti y poder atribuir el suceso a una desgraciada
casualidad. Usted sonríe; pero yo no puedo sonreír cuando miro al Vaticano, donde hay personas como
el cardenal X, y las hay siempre. Tenga mucho cuidado, míster Wandergood: usted se halla ahora en
la órbita de su mira y de sus intereses, y estoy seguro de que decenas de ojos siguen cada uno de sus
movimientos; acaso yo mismo soy también espiado por sus agentes. Mucho cuidado, amigo mío.
Llegó a parecerme que Magnus estaba muy emocionado. Yo, en un impulso de sinceridad, le
estreché calurosamente la mano.
—¡Ay, Magnus, Magnus...! Cuando va usted, por fin, a aceptar ayudarme.
—Ya sabe usted que no siento amor por los hombres. Es usted quien los quiere, míster
Wandergood, y no yo.
En sus ojos brilló un leve centelleo irónico.
—El cardenal dice que no es necesario amar a los hombres para hacerlos felices. ¡Al contrario!
—¿Y quién le ha dicho a usted que yo tengo interés en que los hombres sean felices? Es usted
quien desea que lo sean y no yo. Puede dar sus millones al cardenal X: su secreto de la felicidad no
vale menos que el de tantos otros. Es verdad que el procedimiento que él preconiza tiene un pequeño
defecto; y es que, para darles la felicidad, empieza por matar a los hombres. Pero eso no tiene gran
importancia. Usted, míster Wandergood, es un hombre de negocios, y no conoce bien, según veo, el
mundo de los inventores de mejores remedios para hacer feliz a la humanidad. Esos remedios son más
numerosos que los que se anuncian para curar la calvicie. Yo también he sido soñador, y en mi juventud
me dediqué a hacer inventos... sobre todo en el dominio de la química... En un experimento
desgraciado llegué a quemarme el pelo. Celebro mucho no haberlo encontrado a usted con sus millones
en aquella época...
Todo esto son bromas, míster Wandergood; pero si quiere usted un consejo serio, críe usted y
multiplique sus cerdos, convierta sus tres mil millones en cuatro mil; eche usted al mercado conservas
que no estén demasiado podridas y no se preocupe de la dicha de la humanidad. Mientras el mundo
conserve la afición a los buenos jamones» no lo privará a usted de su cariño.
—¿Y los que no tienen dinero para comprar el jamón?
—¡A usted qué le importa! Los que se morirán de hambre serán ellos y no usted. Y si el hambre
los a hace gritar demasiado, no será usted sólo el que oiga sus gritos.

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Hizo una pequeña pausa y, cambiando de tono, añadió:
—Lo felicito por su nueva residencia. Conozco muy bien la Villa Orsini; es una hermosa reliquia
de la vieja Roma.
¡Afortunadamente no se puso a darme también una conferencia sobre mi nuevo palacio!
Decididamente, Magnus no quería saber nada de mí; nuevamente me echaba a un lado de una
manera bastante brusca y descarada; pero su tono no era hostil y sus ojos oscuros seguían mirándome
con expresión de bondad y dulzura. ¡Tanto peor! ¡Que se lleve el diablo a la humanidad con su dicha
y con el jamón que necesita! Quizá con el tiempo acabe por encontrar un camino para llegar al cerebro
obstinado de Magnus, pero por el momento me interesa sobre todo conservar mi serenidad y... ¡A
nadie cederé a María!
¡La gran serenidad y Satanás! ¿No sería esto una gran idea para una buena comedia? Mi labor
cómica se hace interesante. Para ser un gran embustero, no basta con engañar a los demás: también
es necesario saber engañarse a sí mismo, mentir con tal habilidad, que uno acabe por creerse a sí
mismo. ¡Ése es el verdadero arte!
Después del almuerzo estuvimos los tres recorriendo las bajas colinas de la campiña.
La primavera estaba en sus comienzos: el verdor aun no cubría del todo la llanura, y en la hierba,
de un verde claro demasiado joven todavía, no se veían sino escasas manchas de florecillas blancas.
E1 viento era suave y perfumado. Las casitas del lejano Albano se dibujaban clarísimamente a través
de la pureza del aire.
María iba delante, y, de vez en cuando, se detenía, fijando sus hermosos ojos en lo que veía
alrededor. Voy a encargar a mi pintor que me haga el retrato de la Madona sobre un tapiz de tierno
verdor con florecitas blancas.
Como veía a Magnus tan alegre y cordial, le hablé una vez más del parecido de María con la
Madona y le conté que mis pobres pintores estaban recorriendo toda la ciudad en busca de un modelo
para pintarme a la Virgen.
Él se rio, y luego confirmó, hablando en serio, mi opinión sobre este extraordinario parecido.
Pero su fisonomía se ensombreció con una nube de tristeza.
—Es un parecido fatal, míster Wandergood. ¿No recuerda usted que, en momentos para mí
penosos, le he hablado de sangre? Pues bien; a los pies de María ya ha corrido sangre: la de un noble
joven, cuya memoria respetamos los dos. El velo no es sólo necesario para cubrir el rostro de la diosa
Esas: hay rostros fatales, parecidos fatales que perturban nuestras almas y nos llevan a la perdición.
Yo mismo, aunque soy el padre de María, apenas oso acercar mis labios a su frente pura; y me
pregunto qué obstáculos insuperables no levantará por su propia voluntad el amor, cuando nazca en
el corazón de un hombre.
Fue el único momento de aquel día lleno de felicidad en que el mar de mi alma se sintió turbado
por nubes amenazadoras, híspidas como la barba del rey Lear, y el huracán hizo una furiosa tentativa
para rasgar las velas de mi barca. Entonces, levanté mis ojos hacia María, encontré su mirada, ciara
y serena como el cielo que nos cobijaba, y el viento huyó llevándose consigo las sombrías nubes. No
sé si estas voces marineras te dirán algo; de todos modos, necesito decirte que mi tranquilidad se

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recobró del todo. Soy una ligera barca de velas blancas que flota sobre la profundidad de todo un
océano.
El día ha sido largo y sereno. Yo me recreaba en ver con qué tranquila regularidad el Sol iba
descendiendo de lo alto hacia el confín de la Tierra; cómo iban apareciendo las estrellas, una tras otra,
primero las mayores, luego las pequeñas, hasta que todo el cielo centelleó; cómo las tinieblas habían
ido envolviendo al mundo y cómo, a su hora, apareció la Luna, primero roja, como herrumbrosa, pero
cada vez más brillante, según iba ascendiendo; y cómo, lenta y majestuosamente, empezó a hacer el
mismo camino, que, irradiando calor, había hecho de día el Sol.
Pero mi encanto fue todavía mayor cuando nos sentamos con Magnus en una habitación en
penumbra, escuchando a María, que tocaba el arpa y cantaba.
Oyendo aquel instrumento comprendí la predilección que, en la música, tiene el hombre por las
cuerdas tensas. Yo mismo era en aquellos momentos una cuerda tensa; incluso cuando el dedo había
dejado de tocar, el sonido vibraba aún, cada vez más débil, y agonizaba tan lentamente, a tal
profundidad, que todavía ahora lo estoy oyendo.
De pronto, vi que la atmósfera entera estaba llena de cuerdas tensas en vibración: están tendidas
entre las estrellas, colgando sobre la Tierra o entremezcladas unas con otras, y todas pasan por mi
corazón como los hilos telefónicos por una estación central, si es que quieres comparaciones más
comprensibles. Comprendí algo más al oír a María tocar y cantar...
No, Wandergood: tú eres sencillamente un animal. Cuando me acuerdo de tus lamentos vulgares
sobre el amor y sus canciones, siempre las mismas, demasiado monótonas, como tú sueles decir, me
dan ganas de mandarte al chiquero con los cerdos. Verdaderamente, eres un animal inmundo e inso-
portable y me avergüenzo de haber perdido una hora entera escuchando tus gañidos. Puedes
despreciar las galanterías y las caricias, maldice si quieres los abrazos fogosos, pero ¡cuidado con tocar
al amor!, porque sólo a través del amor te es posible lanzar una furtiva mirada hacia la eternidad.
Vete, amigo mío. Deja solo a Satanás, que en las más oscuras profundidades del alma humana
se ha encontrado de repente con luminosidades nuevas e inesperadas. Déjame. Tú no debes ver la
admiración y la alegría de Satanás.
Era ya medianoche y la Luna estaba muy alta en el cielo cuando dejé la casa de Magnus y mandé
a mi chofer ir por la Vía Nomentana: tenía miedo de que la gran placidez huyera de mí y quise
permanecer el mayor tiempo posible en las tranquilas planicies de la campiña. Pero el movimiento
demasiado rápido del automóvil turbaba mi silencio, y lo dejé. Pronto lo vi como dormido a la claridad
de la Luna, a modo de un gran peñasco negro que dibujaba su sombra sobre el camino; me lanzó por
última vez la luz moribunda de su faro y se transformó en algo invisible.
Así me quedé solo con mi sombra.
Yo y mi sombra seguimos andando por la blanca carretera; nos deteníamos de cuando en cuando
unos momentos, y luego seguíamos.
Me senté en una piedra al borde del camino, y mi negra sombra se escondió tras mi espalda. Y
una gran tranquilidad descendió sobre la Tierra, sobre todo el orbe, y la Luna vino a rozar la frialdad
de mi frente con su gélido beso.

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2 de marzo 1914
Roma, Palazzo Orsini

Estoy pasando todos estos días en una soledad profunda.


Mi encamación en hombre comienza a inquietarme. Cuanto mi tiempo transcurre, mis se debilitan
mis recuerdos sobre lo que he dejado al otro lado de la muralla en que termina lo humano. Cuantas
mis horas pasan, mis se debilitan mis imágenes; la muralla se ha hecho para mí impenetrable; ya no
veo al otro lado mas que sombras vagas, de contornos casi indiscernibles. Mi oído se vuelve también
mas débil cada vez: oigo el murmullo de un salón bajo el pavimento, pero soy sordo al estrépito de.
los truenos que descargan sobre mi cabeza. Me envuelve un falso silencio y en vano me esfuerzo en
escuchar la voz de las revelaciones supremas que habla ai otro lado del muro.
Cada vez se va alejando mis de mí la verdad. En vano pretendo alcanzarla con las flechas de mis
palabras: las flechas pasan sin tocarla. En vano me esfuerzo en encerrarla en el estrecho círculo de
mis pensamientos, ciñéndola con un anillo de hierro: la prisionera se escapa como el aire, y lo que
abrazo es sólo el vació.
Aun anoche me pareció que ya la tenía, que la había cogido y atado a la pared con una gruesa
cadena; pero al despertar, a la mañana siguiente, vi que lo que había atado a la pared no era mis que
un esqueleto. De su oídlo pendía la cadena herrumbrosa, y él se reía insolentemente de mí,
enseñándome los dientes.
Ya ves que de nuevo vuelvo a buscar palabras y comparaciones de las que quiero servirme como
de un litigo
haciendo huir a la verdad. Pero ¿qué puedo hacer yo, si he dejado en casa todas las armas y me
veo obligado a surtirme en tu arsenal que no vale nada? Encarna en hombre a Dios mismo, si te place,
e inmediatamente empezará a hablarte en buen hebreo o en francés, y no te dirá más que lo que bien
se pueda en estas lenguas. ¡Y eso que es Dios! Y yo no soy más que Satanás, un modesto e imprudente
diablo encarnado en hombre.
Ha sido una gran imprudencia de mi parte, pero mirando desde allá, tu vida humana... No,
espera, he aquí que vuelvo a mentir. Al leer la palabra “allá”, te has imaginado en seguida que es un
lugar muy lejano, ¿no es cierto? Quizá hasta te has puesto a hacer el cálculo aproximado de los
kilómetros que hay de tu Tierra a ese “allá”. Para eso tienes a tu disposición un número ilimitado de
ceros. Pero te equivocas, amiguito. Mi “allá” está muy cerca de ti. Deja, pues, el metro, renuncia a los
cálculos, y escucha tranquilamente, como si el cronómetro que tienes en el pecho no te fuera contando
los segundos de la vida.
Pues bien: cuando miré desde “allá”, sigamos, si te place, llamándole así, tu vida humana me
pareció un divertido y alegre juego de átomos que no mueren jamás.
Tú sabes, por supuesto, lo que es un teatro de guiñol. Cuando un muñeco se rompe, se le
remplaza por otro y el espectáculo continúa: la música no se detiene, el público aplaude, y resulta
muy divertido. ¿Acaso el espectador se preocupa por averiguar adonde habrán echado los pedazos del
muñeco roto? ¡Ni por asomo! El público atiende al espectáculo y se divierte.
Yo también me divertía así: la musiquilla era alegre y los cómicos hacían gracias de todas clases

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que producían la hilaridad general. Aquella comedia me gustaba tanto que me dieron ganas de tomar
parte en ella como actor. ¡Ah! En aquel entonces aún no sabía yo que esto no era una comedia; que
el cajón de la basura donde se echan los añicos del monigote destrozado resultaba tan horrible cuando
era uno mismo él echado allí, y que de aquellas roturas mana sangre. Yo no sabía nada de esto. ¡Tú me has
engañado, compañero!
Pero tú te asombras y haces guiños de desprecio con tus ojos de plomo, diciendo: “Vaya un
Satanás más tonto que no sabe unas cosas tan sencillas”. Tú estás acostumbrado a respetar a los
diablos; el peor de ellos te parece digno de ocupar una cátedra en cualquier universidad. Tú ya estabas
dispuesto a darme tu dólar, como a un buen profesor de la magia blanca o negra, y de repente resulta
que soy un ignorante, hasta para las cosas más elementales.
Comprendo tu decepción. Yo mismo respeto a los que saben decir la buena fortuna y echan las
cartas, y me avergüenzo de confesar que no soy capaz de hacer con éstas ni el más inocente juego de
manos. Pero para mí la verdad está por encima de todo, y lo confieso francamente: sí, ignoraba hasta
las cosas más ordinarias. Probablemente es debido a la frontera que nos separa; de igual modo que
tú desconoces las cosas mías y no sabes ni siquiera una cosa tan sencilla como pronunciar mi nombre,
así yo no sabía nada de ti, que eres mi sombra sobre la Tierra.
Ahora es cuando empiezo a ver un poco claro entre la confusión de tu riqueza. Figúrate que
inclusive calcular no lo he aprendido más que de mi Wandergood. Solo, sin la ayuda de los dedos
hábiles y experimentados de este buen Wandergood, no hubiera sido capaz ni de abrocharme la
americana.
Ahora ya soy un hombre como tú. El sentido limitado de mi existencia lo considero como una
importante adquisición en el dominio del saber. Cuando, por ejemplo, me toco la nariz, lo hago con el
mayor respeto; porque para mí no es una simple nariz, sino todo un axioma.
Ahora soy también un muñeco en un teatro de fantoches, y mi cabeza de porcelana da vuelta a
la derecha y a la izquierda, al mismo tiempo que mis manos se mueven, ya hacia arriba, ya hacia
abajo. Estoy alegre, hago mi papel y lo sé todo... Menos una cosa: quién es el que tira de los hilos que
me hacen mover. Y desde lejos veo el cajón de la basura, donde asoman al aire dos hermosas piernas
cuyos pies calzan elegantes zapatos de baile...
No, no es ésta la comedia a que había aspirado. La presente me recuerda tan poco el placer y la
alegría como los ataques de un epiléptico me pueden recordar un bonito baile de negros. Aquí cada
uno es lo que es, aunque quiera ser otra cosa que no es. Es una interminable serie de mentiras, que
yo había tomado por divertida comedia. ¡Qué error tan burdo! ¡Qué estupidez ha sido esta de Satán,
a quien se califica de tan listo y tan poderoso!
Aquí todo el mundo lleva a otro ante un tribunal: los vivos a los muertos, los muertos a los vivos,
la historia a unos y a otros, y Dios mismo juzga la historia. ¿Y es esta interminable vista, este
repugnante desfile de testigos falsos, de juramentos en falso, de falsos jueces y de falsos explotadores
lo que yo había tomado por una divina comedia? ¿No me he equivocado desde el primer momento?
¿Adónde vamos a parar por este camino? Veo que palideces, tu dedo tembloroso hace una señal...
¿Adónde señala? ¿Es quizá al cajón de la basura...?

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Ayer pregunté a Toppi sobre su vida anterior, cuando encarnó en hombre la primera vez... Me
atormentaba la necesidad de saber qué es lo que siente un muñeco cuando se rompe el hilo que lo
hacía mover. Hemos encendido cada uno la pipa y ante sendos bocks de cerveza, como unos buenos
burgueses alemanes, hemos iniciado una plática un tanto filosófica. Pero esa cabeza roma lo ha
olvidado casi todo; de suerte que mis preguntas han puesto al hombre en una endemoniada confusión.
—Pero ¿es posible que lo hayas olvidado, Toppi?
—Cuando usted vaya a morirse, ya lo verá por sí mismo. A mí no me hace maldita gracia
acordarme de aquello; no tiene nada de agradable.
—¡Ah! ¿Es desagradable?
—¿Acaso ha oído usted, una sola vez, hablar bien de ello?
—Sí, es cierto; hasta ahora nadie ha hablado con entusiasmo de ello.
—Ni ha hablado ni hablará jamás. Se lo garantizo.
Guardamos silencio durante un rato.
—¿Te acuerdas tú de dónde procedes?
—¿Yo? De Illinois, como usted.
—No, no es esto lo que quiero decir. Me refería a otra cosa, a tu origen. ¿Te acuerdas de tu
verdadero nombre?
Toppi me miró con extrañeza, palideció ligeramente, y, en silencio, se puso a limpiar
flemáticamente su pipa. Luego se levantó y dijo, evitando mirarme:
—Le ruego, míster Wandergood, que no me hable nunca más así. Soy un honrado ciudadano
de los Estados Unidos y no comprendo sus alusiones.
¡Ya lo creo que se acuerda! Por algo cambia de color con tanta facilidad. Pero se esfuerza en
olvidar, y pronto acabará por olvidarlo del todo. El doble fardo de la Tierra y el cielo pesa demasiado
sobre sus lomos, y se siente atraído por el centro de gravedad de la Tierra. Cuando pase algún tiempo
más y yo me ponga a hablarle de Satanás, me meterá en una casa de locos, o bien acudirá con sus
quejas al cardenal X.
—Ya sabes que te aprecio, Toppi -dije, dándole un beso en la nuca, como hago siempre con los
que quiero bien-. Tú estás encamado en hombre de un modo admirable.
Y me volví otra vez al verdeante desierto de la campiña. Cada vez que me acosa alguna tentación,
me voy al desierto, como tenían costumbre de hacerlo los grandes santos.
Allí he estado mucho tiempo llamando y conjurando a Satanás; pero él no ha querido acudir a
mis conjuros. Me postré en el polvo y estuve largo rato implorándolo sin descanso. Al fin sentí unos
pasos ligeros, muy imprecisos, y una cierta fuerza luminosa me levantó en vilo. Y de nuevo vi el
abandonado Edén, sus verdes praderas, sus albores que nunca anochecen; su suave luminosidad sobre
las aguas tranquilas. De nuevo oí el sordo susurro de labios inmateriales, y ante mi vista se apareció
la Verdad. Y le tendí mis brazos encadenados, implorándole que me liberara.
—¡María!
¿Quién había pronunciado aquel nombre? Inmediatamente Satán había huido, la suave luz se
había apagado sobre las aguas tranquilas, la Verdad, asustada, había desaparecido, y heme de nuevo

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allí, sentado en el suelo, contemplando con la tristeza de mis ojos la tristeza del mundo extendido ante
mí; encadenados mis brazos sobre mis rodillas.
—¡María!
Siento tener que confesar que todo esto es pura invención mía: lo mismo la aparición de Satanás
con su andar impalpable, que las praderas verdes del Edén y los brazos encadenados. Necesitaba
llamar la atención y no he podido prescindir del Edén y las cadenas, esos dos conceptos opuestos con
que caracterizas los dos polos de tu vida. Además, ¡los jardines del Edén son una cosa tan bonita y las
cadenas una tan horrible! ¡Cuánto más interesante no es esto que el estar simplemente sentado en
una colina polvorienta, con un cigarro en la mano completamente libre, meditar en el abandono y
mirar el camino, bostezando, en espera del chofer con el auto! Si he mencionado a María, ha sido
simplemente porque desde mi colina se ven los negros cipreses que rodean la casita blanca de Magnus.
Ha sido sólo una asociación de ideas y nada más...
¿Es que acaso un hombre, con su vista humana, puede ver a Satanás? ¿Es que, con su imperfecto
oído, es capaz de percibir murmullos inmateriales? ¡Qué más ha de poder!
Yo te ruego que me llames, sencillamente, Wandergood. A partir de ahora, yo no soy más que
míster Wandergood: Henry Wandergood, de Illinois. Es mi nombre, y te contestaré con mucho gusto
siempre que me llames por él.
Pero si algún día ves que mi cabeza está hecha añicos, examínalos bien: allí estará en letras
rojas el orgulloso nombre de Satanás. Entonces inclínate profundamente y salúdalo con el mayor
respeto; pero no necesitas acompañar los restos de mi cabeza hasta el cajón de la basura; no es
necesario demostrar demasiado respeto por las cadenas rotas.

57
9 de marzo de 1914
Roma, Palazzo Orsini

Anoche tuve una conversación muy seria con Tomás Magnus. Cuando María se retiró a su cuarto,
quise, como de costumbre, volver a casa; pero Magnus me retuvo.
—¿Adonde va usted a ir, míster Wandergood? Vale más que pase la noche aquí. ¿No oye cómo
zumba marzo loco?
Hacía unos días que venían acumulándose densas nubes sobre el cielo de Roma; la lluvia azotaba
furiosamente con oblicuos latigazos, muros y ruinas. Por la mañana había leído en el boletín
meteorológico de uno de los diarios: “Cielo nuvo lo, il vento forte e mare molto agitato”.
Al caer la tarde, aquel mal tiempo degeneró en una tempestad, y el mar, a través de los veinte
kilómetros que lo separan de Roma, nos hizo llegar un salado aliento.
Entonces la campiña, a modo de mar romano, sumamente agitada, también se puso a cantar
con todas las voces de la tempestad. Parecía por momentos que sus inmóviles colinas también
empezaban a conmoverse sobre sus bases y, como olas de tierra, avanzaban amenazando los muros
de la ciudad.
Marzo, enloquecido, fraguador de tormentas y temores, asolaba furioso la llanura, cogía por la
cabeza cada mata y la hacía bajar con fuerza hasta el suelo, aullaba como una fiera perseguida y
lanzaba rabiosamente ventadas contra los cipreses. A veces les arrojaba proyectiles más pesados:
arena, pedruscos. A sus embates retemblaba el techo de la casa de Magnus, y sus paredes resonaban
como si la fiera acosada se encontrara, dentro, bramando de espanto y de rabia.
Toda la noche estuvimos escuchando la tempestad. María estaba tranquila, pero Magnus
manifestaba un visible nerviosismo, se frotaba sus grandes manos blancas y escuchaba con ansiedad
la sinfonía del vendaval: sus silbatos estridentes de bandido, sus bramidos, sus carcajadas y sus
lamentos. El viento, con su hábil arte, hacía al mismo tiempo el papel de asesino y de víctima: ahogaba
a su presa y clamaba pidiendo socorro.
Si Magnus hubiese tenido las orejas largas como muchos animales, las habría tenido erguidas
aquella noche. Su perfilada nariz se estremecía; sus oscuros ojos se hacían aún más negros, como si
reflejaran las nubes acumuladas en el cielo; sus finos labios se contraían en un rictus de extraña
sonrisa. También yo me sentía sobrecogido; desde mi encarnación en hombre, era la primera vez que
presenciaba una tempestad semejante; despertó en mí todos los antiguos temores. Con un pánico casi
infantil evitaba mirar a las ventanas tras las cuales se acumulaba la negra noche. “¿Por qué no nos
alcanza a nosotros? -pensaba-. ¿Es que realmente los cristales serían para ella un obstáculo invencible
si se propusiera entrar?”
Más de una vez oímos llamar con fuerza al portón, el mismo al que llamamos Toppi y yo la noche
de la catástrofe.
—Debe ser mi chofer que viene a buscarme —dije—. Habría que ir a abrirle.
Magnus me lanzó una furtiva mirada de tristeza y replicó:

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—Por ese lado no hay camino; el automóvil no puede venir por ahí. Es marzo loco que insiste en
que le abramos.
Diríase que marzo loco había oído aquellas palabras; viendo que lo habíamos reconocido y que
no le iba a ser posible entrar, lanzó una grosera carcajada y se marchó silbando.
Pero pronto volvieron a sonar nuevos golpes sacudiendo el portón; se oyeron distintamente
varias voces, ya gritando agitadas, interrumpiéndose mutuamente, ya implorando y suplicando; por
momentos se mezclaba con ellas el llanto de un niño.
—Son gentes extraviadas —dije—. ¿No oye usted? Hay un niño que llora... Habría que ir a abrir.
—Iré a ver -dijo Magnus de mal talante.
—Lo acompaño, Magnus.
—No, no se moleste usted, Wandergood, ya tengo suficiente compañía con éste.
Sacó del cajón su revólver -el mismo que le vi guardar el día en que nos conocimos—, lo tomó
con cierto cariño en su ancha mano y se lo echó cuidadosamente al bolsillo. Cuando estuvo fuera, pude
oír con toda claridad los gritos que lo recibieron.
No sé por qué, pero en el transcurso de aquella velada había evitado las claras miradas de María,
y ahora, al quedarme a solas con ella, sentí un cierto embarazo. Repentinamente experimenté la
ardiente necesidad de postrarme en el suelo, arrastrarme de rodillas hacia ella y echarme á sus pies,
encogiéndome todo lo posible, para que su vestido rozase suavemente mi rostro. Me pareció que me
crecía pelo en la espalda y que, si me acariciaran, saltarían chispas... Mentalmente, iba acercándome
cada vez más a María, siempre arrastrándome de rodillas, cuando Magnus volvió a entrar.
Sin decir palabra, dejó nuevamente su revólver en el cajón.
Afuera ya no se oían gritos ni llantos.
—¿Quién era? —preguntó María.
—El loco de marzo —respondió su padre.
—Pues a mí me parece que ha estado usted sosteniendo un breve diálogo con él -dije, bromeando
y tratando de dominar los estremecimientos que me daba el frío que había entrado junto con Magnus.
—Sí, le dije que era una falta de atención traer consigo un séquito tan sospechoso. Él lo
comprendió, se excusó, y no volverá más.
Magnus sonrió y añadió:
—Estoy seguro de que esta noche todos los bandidos de Roma y de la campiña piensan en
emboscadas, en sangre, y besan sus puñales como si fueran sus amantes.
Entonces volvió a oírse ruido, como si alguien llamara otra vez a la puerta.
—¿Todavía? —exclamó Magnus colérico, como si realmente contara con la promesa del loco
marzo de no volver más.
Pero momentos después se oía la bocina. Era el chofer,
María se retiró a su cuarto y Magnus me propuso, como ya he dicho, quedarme a pasar la noche.
Tras una corta vacilación, acepté; aunque Magnus, con su extraña sonrisa y su revólver, me hacía
poca gracia, y la estúpida oscuridad de aquella noche me la hacía menos.
Mi amable huésped fue a decir personalmente al chofer que yo me quedaba y que él podía

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retirarse. Por una de las ventanas vi al automóvil lanzar dos largos haces de luz eléctrica
deslumbradora, y entonces sentí de pronto un gran deseo de volver a casa con mis pecadores amigos
que, en espera de mi regreso, estarían sentados bebiendo. ¡Ah! Desde hace mucho he renunciado a
la virtud y llevo una vida viciosa entre crápulas y juego.
Una vez más, como en el curso de la primera noche, aquella casita blanca, aquella alma de María,
me pareció sospechosa y preñada de peligros; aquel revólver, aquellas manchas de sangre en la
blancura de las manos... ¿Quizá habría aún manchas de sangre en alguna parte...?
Pero ya era demasiado tarde para cambiar de decisión; el automóvil se había marchado.
Magnus volvió unos momentos después, y su negra barba me pareció muy bonita a la luz. Sus
ojos miraban con afectuosa sonrisa. En sus grandes manos traía, ya no armas, sino sendas botellas
de vino. Desde la puerta, me dijo:
—En una noche como ésta no queda otro recurso que beber. Hasta el crapuloso marzo me ha
parecido esta noche completamente ebrio. ¿Me hace usted el favor de darme su vaso, míster
Wandergood?
Pero una vez escanciado el licor, Magnus, a despecho de sus ínfulas de calavera alegre, tocó
apenas con los labios su vaso y se hundió en su sillón, dejándome en plena libertad de beber y charlar.
Sin apresurarme, escuchando el zumbar del viento y pensando que la noche iba a ser muy larga,
conté a Magnus la nueva visita que me acababa de hacer el cardenal X.
Parece que, en efecto, el cardenal me sigue mediante espías. Lo más raro y estupendo es que
ha podido captar la benevolencia del incorruptible Toppi. Este, sin dejar de ser para mí un amigo fiel,
se ha vuelto sombrío, va casi todos los días a misa y en tono solemne trata de persuadirme de que
me convierta al catolicismo.
Magnus escuchaba con calma mi relato. Con más abandono aún, le conté toda una serie de
atentados fracasados contra mi bolsillo: innumerables súplicas, que yo recibía diariamente, mal
redactadas, en las que la verdad tomaba el aspecto de la mentira. Gracias a la pesada monotonía de
las lamentaciones, de los homenajes y de la infantil adulación; proposiciones de inventores chiflados;
de autores de proyectos descabellados, la mayor parte de los cuales procuraban aprovechar los pocos
días de libertad que les quedaban entre sus dos estancias en la cárcel; de toda clase, en fin, de gente
hambrienta, mareada por el tufo de mis millones. Mis secretarios, de los cuales tengo ahora media
docena, apenas tienen tiempo de leer tantos papeles empapados en lágrimas y de contener a los
solicitantes, que no acaban nunca de hablar y acechan con alevosía todas las veces que salgo de mi
palacio.
—Temo verme obligado -le dije a Magnus- a abrir un camino subterráneo: esa gente me espera
hasta por las noches. Caen insistentemente sobre mí, como buscadores de oro con piqueta en mano
sobre una mina de Klondike,2 esforzándose en clavarme sus mojones, para hacer valer su propiedad
de derechos. La charlatanería de los malditos periódicos sobre los millones que, a lo que dicen, estoy
dispuesto a dar al primero que se presente con una pierna rota o con el bolsillo vacío, los ha vuelto
locos a todos. A lo mejor, una de estas noches, van a acabar por cortarme en pedazos y devorarme.

2 Klondike, famoso yacimiento en el territorio de Canadá. [N. del E.]

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Han organizado una especie de peregrinación a mí, como quienes van a Lourdes; vienen con sus valijas
y todo. Las señoras de mi patronato, que me consideran de su propiedad, han sabido crear para mí
un verdadero infierno dantesco donde nos encontramos todos los días. Ayer estuvimos viendo allí, más
de una hora seguida, a una vieja idiota cuyo único mérito consistía en haber sobrevivido a su marido,
a sus hijos y a todos sus nietos, y que ahora necesita dinero para comprarse rapé. Un viejo, sumamente
pesado, no quiso callar, ni siquiera tomar el dinero, hasta que no pasamos todos, uno por uno, nuestras
narices por la llaga que tiene en la pierna. En efecto: huele bastante mal. Ese viejo constituye uno de
los mejores ejemplares de que disponen esas damas caritativas, y, como todos los favoritos, es de lo
más caprichoso...
Hice una pausa, y continué:
—Yo no sé, Magnus, si lo estoy aburriendo con esta lata. Podría hablarle aún de una larga serie
de padres andrajosos, de hijos hambrientos, verdosos y llenos de podredumbre como ciertos quesos,
de genios elevados que me desprecian como a un negro, de borrachos alegres y graciosos de nariz
enrojecida... Mis señoras no gustan de exhibir borrachos; pero, en cambio, a mí, esos borrachos me
hacen mucha más gracia que el resto de la mercancía que me enseñan. ¿Y a usted, Magnus?
Magnus callaba. Cansado de hablar, me callé también yo. Sólo marzo loco continuaba infatigable
en su porfía: ahora había apresado al tejado; trataba de triturarlo con sus mandíbulas y las tejas
crujían entre sus dientes como terrones de azúcar.
Al cabo, Magnus rompió el silencio:
—Estos últimos días —dijo— los periódicos se han ocupado muy poco de usted. ¿Qué le parece
que significa eso?
—Sencillamente que pago a los periodistas para que me dejen en paz. Al principio les hice echar
con cajas destempladas, y entonces se dedicaron a hacer entrevistas a mis caballos. Ahora les pago a
tanto la línea... de silencio... Diga usted, Magnus, ¿no conoce a alguien que quisiera comprarme mí
villa? La vendo con pintores, decoradores, poetas y demás contenido animado e inanimado.
De nuevo se hizo el silencio, y esta vez fue bastante largo; Magnus se levantó, dio varias vueltas
por la habitación y se volvió a sentar. Luego me llegó a mí la ocasión de pasearme un poco por la
estancia y sentarme de nuevo. Bebí dos vasos más de vino, mientras que Magnus no bebió ni una sola
gota. ¡Lo que es a él no se le pondrá nunca la nariz colorada!
De pronto, me dijo en tono resuelto:
—¡No beba usted más, míster Wandergood!
—Bueno. No beberé más. ¡Si no es más que eso!
Los siguientes puntos Magnus los fue tocando con grandes intervalos de silencio. El tono de su
voz era rudo y grave, mientras que la mía sonaba dulce... y melodiosa.
—Observo en usted un gran cambio, míster Wandergood.
—Es muy posible. Le agradezco la observación.
—Antes tenía usted más vivacidad. Ahora casi nunca habla en broma. Se ha vuelto un hombre
triste, míster Wandergood.
—¡Ah!

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—Hasta está usted más delgado y tiene la frente más pálida. Se conoce que, en efecto, usted
bebe por las noches con sus... compañeros.
—Es más que posible...
—Además, usted juega: derrocha el dinero sin ton ni son. No hace mucho, en su propia mesa,
ha estado a punto de cometerse un asesinato...
—Temo que tal sea la triste realidad; recuerdo, sí, que un caballero quiso ensartar a otro con su
tenedor. Pero, ¿cómo sabe usted todo eso, Magnus?
La respuesta fue seria y significativa:
—Ayer recibí la visita de Toppi. Él deseaba ver a María, pero fui yo quien salió. Con todo el respeto
que usted me merece míster Wandergood, necesito decirle que tiene un secretario extraordinariamente
estúpido.
Asentí fríamente:
—Tiene mucha razón, y haría usted muy bien en no recibirlo.
Hay que decir que cuando Magnus pronunció el nombre de María, los dos vasos desaparecieron
de mi vista. A partir de aquel momento, hasta el aroma mismo del vino se disipó, como el éter en un
frasco abierto. Siempre he tenido la convicción de que el alcohol es una cosa muy sutil y pasajera.
Durante unos momentos seguimos oyendo rugir la tempestad.
—Me parece -dije- que el vendaval arrecia cada vez más, señor Magnus.
—A mí también me parece... Reconocerá usted que he sido muy oportuno en prevenirle a tiempo.
—¿De qué me ha prevenido usted a tiempo, señor Magnus?
Se cogió las rodillas con sus blancas manos y me clavó una mirada de domador de serpientes.
¡Por lo visto, no sabía que yo me había arrancado los dientes venenosos y que era ahora tan inofensivo
como un reptil disecado de cualquier museo!
Él acabó por comprender que no valía la pena fijarse tanto tiempo con semejante mirada en una
cosa tan inofensiva.
—Lo previne a usted a tiempo respecto a María —dijo lentamente y en tono grave—. Si usted
recuerda bien, hasta quise evitar su relación, y se lo dije con bastante claridad. Espero que no haya
olvidado lo que le dije de María y de su influencia fatal en las almas. Pero usted ha insistido con
empeño, y ha cedido. Ahora nos quiere dar usted, a ella y a mí, el espectáculo sentimental de un
caballero sin ventura, que nada pide y de nada se queja, pero que no se quedará tranquilo hasta que
todo el mundo le haya examinado la herida... exactamente como al viejo de la pierna llagada. Por
cierto, he tenido una gran satisfacción en comprobar que usted se burla del prójimo y que ha desistido,
por fin, de esa comedia estúpida de la filantropía y del humanitarismo... ¡Tiene a su alcance tantas
otras diversiones! Lo que no me gusta es su intención de servirnos como el obsequio de un nuevo
Mecías enamorado. En suma: me parece, señor, que ha hecho mal en dejar su América; usted debería
dedicarse a continuar su negocio de conserva de carnes; para habérselas con la humanidad hacen falta
otra índole de facultades.
Sencillamente, se reía dé mí. Aquel homunculus me echaba materialmente, y Yo, que me nombro
con mayúscula, ¡escuchándolo dócil y humildemente! Era divinamente ridículo.

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Un pequeño detalle cómico para los aficionados a la literatura festiva: al empezar la homilía de
Magnus, mis ojos y el cigarro que tenía en la boca estaban levantados hacia arriba; pero a medida que
el hombre hablaba, ojos y cigarro iban bajando poco a poco. Todavía me parece estar sintiendo el
amargor de aquel cigarro, tristemente cabizbajo y apagado.
Estaba reventando de risa, o, mejor dicho, no sabía si debía estallar en risa o en cólera, o mejor
aún, sin estallar de ninguna manera, pedir un paraguas y marcharme. Aquel homunculus de barba
negra estaba en su casa, la Tierra, y sabía lo que debía hacerse en casos parecidos: él cantaba un solo
y no un dúo, como yo, el Satán de la Eternidad, con mi inseparable Wandergood, de Illinois.
“Caballero —sentí la necesidad de decirle-, aquí hay un error. El que tiene usted delante es
Satanás encarnado en hombre... ¿Comprende usted? Había salido a dar su paseo de la noche y se
perdió en el bosque... ¡Sí, caballero, en el bosque! ¿Sería usted tan amable de indicarle el camino más
corto para la Eternidad? ¡Ah! Por allí, ¿eh? Muchas gracias. Que usted la pase bien.”
Pero, claro está que no lo dije. Guardando silencio, dejé la palabra a Wandergood, y he aquí lo
que dijo este respetable gentleman, después de quitarse de la boca el cigarro mojado y frío: —De
verdad, tiene usted razón, Magnus, y tengo que darle a usted las gracias. Sí, usted me previno
honradamente; pero Yo preferí seguir haciendo solo mi papel. Ahora me declaro derrotado, y estoy a
su merced. Nada tengo que objetar si da la orden de que se lleven de aquí los despojos del caballero
vencido.
Yo estaba seguro de que iba a arrojar, sin más ceremonias, los despojos por la ventana; pero la
generosidad de aquel buen señor fue verdaderamente admirable: me miró con compasión y hasta me
tendió su mano para que yo la estrechara.
—¿Sufre usted mucho, míster Wandergood?
Levanté los ojos y me encogí de hombros. Parece que esto lo dejó satisfecho. Durante unos
instantes nos quedamos sumidos en el silencio. No sé en qué pensaría Magnus; pero Yo no pensaba
en nada. Me limitaba a ir examinando con la vista, con toda minuciosidad, las paredes, el techo, los
libros, los cuadros, todo aquel ajuar de una vivienda humana. Mi atención fue atraída especialmente
por una bombilla eléctrica y me preguntaba cómo sería aquello de que ardiera y alumbrara.
—Esperaba que me dijera usted algo, míster Wandergood.
—¡Ah! ¿Conque lo esperaba? ¡Vaya, pues! La cosa es muy sencilla, Magnus. Usted me avisó a
tiempo, ¿no es verdad? Pues nada: mañana le diré a Toppi que arregle el equipaje; vuelvo a América
para continuar mi negocio de conservas.
—¿Y el cardenal?
—¿Qué cardenal? ¡Ah, sí...! ¿El cardenal X y los millones? Ya; no lo echaba en olvido, pero... ¡no
me mire usted con tanta extrañeza, Magnus! ¡Eso me tiene harto!
—Vamos a ver, concretemos: ¿qué es lo que le tiene a usted harto, míster Wandergood?
—Todo: los seis secretarios, la vieja idiota que necesita dinero para comprar rapé, mi infierno
dantesco, adonde las señoras del patronato me llevan cada día exhibiendo ante mis ojos todas las
llagas y las miserias humanas. No me mire usted tan serio, señor Magnus. Probablemente con mis
miles de millones se hubiera podido preparar una magnífica bebida, mientras que Yo no he sabido

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hacer con ellos más que un vino agrio y asaz desagradable. ¿Por qué no ha querido usted ayudarme?
Es verdad, sí, que usted odia a los hombres: no me acordaba.
—¿Y usted? ¿Acaso los quiere?
—¿Qué quiere usted que le diga? No, siento más bien indiferencia por ellos: No me mire así, no.
Me son indiferentes, porque, ya ve usted, son tantos; ha habido tantos en el pasado, y ha de haber
aún tantos en di futuro, que, realmente, no vale la pena ocuparse de ellos.
—Entonces, ¿usted no ha dicho la verdad?
—Hasta cierto punto. Le diré a usted: Yo había buscado un papel interesante para representar,
y necesitaba... elementos... para desarrollar la acción...
—De modo que lo que ha hecho usted no era más que una
comedia.
Levanté los ojos hacia él y lo miré con curiosidad. El diálogo se hacía interesante. En aquel
momento Magnus, con su cara oval y sus ojos oscuros me agradaba y me compensaba un poco de mis
fracasos teatrales y... con María. Volví a recobrar mi tranquilidad y encendí un cigarro.
—Según me dijo usted un día, en la historia de su pasado hay páginas oscuras, míster
Wandergood. ¿De qué se trata?
—¡Oh! ¡Aquello fue exagerado...! Nada grave, Magnus. Hice mal en preocuparlo con tales
palabras; discúlpeme usted. Fue sólo en aras de la belleza del estilo.
—¿Del estilo?
—Sí, y además para reforzar por medio del contraste.
—¡No lo comprendo a usted...!
—Sí, hombre: un presente luminoso y un pasado oscuro hacen un contraste muy bonito. Pero ya
le he dicho que no he tenido éxito. Aquí se tiene una idea muy pobre del placer que da una buena
labor artística. Habría que dar explicaciones. Yo he pasado largos ratos disfrutando mientras veía
actuar al viejo mono afeitado; pero su método de engañar a la gente es demasiado antiguo... y
demasiado seguro. Mientras que a mí me gusta el riesgo.
—¿Dice usted engañar a la gente?
—Sí, Magnus. Todo ha sido un juego escénico, y ya que no ha resultado, no hemos de renunciar
al placer de confesarlo. ¿Usted sonríe? Pues Yo estoy muy contento; pero estoy cansado de tanto
hablar, y voy a beber otro vaso de vino a la salud de usted.
Tomás Magnus no sentía la menor gana de sonreír; Yo le dije eso tan sólo por buen estilo.
Transcurrió por lo menos media hora en completo silencio, sólo turbado por los susurros y los
rugidos de marzo loco y por los monótonos pasos de Magnus. Con las manos a la espalda, sin hacerme
el menor caso, estuvo midiendo metódicamente la estancia: ocho pasos de ida y ocho de vuelta.
Probablemente debió de haber estado preso alguna vez, y no por poco tiempo; poseía la facultad de
todo preso experimentado: la de crearse por ilusión un espacio de muchos metros.
Me tomé la libertad de bostezar ligeramente, lo que llamó la atención de mi amable huésped.
Con todo, aún siguió guardando silencio por un momento y luego lanzó al aire las siguientes palabras
que me hicieron dar un respingo en mi sillón:

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—Sin embargo, María lo quiere a usted. Usted no sabía nada, por supuesto.
Me le quedé mirando como un loco.
—Sí, es verdad: María lo quiere. Yo no esperaba semejante desgracia. Debí haberlo matado a
usted la primera vez que nos encontramos; ahora ya es demasiado tarde, y ya no sé lo que debo
hacer. ¿Qué piensa usted ahora?
Yo me había puesto en pie, delante de él, y...
¡María me quiere!
He visto en Filadelfia una ejecución por medio de la silla eléctrica. He visto en la Scala de Milán
a mi colega Mefistófeles agitarse furiosamente en la escena, cuando los coristas lo acosaban con cruces
en la mano. Pues mi respuesta silenciosa a Magnus fue una reproducción bastante hábil de las
contorsiones del electrocutado y de Mefistófeles. Juro por la salvación eterna que jamás he sido
atravesado por tal haz de corrientes mortales, jamás he tenido en mi paladar la sensación de una
bebida tan amarga, jamás he sentido tal necesidad de estallar en loca carcajada.
Ahora ya no me río ni hago muecas como un cómico vulgar. Estoy solo, y nadie, sino Yo, me oigo
ni me veo. Pero ante la memorable declaración de Magnus, al encontrarme cara a cara con él y saber
mi triunfo, necesité echar mano de todas mis fuerzas para no romper en risa y empezar a dar bofetadas
a aquel hombre serio y honrado que echaba a la Madona en brazos... ¿de Satanás, dirás tú? ¡No! ¡Del
yanqui Wandergood, con su barba de chivo y su cigarro húmedo entre sus dientes de oro! Desprecio
y odio, tristeza y amor, ira y amarga risa: he aquí lo que llenaba la copa que llevaba a mis labios.
¡Todavía no! ¡Era algo aún más amargo, más terrible, más abrumador! Que Magnus, con su estupidez
de hombre, que tiene una percepción y una inteligencia tan limitadas, se hubiera podido equivocar,
me importaba poco; pero ¿cómo habían podido equivocarse los ojos puros de María?
¿O es que Yo soy un donjuán tan hábil que me han bastado unas cuantas entrevistas, casi
silenciosas, para fascinar a una doncella pura, sencilla e ingenua? Madona, ¿qué ha sido de ti? ¿Qué
ha sido de tus ojos? ¿Quizá habrías encontrado en mí un parecido con alguno de tus santos, como te
pasó con Toppi? ¡Pero si Yo ni siquiera llevo breviario!
¿Qué ha sido de ti, Madona? ¿Es posible que tus labios busquen los míos, como los de cualquier
mujerzuela frágil, como los de cualquier ser sujeto a las leyes del amor físico, al igual que los hombres
y los animales?
¿Qué ha sido de ti, Madona? ¿O bien...?
Una idea me vino a llenar de nueva turbación y de un amor que ni siquiera traté de expresar por
esta débil y pálida palabra humana.
¿O bien —pensé— es que tu inmortalidad, Madona, tiende hacia la inmortalidad de Satanás y le
alarga su blanca mano desde las profundidades de lo Eterno? ¡Tú, encarnada en diosa, quizá has
reconocido un amigo en el encarnado en hombre! ¿Tú, que vas hacia el cielo, has tenido quizá piedad
del que viene del infierno? ¡Ah, Madona! ¡Posa tu mano sobre mi oscura cabeza para que pueda
reconocerte al contacto!
Y escucha ahora, lo que pasó aquella noche.
—Yo no sé por qué María lo quiere a usted. Es el misterio de su alma inaccesible a mi razón. No

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la comprendo, pero me inclino ante su voluntad como ante una revelación misteriosa e incomprensible
para mí. ¿Qué valen mis ojos humanos ante su mirar divino, míster Wandergood?
¡El también pensaba así!
—Hace un momento, en plena desesperación, dije que debí haberlo matado. Pero no; puede
estar tranquilo, míster Wandergood: el elegido de María es sagrado para mí. Se halla bajo mi
protección, más fuerte que la de la ley; está protegido por el amor puro de María. Por supuesto que
yo le rogaría que nos dejase sin más espera; que pusiera de por medio el océano. Creo en su honradez,
míster Wandergood.
—Pero...
Magnus dio un paso hacia mí, gritando iracundo:
—¡Ni una palabra más! Yo no puedo matarlo a usted; pero si se atreve a pronunciar la palabra
“matrimonio”, lo...
Dejó caer lentamente su mano levantada contra mí y, una vez recobrado, continuó:
—Ya veo que tengo que pedirle otra vez disculpas por mi arrebato de cólera; pero siempre es
mejor esto que la mentira... Del matrimonio, déjeme hablar, resultará menos ofensivo para María que
si fuera usted quien hablara. Debe saber que este matrimonio es completamente imposible. Yo soy
realista: en el fatal parecido de María con la Madona no veo más que una coincidencia; y no encuentro
nada anormal en que mi hija, a pesar de sus cualidades extraordinarias, haya de ser un día esposa y
madre. Mi negativa categórica sobre el matrimonio no fue más que un medio para prevenirlo. Sí, míster
Wandergood: usted ya sabe que miro las cosas como hombre practico; pero debe saberlo de una vez
por todas: no es usted el destinado a compartir su vida con María. Usted aún no me conoce a mí y me
veo ahora obligado a levantar un poco la cortina tras la cual me vengo ocultando desde hace largos
años: yo no soy ni un pacífico campesino, ni un filósofo absorbido por los libros; soy un soldado de
lucha, un soldado en el campo de batalla de la vida. Y mi María está destinada a ser la recompensa de
un héroe... si es que lo encuentro alguna vez.
Yo contesté:
—Puede estar seguro, señor Magnus, de que no me permitiré decir ni una sola palabra acerca de la
signorina María. Usted ya sabe que Yo no soy un héroe. Pero permítame una pregunta; ¿cómo se pueden
compaginar estas sus últimas palabras con el desprecio que dice sentir por los hombres? Recuerdo que ha hablado
seriamente de cárceles y cadalsos.
Magnus se echó a reír.
—¿Y usted? ¿No recuerda también lo que ha dicho de su amor a los hombres? ¡Ah, mi querido Wandergood!
Sería un mal luchador y un mal político si no recurriera, de vez en cuando, a alguna mentirijilla. Hemos estado
haciendo una comedia los dos. Eso es todo.
—Pero usted la ha representado mejor que Yo -reconocí con tristeza.
—Y en cambio usted ha hecho muy mal su papel, querido. Lo digo sin pretender molestado. Pero ¿qué
debía hacer cuando, de repente, veo entrar por la puerta de mi casa a un caballero cargado de oro como...?
—¡Como un burro! Continúe.
—...y que empieza a hablar, en todos los tonos, ¡de su amor a la humanidad! ¡Y con la pretensión de que

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va a obtener un éxito proporcional a la cantidad de sus dólares! El principal defecto de su comedia, míster
Wandergood, ha consistido en que usted buscaba su triunfo demasiado pronto y aspiraba a un efecto inmediato;
esto vuelve al espectador frío y desconfiado. Es cierto que no creí que se tratara de una comedia: la peor
representación vale siempre más que una seria y estúpida. En esto tengo que excusarme de nuevo; me pareció
que era usted uno de tantos yanquis imbéciles que creen en sus propias frases sonoras y triviales, y... ¡ya
comprende usted!
—Sí, sí, siga; se lo ruego.
—Sólo una frase de las frases que usted pronunció, una cosa que dijo sobre la revolución y sobre
la guerra que se podrían provocar con sus millones, me pareció un poco más interesante que las
demás; pero después me convencí de que no había sido más que un lapsus linguae de usted, algo así
como un trozo robado. Luego, sus triunfos en la prensa, su ligereza en lo tocante a las cosas más
serias; recuerde usted lo del cardenal X, su filantropía barata y de mal gusto... No, míster Wandergood,
usted no está hecho para trabajar en un teatro serio. Y su conversación de hoy, a pesar de todo su
cinismo, me ha gustado mucho más que todo su aparatoso artificio de cómico de provincia. Le seré a
usted franco: si no hubiera sido por María, hoy me habría reído con usted mucho y de muy buena
gana, y, sin hacerle el menor reproche, hubiera brindado con usted... deseándole feliz viaje.
—Una sola observación, Magnus: Yo tenía sinceros deseos de que usted hubiera tomado parte...
—¿En qué? ¿En su comedia? Sí, le faltaba a usted un director de escena y quiso cargarme el
mochuelo para que supliese su falta de facultades. Lo mismo que alquila usted pintores para que
decoren su palacio, quiso contratar para su servicio mi voluntad, mi imaginación, mi energía y mi
pasión.
—Pero ¿y su odio a los hombres...?
Hasta entonces, Magnus no se había separado de su tono irónico y ligeramente burlón; pero mi
última observación lo hizo cambiar por completo. Palideció; sus grandes manos blancas comenzaron
a agitarse a lo largo de su cuerpo como si buscara un arma; su rostro tomó un gesto amenazador, casi
terrible. Como si tuviera miedo de su propia voz, la bajó hasta el susurro; como si temiera que sus
palabras fueran a escapársele de la boca en desbandada, recogía todas sus fuerzas para dominarlas:
—¡Odio! ¿Ya quiere callar usted? ¿O es que no tiene conciencia ni inteligencia? ¡Desprecio! ¡Odio! Con el
desprecio y con el odio es con lo que he respondido, no a su filantropía de actor, sino a su indiferencia, que es el
verdadero fondo de su alma. Como hombre, me he sentido ofendido por esa indiferencia de usted. Era una ofensa
para toda nuestra vida. Se acusaba en las vibraciones de su voz, por sus ojos su mirada era inhumana, y hasta
incluso hubo momentos en que sentí miedo... Sí, señor, he llegado a sentir miedo, al tratar de penetrar con mi
mirada hasta el fondo de sus pupilas, llenas de un inconcebible vacío. Si en su pasado no hay esas páginas oscuras
que usted sólo ha inventado a modo de adorno retórico, hay algo peor aún: hay páginas en blanco que no puedo
leer.
—¡Oh!
—Cada vez que veo ese eterno cigarro en esa cara radiante de satisfacción, hermosa y enérgica; cuando
admiro sus modales, cuya vulgar sencillez tabernaria raya en el puritanismo, empiezo a darme cuenta de su
psicología y de su juego inocente. Pero cuando tropiezo con su mirada, caigo bruscamente en el vacío y empiezo

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a sobrecogerme angustiosamente; entonces ya no veo ni su puro, ni sus francos dientes de oro, y siento ganas
de exclaman “¿Quién es usted que manifiesta una indiferencia tan desconcertante?”
La situación se iba haciendo interesante. La Madona me quiere, y en cambio éste parece estar a punto de
adivinar quién soy. ¿Será también él alguno de los hijos de mi padre? ¿Cómo ha podido penetrar en el gran
secreto de mi indiferencia sin límites? ¡Y Yo que lo había encubierto tan bien!
—¡Ahí está! ¡Ahí está! -exclamó de nuevo Magnus— Vuelvo a ver en sus ojos las dos pequeñas lágrimas
que ya he visto otras veces. Eso es una mentira, míster Wandergood. Esas lágrimas no han venido de un
manantial; han venido de afuera: han caído de las nubes, como el rocío. Es preferible que se ría usted; cuando
usted se ríe, veo sencillamente un hombre de malos sentimientos; mientras que tras sus lágrimas se ocultan las
páginas en blanco... ¿O acaso ha podido leerlas María?
Sin quitarme los ojos de encima, como si tuviera miedo de que me escapara, Magnus dio unos cuantos
pasos por la habitación y luego se sentó delante de mí. Su rostro parecía exangüe y su voz profundamente
cansada cuando me dijo:
—Creo que no tengo motivo para impresionarme tanto.
—No olvide usted, Magnus, que hoy soy Yo quien le ha hablado de la indiferencia.
Hizo un ademán de fatiga y abandono.
—Sí, usted me ha hablado de eso; pero no es de eso de lo que se trata. Se trata de otra cosa, míster
Wandergood... En esa indiferencia no hay nada de ofensivo; pero es lo que yo sentí inmediatamente cuando lo
vi aparecer con sus miles de millones. No sé si usted me comprenderá; pero al verlo, sentí la necesidad de
exteriorizar mis odios y de pedir patíbulos y sangre. El cadalso es una cosa terrible, míster Wandergood; pero
todavía son más terribles los que se juntan alrededor del cadalso. Son algo absolutamente insoportable. Ignoro
lo que en su tierra se pensará de nuestras comedias; pero aquí las pagamos con la vida. Y cuando, de repente,
aparece un señor curioso, con sombrero de copa y un puro en la boca, se experimenta el irresistible deseo de
agarrarlo por el cuello y... Por lo demás, este señor curioso que busca sensaciones fuertes junto a los cadalsos,
nunca se queda hasta el final. Usted, señor Wandergood, tampoco ha venido aquí por mucho tiempo, ¿verdad?
En aquel momento el nombre de María resonó en mí como un quejido lastimero y prolongado. Y
Yo no actuaba en modo alguno cuando di a aquel hombre tan grave respuesta:
—No; no estaré mucho tiempo con ustedes, señor Magnus; usted lo ha adivinado. Por diferentes
razones, todas muy plausibles, no puedo decir nada respecto de mis páginas en blanco que usted ha
adivinado con tanta perspicacia a través de mi encuadernación en piel; pero hay una de ellas que lleva
este encabezamiento: “Salida: la muerte”. ¿Comprende usted? Me quedaré contemplando el
espectáculo hasta el momento en que pierda todo interés por él. Luego, saludo, y me voy. Por respeto
a su realismo, no me expreso con más sencillez y claridad; uno de estos días, mañana quizá, partiré
para el otro mundo... Lo diré aún más claro: uno de estos días, quizá mañana mismo, alojaré en la
cabeza una bala de revólver. Al principio pensé disparar al corazón; pero ahora me parece que será
más seguro a la cabeza. Se me ocurrió esta idea hace ya tiempo, desde el principio de mi aparición...
en casa de usted. Acaso sea esta decisión de marcharme de la vida lo que usted ha tomado por mi
“indiferencia inhumana”. Guando con un ojo está mirando ya al otro mundo, el otro que mira a éste
no puede reflejar el entusiasmo que se ve, por ejemplo, en los ojos de usted. Sí, señor Magnus: tiene

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unos ojos resplandecientes.
Él calló un momento y luego preguntó:
—¿Y María?
—¿Me permite usted que le conteste con toda franqueza? Pues respeto mucho a la signorina María,
y considero su amor por mí como un error fatal.
—¿Pero usted aspiraba a ese amor?
—Me es sumamente difícil contestarle a esa pregunta. Al
principio quizá.., tuve ciertos sueños vagos; pero a medida que iba pensando en su fatal
parecido...
—«No es más que un parecido -replicó vivamente Magnus-, No sea usted un niño, Wandergood.
El alma de María es bella y sublime, pero, así y todo, es un ser humano vivo, de carne y hueso.
Probablemente ella también tiene sus pecadillos...
—Admitamos, Magnus, quizá sólo sea un simple parecido; pero aun así, esa belleza divina...
Puedo contemplarla de lejos, puedo admirarla; pero su amor, ¿con qué iba yo a poder pagarlo?
Magnus respondió seriamente:
—Únicamente con la vida!
—¿Ve usted? Con la vida. El precio es demasiado alto: ya ve usted que no podía aspirar a este
amor,
—Entonces no se da cuenta de que ella ya lo quiere.
—¡Ah! Si la signorina María me ama realmente, mí muerte no puede, en ningún caso, ser un
obstáculo... No me expreso bien... He querido decir que mi salida... Pero mejor es que no diga nada.
En una palabra, señor Magnus: ¿aceptaría ahora disponer de mis millones?
Me lanzó una mirada rápida.
—¿Ahora?
—Sí, ahora que ya no representamos ni usted el odio ni Yo el amor; ahora que me voy. En fin,
me expresaré en términos aún más precisos: ¿quiere usted ser mi heredero?
Magnus frunció el entrecejo y me lanzó una mirada de cólera. Probablemente debió atribuir mis
palabras al deseo de burlarme de él. Pero Yo conservaba toda mi seriedad y toda mi calma. Me pareció
que sus grandes manos blancas temblaban un poco. Durante un momento me dio la espalda; luego se
volvió repentinamente hacia mí:
—¡No! —exclamó con voz potente—. ¡Le he dicho a usted que no! ¡No volvamos a empezar!
Pateó encolerizado y exclamó una vez más:
—¡No!
Sus manos temblaban, su respiración era difícil y jadeante.
Luego se hizo un silencio muy largo, sólo interrumpido por el rumor de la tempestad y los
embates furiosos del viento, y de nuevo volvió a descender sobre mi alma la gran calma sepulcral que
todo lo envolvía. Todo lo de la Tierra parecía estar ahora muy lejos de mí. Aún oía a los demonios
terrestres, a la tempestad; pero sus voces se hacían cada vez más vagas y lejanas y apenas llegaban
a herir mi oído. Veía ante mí a un hombre; pero me preocupaba tan poco como si hubiera sido una

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estatua de piedra.
Uno tras otro desfilaron ante mí, desvaneciéndose, los días que había pasado sobre la Tierra. En
un momento vi todo un desfile de rostros humanos, y oí voces y risas; pero luego todo desapareció,
se anegó en la nada absoluta. Volví a otro lado mis miradas, y también estaba allí el silencio. Me
encontré como emparedado entre dos muros de piedra: tras el uno estaba la vida humana, de la cual
me acababa de separan tras el otro se extendían, en las tinieblas y el silencio, el mundo y mi verdadera
existencia eterna. Era un silencio tonante y unas tinieblas luminosas; los estremecimientos de la vida
feliz y eterna daban, como olas de un mar agitado, contra las duras piedras del infranqueable muro;
pero mis sentimientos permanecían como adormecidos y mi pensamiento seguía inactivo; mi
pensamiento ya no apoyaba sus vacilantes plantas en la memoria y estaba suspendido en el aire,
inmóvil y mudo. ¿Qué había Yo dejado, pues, tras aquella muralla infranqueable?
Mi pensamiento no contestaba. Estaba indeciso, inmóvil y vado. Me rodeaban dos silencios; sobre
mi cabeza pendían dos oscuridades. Los dos muros, que me separaban de la vida humana y de la
verdadera existencia eterna, formaban mi tumba. ¿De dónde vendría la voz que me llamara a levantar-
me? ¿Adonde iba a dirigir mis pasos?
En aquel momento sonó la voz extraña y lejana del hombre. Se iba acercando cada vez más, y
había en ella un acento afectuoso. Era Magnus quien hablaba. A costa de penosos esfuerzos, procuré
escuchar y entender, y lo que oí fue:
—¿No le iría a usted mucho mejor, míster Wandergood, quedarse en la vida?

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18 de marzo de 1914
Roma, Palazzo Orsini

Hace ya tres días que viven en mi palacio Magnus y María. Ahora se halla extrañamente desierto
y parece enorme. Esta noche, acosado por el insomnio, he rondado por salones y escalinatas, y por
estancias que aún no había visto, y su número me ha sorprendido. Aquí y allá aún se veían escaleras
y caballetes de los pintores, pinturas y pinceles. Pero mis amigos de crápula no estaban ya. El alma
de María ha expulsado todo lo impuro. Únicamente Toppí, grave y solemne, se balancea en el vacío,
como el péndulo de un reloj de catedral. ¡Qué aire más correcto y más devoto el suyo! Si no fuera por
sus anchas posaderas, que hacen entreabrir los faldones de su levita, y el olor a azufre que despide,
lo habría tomado por algún santo venido del cielo para honrarme con su trato.
A Magnus y a María apenas los veo.
He convertido toda mi fortuna en dinero, y Magnus, Toppi y mis secretarios están todo el día
ocupados en este trabajo. Nuestro telégrafo funciona sin descanso.
Magnus me habla muy poco, y únicamente de los negocios. En cuanto a María... me parece que
Yo mismo la evito. Desde mi ventana veo el jardín donde ella se pasea y, por el momento, con esto
me basta. Me conformo con que esté aquí su alma. Su aliento parece llenar cada partícula del aire que
nos rodea.
Ya ves, amigo mío, que me he quedado a vivir. Una mano muerta no hubiera podido escribir
palabra alguna; ni siquiera palabras muertas. Una mano muerta no puede escribir nada,
absolutamente.
Objetemos el pasado, como dicen los amantes que se reconcilian. Olvidemos y seamos amigos. Dame la
mano, compañero. Yo te prometo, por la salvación eterna, no volver a echarte más ni a reírme de ti. Si ya no
tengo la sagacidad de la serpiente, me he vuelto en cambio más manso que una paloma.
Ahora siento un poco haber despedido a mis periodistas y a mis pintores; no me queda nadie para preguntar
a quién me parezco ahora que tengo la cara radiante. Yo creo que puedo compararme con un negro empolvado,
que vive siempre con d temor de que se le caiga el maquillaje al primer movimiento brusco que haga, y descubrir
así su negrura. Porque, ¿sabes?, mi piel sigue siendo negra.
Sí; me he quedado a vivir, pero no sé todavía si esto finalmente me va a salir bien. Ya sabes lo difícil que
es para un vagabundo profesional emprender de repente una vida sedentaria.
He sido un salvaje libre, un nómada alegre que transportaba sin cesar su ligero toldo de un lugar a otro.
Ahora me he construido una casa sólida, de granito, para el invierno, y tiemblo por adelantado, temiendo que
voy a tener frío y que mi casa no me va a dar abrigo suficiente contra la nieve y la intemperie. Hasta me preocupo
por los diferentes sistemas de calefacción central. ¿No podrías recomendarme tu, amigo mío, una buena y eficaz?
Había prometido a Magnus no matarme. Y hemos confirmado este pacto estrechándonos amigablemente
la mano. No lo hemos firmado con sangre de nuestras venas; hemos dicho sencillamente que “sí”, y esto es
suficiente. Ya sabes que únicamente los hombres suelen faltar a sus pactos; los diablos los cumplen siempre
religiosamente. Acuérdate de todos los héroes hirsutos y cornudos de tus cuentos de demonios, y de su honradez

71
espartana.
Felizmente, supongamos que eso sea para mí una felicidad, no he fijado ningún plazo. Sería un
rey muy poco hábil si al mandar construir un palacio no me hubiera reservado para mí alguna puerta
clandestina, algún subterráneo, para poder escabullirme en el momento oportuno, como hacen los
reyes inteligentes cuando los imbéciles de sus súbditos se rebelan contra ellos e invaden su morada.
Mañana ya no me mataré. Quizá tarde aún mucho tiempo en matarme. De los dos muros
sepulcrales he franqueado el más bajo, y estoy viviendo una vida humana, lo mismo que tú,
compañero. Mi experiencia terrestre aún no es mucha y, ¿quién sabe?, acaso la vida humana acabe
por gustarme. Toppi ya volvió otra vez a tener la cabeza cana y morir en su lecho. ¿Por qué no admitir
que también Yo, después de haber pasado por las diferentes edades, como un año por sus estaciones,
me convierta en un venerable viejo de cabello blanco, en un sabio maestro o catedrático, o en un
depositario de tradiciones sagradas y del artritismo?
¡Oh, el artritismo! ¡Los achaques seniles! Ahora me asustan; pero ¿es que no podré
acostumbrarme también a ellos a fuerza de los años, y hasta llegar a tomarles cariño? Todo el mundo
asegura que se acostumbra de forma muy fácil a la vida; Yo también procuraré hacer lo mismo. Aquí
todo está bien ordenado; después de la lluvia siempre viene el sol y seca a los que se han mojado, si
es que no se han muerto antes. Todo está un bien ordenado que no hay una sola enfermedad contra
la cual no exista algún medicamento. Con tal comodidad, todo el mundo puede permitirse el lujo de
ponerse enfermo... a condición de que la farmacia esté cerca.
Para un caso extremo, queda siempre una pequeña puerta de salida, un pasillo húmedo y oscuro,
al cabo del cual se extiende el cielo con el espacio infinito. Quiero ser franco contigo, amigo mío: hay
en mi carácter algo de espíritu de rebelión, y es precisamente eso lo que Yo temo. Tomemos como
ejemplo la tos o el catarro. No es nada, ¿verdad? En la Tierra todo el mundo padece algo de esto; pero
puede ocurrir que yo no lo acepte por nada del mundo. Un capricho, ¿eh? Y, para librarme de tener un
catarro, puedo, el mejor día, escaparme. O bien, ahora tú me resultas simpático y estaría dispuesto
incluso a una unión sólida y duradera; pero, de pronto, me fijo en cualquier cosa, en un rasgo
insignificante de tu cara que no me guste, y entonces...
No, amigo mío; para un ente tan caprichoso como Yo, una pequeña puerta de escape es
absolutamente indispensable. Por desgracia, todavía soy muy orgulloso; es éste un vicio añejo bien
conocido en Satanás. Aunque aturdido por mi nueva vida humana, como se aturde a un pez de un
porrazo en la cabeza, sé muy bien, por lo menos una cosa: que de origen soy libre, que pertenezco a
la casta de los soberanos habituados a convertir su voluntad en ley. Los reyes pueden ser hechos
prisioneros cuando son vencidos, pero nunca esclavos. Y en el momento en que viera ondear sobre mi
cabeza el látigo de un indecente capataz, y mis manos, encadenadas, estuvieran imposibilitadas de
detener el golpe, entonces... ¿Crees tú que Yo viviría con el lomo cebrado de cicatrices? ¿Que iba a
implorar para que me rebajaran los azotes a que me han condenado? ¿Que iba a besar la mano de mi
verdugo? O bien, ¿que enviaría a la farmacia por un emplasto para mis heridas?
No. Que el honrado Magnus no me juzgue severamente por la pequeña omisión que he hecho en
nuestro contrato. Viviré, pero ha de ser sólo mientras quiera vivir. Todos los bienes de la vida terrestre

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que él me prometió en el transcurso de aquella memorable noche, en que él, hombre, tentó a Satanás,
no bastarán para arrancar las armas de mis manos; estas armas constituyen la única garantía de mi
libertad. ¿Qué valen rodos los reinos, todos los títulos de nobleza, todo tu oro, en comparación con
ese breve movimiento del dedo que hace moved el gatillo del revólver, y que en un solo instante te
transporta ante el trono de todos los tronos?
¡María!
Sí, siento miedo de ella. La mirada de sus ojos es tan imperiosa y serena, la luz de su amor es
tan potente, fascinadora y bella, que todo tiembla en mí; vacilo y me siento tentado a huir. Pero me
atrae con la perspectiva de una felicidad desconocida y de sublimes ensueños. Debo gritarle: “¡Vete,
vete!” o bien, Yo, con todo mi orgullo y mi rebeldía, debo someterme a su voluntad y seguirla
dócilmente adonde quiera llevarme.
¿Adónde? No lo sé. Pero ¿es que acaso yo lo sé todo? ¿Acaso hay todavía más mundos, además
de los que Yo he conocido y tengo ya olvidados? ¿De dónde viene esa luz incesante que Yo siento a mi
espalda? Cada vez es más amplia y más intensa; su cálido contacto da calor a mi espíritu y ante él
todos los hielos polares se funden. Pero tengo miedo de mirar atrás; acaso vería el incendio de la
maldita Sodoma y me quedaría petrificado. ¿O será quizá un nuevo sol, que Yo no he visto aun desde
la Tierra, que se levanta detrás de mí y del cual voy huyendo como un idiota, dándole la espalda en
lugar del corazón, y en lugar de mi frente, mi cerviguillo de fiera despavorida?
¡María! ¿Qué me vas a dar a cambio de mi revólver? Me ha costado diez dólares con estuche y
todo; pero a ti no te lo vendería ni por un reino entero. Únicamente, no me mires, reina mía; de lo
contrario, te voy a dar todo por nada; el revólver, su estuche y ¡hasta a Satanás en persona...!

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26 de marzo de 1914
Roma, Palazzo Orsini

Hace ya, con ésta, cinco noches que no duermo.


Cuando se apaga la última luz en mi silencioso palacio, bajo quedamente la escalera, mando en
voz baja que me traigan el automóvil —no sé por qué, pero me da miedo hasta el ruido de mis pasos
y de mi propia voz— y salgo a la campiña, para no volver en toda la noche.
Allí, dejo el automóvil en la carretera y voy vagando hasta el alba por los caminos, o me quedo
sentado delante de cualquier grupo de ruinas oscuras. Paso absolutamente inadvertido, y los raros
transeúntes, algunos paisanos de Albano, siguen hablando en voz alta, sin preocuparse de mí. Yo estoy
muy contento de que no me vean; eso me recuerda algo que tenía olvidado.
Una vez, al sentarme sobre una piedra, espanté a un lagarto. Por lo menos me pareció sentir
que rozaba la hierba a mis pies y desaparecía. Quizá fuera una culebra pequeña, no sé. Pero de repente
sentí el deseo de ser lagarto o un bicho parecido, de esos que se ocultan debajo de un canto.
Experimento un cierto malestar al pensar en el tamaño de mi persona y en la excesiva longitud de mis
brazos y mis piernas; con un cuerpo tan grande es muy difícil no ser visto. Evito siempre mirarme al
espejo; me hace daño pensar que tengo una cara que todo el mundo puede ver. ¿Por qué, al principio,
me daba miedo la oscuridad? ¡Lo esconde todo tan bien! ¡Todo desaparece en ella, como confundido
en el aire! Probablemente todos los reptiles, cuando cambian de piel, experimentan el mismo miedo y
la misma angustia, y buscan la oscuridad, como ahora Yo, que también estoy cambiando de piel.
Sí, estoy cambiando de piel. Pero no es esto lo importante. Lo grave es que no he podido evitar
las miradas de Marta, y me estoy aprestando a tapiar la última puerta de escape que me había dejado.
Pero me da vergüenza. Juro por la salvación eterna que tengo tanta vergüenza como cualquier
muchacha el día de su boda. Casi me ruborizo. ¡Satanás ruborizándose...! Pero no hablemos más de
ello. No está aquí... ¡Silencio!
Magnus se lo ha dicho todo a María.
Ella no me ha dicho que me ama, pero me mira y me dice:
—Prométame que no se matará.
Lo demás es su mirada la que lo dice. Te equivocarías si creyeras que Yo se lo he prometido
inmediatamente. Como la salamandra en el fuego, he pasado rápidamente por todos los matices de la
llama. No te repetiré las palabras ardientes que salieron del encendido infierno de mi corazón. Fijando
mi vista en sus ojos serenos, he besado su mano y le he dicho en tono de sumisión:
—Señorita, Yo no le pido cuarenta días de meditación y un desierto. El desierto lo encontraré yo
mismo, y para reflexionar me basta una semana. Pero esta semana sí le suplico que me la conceda...
y que no me mire, de lo contrario...
En realidad, no fue exactamente así como se lo dije; me expresé con otras palabras, pero es
igual. Ahora estoy cambiando de piel; esto me molesta. Tengo vergüenza y miedo; cada cuervo que
pasa puede verme y burlarse de mí.
¿Para qué me puede servir llevar el revólver en el bolsillo? ¡Si soy incapaz de matar aunque sea
a un pájaro! Para saber matar a otro, hay que saber matarse a sí mismo.

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Encarnado en hombre y venido de lo alto, yo no estoy más que medio adaptado a la vida humana.
Esta vida sigue siendo para mí un campo extraño, en el cual no he acabado de internarme. Con una
mano aún estoy queriendo trepar a mi cielo. Pero Mam me exige que Yo me haga hombre por entero,
que acepte la vida humana en su totalidad. Quiere que diga: “Yo no me mataré nunca; jamás
abandonaré la vida.” ¿Y el látigo que silba sobre mi cabeza? ¿Y las sangrientas heridas de mis espaldas?
¿Y mi orgullo?
¡Ah, María, María! ¡Cuán terrible es tu tentación!
Echo una mirada sobre el pasado de la Tierra y veo en ella miríadas de sombras en pena que
pasan a través de los siglos y de los reinos. Son esclavos. Sus manos se alzan desesperadamente
hacia el cielo, sus huesos asoman a través de la vieja piel gastada, sus ojos se anegan en lágrimas y
su garganta está seca de tanto llorar. Veo la locura y la sangre, la violencia y la mentira; oigo sus
solemnes juramentos, a los que faltan sin cesar; sus plegarias, por las cuales, pidiendo la gracia y la
misericordia de Dios, maldicen la Tierra.
Por todas partes, adondequiera que le es dado alcanzar a mi mirada, veo la Tierra abrasada en
llamas, ahogada en humaredas, en estertores de agonía, y por doquier hieren mi oído gemidos
inacabables; parece que las mismas entrañas de la Tierra estuvieran preñadas de seres que gimen.
Veo infinidad de copas llenas; pero en cualquiera a la que pretenda acercar mis labios, sólo encuentro
hiel y vinagre. ¿Es que el hombre no tiene más bebidas? ¿Es esto ser hombre?
Yo ya los había conocido antes. Los había visto antes. Pero era mirándolos con los mismos ojos
con que el César, desde su palco, miraba en el circo romano la retahila de sus víctimas. “Ave, Caesar
Imperator: morituri te salutant. ” Los miraba con ojos de águila, y mi cabeza, cubierta con una corona de
oro, no se dignaba responder a sus lamentos ni con el más leve saludo. Aparecían y desaparecían: su
desfile era interminable, infinito, como infinita era la indiferencia de mi cesárea mirada.
Y ahora... ¿soy Yo mismo quien se adelanta a paso rápido sobre la arena, levantando su espada?
¿Soy Yo ese esclavo sucio, demacrado, hambriento, que levanta hacia su cara forzada y grita, con voz
enronquecida, mirando a los ojos indiferentes del Destino: "¡Ave, Caesar!¡Ave, Caesar!”?
He ahí el látigo que se levanta con un zumbido estridente sobre mi cabeza; se descarga sobre
mis lomos, y caigo en tierra lanzando un grito de dolor. ¿Es mi amo el que me azota? ¡No! Es otro
esclavo, a quien han mandado azotar a su compañero; dentro de poco el látigo estará en mi mano, y
será su espalda la que se llene de heridas; entonces le tocará a él morder el polvo, que cruje aún entre
dientes.
¡Ah, María, María! ¡Cuán terrible es tu tentación!

75
Capítulo 3

29 de marzo de 1914

Roma

Compra el color más negro, toma el más grande de los pinceles y, de un solo trazo, divide mi
vida en ayer y hoy. Toma la vara de Moisés y divide el mar de los tiempos en dos partes: lo que era
antes y lo que es ahora: “¡Ave, Caesar: morituri te salutant!”

76
3 de abril de 1914
Roma, Palazzo Orsini

No quiero mentir. Toda vía no siento amor por ti, hombre, y si acaso ya habías abierto los brazos
para que nos abrazáramos, vuelve a cerrarlos. Ya nos abrazaremos más adelante; pero, entretanto,
sigamos fríos y reservados como dos caballeros que no se sienten muy felices. Yo no puedo afirmar
que mi estimación por ti haya aumentado, aunque tu vida y tu destino se hayan hecho también los
míos. Ha bastado que yo bajara, por mi propia voluntad, el cuello, para que me uncieran al yugo y
para que el mismo látigo azote nuestras dos espaldas.
Sí; por el momento, ya basta con esto. ¿Has observado que ya no me escribo con una aparatosa
mayúscula? La he hecho a un lado, junto con mi revólver. Es un signo de sumisión y de igualdad,
¿comprendes? He jurado a María volverme como tú: hombre. He jurado, como un rey, permanecer fiel
a tu constitución; sólo que yo no faltaré a mi juramento, como tienen por costumbre hacer los reyes.
De mi vida pasada he conservado el respeto a los contratos hechos. Y te juro ser tu fiel compañero en
nuestro presidio común y no escaparme solo.
Estas últimas noches, antes de tomar semejante decisión, he pensado mucho en nuestra vida. Es
abominable, ¿no es cierto? Es penoso y humillante ser lo que en la Tierra se llama un hombre, un
gusano astuto y ávido que se arrastra y se multiplica a toda prisa, y miente para apartar el golpe
mortal a su pequeña cabeza; pero que, a pesar de todas sus mentiras, perece cuando le llega la hora.
Pero tanto peor; yo seré también un gusano de ésos. Yo también tendré hijos, y mi pequeña
cabeza pensante será, cuando
le llegue la sazón, aplastada por un pie que no piensa. Todo lo acepto con sumisión. Los dos
somos víctimas de la injusticia, compañero, y esto constituye un pequeño consuelo. Tú escucharás mis
quejas; yo escucharé las tuyas, y si el asunto llegara hasta los tribunales, nos serviremos mutuamente
de testigos. Es la ventaja de los crímenes cometidos en plena calle: que no faltan testigos.
Yo mentiré también, si es preciso. No será la mentira libre, de la que se sirven hasta los profetas,
sino la mentira forzada de la liebre, que tiene que esconder sus orejas y ser gris en verano y blanca
en invierno. ¿Qué quieres? Es preciso tomar precauciones cuando detrás de cada árbol se esconde un
cazador con su escopeta.
Quizá se condene nuestra actitud pusilánime; pero es preciso vivir, compañero. Que nos
condenen, que nos desprecien; pero, cuando llegue el caso, mentiremos, no sólo como liebres, sino
también como lobos; desde nuestro escondrijo nos echaremos sobre nuestra presa y la agarraremos
por el cuello. Hay que vivir, compañero: es indispensable; la culpa no será nuestra si la sangre caliente
tiene un gusto tan tentador. Además, nosotros no nos envanecemos ni de nuestras mentiras ni de
nuestra pusilanimidad ni de nuestra servidumbre; si vertemos sangre no es por convicción; ¡eso sí que
no!
Si nuestra vida es abominable, por otra parte es bien desgraciada. ¿No estás de acuerdo
conmigo? No te quiero todavía, hombre; pero, en el curso de estas noches pasadas, muchas veces
he estado a punto de llorar pensando en tus sufrimientos, en tu cuerpo martirizado y en tu alma

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crucificada sin cesar. Que un lobo sea lobo; una liebre, liebre, y un gusano, gusano, es muy natural;
su inteligencia, si cabe expresarse así, es pobre y oscura; se adaptan y se someten a todo. Mientras
que tú, hombre, tienes dentro de ti a Dios y a Satanás. ¡Y qué mal se encuentran Dios y el Diablo
en un lugar tan estrecho y mefítico! Tú, hombre, obligas al dios que hay en ti a ser un lobo que
agarra su presa por la garganta y bebe su sangre. Y obligas a Satanás a ser una liebre que esconde
sus orejas sobre la espalda. ¡Es insoportable! Esto colma la vida de dolores infinitos y vuelve al alma
terriblemente triste y desventurada.
Piensa, pues: de tres hijos que das al mundo, uno se hace asesino, otro víctima, y el tercero juez
y verdugo. Cada día se mata a muchos asesinos; pero nacen a la vez otros; y cada día los asesinos
matan a su conciencia, y la conciencia mata a los asesinos; y todos siguen, sin embargo, viviendo:
asesinos y conciencia. ¡En qué espesas nebulosidades vivimos! Si te pones a escuchar todas las
palabras que ha pronunciado el hombre desde su creación, lo creerás un dios. Pero pasa revista a
todas las acciones del hombre a partir del primer día de su aparición en la Tierra y exclamarás con
asco: “¡Es un animal!”
Así, desde millares y millares de años, el hombre está en continua lucha consigo mismo, y la
tristeza de su alma es infinita; su turbación y su angustia no tienen límites, mientras que no llegue el
Juez Supremo a poner fin a tanto sufrimiento.
¡Pero no llegará nunca! Soy yo quien te lo dice. Nosotros nos quedaremos eternamente solos,
frente a frente, con nuestra vida, hombre.
Yo, sin embargo, estoy resuelto a aceptarlo todo. La Tierra no me ha dado todavía un nombre,
y ni sé quién soy. ¿Caín o Abel? Pero acepto el papel de víctima lo mismo que el de asesino. Juntos
lanzaremos en el desierto nuestros quejidos de dolor, sabiendo de antemano que nadie nos oirá...
¿O acaso nos oirá alguien? ¿Ves? Ya empiezo a creer, como tú, que contamos con algún
auditorio misterioso. Porque, realmente, me cuesta trabajo pensar que un concierto de tal monta
carezca de oyentes y un espectáculo de tantos vuelos se dé en un salón vacío.
Pienso que nadie me ha golpeado aún, pero la sola idea de que esto pueda llegar un día me llena
de terror. ¿Qué va a ser de mí, qué va a ser de mi alma, el día que una mano pesada me hiera en
pleno rostro? Nada, ninguna compensación, ningún bien terrenal serán capaces de borrar de mi cara
las huellas de tan horrible injuria.
Con todo, lo acepto también. Te seguiré por todas partes, hombre, y, por doquier, compartiré tu
triste suerte. Por lo demás, ¿qué importancia pueden tener los golpes que caigan sobre mi rostro,
cuando tú has derribado a golpes a tu Cristo y le has escupido en los ojos?
Sí, te seguiré por doquier. Sí, si llega el caso, también descargaré, como tú, sobre tus redentores,
esta mano que ves y con la que estoy escribiendo. Siempre, y dondequiera que sea, estaré contigo.
Nos pegarán, nos tumbarán a golpes, nos insultarán y nosotros, por nuestra parte, golpearemos
también a los demás... ¡Ah! ¡Qué penosa es la vida! ¡Qué insoportable!
No hace mucho que rechazaba tus brazos abiertos, diciéndote que el tiempo de abrazarnos no
había llegado todavía. Pero ahora te digo: ¡abracémonos bien, estrechamente, hermano! Apretémonos
bien fuerte uno contra otro; ¡es tan terrible y tan peligroso quedarse solo en la vida cuando todas las

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puertas de salida están cerradas! Por lo demás, no sé tampoco en qué hay más orgullo y más amor a
la libertad: si en marcharse de esta vida por propia voluntad, libremente, eligiendo por sí mismo el
momento, o en bajar dócilmente la cabeza aceptando sin resistencia los golpes del verdugo. Quizá es
mejor cruzar los brazos sobre el pecho, adelantar una pierna, y con la cabeza bien erguida, aguardar
con toda tranquilidad, diciendo:
—¡Verdugo, cumple con tu deber!
O bien:
—Soldados, apuntar al pecho: ¡fuego! Esta actitud es muy estética y me gusta. Pero aun me
gusta más el hecho de que, por ella, vuelvo a ser un poco el yo que antes he sido. Claro que el verdugo
no se detendrá en el cumplimiento de su deber, ni los soldados van a bajar sus fusiles, encantados por
la belleza de mi gesto. ¡Pero no importa! Lo importante es lo plástico del momento, cuando, ante la
muerte, me sienta de pronto inmortal y me haga más grande que toda tu vida humana. Por un solo
orgulloso movimiento de cabeza, por una sola frase dicha en el momento oportuno, mi espíritu se
elevará, por decirlo así, sobre la vida, y todo lo que suceda después será fuera de mí. Y cuando la
muerte venga a extinguir esta luz, sus tinieblas no podrán envolver aquella otra luz, más intensa y
más bella, que conozco bien...
Sí, otra vez me encuentro delante del muro que sólo Satanás puede conocer. ¡Qué importancia
tiene a veces un gesto! Pero este gesto, ¿será bastante convincente, bastante decisivo como para no
perder su valor estético cuando, frente a la muerte, en lugar del verdugo y del pelotón de soldados,
venga alguien a quien sea necesario decir: “Esta es mi cara golpéala”?
No sé por qué me preocupo hasta tal punto por mi cara; pero lo cierto es, hombre, que me
preocupa mucho, enormemente. No importa. Yo lo acepto todo. Me pongo por encima de todo. Si
me han de golpear, tanto peor. Cuando uno se coloca por encima de todo, los golpes no le hacen
más efecto que los que se podrían dar a su gabán colgado en el perchero...
Pero me olvidaba por completo de que no estoy solo, y de que, estando en tu compañía, no
está bien que me entregue a tales reflexiones. Hace media hora que estoy callado, inclinado sobre
el papel, y sin embargo me parece que estoy hablando con gran animación. No me acordaba que
pensar y hablar son dos cosas diferentes. ¡Qué lástima, hombre, que para el intercambio de ideas
nos veamos obligados a recurrir a los servicios de un intermediario tan burdo e infiel como es la
palabra! Nos roba lo más precioso que hay en nuestras ideas y desnaturaliza nuestros mejores
pensamientos con sus etiquetas tendedles. Si he de decirte la verdad, esto me molesta todavía más
que la muerte y los golpes.
Antes de tomar mi gran decisión e inscribirme en el número de los esclavos terrestres, no he
hablado ni con Magnus ni con María. ¿Para qué cambiar palabras con María, cuando su voluntad es tan
clara como su mirada? Pero, después de inscrito en la lista, he ido a ver a Magnus para lamentarme y
pedirle consejo; dos cosas bien humanas.
Magnus me ha escuchado en silencio y me ha parecido un poco distraído. Está trabajando día y
noche, sin saber lo que es el descanso; y el complicado asunto de la liquidación marcha tan bien entre
sus enérgicas manos, como si él no hubiera hecho otra cosa en toda su vida. Su amplitud de miras y

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su magnífico desprecio por las cosas mezquinas me encantan. En los casos embrollados, tira los
millones con una facilidad y una gracia de gran señor. Pero parece estar muy cansado; sus ojos se han
hecho más grandes y más negros aún en la palidez de su rostro. Además, como me ha dicho María,
padece dolores de cabeza crónicos.
Creo que mis lamentaciones no le hicieron mucha impresión. Todas mis quejas contra el hombre
y la vida encontraron en él un eco afirmativo:
—Sí, sí, Wandergood, esto es lo que significa ser hombre. Su desgracia viene de que usted lo ha
comprendido un poco tarde, y ahora se apresura a tomarlo exageradamente por lo trágico. Cuando
haya experimentado siquiera una parte de lo que tanto lo asusta, hablará de otra manera. Por lo
demás, celebro mucho que ya no sea indiferente; se ha hecho usted más nervioso y más vivo. Pero
¿de dónde le viene ese miedo exagerado que se acusa en sus ojos? Vamos, Wandergood, domínese.
Me eché a reír.
—Muchas gracias -le dije-; ya me he dominado. Si en mis ojos lee usted todavía una expresión
de miedo, es que se oculta en ellos el esclavo aguardando los latigazos. Tenga un poco de paciencia,
Magnus; es que aún no estoy acostumbrado del todo... Diga usted: ¿también me voy a ver obligado a
cometer uno o varios asesinatos?
—Es muy posible.
—¿Y quisiera usted decirme cómo se hace eso?
Los dos echamos a un tiempo nuestras miradas sobre sus grandes manos blancas. Luego, Magnus
respondió con ligera ironía:
—No, eso no se lo diré. Pero lo que sí le puedo decir, si usted quiere, es lo que significa eso de
aceptar la vida hasta el final. Eso es lo que a usted le preocupa tanto, ¿eh?
Y con la mayor frialdad, con una mal disimulada impaciencia, como si hubiera sido otra cosa la
que entonces ocupara su atención, me contó en pocas palabras la historia de un asesino involuntario.
No sé si se trataba de un hecho real o si es que él lo inventó expresamente para mí. He aquí lo
que contó:
—Hace ya mucho tiempo que sucedió. Un ruso, deportado político, hombre muy instruido y al
mismo tiempo muy religioso -tipo que todavía se encuentra en Rusia-, se había escapado de la prisión
y, después de una larga y penosa peregrinación a través de los bosques siberianos, encontró refugio
en una aldea poblada por gente de una secta fanática. La aldea estaba oculta en un bosque virgen;
las casas eran de madera de pino, con olor a alquitrán fresco y rodeadas de altas tapias; los hombres
eran serios y barbudos; hasta los perros eran más agresivos de lo ordinario. En suma, la aldea no daba
ninguna impresión agradable. Precisamente en la época en que estaba allí el fugitivo debía cometerse
un crimen; aquellos locos
fanáticos, bajo el imperio de sus bárbaras creencias religiosas, habían decidido sacrificar
en su altar, al son de himnos litúrgicos, a un ser humano inocente, para captarse la benevolencia
de su sanguinario dios. La víctima elegida fue un niño de siete años. Lo llevaron al altar envuelto
en una túnica nueva; la madre también estaba allí para asistir al cruel espectáculo. El forastero,
horrorizado ante la perspectiva del crimen que se aprestaban a cometer, puso en juego toda su

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fuerza de convicción para evitarlo, asegurando a la gente que no era una recompensa lo que
podían esperar de Dios por aquel acto de crueldad, sino el castigo más atroz. Pero los fanáticos
permanecieron sordos a todos los razonamientos. Cuando la infantil víctima ya estaba tendida
sobre la mesa, y su madre se esforzaba en consolarla y en inspirarle valor, el extranjero, loco
de horror, se echó de rodillas ante los fanáticos, conjurándoles, suplicándoles y llorando. Los
sectarios, irritados ante aquella intromisión, lo amenazaron entonces con matarlo también a
él...
En este punto, Magnus interrumpió su relato y dirigiéndose a mí preguntó:
—¿Qué habría hecho usted en un trance semejante, míster Wandergood?
—Luchar hasta la muerte, desde luego.
—¿Sí, eh? Pues bien, el deportado político del que le estoy hablando hizo algo más.
Ofreció sus servicios a los sectarios y con su propia mano y al son de los cantos religiosos cortó
el cuello al niño. ¿Le extraña a usted esto? Pues él se dijo: “Prefiero tomar sobre mi conciencia
este terrible crimen y con él su castigo, que permitir que esta gente idiota sea presa del
infierno.” Claro que estas cosas no les pueden ocurrir más que a los rusos. Además, me parece
que el individuo tampoco estaba en sus cabales. Y, en efecto, algún tiempo después murió en
una casa de locos.
Después de un corto silencio, pregunté:
—Y usted, Magnus, ¿qué habría hecho en semejante ocasión?
La respuesta me fue dada en un tono muy frío:
—Le aseguro a usted que lo ignoro. Hubiera dependido del momento. Es muy posible que me
habría limitado a alejarme de aquellos salvajes, pero acaso también... ¡La locura humana es
contagiosa, Wandergood!
—¿Según usted, eso no es más que locura?
—Sí, locura. Pero lo que a mí me interesa es la impresión que esta historia ha hecho en usted,
míster Wandergood. Ahora me voy a trabajar y usted podrá reflexionar un poco. Espero que no
renuncie a su decisión de quedarse con nosotros.
Tuvo una sonrisa de cariño condescendiente y se marchó, mientras yo me quedaba
reflexionando.
Confieso que empiezo a tener un miedo tonto a Magnus. ¿Este es acaso uno de los nuevos regalos
que me ha valido mi encarnación en hombre? Cuando habla conmigo sufro un malestar extraño, mis
ojos parpadean con timidez, mi voluntad se pliega como si estuviera bajo el agobio de un gran peso.
Imagina que cuando estrecho su mano lo hago con respeto, y cuando me dice una palabra cariñosa
me siento feliz. Nunca antes había experimentado sentimientos semejantes. Ahora, cada vez que hablo
con él siento que ese hombre puede ir más lejos que yo; ¡en todo y siempre!
Tengo miedo de odiarlo. Si bien es verdad que todavía no he sentido el amor, tampoco conozco
el odio, y sería muy raro que al primero a quien odiara fuese el padre de María.
¡Dios mío, en qué espesas tinieblas vivimos los hombres! Apenas he pronunciado el nombre de
María, su serena mirada ha tocado mi alma y mi odio a Magnus se ha disipado inmediatamente, y al

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mismo tiempo se ha desvanecido mi miedo al hombre y a la vida, y mi alma ha sido envuelta en una
gran alegría y tranquilidad.
Otra vez me siento como una barca blanca sobre el espejo del océano. Me parece que todo es claro para
mí, que tengo en mi mano la respuesta para todas las preguntas desconcertantes y que para satisfacerlas me
basta con abrir esa mano.
Me parece también que he vuelto a encontrar la inmortalidad... No, ya no puedo más, hombre. Quiero
estrecharte fuertemente la mano...

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4 de abril de 1914
Roma

El buen Toppi aprueba todo lo que hago. Me divierte mucho el excelente Toppi. Tal como yo esperaba, ha
olvidado por completo su verdadero origen; cuando le hablo de nuestro pasado y me esfuerzo en refrescar su
memoria, lo tonta a broma y a veces hasta se ríe; pero más frecuéntenteme frunce el entrecejo y parece
molestarse. Porque es muy devoto, y cuando lo comparo, aunque sea en chiste, con el Diablo, lo toma como
injuria grave. Este extraño ser ahora le tiene miedo, y cree, como cualquier beata, que el Diablo tiene cuernos.
Se envanece mucho de ser yanqui. Su americanismo, antes pálido e indeciso como un bosquejo a lápiz, ha
tomado color, se ha hecho más pronunciado y ahora dice tantas tonterías sobre su pretendida vida en América
que a veces hasta acabo por sentirme dispuesto a tomarlo en serio. Asegura que hace ya quince años que está
a mi servicio. Le da por contar cosas de mi juventud, y narra, en efecto, unas cosas muy raras.
Probablemente él también se halla bajo el imperio de los encantos de María; mi resolución de dejar toda
mi fortuna a Magnus parece que no le ha gustado. Cuando se lo anuncié, se quedó un rato callado, chupó con
perplejidad su cigarro y luego me preguntó;
—¿Y qué va a hacer con su dinero?
—No lo sé, Toppi.
Pareció extrañarse y arqueó las cejas con cierta expresión de disgusto.
—¿Lo dice usted en broma, míster Wandergood?
—Ya lo ves; ahora estamos ocupados, o, mejor dicho, lo está Magnus, en convertir toda mi fortuna en
dinero, que va colocando en diferentes bancos... a nombre suyo, ¿entiendes?
—Sí, comprendo muy bien, míster Wandergood.
—Son los trabajos preliminares y necesarios. Pero luego... a fe mía que no sé nada.
—Usted está de bromista.
—Nada de eso. Acuérdate de que no sabía qué hacer con mi dinero. Lo que necesito no es dinero,
sino una nueva actividad, ¿comprendes? Y Magnus sabe manejarse muy bien. Aún no conozco su plan,
pero lo importante es que me ha dicho: “Ya lo haré trabajar también a usted, míster Wandergood”.
¡Ah! ¡Magnus es un gran hombre! Ya verás, Toppi, ya verás.
Toppi respondió entonces con aire triste:
—Sin embargo, usted es el dueño de su fortuna y hubiera debido...
—¡Ah, Toppi! Tú no tienes memoria, ni sabes lo que dices. ¿No recuerdas, siquiera, que tenía ganas de
representar comedias?
—Sí, es verdad, algo de eso me había dicho usted. Pero tenía la seguridad de que era en broma.
—No, Toppi, no hablaba en broma; lo que ocurría era que estaba equivocado, sencillamente. Aquí hay un
juego, es verdad; pero no es un juego escénico, sino un juego de azar. Se trata de una casa de juego y no de un
teatro; yo doy mi dinero a Magnus para que lo ponga sobre el tapete verde. ¿Comprendes ahora? El que dirigirá
el juego será él y yo voy a jugarme... la vida, si no te parece mal.
Probablemente el viejo pasmarote no entendió una palabra. Lo deduje por la expresión estúpida que veía
en su rostro.

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—¿Y cuándo se va a celebrar la boda de usted con la signorina María? —me preguntó.
—Todavía no lo sé, Toppi, Pero dejemos eso a un lado. Veo que no pareces muy entusiasmado con mi
manera de proceder. ¿No tienes confianza en Magnus?
—¡Oh! El señor Magnus es una persona muy digna, Pero temo una cosa, míster Wandergood. Si usted me
permite que le hable con toda franqueza...
—Habla, hombre, sin rodeos.
—Pues bien, el señor Magnus no es un buen creyente... Parece inverosímil. ¿ Cómo el padre de la signorina
María puede no creer en Dios...? Y, sin embargo, así es... Permítame que le haga una pregunta: ¿también va a
dar algo a su Eminencia el cardenal?
—Eso ahora depende de Magnus.
—¡Ah! ¿Del señor Magnus? Ya, ya... ¿Sabe usted? Su Eminencia ha venido estos días a ver al señor Magnus
y ha pasado una hora encerrado con él en el despacho. Usted no estaba entonces en casa...
—No lo sabía. Magnus y yo no hemos hablado todavía de esto; pero estáte tranquilo, ya le daremos también
algo a tu cardenal. Confiesa, amigo mío, que ese mono afeitado te tiene sugestionado por completo.
Toppi me lanzó una mirada severa, suspiró y se quedó perplejo. ¡Cosa rara! En sus rasgos apareció algo
que me recordaba también a un mono viejo, lo mismo que en los rasgos del cardenal. Un instante después, una
sonrisita de viejo jesuita iluminó su rostro y brilló en su mirada. Lo contemplé con extrañeza y hasta con cierta
alegría: en aquellos momentos se parecía al antiguo Toppi que había conocido allá, como si de repente acabara
de salir de su piel humana. Hasta se me figuró que ya no olía a incienso, como en los últimos tiempos, sino a
azufre.
Con el mayor cariño lo besé, según mi costumbre, en la nuca y exclamé:
—¡Eres encantador, Toppi! Pero ¿qué es lo que te pone tan contento?
—Pues que me he preguntado muchas veces sí el señor Magnus iría a presentar a su hija al
cardenal.
—¿Y qué?
—Que no se la ha presentado.
—¿Y qué hay con eso?
Toppi ya no contestó. Su sonrisa se desvaneció y se apagaron en sus ojos las dos centellas de la
astucia. De nuevo volví a ver delante de mí a un mono viejo de expresión triste, y de nuevo volví a
sentir el olor a iglesia antigua. Hubiera sido inútil inquirir con nuevas preguntas.
Durante todo el día ha caído una llovizna tibia; pero al anochecer ha cesado, el cielo se despejó
y Magnus, cansado —parece que le dolía la cabeza—, me propuso que saliéramos a dar un paseo por
la campiña los tres: María, él y yo.
Gomo solíamos hacer siempre en nuestros paseos íntimos, no llevamos chofer; lo remplazó
Magnus, con una habilidad y una audacia incomparables. Esta vez su audacia rayó en temeridad. A
pesar de la oscuridad, que se iba haciendo cada vez mayor, y del barro de los caminos, llevaba el auto
con tal velocidad que hubo momentos que me sentí muy inquieto.
Pero no fue más que al principio. La proximidad de María, a quien sostenía con mi mano —no me
atrevo a decir que la iba abrazando-, disipó muy pronto todas mis sensaciones terrestres. No me es

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posible describir, de un modo suficientemente comprensible para ti, ni el aire perfumado de la campiña,
que acariciaba nuestro rostro, ni el encanto indecible de la rápida carrera, ni aquella desensibilización
absoluta del peso material que me causaba la impresión de haber desaparecido mi cuerpo y no ser yo
más que un pensamiento volando en el espacio.
Pero menos te puedo hablar de María. Su rostro de Madona destacaba en las tinieblas como el
de un mármol blanco;
su silencio, dulce y sabio, también parecía de mármol, de una belleza perfecta. Apenas rozaba
con mi mano su talle fino y esbelto, pero aunque hubiera tenido entre mis brazos toda la Tierra y toda
la bóveda celeste, no hubiera podido experimentar con tanta plenitud el sentimiento de posesión del
universo entero. Tú sabes muy bien, por supuesto, lo que es una línea en geometría. Pues bien: nada
más que como una línea se inclinaba hacia mí el divino cuerpo de María —¡nada más que como una
línea!-; pero imagínate, hombre, que el sol se separa nada más que una línea de su camino para
acercarse a ti: ¿no dirías que eso era un milagro?
Mi existencia me parecía grandiosa, infinita, como el mismo universo, que no conoce tiempo ni
espacio. Por un instante surgió ante mí el misterioso muro que separa mi presente de mi pasado; pero
inmediatamente se hundió en las olas de mi nuevo mar, siempre en marea creciente, inundándolo
todo. Mis recuerdos del pasado se desvanecieron. De aquel pasado que era mío ya no quedaba nada.
Al fin tenía un alma humana. ¡Era hombre!
¿Cómo había podido concebir la idea de odiar a Magnus? Al mirar su espalda erguida, ancha e
inmóvil, pensaba que tras aquel dorso palpitaba un corazón humano, el cual había pasado por tantas
pruebas y sufrimientos; y de repente comprendí que quería a Magnus profunda y tiernamente. ¡Qué
valeroso es! ¡Con qué mano tan hábil guía el automóvil!
La mirada de María se fijó un instante en mí; ¡aquella mirada que es tan luminosa de noche como
a la luz del sol! Probablemente advirtió lágrimas en mis ojos y acusó una cierta inquietud. Parecía
preguntarme en silencio el porqué de mis lágrimas.
¿Qué hubiera podido responderle con la pobreza del lenguaje humano? Sin pronunciar palabra,
tomé su mano y la llevé a mis labios. Sin desviar de mí su luminosa mirada, retiró la mano suavemente;
luego se quitó el guante y me la volvió a ofrecer. Me vas a disculpar que no continúe, ¿verdad? Ignoro
quién eres tú, el que está leyendo ahora estas líneas, y te tengo un poco de miedo. Tengo miedo de
tu imaginación, demasiado ligera y demasiado brutal. Aparte de que un caballero como yo no puede
permitirse contar sus éxitos con el bello sexo.
Ya era hora de regresar. Sobre los montes se destacaban las luces de Tívoli. Magnus aflojó la marcha del
automóvil.
Regresábamos muy despacio. Magnus, que ahora parecía más alegre, nos dirigía la palabra de vez en
cuando, enjugándose con el pañuelo el sudor de la frente.
Con todo... no te ocultaré una idea que me vino de pronto a la imaginación. Cuando ya subíamos la ancha
escalera de mi palacio, decorado con una pomposidad regia, pensé: “¡Si yo enviara a esta aventura y a todas las
comedias al diablo! ¡Si renunciara para siempre a mi origen, a mi pasado! Entonces podría casarme con María y
llevar una vida de príncipe en este palacio. Tendríamos niños que llenarían las estancias con sus risas, y gozaría

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de una felicidad pura y del amor terrenal. ¿Por qué habré dado mi dinero a este hombre? ¡Habrá mayor estupidez!"
Lancé a Magnus una mirada furtiva, y sentí de repente una cierta desconfianza. “Tengo que retirarle mi
dinero ', me dije. Pero entonces mis ojos se encontraron con la mirada serena de María; tuve vergüenza de
aquellos sueños de una modesta felicidad burguesa y arrojé de mí aquella idea momentánea.
La velada transcurrió así de una manera deliciosa. Por indicación de Magnus, María cantó. No te puedes
imaginar con qué admiración religiosa la escuchaba Toppi. No se atrevió a decir nada a María directamente; pero
antes de retirarse a su cuarto me sacudió larga y estrechamente la mano, y luego hizo lo mismo con Magnus.
También yo me había levantado para retirarme.
—¿Aún piensa usted trabajar, Magnus?
—No. Si usted no tiene sueño, Wandergood, podemos ir un rato a mi despacho. Allí hablaremos. A
propósito, tiene usted que dar una firma.
—Con mucho gusto, Magnus. A mí también me gustan las conversaciones nocturnas.
Nos instalamos en su despacho y la emprendimos con el consabido bicchier di vino. Magnus se
paseaba sin hacer ruido sobre la alfombra, silbando, mientras yo me había medio recostado en el
sillón, según mi costumbre.
En el palacio reinaba un silencio sepulcral y la situación me recordaba aquella noche agitada en
que oíamos afuera las sacudidas de marzo loco.
De pronto, Magnus me dijo, sin dejar de pasearse:
—El asunto marcha de maravilla.
—¿Sí?
—Sí. En dos semanas todo quedará listo. La fortuna de usted, desordenada y dispersa, en la cual
uno podía perderse como en una selva virgen, se transformará en un grande y pesado bloque de oro,
o, mejor dicho, en una montaña. ¿Sabe la cifra exacta del dinero que tiene, Wandergood?
—No hablemos de eso, Magnus; no quiero saber nada. Además, todo ese dinero es de usted.
Magnus me lanzó una rápida mirada y me dijo con intención, recalcando cada palabra:
—No, ese dinero es de usted.
Me encogí resignadamente de hombros: no tenía ninguna gana de discutir.
La calma que reinaba en tomo bañaba mi alma de una serenidad. Me recreaba en seguir con la
mirada a aquel hombre robusto que paseaba sin ruido sobre la gruesa alfombra de la habitación.
Después de un breve silencio, continuó:
—¿Sabe usted, Wandergood, que ha estado aquí el cardenal?
—¿El mono viejo? Sí, ya lo sabía. ¿Qué cuerda se le ha roto?
—Siempre la misma historia. Quería hablar con usted; pero a mí no me pareció necesario
perturbar su estado de ánimo.
—Gracias; y qué, ¿lo puso usted en la puerta?
Magnus refunfuñó descontento.
—Desgraciadamente no. No haga esas muecas, Wandergood. Ya le he dicho a usted que debemos
ser prudentes con él mientras sigamos viviendo aquí, en Roma. Ahora, por lo que concierne a su
opinión de que es un viejo simio malo, avaro, poltrón y astuto, tiene perfecta razón.

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—Pero, ¿sería peligroso echarlo de casa?
—¡Ah! Desde luego. Eso no se puede hacer.
—Creo que tiene razón, Magnus. ¿Y qué vamos a hacer con ése ex rey que va a dignarse, según
nos han dicho, visitarnos uno de estos días?
—Probablemente lo mismo que con el cardenal. Por supuesto que debe recibirlo usted mismo.
—Pero delante de usted. De otro modo, no. Ya comprende, amigo mío, que no soy más que su
discípulo. ¿Usted encuentra que es imposible poner en la puerta al mono viejo? Bien, no se le echará.
¿Ahora dice usted que hay que recibir al ex rey? Bien, pues lo recibiremos. ¡Pero que me cuelguen de
un farol si comprendo de qué puede servirnos todo eso!
—¡Usted no es un hombre serio, Wandergood!
—Al contrario, Magnus: soy muy serio. Pero juro por la salvación eterna que no sé nada de lo
que estamos haciendo ni de lo que vamos a hacer. No lo censuro a usted lo más mínimo. ¡Dios me
libre! Ni siquiera le pregunto nada. Como he tenido ya el honor de decírselo, le tengo absoluta confianza
y lo seguiré adonde sea. Para no darle a usted el derecho de echarme en cara ligereza ni falta de
espíritu práctico, añadiré este detalle: María y su amor son para mí prenda suficiente y constituyen la
más sólida garantía. Sí, no sé todavía en qué sentido va a enfocar su voluntad, en qué va a gastar su
energía que cada día admiro más, a qué proyectos y a qué fines va usted a parar con su inteligencia
tan emprendedora y audaz: lo único de lo que no dudo es de que se tratará de cosas grandes, de fines
nobles y elevados. A su lado encontraré siempre un puesto modesto y algo en qué trabajar. En todo
caso siempre será algo mejor que lo que hacen esos viejos estúpidos a quienes distribuyo ahora mi
dinero y mis seis secretarios con todo su expediente. ¿Por qué no quiere usted creer en mi modestia,
de igual modo que yo creo en su genio? Imagínese usted que recién he venido de algún otro planeta,
de Marte, por ejemplo, y que quiero completar de forma seria mi experiencia humana... En suma, que
quiero transformarme completamente en hombre... ¡La cosa es muy sencilla, Magnus!
Durante un rato me estuvo mirando seriamente con fijeza, y luego estalló de pronto en una
alegre carcajada.
—En efecto, usted viene de algún otro planeta, Wandergood. ¿Y si yo hiciera un mal empleo de
su oro?
—¿Y por qué lo habría de hacer? ¿Eso sería interesante?
—¿Usted qué cree? ¿Que no lo sería?
—Sí, tal como lo cree usted mismo. Para hacer un mal pequeño, es usted un hombre que se
respeta demasiado. Además, para eso no vale la pena gastar miles de millones... En cuanto a hacer
algún mal grande... A fe mía que aún no sé lo que eso quiere decir. ¡Quizá pudiera conducir a un gran
bien...! No hace mucho se me ocurrió una idea extraña: "¿Quién hace mayor bien a la humanidad? -
me pregunté-: ¿el que la ama o el que la detesta...?” ¡Ya ve, Magnus, hasta qué punto estoy aún falto
de experiencia en los negocios humanos! Y... ¡hasta qué punto estoy dispuesto a todo!
Magnus ya no reía; sus ojos parecían examinarme con extrema curiosidad, como preguntándose
quién era el hombre que tenía delante: si un imbécil como hay pocos, o el hombre más inteligente de
toda América. A juzgar por la siguiente pregunta, parecía más bien inclinarse por la segunda

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suposición:
-Entonces —me dijo-, si yo lo he comprendido bien, ¿no hay nada que pueda asustarlo, míster
Wandergood?
—Me parece que nada.
—¿Y el crimen? ¿Una multitud de crímenes?
—Nunca se sabe del todo dónde comienza el crimen y dónde acaba el sacrificio. Siempre tengo
presente lo que usted me ha contado del niño muerto por el deportado político, y veo que aquí, en la
Tierra, la frontera entre el bien y el mal es sumamente vaga.
En los ojos de Magnus leí una expresión de estimación. ¡Vamos! Hace un momento me creía, por
lo visto, un idiota. Pero ahora parecía haber cambiado de opinión.
Sin dejar de pasearse por la habitación, me lanzó sucesivamente varias miradas escrutadoras,
como si quisiera recordar y aquilatar palabras que yo acababa de pronunciar; luego, al pasar junto a
mí, me dio unas palmaditas en la espalda.
—¡Tiene usted una mente interesante, Wandergood! —me dijo—. ¡Es una lástima que yo no lo
haya comprendido antes!
—¿Lástima? ¿Por qué?
—Nada: ¡tonterías...! Tengo mucha curiosidad por saber en qué sentido va usted a hablar con el
ex rey; seguramente le propondrá alguna maldad muy grande. Y un gran mal puede, al fin y al cabo,
convertirse en un gran bien, ¿no es verdad?
Volvió a reír, haciéndome un guiño de inteligencia,
—No creo que vaya a proponerme una gran maldad. Acaso mejor una gran estupidez.
—¿Y una gran estupidez no es, a fin de cuentas, análoga a una gran maldad?
Volvió a reírse, y luego, de manera brusca, frunció el ceño y añadió en tono serio:
—No se ofénda usted, Wandergood. Lo que acaba de decir me ha hecho mucha gracia. Me alegro
mucho de que no me haga preguntas; por el momento no podría contestarlas. Pero algo puedo decirle,
por lo pronto... A grandes rasgos, por supuesto... ¿Me escucha?
—Soy todo oídos.
Magnus se sentó delante de mí y, después de beber un sorbo de vino, me preguntó en tono
sumamente serio:
—¿Qué piensa usted de los explosivos?
—Les tengo mucho respeto.
—¿Sí? El elogio es un poco frío, pero tampoco merecen más. Sin embargo, hubo una época en
que yo estaba a punto de idolatrar a la dinamita... Esta cicatriz que ve usted en mi (rente es una señal
de mi cariño por esa clase de materiales. Posteriormente he hecho grandes progresos en química,
como en otras muchas cosas, y esto ha enfriado un poco mi entusiasmo. El principal defecto de todos
los explosivos, empezando por la pólvora, consiste en que el efecto de la explosión se limita a un
espacio relativamente pequeño y no alcanza sino a las cosas y a las personas inmediatas. Para una
guerra quizá sea bastante, pero desde luego es muy poco para... grandes fines. Además, en su calidad
de fuerza estrictamente material, la dinamita o la pólvora exigen siempre una mano que las pueda

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dirigir; por sí mismas esas sustancias son estúpidas, ciegas y sordas como los topos. Es verdad que
en la mina de Whithead se ha registrado la tentativa de copiar, por así decirlo, la idea de hacer que el
proyectil pueda corregir por sí mismo sus pequeños errores y casi dirigirse solo a su destino; sin
embargo, no ha sido más que una mezquina imitación de los ojos humanos...
—Mientras que usted hubiera deseado que su dinamita tuviera conciencia, voluntad y ojos...
—Exacto. Tiene usted razón, eso es lo que yo quería. Y mi nueva dinamita tiene todo eso:
conciencia, voluntad y ojos...
—No sé todavía de qué se trata... pero todo eso me hace estremecer.
—¡Estremecer! Me parece que su miedo se va a convertir en risa cuando le diga el nombre de mi
dinamita. Mi dinamita se llama “el hombre”. ¿Usted no ha considerado al hombre desde este punto de
vista, Wandergood?
—Confieso que no. Como todavía no había considerado la dinamita desde el punto de vista
psicológico. Pero, con todo, no siento ninguna gana de reír.
—¡La química! ¡La psicología! —exclamó iracundo Magnus—. Todo esto viene de que las ciencias
están separadas entre sí. Usted, Toppi y yo, todos somos obuses: unos ya cargados, otros por cargar.
Todo el problema estriba en cómo cargar el obús y, sobre todo, en cómo dispararlo. Usted sabe bien
que cada cláse de obús tiene su sistema especial de explosión...
No quiero cansar al lector transcribiéndole la conferencia sobre materias explosivas que Magnus
me hizo con mucha elocuencia y casi con entusiasmo. Era la primera vez que lo veía tan agitado. A
pesar del vivo interés en el asunto, yo no escuchaba sino a medias; más bien estaba preocupado en
contemplar aquel cráneo que encerraba dentro de sí unos conocimientos tan vastos y peligrosos. ¿Fue
bajo el imperio de la fuerza sugestiva que emanaba de Magnus, o bien porque mi vista estaba fatigada?
El caso es que aquel cráneo redondo empezó a transformarse, poco a poco, frente a mis ojos, en un
verdadero obús o en una bomba cargada... Y sentí un verdadero escalofrío cuando Magnus echó
negligentemente sobre la mesa un objeto pesado que parecía un pedazo de jabón amarillo grisáceo, y
exclamé instintivamente:
—¿Qué es eso...?
—En apariencia no es más que jabón y cera; pero su fuerza es el mismísimo demonio. Basta la
mitad de este pedazo para borrar de la superficie de la Tierra la basílica de San Pedro. Pero es un
demonio caprichoso. Se le puede golpear, hacer pedazos, quemarlo... y siempre guardará silencio: la
dinamita puede destruirlo, pero no provocará su furor. Yo puedo tirarlo a la calle a los pies de los
caballos; los perros pueden roerlo; los niños jugar con él... y permanecerá indiferente. Pero basta que
yo dirija sobre él una corriente de alta tensión y la furia de su explosión será monstruosa, terrible,
inaudita. Es un demonio sumamente poderoso, pero estúpido.
Con igual aire de abandono, casi de desprecio, volvió a meter su diablo en el cajón y me miró
fijamente a los ojos.
Tuvo un movimiento de admiración.
—Ya veo que usted conoce a fondo el asunto. Su caprichoso diablo me gusta mucho. Pero quisiera
que me hablara del hombre.

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Magnus se echó a reír.
—Pero ¿por ventura no es de él de quien estoy hablando? ¿Es que la historia de este pedazo de
jabón no es la historia del hombre de usted, a quien se puede pegar, despedazar, quemar, echar a los
pies de los caballos, dar a los perros y hacerlo añicos, sin provocar en él furias ni cóleras? En cambio,
pínchele nada más con algo y se producirá la explosión que usted sabe, míster Wandergood.
Se echó a reír de nuevo, frotándose muy satisfecho sus grandes manos blancas; parecía que en
aquellos momentos ya no se acordaba de que hubiera sangre en ellas. Por lo demás, un hombre no
necesita nunca acordarse de esto.
Tras la pausa exigida por las conveniencias, pregunté:
—¿Y conoce usted el procedimiento para hacer que haga explosión el hombre?
-Sí
—¿No sería posible que me lo dijera?
—Desgraciadamente no es cosa tan fácil y comprensible... !Las explicaciones tendrían que ser
muy largas, mi querido Wandergood!
—¿Y no podría usted decírmelo en dos palabras? ¡Nada más que la idea!
—¿La idea? Sí. Consiste en prometer al hombre un milagro.
—¿Y eso es todo?
—Todo.
—¿Siempre el engaño? Vamos, la táctica del mono viejo.
—Sí, ha de ser el engaño; pero nada de lo del mono viejo: ni las cruzadas, ni la inmortalidad
en el cielo. Los tiempos han cambiado. En nuestros días las almas tienen aspiraciones diferentes y
exigen otros milagros. Cristo prometió la resurrección a todos los muertos, mientras que yo prometo
la resurrección a los vivos. Por eso a él lo siguieron los muertos y a mí me seguirán los vivos.
—Los muertos no han resucitado. ¿Y los vivos?
—¿Quién sabe? Hay que hacer el experimento. No puedo ponerlo a usted todavía al corriente
del lado práctico del asunto; pero lo prevengo: el experimento tiene que hacerse a gran escala.
¿Esto no le asustará a usted, Wandergood?
Me encogí de hombros. ¿Qué iba a responder? Aquel hombre, que sobre sus hombros tenía
una bomba en lugar de cabeza, me volvió a dividir en dos partes, de las cuales la del hombre era
más pequeña que la del diablo. En mi calidad de Wandergood, experimentaba, lo confieso sin rubor,
un miedo pavoroso y hasta un verdadero dolor, como si la explosión ya me estuviera despedazando
los huesos; sentía perderse mi serena felicidad al lado de María, mi tranquilidad de barca de velas
blancas; pero en mi calidad de Satanás, lo que sentía, lo confieso también sin la menor vergüenza,
era un gran placer de triunfo. Y, sensualmente emocionado, balbucí involuntariamente:
—Siento no haberlo sabido antes.
—¿Por qué?
—Por nada. No hablemos más de ello. No olvide usted que vengo de otro planeta y estoy
empezando a conocer al hombre... Y bien, Magnus, ¿qué vamos a hacer entonces con este planeta?
Él se rio de nuevo.

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—¡Es usted muy original, míster Wandergood! ¿Con este planeta? ¡Haremos una fiesta.,.! Pero
dejemos a un lado las bromas, porque no me gustan.
Frunció el entrecejo y me miró muy serio, como un viejo profesor. En general, los modales de
este señor no eran muy agradables.
Cuando comprobó que me había puesto lo suficientemente -serio, hizo con la cabeza un
movimiento de condescendencia y exclamó:
—Usted sabe, sin duda, Wandergood, que Europa se halla actualmente en una situación
extraordinariamente agitada.
—¿Sería posible que se llegue a un conflicto armado?
—Es muy posible que la guerra estalle. En el fondo, todo el mundo lo está esperando. Pero
esta guerra será seguida de un milagro. ¿Comprende usted? Estamos viviendo hace demasiado
tiempo con la tabla de multiplicar; ya estamos cansados de ello; estamos hasta la coronilla de
marchar por este camino recto que va a perderse en el infinito. Por eso todos aspiramos al milagro.
Pronto llegará el día en que exijamos que ese milagro se cumpla inmediatamente. No soy el único
que quiere el experimento en gran escala; lo quiere todo el mundo y todo el mundo lo está
preparando. ¡Ah, Wandergood! Verdaderamente la vida no valdría la pena de ser vivida sin estos
momentos interesantes. ¡Sí! ¡Muy interesantes...!
Y se frotó las manos con placer.
—¿Está usted muy contento? —le pregunté.
—Como químico estoy encantado. Mis obuses ya están
cargados, sin que ni ellos mismos se den cuenta; lo advertirán cuando yo prenda las mechas.
¡Imagínese usted el espectáculo cuando mi dinamita empiece a explotar con su conciencia, su
voluntad, y sus ojos buscando y encontrando el blanco...!
—¿Y la sangre? Quizá esta pregunta está mal formulada por mi parte pero recuerdo que no hace
mucho usted hablaba de la sangre con gran emoción.
Magnus fijó en mí su penetrante mirada. Sus ojos reflejaron una sensación de molestia. Pero no
era, en modo alguno, el sufrimiento causado por el remordimiento de la conciencia, o la lástima por
las próximas víctimas: era la molestia de un hombre serio que, en medio de sus graves preocupaciones,
se ve interrumpido por la pregunta tonta de un niño.
—¿La sangre? ¿Qué sangre? -preguntó.
Le recordé lo que un día él había dicho de la sangre, y le conté aquel sueño mío, extraño y
penoso, de las botellas llenas de sangre en vez de vino. Él me escuchó con aire fatigado, cerrando los
ojos, y lanzó un largo suspiro.
—¡La sangre! -dijo-. ¡Eso es una tontería! Yo le dije a usted que una porción de cosas no tenía
sentido, Wandergood, y vale más no .acordarse de ellas. Además, si no se siente usted con el valor,
aún no es demasiado tarde.
Entonces me apresuré a replicar:
—No tengo miedo de nada. Como ya le he dicho, le seguiré por doquier. Probablemente seré el
primero en ser engañado por usted: también yo quiero el milagro. ¿Acaso su María no es un milagro?

91
Durante estos últimos días y estas noches he estado repitiendo la tabla de multiplicar, y es tan odiosa
como la reja de una cárcel. Desde el punto de vista de su química, estoy completamente cargado de
dinamita; únicamente le ruego una cosa: que me haga usted explotar lo más pronto posible.
Magnus asintió con seriedad.
—Bueno. Pues, entonces, dentro de ¿quince días. ¿Le satisface a usted?
—Muchas gracias. ¿Puedo esperar entonces que la signorina María sea mi mujer?
Magnus sonrió.
—¿La Madona?
—Esa sonrisita de usted me extraña mucho. No me parece compatible con el respeto por su hija, señor
Magnus.
—No se incomode, Wandergood. Mi sonrisa no era corcerniente a María, sino solamente a la fe de usted en
los milagros. Usted es un buen muchacho, Wandergood; ya empiezo a quererlo como a un hijo. Dentro de dos
semanas conseguir usted todo lo que quiere y entonces podremos hacer otro trato sobre base firme. Venga esa
mano, compañero.
Era la primera vez que me estrechaba la mano con tanta fuerza y efusión.
Si él hubiera sostenido sobre sus hombros no una bomba sino una verdadera cabeza humana, le habría
dado un beso Pero besar una bomba, dicho sea con el mayor respeto, no !Eso sí que no!
Fue la primera noche que dormí como un santo, durante la cual las paredes de mi palacio no me ahogaron.
Aquellas paredes parecían desaparecer ante la fuerza explosiva de las palabras de Magnus, y el techo se había
desvanecido ante la mirada estrellada de María. Mi alma levantó el vuelo al reino del amor, de la tranquilidad
infinita y del reposo, donde reinaba María. Mientras me estaba durmiendo veía Tívoli, con sus luces... Luego, nada
más.

92
8 de abril de 1914
Roma
Antes de venir a llamar a mi puerta, Su Majestad el ex rey había llamado a otras muchas, a
través de toda Europa.
Fiel a las tradiciones de sus antepasados apostólicos, tenía un gran respeto por el oro de Israel
y recurría de muy buena gana a los banqueros judíos. Creo que si me honró con su visita fue por estar
convencido de que yo también era judío.
Aunque Su Majestad estaba en Roma de incógnito, salí a recibirlo al pie de la escalera, y le hice
una profunda reverenda, como es costumbre acoger a los reyes. Luego, de acuerdo con la etiqueta, él
me presentó a su edecán, y yo le presenté a Tomás Magnus.
Confieso que no tenía yo del ex rey un concepto muy elevado, y me llamó la atendón el concepto
que él tenía de sí mismo. Me tendió su mano cortésmente, con aire de pomposo abandono; me miró
como un ser superior mira a uno inferior, iba siempre delante de mí, como si fuera la cosa más natural;
se sentó sin esperar a que yo lo invitara a ello y se puso a examinar el mobiliario con la frescura más
soberana. La despreocupación que caracterizaba toda su actitud me animó y dejó de preocuparme mi
escaso conocimiento de la etiqueta de las grandes recepciones; me bastaba hacer lo mismo que aquel
joven, que parecía hallarse al tanto de todo.
En su aspecto exterior era, en efecto, un muchacho de rostro descolorido, con un pelo magnífico,
esmirriado de facciones, ojos muy claros y labio inferior saliente. Sus manos eran muy bonitas; fue lo
único que me gustó en él.
Por su parte, él no dejó de traslucir, con toda claridad, que mi rostro americano le pareció
semítico, y la necesidad de pedirme dinero le molestaba terriblemente. Tomando asiento en un sillón,
bostezó ligeramente y dijo:
—Siéntense ustedes.
Luego, con un gesto indolente, ordenó a su edecán que expusiera los motivos de aquella visita.
No se dignaba para nada tomar en cuenta a Magnus, como si se hubiera tratado de un vulgar
mueble. Mientras que su edecán, grueso, cortés y sudando de confusión, nos contaba con meloso
acento el “error” que había obligado a Su Majestad a abandonar su país, el ex rey se miraba
tranquilamente las uñas. Al fin interrumpió, en tono impaciente, a su hombre de confianza: —Más
breve, marqués. En dos palabras. El señor... Wandergood conoce este episodio tan bien como nosotros.
En suma, que esos idiotas me echaron de allí. ¿Qué le parece a usted, señor Wandergood?
¿Qué me iba a parecer? Me limité a inclinarme:
—Tendré mucho gusto en poder servir a Su Majestad.
—Sí, todo el mundo me dice lo mismo. Pero... ¿me dará usted dinero? Esta es la cuestión.
Continúa, marqués.
El marqués nos sonrió con dulzura a mí y a Magnus (a pesar de estar gordo tenía trazas de
hambre atrasada), y continuó bordando su fino encaje sobre aquel lamentable “error” del que su señor

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había sido víctima. Durante unos instantes, el ex rey guardó silencio; luego exclamó con indignación:
—¿Comprende usted? Aquellos idiotas creen que todas sus desgracias les vienen de mí. ¿No es
una estupidez, míster Wandergood? Ahora, después de haberme echado de allí, están mucho peor que
antes, y me escriben: “Vuelva, por amor de Dios, que estamos perdidos”. Lee las cartas, marqués.
Al principio, el rey hablaba con cierta animación, pero se podía apreciar que el menor esfuerzo
lo cansaba pronto.
El marqués, obediente, sacó de su cartera un fajo de papeles, y durante bastante tiempo nos
estuvo aburriendo con la lectura de las lamentaciones de súbditos huérfanos de Su Majestad, que le
suplicaban volviera a salvar a la patria. Mientras el marqués leía, yo miraba al ex rey; me pareció que
se aburría tanto como nosotros. Estaba tan convencido de que el pueblo no podía vivir sin él, que las
pruebas le parecían absolutamente superfluas.
Yo lo miraba sorprendido. ¿De dónde sacaría aquella nulidad una seguridad tan feliz? No había
la menor duda de que aquel pollito, incapaz de encontrar por sí mismo un grano de alpiste con qué
alimentarse, se creía, sin embargo, con capacidades especiales para hacer feliz a su pueblo. ¿Era efecto
de idiotez? ¿De educación? ¿De hábito?
Y el marqués, lee que te lee. En aquellos momentos estaba leyendo la epístola de uno de sus
agentes, en la cual, a través de la estupidez y la mentira oficial, se acusaba la misma seguridad de
que sólo Su Majestad podría salvar al pueblo. ¿Era también el cretinismo y la costumbre de la
esclavitud?
—¡Etcétera, etcétera! -exclamó, en tono indiferente el rey, interrumpiendo la lectura-. Basta,
marqués. Puedes cerrar tu cartera. Y bien, querido Wandergood, ¿qué piensa usted de todo esto?
—Yo... me atrevo a objetar a Su Majestad que por mi nacionalidad represento a una vieja
república democrática, y que...
—¡Oh! ¡No haga usted caso, Wandergood! Eso de la república y de la democracia son tonterías.
Ya sabe usted que siempre hace falta un rey. En su país también lo tendrán ustedes; es indispensable.
¿Cómo es posible que un pueblo viva sin un rey? ¿Quién va a responder por él ante Dios? Nada, nada.
¡Esas son tonterías!
Aquel pollito tenía, por lo visto, la intención formal de responder ante Dios por la gente.
—Un rey lo puede todo —continuó, con el mismo tono tranquilo e imperturbable—. ¿Y qué puede,
en cambio, el presidente de una república? Nada. ¿Comprende usted, Wander- good? Nada. ¿De qué
puede servir, por lo tanto, un presidente que no puede nada?
Y al decir eso tuvo una sonrisa de desprecio indulgente.
—Sí. ¡Esas son tonterías que inventan los periódicos! ¿Acaso usted, Wandergood, obedecería a
su presidente?
—¡Ah! Pero la representación popular...
—¡Ta, ta, ta...! Discúlpeme usted, señor... Wandergood —parecía que a cada momento se le
olvidaba mi nombre—; pero ¿quién va a ser tan tonto que tome en serio a esa representación popular?
El ciudadano A podrá obedecer al ciudadano B, y el ciudadano B, al ciudadano A; pero ¿quién los va a
obligar a obedecerse uno a otro, si empiezan por creerse los dos igualmente capaces? Yo también

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entiendo algo de lógica, y me permitirá que me ría un poco.
Se rió un poco, en efecto, e hizo una seña al marqués.
—Sigue, marqués... O mejor, no te molestes... Me explicaré yo mismo. Así pues, míster...
Wandergood, el rey lo puede todo, ¿comprende usted?
—Pero la ley...
—¡Anda! También éste sale hablando de la ley. ¿Oyes, marqués? Decididamente, no puede
acabar de comprender para qué necesitan todas esas leyes. ¿Para que todo mundo sea igualmente
víctima de ellas? Perdóneme usted, míster Wandergood, pero lo encuentro a usted... ¿cómo diría?...
muy extraordinario. Por lo demás, admiramos, si tanto se empeña, que las leyes sean necesarias;
¿quién va a promulgar esas leyes sino yo?
—La representación popular...
El ex rey levantó hacia mí sus dos ojos incoloros con expresión desesperada.
—¡Dale! ¡Siempre el ciudadano A y el ciudadano B! Pero compréndame usted, míster
Wandergood: ¿qué autoridad o qué fuerza pueden tener para ellos las leyes que ellos mismos hacen?
¿Y qué persona inteligente obedecería unas leyes semejantes? No, esas son tonterías, se lo digo.
¿Acaso usted, míster Wandergood, obedece sus leyes?
—¡No solamente yo, sino América entera, Majestad!
El me miró con una especie de lástima.
—Discúlpeme usted, pero no lo creo. ¡Toda América! Si esto es así, sus americanos no
comprenden lo que es la ley. ¿Oyes, marqués? ¡Toda América! Pero en fin, no es de esto de lo que se
trata. Necesito volver a mi país, Wandergood. Ya ha oído usted lo que me escribe la pobre gente...
—Celebro mucho que Su Majestad tenga el camino abierto.
—¿Abierto? ¿Lo cree usted así? ¡Hum... hum! No, querido; me hace falta dinero. Porque, así
como hay unos que me escriben, hay otros que no me escriben, ¿comprende usted?
—¡Quizá es porque no saben escribir, sire!
—¡Que no saben! ¡Oh, la, la! Tendría que leer lo que han escrito contra mí esos bandidos. Me ha
puesto los nervios de punta. Hay que fusilarlos, sencillamente.
—¿A todos?
—No, ¿para qué a todos? Bastaría fusilar a unos cuantos. Los otros se quedarían asustados.
¿Comprende usted, míster Wandergood? Me han robado, lisa y llanamente, el poder; y ahora, por
supuesto, no quieren devolvérmelo. No puedo vigilar por mí mismo que no me roben; mientras que
estos señores... -y señaló al marqués, que se puso de repente como un tomate-. Estos señores no han
sabido defender mis prerrogativas.
El marqués, confuso, balbuceó:
—Sire...
—Bien, bien... Ya sé que tú me eres fiel; pero no distebastantes pruebas de energía, y a causa
de tu debilidad... Pero dejemos eso... ¡Ahora son tantas las molestias y las preocupaciones que
tengo...!
Descargó su pecho con un profundo suspiro.

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—¿No le ha dicho a usted el cardenal X, míster Wandergood, que necesito dinero? Me prometió que se lo
diría. Por supuesto que se lo devolveré todo... Pero sería mejor que esto lo tratara con el marqués. He oído decir
que usted siente mucho amor por la humanidad, míster Wandergood.
Una sonrisa de ironía cruzó un instante por la cara de Magnus.
Yo me incliné.
—Sí, el cardenal me ha hablado mucho de su humanitarismo, míster Wandergood. Eso está muy bien y lo
felicito por ello. Pues si usted ama a la humanidad, me dará dinero, no hay la menor duda. Aquella gente necesita
un rey. Lo que dicen los periódicos no son más que tonterías. En Inglaterra hay un rey, en Italia también, en
muchos otros países lo mismo. ¿Por qué entonces no lo ha de haber en nuestro país?
—Ha sido un “lamentable error” —balbuceó tímidamente el marqués.
—¡Desde luego que es un error! -prosiguió el ex rey—. El marqués tiene razón. La gente llama a eso una
revolución; pero no es más que un error, créame usted; conozco a mi pueblo. Ahora lo está lamentando. No, sin
un rey no hay posibilidad. Si eso fuera posible, nunca hubiera habido reyes. ¡Vaya tontería! ¡También hay quien
pretende que se podría vivir sin Dios...! ¡Qué insensatez! A gente así hay que fusilarla.
Se levantó bruscamente, me estrechó la mano -esta vez con bastante afecto— y saludó a Magnus con un
movimiento de cabeza.
—Adiós, querido Wandergood, adiós. Es usted muy simpático... Es usted un gran hombre... El marqués
vendrá a verlo uno de estos días. ¿Qué es lo que iba yo a decirle? ¡Ah, sí! Le deseo de todo corazón que ustedes
los americanos también tengan pronto un rey. ¡Es indispensable, amigo mío! ¡Más tarde o más temprano lo
tendrán ustedes!
Con la misma solemnidad con que a la entrada, acompañamos a Su Majestad, así fue a la salida.
El marqués iba detrás de todos, y su cabeza baja, que parecía cortada en dos hasta el cuello por una
raya en medio de su pelo blanco, dejaba traslucir que iba hambriento y había sufrido ya muchos
fracasos. ¡Eran ya tantas las veces que le había tocado hablar, sin éxito, de aquel “lamentable error”!
Probablemente el ex rey se iba acordando también en aquellos momentos de todas las puertas
a que había llamado en vano; su rostro exangüe de pronto se puso ceñudo. Cuando lo saludé por
última vez, él me miró con cierta extrañeza, como preguntándome: “¿Qué quiere todavía este imbécil?
¡Ah, sí! Es que tiene dinero”, recordó entonces; y en tono perezoso me volvió a decir:
—De manera que no se olvidará usted, ¿eh, querido...?
Traía un magnífico automóvil, como también un magnífico lacayo: un mocetón que parecía un
gendarme disfrazado.
Cuando volvimos a subir la escalera, entre las dos filas de criados respetuosos que me miraban
como si yo llevara una corona en la cabeza, y entramos por fin en mi despacho, Mag- nus se sumió en
un largo silencio de ironía.
—¿Qué edad tendrá ese pollito? -dije, interrumpiéndolo.
—¿No lo sabe usted, míster Wandergood? ¿No le da a usted vergüenza? Tiene treinta y dos años,
aunque no los representa.
—¿Realmente el cardenal X ha hablado de él y pedido que le demos dinero?
—Sí, lo que quede después de lo que se lleve el cardenal.

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—¿Por qué el Vaticano se aferra tan fuertemente a la monarquía?
—Probablemente porque en el cielo también debe estar en vigor el régimen monárquico. ¿Podría
usted imaginarse una república de santos y la administración del universo sobre la base del sufragio
universal? ¡Figúrese usted! Entonces también los demonios tendrían voto. No, Wandergood; el rey es
necesario, créame usted.
—¡Qué tontería! En cuanto a ese pobre soberano destronado, no merece la pena hablar de él ni
siquiera en broma.
—¡Si no hablo en broma! Está usted equivocado, amigo mío. Y, discúlpeme la franqueza, ese
hombre, en sus ideas acerca del rey, ha estado por encima de usted. Usted no ha visto en él más que
al pollito, es decir, al hombre ridículo, si usted quiere; mientras que él consideraba su propia persona
como un símbolo. He aquí por qué tiene tanto aplomo y tanta fe en su causa. Y no tengo la menor
duda de que vuelva con su "amado pueblo”.
—¿Y fusilará a la gente?
—Sí, la fusilará, para inspirar miedo a unos y respeto a otros. ¡Ah, Wandergood! Usted se empeña
en no olvidar la tabla de multiplicar, el practicismo escueto. Su república no es más que una tabla llena
de números, mientras que el rey es una especie de milagro. Que un millón de hombres barbudos se
gobiernen a sí mismos es cosa demasiado sencilla, anodina, desesperante; pero que ese millón de
hombres barbudos esté mandado por un pollito barbilampiño es extraordinario, fantástico, milagroso.
¡Ese es el milagro! ¡Qué perspectivas abre eso! A mí me daban ganas de reír cuando usted hablaba,
casi con emoción, de la ley. El rey es necesario precisamente para obrar contra la ley, para que exista
una voluntad que esté por encima de la ley.
—Pero las leyes cambian, Magnus.
—Es decir, que una ley es remplazada por otra bajo el imperio de la necesidad. No, solamente
despreciando las leyes
se pone por encima de ellas la voluntad. Si usted llegara a demostrar que Dios está sometido, Él
mismo, a las leyes que ha creado, es decir, que no puede hacer un milagro, todos los pontífices se
verían aislados por completo y los templos se transformarían en cuarteles. ¡El milagro, Wandergood,
el milagro! Eso es lo que aún mantiene a la humanidad sobre este sucio mundo.
Y al decir esto, Magnus descargó con todas sus fuerzas un puñetazo sobre la mesa. Su cara
estaba congestionada; sus oscuros ojos traslucían una excitación poco frecuente en él. Como si
estuviera amenazando a alguien, prosiguió:
—Ese pobre rey destronado cree en un milagro, y de buena gana me colocaría yo en su lugar.
Es una nulidad, un verdadero pollo tísico, pero cree en un milagro. Ha sido rey y lo volverá a ser,
mientras que nosotros...
Tuvo un gesto de desprecio y se puso a pasear sobre la alfombra como un capitán enojado por
el puente de su navio.
Yo contemplaba respetuosamente su pesada cabeza llena de explosivos y con ojos chispeantes;
por primera vez comprendí la ambición diabólica que movía a aquel hombre extraño. “Mientras que
nosotros...”

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Él se dio cuenta de mi mirada y estalló en enojo:
—¿Por qué me mira así, Wandergood? ¡Es una tontería! ¿Piensa usted en mi ambición? Le digo
a usted que eso es todo. ¿Es que usted, ciudadano de Illinois, no hubiera querido ser, pongamos por
ejemplo, el zar de todas las rusias, cuya voluntad está por encima de la ley?
—Y usted, Magnus, ¿a qué trono aspira?
—Si usted se empeña en honrarme con sospechas de este tipo, míster Wandergood, le diré que
aspiro a algo más elevado aún... Todo esto son tonterías, compañero. Sólo los moralistas, que llevan
en las venas agua de rosas en lugar de sangre, nunca han aspirado en su vida a una corona; de igual
modo que los eunucos no han soñado jamás con violar a una mujer. Ni aun el trono ruso me satisfaría:
es demasiado estrecho.
—Aún queda otro trono, señor Magnus: el de Dios.
—¿Por qué habla usted solamente de Dios? Se olvida usted de Satanás, míster Wandergood.
¡Y me lo decía a mí mismo! ¿Sabía ya todo el mundo que mi trono estaba vacante?
Incliné respetuosamente la cabeza y dije:
—¡Permita que sea yo el primero en besarle la mano, Majestad!
Magnus me miró furioso y hasta me enseñó los dientes como un perro que defiende su hueso.
¡Y aquel pigmeo enfurecido quería ser Satanás! ¡Aquel puñado de polvo, que se hubiera dispersado al
menor soplo del diablo, soñaba con encasquetarse en la cabeza mi corona!
Volví a inclinar aún más la cabeza, bajando los ojos. Sentía crecer en mí la llama del desprecio,
el deseo de risa sobrehumana, y no quería que se diera cuenta de ello aquel hombre que pretendía
sustituirme.
No recuerdo cuánto tiempo guardamos silencio; pero cuando nuestras miradas volvieron a
encontrarse, eran puras, inocentes, limpias como dos vasos de cobre.
Fue Magnus el primero en hablar.
—¿Entonces? -me dijo.
—¿Entonces? -repliqué.
—¿Dispone usted que se dé dinero al rey destronado?
—El dinero está a su disposición, amigo mío.
Magnus me miró perplejo.
—¡No vale la pena! -resolvió al fin-. Es un milagro demasiado viejo y hace falta mucha fuerza de
la policía para obligar a la gente a creer en él. Ya haremos otro más interesante.
—¡Ah!, sin duda. Nosotros hemos de hacer algo mejor. De modo que, ¿dentro de quince días?
—Sí, poco más o menos —respondió Magnus con amabilidad.
Al separarnos cambiamos un efusivo apretón de manos.
Dos horas después el rey destronado nos enviaba dos condecoraciones: una para cada uno; a mí una
estrella muy grande y a Magnus no sé qué.
Finalmente sentí lástima de aquel imbécil ex rey, emperrado, costara lo que costase, en continuar
representando su papel.

98
16 de abril de 1914
Roma
María no se encuentra bien. Me lo ha dicho Magnus. Pero luego supe que no era verdad; no sé
por qué motivo, él no quiere que yo la vea. ¿Qué es lo que teme?
Una vez más, estando yo fuera ha venido a verlo el cardenal X.
Ya no me habla del “milagro”.
Tengo mucha paciencia, y espero. He encontrado una nueva distracción que me hace pasar muy
bien el tiempo. Son los museos de Roma. Al principio me parecían muy aburridos, pero he acabado
por encontrarles gusto y me paso en ellos la mañana entera, como un yanqui consciente que acabara,
ahora mismo, de enterarse de la diferencia entre la escultura y la pintura.
No llevo conmigo el Baedecker y estoy muy contento de no entender una palabra de mármoles
ni de cuadros. Me gustan y asunto concluido.
Encuentro un placer en que los museos despidan un olor que me recuerda el del mar. ¿Por qué
el del mar? No lo sé. Además, en esos museos ¡hay tanto espacio! ¡Más que en la campiña! En la
campiña veo únicamente el espacio que atraviesan los trenes y los automóviles; mientras que en los
museos nado a través del océano de los tiempos. Ante mí se abren siglos y siglos ¡y el horizonte es
tan inmenso!
Lo que también me gusta de los museos es que allí se conserva, con todo respeto, un pedazo de
pierna de mármol o una sandalia de piedra con un trozo de dedo roto. Como asno de Illinois, no puedo
comprender qué puede tener de particular aquel trozo de pierna o de dedo, pero tengo fe en el gusto
artístico de los que lo conservan, y me siento conmovido por la parsimonia humana.
¡Consérvenlo, consérvenlo bien! Uno puede romperse sus piernas vivas, ¡pero cuidado con los trozos
de pierna de mármol! Es muy hermoso eso de irlos guardando cuidadosamente dos mil años
seguidos, mientras se van sucediendo, una tras otra, las generaciones humanas.
Cuando, desde las calles romanas, en las que cada piedra reluce bañada por el sol de abril,
entro en un sombrío museo, aquella luz me hace el efecto de algo particular, más especial que los
rayos del sol. Si la memoria no me es infiel, ésa es la luz que emana de la eternidad. Además, todos
esos mármoles han estado absorbiendo, durante su larga existencia, tanta cantidad de sol como
absorbe whisky un inglés de buena cepa, y cuentan ahora con tantas reservas de luz, que no temen
ni a la noche más negra. Yo tampoco tengo miedo de esa maldita noche cuando estoy junto a esos
mármoles. ¡Consérvenlos bien, hombres; consérvenlos bien!
Eso es lo que se llama arte. Sí, realmente eso es el arte; tú, Wandergood, eres un burro. Claro
que eres un hombre civilizado; miras el arte con el mismo respeto que suele tenerse por una religión
ajena, pero no entiendes del asunto más de lo que podía entender el asno sobre el cual hizo Jesucristo
su entrada en Jerusalén.
“¿Y si de pronto estallara un incendio?” Me vino ayer esa extraña idea, mientras me paseaba
por uno de estos museos. Ese pensamiento me estuvo intrigando tanto durante el día, que fui a

99
comunicárselo a Magnus. Pero él estaba preocupado por cosas muy diferentes y al principio no me
entendió.
—-¿¿Qué es lo que tanto le preocupa a usted, Wandergood? ¿Quiere asegurar contra incendios
al Vaticano? ¿De qué se trata? Vamos, hable con claridad.
—¿Asegurar contra incendios? -exclamé con indignación-. Usted es un bárbaro, Tomás Magnus.
Al fin acabó por comprender. Con sonrisa bonachona desperezó sus miembros fatigados, bostezó
y me puso delante un papel.
—Parece que, en efecto, viene usted de Marte, mi querido Wandergood. Dejemos eso en paz. Y
hágame el favor de firmar este documento. Ya es el último.
—Lo firmaré, pero va a ser con una condición.
—¿Cuál?
—Que su explosión no toque para nada al Vaticano.
Él volvió a sonreír.
—¿Tanto empeño tiene usted en conservar intacto el Vaticano? En este caso, más le vale no
firmar. En general, Wandergood -añadió ya en tono serio-, si usted tiene miedo a la destrucción, es
mejor que nos separemos antes de que sea demasiado tarde. En mi teatro no hay lugar para
lamentaciones; el drama que represento no está hecho para señoritas yanquis sentimentales.
—En fin, si usted quiere...
Firmé, rechazándolo con la mano.
—Según parece, ha tomado con toda seriedad el papel de Satanás, querido Magnus, y se enfoca
de lleno a su trabajo.
—¿Pero es que Satanás también tiene deberes? ¡Pobre Satanás! En este caso, no quiero encarnar
ese personaje.
—¿Usted no quiere ni lamentaciones ni deberes?
—Eso, ni lamentaciones ni deberes.
—¿Entonces qué?
Con sus ojos centelleantes me echó una rápida mirada y respondió con una breve palabra que
cortó el aire en dos ante mí.
—¡Voluntad!
—¿Y... la corriente de alta tensión?
Tuvo una sonrisa de condescendencia.
—Me alegro mucho, señor Wandergood, de que se acuerde tan bien de mis palabras. Un día eso
puede serle de utilidad.
No sé por qué, en aquel momento, sentí un gran deseo de golpearlo en mitad de la cara. Pero,
en lugar de esto, me incliné cortés y profundamente, disponiéndome a marcharme.
Él me detuvo señalándome con un ademán amable el sillón.
—¿Adónde se va a ir usted? Siéntese un momento. ¡En estos últimos días nos vemos tan poco!
¿Qué tal esa salud?
—Gracias, muy bien; me encuentro admirable. ¿Y cómo está la signorina María?

100
—Continúa delicadilla. Pero no será nada. Nada más que unos cuantos días de paciencia, y
usted...
Se interrumpió y no terminó la fiase.
—¿De modo que le han gustado los museos de Roma, Wandergood? Antes, también yo solía
consagrarles mucho tiempo y mucha atención... Sí, me acuerdo muy bien... ¿No le parece a usted,
querido amigo, que el hombre, en masa, es decir, en colectividad, es un ser abominable?
Lo miré muy sorprendido.
—No comprendo, Magnus, qué relación puede haber entre los museos y la observación que me
acaba usted de hacer. Al contrario, los museos me han mostrado al hombre bajo una nueva luz, más
bien favorable.
Él se rió ligeramente.
—¡Ah! ¡Siempre el amor por la humanidad! Bueno, bueno, Wandergood, no se incomode. Era
una broma... Ya ve usted, todo lo que el hombre hace es hermoso en su plan, pero abominable en la
creación definitiva. Tome usted, por ejemplo, el plan del cristianismo, con el Sermón de la Montaña,
las azucenas, las espinas y su gran sencillez. ¿No es verdad que es muy hermoso? Pero si en vez del
croquis mira usted el cuadro definitivo, con sus sacristanes, sus hogueras para quemar a los herejes,
y el cardenal X... resulta algo que verdaderamente repugna. Y en todo ocurre igual: el que empieza
es un genio, pero el que lo acaba es un idiota o un animal. La ola que viene
a dar contra la playa es pura y fresca; pero cuando vuelve al mar, ya vuelve sucia, lleva trozos
de corcho, de conchas, de toda clase de porquerías. Todos los principios son buenos: el principio del
amor, los comienzos del Imperio romano, el inicio de la gran Revolución. Pero ¡fíjese luego cómo
acaba todo! Si bien un individuo aislado a veces puede terminar sus días de forma hermosa, lo
mismo que los empezó, las masas, míster Wandergood, acostumbran terminar la misa más solemne
con una impudicia o una abominación cualquiera. ¡Créame usted!
—¿Y cuál será la razón, Magnus?
—¿La razón? Yo creo que reside en la naturaleza misma del hombre, que es un animal perverso,
limitado, inclinado a la locura, que se contamina fácilmente con todas las enfermedades y que posee
el don de convertir las vías más despejadas en callejones sin salida. Hablo, por supuesto, del hombre
masa, del hombre colectivo, y, precisamente porque es tan malo y tan estúpido, su arte es
infinitamente superior a su vida.
—¡No lo comprendo a usted!
—Sin embargo, es bien comprensible. En el arte es el genio el que empieza y es también quien
lo termina. ¿Comprende usted el genio? Un imbécil, un miserable imitador, un pobre de espíritu es
incapaz de cambiar algo en los cuadros de Velázquez, en las esculturas de Miguel Angel o en ios
versos de Homero. Lo único que puede hacer es destruirlos, romperlos o quemarlos; pero para
rebajarlos hasta su propio nivel es impotente. Por eso detesta el verdadero arte. ¿Comprende usted,
Wandergood? Sus garras no tienen fuerza para eso.
Magnus trazó en el aire un amplio ademán con su gran mano blanca y se echó a reír.
—Pero, si es así, ¿por qué guarda y conserva con tanto cuidado las obras de arte?

101
—No es él quien las guarda y conserva. Es una casta especial de guardianes la que lo hace...
¿No ha observado que
la gente no suele encontrarse en su ambiente dentro de ios museos?
—¿De qué gente habla usted?
—¡De la que va a verlos! ¡Del público! Lo más raro en esto no es la estupidez del hombre
colectivo, sino que el genio rinde culto a esos imbéciles, los califica de protectores suyos y procura
ganar su cariño. El genio no comprende que su semejante es únicamente otro genio y abre sus brazos
a todo animal bípedo, que se aprovecha de este abrazo... para robarle el reloj. Sí, mi querido
Wandergood; eso es muy raro y me temo...
Calló, quedándose perplejo, con la vista fija en el pavimento; así es como los hombres
contemplan el fondo de su propia tumba.
Comprendí a lo que tenía miedo aquel genio, y una vez más me incliné ante aquel espíritu
satánico que, en todo el mundo, no quería conocer sino su propia persona y su voluntad. Era un dios
que no estaba dispuesto, en modo alguno, a compartir su poder ni con el Olimpo. ¡Y qué desprecio por
la humanidad! ¡Qué falta de estimación para mí! ¡He ahí un maldito puñado de polvo, capaz de hacer
estornudar al mismísimo demonio!
¿Sabes tú cómo acabó aquella velada? Pues agarré a mi devoto Toppi por el cuello y lo amenacé
con fusilarlo en el acto si se negaba a emborracharse conmigo.
Y nos embriagamos como dos cocheros. La cosa empezó en una taberna indecente llamada
Gambrinus y terminó en una serie de chamizos nocturnos, en los que hice beber a toda una recua de
bandidos de ojos negros, de mandolinistas y de cantores que me habían compuesto canciones sobre
María. Bebí lo mismo que un cowboy que, después de un año de rudo trabajo en el campo, cae de
pronto en una ciudad con todas sus tentaciones. ¡Al cuerno los museos!
Recuerdo haber gritado constantemente, moviendo ios brazos y jurando; pero jamás he sentido
por mi pura María un amor tan tierno, tan dulce y tan doloroso como en aquella pesada atmósfera de
hediondas tabernas, impregnadas de olor a vino, a naranjas y a grasa frita; entre bandidos de caras
barbudas, rebosantes de avidez y deseo, y en medio de aquel melancólico sonar de las mandolinas,
que parecía abrirme hasta el fondo el paraíso y el infierno.
Me acuerdo vagamente de haber abrazado a asesinos que mantenían una actitud solemne y muy
afectuosa hacia mí. Les perdonaba a todos en nombre de María.
Me acuerdo también que propuse a toda aquella gente ir a continuar la francachela al Coliseo,
en el mismo sitio donde en otro tiempo murieron los mártires. No sé exactamente por qué no llegó a
realizarse esta propuesta; probablemente a causa de dificultades puramente técnicas.
¡Había que ver a Toppi! Estaba admirable. Al principio estuvo largo tiempo embriagándose sin
pronunciar una palabra, como podía hacerlo un obispo borracho en su habitación.
De repente se puso a demostrar sus habilidades y a mostrar sus extravagancias; se colocó una
gran botella de Chianti en la punta de la nariz y se vertió todo el vino en la cara; quiso hacer juegos
de manos, pero los bandidos descubrían en seguida la trampa y le repetían el juego; anduvo a cuatro
patas, cantó canciones de iglesia, lloró y, por fin, con toda franqueza, confesó que él era el diablo en

102
persona.
Al regresar a pie a mi suntuoso palacio, Toppi y yo íbamos como dos estudiantes un poco alegres;
hacíamos zigzags interminables y tropezábamos contra las paredes y los faroles. Toppi quiso meterse
con los agentes de policía, pero, conmovido por su cortesía, acabó por darles su bendición como un
buen pastor.
—Idos y no pequéis más —les decía, en tono muy serio.
Luego me confesó, llorando, que estaba enamorado de una signora, que su amor era
correspondido, y que se veía obligado a renunciar a la carrera eclesiástica, porque el amor terreno no
es compatible con el culto de Dios. Después de hacerme esta confesión, se tendió en el umbral de la
puerta de una casa y se durmió en seguida. Lo dejé dormir en paz y continué mi camino.
¡María, María! ¡Si supieras cómo sufro! Aún no he rozado tus labios. Ayer no tocaron los míos
sino el rojo vino. ¿De dónde provienen las huellas ardientes que hay en ellos?
Ayer te coroné de flores arrastrándome ante ti, de rodillas, Madona. Ni siquiera me atreví a tocar
la orla de tu vestido. ¡Y hoy ya no eres para mí más que una mujer, y te deseo! Mis manos tiemblan.
Con una ansiedad rebosante de rabia, pienso en los obstáculos, en las paredes, en las puertas y
en los umbrales que nos separan.
¡Te quiero! ¡Te deseo!
Al mirarme en el espejo no he podido reconocer mis propios ojos; los cubría una especie de
incierto velo. Mi respiración es pesada e irregular. Todo el día mi lascivo pensamiento revolotea en
torno de tu pecho desnudo. Todo lo he olvidado por ti.
Estoy dominado por un poder extraño, misterioso. ¿Qué poder es éste? Me oprime como las
tenazas oprimen el hierro enrojecido; me siento ahogado y cegado por mi propio calor y por las
centellas que irradia el fuego de mi alma, ¿Qué haces tú, hombre, cuando te sucede una cosa así?
¿Buscas a la mujer y te arrojas sobre ella? ¿La violas? Imagine pues, que estamos a altas horas de la
noche. María está cerca de mí; puedo deslizarme suavemente, sin hacer el menor ruido, hasta su
cuarto... ¿Que grita? ¿Que se defiende...? ¡Poco me importa! Y si acude Magnus y trata de cerrarme
el paso, lo mato...
¡Qué tonterías!
Pero dime, ¿qué poder terrible es ése? Tú debes saberlo, ¡hombre!
Por la tarde, huyendo de mí mismo y de María, he rodado de calle en calle. Pero fue contraproducente;
por doquiera veía hombres y mujeres, mujeres y hombres. ¡Como si nunca los hubiera visto hasta entonces!
Todos me parecían estar desnudos. Estuve largo tiempo en el Pincio, esforzándome en comprender lo
que es la puesta de sol, sin poder lograrlo; ante mí iban pasando en interminable desfile hombres y mujeres
que se miraban mutuamente a los ojos. ¿Qué es una mujer? ¡Explícamelo, hombre!
Una mujer muy hermosa iba sentada en su automóvil. Su pálido rostro se teñía ligeramente de púrpura
a los rayos del sol poniente; en sus orejas fulguraban, como chispas, dos brillantes. Miraba al sol. El sol, a su
vez, la miraba a ella, y eso era todo. Pero para mí resultaba un tormento insufrible; mi corazón se sintió de
pronto oprimido por tanta tristeza, por tanto amor, como si la muerte ya se estuviera cerniendo sobre mí. Y
en el fondo, tras aquella mujer, se dibujaban muchos árboles verdes, casi negros...

103
¡María! ¡María!

104
19 de abril de 1914
Isla de Capri
El mar está sumamente tranquilo.
Desde la alta ribera he estado contemplando por largo tiempo una barca que parecía estar inmóvil,
paralizada, en medio de la inmensidad azul. Sus velas blancas también estaban inmóviles; daba una sensación
de completa felicidad. Y de nuevo la inmensa tranquilidad envolvía mi alma, y el santo nombre de María sonaba
en mi corazón como una campana distante en una orilla apartada.
Luego me tendí sobre la hierba, con la cara vuelta hacia el cielo. Mi dorso recibía el calor de la amorosa
tierra; mis ojos cerrados se tostaban bajo un calor tan fuerte, que parecía que yo hubiese metido la cabeza
dentro del mismo sol.
A tres pasos de mí se abría un profundo abismo, donde era imposible aventurar una mirada
sin sentir el vértigo. La proximidad de aquel abismo me daba la impresión de estar suspendido en
el aire. Respiraba con deleite el perfume de la hierba y de las flores primaverales de Capri. También
sentía el olor de Toppi, que estaba tendido a mi lado; cuando este idiota se calienta al sol, empieza
a transpirar un intenso olor a azufre. Toppi se ha puesto muy moreno con el sol, como si se hubiera
tiznado la cara de carbón. En suma, ahora se ha convertido en un viejo diablo muy agradable.
El lugar donde estábamos tendidos se llama Anacapri y constituye la parte alta de la isla.
Cuando empezamos a bajar, el sol ya se había ocultado. La pálida luna apareció en el cielo; el
aire estaba tranquilo y plácido; algunos enamorados tocaban la mandolina y me parecía que todos
murmuraban el nombre de María. ¡Por todas partes María!
Mi amor estaba envuelto en una gran placidez, en la pereza de luz de luna; como las blancas
casitas que se amontonaban allí abajo.
En una casita así había vivido en otro tiempo María, y pronto, dentro de cuatro días, yo la iba a
llevar de nuevo a una casita blanca, parecida.
La elevada muralla, a lo largo de la cual va bajando por el camino, nos ocultó la luna. En un nicho
abierto, a través de ella, de repente vimos una imagen de la Madona que se alzaba sobre el camino y
el matorral. Ante ella ardía una lámpara mortecina. En aquel silencio emocionante, la Madona parecía
tan viva, que al verla no pude evitar un estremecimiento.
Toppi bajó la cabeza y murmuró un rezo. En cuanto a mí, me quité el sombrero y pensé: “Así
como tú te levantas sobre esta inmensa cúpula llena de luz de luna y de mil encantos misteriosos, ¡oh,
Madona!, así reina María sobre mi alma...”
¡Basta! Aquí empieza otra vez lo extraordinario, y me callo.
Luego beberé agua y después me iré al café a oír el concierto de algunos célebres mandolinistas
napolitanos. Toppi preferiría que lo fusilaran a acompañarme; le atormentan los remordimientos de
conciencia. Me alegro infinitamente de poder pasar la noche solo.

105
24 de abril de 1914
Roma, Palazzo Orsini
Es de noche. Mi palacio está silencioso y muerto; como si también fuera una de tantas ruinas de
la vieja Roma. Tras la gran ventana se extiende el jardín; a la luz de la lima parece un jardín fantasma;
la vaga columna de su fuente semeja un espectro sin cabeza, vestido con una coraza de plata. Apenas
oigo el murmullo de esa fuente a través de los gruesos cristales de la ventana; se diría que es la voz
del jardín nocturno, que murmura.
Sí, todo esto es muy hermoso y respira... ¿cómo diríamos?... ¡Amor!
Por supuesto que sería delicioso pasearme al lado de María sobre la arena azul de los senderos
pisando nuestras propias sombras. Pero me siento conmovido y mi emoción es aún mayor que mi
amor, de modo que lo envuelve y lo encubre.
Procurando no hacer ruido, voy de un lado a otro de la habitación, me paro junto a las paredes,
aplico el oído a todos los rincones, esforzándome en oír algo... algo muy lejano, distante a millares de
kilómetros de mí. ¿O es que lo que quiero oír está sólo grabado en mi memoria y se refiere al pasado?
¿Acaso esos miles de kilómetros de que estoy hablando serán únicamente los miles de años de mi
existencia?
Te haría reír si vieras mi atavío. Mi correcto traje americano de pronto se me ha hecho
insoportablemente pesado, y después de desnudarme me he puesto un traje de baño. Mi figura se ha
adelgazado, así, de repente, haciéndose más alta y más flexible. He ensayando durante mucho tiempo
esta flexibilidad corriendo por la habitación y cambiando de dirección a cada paso, lo mismo que un
murciélago. Mis músculos se sienten ansiosos de movimiento; están sumamente excitados. No sé lo
que quieren.
Pero pronto he sentido frío, he cambiado nuevamente de traje y me he sentado en la mesa a
escribir. Además, he bebido un vaso de vino y he cerrado las cortinas para no seguir viendo el jardín
blanco. Luego he examinado y cargado mi browning, que llevaré conmigo mañana, cuando vaya a
sostener con Magnus una conversación amistosa.
Tomás Magnus tiene ahora colaboradores. Así es como llama él a unos señores que son
desconocidos para mí que se apartan respetuosamente cuando yo paso, pero sin saludarme, como si
estuviéramos en la calle y no en mi casa. Cuando me fui a Capri no eran más que dos; ahora que he
vuelto ya son media docena, según me ha dicho Toppi, y todos viven en casa.
A Toppi no le gustan, y a mí tampoco. Se diría que no tuvieran cara; por más esfuerzos que hago
no me puedo acordar jamás de la fisonomía de ninguno de ellos, a pesar de haberlos visto a todos.
—Son mis colaboradores -me ha dicho hoy Magnus, con una ironía en el tono que ni siquiera se
ha tomado la molestia en disimular.
—Pues debe decirles que están muy mal educados. '
—¿Por qué?
—Porque cuando me encuentran ni siquiera me saludan.

106
—Pues se equivoca, míster Wandergood. Precisamente por estar muy bien educados no se
atreven a saludarlo sin haber sido presentados... Son gente muy educada. Además, mañana lo sabrá
usted todo... No, no frunza usted el entrecejo y tenga un poco de paciencia. No falta más que una
noche.
—¿Cómo está la signorina María?
—Mañana ya estará bien.
Me puso la mano en el hombro y, acercando descarada' mente sus ojos malignos a los míos, me
preguntó:
—Y de la fiebre amorosa, ¿qué?
Quité su mano de mi hombro y exclamé de muy mal talante:
—Señor Magnus, yo...
—¿Qué?
Me miró muy serio y me dio la espalda tranquilamente.
—Hasta mañana, míster Wandergood.
¡Para eso había yo cargado mi revólver!
Aquella misma noche me trajeron una misiva de Magnus. Era una carta de excusas; me explicaba
su conducta de hace un momento; se debía a su estado de nerviosismo y me aseguraba que tenía en
el mayor aprecio mi amistad y no tenía más ideal que merecer mi confianza. También reconocía que
sus colaboradores habían sido, en efecto, mal educados.
Estuve contemplando mucho tiempo aquellos renglones, mal pergeñados, como escritos a toda
prisa; la palabra confianza. estaba subrayada. Entonces sentí el deseo de llevar conmigo, para cuando
volviese a hablar con Magnus, no un revólver, sino un cañón de tiro rápido.
¡Una noche nada más! ¡Pero era tan terriblemente larga!
Sin duda me amenaza un peligro. Lo presiento. Mis músculos lo saben y por esto se hallan tan
excitados. Ahora lo comprendo. Acaso tú creerás que lo que yo tengo es, sencillamente, miedo. Pues
te juro por la salvación eterna que te equivocas. Hace algún tiempo tenía, sí, miedo de todo: de la
oscuridad, de la muerte, del menor dolor; pero ahora no tengo miedo de nada. Mi miedo ha
desaparecido por completo y lo que siento es un extraño malestar.
Heme aquí en tu Tierra, hombre, pensando en otro hombre, que es muy peligroso para mí, que
soy igualmente hombre. Y allá lejos reina sobre el mundo la luna y la fuente murmura detrás de la
ventana. Cerca de mí, separada sólo por unas paredes y unas puertas, se encuentra María, a la que
yo amo. Conmigo tengo una botella de vino y un vaso. ¡Y eso es la vida! La tuya y la mía. ¿Será
imaginación mía eso de que en otro tiempo yo fui Satanás? No; todo esto -la fuente, María y hasta
mis pensamientos acerca del homunculus llamado Magnus- no existe. No es más que pura fantasía. En
vano interrogo a mi memoria; ella permanece muda y me es imposible abrir el libro encantado que
esconde todos los misterios de mi existencia pasada.
Reúno todas mis fuerzas para penetrar con mi vista esa profundidad tranquila y lejana, y nada
veo a través de la niebla que ha envuelto mi vida. Tras esa densa cortina está mi patria; pero me
parece que he olvidado ya el camino que conduce a ella.

107
He vuelto a adoptar la malísima costumbre de míster Wandergood, de beber cuando estoy solo,
y estoy borracho como una cuba. No importa, será la última vez; además, lo he hecho adrede. Después
de lo que he visto hace un momento, ya no quiero ver nada más. He querido echar una mirada a mi
jardín blanco e imaginarme el efecto que causaría si me paseara con María por la arena azul de los
senderos. Apagué la luz de mi alcoba y abrí por completo las cortinas. El jardín blanco apareció ante
mí como una visión fantástica, e imagina que, por uno de los azules senderos, he visto ir, uno al lado
de otro, a un hombre y a una mujer. ¡La mujer era María! Iban despacio, pisando sus propias
sombras... ¡Y el hombre la abrazaba...!
El cronómetro de mi pecho se puso a golpear furiosamente; hasta me pareció que se me caía al
suelo y se rompía. Al fin reconocí al hombre; era Magnus, nada más que Magnus, el amigo Tomás
Magnus, su padre, que ¡maldito sea con sus paternales caricias! ¡Tal fue el susto que me dio!
¡Qué amor más profundo sentí entonces por María! Me arrodillé delante de la ventana y extendí
hacia ella mis dos manos... Una cosa así no la he visto más que en el teatro. Pero no importa; desde
el momento en que estaba yo solo, y por añadidura casi desnudo, ¿por qué no había de permitirme
esa actitud sentimental? ¡Madona...! ¡Madona...!
Y volví a cerrar las cortinas.
Con un cuidado exquisito, con infinitas precauciones, como si cogiera una fina tela de araña o un haz de
rayos de luna, tomaré esta visión y la colocaré en mis sueños de esta noche, suavísima, delicadísimamente...

108
Capítulo 4

25 de mayo de 1914
Italia
Si tuviera a mi servicio, en vez de la pobre palabra humana, toda una orquesta, haría vibrar y
tronar todo el cobre. Haría levantar al cielo sus trompas relucientes para que ensordecieran el aire
largo tiempo con su formidable trompeteo, capaz de erizar los cabellos sobre las cabezas y hacer huir
espantadas a las nubes.
No quiero violines engañosos; odio esa quejumbre dulzona de la cuerda, herida por embusteros
y explotadores. Mi garganta es una trompa de azófar, mi aliento un huracán que penetra por todas las
rendijas. Todo yo trueno, rechino y resueno como un manojo de hierros sacudidos por el viento.
Pero, ¡ay!, mi voz no suena siempre a furioso rugido ni a metálico rimbombe de trombón; a veces
no es más que el gemido lastimero del hierro viejo arrastrado o el suspiro doloroso de los árboles,
acogotados en pleno invierno por el viento maligno, ese viento frío y despiadado que hiela el corazón
y el cerebro.
En mí, todo lo que podía arder ya está carbonizado. ¿Quise representar una comedia...?, pues
mira ahora los restos del teatro incendiado. Todos los actores también han perecido en el siniestro.
Todos han muerto y por las brechas del teatro destruido puedes ver la verdad cruel y abominable en
sus andrajos de mendigo.
Encarnado en hombre, llegué a balbucear algo de amor; tendía mis brazos para abrazar a los
hombres. ¡Qué abominación! Lo juro desde mi trono: si durante algún tiempo he estado animado por el Amor,
desde este día soy el Odio, y 1o seguiré siendo eternamente.
Por hoy ya es bastante. Hacía mucho tiempo que no escribía y necesito volver a acostumbrarme a este
insulso trabajo a tu lenguaje sin fuerza ni relieve. He olvidado ya las palabra que se estilan entre la gente de bien,
cuando han sido vencidos Vete, amigo, vete. Hoy me siento una trompa de metal, y ti eres en mi garganta como
una espina que quisiera echar fuera ¡Vete, anda! ¡Déjame solo!

109
26 de mayo de 1914
Italia
Hace ya un mes que Tomás Magnus me ha hecho explotar. Así como suena: explotar. Fue hace
un mes, en la santa ciudad de Roma, en el palacio Orsini, que albergaba antes a un multimillonario
llamado Henry Wandergood- ¿Te acuerdas de aquel buen yanqui, con su eterno puro en la boca y sus
dientes de oro? ¡Ah! Ya no está con nosotros. Murió repentinamente, y harías una buena obra si
encargaras una misa por el descanso de su alma. Aquella alma de Illinois necesita que recen por ella.
Pero volvamos a sus últimas horas. Procuraré ser preciso en mis recuerdos, para contarte no
sólo las sensaciones que experimenté aquella noche memorable, sino todas las palabras que salieron
de su boca.
Sí, fue en las primeras horas de la noche, a la luz de la luna.
Es muy posible que, a pesar de toda mi buena voluntad, no me sea posible repetir, de un modo
exacto, todas las palabras que dijo; pero en todo caso serán las que me parece a mí haber oído. Si a
ti te han golpeado alguna vez, comprenderás, amigo mío, lo difícil que es llevar cuenta de todos los
golpes recibidos. Ya sé que eres lo bastante-inteligente y experimentado para comprenderlo.
Pues bien, vamos a asistir a los últimos momentos de Henry Wandergood, de Illinois, hecho
pedazos por el monstruoso Tomás Magnus y enterrado... por María.
Después de la agitada noche que te he contado antes, me levanté en la mañana, completamente
tranquilo e incluso alegre. Probablemente me encontraba bajo la acción de los rayos del sol matutino,
que penetraban por la misma gran ventana, por la cual la noche anterior mi alcoba se había inundando
de la luz fría y misteriosa de la luna. Ya comprenderás que entre la luna y el sol, hay una gran
diferencia. La luna me inspira siempre ideas negras; mientras que el sol...
Pero dejemos eso a un lado. Solamente quiero decir que por la mañana desperté de un humor
excelente. Tenía plena fe en la virtud de Magnus y esperaba en unas breves horas ser el hombre más
feliz de la Tierra. Tenía tanta más confianza en mi destino, cuanto que los colaboradores de Magnus
—¿te acuerdas de ellos?— me saludaron aquel día.
Un saludo parece en sí muy poca cosa y, sin embargo, puede tener gran trascendencia.
Ya sabes que yo tengo buenos modales y de seguro me creerás si te digo que, en mi exterior,
me mantuve todo el día frío y reservado como un verdadero gentleman, que, aun cuando acabe de
recibir una gran herencia, siempre sabe ocultar sus impresiones. Pero si hubieras aplicado tu oído
contra mi chaleco, habrías oído en mi corazón violines que tocaban allegros. Tocaban melodías de amor,
¿comprendes?
Así, con el corazón lleno de violines, al fin entré a ver a Magnus. E1 sol ya se había ocultado y
su lugar había sido ocupado por la luna. Magnus estaba solo. Durante bastante tiempo nos estuvimos
mirando en silencio, un silencio que parecía prometer una agradable conversación.
Fui el primero en tomar la palabra.
—¿Cómo está la signorina!
Pero él me interrumpió:
—-Va a ser necesario sostener una conversación muy penosa, míster Wandergood. ¿No se
molestará usted?

110
—¡Oh, no! ¡De ninguna manera!
—¿Quiere usted un poco de vino? A pesar de que no sea necesario, tomaré un sorbito; pero es
preferible que usted no beba nada. ¿No es verdad, Wandergood?
Se rio, escanciándose vino en su vaso, y pude comprobar, con satisfacción, que también él estaba
muy agitado; sus grandes manos blancas de verdugo temblaban visiblemente.
No podría decirte el momento exacto en que, en mi corazón, se callaron los violines; pero creo
que fue el siguiente.
Magnus bebió de forma seguida dos vasos de vino y continuó con sus preliminares.
—Sí, vale más que usted no beba, Wandergood. Conviene que su conciencia se mantenga serena,
sin el menor empaña- miento. ¿No ha tomado nada hoy? ¿Ni siquiera su whisky con soda? Eso está
bien. Se lo repito: es necesario que su espíritu se mantenga lúcido. Siempre he pensado que en
semejantes casos no se deben emplear nunca medios de anestesia, como los que se usan durante
las... las...
—¿Las vivisecciones?
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Eso, como en las vivisecciones. Ha retomado mi idea de manera admirable, Wandergood. Por
ejemplo, cuando se anuncia a una madre la muerte de su hijo, o bien... a un hombre muy rico que
está arruinado. Pero, ¿y la conciencia? ¿Qué hacer con la conciencia? No es posible mantenerla toda
la vida bajo la acción de un narcótico. ¿Comprende usted? Al fin y al cabo no soy un hombre tan cruel
como me creo a veces. El dolor que experimenta mi prójimo me produce ciertos estremecimientos
desagradables. Y eso es muy malo; un cirujano debe tener el pulso bien firme.
Se miró los dedos. No le temblaban ya, y prosiguió, sonriendo:
—Además, el vino produce un buen efecto en semejantes casos. ¡Ah, mi querido Wandergood!
Le juro por la salvación eterna, por la que usted es tan aficionado a jurar, que es muy desagradable
tener que causarle este pequeño dolor; pero hay que sobreponerse a las mezquindades, ¿no es verdad?
Hay que ser fuerte, muy fuerte. ¡Venga esa mano, amigo mío!
Tendí mi mano, y la de Magnus, grande y cálida, la envolvió, al estrecharla, como en un baño
termal cargado de corrientes eléctricas de alta tensión. Luego, suspirando ligeramente, como quien se
lamenta, la volvió a soltar.
—Pues bien, ¡ánimo, Wandergood!
Me encogí de hombros. Luego encendí un cigarrillo y pregunté:
—Su comparación del hombre rico a quien se anuncia de repente que está arruinado, ¿se refiere
a mí? ¿Realmente estoy arruinado?
Magnus me contestó lentamente, sin apartar de mis ojos su mirada:
—Si usted quiere, sí. Usted ya no tiene nada, absolutamente nada. Este palacio ya está vendido
y mañana mismo vendrán los nuevos propietarios a tomar posesión.
—¡Hombre! ¡Eso sí que es curioso! ¿Y mis miles de millones?
—Sus millones están en mi casa. Ahora son míos. Ahora yo soy un hombre muy rico,
Wandergood.

111
Hice pasar mi cigarrillo de un extremo de la boca al otro y pregunté de un modo expresivo:
—Y usted está dispuesto a tenderme generosamente la mano para ayudarme en mi miseria, ¿no
es verdad? ¡Es usted un explotador desvergonzado, Tomás Magnus!
—Es posible que usted tenga razón. Soy algo así o cosa parecida.
—¡Y un embustero!
—-También es posible. Ya lo ve usted, Wandergood; va a tener que variar su concepto de la vida
y de los hombres. Usted ha sido demasiado idealista.
—Y usted —repuse, levantándome- tendrá que cambiar de interlocutor. Permítame que me retire
para mandar, en mi lugar, a un comisario de la policía.
Magnus se echó a reír.
—No haga tonterías, Wandergood. Todo se ha hecho dentro de la legalidad. Usted mismo me
entregó todo lo que tenía; además, todo el mundo conoce su filantropía y nadie se extrañará de su
generosa acción. Claro está que usted podría hacerse pasar por loco, declarando que la entrega de su
fortuna me la hizo en un ataque de locura. En ese caso, sí; a mí me meterían en la cárcel, pero a usted
lo encerrarían en un manicomio. No creo que eso le resuelva nada, amigo mío. Es, pues, inútil que
acuda a la policía... Pero si eso le sirve de alivio, hágalo, o por lo menos hable de ello; en los primeros
momentos suele ser un consuelo... Pero conste que no me esperaba que tuviera usted unos nervios
tan poco firmes.
En efecto, no pude ni supe dominar mi excitación. Con ademán de ira eché mi cigarrillo a la
chimenea y luego medí con los ojos las dimensiones de la ventana y del cuerpo de Magnus. No, no iba
a poder echarlo por la ventana.
En aquel momento aún no tenía una idea clara de lo que significaba aquella pérdida total de mi
fortuna; por lo menos no me representaba bien las consecuencias concretas de aquella pérdida. Lo
que me indignaba y encolerizaba era el tono impertinente de Magnus y la despectiva condescendencia
que aquel taimado estafador manifestaba hacia mí. Y vi aún en perspectiva una nueva perturbación y
una nueva amenaza, como si el verdadero peligro no fuera lo que tenía ya delante de mí, sino que
viniera detrás a atacarme por la espalda.
No sabía adonde mirar y esto aumentaba aún más mi excitación, haciéndome perder los últimos
restos de mi sangre fría.
—¿De qué se trata, por fin? —exclamé, pateando con furia.
—¿De qué se trata? —repitió Magnus como un eco—. Yo mismo no comprendo claramente qué
es lo que lo pone a usted tan fuera de sí, Wandergood... Tantas veces como usted me ofreció su dinero,
tanto como insistió en que yo lo tomara... y ahora que lo tengo en mis manos, ¿quiere usted llamar a
la policía? ¡Claro está -añadió, sonriendo ligeramente- que en esto hay una pequeña diferencia!; Al
poner generosamente su dinero a mi disposición, usted creía seguir siendo, sin embargo, el dueño, el
dueño de la situación, por decirlo asi, mientras que ahora... ahora, amigo mío, tengo el derecho de
echarlo de esta casa, sin más ceremonias.
Lancé a Magnus una mirada expresiva. Él la contestó encogiendo sus anchos hombros, no menos
expresivo, y dijo con toda seriedad:

112
—Sobre todo, Wandergood, nada de hacer tonterías. Comprenda que, de los dos, el más fuerte
soy yo. No sea más tonto de lo que exige su situación.
—¡Usted es un ladrón sumamente desvergonzado, Tomás Magnus!
—¡Otra vez! ¡Pero, hombre, qué manía tienen estos espíritus sentimentales en buscar el consuelo
en las palabras! Tome usted un cigarrillo, siéntese y escuche lo que le voy a decir.
Hizo una pausa corta, se acomodó mejor en su sillón y continuó:
—Desde hace mucho tiempo necesitaba dinero, mucho dinero. En mi pasado, que usted no tiene
por qué conocer, he sufrido reveses que me han irritado. No veía en torno mío más que imbéciles y...
almas sentimentales. En una palabra, gente incapaz de comprenderme. Mi energía estaba presa como
un pájaro en una jaula; se veía impotente, paralizada. Tres largos años me pasé en esa maldita jaula,
en espera de una buena ocasión...
—¿Fue en la hermosa campiña...?
—Sí; la hermosa campiña romana fue la rendija donde me metí a preparar mi tela de araña, en
espera de que cayera en ella una mosca muy gorda. Y ya había empezado a perder la esperanza,
cuando apareció usted... Me encontré entonces en una situación comprometida, y no sé qué palabras
emplear para explicarle...
—No se preocupe; puede hablar con toda franqueza.
—Gracias. ¿Me permite que lo tutee...? Muchas gracias; me resultará más cómodo. Pues bien,
hijo, escucha: Con tu amor por el género humano y tus ganas de representar tu comedia, como la
calificabas tú mismo, me pareciste un tipo curioso, curiosísimo. Durante mucho tiempo estuve dudando
y preguntándome qué es lo que serías tú: si un tonto como hay pocos, o un pillo como yo. Porque,
¿sabes?, asnos así tan extravagantes son rarísimos y es muy natural que al principio hagan dudar,
aun a trúhanes tan redomados como este cura. ¿No te incomodarás?
—De ningún modo.
—Pues bien. Cuando tú empezaste a insistir en que me hiciera cargo de tu dinero, al principio
creí que me tendías un lazo, pero, según iba pasando el tiempo, te observaba, te estudiaba y...
—Disculpa si te interrumpo un momento; entonces, tus libros, tus reflexiones solitarias sobre la
vida, la casita blanca en pleno desierto y, en fin, todas tus actitudes de eremita que huye de los
hombres, ¿no han sido más que una hábil mentira? Y el crimen a que solías aludir, las manchas de
sangre en las manos... ¿eran igualmente mentira?
—También en la vida he tenido que matar. Esto es verdad. En cuanto a mis reflexiones sobre la
vida, tampoco mentí... mientras esperaba tu llegada. Todo lo demás ya se entiende que era mentira;
una mentira burda, lo reconozco, pero... la culpa fue tuya; me demostraste una confianza tan cándida
y tan... estúpida, que no valía la pena inventar un embuste más fino y más hábil.
—¿Y... María?
Confieso que apenas tenía fuerzas para pronunciar aquel nombre; parecía que me apretaban la
garganta y me ahogaban.
Magnus me dirigió una mirada escudriñadora y prolongada y respondió:
—Ya llegaremos a ese punto delicado. Un poco de paciencia. ¡Cuidado con ponerte nervioso!

113
Hasta las uñas se te han puesto lívidas. ¿Te vendría bien un vasito de vino para calmarte un poco?
¿No? Pues nada, como quieras. Sobre todo, no pierdas el dominio sobre ti. Bueno, continúo: cuando
empezaste a... enamorar a María -por supuesto que eso no ocurrió sin un poco de intervención de mi
parte- me dije inmediatamente que tú eras...
—¡Un asno como hay pocos!
Magnus levantó su mano en señal de protesta.
—¡Alto ahí! Sólo fue al principio cuando me pareciste un poco... en fin, no bastante inteligente.
Pero luego... te hablo con toda franqueza, toda vez que ahora no tengo ningún interés en mentirte.
Sí, luego me persuadí de que no eras tan bruto como parecías. Y aún sigo con esta convicción. A
medida que te iba estudiando, me convencía cada vez más de que eras un muchacho inteligente,
Wandergood. El que tú me hayas dado tus millones no demuestra nada; las personas más inteligentes
a veces son engañadas por sonsacadores hábiles. No, no es el talento lo que a ti te falta. Tu desgracia
ha sido otra.
Yo tuve el valor de sonreír.
—¿Mi amor a la humanidad?
—No, amigo mío; no tu amor, sino tu desprecio por el género humano. Tú desprecias a los
hombres y, precisamente por eso, confías demasiado en ellos. ¿No lo comprendes? Me explicaré: tú
consideras excesivamente inferiores a ti a todos los hombres, tan poco inteligentes, tan impotentes,
que no les tienes ningún miedo. Tú tienes la convicción de que no pueden hacerte ningún daño; te
sientes dispuesto a acariciar a la sierpe venenosa sin sospechar que puede morderte mortalmente.
Pues ése es tu . error, amigo mío; hay que tener miedo a los hombres. Tú habías llegado demasiado
lejos con tu comedia. Tu palabrería en lo cjuc concierne a tu amor por la humanidad nunca llegué a
tomarla en seno; ya sabía yo que no sentías ni una centésima parte de tal amor. Pero,
desgraciadamente, tampoco los odiabas. ¡Ah, si tú fueras capaz de eso! Entonces me hubiera unido
de buena gana contigo y habríamos trabajado juntos. Pero tú no tienes ni amor ni odio; no sientes
más que desprecio por nosotros, los pobres hijos de la Tierra. Tú eres un terrible egoísta, Wandergood.
Cuando pienso en ese egoísmo, hasta empiezo a no sentir remordimiento por haberte robado. ¿De
dónde te viene ese desprecio?
—Es que aún estoy aprendiendo a ser hombre; pero a medida que lo aprendo, veo que los
hombres valen algo más que el desprecio mondo y lirondo.
—Bueno. Pues entonces sigue aprendiendo. Pero haces muy mal en llamar estafador a tu
maestro. Es una ingratitud; en lugar de estar agradecido por las lecciones que te doy...
—-¡Bueno! ¡Basta de conversación! ¿Entonces no voy a poder estar contigo?
—No, amigo mío; es imposible.
—¡Ah, vamos! ¡Tú sólo tomas mis millones! Bueno, ¿y aquel proyecto tuyo tan colosal de hacer
estallar la Tierra en pedazos, o algo por el estilo? ¿O esa también era otra mentira? No me cabe en la
cabeza que toda tu aspiración se haya reducido a fundar un Monte de Piedad o a convertirte en un rey
de los tejidos o de otra industria cualquiera...
Magnus me contempló con tristeza, casi con compasión, y respondió muy despacio:

114
—No, en esto no he mentido. Pero tú no puedes ser mi compañero de viaje. Detendrías mi
marcha tomándome por el brazo a cada momento. Aún no hace mucho has pronunciado una serie de
palabras inútiles: embustero, estafador, ladrón... ¡qué sé yo cuántas más! Es raro; todavía estás
aprendiendo a ser hombre y ya te hallas empapado, como una esponja lo puede estar de agua, de
todas esas tonterías. Cuando yo empezara a levantar la mano para golpear, tú, con tu desprecio, te
pondrías a gritar: “¡Basta! ¡Déjalos ya! ¡No es para tanto! ¡Ten compasión!”, etcétera, etcétera... ¡Ah,
si tú pudieras odiar! Pero no, tú eres excesivamente egoísta, hijo mío, y los egoístas no son capaces
de amor ni de odio.
—Bueno, ¡que el diablo te lleve con ese egoísmo! -exclamé—. Por bruto que sea, no soy más que
tú, ¡animal execrable! ¿Y por qué glorificas el odio de esta manera? ¿Qué encuentras de bueno en él?
Magnus volvió a fruncir el ceño.
—Ante todo, no hay que gritar. De lo contrario, te voy a echar de aquí. ¿Estamos...? Sí, quizá
tengas razón; quizá tú seas tan inteligente como yo; pero la causa humana, la que puede interesarnos
a nosotros los hombres, no es la tuya. ¿Comprendes bien? Trabajando para hacer estallar el mundo,
arreglo mis propios asuntos; mientras tú no aspiras más que a llevar la dirección de una fábrica que
no te pertenece. Que en esa fábrica se robe, que se estropee la maquinaria, eso a ti te importa poco,
con tal de cobrar tu dinero y que todos te saluden. Pero yo no puedo ver las cosas de igual modo. Todo
esto —hizo con la mano un amplio ademán— es mi fabrica, ¿entiendes? Y el robado soy yo. Sí, me
siento robado y vejado y precisamente por eso tengo almacenado mucho odio. Además, ¿qué habrías
hecho con tus millones si no te los hubiera quitado? Habrías construido invernaderos, palacios,
etcétera, y encima habrías procreado hijos para que continuaran esa obra estúpida. Habrías comprado
hermosos yates de dos chimeneas y joyas para tu mujer, ¿no es verdad? Eso es todo lo que se te
habría podido ocurrir. Mientras que a mí me pueden dar todo el oro que existe en la Tierra, para
echarlo por entero en el saco de mi odio. Porque me siento ofendido. Cuando por la calle te encuentras
con un jorobado le das una lira para que siga llevando su joroba, ¿no es así? Pues yo lo que deseo es
matarlo, quemarlo como a un árbol torcido. Cuando alguien te engaña o algún perro te muerde, ¿con
quién te vas a quejar? ¿Con la policía? ¿Con tu mujer? ¿Con la opinión pública? Pero si la mujer te
engaña con tu criado y la opinión pública no te comprende, y en lugar de darte la razón se ríe de ti,
entonces no te queda otro remedio que llevar tus quejas a Dios. En lo que a mí concierne no voy a
quejarme con nadie, no tengo a nadie con quien quejarme, y, en cambio, no perdono. ¿Oyes? No
perdono nunca. Únicamente los egoístas perdonan...
Yo escuchaba en silencio. Acaso por estar sentado demasiado cerca de la chimenea y tener la
vista fija en el fuego, las palabras de Magnus se confundían con el chisporroteo de la leña; se
encrestaban como ella por el fuego y como ella despedían chispas. Mi cerebro se sentía envuelto en
una niebla cálida, y aquel torbellino de palabras encendidas, ardientes, voladoras, acabó por hundirme
en una especie de semisueño extraño y lúgubre. Mi memoria iba, sin embargo, recogiendo, como un
eco lejano, lo que Magnus hablaba.
—¡Ah, si tú pudieras odiar! —decía—. ¡Si no fueras tan poltrón y tan pusilánime! Entonces te
tomaría por compañero de viaje y tendrías ocasión de presenciar un incendio tan formidable que sus

115
llamas secarían para siempre tus míseras lágrimas y quemarían hasta el aniquilamiento tu cursi senti-
mentalismo. ¿No oyes cuánto ruido hacen por todo el mundo los imbéciles? Es que están cargando los
cañones. El hombre inteligente sólo tiene que dar la señal para que los cañones empiecen a disparar...
Tú puedes contemplar cómo un estúpido cordero permanece al lado de una sierpe hambrienta, pronta
a devorarlo. Pero yo no. Yo no puedo contemplar impasible tanta mentira y tanto canallismo. Hay que
trastocarlo todo; la Tierra tiene necesidad de una sacudida formidable. ¿No ves que la verdad y la
mentira, puestas en contacto, provocan una explosión? Pues bien, yo quiero ser el que las junte. Por
lo demás, los hombres lo tienen ya todo preparado para esa explosión; a mí no me queda más que
terminar la obra, dar al cuadro la última pincelada... ¿Los oyes cómo cantan muy alegres? No barruntan
nada; pero ya los haré bailar, ¡y de qué manera! Ven, ven conmigo. ¿No querías representar un drama
y soñabas con hacerlo? Pues pronto vamos a poner en escena un espectáculo grandioso, como no se
ha visto aún. Pondremos en movimiento al mundo entero y millones de fantoches, dóciles a nuestro
mandato, se pondrán a danzar. Tú no sabes hasta qué punto son hábiles y bien hechos. El espectáculo
será admirable, te gustará...
En la chimenea resbaló un gran tizón, cayó al fondo y despidió un surtidor de brasas y centellas.
La llamarada casi se apagó y el hogar quedó rojo y lúgubre. Por la boca despedía un calor que me
tostaba la cara. De pronto imaginé con toda claridad el teatro del que Magnus me hablaba. Fue aquel
calor lo que me inspiró la visión. Oí un furioso redoblar de tambores, rimbombe de trompetería,
entrechocar de planchas metálicas, y al son de aquel estrépito que desgarraba los tímpanos, un payaso
regocijado se puso a andar cabeza abajo; luego se le hizo pedazos la cabeza a un pobre muñeco de
porcelana, luego a otro, luego a un tercero y a otros y otros más... Después vi el cajón de la basura
con dos piernitas calzadas con zapatitos de color rosa, que se asomaban y movían a compasión,
mientras los tambores continuaban su batir estruendoso: ¡Patatum, pa-ta-tum, pa-ta-tum!
Como quien habla en sueños, dije:
—Todo esto debe de hacerles daño.
Y escuché una respuesta indiferente y altanera:
—¡Es muy posible!
¡Pa-ta-tum! ¡Pa-ta-tum! ¡Pa-ta-tum!
—A ti, Wandergood, todo esto te tiene sin cuidado; pero a mí no. En una palabra, yo no puedo
permitir que todo bípedo miserable, pobre de espíritu, imbécil, lleve el título de “hombre”. ¡Ya hay
demasiados! Protegidos por la legislación y por los médicos, se reproducen como conejos. La muerte,
burlada, resulta impotente contra esta riada de hombres, o de seres que se llaman así; está aturdida,
sin fuerzas. Ha perdido la cabeza, no sabe por dónde anda. Sí, ¡odio a esos minúsculos seres humanos!
Me repugna andar por esta tierra dominada por esa casta maldita que no conozco ni quiero conocer.
Hace falta suprimir por algún tiempo todas las leyes que la protegen y dejar a la muerte plena libertad
de acción. Además, los mismos hombres lo harían solos. Sí, ló harían sin mí. Te equivocas si crees que
estoy animado por una crueldad particular. No, únicamente soy lógico. No soy más que la conclusión
del silogismo, el signo igual, el saldo total al pie de una larga columna de cifras. Puedes llamarme
Ergo, Magnus Ergo. Unos dicen: “dos y dos”, y yo contesto: “son cuatro”. Exactamente cuatro; ni más

116
ni menos. Imagínate que el mundo se quedase de repente, nada más que por un instante, paralizado,
inmóvil. Entonces verías el siguiente espectáculo: una cabeza sonriente, y encima, muy cerca, un
hacha levantada, dispuesta a caer sobre ella; un gran montón de pólvora y una chispa a punto de
hacerla explotar, aunque por el momento permaneciera inerte; un pesado edificio sostenido sólo sobre
una viga podrida; un pecho, y una mano fabricando una bala para él. ¿ Acaso soy yo quien ha
preparado todo esto? A mí no me queda más que mover la palanca y ¡zas!, inmediatamente el hacha
cae sobre la cabeza que sonríe y la raja; la chispa prende la pila de pólvora y se produce la explosión;
cruje la viga, se derrumba el edificio, y la bala atraviesa el pecho. Yo, Magnus Ergo, no he hecho más
que empujar con mi mano una palanca. ¡Yo, Magnus Ergo! Imagínate. ¿Sería capaz de
matar a nadie si en el mundo no hubiera más que violines y otros instrumentos de música?
Me eché a reír.
—¡Je, je! ¡Nada más que violines!
Magnus también se rió; su voz sonaba ronca y sus palabras caían pesadamente como piedras.
—¡Pero también tienen otros instrumentos! Yo me voy a servir de ellos. ¿Ves qué sencillo y qué
interesante?
—¿Y luego, Magnus Ergo?
—¿Después? ¿Acaso sé yo lo que podrá venir después? No veo más que esta página; no resuelvo
más que este problema. Ignoro qué es lo que habrá en la página siguiente.
—¿Acaso será otra vez lo mismo?
—Puede ser. También es posible que esa página sea la última. De todos modos hay que llegar al
total; el total es indispensable.
—Antes habías hablado de un milagro.
—Sí. El milagro es mi palanca. ¿No te acuerdas de lo que te conté una vez acerca de mi explosivo?
Prometo a los conejos que se transformarán en leones. ¿Ves? Un conejo no soporta la inteligencia. Si
a un conejo se le hace inteligente, se quejará de dolor. La inteligencia trae consigo la lógica. Y, ¿qué
puede traer de bueno la lógica para un conejo? No lo salvará, ciertamente, de su triste destino de ser
cazado y figurar en el menú de cualquier restaurante. A un conejo hay que prometerle la inmortalidad
por un precio módico, como hace mi amigo, el cardenal X, o bien, el paraíso terrenal. Verás entonces
qué energía, qué audacia, etcétera, etcétera, desarrollará mi pequeño roedor cuando yo, con el dedo,
le señale sobre el muro el sitio del paraíso, con sus jardines llenos de tentaciones.
—¡Sobre el muro!
—Sí, encima de un muro de piedra. Entonces toda su raza se lanzará al asalto. ¿Y quién sabe?
Sí, ¡quién sabe! Acaso la masa de asaltantes pueda llegar, incluso, a derrumbar el muro...
Magnus se quedó perplejo.
Yo me había levantado y contemplaba fijamente la explosiva cabeza de mi abominable amigo.
En su pétrea frente se dibujaron dos arruguitas candorosas, casi infantiles.
Me eché a reír y exclamé:
—¡Tomás Magnus! ¡Tomás Ergo! ¿Tú también crees?
Sin levantar la cabeza ni salir de su perplejidad, me contestó:

117
—¡Hay que hacer el experimento!
Pero yo seguía riendo. Una maligna ironía triunfal -quizá completamente humana- se iba
apoderando cada vez más de mí.
—¡Tomás Magnus! ¡Magnus Conejo! ¿Tú también crees? Entonces descargó con toda su fuerza
un puñetazo sobre la mesa y aulló como un loco:
-—¡Calla! ¡Ya te he dicho que hay que hacer el experimento! ¿Cómo voy a saber algo sin hacerlo
antes? Todavía no he estado en Marte, para ver desde allí la Tierra al revés. ¡Cállate, egoísta,
indecente! ¡Tú no entiendes nada de nuestras cosas! ¡Ah, si tú fueras capaz de odiar!
—¡Ya odio!
De pronto, de un modo absolutamente brusco, Magnus se calmó. Tomó asiento y me contempló
con una larga mirada escrutadora, desconfiada.
—¿Tú? ¿Odias? ¿A quién?
—¡A ti!
Me volvió a mirar con la misma atención y con igual duda sacudió la cabeza.
—¿Es verdad eso, Wandergood?
—Si son unos conejos, tú eres el más abominable de ellos, porque tú eres una mezcla de conejo...
y de Satanás. Tú eres un cobarde. El que seas un estafador, un bandido, un embustero y un asesino,
no impide que también seas un cobarde.
Yo esperaba algo más grande, amigo mío. Esperaba que tu inteligencia te elevara hasta el crimen
más monstruoso; pero hasta el crimen lo transformas en una especie de cobarde filantropía. Tú eres
tan lacayo como los demás. Eres sólo un lacayo a tu manera. ¡Esa es toda tu sabiduría!
Magnus dejó escapar un suspiro.
—Nada, no es eso; tú no comprendes nada, Wandergood.
—Y tú eres un cobarde. Sí, lo que te falta es valor. Si realmente eres Magnus Ergo, ¿me
entiendes? ¡Ergo!, tienes que ir hasta el fin. Entonces iré contigo... quizá.
—¿Es cierto eso? ¿Vendrás?
—¿Por qué no? Supongamos que yo encarne el Desprecio y tú el Odio: es lo más natural que
vayamos juntos. No temas que sea para ti un obstáculo ni que te vaya a contener la acción. Me acabas
de enseñar muchas cosas, querido monstruo, y me guardaré muy bien de tomarte el brazo, aunque lo
levantes contra ti mismo.
—¿No me traicionarás?
—¿Y tú? ¿No me matarás? ¿No es suficiente garantía? ¿Lo uno no vale lo otro?
Pero Magnus seguía meneando la cabeza con desconfianza y repetía:
—¡Me traicionarás! Yo soy un hombre vivo y tú hueles a cadáver. No quiero despreciarme a mí
mismo, porque entonces estoy perdido. No me mires. Mejor mira a los demás.
Me eché a reír.
—Bueno, no te miraré; miraré a los otros.
Magnus se volvió a poner perplejo y se quedó largo tiempo sumido en sus reflexiones. Luego me
echó una mirada furtiva y me preguntó con dulzura:

118
—¿Y María?
¡Maldito sea! Una vez más me había vuelto a echar la voluntad por tierra. Lo miré con ojos
despavoridos, como quien
se despierta a medianoche por las llamas de un incendio. Tres altas oleadas me pasaron por
encima del pecho. Primero filaron los violines. ¡Y qué modo de rugir! Parecía que el violinista hiciera
vibrar no cuerdas sino venas. Luego, en otra ola colosal, encrestada de espuma, pasaron revueltas
todas las imágenes, todos los sentimientos y las ideas de mi joven existencia humana; ya puedes
imaginar que allí había de todo, incluso el lagarto que una noche me rozó ligeramente los pies;
¡aquel famoso lagarto que me había inspirado unos sentimientos tan humanos! Por fin, en una ola
azul, me pasó por encima del pecho el nombre sagrado de María. Pasó y se alejó lentamente,
dejando tras sí el más fino encaje de espuma. Luego, el sol bañó todo alrededor con sus rayos, y
por un instante, sólo por un brevísimo instante, volví a ser una barca blanca con las velas tendidas.
¡Madona!
Inicié un movimiento hacia la puerta.
Magnus me detuvo.
—¿Adonde vas? ¡No está allí! ¿Qué quieres?
—Discúlpame, señor Magnus; pero quisiera ver a la signorina María. Sólo un minuto. No me
encuentro del todo bien; no sé lo que me pasa por la cabeza y por los ojos. ¿Sonríe usted, querido
Magnus? ¿O es que estoy equivocado? He estado mirando demasiado tiempo los tizones de la
chimenea y estoy un poco encandilado, mareado; no me doy cuenta exacta de lo que siento. ¿Me
hablaba usted de María? ¿Eh? Sí, desearía ver- la. Luego continuaremos nuestra interesante
conversación... Ya me dirá usted dónde habíamos quedado; pero, por el momento, yo le rogaría...
Si usted quisiera, podríamos ir los tres, la signorina María, usted y yo, a dar un pasco por la
campiña... ¡Se está tan bien ahí!
—Siéntate, siéntate. Vas a verla en seguida.
Yo no sé lo que me estaba sucediendo. Tenía vértigo; estaba haciendo un papel ridículo. Ahora
lo recuerdo con vergüenza.
En dos ocasiones estreché con fuerza la pesada mano inmóvil de Magnus; es posible que
en aquel momento lo considerara como mi padre.
Después de haber balbuceado una sarta de necedades, me callé al fin, me senté en un sillón
obedeciendo a Magnus y me dispuse a escuchar.
—Ahora ya puedes escucharme, ¿no es así? ¡Hace un momento estabas tan agitado! ¡Uf!
¡Siempre hay que tener la cabeza serena, hombre! ¡La cabeza ante todo! Bueno, ¿me escuchas?,
¿eh?
—Sí, ahora ya te puedo escuchar. Me acuerdo muy bien de todo. Sigue, amigo, sigue.
En efecto, yo me acordaba de todo; sólo que me era en absoluto indiferente cuanto Magnus
me decía y cuanto me pudiese decir. Sólo esperaba a María. ¡Tan fuerte era mi amor!
Evitando mirarme, y acompañando cada una de sus palabras con golpecitos de mano sobre
la mesa, Magnus habló descuidada y lentamente:

119
—Escucha, Wandergood. Lo más cómodo y conveniente para mí sería sencillamente echarte
a la calle, con tu imbécil Toppi. Ya que has querido pasar por todas las pruebas y experiencias de
la vida-humana, sería muy curioso para mí ver cómo te las arreglabas para ganarte el pan. Me
parece que debes haber perdido ya la costumbre, ¿eh? También me gustaría ver en qué se
transformaría tu magnífico desprecio cuando... Pero no hablemos de eso. Me limitaré a decirte
que no quiero ser tan malo contigo. Por raro que parezca, en el fondo de mi corazón tengo un
poco de agradecimiento... por tus millones. Además, aún conservo una pequeña esperanza. Sí,
la esperanza de que algún día llegues a ser... hombre. Y aunque esto me estorbaría un poco, con
todo estoy dispuesto a tenerte conmigo; pero esto sólo después de haberte hecho pasar por una
cierta prueba. Dime ¿sigues queriendo... a María?
—Sí.
—Bueno.
Magnus se levantó pesadamente de su sillón y se dirigió a la puerta. Pero, a mitad del
camino, se volvió bruscamente, se dirigió a mí y... ¡fue una cosa tan inesperada por parte de
aquel taimado estafador!... me dio un beso en la frente.
—Siéntate, hijo, siéntate -me dijo, viéndome en actitud de levantarme-. Voy a llamarla.
Ahora no hay criados en la casa... No hay nadie, más que mis colaboradores. Voy a decirles que
la llamen.
Diciendo esto, llamó ligeramente a la puerta. Unos segundos después la puerta se entreabrió
y asomó por un momento la cabeza de uno de aquellos colaboradores. Magnus le habló y aquella
cabeza volvió a desaparecer. Luego, Magnus, con paso grave, regresó a su asiento y dijo,
lanzando un suspiro:
—En seguida vendrá.
Nos quedamos callados.
Yo no apartaba mis ojos de aquella alta puerta.
Al fin se abrió.
Y entró María.
Me estremecí y me apresuré a salir al encuentro. Un momento después, le hacía una
profunda reverencia, tomándole la mano.
Pero Magnus me gritó:
—¡Cuidado con besársela!

120
27 de mayo de 1914
Italia
Ayer no pude continuar.
¡No te rías! Aquella sencilla frase: “¡Cuidado con besársela!", ahora me parece la cosa más
terrible que haya podido pronunciar lengua humana. El solo recuerdo de aquella frase produce en mí
un efecto de sortilegio. Cada vez que me acuerdo de ella, me siento paralizado. Si voy a hablar, las
palabras mueren en mis labios lo mismo que si me volviera mudo; si voy a andar, me detengo; si, por
el contrario, quiero estarme quieto, echó a correr. Si la frase resuena en mi oído cuando me estoy
quedando dormido, me despabilo otra vez y no puedo conciliar el sueño. Y, sin embargo, se trata de
una frase bien sencilla; no puede serlo más:
“¡Cuidado con besársela!”
Ahora oye lo que pasó después.
Quedamos en que yo me había inclinado ante la mano de María, pero el grito me tomó por
sorpresa; aquella voz ronca tronó tan imperiosa y tan horrísona, que resultaba imposible no
obedecerla. Diríase que, con aquel grito, Magnus hubiese querido detener a un ciego a punto de caer
en un precipicio.
Pero no acabé de comprender. Levanté la cabeza y, sin soltar la mano de María, me quedé
interrogando a Magnus con la mirada.
Magnus respiraba fatigosamente, como si fuera él quien acabara de verse en peligro, al borde
de un precipicio, y me dijo con voz ahogada, respondiendo a mi interrogación:
—Suelta la mano de María.
Y luego, dirigiéndose a ella, le ordenó:
—Apártate un poco.
María liberó su mano y obedeció, alejándose de mí.
Yo no comprendía nada y la miré con ojos asombrados al verla alejarse. Por un momento
brevísimo me dieron ganas de reír, porque todo aquello parecía una escena de vodevil; pero esas
idiotas ganas de reír se me pasaron al instante. Y, en dócil y sumisa espera, me quedé mirando a
Magnus.
Él parecía tomarlo con calma. Se levantó pesadamente de su sillón, midió la estancia paseando
dos veces, se detuvo bruscamente ante mí, con las manos en la espalda, y dijo:
—A pesar de todo lo ridículo que hay en ti, eres una buena persona, Wandergood. Te he robado
-con estas mismas palabras lo dijo—, pero no puedo permitir que beses la mano a... esta mujer. Fíjate
bien. Ya te he dicho que necesitas, sin más demora, cambiar de opinión acerca de los hombres. Es
muy penoso; lo comprendo y te compadezco, pero es absolutamente indispensable, amigo mío. Y
ahora oye: tú has sido inducido por mí a un error: María no es mi hija... Yo no tengo ningún hijo... Y
mucho menos es la Madona. María es, sencillamente, mi amante... Lo ha sido esta última noche.
Ahora comprendo que Magnus en aquel momento tuviera compasión de mí y tratara de
amortiguar en lo posible el golpe; poco a poco me había ido sumiendo en las tinieblas por temor de

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que aquel rudo golpe, en plena lucidez, me resultara fatal. No comprendía; sentía que me ahogaba
lentamente, y poco a poco iba perdiendo la conciencia
Con las últimas palabras de Magnus se extinguió para mí el último rayo de luz y mi alma quedó
envuelta en una noche impenetrable; saqué de mi bolsillo el revólver y lo disparé varias veces contra
Magnus.
No sé el número de disparos que hice. Lo único que recuerdo son las pequeñas explosiones
luminosas que producía mi arma; tampoco me acuerdo, en absoluto, cómo y cuándo acudieron los
colaboradores de Magnus a quitarme el arma de la mano.
Al volver en mí, el cuadro era el siguiente: los colaboradores ya no estaban en la habitación. Yo
permanecía sentado en un sillón, junto a la chimenea apagada; mi cabeza estaba mojada y encima
del ojo izquierdo terna una pequeña herida que sangraba. Me había quedado sin cuello, tenía la camisa
desgarrada y la manga izquierda casi arrancada. María seguía en el mismo sitio y en la misma postura,
como si durante la lucha hubiera permanecido inmóvil. Únicamente me llamó la atención la presencia
de Toppi, que se hallaba sentado en un rincón y me miraba con extrañeza. Junto a la mesa, dándome
la espalda, estaba Magnus de pie, escanciándose vino en un vaso.
Yo lancé un profundo suspiro. Magnus se volvió hacia mí, y me dijo, en un tono natural, como si
nada hubiera sucedido:
—¿Quiere un poco de vino, Wandergood? Ahora ya puede beber. Tome: beba un sorbo... Ya ve
que sus balas no me han hecho daño. No sé si debo alegrarme por ello o no; pero el caso es que estoy
vivo.
Luego levantó su vaso y brindó:
—A su salud, amigo.
Me llevé la mano a la frente, balbuceando:
—Sangre...
—No es nada; un ligero rasguño. Eso se cura en seguida.
Más vale que no se lo toque usted.
—Huele a...
—¿A pólvora? Sí. Pero también pasará pronto. Aquí tiene usted a su Toppi. ¿No lo ve? Ha pedido
permiso para quedarse aquí. ¿Usted no tendrá inconveniente en que se quede durante la explicación
que debe haber entre nosotros? Le es muy fiel.
Eché una mirada a Toppi y sonreí. Él hizo una mueca que debió ser una sonrisa y me dijo en tono
dulzón, casi amoroso:
—Míster Wandergood, soy yo; su Toppi.
Luego se echó a llorar. ¡Qué raro estaba! Aquel diablo viejo, que todavía olía a azufre, aquel
titiritero de levita negra, aquel sacristán de gruesa nariz de loro, aquel corruptor de niñas, ¡llorando!
Pero hubo algo más raro aún: yo, el “omnipotente, sabio e inmortal”, según me califican, ¡también me
puse a llorar!
Así estuvimos ambos llorando, los dos viejos diablos caídos de repente en la Tierra; los hombres -tengo
mucho gusto en hacerles justicia— miraban nuestras lágrimas con lástima y cierta compasión.

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A través de mi llanto, y hasta riéndome y todo, dije:
—¡Es muy difícil ser hombre!, ¿verdad, Toppi?
Y Toppi, tragándose un sollozo, repuso débilmente:
—¡Muy difícil, míster Wandergood!
En este punto dirigí una mirada a María y mis lágrimas sentimentales se secaron de golpe.
En general, aquella noche quedó grabada en mi memoria como una serie de cambios de humor tan
inesperados como tontos. Tú, hombre, debes conocer bien semejantes vuelcos. Tan pronto me conducía como
un poeta lacrimoso, dispuesto a transformar su dolor en rimas cursis, me sentí calmado y tranquilo, como una
piedra, y fuerte e invencible. Pero momentos después me ponía a decir tonterías; igual que un loro asustado por
un perro parloteaba cada vez más alto, más aburrido y más insoportable, hasta que de nuevo volvía la tristeza a
inundar mi alma y sellarme los labios.
Percibiendo mi mirada hacia María, Magnus sonrió ligeramente.
Yo abroché el cuello de mi desgarrada camisa y dije en tono seco:
—No sé todavía si debo alegrarme o no de no haberte matado, amigo mío. Pero me siento completamente
tranquilo y quisiera saber todo sobre... esta mujer. Pero como tú, amigo Magnus, eres un gran embustero,
prefiero preguntárselo a ella.
Y, volviéndome hacia María, la interrogué:
—Signorina María: usted era mi novia y uno de estos días esperaba hacerla mi mujer. Dígame,
pues, la verdad: ¿ha sido realmente... amante de este hombre?
—Sí, señor.
—Y... ¿desde hace mucho?
—Desde hace cinco años, señor.
—Qué edad tiene usted ahora?
—Diecinueve, señor.
—!Ah! De modo que desde los catorce años... Bien. Ahora puedes seguir tú, Magnus.
—¡Ay, Dios!
Fue Toppi, el viejo diablo, quien lanzó esta exclamación.
Magnus tomó la palabra.
—Siéntate, María —ordenó a la joven, y dirigiéndose a mí, añadió-: Wandergood, esta mujer, es
decir, mi amante, es un fenómeno que se sale un poco de lo ordinario.
Al decir esto la señalaba con el dedo, como un catedrático que está dando una explicación
científica ante sus alumnos y como si aquella mujer no fuera una persona sino algún aparato de
laboratorio.
—Con todo su extraordinario aspecto de Madona, incapaz de engañar a gente más entendida en
materia religiosa que tú y yo, y con toda su belleza verdaderamente divina, y su expresión de pureza
y encanto, es, donde la estás viendo, una criatura venal de pies a cabeza, perversa hasta la médula,
sin pizca de pudor ni de vergüenza...
—¡Pero Magnus!
—Estate tranquilo. No tengas miedo de que ella lo tome como un insulto. Ya ves cómo me está

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escuchando. Hasta tu redomado Toppi se pone colorado y se siente visiblemente consternado, mientras
ella continúa tan fresca; sus rasgos siguen imperturbables y su mirada tan clara y limpia como agua
de la sierra. Mira esos ojos. ¿Has visto alguna vez una cosa más serena? Siempre están así... nunca
los turba la más ligera emoción... ¿No es así, María?
—Ni más ni menos.
—¿Te apetece una naranja o un poco de vino? Toma lo que quieras; está en la mesa.
Luego, volviéndose a mí, añadió:
—A propósito; fíjate en su manera de andar: parece que siempre estuviera pisando entre flores
o paseando entre nubes.
¡Qué gracia y qué ligereza más etéreas! Como amante suyo puedo añadirte algunos detalles que
no puedes conocer directamente: todo su cuerpo huele a flores. Ahora -siguió diciendo en el mismo
tono de profesor que explica a sus oyentes un fenómeno físico— pasemos a sus cualidades morales,
¿qué diría un psicólogo?. Expresándose en términos claros y vulgares, hay que decir que es
absolutamente estúpida, con menos seso que un ganso. Pero al mismo tiempo tiene su picardía; es
taimada. ¡Y embustera! ¡Uf! ¡Qué manera de mentir! Es muy aficionada al dinero y le gusta sobre todo
en forma de oro. Todo lo que ella te ha dicho, te lo decía porque ensayó gracias a mí. Le pedí que las
fiases muy complicadas las aprendiera de memoria. Me costó mucho trabajo enseñarle su papel. Con
todo, siempre tuve miedo de que tú te dieras cuenta, a pesar de tu chifladura y de la estupidez de
ella, que salta a la vista. Ahí tienes por qué te la oculté tanto los últimos días.
Toppi lanzó una especie de gemido:
—¡Dios mío! ¡La Madona!
—¡Qué! ¿A usted le parece extraño esto? -dijo Magnus, dirigiéndose a él-. No es usted el único,
no. ¿No te acuerdas, Wandergood, lo que una vez te dije acerca de que el fatal parecido de María había
arrastrado a un joven al suicidio?
Aquello no fue mentira, más que en parte; aquel joven se suicidó porque vio a María en su
verdadera faceta. El tenía un alma pura y había llegado a amar a María profundamente, como tú. Y no
pudo soportar... ¿cómo diríamos?... el derrumbe de su ideal.
Magnus soltó la carcajada.
—¿Te acuerdas tú de Juan, María?
—Un poco.
—¿Lo oyes, Wandergood? —preguntó Magnus sin dejar de reír—. Pues eso mismo y en el mismo
tono te habría contestado de mí, dentro de una semana, si tú me hubieras matado hoy... Anda, María,
come otra naranja... Pero expresándose uno, con menos vulgaridad, se puede decir que no es tonta
del todo. Sencillamente le falta eso que se llama “alma”. Muchas veces he tratado de penetrar hasta
el fondo de sus emociones y de sus pensamientos, y siempre he acabado por sentir el vértigo, como
si me estuviera asomando a un abismo sin fondo: ¡allí no hay nada!, ¡el vacío absoluto! Habrás tenido
ocasión de observar, o si no usted, míster Toppi, que el hielo no es tan frío como la frente de un
muerto. Pues bien, el corazón de María es tan glacial como la frente de un cadáver. Ningún vacío puede
compararse con la vaciedad absoluta que constituye el fondo de esa hermosa y brillante estrella de los

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mares. Así es, si mal no recuerdo, como una vez llamaste a María. ¿No es verdad, Wandergood?
Magnus se echó a reír otra vez y se bebió otro vaso de vino. Aquella noche bebió con profusión.
—¿Gusta usted, Toppi? —lo invitó-. ¿No? ¡Como quiera! Yo voy a tomar más... Ahora
comprenderás, Wandergood, por qué no he podido permitir que besaras la mano a esta criatura. No
necesitas bajar la vista, amigo mío. Imagínate que estás en un museo, contémplala con toda
despreocupación, como si miraras una figura de mármol. ¿Quería usted decir algo, Toppi?
—Sí, señor Magnus... Discúlpeme usted, míster Wander- good, pero le ruego que me dé permiso
para retirarme. Como caballero, aunque sin significación alguna, no puedo asistir a...
Magnus hizo unos guiños de ironía.
—¿A una escena semejante?
—Sí, a una escena semejante. No puedo presenciar cómo un caballero, con el consentimiento
tácito de otro, insulta a una mujer.
Así habló Toppi, levantándose indignado.
En el mismo tono burlón, Magnus se dirigió a mí:
—¿Y tú, Wandergood, qué dices a esto? ¿Se puede permitir a este caballerito que se retire?
—¡Quédate, Toppi!
Toppi, dócilmente, se volvió a sentar.
Desde que Magnus había empezado a hablar, yo había dejado de mirar a María. Ahora que le
dirigí de nuevo la vista, ¿qué quieres que te diga?, empecé a comprender lo que pasa en el cerebro de
un hombre que está a punto de volverse loco.
—¿Puedo continuar? -preguntó Magnus-. Por muy poco que sea lo que me queda por decir... La
tomé, pues, cuando tenía catorce años... acaso quince. Pero yo no he sido su primer amante; ni
siquiera el segundo. Jamás he podido averiguar nada concreto sobre su pasado; o ella miente de forma
muy hábil, o bien no tiene memoria. El hecho es que, a pesar de mis interrogatorios, hábiles y astutos,
para arrancar la confesión a los más taimados criminales, ni a fuerza de regalos, ni aun de amenazas
-y eso que es muy cobarde- he podido sacarle nada en limpio sobre su pasado. Ella asegura
invariablemente que no se acuerda de nada, y asunto concluido. Su profunda perversidad, capaz de
confundir a un sultán, su extraordinaria experiencia y su atrevimiento, no menos extraordinario, en
todo lo concerniente al llamado ars amandi, confirma mi presunción de que antes debió haber estado
en un lupanar, o al menos en la corte de algún Nerón. Su edad tampoco la conozco de modo preciso.
¿Por qué no admitir que tenga dos mil años en lugar de veinte...? ¿Eh, María? ¿No es verdad que no
te queda nada por aprender?
Yo no miré entonces a María, pero en el tono de su respuesta me pareció distinguir un cierto
matiz de descontento.
—No digas tonterías -contestó ella-. ¿Qué va a pensar de mí míster Wandergood?
Magnus se echó a reír a carcajadas, dando con el vaso en la mesa.
—¿Oyes esto, Wandergood? Quiere que tengas una buena opinión de ella. Pero no habla más
que por decir algo. Si quieres le ordeno que se ponga completamente en cueros delante de los dos, y
verás cómo lo hace.

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—¡Señor, señor! -repetía Toppi, tapándose la cara con ambos manos.
Eché a Magnus una rápida mirada y me quedé petrificado por la terrible fascinación de sus ojos.
Su fisonomía conservaba aún la expresión de la risa, como si llevara una careta de cartón con ese
gesto; pero sus ojos se habían quedado inmóviles, rígidos, traspuestos. Al mirarme parecía que mirase,
a través de mí, algo muy lejano; había en sus ojos tal insondabilidad, tan feroz locura, que sentí
escalofríos. Así no puede mirar más que un cráneo muerto que, en lugar de ojos, sólo tiene cuencas.
De nuevo sentí que mi cerebro estaba como envuelto en una niebla espesa y durante un rato me
quedé sin ver ni oír nada.
Cuando se me pasó esa sensación, Magnus se había vuelto a sentar y seguía bebiendo
tranquilamente, dándome la espalda. Sin cambiar de actitud, levantó un poco su vaso para mirarlo a
contra luz, tomó unos sorbos y me dijo con la misma tranquilidad de antes:
—-Pues ahí tienes, amigo Wandergood. Ahora que ya sabes casi todo respecto a María, o
a la Madona, como la has llamado, te pregunto: ¿La quieres o no? Por mi parte, te la doy. Puedes
llevártela. Si la quieres, esta misma noche la tendrás en tu alcoba... Y te juro por la salvación
eterna que no pasarás una mala noche. Conque, decídete.
—¿Anoche contigo y hoy conmigo?
—Sí, anoche me tocaba a mí y hoy puede tocarte a ti -repuso Magnus con una ligera
sonrisa-. Serás un mal homo si te preocupas por una cosa de tan poca monta. ¿O es que no
estás acostumbrado a que otro te caliente la cama? Tómala, hombre; es una buena chica. Y sabe
la mar de cosas.
—¿A quién estás atormentando, Magnus, a mí o a ti mismo?
Magnus me dirigió una mirada irónica.
—Veo que eres un mozo inteligente. ¡Pues claro está que a mí mismo! Sí, eres un yanqui
con talento, míster Wandergood, y realmente estoy asombrado de que hayas hecho tan mala
carrera. Pues nada, chicos, váyanse, váyanse a la cama. Muy buenas noches. ¿Por qué me miras
así, Wandergood? ¿Acaso te parece que aún es demasiado temprano para acostarse? En ese
caso puedes tomar a María e irse a dar un paseo por el jardín. Viéndola a la luz de la luna te
parecerá doblemente hermosa, y tres mil Magnus juntos serían pocos para probarte que un ser
tan divinamente puro no es más que una criatura que...
Una intensa cólera se adueñó de mí.
—Magnus, es usted un abominable estafador y un embustero -exclamé-. Si ella se crió en
una casa de prostitución, usted, señor mío, debe haberse educado, probablemente, entre
forzados. ¿De dónde, si no, ha sacado ese gusto tan repugnante que da a todas sus bromas?
Sólo de un presidio. Empiezo a sentir náuseas del prognatismo animal de su cara. Ha tomado
usted como gancho a una mujer como cualquier licenciado del hampa...
Magnus empezó a dar furiosos puñetazos sobre la mesa y sus ojos se inyectaron de sangre.
—¡Calla! ¡Eres de lo más burro que se puede imaginar! ¿No comprendes que también yo he
sido engañado por ella al igual que tú? ¿Quién no va a ser engañado, al ver a la Madona? ¡Demonio!
¿Qué valen los sufrimientos de tu prosaica y menguada alma americana, al lado de los dolores que

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he sufrido yo? ¡Demonio! ¿No estás viendo que eso no es una mujer, sino un buitre que
diariamente me está royendo y haciendo sangrar las entrañas? Mi tormento empieza desde el
amanecer. Todas las mañanas me olvido de lo que ha sido la víspera y vuelvo a creer que esa
criatura realmente es una especie de Madona y me pregunto cómo pudo pasar lo de ayer y cómo
he podido sentir desprecio por ella. Probablemente, me digo, no he visto claro; quizá me habré
equivocado. Porque es increíble que esos ojos serenos, esa actitud divina, ese inocente rostro de
Madona pertenezcan a una perdida. Si te atreves a creer que esa criatura pura como un rayo de
luna es un ser impúdico, es porque reflejas en ella la impureza de tu propia alma, Magnus...
Hizo una corta pausa, vació de un solo trago un vaso de vino y prosiguió:
—¡Cuántas veces le he pedido perdón de rodillas por haber pensado mal de ella la víspera!
Sí, ¡a esta grandísima desvergonzada le he pedido perdón de rodillas! ¿Te cabe eso en la cabeza?
Y es entonces cuando he sido un verdadero estafador, un miserable y un bellaco, Wandergood.
Me he engañado a mí mismo con la más ruin villanía. He sustituido a la verdadera María, venal,
impúdica, sin corazón ni conciencia, por una diosa, como los tahúres tramposos cambian una carta
por otra. Me he esforzado en meter en su cabeza mis ideas, mis sentimientos... y me alegraba
como un idiota, lloraba de felicidad cuando ella, trabucando las palabras,
repetía las frases que yo le había querido enseñar. Como un gran sacerdote pagano,
pintaba a mi ídolo de diferentes colores y me prosternaba luego ante él en éxtasis religioso.
Pero, ¡ay!, la verdad era más fuerte que la mentira. A cada hora, a cada minuto, la pintura se
borraba; la mentira con que yo mismo había adornado la imagen se desvanecía y mi decepción
era tan grande que acababa por golpearla. Le pegaba y lloraba al mismo tiempo; la maltrataba
cruelmente, como un rufián golpea a su querida. Luego venía la noche, con su orgía babilónica,
el sueño y el olvido, y al día siguiente volvía a ver a la Madona... Y así un día tras otro... Como
las entrañas de Prometeo, mi fe en ella se regeneraba, y el buitre volvía de nuevo a roérmelas
y a torturarme. ¡Ay, Wandergood! ¡Si tú supieras...!
Estremeciéndose ligeramente, como si sintiera frío, Mag- nus se puso a pasear con pasos
apresurados por la habitación; se paró un instante frente a la chimenea apagada y luego se
acercó a María. Ella lo miró con sus ojos serenos. Magnus le pasó la mano por la cabeza,
suavemente y con precaución, como quien acaricia a un loco o a un gato, y balbuceó:
—¡Qué cabeza! ¡Qué cabecita más hermosa! Acércate, Wandergood, y hazle una caricia.
Yo compuse un poco mi manga desgarrada y dije en tono sarcástico:
—Y ese buitre, ¿ahora me lo quieres dar a mí? ¿No tienes ya con qué alimentarlo? ¡No te
basta con mis millones y quieres además mis entrañas!
Pero Magnus ya se había calmado. Dominada su excitación y la embriaguez que se había
ido apoderando de él, se volvió lentamente a su puesto y dijo:
—Voy a contestarte inmediatamente, Wandergood, Anda, María, vete, hazme el favor. Aún
necesito hablar con míster Wandergood. Usted también, respetable señor Toppi, le ruego
que nos deje un momento solos. Puede entretenerse un rato en el salón con mis
colaboradores.

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—Si míster Wandergood así lo dispone... -dijo Toppi con sequedad y sin levantarse del sitio.
Hice un signo afirmativo con la cabeza y mi secretario salió, obediente, sin dignarse dirigir a
Magnus ni siquiera una mirada.
María también se marchó.
Si he de decir la verdad, en el primer momento en que Magnus y yo nos volvimos a quedar
solos, sentí deseos de llorar, tapándome la cabeza con el chaleco, y abrir la puerta al dolor; después
de todo, aquel saqueador era un amigo. Pero me tragué mis lágrimas como un perro se traga una
mosca. Luego, durante un breve instante, experimenté cierto sentimiento al ver que María ya no
estaba allí, y poco a poco, como venidos de muy lejos, vagos y remotos recuerdos empezaron a
subir a mi corazón, a manera de una serpiente, despertando en él una ira ciega y loca, un deseo
irresistible de golpear, de aplastar, de destruir.
Debo añadir también que mi manga desgarrada y medio colgando me desquiciaba. Necesitaba
ponerme serio y enojado y aquella manga me hacía ver más bien ridículo. ¡De qué detalles más
insignificantes depende, a veces, el desenlace de los acontecimientos más importantes de la Tierral
Encendí un cigarrillo y le dije cara a cara a Magnus, odiándolo con toda mi alma al verlo con
tanta tranquilidad:
—Bueno, vamos a ver. Basta de farsa y de recursos de mala ley. Hablando seriamente, ¿me
quieres dar tu buitre?
Los ojos de Magnus se encendieron de cólera, pero supo controlarse. Me contestó en tono
tranquilo:
—Sí, te daré ese buitre. Esa era precisamente la prueba que te quería proponer, Wandergood.
Quizá hace un momento me he dejado influir demasiado por mi sed de venganza, inútil y estéril, y
he hablado delante de María con más fogosidad de la necesaria. En realidad, todo lo que acabo de
decir con tanta elocuencia sobre mi pasión, mi desesperación y mis torturas de Prometeo, se refiere
sólo al pasado. Ahora miro a María sin pena alguna y hasta con cierto placer, pues veo en ella a un
animalucho útil... útil para conservar, si tú quieres, el equilibrio moral... Todo lo que he dicho de
las entrañas de Prometeo son tonterías, producto de una imaginación demasiado enardecida. En
resumen, a María le debo, simplemente, estar agradecido; con sus pequeños dientecitos blancos ha
roído hasta el fondo mi fe en el hombre y ha contribuido mucho a que se disiparan en mí, para
siempre, mis ilusiones sobre la vida, mi sentimentalismo y otras estupideces parecidas. Gracias a
ella, a María, ahora tengo una concepción clara, firme y sólida de la vida y de la humanidad. Tú
también, míster Wandergood, debes pasar por ello... si es que quieres vivir con Magnus Ergo.
Yo fumaba inconscientemente mi cigarro. Magnus me miró, luego bajó los ojos y continuó en
un tono cada vez más tranquilo y frío:
—Los anacoretas, para acostumbrarse a la muerte, solían pasar las noches en un ataúd. Que
María sea para ti una especie de ataúd; cuando algún día sientas el piadoso deseo de ir a orar a
un templo, de arrodillarte ante una mujer, de tender la mano a un amigo o de hacer cualquier otra
tontería sentimental, fíjate en María y acuérdate de quién te la dio, de Tomás Magnus. Tómala,
Wandergood; no tardarás en convencerte de que es un regalo muy útil. A mí ya no me hace falta.

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Cuando tu alma se encienda en llamas de verdadero odio humano que sustituya tu insípido e
incoloro desprecio, entonces puedes venir a buscarme y te haré un lugar a mi lado. Solamente
entonces podremos ir juntos... ¡Qué?, ¿no te decides? ¿Vacilas aún? En este caso sigue solo tu
camino, forjándote ilusiones
estúpidas y haciendo tonterías. Pero permíteme que te dé un consejo: ¡cuidado con las
Madonas y con los embaucadores, honrado ciudadano de Illinois!
Soltó una carcajada grosera y volvió a vaciar su vaso de un golpe. Aquella calma artificial,
que le había costado tan visible esfuerzo, desapareció. En sus ojos enrojecidos se encendió de
nuevo el centelleo de la embriaguez; ya alegre y burlón, como las luces de carnaval, ya triste y
solemne, como antorchas funerarias que alumbran de noche una sepultura.
El bellaco se había emborrachado. Levantándose y poniéndose delante, sacó aparatosamente
el pecho y me soltó, como quien escupe, estas palabras:
—Y bien, ¿qué? ¿Es que aún estás pensando, pedazo de borrico? Pronto, si no quieres que te
eche de aquí como a un perro. Pronto, digo. Me estás hartando y empiezo a preguntarme por qué
estaré perdiendo tanto tiempo contigo. ¿En qué estás pensando?
Una tempestad de ira atravesó mi cabeza y le contesté furioso:
—Pienso que eres una mala bestia, altanero, pretencioso, estúpido, abominable, y me
pregunto dónde, en qué escondrijos de la vida o del infierno podría encontrar un castigo
proporcionado a tus crímenes. Sí, sábelo bien: yo había venido a esta Tierra a hacer comedias y a
reírme un poco de la estupidez humana. Estaba dispuesto a hacer el mayor daño posible. Yo mismo
también empecé mintiendo y haciendo farsas; pero tú, gusano hirsuto, te has metido hasta el
fondo de mi alma y me has mordido. Te has aprovechado de que tenía un corazón humano y me
has mordido en él, bicho peludo. ¿Cómo te has atrevido a engañarme? ¡Te voy a castigar!
—¿Tú? ¿Tú, castigarme a mí?
Vi con alegría que Magnus parecía no sólo extrañado sino también sobrecogido. Sus ojos se
redondearon y se
agrandaron; su boca enseñó toda la blancura de sus dientes. Respiró fatigosamente y
repitió:
—¿Tú a mí? ¿Tú castigarme?
—¡Sí, yo! ¡Te castigaré!
—¿Llamando a la policía?
—Ya veo que no le tienes mucho miedo. Bueno, pues pongamos que todos los tribunales del
mundo no valgan nada, que en la Tierra puedas estar seguro en la impunidad, criatura cínica y
vil. Pongamos que tus mentiras se pierdan, como una gota de agua en el mar, en el océano de
mentiras de toda tu vida. Pongamos que en toda la faz del globo no haya, miserable bicho peludo,
un pie capaz de aplastarte. Pues todo esto no importa nada. Aquí, en la Tierra, yo también soy
impotente. Pero llegará un día en que tú desaparecerás de la Tierra y entonces tú vendrás a mí,
estarás en mi reino...
—¿En tu reino? Espera un poco, Wandergood. Entonces, ¿quién eres tú?

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En aquel momento tuvo lugar el suceso más vergonzoso y. más terrible de toda mi vida en
la Tierra. ¿No es ridículo y lamentable que Satanás, aunque encarnado en hombre, se haya
arrodillado humildemente delante de una prostituta, y que el primer embaucador le haya robado
hasta el último botón de la camisa? Sí, es ridículo y lamentable para un Satanás que posee la
inmortalidad. Pero ¿qué dirías tú de un Satanás transformado en un embustero impotente y
menguado y poniéndose con mano temblorosa la corona de cartón de un rey de comedia?
¡Ay, hombre, hombre! ¡Si supieras la vergüenza que inundó mi alma, mi cerebro, todas las
partículas de mi ser! Dame una de esas cachetadas que tienes por costumbre distribuir a tus
amigos y a tus payasos a sueldo. ¿Cómo pude caer tan bajo? ¿Cómo pude dejarme llevar por
aquel acceso de furia estúpida e insensata? ¿Acaso fue el último acto de mi encarnación en
hombre, cuando, perdida mi dignidad, empecé a holgarme en el montón de inmundicias que llena
toda la vida humana? ¿O tal vez fue la desastrosa pérdida de aquella Madona, tan estúpidamente
creada en mi fantasía, la que arrastró consigo al fondo del precipicio al mismo Satanás?
¿Sabes lo que le contesté a Magnus cuando me preguntó, medio asombrado, medio en burla,
quién era yo? Saqué el pecho, como un mal cómico de provincia que hace el papel de rey, y,
sosteniendo al mismo tiempo con una mano mi manga desgarrada, mirando muy serio al gran
bellaco de Tomás Magnus y amenazándolo con los ojos, le declaré con voz solemne:
—¡Yo soy Satanás!
Por un breve instante Magnus guardó silencio y luego estalló en una carcajada formidable,
una carcajada loca, desconcertante, cada nota me hería en plena cara como un latigazo. A ti,
hombre, no te sorprenderá lo más mínimo esta risa; seguramente la esperabas, pero yo no me lo
había imaginado jamás. Te lo juro por la salvación eterna.
Increpé a Magnus a gritos, pero la risa insolente de aquel animal ahogaba mi voz. Al fin,
aprovechando un pequeño intervalo de sus terribles carcajadas, añadí como quien pone un
comentario al pie de una página o una “nota de traductor”:
—¿Comprendes? ¡Soy Satanás encarnado en hombre!
El me escuchó, con la boca y los ojos abiertos cuanto daban de sí; luego corrió a la puerta,
la abrió y, entre nuevas sonoras carcajadas, gritó:
—Vengan, vengan aquí todos. ¡Tenemos aquí al mismísimo Satanás! ¡Satanás encarnado en
hombre! ¡Ja, ja, ja, ja...! Vengan, vengan pronto.
Magnus desapareció durante unos momentos detrás de aquella puerta.
¡Ah, si yo hubiera podido desaparecer también! ¡Si se hubiera abierto la tierra y me hubiese
tragado de golpe! ¡Si me
hubiera podido escapar volando, como hacen los más vulgares demonios en los cuentos de
brujas! Pero no podía; seguía allí, esperando que Magnus reuniera a su público para brindarle un
espectáculo pintoresco e insólito.
En efecto, pocos momentos después aparecieron todos -así sean malditos por toda la
eternidad-: María, los seis colaboradores, mi pobre Toppi, Magnus, naturalmente, y al final de la
cola, Su Eminencia el cardenal X. El viejo mono afeitado venía a paso procesional, como si se

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tratara de una solemnidad litúrgica. Hasta me saludó de manera ceremoniosa y luego se sentó
en un sillón, arreglándose los pliegues de su sotana.
Todos miraban en torno, asombrados, como preguntándose qué sucedía, y,
alternativamente, nos miraban a mí y a Magnus, que ya se había puesto serio.
—¿De qué se trata, señor Magnus? -preguntó en tono benévolo el cardenal.
—Permítame Vuestra Eminencia que lo ponga al corriente de un pequeño suceso nada
vulgar: míster Wandergood acaba de declararme que es Satanás en persona. Sí, Satanás
encarnado en hombre. De modo que nuestra creencia de que era un ciudadano americano de
Illinois debe ser desechada. Míster Wandergood es Satanás en persona y probablemente debe
haber venido directamente del infierno. ¿Qué vamos a hacer ahora, Eminencia?
Quizá el silencio por mi parte hubiera podido salvarme, guardado en aquel trance. Pero era
imposible dominar la cólera que bullía en mi corazón, efecto de mi amor propio, herido.
Como un lacayo que ha tomado el nombre de su señor y tiene una cierta idea de la influencia
y las relaciones de éste, di unos pasos hacia delante y proclamé con aire irónico:
—Sí, señores; yo soy el mismísimo Satanás. Pero a lo que acaba de decir Magnus debo
añadir que soy no sólo un Satanás encarnado en hombre, sino también engañado y robado. ¿No
conoce acaso Vuestra Eminencia a los dos picaros que me han asaltado? ¿No será, quizá, Vuestra
Eminencia misma uno de ellos?
Sólo Magnus sonreía; los demás permanecían serios. Parecían esperar, intrigados, la
respuesta del cardenal. La espera no les resultó larga.
El viejo mono afeitado demostró sus dotes de gran actor.
Poniendo una cara muy asustada, levantó su mano derecha y dijo en un tono bonachón, en
contradicción con la gravedad de sus palabras:
—\Vade retro, Satanás!
No necesito decirte lo que se rieron todos. Tú mismo te lo puedes imaginar. Hasta María
enseñó un poco la blancura de sus dientes.
- Fuera de mí, casi desvaneciéndome de rabia y de impotencia, me dirigí a Toppi con la
seguridad de encontrar en él apoyo moral y compasión; pero Toppi continuaba inmóvil en un
rincón, tapándose la cara con las manos, como avergonzado de ver lo que pasaba.
En medio de la carcajada general, dominándola con su potencia, e infinitamente burlona,
resonó la voz de Magnus:
—¡Miren ustedes a ese gallo desplumado! ¡Eso es Satanás!
Siguió a esto una nueva explosión de hilaridad. Su Eminencia el cardenal se reía hasta
desencuadernarse, moviendo sus cortas manos como alas y chillando en falsete para ahogar su
propia risa.
Loco de ira, tiré con todas mis fuerzas de la maldita manga desgarrada, la arranqué por
completo de la camisa y, enarbolándola en el aire como una bandera, me engolfé a toda vela en
la alta mar de la mentira. Bien sabía yo que ese mar estaba lleno de peligros y que su fondo
estaba erizado de escollos en los cuales podía estrellarse mi barca; pero el huracán de la rabia

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impotente me empujaba hacia delante como al más débil lefio.
Me da vergüenza repetir ahora lo que dije. Cada una de mis palabras trepidaba de irritación
y silbaba de impotencia. Como un cura de aldea que exhortara a sus inocentes ovejas pintándoles
los terribles tormentos de la otra vida, empecé a amenazar a los que me escuchaban con el infierno
y sus dantescas torturas de un carácter eminentemente literario. En realidad, yo sabía cosas que
los hubieran podido llenar de verdadero terror, pero ¿cómo expresar con la pobreza del lenguaje
humano ideas inexpresables y, por otra parte, incomprensibles para sus pobres almas antrópicas?
Me puse a hablar del fuego eterno, de los tormentos perdurables, de una sed que jamás se
puede mitigar, de los pecadores que allí rechinan los dientes de dolor, de la esterilidad de sus
lamentos, de sus lágrimas y de sus súplicas. ¿De qué más les hablé? Siento vergüenza de
confesarlo; se me ruboriza la cara cuando lo recuerdo. Hasta les hablé de los hierros candentes
con que se atormenta a los míseros pecadores. Hice tantos mayores esfuerzos de elocuencia cuanto
que las caras que veía en derredor continuaban indiferentes; rostros de homúnculos de alma
menguada y sin elevación, seguros de su impunidad.
¡Lo que se burlaron de mí y de mis amenazas! Aparecían como protegidos dentro del recinto
de una sólida fortaleza, en la ceguera de su propio egoísmo, y todas mis palabras resultaban
impotentes para atravesar sus frentes de bronce, verdaderas corazas para impedir la penetración
de las ideas.
Imagina, el único que se asustó al oír mis palabras fue Toppi. Precisamente el único que tenía
motivos para estar en secreto. Me resultó tan extrafio que, al cruzarse mi mirada con la de sus
espantados ojos, como suplicantes, corté bruscamente mi perorata en uno de sus más dramáticos
pasajes. Todavía hice tremolar una o dos veces más en el aire
mi manga rota, a modo de bandera; pero, al fin, acabé por tirarla a un rincón.
Durante un breve instante tuve la impresión de que el viejo mono afeitado también se había
asustado; sus mejillas azules se habían puesto más azules aún; en su cuadrado rostro sus ojos
fulguraron con trémulo brillo, pero a poco volvió a levantar su mano derecha con toda parsimonia
y, en medio del silencio general, gritó una vez más con voz irónica:
—\Vade retro, Satanás!
¿Acaso aquel tono de ironía lo empleaba el cardenal para disimular su miedo? No lo sé. Yo
no sé nada. Ya que fui impotente para abrasarlos a todos en el fuego infernal, como en otro tiempo
fueron abrasadas Sodoma y Gomorra, o hacer que se los tragase la tierra, no vale la pena hablar
de los escalofríos que pudieran sentir.
Magnus, notando quizá que el cardenal tenía sus puntos y ribetes de susto, le dijo:
—¿Tomaría Vuestra Eminencia un vasito de vino?
-—Con mucho gusto. Gracias —fue la respuesta.
—¿Y a Satanás no le convidaremos otro? —preguntó Magnus, lanzándome una mirada
burlona, mientras escanciaba el vino en un vaso.
¡Ah! ¡Entonces bien podía permitirse decir cuanto le viniera en gana! Yo estaba agotado y
ofrecía un aspecto cansado.

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Después de que bebieron, Magnus encendió un cigarrillo, echó una mirada en torno, como
un profesor que va a dar principio a su curso, hizo un cariñoso saludo a Toppi y se puso a hablar
con voz firme y tranquila, a pesar de su estado de embriaguez:
—Debo decirle, míster Wandergood, que lo he estado escuchando con toda atención. Su
discurso, lleno de pasión y elocuencia, me ha producido una gran impresión... artística, por decirlo
así. Hubo un momento en que me pareció estar oyendo uno de los mejores sermones de Jerónimo
Savonarola. ¿No le parece a Vuestra Eminencia que tiene un cierto parecido? Pero, ¡ay!, mi querido
Wandergood, ha llegado usted un poco tarde; los tiempos ya no son los mismos. Sus amenazas
del infierno y de sus eternos tormentos habrían producido un pánico general en la alegre y bella
Florencia de la Edad Media; pero en la atmósfera de la Roma contemporánea resultan un poquito...
ridículos. Hace mucho tiempo, mi querido Wandergood, que ya no quedan pecadores en la Tierra.
En cuanto a los criminales y a los estafadores, como usted se complace en llamarlos, la simple
idea de la policía les produce más miedo que Satanás con todo su Estado Mayor infernal. También
debo decirle que me ha llamado la atención oír que al lado de las amenazas de los eternos
tormentos del infierno usted ha traído a colación el tribunal de la historia y de la posteridad. En
esto tampoco está usted, amigo mío, a la altura del pensamiento contemporáneo; en nuestros
días cualquier imbécil sabe perfectamente que la historia imparcial, con el mismo gusto escribe
en sus anales los nombres de los virtuosos bienhechores de la humanidad entera que los de los
mayores criminales. La única condición que exige la historia a los aspirantes a la celebridad es
que sean grandes; que esa grandeza lo sea en la virtud o en el vicio, es una cuestión secundaria.
Los azotes con que la historia castiga a los grandes bandidos no difieren gran cosa de los laureles
con que corona a los héroes virtuosos; a una cierta distancia histórica, la diferencia se borra por
completo. Se lo aseguro, míster Wandergood. De modo que si cualquier bípedo aspira a ser inscrito
en los anales de la historia —y conste, míster Wandergood, que todos los bípedos lo desean—, no
debe andar con escrúpulos en la elección de la puerta por donde ha de entrar; con perdón de
Vuestra Eminencia, no hay prostituta que acoja con tanto gusto a un nuevo parroquiano como la
historia a un nuevo... héroe. Sí, Wandergood; creo que no ha conseguido usted nada, ni con
el infierno ni con la historia; ni uno ni otra nos han hecho efecto alguno. No le queda a usted ya
más recurso que llamar a la policía. Pero no sé por qué me parece que tampoco le va a servir de
algo. Me había olvidado de decirle que Su Eminencia ahora es copropietario conmigo de sus
antiguos millones, cedidos por usted en una forma absolutamente legal, y las relaciones con que
cuenta Su Eminencia, su posición social... ¿Comprende usted...?
¡Pobre Toppi! ¡Parecía completamente abrumado por todo lo que estaba oyendo!
Los colaboradores se reían muy alegremente, pero el cardenal exclamó en un tono severo,
atravesándome con la mirada:
—¡Ese señor está siendo un insolente! ¡Afirmar que es el mismo Satanás! ¡Échelo usted de
aquí, señor Magnus! ¡Eso es un sacrilegio!

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—¿Sí? —dijo Magnus, con una sonrisa muy cortés-. Yo no sospechaba que Satanás también
perteneciera al número de los.. . personajes protegidos por la Iglesia y que apropiarse de su
nombre fuera cometer un sacrilegio.
—¡Satanás es un ángel-caído! —replicó Su Eminencia.
—-¿Y como tal también se encuentra al servicio de ustedes? Ahora comprendo.
Entonces, dirigiéndose a mí, dijo Magnus:
—Ya lo oye usted, Wandergood. El cardenal está irritado por su impertinencia.
Yo callé. Magnus me guiñó un ojo maliciosamente, y siguió diciendo con la gravedad artificial
de un buen actor que está representando un papel cómico:
—Creo, Eminencia, que nos hallamos aquí ante una errónea interpretación. Conozco la
suficiente modestia y, al mismo tiempo, la gran cultura de míster Wandergood, y estoy seguro de
que si se ha servido del nombre de Satanás ha sido
solamente como recurso retórico para causamos una impresión más artística. Si no, dígame
Vuestra Eminencia, ¿acaso Satanás hubiera podido amenazar con la policía? Porque el hecho es que
mi pobre compañero y amigo ha querido acudir a ella. Además, ¿se ha visto nunca un Satanás
semejante?
Con ademán teatral extendió su mano, señalándome. La gracia fue acogida con una nueva
explosión de risa. El mismo cardenal soltó la carcajada alegremente, y sólo Toppi conservó su
seriedad, lanzando a todos miradas muy serias, como si quisiera decirles: “¡Idiotas!”
El mismo Magnus se dio cuenta de que la hilaridad general estaba fuera de lugar en aquellas
circunstancias. Es posible que se encontrara bajo el efecto de la bebida; el hecho es que, sacudiendo
furiosamente su cabeza explosiva, exclamó:
—¡Basta de risa! ¡No hay que ser estúpidos! ¡Ustedes no saben lo que hacen! ¡No hay que ser
tan imbéciles! Yo no creo en nada, y, precisamente por eso, puedo admitirlo todo, hasta lo más
inverosímil. Venga esa mano, Wandergood. Esos son unos idiotas. Yo no tengo inconveniente en
admitir que tú seas Satanás en persona. Sólo que has caído en un mal paso, porque voy a acabar
por echarte por esa puerta, ¿oyes tú, demonio?
Me amenazó con el dedo, pero Juego se quedó pensativo, con su pesada cabeza agachada y
sus fulgurantes ojos inyectados de sangre, como un toro pronto a embestir.
Los colaboradores callaban lúgubremente, lo mismo que el irritado cardenal.
Magnus extendió otra vez su dedo hacia mí en actitud de amenaza y me dijo:
—Si realmente eres Satanás, has llegado un poco tarde, pobre diablo. ¿Entiendes? ¿A qué has
venido aquí? ¿A representar una comedia? ¿A tentar a la gente? ¿A reírte de nosotros, los pobres
humanos? ¿A inventar alguna nueva maldad que nos hiciera bailar a todos al son de tu música?
Pues nada; ya te lo
he dicho, has llegado tarde. Debiste haber madrugado más. La humanidad ya es mayor de edad y no
tiene necesidad de tu ingenio. No hablo sólo de mí, que acabo de engañarte con tanta facilidad y me he
quedado con tu dinero; eso no es extraño puesto que soy Magnus Ergo. No hablo ni siquiera de María. Pero
mira a toda esa otra gente inferior, mis modestos amigos, y avergüénzate. ¿Dónde hubieras podido hallar

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en tu infierno unos diablos tan listos y tan dispuestos a todo? Pues, con todo eso, ni siquiera serán inscritos
en los anales de la historia: ¡tan insignificantes son!

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