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Arvejas

Empujar una arveja en un plato insistentemente.


Inútil, muy inútilmente.
La cuchara la lleva hasta una punta, sube sube sube y sarabán. Cae. Hasta el fondo.
—Como Sísifo—Le dije.
—¿Eh?— Respondió Adrián sin levantar la vista del plato, de la cuchara, de la arveja.
—El de la mitología griega. Lo condenaron a empujar eternamente una roca muy pesada que,
cuando llegaba a lo alto de una colina, se caía y lo obligaba a recomenzar la tarea.
—¿No podía matarse?
—¿Qué?
—Si era tan tedioso, ¿no era preferible que se matara y sanseacabó?
—No sé. No explican eso.
—¿Y nunca te lo preguntaste? Digo, siempre existe la posibilidad de abandonar el juego, si vas
perdiendo en la partida, irte al mazo, ¿entendés?
—¿Y vos? ¿No pensás irte? ¿o romper el plato? O..., o...
—¿O qué? No. Mirá. Es divertido. Estamos jugando, la arveja y yo. Si yo ganara, si me como la
arveja, si logro que salga del plato, termina todo. No solo la comida. Todo, ¿entendés? Tendría que
volver a mirarte a los ojos, pedir la cuenta, pagar, irme a casa, ponerme a pensar hace cuánto que
no llamo a mi vieja, por qué todas mis amistades se diluyen, se pierden en fade out, en por qué no
cojo, por qué no tengo una posición tomada con respecto a ningún tema o, peor aún, por qué soy
tan cagón y no me hago cargo de lo que siento.
Por detrás de la cabeza enrulada de Adrián alcancé a ver a Pedrito, el mozo. Estuvo mucho
tiempo mirando la fila de medialunas, como buscando una respuesta. De golpe, pareció recordar
que era mozo y vino a nuestra mesa, la única ocupada.
—¿Les puedo retirar los platos?—Nos dijo, como si fuera lo único que dicen los mozos.
—No, Pedrito, no ves que todavia tengo una arveja. Al final, ni acá se puede comer tranquilo,
che.
Adrián me miró como perro malo. Enojado. No sé si conmigo, si con Pedrito, con la arveja o con
él mismo.
Pedrito se lo tomó personal y se fue con la cola entre las patas, con cola de paja, como
sintiéndose en falta. En realidad estaba en falta, unos minutos antes mientras el dueño del bar se
habia ausentado, se comió tres medialunas. Pero de eso nos enteraríamos semanas más tarde,
cuando lo echaran del bar por esa nimiedad, por tres medialunas.
Yo estaba hipnotizado con el juego de Adrián y la arveja, ese ir y venir que de afuera parecia un
accionar absurdo. Y mientras lo observaba se me vinieron a la cabeza el cúmulo de pendientes que
se cansan en mi mesa de luz (que no es mesa ni tiene luz), en las personas que no llamo, en los
libros que no leo y en los libros que no escribo. Quise cambiar de canal o apagar el show, como si
mirar a mi amigo fuera igual que mirar la tele, una caja boba sin caja. Tenía que escapar, pedir la
cuenta y hacer mi vida. Pero no lo hice. Estaba atrapado.
La arveja seguía yendo y viniendo, ya no sabía quién movía a quién, si la cuchara a la arveja o
viceversa. A esta altura del partido (partido que obviamente íbamos perdiendo por goleada), creo
que no quería que saliera del plato. Es más, quería ser una arveja. Quería ser una arveja, quería
que me mecieran en ese plato playo, como en una hamaca paraguaya.
Fui una arveja, ya no estaba en mi cuerpo. Estaba en esa cuchara, en ese plato, fuera de mí.
¿Quería que me comieran? No sé, no sé qué decirte.
¿Vos querés que te coman? ¿Quién querés que te coma? Ponele que sos una arveja, naciste, te
cosecharon, te enlataron, te pusieron en una góndola de supermercado. Estuviste esperando ahí, a
que te vinieran a buscar. Te llevaron, te pusieron en el changuito entre dos papas y unos forros. Sí,
papas, arvejas y forros. Alta compra, eh. Alta cita.
Bueno. Después de una noche de lujuria, por fin te agarran entre dos deditos. ¿Querés que te
coman?
Comer.
La cuchara se había elevado y, con ella, la arveja. Adrián se la estaba por comer. Le tuve que
pegar. En el ojo, sí, en el ojo. En la nariz también. ¿Y qué querés? Casi se come la arveja. Casi me
come, casi nos come. Porque lo pensé mejor y no, no quiero dejar el juego. No quiero dejar de ser
una arveja. No quiero volver a ser el que soy o el que no soy o los que no soy.
Y la arveja rodó por el piso del bar, como queriendo escapar, como ansiando prolongar su
existencia legumbril indefinida, eternamente. Pero nada es eterno. Menos si te pisan. Si un mozo
te pisa. Si un mozo de mierda te pisa. Pedrito, ese mozo de mierda. Menos si Pedrito, ese mozo de
mierda te pisa. Puso cara de satisfacción, como cuando te sale bien una cuenta o tenés un
orgasmo, que a veces es muy parecido. Y le tuve que pegar a también a Pedrito. Porque cómo iba a
pisar la arveja. Lo tacleé y le di una piña y dos piñas. Y tres piñas. De a ratos se le escuchaba entre
suspiros
—¡Tenía hambre! ¡Fue la única vez! ¡Juro que no vuelvo a comer medialunas! ¡Nunca más!
Y yo no entendía. Y cuando no entiendo algo, me enojo. Entonces, le di más fuerte. Una piña,
dos piñas. Adrián, que para ese entonces se había recuperado de mis golpes, nos separó. Dejó
doscientos pesos en la mesa y nos sacó del bar.
De camino a casa, pasamos por el chino y Adrián me compró una lata de arvejas.
—Tomá, para que no rompas más las pelotas—me dijo.
Pero no, no era eso. Nunca es eso.

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