Femando Burgos
UNIVERSITY OF MEMPHIS
EL DESEO DELA imaginación que crea el objeto, la constitución de una realidad admirable,
animada por la configuración simbólica de sus elementos fue para Juan Emar el vaso
comunicante de su prosa narrativa iniciada con su novelas Miltín ( 1934), Un año ( 193 5),
Ayer (1935) y Diez (1937). La fecha de publicación de estas obras de Emar se correspon-
día con los años de fervor vanguardista en Europa, su aparición en Hispanoamérica, y la
perseverancia de un escritor que había esperado mucho tiempo--Emar ya tenía cuarenta
1
y un años-antes de dar a conocer su labor creativa. Espera que no redundaría , sin
embargo, en una acogida amplia o beneficiosa de su obra no sólo porque se trataba de
ediciones limitadas, publicadas en editoriales con escasa difusión de sus libros sino que
especialmente porque la obra de Emar era sumamente renovadora y audaz para el gusto
artístico de sus coetáneos, aspecto sobre el cual Pedro Lastra-uno de los primeros
críticos serios de la obra de Emar-llamaría la atención en la década de los ochenta.2
El período de formación artística de Emar desde los diecinueve años hasta la fecha
de publicación de las cuatro obras anotadas anteriormente transcurre en medio de
constantes vi aj es a Europa y largas estadías en París, ciudad en la que contacta con artistas
de renombre como Antonin Artaud y Paul Eluard y también con pintores y escritores
chilenos como Luis Vargas Rosas y Vicente Huidobro que se encontraban o residían en
la capital francesa. Alejandro Canseco-Jerez indica que Emar ya en 1912 «empieza a
tomar clases de pintura en París con el pintor José Backhaus. Estudia teoría estética y se
apasiona por la armonía de los colores de Whislern 3 y en 1921 «comienza a tomar cursos
de dibujo y pintura en la Académie de la Grande Chaumiere, en Montpamasse». 4 Los
años formativos de Emar (1912-1932) que transcurren principalmente en Europa,
coinciden con uno de los períodos de mayor efervescencia artística del siglo veinte en
cuanto a las búsquedas y experimentos de nuevos modos creativos en términos de ruptura
con la tradición y nacimiento de provocativas postulaciones estéticas. Los retos
1
Con anterioridad a las fechas de publicación de estas tres novelas, Emar había colaborado
con artículos de reflexión estética a partir del año 1923 en el diario chileno La Nación. Estos
ensayos fueron recopilados por Patricio Lizama en el libro Jean Emar. Escritos de arte (1923-
1925)¿ Santiago, Chile: Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 1992.
Véase «Rescate de Juan Emarn, Relecturas hispanoamericanas, Santiago, Chile: Editorial
Univ~rsitaria, 1987, pp. 63-74.
Juan Emar. Estudio, Chile: Ediciones Documentas, 1989, p. 104.
4
Juan Emar. Estudio, p. 106.
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provocados por el surgimiento del surrealismo así como del resto de los movimientos
europeos de vanguardia parecían ajustarse casi naturalmente a la inquieta actitud
intelectual de Emar quien se nutría en París tanto del rigor del estudio formal como de la
espontánea convivencia con una pléyade de intelectuales y artistas de Europa e
Hispanoamérica. La inescapable interrelación entre concepto estético y realización
creativa que permeaba el ideario y producto artísticos de las vanguardias fue, sin lugar a
dudas, un punto de plasmación esencial de la obra de Emar. El consciente dialogismo
resultante de la confluencia de crítica y creación hacía de cada obra un evento singular al
tiempo que creaba una oportunidad de estética epoca! única en la agitación, cambio y
transformación que procuraba el ambiente literario chileno con el cual Juan Emar tendría
que confrontar el ejercicio de una escritura naciente que muy probablemente sería mal
interpretada o marginada como la expresión de una simple experimentación pasajera. Y
así lo fue. La obra narrativa de Emar publicada a mediados de los años treinta no
trascendió ni a nivel del público en general ni siquiera de una elite de escritores y figuras
de otras artes interesados en validarla como la eclosión de una nueva y poderosa expresión
literaria.
Emar se había lanzado a la realización de una obra narrativa sin precedentes en la
literatura chilena, quizás hermanada--en algunos aspectos---con la producción de
coetáneos de la vanguardia latinoamericana quienes a su vez también habían sido aislados
o leídos equivocadamente. De la obra de Emar emergía una estética de profundos alcances
modernos, personalizada además por su práctica e interés en una visión globalizada de la
experiencia artística. Emar no se sorprendió con la respuesta silenciosa que tuvo la
aparición de su obra. El triunfo personal de Emar residía en su actitud disidente hacia lo
<literario>, la cual en el fondo se burlaba de la idea de <éxito>. Alejado de la acostumbrada
institucionalización del artista, rechazó la noción de <trayectoria literaria> y de <produc-
ción>, entregándose a su creación sin dejarse llevar por ninguna consideración ajena al
hecho mismo de inventar el curso auto-transformacional de la estética que surgía de su
escritura. La lectura creativa de su obra podía esperar el destino del tiempo y la
arbitrariedad del gusto artístico, quizás también el surgimiento e inteligencia de otras
estéticas cuya disposición de superestrato permitiría una readecuación de los moldes
artísticos epocales y por consiguiente una maduración del concepto mismo de arte. Emar
ya había vivido en su etapa formativa el universo destructivo y creador que trae consigo
el cambio así como el profundo y desesperado descenso del artista como iniciador.
Su experiencia de haber vivido en la cuerda floja de quienes intentaban renovar
asumiendo la tradición como ruptura le había instilado una generosa comprensión del
artista relegado. En este sentido, Emar supo absorber el silencio; podía esperar o ignorar.
No así el ejercicio de su escritura, lo cual explica que se lanzara nuevamente a escribir a
pesar de la prácticamente nula acogida de su obra aparecida en los años treinta.
Reiteramos, a escribir. Escribir no era publicar para Emar, menos después de la escasa
recepción que tuvo su narrativa. Escribir era crear, un punto de realización perso-
nal-aunque nunca egoísta--en el cual de la manera más expresivamente libre que se
pueda intuir el acto de la escritura, se podía concebir un mundo en la instancia de su
edificación. Plano en el que, finalmente, la reunión de fondo y forma, de autónomo
espíritu creativo y concepto estético fluían sin necesidad de acoso interpretativo ni de
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(1937) con La Tienda de muñecos (1927) del vanguardista venezolano Julio Garmendia
y Un hombre muerto a puntapiés (1927) del vanguardista ecuatoriano Pablo Palacio se
puede advertir rápidamente el evidente entusiasmo de parte de los mismos escritores por
estas últimas dos obras en el sentido de representar en Venezuela y Ecuador respectiva-
mente momentos cumbres de la prosa; el tipo de impacto creador de una tradición de
presencia duradera. Y no es que Emar haya carecido de admiradores entre los escritores;
basta mencionar los nombres de Pablo Neruda, Braulio Arenas, Eduardo Anguita y más
8
contemporáneamente a Jorge Edwards para darse una idea de la trascendencia de su obra.
Esa significación no ha llegado, sin embargo, a constituirse en un caudal de ricas e
inmediatas referencias en la labor creativa de autores que han ido destacando en las
últimas décadas en Chile y en el resto de Hispanoamérica. Esto no quita en absoluto
mérito a la obra de Emar; es solamente el registro del fenómeno lo que importa destacar,
y quizás de vivir Emar hoy, habría estado complacido de que su obra aún se mantuviese
en el comienzo de las claves, de la zona desconocida pendiente de ser vivida en y desde
el proceso de crear. La extraordinaria percepción de Neruda nos acercó a ese halo
insondable del autor de Umbral: «Y Juan Emar fue un solitario descubridor que vivió
entre las multitudes sin que nadie lo viera, tal vez sin que nadie lo amara. No tenía
9
mercado propio: se vistió hasta el fin de su vida de transeúnte». Sin promociones y sin
interés por establecerlas, Emar careció de mercado como indica Neruda, a pesar de lo cual
y en una necesidad de ruptura radical con los medios sociales productores del arte a la vez
que de entrega total al hecho creativo, Emar logra encaminarnos en el umbral de una
nueva visión del arte.
Diez, la única colección de relatos de Emar cuenta con una reedición en 1971 luego
de su aparición en 193 7. Aunque la publicación de los setenta despierta cierta atención en
el medio literario chileno, ninguna de las dos publicaciones vio contribuciones críticas de
alcance sobre el lineamiento estético de este libro. En la década de los ochenta y noventa
aparecen artículos dirigidos a la exégesis de algunos cuentos de la colección o de cuentos
inéditos de Emar. Asimismo, en la obra citada de Soledad Traverso se analizan varios
aspectos cruciales relativos a este libro, pero no existe hasta ahora un ensayo destinado
a elicitar exhaustiva y comprensivamente la poética de la colección y el cruce estético con
el ideario de Emar contenido en sus novelas, incluyendo Umbral, las reflexiones sobre
arte recopiladas por Lizama y, ciertamente, en los propios cuentos del autor. Nuestro
propósito--especialmente en el espacio de este trabajo-no intenta dar cuenta tampoco
de ese objetivo aunque pertenece sí de modo introductorio al ensayo más extenso sobre
Diez que preparamos. Nos hemos abocado aquí a discutir la situación de Emar en la
vanguardia y la dirección de distopia cultural que sugiere el discurso artístico del texto «El
vicio del alcohol», el último cuento incluido en la colección.
Una resolución de naturaleza pictórica arraigada en los procedimientos surrealistas
de la vanguardia informa la realización textual del cuento «El vicio del alcohol». En esta
8
Sobre este último escritor, véase Jorge Edwards, «Reivindicación de Juan Emarn, El whisky
de lo§poetas, Santiago, Chile: Editorial Universitaria, 1994, pp. 202-204.
Prólogo a Diez. Cuatro animales. Tres mujeres. Dos sitios. Un vicio. Santiago, Chile:
Editorial Universitaria, 1971, pp. 9-10.
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preferencia por experimentar con los avatares de una estética proveniente de la pintura en
el plano literario se hacía evidente la propuesta vanguardista de la inseparabilidad de las
artes. Las varias manifestaciones de la expresión artística podían ahora agruparse en un
solo medio, mezclarse, intercambiarse, confundirse y recombinarse infinitamente en una
producción múltiple que en el fondo y paradojalmente resultaba en una añoranza por el
extrañamiento de la unidad. La literatura empezaba a transformarse tal como el resto de
las artes: la necesidad de la narración misma era cuestionada en un intento por agraviar
la idea de autoría como producción única y el resultado de un mundo literario-narrativo
ordenado o regimentado por las coordenadas de un creador. La idea de crear más allá de
los confines que podía indicar la ejecución de un arte determinado tenía que conducir
necesariamente a la visión de un medio que renacía alimentado por la conjunción de las
artes, en otros términos, por el surgimiento de un arte abierto a la totalización del poder
multiplicador de la creación. Era en todo sentido una des-autorización. El artista no podía
controlar su producción ya que en su propia visión nada era controlable, desde los eventos
más significativos de la humanidad hasta los más banales de la vida diaria, el hombre
enfrentaba la naturaleza caótica y absurda de su existencia.
La vanguardia histórica de los veinte y treinta enfrentó como ningún otro movimiento
artístico del siglo veinte el arribo de la modernidad: la conciencia de encontrarse todavía
desnudo frente a la desenfrenada vorágine con la que el ser social se desplazaba. En el
hecho de la Primera Guerra Mundial, la Historia había ya abierto su rostro absurdo para
estos artistas, quienes anticiparían (y vivirían más tarde) el acontecimiento más
destructivo del siglo en el holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Pero no se trataba
sólo de una producción artística situada en medio del horror y devastación de dos
conflagraciones mundiales, sino de su situación en el acontecer del decurso moderno del
siglo veinte en el que aparte del sentido de absurdo e impotencia frente al genocidio, los
modelos sociales despertaban en la invitación de una novedad que nunca se establecía
como tal. El futuro inagotable y sobre todo inalcanzable era la visión, la meta imposible
hacia la que se movían inevitablemente la producción de todos los medios sociales.
Necesario se hace distinguir, sin embargo, las diferentes actitudes que distinguían al
espectro social del artístico. No intentamos separar al artista de su entorno social sino que
simplemente llamar la atención sobre las direcciones opuestas en que pueden moverse
ambos sobre todo ante la presencia de modelos económicos e institucionales cuya firme
base transformacional incentivaba el exceso acumulativo del materialismo. Para los
sectores sociales-vinculados a un concepto prácticamente neopositivista de progre-
so--los efectos de la modernización social emergían como contribuyentes altamente
positivos de desarrollo. Fe y falta de cuestionamientos. En el caso del artista de la
vanguardia, la eclosión de la modernización inventaría un modo particular de dirigirse
hacia el lanzamiento en el vacío del futuro. La carta de la modernidad llegaba a ellos con
el convencimiento de trabajar en la transformación del arte, lo cual abrió la sorpresiva caja
de inseguridades e incertidumbres.
La modernidad artística nunca fue para los vanguardistas un escudo de protección ni
siquiera de esperanzas sobre el advenimiento de una sociedad nueva. Su guía fue explorar
para sorprenderse, deshacer para crear sin afanes últimos ni absolutos de verdad. El artista
de la vanguardia se orientaba por la tentativa incierta de sus movimientos. Tampoco luchó
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con el grito ronco de una mujer con la significativa diferencia de que su expresión inicial
es la que el narrador escucha mientras que su manifestación final en el cuento es la que
el narrador provoca. Los signos se activan así, rotando la imagen recurrente de una mujer
que goza en la noche. En la construcción de esa pintura persistente, el engañoso foco del
cuento sobre el vicio del alcohol, desaparece.
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