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Historia del capitalismo agrario

pampeano
Tomo IV
Julio Djenderedian
La agricultura pampeana
en la primera mitad
del siglo XIX
Diseño de interior: tholön kunst

© 2008, Siglo XXI Editores Argentina S. A.

ISBN

Impreso en A

Hecho el depósito que marca la ley 11.723


Impreso en la Argentina // Made in Argentina
Índice

Presentación general del volumen 11


por Osvaldo Barsky

Agradecimientos 15

Introducción 17

Capítulo I. La agricultura colonial 35


1. Introducción 35
2. El espacio y la economía 36
3. La circulación y el transporte 41
4. El papel de la producción agrícola en el Río
de la Plata tardocolonial 46
5. La importancia regional y diferencial
de los cereales 56
6. Pautas, características y actores
en la comercialización del trigo 61
7. Los actores y las unidades de producción
agrícola 69

Capítulo II. La técnica agrícola a fines de la colonia 87


1. Introducción 87
2. El norte del litoral 89
3. La agricultura irrigada en los bordes
del interior 94
4. El área del cultivo en secano 98
5. El diagnóstico ilustrado sobre la técnica
agrícola rioplatense 124
8 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Capítulo III. Producción y comercio de cereales


durante la primera mitad del siglo XIX 133
1.Introducción 133
2.La producción cerealera y los cambios en la
economía rioplatense a partir de la Revolución 139
3. El comercio y el mercado cerealero porteño en la
primera mitad del siglo XIX 145
3.1. La coyuntura revolucionaria 145
3.2. Las décadas de 1820 y 1830: un equilibrio
inestable 149
3.3. Los cambios de la década de 1840 172

Capítulo IV. Las formas de la colonización 183


1. Introducción 183
2. La política de afianzamiento poblacional
durante el tardío dominio hispánico 188
3. Los cambios tras la Revolución 194
4. La expansión de la frontera y la oferta
de tierras públicas 198
5. La inmigración y sus efectos en la economía real 207
6. Los proyectos de colonización extranjera
de los años rivadavianos 216
7. Un intento de analizar las causas de su fracaso 224
8. La evolución de la colonización criolla
en el segundo cuarto del siglo XIX 231
9. Los cambios a partir de la década de 1840 239

Capítulo V. Los cambios en la tecnología agrícola


pampeana durante la primera mitad del siglo XIX 245
1. Introducción 245
2. La dimensión, las causas y las formas
de las innovaciones 249
3. Avances sobre tierras nuevas, cambios
de escala necesidad de organizar más
eficazmente la producción rural 254
4. La introducción de nuevas formas de labranza 258
5. La renovación de semillas y la aparición
del Barletta 267
índice 9

6. Los cambios en la superficie implantada


por unidad y sus efectos 273
7. Los comienzos de la introducción
de maquinaria simple 276
8. Una agricultura paulatinamente renovada 284

Capítulo VI. La situación agrícola de las distintas


provincias pampeanas hacia 1850 289
1. Introducción 289
2. Buenos Aires 290
3. Santa Fe 297
4. Entre Ríos 301
5. Córdoba 304
6. En vísperas de grandes cambios 307

Conclusiones 309

Bibliografía y fuentes 319

Apéndice I: Datos numéricos de los gráficos 377


Apéndice II: Cuadros adicionales 383
Índice de cuadros 393
Índice de gráficos 394
Índice de ilustraciones 395
Índice de cuadros de los apéndices 397
Presentación general del volumen
Osvaldo Barsky

En la presentación general de esta Historia del capitalismo agrario


pampeano1 habíamos señalado que las investigaciones de autores como
Halperín Donghi, Juan Carlos Garavaglia, Jorge Gelman, Carlos Mayo y
Raúl Fradkin, entre otros, habían cambiado fuertemente el estado del
conocimiento del agro durante el período colonial y tardocolonial. En-
tre otros temas, destacamos la importancia que para este período los
autores le daban a la agricultura, claramente subestimada en las visio-
nes tradicionales, y también cómo remarcaron que ésta tenía presencia
no sólo en las chacras, sino que también se desarrollaba en las estan-
cias. En el primer tomo de esta Historia, centrado en la expansión ga-
nadera hasta 1895, se había hecho una acotada referencia a estos temas
en la misma dirección, pero señalando que en realidad el peso signifi-
cativo de la agricultura tenía relevancia en la campaña de Buenos Aires
de antigua ocupación, y que tal situación era mucho menos significativa
en las otras provincias del litoral argentino.
En este volumen, el tema de la agricultura recobra toda su intensidad,
ya que se trata de sistematizar el estado de la agricultura tardocolonial
para luego poder adentrarse plenamente en la situación existente en
este rubro durante la primera mitad del siglo XIX. Es que, más allá de
los actuales enfoques, que sugieren no identificar mecánicamente los
cortes políticos introducidos en 1852 con los cambios en las sociedades
rurales a fin de destacar los procesos de continuidad, es evidente que
estas continuidades se evidencian más plenamente en los períodos pre-
vios e inmediatamente posteriores a la independencia que en la época
de la Organización Nacional, en la cual, a lo largo de pocas décadas, la
agricultura pampeana ocupó un destacado escenario productivo de
trascendencia internacional.

1 Véase Barsky, O., “Presentación general de la obra”, en Barsky, O. y Djende-


redjian, J. (2003).
12 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

En esta obra Julio Djenderedjian realiza un importante esfuerzo por


sistematizar el estado del conocimiento de esta temática, consciente to-
davía del gran desnivel existente en el saber sobre Buenos Aires frente
a los grandes vacíos historiográficos sobre Santa Fe, Córdoba y Entre
Ríos, aunque sus propias investigaciones sobre esta última provincia le
dan una perspectiva renovadora de contraste, al destacar las significati-
vas diferencias con Buenos Aires. Mientras en esta última el peso del
consumo urbano determinaba una importancia proporcionalmente
grande de la agricultura, por el contrario, en Santa Fe o Entre Ríos el
peso mucho mayor de estancias nítidamente ganaderas y la escasa di-
mensión de los centros poblados derivaron en una presencia mucho
menos notable de la agricultura mercantil, lo cual tuvo consecuencias
muy importantes no sólo en aspectos económicos sino también sociales.
Pero el mérito de esta obra no es sólo incorporar una perspectiva regio-
nal comparada que marque las diferencias relevantes que existieron en
cada desarrollo agropecuario provincial en términos productivos socia-
les. Se destaca también un valioso enfoque integrador de largo plazo
que permite abordar estos temas desde la dinámica introducida por las
guerras civiles desatadas después de 1810, con una larga secuela de des-
trucción de bienes y personas, o de captura mediante la leva de grandes
cantidades de mano de obra masculina, a lo que se sumaba la decaden-
cia del sistema productivo basado en mano de obra esclava. Nuevas re-
glas de juego respecto al comercio con alteraciones de los precios rela-
tivos y orientación hacia nuevos mercados, cambios en el tamaño, la
orientación productiva y la gestión de las explotaciones agrarias son
también temas significativos que permiten comprender la dificultad de
la expansión agrícola en estos períodos.
Esta visión integral sobre los condicionamientos de la agricultura no po-
día dejar de detenerse en forma sistémica sobre el estado de la tecnología
agrícola a fines del período colonial para, más adelante, mostrarnos los
lentos cambios que se van produciendo durante la primera mitad del si-
glo XIX, sobre la base de los cuales se iniciará la gran expansión agrí-
cola moderna que se desarrolla a partir de este período. Un aporte no
menor es haber mostrado el alto grado de heterogeneidad de la tec-
nología agrícola existente, debido a la gran diversidad espacial y la
importante diferencia del costo de los factores de la producción en
las distintas regiones, que impulsaba o frenaba la adopción de cam-
bios tecnológicos ahorradores de tierra o de trabajo. Las condiciones
presentación general del volumen 13

de desarrollo agrícola en condiciones de expansión acelerada de la


frontera, la introducción de maquinarias, la renovación genética a tra-
vés del ingreso de nuevas semillas, los cambios en el manejo de las ex-
plotaciones, son el prolegómeno ahora estudiado de las precondiciones
que facilitarán la expansión acelerada de la agricultura moderna.
Otro mérito del estudio es la incorporación de un meduloso análisis
sobre los primeros intentos sistemáticos de asentamiento poblacional,
incluidos los fallidos intentos de colonización. Finalmente, el trabajo
plantea un balance de la situación de la agricultura en las provincias
pampeanas hacia mediados del siglo XIX, que vuelve a destacar la espe-
cificidad de los contextos políticos y socioproductivos dentro de la gi-
gantesca región pampeana, condición imprescindible para entender
los desarrollos disímiles que éstas tuvieron en el período posterior de la
gran expansión.
Una obra de estas características requería la consulta de una innume-
rable cantidad de fuentes. El lector encontrará una valiosísima relación
tanto de obras de referencia, recopilaciones de leyes, memorias e infor-
mes oficiales, como de material estadístico, informes consulares, publi-
caciones periódicas, atlas y obras de referencia cartográfica, obras de
época y bibliografía. Su magnitud revela el esfuerzo de sistematización
realizado así como la búsqueda exhaustiva de información para esta te-
mática, en especial para ciertas regiones, donde la escasa investigación
existente ha forzado una tarea de esta importancia. El lector juzgará si
este trabajo ha unido simplemente puntos dispersos en el mapa del co-
nocimiento sobre el agro en el período, como modestamente lo sugiere
el autor, o si en realidad se ha construido un piso global de conoci-
miento mucho más sólido que el existente, lo cual seguramente bene-
ficiará a quienes emprendan estudios puntuales que arrojen mejores
perspectivas sobre los temas abordados.
Se cumple así el objetivo de esta Historia, que es combinar estudios
sistémicos de temáticas y períodos como el aquí analizado, al igual que
el análisis integral de la expansión ganadera realizada en el tomo I, con
trabajos que profundizan problemáticas centrales de cada etapa, como
se hizo en los tomos II2 y III.3 El estudio de Julio Djenderedjian cierra
el análisis de la evolución agrícola hasta mediados del XIX, y al mismo

2 Sesto, C. (2005).
3 Gelman, J. y Santilli, D. (2006).
14 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

tiempo es el soporte de los próximos tomos que trabajarán temas cen-


trales, como la gran expansión agrícola de la segunda mitad de siglo, el
desarrollo de la tecnología agrícola, la relación entre economía rural e
instituciones, el desarrollo comercial y financiero ligado a la expansión
agropecuaria y las características de la estructura agraria conformada
en la región pampeana a finales del siglo XIX.
Este libro que hoy presentamos se integra a los estudios que se reali-
zan para la obra Historia del capitalismo agrario pampeano que se lleva ade-
lante en el Área de Estudios Agrarios del Departamento de Investigacio-
nes de la Universidad de Belgrano. Forman parte del equipo de
investigación que aborda tal empresa Mariela Alva, Sílcora Bearzotti, Julio
Djenderedjian, Gabriela Giba, Juan Luis Martirén, Marcela Petrantonio
y Carmen Sesto, con el apoyo de Leonardo Fernández y Susana Giménez
en los aspectos logísticos, bajo la dirección de Osvaldo Barsky.
Agradecimientos

Luego de algunos años de intenso trabajo en torno a un tema


complejo y arduo como pocos, son muy diversas las personas e institu-
ciones con quienes tengo una deuda de gratitud. Entre ellas, no podría
dejar de mencionar en primer lugar el apoyo financiero otorgado por
la Universidad de Belgrano, el CONICET y la Secretaría de Ciencia y
Tecnología de la Nación, a través del FONCyT, que permitieron que
este libro fuera una realidad. Deseo agradecer también al personal de
los diversos archivos y bibliotecas consultados, que ofreció invariable-
mente la mejor voluntad para ubicar un material que a menudo nadie
había revisado en décadas. En especial a los empleados del Archivo Ge-
neral de la Nación, la Biblioteca Nacional, la Academia Nacional de la
Historia, el Museo Mitre, la Biblioteca del Congreso, la Biblioteca Torn-
quist del Banco Central, las bibliotecas de la Facultad de Ciencias Eco-
nómicas y del Instituto Ravignani de la Universidad de Buenos Aires, y
la de la Universidad Torcuato di Tella, todas ellas en la ciudad de Bue-
nos Aires. Además, al personal del Archivo Histórico Municipal de San
Isidro, provincia de Buenos Aires; el Archivo Histórico y Administrativo
de Entre Ríos, la biblioteca del museo “Martiniano Leguizamón” y la Bi-
blioteca Pública Provincial, estos últimos en Paraná; la biblioteca y ar-
chivo del Instituto “Osvaldo Magnasco”, de Gualeguaychú; el Archivo
General de la Provincia, en Santa Fe; el Departamento de Estudios Et-
nográficos y Coloniales, en la misma ciudad; así como a los funciona-
rios del archivo del Instituto de Estudos Brasileiros, de la Universidade
Federal de São Paulo, Brasil. También debo agradecer a Ricardo Báez,
Pedro Avellaneda, Christian Seferian, Francisco Fotti y Juan Manuel
Nieva por su inestimable asistencia en la obtención de diversas obras de
época y bibliografía especializada hace mucho tiempo agotada.
Este libro es fruto del esfuerzo compartido por el equipo del Área de
Estudios Agrarios del Departamento de Investigaciones de la Universidad
de Belgrano. Allí, Osvaldo Barsky ha logrado conformar un agradable
ámbito de creatividad y colaboración que difícilmente pueda encontrarse
16 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

en otras circunstancias. Mariela Alva prestó inestimable ayuda en el pro-


cesamiento de imágenes. Pero, por sobre todo, esta obra debe gran
parte de su existencia a Sílcora Bearzotti y Juan Luis Martirén, quienes
aportaron multitud de datos, referencias, trabajo en bibliotecas y archi-
vos, y, mejor que todo ello, sus pacientes y atentas lecturas y sus valiosos
comentarios, sin los cuales los resultados aquí presentados hubieran
sido mucho menores. Siguiendo una convención aceptada pero no por
ello menos cierta, de más está decir que ninguno de los nombrados
tiene parte alguna en los muchos errores que el lector advertirá en las
páginas que siguen.

jcd
buenos aires, 31 de marzo de 2008
Introducción

Este libro es parte de una investigación mayor, que abarca la


evolución agrícola de todo el siglo XIX pampeano. Al presentar aquí el
análisis del período que culmina hacia 1850, se matizó sin dudas el efecto
de ese dilatado criterio temporal, que no prestaba demasiada atención
al usual corte entre una primera y una segunda mitad de esa centuria.
Para buena parte de la historiografía, al menos la tradicional, ese corte
tenía varios justificativos. Por un lado, políticos: como se sabe, a partir
de 1852 comenzó a organizarse constitucionalmente el país, y se supo-
nía que la etapa anterior, signada por la figura de Juan Manuel de Ro-
sas, había constituido un momento de predominio de grandes estancie-
ros sólo interesados en la producción ganadera, olvidándose entonces
la agricultura, sinónimo de civilización para las elites ilustradas. El fra-
caso de los proyectos de colonización agrícola encarados durante el go-
bierno de Bernardino Rivadavia en la década de 1820 constituía el
ejemplo más evidente de ello. Y, del mismo modo, la reedición de esas
colonias agrícolas a partir de inicios de la década de 1850, en especial
con las fundaciones de Esperanza en Santa Fe y San José en Entre Ríos,
parecía ser la prueba de que a partir de entonces se contaba con un
contexto político cualitativamente diferente, el cual sería la clave que
habría de permitir que esas colonias prosperaran. Por otro lado, el
corte en la mitad del siglo parecía corresponderse con fenómenos de
impacto en la economía, como el inicio de una etapa de crecimiento
de la producción rural que fue acelerándose en la medida en que se
abrían nuevos mercados, se implementaban procesos tecnológicos nue-
vos, aumentaba en forma exponencial la inmigración y se lograba afian-
zar los límites y el dominio territorial de la nación con la conquista del
espacio indígena, que habría de completarse en la década de 1880.
Las investigaciones de las últimas décadas han ido cuestionando los
cortes abruptos, y entre ellos el de la mitad del siglo XIX, sobre todo en lo
que hace a la economía rural. Los acontecimientos políticos no parecen
18 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

haber tenido en ella un papel tan significativo, mientras que se han ido
constatando continuidades y permanencias, existiendo ambas en forma
paralela a procesos de indudable ruptura cualitativa en la producción
agraria. Por lo demás, tampoco resultan tan claras las diferenciaciones
entre los procesos de crecimiento agrario a uno y otro lado del corte de
la mitad del siglo; la expansión del ovino a partir de 1850, por ejemplo,
tuvo consistentes antecedentes que venían cuando menos de dos déca-
das atrás. Así, la investigación cuyos frutos se muestran aquí pretende
en cierto modo ir dando cuenta de esas continuidades y permanencias,
y a la vez ir marcando una periodización que no dependa de ese tradi-
cional corte de mediados de la centuria. De modo que las páginas que
van a leerse tienen en buena medida presentes los procesos que habrán
de darse posteriormente al período aquí tratado, y no sólo sus antece-
dentes. No se trata en modo alguno de un capricho: la misma investiga-
ción nos fue mostrando la necesidad de adoptar un enfoque abarcativo,
no sólo para encontrar nuevas respuestas a procesos ya conocidos, sino
sobre todo para abordar esos procesos desde otros ángulos, y obtener
así nuevos interrogantes a responder.
En ese sentido, creemos que no se trataba tan sólo de constatar per-
manencias o de matizar el peso de las transformaciones, sino de buscar
una explicación que permitiera de algún modo entender tanto unas
como otras. La partición de mediados del siglo ha continuado en otras
formas marcando pautas entre las investigaciones, incluso las recientes,
sobre todo porque tanto los temas abordados como las preguntas que
los historiadores de cada período se han hecho han sido en gran me-
dida diferentes. Para la primera mitad del siglo XIX parece haber pre-
dominado en cierto modo una tendencia más acentuada a constatar
continuidades con la etapa del dominio hispánico, para así disminuir
aún más el peso del corte político señalado por la revolución de inde-
pendencia; y, a la vez, al exponer la importancia de la producción agrí-
cola bonaerense y de los actores a ella ligados, matizar el contraste con
una supuesta etapa de predominio ganadero cuya cristalización la cons-
tituía el gobierno de Rosas. Por el contrario, para los historiadores de la
segunda mitad, la incógnita a explicar era el cambio cualitativo acele-
rado que pondría a la Argentina, a fines de la centuria, entre los países
más destacados en la producción mundial de alimentos; y, en algún
caso, por qué esa posición tan destacada no logró mantenerse después.
De ese modo, para nosotros analizar el conjunto del siglo XIX significa
introducción 19

variar los puntos de vista predominantes a fin de poder detectar los pro-
blemas comunes a toda esa centuria, para construir así en buena medida
un hilo conductor entre procesos de cambio y de continuidad, aun a
costa de prescindir de extensas áreas de valioso conocimiento acumulado
cuyos objetivos apuntaban visiblemente hacia otros lados.
Es obvio, por otra parte, que entre 1840 y 1860 ocurren cortes de
magnitud en los procesos productivos: no sólo por la instalación de las
primeras colonias sino también por la profundización del cambio téc-
nico en torno al ovino, y su expansión por las provincias litorales. Pero
el reconocimiento de todos esos cambios no debería implicar el olvido
de los lazos existentes a uno y otro lado de ese Rubicón temporal, algu-
nos de cuyos contrastes iremos tratando de exponer aquí. Y tampoco
debieran hacernos perder de vista que, de uno u otro modo, en las
transformaciones iniciadas a lo largo de las dos primeras décadas del si-
glo XIX pueden reconocerse diversos elementos que aparecerán, mu-
cho más claros, a medida que avance la centuria, lo cual da a los proce-
sos ocurridos a lo largo de ésta una dimensión y un interés mucho
mayores que los que podría ofrecernos el limitado rastreo de los indu-
dables lazos que poseía con la que la había precedido. En las páginas que
siguen intentaremos exponer tanto las preguntas que nos hemos
planteado al respecto como las respuestas que a ellas hemos encontrado.

lo que hoy sabemos

Hasta hace aproximadamente unas tres décadas, escribir un libro como


éste hubiera sido una tarea imposible, o, por lo contrario, muy sen-
cilla: en este último caso, sólo hubiera debido limitarse a repetir una se-
rie aceptada de estereotipos cuya vigencia casi nadie se atrevía a discutir
por entonces. Las cosas hoy son muy distintas: si bien existe todavía quien
crea en ella, la antigua imagen de un agro pampeano anterior a 1850 do-
minado por grandes explotaciones ganaderas, con muy poca producción
agrícola y con fuertes rasgos de dominación estamental, ejercida por una
suerte de barones feudales dueños de la tierra contra una masa de gau-
chos díscolos o campesinos sumisos sin iniciativa y sin recursos, ha
sido desmontada por completo. Ese cambio no sólo pone en eviden-
cia la fuerte dinámica propia de la producción agrícola tardocolonial,
20 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

o la imposibilidad de ejercer un dominio de cualquier carácter sobre una


móvil población rural dispersa en inmensos espacios de frontera, sino so-
bre todo la manifiesta diversidad y heterogeneidad de actores, momentos,
procesos y regiones, imagen que la multiplicación de estudios de caso ha
ido afirmando cada vez con mayor intensidad. El resquebrajamiento de la
antigua visión tradicional, compartida por escritores de un amplio espec-
tro ideológico, continuó y se profundizó; a la completa renovación de los
estudios sobre el agro tardocolonial se sumó una importante serie de tra-
bajos de envergadura sobre la etapa de la fuerte expansión agraria de la
segunda mitad del siglo XIX, para desembocar en los análisis sobre el agro
del siglo XX que volvieron a afirmar su carácter plenamente capitalista, di-
námico e innovador, llevado a cabo en una gama muy diversa de explota-
ciones, entre las cuales destacaban las agrícolas de tamaño medio y las
mixtas, caracterizadas todas por un espectro muy amplio de formas de ac-
ceso a la tierra.1 Aunque algunos trabajos continúan insistiendo en la exis-
tencia de una “precariedad” de largo plazo de los agricultores arrendata-
rios pampeanos, todo indica que ésta en todo caso constituía parte inicial
de su ciclo de vida, siendo de cualquier forma en realidad una condición
adjunta a la misma apuesta por ganancias capitalistas, caracterizadas lógi-
camente por una activa toma de riesgos e incertidumbre. Los avances lo-
grados hasta hoy continúan consolidando el nuevo paradigma interpreta-
tivo y ponen de relieve su semejanza estructural y de largo plazo con
procesos similares en otras economías de gran desarrollo agrario de su
época.2

1 Sobre el agro tardocolonial los aportes iniciales provinieron de Tulio Halpe-


rín Dongui (1961, 1968 y 1979); para la relevante y creciente producción
posterior, véanse balances ya desactualizados en Garavaglia, J. C. y Gelman, J.
(1995-1998); otros más recientes en Fradkin, R. (2006); Fradkin, R. y
Gelman, J. (2004). Además, entre otros, Mayo, C. (2004); Garavaglia, J. C.
(1999a); Gelman, J. (1998); Fradkin, R. (1993); Amaral, S. y Ghio, J. (1995);
Amaral, S. (1998). Algunas de las obras más renovadoras del estudio del agro
pampeano de la segunda mitad del siglo XIX: Cortés Conde, R. (1979);
Gallo, E. (1983); Míguez, E. (1985); Sábato, H. (1989); Sesto, C. (2005);
balances en Míguez, E. (1985 y 2006); Reguera, A. y Zeberio, B. (2006). La
crítica a la visión tradicional en el siglo XX en Barsky, O. y Pucciarelli, A.
(comps.) (1997); Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003).
2 Insistencia en la precariedad chacarera en Palacio, J. M. (2004); una interpre-
tación comparativa que asigna aún gran importancia explicativa al régimen
de tenencia de la tierra en Adelman, J. (1992); otras interesantes comparacio-
nes con la evolución del agro en otras naciones de desarrollo similar en
Gallo, E. (1979b); Míguez, E. (2006); Gerchunoff, P. y Llach, L. (2006).
introducción 21

Lo anterior no significa en modo alguno que todas las incógnitas ha-


yan obtenido su respuesta, ni que cuando eso ha sucedido éstas puedan
ser definitivas. En ello no sólo tiene parte la lógica previsión de nuevos
avances en las interpretaciones, sino sobre todo la magnitud de las ta-
reas aún pendientes. Los vacíos relativos abundan por doquier: posee-
mos, sin ninguna duda, excelentes y muy detallados análisis de la agri-
cultura tardocolonial bonaerense e incluso de otras regiones cercanas;
se ha avanzado también mucho en el conocimiento de las transforma-
ciones allí sufridas durante la primera mitad del siglo XIX. Pero en lo
que respecta a algunas regiones del resto del área pampeana en las mis-
mas épocas, los aportes son mucho menos abundantes, y mayor y más
diversa la cantidad de preguntas sin respuesta. Los mismos avances en
el conocimiento han ampliado y enriquecido la lista de interrogantes a
resolver, y a menudo es justamente aquello que más desearíamos cono-
cer lo que más escurridizo nos resulta. De más está decir que nada nos
autoriza ahora a extrapolar alegremente, como antaño, las explicacio-
nes que resultaron válidas para un espacio, período o grupo, a todos los
demás que aparezcan, y uno de los más interesantes aportes de la histo-
riografía agraria reciente sobre Santa Fe, Córdoba o Entre Ríos ha sido
mostrarnos cuánto de similar y a la vez cuánto de diferente había en sus
economías con respecto a la de Buenos Aires, y más aún entre ellas mis-
mas. Así, como el arqueólogo aficionado que, harto de momias de fa-
raones ignotos, se preguntaba cómo era el rostro de Moisés, el historia-
dor interesado en la economía agraria del siglo XIX debe todavía hacer
frente a un cuadro heurístico y aun bibliográfico demasiado fragmentario
e incompleto, cuyas falencias a menudo quizá sólo puedan ser suplidas
con una buena dosis de imaginación.
Por lo demás, el cúmulo de nuevos problemas supera con creces a
aquellos sobre los que ya no se discute. En primer lugar, porque el en-
foque específico necesariamente ligado a los estudios de caso, que son
los que más abundan, si bien provee una riqueza de detalle imprescin-
dible para avanzar con solidez en el conocimiento, a la vez deja bas-
tante en las sombras ciertos elementos significativos que sólo un análi-
sis de conjunto podría poner en evidencia. Más allá de que sepamos
que en el Buenos Aires de la primera mitad del siglo XIX existía una
importante agricultura, similar o quizá superior, en cuanto a magnitud
de producción, a la más conocida de tiempos virreinales, ello en sí
mismo nada nos dice acerca del impacto de los complejos procesos que
22 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

debieron afectarla en un período tan convulso y en un desplazamiento


hacia espacios que no necesariamente eran similares a los que ocupaba
antaño. En ese sentido, verificar la existencia de una significativa produc-
ción de trigo en las tierras nuevas de Lobos o de Chivilcoy hacia 1830 no
constituye más que un imprescindible primer paso: porque, sin nin-
guna duda, esa agricultura de fronteras debió guardar, en sus procesos,
en sus técnicas y en sus actores, diferencias sustanciales con la practi-
cada a fines del siglo XVIII en la tradicional área cerealera del norte
bonaerense, que había venido siendo cultivada por centurias.
Por otro lado, no puede ya sostenerse la imagen de inmovilidad rela-
tiva que aparentaban hasta hace algunos años ciertas economías agra-
rias pampeanas menos conocidas que la bonaerense. Nos falta aún mu-
cho para conocer los detalles del paisaje agrario santafesino anterior a
1810, pero sin dudas éste no fue en modo alguno el mismo que se
plasmó en las décadas que siguieron inmediatamente a ese año. Los de-
sastres de la guerra, el impacto de los procesos de apertura comercial,
el vuelco hacia la actividad ganadera extensiva provocado quizá antes
por la necesidad que por decisiones de inversión, son en ese sentido
sólo algunos indicios de que los cambios en la economía santafesina
fueron de magnitud tan considerable como los experimentados en
Buenos Aires, aun cuando en aquélla no haya habido avances sustanti-
vos sobre las fronteras indígenas, como sí ocurrieron en esta última.
De ese modo, si ya ningún estudio serio puede sostener los antiguos
estereotipos respecto de la existencia de una “monoproducción” ga-
nadera en todo el largo período ocupado por la primera mitad del si-
glo XIX, la heterogeneidad del paisaje agrario y la constatada presen-
cia de núcleos agrícolas tampoco implican que nos hallemos frente a
una realidad necesariamente idéntica a la de tiempos tardocoloniales.
Las continuidades, que sin dudas existieron, no deben impedir que
desestimemos el peso de los cambios. No sólo porque sobre ellos irá
también en buena parte generándose la gran transformación que, du-
rante la segunda mitad de esa centuria, volverá irreconocibles los ca-
racteres de una y otra: otros hechos necesitan también ser analizados
en la plenitud de sus consecuencias. Importantes reasignaciones de
factores fruto de nuevas reglas de juego comercial, variaciones en los
precios relativos de los bienes, circunstancias de guerra o procesos in-
flacionarios; cambios en el tamaño, la orientación productiva y la gestión
de las explotaciones; apertura hacia nuevos mercados, que debió implicar
introducción 23

la necesidad de adaptarse a una demanda más selectiva; creciente lle-


gada de inmigrantes, aportando procesos y medios productivos dife-
rentes, y experimentando la adaptación de éstos a la realidad rural
pampeana, son todos vestigios evidentes de mutaciones lentas pero
concretas en los actores sociales, de las cuales hasta ahora sólo sabemos
muy poco.
Es de ese modo mucho lo que resta aún por hacer. Cualquier avance
que pueda lograrse es y será siempre bienvenido, pero seguramente los
más significativos llegarán cuando la masa crítica de estudios de caso
adquiera caracteres suficientes como para poder ir completando los va-
cíos que aún quedan. Hasta tanto eso ocurra, hay sin embargo varias co-
sas que pueden hacerse: la primera de ellas, tratar de unir los puntos
dispersos en el mapa con el ánimo, y quizá la suerte, de lograr formar
con ellos una figura concreta.

las nuevas preguntas

En un cálculo aproximado como todos, podríamos decir que la superfi-


cie cultivada con trigo en el área pampeana abarcaba hacia el año 1800
poco más de veinte mil hectáreas. Media centuria más tarde, esa misma
superficie había alcanzado las cincuenta mil, que para 1895 se habían
transformado en casi dos millones.3 De un crecimiento de menos del
2% anual durante la primera mitad del siglo, inferior sin dudas al au-
mento poblacional, en la segunda mitad la expansión del cultivo fue es-
pectacular: más del 8% anual durante nada menos que cuarenta y
cinco años. En esa evolución hay al menos tres hechos a explicar: la

3 Cálculo efectuado para 1800 a partir de la producción per capita bonaerense


(100.000 fanegas anuales para alrededor de 90.000 habitantes), suponiendo
un rendimiento de 15 granos por cada uno sembrado y 80 kilos de semilla
implantada por hectárea, y extrapolado a la población del resto de las actua-
les provincias de Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba. Para 1850, diversas fuentes
citadas en capítulo II. Datos de 1895 (1.984.138 hectáreas cultivadas) en De
la Fuente, D. G.; G. Carrasco y A. B. Martínez (dirs.) (1898). Dejamos cons-
tancia de haber pasado por alto la inmensa variabilidad de situaciones: entre
otras, el rinde por hectárea puede ser muy diferente del obtenido por cada
grano sembrado, a medida que la superficie implantada se extiende. Véase
al respecto Costa, E. (1871), p. 109.
24 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

lenta expansión de la primera etapa, la muy rápida de la segunda, y la


aparente solución de continuidad entre ambas.
¿Qué ocurrió durante la primera mitad del siglo para que una agri-
cultura cerealera que, hasta fines de la colonia, había sido capaz de su-
plir sin grandes problemas el consumo local de una población cre-
ciente, no pudiera hacerlo al mismo ritmo en las décadas posteriores?
Existen diversas explicaciones para ello. Una de las más antiguas su-
giere que los efectos del comercio libre implementado poco antes de la
revolución de independencia impactaron no sólo en la ganadería en
tanto fuente de exportaciones, sino también en la producción agrícola,
mediante la masiva introducción de harinas y trigos importados; el
único factor que se opuso a este fenómeno, la ley de aduanas de 1835,
no tuvo gran efecto concreto a causa de los múltiples problemas políti-
cos surgidos en esos años.4 Pero en realidad todo indicaría que las en-
tradas de harinas extranjeras apenas si complementaron la producción
local en años de escasez; y, por otra parte, los problemas de la agricul-
tura local comienzan ya en la década de 1810, bastante antes de que la
llegada de los subproductos cerealeros ultramarinos lograra adquirir
visibilidad y consistencia suficientes.
Se ha postulado asimismo que, durante la primera mitad del siglo
XIX, los ciclos de sequías fueron muy intensos, lo que debió afectar
fuertemente la producción agrícola.5 Pero no contamos con medicio-
nes sistemáticas de esos fenómenos, y, a partir de su supresión en 1821,
ni siquiera con los datos cualitativos que proveían los acuerdos del Ca-
bildo, que han sido profusamente utilizados por los investigadores del
período anterior a ese año para evaluar la evolución de las condicio-
nes climáticas.6 De modo que, si bien existieron por entonces duras y
arrasadoras sequías, documentadas sobre todo por los viajeros, ello no
necesariamente nos autoriza a pensar que la intensidad de éstas fuera
suficiente como para afectar con gravedad, en el mediano o largo
plazo, la productividad agrícola.
Más parece entonces que los erráticos movimientos del comercio de
trigos y harinas durante toda la primera mitad del siglo XIX tuvieran

4 Un ejemplo de esta explicación, aunque con muy agudos matices, en Álvarez, J.


(1950), p. 354.
5 Brown, J. (2002).
6 Por ejemplo, Ardissone, R. (1937); Moncaut, C. A. (2001).
introducción 25

una causa principal en la alta conflictividad política y bélica y los trastor-


nos traídos por la revolución y la guerra. Pero además, esos factores por
sí solos no podrían explicar un período tan largo de escaso crecimiento
relativo, que por otra parte habría de extenderse hasta la segunda mi-
tad de la década de 1860, recién cuando la oferta cerealera de las colo-
nias santafesinas comenzara a sentirse en el mercado porteño, y a cam-
biar por consiguiente las condiciones del comercio de esos productos
en toda el área rioplatense. Como veremos luego, sin dudas las condi-
ciones de inestabilidad institucional y la inflación conspiraron contra la
producción agrícola: no tanto, como se ha pretendido, por su efecto de
licuación de los gravámenes a la importación de harinas, sino sobre
todo porque la agricultura necesitaba ingentes inversiones de mediano
plazo en capital y mano de obra, dos recursos típicamente escasos cuya
aplicación a la ganadería rendía mucho más.7
En otro orden, podría pensarse que la incorporación de tecnologías
y procesos más avanzados fue nula antes de 1850, y que ello motivó un
retraso creciente en la actividad, que no podía competir con otras más
dinámicas. Pero ello resulta cuando menos discutible: en principio,
porque durante la primera mitad del siglo XIX existió una significativa
incorporación de mejoras e innovaciones en la agricultura, que luego
serían sin duda rápidamente rebasadas por las que sobrevendrían, pero
que no por ello resultaron despreciables. Además, si bien puede ale-
garse que, durante la segunda mitad del siglo XIX, la adicción de pro-
cesos productivos modernos habría de transformar radicalmente la ve-
locidad de la expansión agrícola, la falta relativa de éstos no alcanza
para explicar el matizado crecimiento del período anterior: porque,
en la historia previa a 1810, utilizando la ruda tecnología tradicional,
la agricultura pampeana había logrado acompañar, de todos modos,
el incremento de la población.
Hay sin embargo otros elementos a tener en cuenta en el análisis. En
principio, la simple introducción de maquinaria no parece tampoco ha-
ber sido por sí sola un factor explicativo de los logros del período 1850-
1900. El desarrollo agrícola de esos años se basó también en una cada

7 Como se sabe, la ley de aduanas de 1835 establecía escalas progresivas sobre


la harina según los valores de plaza en pesos papel, por lo que al subir esos
valores por efecto de la desvalorización de éstos contra los metales preciosos
los gravámenes se reducían.
26 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

vez más rápida puesta en producción de tierras nuevas, esto es, en una
expansión horizontal que, dicho sea de paso, hasta no hace mucho
tiempo era considerada la única o al menos la principal causa de ese
desarrollo. Más allá de que esa visión simplificaba en exceso los muy
complejos procesos ligados a la creación de métodos de cultivo en se-
cano apropiados para esas tierras que se iban conquistando, de todos
modos la existencia de una frontera agrícola sobre la cual los avances a
lo largo del siglo XIX se volvieron cada vez más rápidos constituyó para
el agro pampeano una característica fundamental de un movimiento
que aprovechó en forma evidente para su expansión el factor más
abundante, la tierra, compensando con la extensividad del cultivo el
alto costo relativo de todos los demás. El caso pampeano se acerca de
ese modo nuevamente al de otros fenómenos de apertura de tierras
nuevas, en especial al de las regiones agrícolas del centro oeste de los
Estados Unidos, donde los espectaculares aumentos de la superficie
cultivada se lograban incluso pasando por encima de ciertos escrúpulos
respecto del cuidado en la labranza y la introducción de métodos con-
servacionistas de los suelos.8
Lo relevante es que podríamos con toda legitimidad rastrear los ante-
cedentes de esos movimientos muy lejos en el tiempo, porque ese signi-
ficativo proceso de expansión sobre tierras nuevas comenzó en las pam-
pas mucho antes de la mitad del siglo XIX: en esencia, su historia
incluye un desplazamiento del cultivo triguero, evidente al menos
desde las primeras décadas del siglo XVIII, momento a partir del cual
los alrededores de la ciudad de Buenos Aires van dejando lentamente
de concentrar la amplia mayoría del total sembrado, a la par que co-
mienzan a destacarse los cultivos del cereal en áreas cada vez más aleja-
das de la costa del Río de la Plata.9 Así, a lo largo de la segunda mitad de
esa centuria, el trigo se va corriendo hacia el oeste y hacia el sur, en un
movimiento que habría de continuar y acelerarse a medida que el
tiempo pasara.
No se trataba sólo de que, por la creciente distancia que los sepa-
raba de las zonas más antiguas, los avances sobre áreas de frontera de-
rivaran usualmente en que los nuevos núcleos poblados debían por

8 Alusiones al tema en Gallo, E. (1983, p. 120; 1979, pp. 100-102); Fogarty, J;


Gallo, E. y Diéguez, H. (1979), passim; también Luelmo, J. (1975), pp. 350-2.
9 Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 111 y ss.
introducción 27

lógica producir al menos parte importante de sus propios alimentos: los


rústicos y duros trigos de las áreas de frontera encontraron, ya desde las
primeras décadas del siglo XIX, un lugar incluso en el selectivo mer-
cado porteño, donde debían competir con el cereal importado y con el
proveniente de lugares tan disímiles como la costa bonaerense de San
Isidro o los valles irrigados de Mendoza o de San Juan.
En todo caso, a partir de 1816, con la expansión sobre la frontera
indígena en Buenos Aires, cuyas consecuencias han sido usualmente
sólo advertidas para la actividad ganadera, el trigo va moviéndose si-
lenciosamente desde las tradicionales zonas costeras al río Paraná,
para afianzarse primero al interior de la vieja campaña y luego aden-
trarse firmemente en las nuevas áreas del sur y del oeste. Desde que la
ganadería constituía para él una competencia creciente, en función
de sus mejores posibilidades de realización en el mercado atlántico,
este desplazamiento del trigo incluyó aun una cierta retracción en
áreas de vieja ocupación bien ubicadas con respecto a los mercados,
que se fueron reconvirtiendo a actividades que ofrecían mayor renta-
bilidad por hectárea. Otras zonas cercanas a la ciudad abandonaron
los cereales en función de actividades más intensivas, menos riesgosas
y que ofrecían más altos márgenes de ganancia, como la horticultura
o los hornos de ladrillo. El trigo va marcando así un itinerario que no
por enrevesado es menos concreto: presente ya en las fronteras desde
fines del siglo XVIII, a partir de la década de 1810 crece en las áreas
periurbanas del sur de la capital, donde el valor de la tierra era menor
que en las fragmentadas chacras del norte; avanza luego en Perga-
mino, y más tarde en Chivilcoy; se desarrolla en Lobos, Monte, Ran-
chos, y antes de mediados del siglo va extendiéndose por las áreas
nuevas de allende el Salado. En Santa Fe, donde las fronteras logran
expandirse a partir de la década de 1850, el trigo comienza a despla-
zarse hacia el oeste desde la franja de antigua ocupación lindera al Pa-
raná; para la década de 1880 ya predomina en el sur bonaerense y,
conforme nos acercamos al final del siglo XIX, avanza también sobre
La Pampa, el sur de Córdoba y Santa Fe.10

10 Indicios y análisis de esos avances, entre otros, en Dupuy, A. (2004),


Andreucci, B. (1999), Banzato, G. (2005); Banzato, G. y Quinteros, G.
(1992), Mateo, J. (2000), Gelman, G. (1998b); Barsky, O. y Gelman, J.
(2001), p.107; Sternberg, R. (1972); Randle, P. H. (1981), atlas, p. 106.
28 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Ese lento desplazamiento tuvo consecuencias muy significativas, que el


solo hecho de contar fanegas cosechadas en distintos lugares nunca sería
capaz de mostrarnos: las viejas tierras cerealeras linderas a la ciudad de
Buenos Aires, e incluso las áreas que habrían de abrirse al trigo durante el
tercer cuarto del siglo XVIII, gozaban de un régimen de humedad abun-
dante, pautado por la cercana presencia del gran río y robustecido por di-
versos arroyos y un relieve ondulado, propicio a generar hondonadas
donde se acumulara el agua. Las prácticas agrícolas exigían abundancia de
espacio, pero éste, al menos hasta finales de esa centuria, no parece haber
constituido un problema. Más allá de la existencia, poco significativa, de
cultivos de oleaginosas que ayudaran empíricamente a restituir los nutrien-
tes absorbidos por varias cosechas sucesivas de cereales, si sobrevenía el
agotamiento de las tierras bastaba simplemente con dejar que el constante
paso de las bestias proveyera el abono suficiente como para reconstituirlas,
y el labrador se trasladaba entretanto a otra parcela, que podía o no encon-
trarse cerca. En un paisaje abierto donde el ganado abundaba, y donde el
costo de acceder a la tierra no implicaba más que un eventual servicio al
propietario durante algunos días al año, o unas pocas fanegas de trigo, o
simplemente el único esfuerzo de ocuparla, ambas cosas formaban parte
consistente de las prácticas aceptadas de manejo de los recursos.
En contraste, una vez que el cultivo cerealero se alejó sustancialmente de
las costas las cosas comenzaron a cambiar. Si bien las nuevas tierras ofrecían
la posibilidad de continuar operando en los amplios espacios que el incre-
mento del precio de la hectárea ya no permitía en las áreas cercanas a la
urbe, fueron presentándose otros problemas de no menor magnitud. Pri-
mero, el alejamiento de las áreas bien regadas y el ingreso en zonas más se-
cas, de vientos más fuertes y constantes y de relieve más llano, implicaron
que desde las malezas hasta las plagas impactaran en el cultivo en forma di-
ferente, y que el trabajo de labranza debiera orientarse no sólo a remover la
tierra y enterrar las raíces sino también a captar y preservar en mayor me-
dida la humedad, un bien crecientemente escaso. El aprendizaje de esas
nuevas técnicas no debió de ser un proceso sencillo, lo que justifica la lenti-
tud de los avances; y alguien hubo de pagar sus costos, quizá compensados
al menos en parte por la mayor productividad inicial de las tierras nuevas.11

11 Otra vez aquí aparecen semejanzas con procesos similares en otras econo-
mías de rápido desarrollo agrícola; véanse al respecto las observaciones de
Míguez, E. (2006).
introducción 29

El segundo gran cambio fue el alargamiento de las rutas de trans-


porte, toda vez que, si bien el desarrollo de los núcleos habitados en
esas áreas fronterizas proveía mercados locales incipientes, el destino
más adecuado para toda la producción excedente continuaba siendo la
ciudad de Buenos Aires, única plaza de realización de gran magnitud.
Pero, por otra parte, ese mercado principal no era tampoco ya el de
tiempos coloniales: la apertura comercial y el desarrollo de la agricul-
tura extensiva norteamericana, así como el descenso en los costos de
transporte, trajeron hasta él una porción cada vez más sustantiva de
trigos y harinas importados, además de sostener entradas esporádicas
de la producción del interior. La convivencia con ellos y el consi-
guiente límite a los precios se combinaron con otros factores bas-
tante más sustantivos para explicar el comparativamente lento des-
arrollo de la agricultura rioplatense durante la primera mitad del
siglo XIX, que contrasta con el ágil impulso que tuvo la ganadería.
Aquí se muestra con plenitud el peso de los factores institucionales:
la recurrente presencia de la guerra, los momentos de alta inflación,
los reclutamientos y las levas, la inseguridad consiguiente de bienes y
personas, el alto interés del dinero, el lento ocaso de la esclavitud, que
proveía mano de obra de menor costo, formaron parte de un conjunto
ineludible de elementos a la hora de evaluar las causas de que la pro-
ducción cerealera no pudiera aumentar al mismo ritmo que la pobla-
ción. Y, sin duda, esos factores tuvieron también alguna parte en el
desplazamiento del cultivo cerealero hacia áreas más marginales, y
en su decrecimiento en los alrededores de las ciudades, en especial
la de Buenos Aires, así como en la lentitud y precariedad de los en-
sayos efectuados para afianzar los cultivos en esas áreas nuevas. Como
es de imaginar, la mayor parte de la inversión y los gastos estaban di-
rigidos a facilitar el desarrollo ganadero en ellas, en tanto esa activi-
dad podía generar mayores ganancias, y no estaba sometida a facto-
res de riesgo tan fuertes como la producción agrícola. De ese modo,
en una economía crónicamente escasa de capital y que pagaba por él
altas tasas de interés, la competencia de una mucho más rentable ga-
nadería vacuna y luego ovina constituyó un fuerte desincentivo para
la inversión agrícola, desplazando los fondos disponibles hacia los
bolsillos y las actividades de quienes estaban dispuestos a pagar más
por ellos, o de hacerlos rendir con menos aleatoriedad y en menos
tiempo.
30 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Pero, de todos modos, lo interesante es constatar que fue durante esa


época aciaga que corre aproximadamente entre 1810 y 1850, que co-
menzaron a tenderse las secretas bases del acelerado crecimiento poste-
rior, pautado sin dudas por la remoción de algunos de los obstáculos
del período precedente, pero más aún por la introducción de nuevos
factores que habrían de modificar la ecuación económica en la que debía
desenvolverse el cultivo de cereales de mediados del siglo XIX. Entre
otros, se experimentó con variedades de semillas que resistieran mejor
que las viejas simientes los desafíos de las nuevas condiciones ambienta-
les; se introdujeron algunos cambios en los instrumentos de labranza y en
los procesos productivos, y se trató de racionalizar las tareas apelando a
una organización más estricta y detallada de éstas. Y también, durante
esa dura y difícil primera mitad del siglo XIX, se intentó modificar cua-
litativamente las condiciones de producción introduciendo factores de
cambio discontinuo.
El principal de esos factores fue la fundación de colonias agrícolas.
En un contexto económico pautado por la pujanza de la ganadería,
sólo la introducción de elementos de ruptura cualitativa hubiera po-
dido proveer bases más concretas para que la agricultura cerealera pu-
diera abandonar el círculo vicioso de los estrechos mercados locales
que hasta entonces habían sido el destino principal de sus productos.
Los intentos al respecto llevados a cabo por empresarios privados du-
rante el gobierno de Bernardino Rivadavia, tanto en Buenos Aires
como en Entre Ríos, constituyeron un fracaso cuyas causas todavía hoy
parecieran limitarse a los acontecimientos políticos. Sin embargo,
como puede deducirse de lo expuesto en las páginas precedentes, razo-
nes de índole más puramente económicas tuvieron allí una parte ma-
yor. Las explotaciones, y las colonias mismas, resultaban demasiado ex-
trañas al medio y a la escala en que habían sido insertadas; para que
pudieran prosperar, hacía falta trasladar junto con los inmigrantes
buena parte de sus instituciones, y sostenerlos durante los difíciles tiem-
pos iniciales. Se debía también construir en pocos meses la infraestruc-
tura y los edificios necesarios, que en las pequeñas aldeas inglesas o ale-
manas de las que esos migrantes provenían eran el fruto decantado de
largos siglos, durante los cuales habían ido agregándose al paisaje. Ar-
mar todo ello de improviso significaba amplias erogaciones de capital,
de cuyo reembolso nadie podía estar seguro, en tanto la inestabilidad fi-
nanciera, institucional y política del contexto rioplatense conspiraba
introducción 31

con plenitud contra todos los proyectos pensados a mediano plazo. De


ese modo, no resulta extraño que, sólo después de un par de décadas a
partir del fracaso de esos experimentos primeros, lograran fundarse co-
lonias que pudieran permanecer, transformándose el proceso a partir
de ellas realmente en un factor de cambio cuyo papel en el desarrollo
agrícola habría de resultar fundamental.
Por otro lado, las inciertas y erráticas variaciones de los precios de los
productos agrícolas, cuyas causas veremos luego con algo más de detalle,
fueron impulsando, en las áreas tradicionalmente ligadas al cultivo de ce-
reales, aunque quizá no exclusivamente en ellas, el desarrollo de una
capa de arrendatarios más atenta a las condiciones de realización del pro-
ducto, que ampliaba o reducía su superficie cultivada según las expecta-
tivas del mercado, pautadas por alternativas tan disímiles como la dispo-
nibilidad relativa de mano de obra o la tasa de depreciación del papel
moneda. Se precavían así de algún modo frente a problemas generados
por multitud de factores que nadie hubiera podido controlar, adaptán-
dose en lo posible a esas condiciones inseguras y aprovechando al mismo
tiempo los ciclos de aumento de precios del trigo, que, dado el peso cre-
ciente que tendrá la llegada de harinas extranjeras, comenzarán también
a ser afectados cada vez con mayor claridad por los ritmos del mercado
externo. Así, es muy probable que en ciertas coyunturas de interdicción
del tráfico atlántico esos ciclos hayan determinado cambios de magnitud
en los precios relativos, con momentos de alza en los de los cereales y pa-
ralela depreciación del valor del ganado; por lo demás, continuaron
como siempre presentes los momentos de liquidación de stocks por efecto
de sequías, que habrían de derivar por consiguiente en mayor disponibi-
lidad de tierras para una eventual expansión agrícola, y en precios tam-
bién altos para los granos. Es de apuntar que igualmente en esto la hete-
rogeneidad debía ser la norma: aquellos productores que, por suerte o
por contactos políticos, lograban conservar o captar una proporción ma-
yor de fuerza de trabajo en medio de los reclutamientos que diezmaban
las cuadrillas de labradores y peones, estaban obviamente en mejores
condiciones que otros para aprovechar las coyunturas.
Dadas esas premisas, no puede sorprender que, en nuestra opinión,
los muchos avances ya logrados sean todavía insuficientes para conocer
con un grado aceptable de certidumbre la evolución agrícola pampeana
durante la primera mitad del siglo XIX. Por un lado, el tratamiento de
los temas es todavía muy irregular; pero, sobre todo, es la óptica con
32 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

que se los ha analizado la que puede variarse con provecho. Existen


sólo unos pocos análisis acerca de la tecnología agrícola entre fines de
la colonia y las primeras décadas del siglo XIX; pero incluso en esas in-
vestigaciones, más allá de su seriedad e indudables méritos, la visión
continúa siendo más bien estática, y no se detectan y estudian las indu-
dables diferencias entre una agricultura afianzada por largos siglos en
las tierras húmedas de las costas, y la que se comenzaba a extender por
entonces en las abiertas soledades de las pampas.12 Es cierto que las
fuentes escasean, y que usualmente sólo contamos con unos pocos indi-
cios dispersos en un vacío desalentador; pero aun así esos indicios pue-
den ser reinterpretados a la luz de los mismos procesos de expansión y
experimentación de que dan cuenta, y ofrecernos todavía hallazgos
de valor.
Por lo demás, esos indicios dispersos también nos hablan de un lento
pero consistente surgimiento de nuevos actores, y de cambios de enti-
dad en los antiguos productores agrícolas de tiempos tardocoloniales.
Si bien uno de los grandes méritos de la historiografía reciente ha sido
poner en evidencia la heterogeneidad y características de los producto-
res agrarios de la última etapa del dominio hispánico, las mucho más
escasas evidencias que surgen aquí y allá acerca de la evolución de esos
mismos estratos de productores durante la primera mitad del siglo XIX
no nos autorizan a suponer para ellos tan sólo una simple continuidad
sin cambios.
Más aún: si en la desmitificación de los actores agrarios de ese período
se ha logrado poner en su contexto a ciertos personajes cuya notorie-
dad política había sido en algún momento incluso extrapolada a su ac-
tividad económica, ello tampoco debería ocultarnos los nuevos caracte-
res con que esos mismos personajes se diferenciaban de sus antecesores,
y también de algunos de sus contemporáneos. La reedición de uno de
los más importantes, útiles y amenos estudios de Carlos Mayo, y de toda
la renovación historiográfica rural rioplatense de los últimos años, in-
cluye un capítulo dedicado a demostrar hasta qué punto Juan Manuel
de Rosas fue un estanciero como tantos otros de su época, cuyas nor-
mas de gestión no se diferenciaban mayormente de las de ellos.13 Pero

12 Algunos de los pocos estudios específicos sobre la tecnología agrícola del


período se deben a Garavaglia, J. C. (1989 y 1999a).
13 Véase Mayo, C. (2004), pp. 213 y ss.; en especial pp. 232-4.
introducción 33

esa circunstancia de todos modos no invalida el papel de las sustancia-


les diferencias operativas entre la gran producción agraria de tiempos
tardocoloniales y la de al menos algunos estancieros de envergadura de
la primera mitad del siglo XIX, de las que Rosas es todavía hoy un exce-
lente ejemplo. Los resultados obtenidos tampoco condicen con esa ho-
mogeneidad: el hecho mismo de que Rosas haya sido capaz de levantar
una de las más inmensas fortunas de sus años a partir de la creación de
estancias en el corto lapso de un par de décadas bastaría para mostrar-
nos hasta qué punto su gestión y sus estrategias se diferenciaron de las
de otros de sus colegas y, sobre todo, de las menesterosas y poco renta-
bles estancias ganaderas bonaerenses del último cuarto del siglo XVIII,
y que el mismo Carlos Mayo describió con maestría. Lo anterior resulta
aún más sugestivo si pensamos que las pautas de acumulación más segu-
ras de la primera mitad del siglo XIX continuaron siendo, como an-
taño, el comercio y la renta urbana; mientras que la gran producción
rural, por su aleatoriedad y riesgos, constituía todavía una apuesta com-
pleja y difícil, aunque al parecer bastante conveniente, circunstancia ló-
gica entre otras cosas por la más alta dosis de riesgo que implicaba. No
en vano en el patrimonio de una de las mayores familias de terrate-
nientes de esos años, la inmensa superficie de medio millón de hec-
táreas repartidas en diversos campos en la provincia de Buenos Aires
valía menos que la escasa centena de metros cuadrados ocupados por
el descascarado y vetusto edificio de la Recova Vieja, que dividía en
dos la actual Plaza de Mayo de esta ciudad y cuyo alquiler producía
una excelente renta.14
De ese modo, creemos que los modestos ejercicios de interpretación
que se leerán aquí se encuentran justificados. En las páginas que si-
guen, intentaremos seguir las peripecias del cultivo de cereales en la re-
gión pampeana a partir de las últimas décadas del siglo XVIII y hasta
mediados de la centuria siguiente; nos centraremos en el trigo en tanto
era allí el cultivo principal, o al menos aquel cuya presencia mercantil
era más sostenida y evidente. Comenzaremos con un análisis de la situa-
ción de la agricultura tardocolonial estudiando las características de su
distribución espacial y regional, los actores de la producción agrícola y las
pautas de la comercialización del trigo; continuaremos con las técnicas

14 Sobre las propiedades de los Anchorena, véase Brown, J. (2002), pp. 311-12;
también Hora, R. (2002).
34 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

agrícolas de fines de la colonia, diferenciando las distintas áreas y los


métodos empleados en cada una de ellas. Seguiremos con un estudio
de los fuertes cambios habidos en el mercado triguero de la ciudad de
Buenos Aires a todo lo largo de la primera mitad del siglo XIX, visuali-
zando su accidentada evolución hasta el surgimiento de un nuevo espa-
cio de oportunidades en el mismo desarrollo del volumen de consumo,
impulsado también por los altos precios de la década de 1840. Luego
analizaremos los intentos de radicación de colonias y agricultores, mos-
trando las complejas vicisitudes de éstos; continuaremos con una in-
vestigación acerca de los cambios en la tecnología agrícola durante la
primera mitad del siglo XIX, signados por la necesidad de adaptación a
nuevas pautas ambientales, que tendrán repercusión en las décadas
posteriores; y finalizaremos con un repaso de la situación agrícola en las
diversas provincias pampeanas hacia 1850, en vísperas del gran cambio
que vio la segunda mitad del siglo.
Capítulo I
La agricultura colonial

1. introducción

En el tomo I de esta colección hemos hablado someramente


acerca del recorrido de la agricultura en el área pampeana durante el
período del dominio hispano. En este capítulo profundizaremos algu-
nas de las líneas allí adelantadas, a fin de poder comprender mejor la
compleja trayectoria de la producción agrícola durante la primera mi-
tad del siglo XIX y los inicios del proceso de emergencia de la agricul-
tura moderna. Comenzaremos con un repaso de algunas líneas bási-
cas de la economía rioplatense tardocolonial, continuando con un
análisis de la actividad agrícola entre los años que van desde las últimas
décadas del siglo XVIII a la primera del XIX. Este período es mejor co-
nocido gracias a una importante masa crítica de investigaciones y por-
que se cuenta, hasta 1821, con datos de recaudación fiscal que permi-
ten inferir (y a veces conocer con algo más de certeza) las cantidades de
cereales cosechadas, lo cual nos autorizará a discutir ciertas característi-
cas específicas de la producción agrícola, que creemos no han sido su-
ficientemente enfatizadas en la bibliografía disponible. En el período in-
dependiente esos datos ya no se seguirán recopilando, lo que provoca
una sensible falta de información que puede en parte ser suplida con
otro tipo de fuentes, pero que de cualquier manera deja en pie muchas
incógnitas. Continuaremos con un estudio de las características y evolu-
ción de los mercados de los productos agrícolas en ese período, lo que
nos llevará luego al de los actores ligados tanto a la esfera comercial
como a la de la propia producción. Veremos allí cómo el papel mercantil
del trigo implicaba para éste una importancia regional diferencial, mien-
tras que otros productos aparecían más ligados a la subsistencia o al con-
sumo local. Finalizaremos con una descripción y análisis de los actores de
la producción agrícola, y un intento de evaluar el peso de la producción
triguera en lo que luego serán las provincias pampeanas.
36 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

2. el espacio y la economía

Al iniciarse el último cuarto del siglo XVIII, un hipotético viajero que


recorriera las diversas regiones tributarias del Río de la Plata habría de
encontrarse con un paisaje extremadamente heterogéneo, pautado por
islas urbanas de distinta magnitud en medio de vastas áreas muy preca-
riamente habitadas. A la inversa de lo que ocurría en los núcleos del do-
minio hispánico en América, la población indígena obligada a prestar
servicios era inexistente o muy escasa, salvo en las fragosidades de las es-
tribaciones andinas o en el Paraguay y, de todos modos, aun allí la pro-
porción de trabajo asalariado era ya para entonces dominante, marcada
por las pautas del aumento del mestizaje y la caída de la población tri-
butaria. En las viejas ciudades fundadas durante las décadas iniciales de
la conquista se concentraba una a veces próspera riqueza mercantil, en
buena parte construida eludiendo las rígidas e irreales restricciones al
comercio impuestas por la corona.
La situación de cada uno de los distintos espacios regionales era sin
embargo muy distinta. Mientras que las áreas vinculadas al tráfico fluvial
conocían un sorprendente crecimiento, aquellas que dependían de difí-
ciles y largos caminos a través de montañas y llanuras se debatían en el es-
tancamiento y las dificultades o, cuando más, aprovechaban sólo parcial-
mente los beneficios de la nueva etapa que se abría en el último medio
siglo de dominio hispánico. El ocaso del antiguo centro de riqueza del
Alto Perú había ido desviando la producción excedente de muchos de
esos espacios regionales hacia los grandes núcleos de población, pero és-
tos eran a su vez asediados por la competencia ultramarina, que a partir
de 1778 ya no habrá de ocultarse bajo la máscara del contrabando. Así,
para esos años la realidad económica del interior se oponía ya con clari-
dad a la del litoral: pero, de cualquier forma, ninguna de ambas realida-
des era homogénea. En el interior, las regiones más vinculadas al circuito
minero potosino, ya fuera por su producción o por su cercanía física, si
bien sufrieron con más agudeza los malos tiempos subsiguientes a las re-
beliones indígenas de la década de 1780, poseían una riqueza acumulada
cuyo valor consistía no sólo en sí misma, sino en la posibilidad que brin-
daba, propia de economías tradicionales, de recostarse sobre ella y ca-
pear así de algún modo la tormenta. Siendo las ciudades pequeñas, la
plebe urbana más pobre era de dimensión reducida, y la constante mo-
vilidad hacia o desde el campo contribuía a disminuirla aún más en los
la agricultura colonial 37

momentos difíciles. La subsistencia de la población rural, en tanto, es-


taba mayormente asegurada por la misma diversificación productiva y
la disponibilidad de tierras. Pero el comercio sufría más: la lucha por
conquistar un lugar en escuálidos mercados locales se transformaba en
una alternativa necesaria ante la caída de la demanda del antiguo centro
minero, que sólo lograría recuperar su brillo a inicios del siglo XIX. Pero
esa alternativa lo era para varios oferentes a la vez, lo que reducía aún
más la dimensión de esos mercados locales.
Las ciudades situadas en la ruta entre Potosí y Buenos Aires contaban
con más alternativas: una de ellas era la que ofrecía su propio hinterland
productivo, que a medida que se afirmaba la reorientación de la econo-
mía hacia el Atlántico irá también reconvirtiéndose hacia una ganade-
ría vacuna con marcado sesgo exportador, centrada en la obtención de
cueros. Así ocurrirá en Tucumán, en Córdoba o incluso en Santa Fe.
Para otras regiones de esa carrera, sin embargo, las cosas no serán fáci-
les: la pobre tierra de Santiago del Estero, por ejemplo, sólo se sostendrá
gracias a la emigración temporal o permanente de buena parte de sus
hombres, y a la dura labor del telar de sus mujeres, que habrán de di-
fundir sus ponchos por todo el litoral. En el Paraguay, en tanto, lateral
a esa ruta antaño vía de riqueza, pero bien vinculado con las economías
más dinámicas por la comunicación fluvial, un fuerte aumento demo-
gráfico debido en buena parte al desgranamiento de las antiguas misio-
nes guaraníes no lograba ser absorbido por una economía que sin em-
bargo prosperaba; también allí, la emigración hacia el sur, donde los
salarios eran sustancialmente más altos, logrará en parte descomprimir
la presión que no cabía en los avances sobre las fronteras.
Tampoco para los fértiles oasis cuyanos la etapa de reorientación
atlántica parece haber traído excesivos beneficios. La ciudad de Buenos
Aires, el principal mercado de sus aguardientes, vinos y frutas secas, ha-
bría de ser cubierta por productos importados; sin embargo, y por mu-
cho tiempo, surgirán oportunidades para las harinas y el trigo que se
producía en abundancia en Mendoza o en San Juan gracias a las obras
de regadío, con rendimientos tan altos que podían competir con la
agricultura cerealera de secano de las tierras aledañas a la gran urbe
porteña, a pesar de los fortísimos costos de transporte.1

1 Halperín Donghi, T. (1979), pp. 17 y ss.; Farberman, J. (1992); Mata, S.


(2006); López de Albornoz, C. (2003); Bragoni, B. (1999).
38 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

La distribución poblacional en lo que luego sería la Argentina


mostraba ya hacia 1778 algunos de los rasgos que luego la cada vez
más acelerada transformación traída por la demanda atlántica habría
de imponerle.

Cuadro 1
Población de algunas ciudades del virreinato del Río de la Plata
y sus campañas hacia 1778

Ciudad Campaña Total % ciudad


Buenos Aires 24.205 12.925 37.130 65
Mendoza 7.478 1.287 8.765 85
Córdoba 7.283 32.920 40.203 18
Catamarca 6.441 8.874 15.315 42
San Juan 6.141 1.549 7.690 80
Salta 4.305 7.260 11.565 37
Tucumán 4.087 16.017 20.104 20
San Luis 3.684 3.272 6.956 53
La Rioja 2.172 7.551 9.723 22
Santiago del
Estero 1.776 13.680 15.456 11
Jujuy 1.707 11.912 13.619 13
69.279 117.247 186.526

Fuente: Comadrán Ruiz, J. (1969), pp. 80-1.

La población de Santa Fe no figura en el cuadro anterior, pero hacia


1797 era de apenas unas 12.600 personas, 4.000 de las cuales residían
en la ciudad y otras 3.500 en el área de Rosario y su campaña. La entre-
rriana, en tanto, puede considerarse que hacia esa misma época alcan-
zaba a unas 11.600 personas, de las cuales unas pocas miles habitaban
en los cuatro centros poblados más destacados: Paraná, Concepción del
Uruguay, Gualeguay y Gualeguaychú. 2

2 Azara, F. de (1847), t. I, pp. 344-6; Álvarez, J. (1914-1943); Cervera, M.


(1907); Comadrán Ruiz, J. (1969), pp. 100 y ss.
la agricultura colonial 39

En lo que luego habrá de denominarse región pampeana, las ciuda-


des de Santa Fe y Córdoba eran entonces, además de Buenos Aires, los
únicos núcleos urbanos de relativa importancia. En torno a éstos giraba
la vida comercial y administrativa de los vastos espacios circundantes;
pero, de todas formas, el control que esas ciudades podían ejercer so-
bre sus campañas más lejanas era desde todo punto de vista nominal.
Una vez traspuestas las áreas periurbanas, el viajero se enfrentaba
pronto a las soledades de la pampa, sobre todo si se dirigía por tierra a
algún punto en el interior; las zonas costeras, más pobladas, ofrecían
también un aspecto más activo y menos agreste. Pero si en el norte bo-
naerense podía andarse por una sucesión de quintas y chacras que
bordeaban las sinuosidades del camino, enfilar hacia el sur equivalía
a dejarlas bien pronto atrás, y ver aparecer tan sólo dispersas estancias
de ganado, en un paisaje llano y monótono como un mar seco. Hacia el
oeste de la ciudad, en tanto, la expansión de las quintas y chacras habría
de ir tomando consistencia sobre todo a partir de los primeros años del
siglo XIX.

Figura 1. Una quinta suburbana en la orilla del Río de la Plata, al norte de


Buenos Aires. Pueden distinguirse los tunales y membrillares, “formando
ambos excelentes cercos”. En Vidal, E. E. (1820), e/pp. 110-111.
40 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

El panorama en Santa Fe o en Entre Ríos era todavía más agreste, mo-


delado ahora por la presencia de bosques bajos, refugio de animales
o bandoleros; a pesar de que desde la década de 1780 comenzaron a
fundarse pueblos que agruparan la dispersa y escasa población, pasa-
rían todavía algunos años hasta que éstos pudieran adquirir una di-
mensión más o menos considerable. Consiguientemente, si la pro-
ducción cerealera en sus alrededores creció a la par de éstos, de
todos modos ni esos escuálidos mercados locales ni los de las ciuda-
des más cercanas podían ofrecer incentivos para una expansión agrícola
considerable.
El cerco de las fronteras indígenas imponía además límites concretos a
la expansión del dominio criollo: a medida que éstas se aproximaban, la
densidad poblacional era menor y el paisaje productivo se iba simplifi-
cando. Las ciudades cuyo hinterland chocaba con la presencia indígena
poseían en general una población rural bastante más reducida que las
otras, lo que marca no sólo el peso de los azares de la frontera sino ade-
más las pautas de ocupación del espacio, mucho más precarias. A poca
distancia de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, aparecían ya los territo-
rios aborígenes, quedando entre las ciudades y éstos una estrecha franja
apenas suficiente para desperdigadas actividades productivas y unas es-
cuetas vías de comunicación. En Entre Ríos, el dominio indígena había fi-
nalizado recién hacia 1750; sin embargo, la expansión de la población
criolla fue a partir de entonces tan lenta que sólo alrededor de tres lus-
tros después de esa fecha se encontraba justificado el nombramiento de
autoridades para tales ciudades, que de todas formas apenas consistieron
en unos pocos alcaldes de hermandad, sin recursos y casi sin soldados.
Una buena parte de la producción se destinaba al consumo local, o in-
cluso familiar. En lo que respecta a los artículos de intercambio con el ex-
terior, la mayor o menor disponibilidad de mano de obra determinaba la
actividad dominante. Mientras que la más densa población cordobesa o
santiagueña posibilitaba una consistente artesanía, en las campañas de
Santa Fe, Entre Ríos o Buenos Aires imperaba la producción ganadera y
agrícola. Hasta ese entonces, los ritmos de la demanda pautados por el
centro minero del Alto Perú habían marcado a menudo la orientación
productiva de buena parte de las explotaciones rurales, dedicadas a su-
plirla de una variada gama de bienes, que iban desde los mulares necesa-
rios para el transporte y el laboreo en los socavones hasta los textiles o
la yerba mate consumidos por los obreros indígenas. Además, desde
la agricultura colonial 41

siempre había existido la posibilidad de la salida ultramarina; interdicta


formalmente a menudo, en la realidad las barreras caían ante la omni-
presente posibilidad del contrabando. Si bien la producción minera con-
servó buena parte de su poder de demanda, sobre todo en momentos
puntuales, en la segunda mitad del siglo XVIII la importancia de la
exportación a ultramar se fue haciendo cada vez más visible.

3. la circulación y el transporte

En tanto, la circulación de bienes producidos localmente entre esas


diversas economías, aun cuando bastante intensa, había estado siem-
pre obstaculizada por el relativamente bajo grado de especialización
y las limitaciones de la escala del consumo; la vinculación con un
mercado exterior a dichas economías había sido una persistente ven-
taja que permitía orientar la colocación de excedentes de producción y
labrar fortunas en el aprovechamiento de diferencias de precio, que
sólo se volvían sustantivas conectando a través del comercio regiones
muy alejadas. Pero la poco especializada estructura económica de en-
tonces implicaba que las áreas vecinas de clima y condiciones pro-
ductivas similares se encontraran necesariamente elaborando lo
mismo; una vez satisfechas las escasas necesidades propias, la invete-
rada estrechez de los mercados locales derivaba además en que todos
intentaran vender sus excedentes en los pocos puntos en que la di-
mensión del consumo era mayor, por lo que los precios de esas mer-
cancías en tales sitios tendían estructuralmente a ser los más bajos
posibles. Tan sólo en condiciones de carestía excepcional podía pen-
sarse en obtener mejores retornos, pero esas condiciones, no del
todo infrecuentes, únicamente podían ser aprovechadas por quienes
contaran con la información necesaria en el momento justo, y a la
vez lograran operar con la rapidez suficiente como para acceder al
mercado desabastecido antes que sus competidores, cuya concurren-
cia habría de volver a hacer descender los precios. Todo ello estaba
pautado por las condiciones del transporte y de las comunicaciones,
las cuales a su vez dependían de multitud de factores aleatorios. No
bastaba con poseer las carretas o los barcos más rápidos, y los guías y
conductores más eficientes: unas condiciones climáticas adversas o
42 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

los efectos de alguna ofensiva indígena podían dar cuenta no sólo de


las mínimas ventajas que hubiera sido posible lograr con aquéllos,
sino que incluso a menudo bastaban para retrasar durante meses
cualquier viaje. Nadie, en rigor, podía controlar esos factores, y el
cumplimiento de los planes era algo sumamente azaroso.

Figura 2. Carreta tradicional de transporte. Inicios del siglo XIX.


En Wilcocke, S. (1807), e/pp. 418-9.

La clave de la acumulación mercantil se encontraba de ese modo res-


tringida al acceso al comercio a grandes distancias, pero en las condi-
ciones de la época éste equivalía a operar en alta situación de riesgo.
Los malos caminos, la inseguridad, los costos y los menoscabos inheren-
tes a viajes terrestres de muy larga duración asediaban continuamente
los márgenes de ganancia; los imprevistos podían perturbarla seria-
mente, incluso haciéndola desaparecer. Además, el acceso al recurso
fundamental, la información, era otro factor de riesgo: los mercados,
de dimensión siempre limitada, podían pasar de la necesidad a la satu-
ración en poco tiempo, y las mercancías costosamente acopiadas con
perspectivas de rápidas ganancias, tornarse invendibles a la vuelta de
unas cuantas semanas. Quien no contara con aceitados vínculos para
acceder a información actualizada y confiable acerca de la situación de
los mercados hacia los que pensaba dirigir sus afanes debía echarse en
manos de la suerte, y aceptar de buen grado las contingencias de todo
tipo que podían presentarse, incluso las pérdidas que casi siempre iban
la agricultura colonial 43

aparejadas a la llegada a destiempo. Viajando a una velocidad apenas


mayor que las propias mercancías, la información estaba teñida de la
misma aleatoriedad que acompañaba a éstas, y la única manera de pre-
caverse contra tales riesgos era aumentar sustancialmente los márgenes
de ganancia.
La exportación ultramarina estaba de todos modos dominada por el
metal precioso altoperuano, traído directamente desde allí a cambio de
mercancías de importación, o recolectado trabajosamente en todo el
vasto espacio rioplatense, que servía a la economía minera proveyén-
dola de multitud de insumos imprescindibles. Como mercancía de ma-
yor valor agregado, y cuyo diferencial de precios con los vigentes en Eu-
ropa era también el más grande, el metal precioso se constituía no sólo
en el bien cuyo tráfico era más conveniente sino en el más demandado
por quienes remitían partidas de géneros desde el Viejo Mundo. La ciu-
dad de Buenos Aires, por la cual pasaba todo el comercio ultramarino,
era de este modo apenas más que un gran centro distribuidor donde
residía buena parte de los principales factores de ese comercio, y que
obtenían de él sustanciosos retornos. La ligazón entre los diversos espa-
cios interiores y el puerto de Buenos Aires estaba en manos de merca-
deres de muy diversa condición y dimensión, habilitados para su activi-
dad a través de cadenas de crédito provisto por otros más importantes,
en una relación basada en la confianza mutua, y tejida sobre vínculos
de compadrazgo o la recomendación de parientes. Esos comerciantes
tomaban a su cargo la difícil tarea de recorrer esos vastos espacios reco-
lectando los frutos del trabajo rural, y sobre todo permitiéndole existir
mediante el otorgamiento de crédito, que cubría las necesidades de
pastores y labradores en los momentos álgidos del ciclo productivo, o
cuando todavía no se había logrado la cosecha. El alto riesgo inherente
a esas operaciones, y la aleatoriedad de la producción agraria, afectada
fuertemente por sequías, inundaciones y otras calamidades, implicaba
el mantenimiento de grandes márgenes de ganancia aparentes; las fre-
cuentes quiebras de comerciantes rurales dan cuenta de la realidad
de éstos, obligados a dispersar sus dependencias activas entre miríadas de
labradores que pagaban cuando podían.
De esta forma, no puede extrañar que al iniciarse el último cuarto
de siglo del período colonial la producción estuviera dominada por
los ritmos que imponía la operatoria de los mercaderes, con su ten-
dencia a reducir los riesgos a través de presiones sobre la oferta de
44 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

bienes, tanto en los lugares de compra como en los de venta. Para


ello, buscaban pagar lo menos posible a los productores, e intenta-
ban dejar siempre un cierto grado de demanda insatisfecha en los
puntos de venta. Pero, de todos modos, esta conducta se encontraba
fuertemente limitada por la multitud misma de comerciantes y de
puntos de venta, que los diversos estudios disponibles no ubican
nunca en menos de uno por cada cien habitantes; la competencia
consiguiente entre esos comerciantes por ganar proveedores y captar
clientes contribuía así a elevar los precios de los bienes locales y a de-
primir los de los importados. Por lo demás, debe tenerse en cuenta
también que la circulación de moneda metálica, medio fundamental
de la acumulación e incentivo del consumo, era escasa en las áreas
rurales, lo cual implicaba un gran desarrollo de mecanismos de cré-
dito y fiado, únicos medios por los que el comerciante podía colocar
sus inventarios entre una población aislada y dispersa, que cancelaba
esas deudas con los bienes más líquidos que podía producir, a me-
nudo luego de largos años de mora. Es obvio que, en esas condicio-
nes, el precio de los bienes vendidos al fiado debía incluir no sólo los
enormes costos de transporte y los riesgos físicos, sino además un in-
terés y un seguro por probables impagos, todo lo cual contribuía asi-
mismo a deprimir la ganancia del comerciante, dado que la elevación
de los precios tenía un claro techo marcado tanto por la competencia
como por la misma capacidad de repago de los clientes.
Por otra parte, el comerciante se veía obligado a aceptar pagos no
en dinero sino en “monedas de la tierra”, es decir, los bienes que
cumplían funciones monetarias en razón de su mayor liquidez o de
la posibilidad de cambiarlos, al exterior de la economía local, por el
metálico. Se trataba sobre todo de productos como la yerba mate en
el Paraguay, que era exportada a todo el espacio rioplatense y aun
fuera de él; los cueros en la campaña bonaerense entrerriana o san-
tafesina, a su vez canjeados y enviados hacia el mercado atlántico; el
ganado, en Corrientes o en las pampas del sur; o el trigo en algunas
áreas rurales, destinado fundamentalmente al mercado urbano de
Buenos Aires. Por lógica, al cumplir funciones monetarias las dife-
rencias de precio de estos bienes, a nivel local, sólo cubrían los costos
de transporte, pero al ingresar en circuitos donde circularan otras
monedas de la tierra, o el metálico, volvían a asumir plenamente su va-
lor mercantil. De modo que, en el espacio rioplatense, caracterizado
la agricultura colonial 45

por una intensa movilidad poblacional, todos los actores que viaja-
ban de un sitio a otro, ya fueran humildes peones en busca de trabajo
temporario en las cosechas o los comerciantes más importantes, se
encontraban en algún momento con la posibilidad de efectuar trans-
acciones con estas monedas de la tierra y, consiguientemente, de em-
bolsar diferencias por los distintos precios relativos de unas y otras en
las regiones a las que las trasladaban.
Pero la aceptación de esas monedas conllevaba también más riesgos:
mientras los precios de esas monedas de la tierra variaban poco a nivel
local, una vez entrados al circuito mercantil los bienes que las compo-
nían perdían su función monetaria y se encontraban sujetos a todas las
inconstancias de los mercados. Un cierre del mercado atlántico podía
por ejemplo recortar en más de la mitad los precios de los cueros, por lo
que, si el mercader que los había aceptado anteriormente a precios más
altos se encontraba con un fuerte stock sin vender, podía llegar incluso a
perder parte importante de su capital.
Ese vasto y heterogéneo espacio pronto comenzaría a vincularse
cada vez más estrechamente con el mercado mundial, y éste habría
de proveer en forma creciente el impulso que movilizaría buena
parte de su actividad. La salida ultramarina se irá consolidando así
no sólo como una posibilidad más de colocar excedentes, sino funda-
mentalmente como nuevo factor de orientación productiva y de es-
pecialización, de poder cada vez más fuerte, al punto que, en las pri-
meras décadas del siglo XIX, aun ciertos importantes rubros del
consumo básico se comenzarán a transformar por la oferta de bienes
importados, y algunas áreas antes precariamente pobladas darán lu-
gar al desarrollo de grandes empresas productivas, volcadas en su
mayor parte a la provisión de bienes destinados al mercado atlántico.
Esas fuertes transformaciones cambiarán buena parte de los modos y
las características del comercio al interior del mundo rural riopla-
tense: a veces con brutal rapidez, la confluencia de nuevos oferentes y
demandantes de productos provocará la necesidad de cambios parale-
los en toda la estructura de comunicaciones, e irá favoreciendo el
desarrollo de la ocupación de nuevas tierras y el planteamiento en ellas de
actividades productivas.
46 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

4. el papel de la producción agrícola en el río de la plata


tardocolonial

Como lo han mostrado muchas investigaciones recientes, la agricultura


ocupó un puesto bastante destacado entre las actividades productivas
rioplatenses en tiempos del dominio hispánico, sobre todo en el área
norte de la actual provincia de Buenos Aires. Ligada allí desde los ini-
cios tanto al consumo de la población como a la provisión de raciones
para los buques que recalaban en escala de sus viajes transatlánticos,
fue volcándose con el tiempo más y más hacia el abasto del gran mer-
cado en que se fue constituyendo la ciudad porteña.3 Ésta, que llegaría
a contar con unos 40.000 habitantes hacia 1810, era por muy lejos la
más importante ciudad del Río de la Plata, y una de las más grandes de
Sudamérica, siendo excelente ejemplo de conformación de un mer-
cado urbano cuyo peso económico resultaba decisivo en la orientación
productiva de una vasta área rural. La agricultura, siguiendo pautas tra-
dicionales marcadas por los primeros colonizadores hispanos pero que
podrían incluso rastrearse hasta la etapa del dominio indígena, ocu-
paba de preferencia áreas bien irrigadas y cercanas a los ríos, dada la di-
ficultad de procurarse agua por medio de la construcción de sistemas
de riego, de costo demasiado alto en las condiciones locales, y a fin de
contar con la posibilidad de comunicación por la vía fluvial, más rápida
y barata que la terrestre. Esas condiciones debían necesariamente unirse
con la cercanía relativa a los centros de consumo, ya que de todos mo-
dos la dificultad y carestía de los medios de transporte dejaba fuera de
mercado, por sus costos, a la producción de bienes de gran volumen y
bajo valor relativo más alejada de aquéllos. Esto resulta especialmente
evidente en las cercanías de las grandes ciudades; en Buenos Aires, ha-
cia inicios del último cuarto del siglo XVIII, la agricultura proporcio-
naba una buena parte del valor total de la recaudación fiscal en la cam-
paña, en especial en áreas lo suficientemente cercanas a la urbe,
aunque por detrás del cinturón de quintas de producción hortícola,
más delicada y perecedera, en ocasiones incluso mezclándose con ella.4

3 Para el período inicial véase González Lebrero, R. E. (2002); para el período


de 1750 en adelante, García Belsunce, C. (1989-1990), y en especial los tra-
bajos citados en Garavaglia, J. C. y Gelman, J. (1995).
4 Garavaglia, J. C. (1999a), esp. pp. 107 y ss.
la agricultura colonial 47

Si bien puede admitirse que no necesariamente constituyera la activi-


dad dominante, y en todo caso la posibilidad de colocar excedentes en
el mercado externo otorgaba mucho más dinamismo a la ganadería, no
puede tampoco ignorarse la gran relevancia de la actividad agrícola, so-
bre todo en el área norte de Buenos Aires, en el contexto rioplatense
de esos años.
En el resto del área pampeana su importancia en los registros de
diezmos era muchísimo menor, lo cual es atribuible fundamentalmente
no sólo a una fuerte evasión sino sobre todo a la presencia de una con-
siderable producción campesina de autoconsumo, que no llegaba a los
mercados sino en forma esporádica, y que por tanto está hoy mayor-
mente ausente de las fuentes seriadas. Como es natural, las diferencias
regionales eran sumamente destacables: en Entre Ríos, y en buena
parte de Santa Fe, aun la producción agrícola de autoconsumo palide-
cía ante la magnitud del desarrollo de la ganadería mular y vacuna, en
ambos casos destinada a la exportación, respectivamente, de animales
en pie hacia el Alto Perú y de cueros hacia el mercado atlántico; esa sa-
lida mercantil no sólo permeaba la actividad de las grandes explotacio-
nes de tipo empresarial, sino también la de unidades familiares de ta-
maño mediano o incluso pequeño.5 Poseemos algunos datos bastante
confiables acerca de la producción rural entrerriana entre los años
1808 y 1809; éstos, que abarcan a 156 productores existentes en diver-
sos parajes de la zona oriental de la actual provincia, indican que en
promedio habían producido en esos años 1.105 fanegas de trigo, o
unos 1.520 hectolitros; 65.325 cabezas de ganado vacuno, 450 mulas,
casi 6.000 potrillos y 11.800 ovejas.6 El valor aproximado de los anima-
les era de unos 34.000 pesos; el del trigo, tan sólo de 3.300. Si bien ha-
bría que agregar la producción hortícola, el maíz y los diversos rubros

5 Respecto de Entre Ríos véase Djenderedjian, J. (2003a); sobre Santa Fe véase


Tarragó, G. (1995/6).
6 Se trata de las detalladas cuentas de percepción (recolección) de los diezmos
de esos años. Para la conversión de medidas de capacidad antiguas al sistema
métrico, y para las próximas, nos basamos en los datos de Napp, R. (1876),
en este caso pp. 368/9. Si bien algunas fuentes más antiguas, como Senillosa,
F. (1835), dan pequeñas diferencias atribuibles quizá a cambios en el patrón
habidos a lo largo del tiempo, lo concreto es que si esos patrones existían
rara vez se respetaban estrictamente, además de que las equivalencias de una
misma medida variaban mucho según fuera el lugar donde se aplicaran.
Véase Apéndice II.
48 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

destinados al consumo de la propia familia productora, es poco proba-


ble que el valor de todo el rubro agrícola ascienda a más del doble de
esa cifra.

Cuadro 2
Productores y producción en las áreas entrerrianas de Arroyo de
la China y Guayquiraró, 1808-97

Productores según Trigo Procreo anual del rebaño poseído (cabezas)


el procreo obtenido cosechado Vacunos Mulares Equinos Ovinos
N (fanegas)
Sin procreo 32 758 - - 5 3.010
de 1 a 100 46 53 2.510 - 395 1.235
de 101 a 500 55 150 14.865 210 2.190 5.710
de 501 a 999 7 53 4.505 - 515 740
de 1.000 a 1.999 8 43 11.920 30 665 500
Más de 1.999 8 50 31.525 210 2.230 600
156 1.105 65.325 450 6.000 11.795

Nota: El trigo en fanegas de 137,6 litros. Promedio anual de las entregas


individuales por diezmos de trigo y ganado correspondientes a 1808 y 1809,
multiplicados por diez para obtener la base imponible. Se ha preferido agru-
par a los productores según la cantidad de cabezas de ganado vacuno
obtenidas a fin de reflejar las gradaciones de sus fortunas. Elaboración
propia con datos de AGN IX-20-5-7, Hacienda, Tabacos, Misiones, Arbitrios
de Santa Fe, 1761-1807.

A falta de índices más seguros, la evolución de la recaudación de diez-


mos entre 1750 y 1809 muestra nuevamente con claridad la escasa im-
portancia de la agricultura mercantil en Santa Fe, así como el efecto de
las alternativas de los mercados para la ganadería, notables sobre todo
en lo que respecta a los cueros vacunos en el período que comienza en

7 El área de Arroyo de la China abarcaba toda la costa del Uruguay entre el


arroyo Grande y el Tala, extendiéndose hacia el interior hasta el río Guale-
guay, esto es, el actual departamento de Colón y la mayor parte del Uruguay;
el área del Guayquiraró comprendía los arroyos de ese nombre, Lucas,
Moreyra, Diego López, El Sauce, La Mula y Guerreros, es decir, el actual
departamento de Feliciano y partes importantes de los de La Paz, Concordia
y Federación.
la agricultura colonial 49

1795, marcado por un ciclo de guerras internacionales en el cual el


desarrollo del comercio rioplatense con buques neutrales fue particu-
larmente significativo.8 De la misma manera, la producción mular tuvo
su etapa de auge: en especial en los últimos años del siglo XVIII y los pri-
meros del XIX, se constituyó en una actividad sumamente rentable para
los hacendados santafecinos, como también lo fue para los correntinos
y entrerrianos.9

Gráfico 1
Recaudación de diezmos de los curatos de Santa Fe, 1750-1809
(promedios quinquenales en pesos de plata). Incluye el área del
Paraná, actualmente la vertiente occidental de Entre Ríos
7.000

6.000

5.000

4.000

3.000

2.000

1.000

0
1750-54

1800-04
1755-59

1760-64

1775-79

1790-94
1785-89
1770-74

1780-84

1795-99
1765-69

1805-09

■ Campo ■ Aves y verduras ■ Cuatropea

Fuentes: AGN IX-13-3-3 (Diezmos, Santa Fe. Testimonio de remates); a partir


de 1801, AGN IX-7-3-2 (Quadrante de diezmos) y AGPSF, Contaduría, t. 13,
e/nº 16 y 17, “Copia de documentos del cargo del libro manual...”.

8 Halperín Donghi, T. (1979), pp. 46-7.


9 Agustín de Yriondo al prior y cónsules del Consulado de Buenos Aires, Santa Fe,
12 de febrero de 1800, en AGN, IX-4-6-4, Consulado de Buenos Aires, t. IV, fs.
122 r.; Busaniche, J. (1959); Halperín Dongui, T. (1979); Maeder, E. J. (1981).
50 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

En Córdoba, en tanto, viejas tradiciones agrícolas formaban parte de


un paisaje productivo rural diversificado, con grados variables de espe-
cialización y con una alta proporción de explotaciones domésticas dedi-
cadas a la tejeduría, la artesanía, la preparación de dulces o quesos, y
el cultivo de trigo y maíz, el primero destinado mayormente al mercado
y el segundo al consumo.10
Pero, de cualquier modo, una evaluación certera del lugar de la agri-
cultura colonial en el conjunto de la economía rioplatense sigue siendo
dificultosa. Salvo en Buenos Aires (donde la gran ciudad atraía ávida-
mente la producción agrícola de los partidos cercanos), debemos repe-
tir que la producción doméstica ligada al consumo familiar es, en los
magros testimonios de la época, siempre mucho menos visible que los
productos de exportación, que, dado su carácter mercantil, circulaban
con amplitud fuera de los ámbitos rurales, quedando profusamente re-
gistrados al pagar aranceles en las diversas aduanas. Por otra parte, los
sistemas de comercialización de bienes de consumo importados en el
medio rural tendían a la captación de cueros y otros subproductos ga-
naderos en pago de aquéllos, al cancelarse las cuentas de fiado con las
que buena parte de esos bienes importados eran colocados entre pasto-
res y labradores siempre escasos de dinero en efectivo. Esta función mo-
netaria que cumplían implicaba para ellos también en este aspecto una
mayor visibilidad en las fuentes de carácter local, y lo marca también el
hecho de que estuvieran ligadas como hemos dicho al pago diferido de
bienes de consumo.11
Además de todo ello, debe admitirse que por ese entonces los precios
relativos de cada uno de los productos de las actividades agrícolas y pe-
cuarias estaban afectados por factores que distorsionaban en medida va-
riable su importancia. El diezmo, cuyos registros son la fuente principal
para el conocimiento de la producción rural colonial, era un impuesto
eclesiástico calculado sobre el valor de mercado de la cosecha y el pro-
creo de animales, cuyo cobro no era por lo regular realizado directa-
mente por la autoridad fiscal, sino que se remataba al mejor postor. Efec-
tuados estos remates hacia el mes de noviembre del año anterior al de
contribución, los precios finales debían ser pagados por “San Juan y Navi-
dad”, esto es, a fines de junio y de diciembre del año correspondiente.

10 Romano, S. (2002), pp. 66 y ss.


11 Djenderedjian, J. (2003a y 2004).
la agricultura colonial 51

Pero si el resultado de la cosecha no era claro, los postores no hacían


ofertas, debiendo repetirse los remates y retrasándose las adjudicacio-
nes. Al mismo tiempo, es menester tener en cuenta que las posturas re-
flejaban no sólo una estimación del valor de la cosecha, sino los gastos
de recolección y la ganancia pretendida por el diezmatario, además de
los posibles intereses de sumas prestadas para pagar las fianzas y los des-
embolsos previstos, todos ellos montos bastante variables.12 Tanto estas
circunstancias como las alternativas del cobro implicaban diversas difi-
cultades y complicaciones, que se veían asimismo fuertemente afecta-
das por las coyunturas, tanto climáticas como de cualquier otro tipo
que pudieran presentarse en tan dilatado lapso. Por otra parte, las po-
cas veces en que la Iglesia tomaba a su cargo la recolección del diezmo,
podemos contar con datos mucho más minuciosos y creíbles de las can-
tidades recaudadas y, por consiguiente, del total producido; pero lo re-
gular era que esas ocasiones se presentaran más que nada cuando las
cosechas, por demasiado abundantes, determinaran que los precios de
los cereales descendieran a niveles a los cuales no había ya interesados
en pagar por su remate, dadas las magras perspectivas de ganancia que se
presentaban. Por consiguiente, la recaudación, y los datos de los que
hoy nos valemos, se encontraban determinados por diversos procesos,
agentes y causas que afectaban los precios.
Pero, además, algunos de los más importantes de esos factores esta-
ban sin dudas en los altos costos del transporte y en las regulaciones es-
tablecidas por el poder político y sus consecuencias en cuanto al grado
de apertura del mercado. La exportación de excedentes de la produc-
ción agrícola o su importación en casos de carestía estaban condiciona-
das por la alta proporción del valor de los fletes, tanto los terrestres
desde el lugar de producción a los puertos, como los marítimos desde
el exterior hasta éstos: en ambos casos, el precio final del grano en el lu-
gar de su consumo debía ser excesivamente alto (o bajo en su lugar de
producción) para que la operación fuera rentable, lo que ocurría sólo
en contadas ocasiones. A ello deben sin dudas añadirse la inexistencia
de una estructura de comercialización y las morosas comunicaciones,
que impedían compensar eficientemente los excedentes y faltantes de
granos en puntos situados a grandes distancias. Todo ello implicaba
que la producción agrícola local se dirigiera hacia un mercado cautivo,

12 García Belsunce, C. A. (1989), p. 330.


52 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

por otra parte objeto ocasional de medidas destinadas a mantener un


cierto nivel de precios a fin de combatir carestías; por tanto, esa pro-
ducción agrícola gozaba en él de un valor proporcionalmente alto con
respecto a la producción ganadera, reforzado aún más en razón del ele-
vado precio de la mano de obra necesaria para las tareas ligadas a la
agricultura. El ganado, por su parte, no contaba con posibilidades de
ser realizado en forma integral en los mercados locales, dado que de él
sólo podían exportarse el cuero, el sebo, las crines y la lana, debiendo
descartarse la carne no consumida en el abasto urbano, en el avío de
buques que efectuaban la carrera fluvial o, hacia el fin del período tra-
tado en este capítulo, en los saladeros, demanda en todo caso aún fre-
cuentemente escasa para dar cuenta de todos los animales sacrificados.
La abundancia de ganado, a su vez, constituía un factor deprimente de
sus precios. De esa forma, la importancia económica de las actividades
ganaderas puede no estar siendo reflejada en su real dimensión en las
cifras de recaudación del diezmo, mientras que la correspondiente a la
producción agrícola resulta comparativamente mayor debido sobre
todo a que su precio relativo también lo era, lo cual distorsiona la im-
portancia respectiva de ambas actividades y limita en alguna medida las
conclusiones de diversos valiosos aportes efectuados sobre el agro pam-
peano colonial, en los cuales la producción agrícola es claramente do-
minante con respecto a la ganadera.13
Debe recordarse en este aspecto que, en un contexto de frontera
donde el trabajo era un factor escaso con respecto a los demás, el pro-
ducto agrícola, como gran demandante de brazos, poseía asimismo un
valor más alto que el ganadero, lo cual explica que el paisaje agrario,
dominado por éste y que así ha sido retratado por los viajeros, sólo in-
cluyera a menudo pequeños y aislados focos de producción agrícola.14
Más allá de lo que respecta a la ciudad de Buenos Aires, tanto las distin-
tas ciudades del interior como incluso los pueblos de la campaña pose-
ían en sus cercanías áreas rurales dedicadas al abasto y a la producción
cerealera y hortícola, cuya importancia variable estaba además en rela-
ción con el hecho de que no parece haberse registrado un comercio re-
gular de cereales entre éstas. Si bien en ciertos momentos podía haber

13 Véase al respecto Moutoukias, Z. (1995).


14 Al respecto consúltense las observaciones de Míguez, E. (2000) al trabajo de
Amaral, S. y Ghio, J. M. (1995).
la agricultura colonial 53

envíos de granos desde Córdoba, Santa Fe o el sur entrerriano hacia


Buenos Aires, en especial cuando la cosecha allí fallaba por razones cli-
máticas o imponderables y los precios del cereal aumentaban, es bas-
tante evidente que la agricultura mercantil colonial estaba, como he-
mos ya insinuado, fundamentalmente ligada a la provisión de los
núcleos de población locales o, en todo caso, al de algunas estancias ga-
naderas más grandes y especializadas de las cercanías. En éstas, a la de-
dicación a la agricultura era poco rentable por la gran inversión en
mano de obra que implicaba, mientras que las unidades de producción
familiares de la vecindad se encontraban en mejor situación competitiva
gracias al menor costo de oportunidad del trabajo familiar.15
Tampoco, como hemos dicho, era usual que la producción agrícola
rioplatense lograra alcanzar los mercados ultramarinos, salvo en conta-
dos momentos y por circunstancias puntuales; y nunca, en todo caso,
constituyó un rubro destacado en las exportaciones. Tradicionalmente
se ha dado gran importancia a la renovación del sistema comercial del
imperio hispánico ligada a las reformas borbónicas, que tuvo su expre-
sión más conocida en la pragmática de 1778, que habilitaba para las
operaciones mercantiles a una buena parte de los principales puertos
de la península y de las colonias, cercenando así el monopolio del que
gozaban unos pocos comerciantes de Cádiz. En realidad, estas medidas
significaron una apertura muy relativa del mercado; aunque hubiera
probablemente mejores posibilidades de colocación de los excedentes
de producción local en ultramar, la composición de las exportaciones
rioplatenses continuó siendo, hasta inicios del siglo XIX y como lo ha-
bía venido siendo desde mucho antes, fundamentalmente de metales
preciosos. El resto, que oscilaba en el 20% o cuando más el 30% del va-
lor total, se componía sobre todo de cueros, seguidos muy de lejos por
el sebo, el tasajo y otros subproductos ganaderos, y ocupando propor-
ciones ínfimas los restantes rubros. A veces se abrían sin embargo opor-
tunidades excepcionales para que la producción agrícola excedente de
la pampa lograra colocación en el mercado mundial; esto ocurría sobre
todo en tiempos de guerra, por desgracia frecuentes en la segunda mitad
del siglo XVIII. Andrés de Oyarvide relata que en 1782, en medio de un
conflicto entre Inglaterra, Francia y España que volvía riesgosa la navega-
ción atlántica, “empezaron a dejarse ver en el puerto de Montevideo

15 Gelman, J. (1998), pp. 218 y ss.


54 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

algunas embarcaciones francesas procedentes de las islas de Mauricio y


Borbón... solicitando cargamento de harinas y sebo, que verificaron
para aquellas partes”.16 La coyuntura de guerras europeas que co-
mienza a inicios de la década de 1790 y que se prolongará, con breves
momentos de sosiego, hasta 1815, constituyó otra ocasión favorable
para que la producción agrícola rioplatense lograra alcanzar los merca-
dos externos. En ese período España vio sumamente restringido el con-
tacto comercial con sus colonias, al tiempo que otras potencias euro-
peas se hallaban también enfrascadas en los conflictos continentales;
esta circunstancia favoreció la irrupción de nuevos actores en el comer-
cio rioplatense, reconocidos oficialmente por el impotente Estado colo-
nial mediante una batería de medidas de apertura, de las cuales fue sin
duda la más importante la autorización para el comercio con países
neutrales dictada en 1797. En virtud de ésta, buques de las que hasta
entonces hubiéranse podido juzgar las más insólitas procedencias co-
menzaron a cargar en el Plata, y su demanda incluía a menudo pro-
ductos más diversos que el cuero y el sebo. Así, el trigo rioplatense
pudo surtir las necesidades de algunas poblaciones extranjeras que ra-
ras veces en su historia anterior había llegado a alcanzar; en el in-
forme a su sucesor fechado en marzo de 1795, el virrey Arredondo in-
dicaba que “ya se extraen porciones considerables de harinas para La
Habana”, lo cual a su juicio podía constituirse en un aliciente para el
incremento de la producción local y para el equilibrio de los precios
del trigo en tiempos de abundancia, razón de inquietud para las autori-
dades por las dificultades y pérdidas a los agricultores que ocasionaban
sus descensos.17
Pero, en todo caso, esa coyuntura fue ante todo una muestra de la rá-
pida disolución en que comenzaba a entrar la unidad económica del
imperio hispánico, cada vez más evidente con la insistente presencia de
comerciantes británicos, que adquirirían un papel preponderante en el
Plata desde la segunda década del siglo XIX.18 En lo que respecta a sus
mercados, la agricultura rioplatense continuó masivamente volcada al
abasto local y, salvo momentos puntuales y siempre por cantidades

16 Oyarvide, A. de (1865), t. 7, p. 51.


17 “Memoria de Arredondo”, en AA.VV. (1945), p. 391.
18 Sobre la coyuntura comercial de finales del siglo XVIII e inicios del XIX
véase Halperín Donghi, T. (1979), pp. 46-47.
la agricultura colonial 55

exiguas con respecto a la masa total exportada, habría de seguir así to-
davía durante mucho tiempo. Es más: los efectos de esa apertura co-
mercial están ligados a una más lógica valorización de la producción pe-
cuaria antes que al comienzo de oportunidades nuevas para la
agricultura. La relación de costos y un cúmulo de ventajas naturales
tendían fuertemente a ese resultado, lo cual puede verificarse lateral-
mente con una mirada a algunos datos. Siempre según estudios efec-
tuados sobre los diezmos, si hacia 1766/70 la producción agrícola en el
norte bonaerense daba cuenta de alrededor del 80% del valor total del
impuesto recaudado, en el quinquenio 1796-1800 la producción de gra-
nos sólo ocupa ya el 65% del monto cobrado, mientras que la ganadería
ha aumentado su participación al 29%.

Cuadro 3
Evolución por rubros de la recaudación de diezmos en el área
bonaerense al norte del Salado, 1766-1800 (en pesos)

Rubro 1766/1770 1776/1780 1786/1790 1796/1800


Granos 63,354 80% 74,960 72% 92,473 69% 113,350 65%
Ganadería 16,090 20% 22,081 21% 34,102 26% 50,414 29%
Quintas - 0% 7,555 7% 6,614 5% 11,245 6%
79,444 104,596 133,189 175,009

Fuente: Elaboración propia sobre Garavaglia, J. C. (1999a), p. 121.

Una evolución similar se verifica en otros puntos del área rioplatense:


en Colonia, en la Banda Oriental, la proporción del diezmo de granos
con respecto al del ganado pasa de representar más de la mitad del to-
tal recaudado a una proporción de alrededor de la tercera parte.19 Esta
evolución parece marcar entre otras cosas, a falta de indicios mejores, el
cambio en los precios relativos que afectó ya desde entonces a la produc-
ción rural por efecto de la presencia ampliada del mercado atlántico, y
que se profundizó en la primera mitad del siglo XIX: en concreto, la
productividad del trabajo sería cada vez más evidentemente mayor en
la ganadería que en la agricultura, teniendo la primera mercados seguros

19 Gelman, J. (1989), pp. 578-9.


56 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

en el exterior y menores costos de producción y transporte por una


mejor relación peso/volumen que en el caso de los subproductos
agrícolas. Según los cálculos de Azara efectuados hacia 1801, el valor
obtenido en un año por el trabajo de 11 personas en actividades agrí-
colas era de 1.534 pesos, mientras que las mismas personas traba-
jando el mismo tiempo pero en actividades ganaderas producían
5.250 pesos.20

5. la importancia regional y diferencial de los cereales

La agricultura colonial pampeana, en esencia una derivación de técni-


cas y especies europeas adaptadas a lo largo de los siglos al nuevo me-
dio, matizadas con una importante mezcla de viejas tradiciones indíge-
nas y con la incorporación de cultivos autóctonos, mostraba una gran
diversidad regional, circunstancia lógica si nos atenemos a su carácter,
unido al consumo local. El papel dinamizador de los mercados más
grandes en lo que respecta a la producción de granos es muy evidente,
y acerca el caso pampeano a otros similares en el resto de la América
hispana colonial.21 Mientras en el área más ligada a Buenos Aires, que
incluye, además del propio hinterland inmediato a la ciudad, las tierras
del sur entrerriano y santafesino, el predominio del trigo es mayor, en
el norte de Santa Fe y sobre todo en Córdoba y Corrientes la presencia
de cultivos autóctonos va haciéndose notar. El maíz, la mandioca, el
maní o el zapallo formaban parte importante de la dieta, productos a
los que es menester agregar una amplia gama de otros que a veces in-
cluso también accedían al mercado, como el algodón o el tabaco, y cuya
función de medios de pago en una economía muy ligada al trueque
constituía asimismo un factor que es menester tener en cuenta a la
hora de analizar los datos.22
En la actual provincia de Buenos Aires, por lejos el área donde la
producción cerealera se destacaba más en las fuentes fiscales, la impor-
tancia del trigo es, desde todo punto de vista, crucial. Hacia la última

20 Azara, F. de (1943), pp. 7-8.


21 Por ejemplo Van Young, E. (1981), pp. 59 y ss.; 347 y ss.
22 Véase Maeder, E. J. A. (1981), pp. 255-26
la agricultura colonial 57

década del siglo XVIII y en el conjunto de los tres cereales más corrien-
tes (trigo, maíz y cebada) cultivados en Buenos Aires, el primero de ellos
nunca parece ocupar menos del 87% del total de granos cosechados,
según se desprende de las investigaciones de García Belsunce.

Cuadro 4
Cifras estimativas de cereales producidos en la campaña
bonaerense, 1788-1800 (en fanegas bonaerenses)

Trigo Maíz Cebada


1788 61,643 6,833 390
1789 71,183 2,255 435
1793 89,088 8,000 630
1794 99,760 14,640 740
1795 53,575 5,000 1,210
1797 84,953 7,306 280
1798 102,280 5,000 800
1800 75,343 9,000 1,020

Fuente: García Belsunce, C. A. (1989), p. 324.

Esta desproporción en favor del trigo comenzaría a modificarse lenta-


mente a partir de la década de 1820, en razón de la difusión del cultivo
combinado de trigo y maíz para aumentar los rendimientos y combatir
las plagas, como veremos más adelante.
Pero un aspecto mucho más significativo que influye en las propor-
ciones visibles de los cereales cosechados (y que en cierto modo las re-
lativiza, al menos en lo que respecta a su importancia en el monto pro-
ducido) es el carácter marcadamente mercantil del trigo. Situado en el
centro de un sistema de comercialización volcado al abasto de los nú-
cleos de población, en toda el área pampeana el trigo estaba atado a pa-
gos en dinero o en especie. Estos últimos, efectuados tanto por arrenda-
mientos o cancelación de préstamos previos como ligados a retribuciones
de quienes habían trabajado en la cosecha, resultaban de importancia
muy visible asimismo por las limitaciones de la circulación monetaria.
Con el trigo el productor familiar cancelaba sus deudas con el gran es-
tanciero cercano, el terrateniente o el pulpero, que podían haberle
58 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

adelantado bienes o incluso dinero en efectivo para hacer frente a los


gastos de su explotación; con el trigo se elaboraba el pan que hacendo-
sas amas de casa vendían en los pueblos para obtener un ingreso extra
que reforzara la economía familiar; con el trigo se compensaban dife-
rencias en servicios en una sociedad donde antiguas prácticas de ayuda
mutua entre vecinos formaban parte importante de las prestaciones ne-
cesarias para llevar a cabo la producción. Con el trigo además se efec-
tuaban trueques, mediante los cuales quienes lo habían producido ob-
tenían de sus vecinos diversos productos de granja o de huerta con los
que no contaban.23 El trigo era así el cereal que más frecuentemente se
cambiaba por dinero, ya que constituía un bien demandado tanto por
actores ligados a su transformación como por simples especuladores e
intermediarios, en razón de su capacidad de realización en el mercado
urbano, medio por excelencia de circulación de moneda metálica en
esos años. Como suele ocurrir en las economías crónicamente escasas
de numerario, las mercancías más líquidas cumplían funciones mone-
tarias: ello ocurría visiblemente con los cueros, como hemos dicho ya, y
en cierto sentido también con el trigo. Los proveedores de molinos y
atahonas, que compraban el trigo a los productores o a otros interme-
diarios, se sumaban a los recaudadores del diezmo, quienes, en razón
de su control de la décima parte de la cosecha, constituían oferentes de
peso muy importante en el mercado local del trigo, cosa que veremos
en detalle más adelante.
Al mismo tiempo, en algunas regiones, resistencias de diverso tipo y
viejas prácticas de evasión impositiva conspiraban contra la recaudación
de diezmos sobre otros cultivos o productos, centrándose ésta funda-
mentalmente en el trigo, que era percibido por los actores como un
producto menos ligado a la subsistencia y, por tanto, claro sujeto pasi-
ble de tributación fiscal.24 En definitiva, este carácter más mercantil del
trigo implica que el resto de las producciones agrícolas u hortícolas es-
capara en buena medida a los testimonios, resultando entonces que la
diversificación productiva de la que dan cuenta los documentos sea
muy probablemente bastante inferior a lo que realmente fue. Como ya

23 Ejemplos de todo ello en las actas del Cabildo de Luján. En Argentina.


Museo Colonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires (1930), pp. 66-
67; Pelliza, M. (1887) pp. 187-189; Berro, M. B. (1914), pp. 68-9.
24 Sobre la tradicional evasión impositiva con respecto a la producción agrícola
distinta del trigo véase Djenderedjian, J. (2002a).
la agricultura colonial 59

hemos indicado, la producción de autoconsumo está frecuentemente


ausente de las fuentes seriadas, pero puede intuirse su significación a
través de testimonios cualitativos. El maíz, incluso en los campos bonae-
renses que las pobres estadísticas de la época nos marcan muy ligados al
trigo, formaba parte importante de la dieta cotidiana de la población;
en un cálido y revelador testimonio, Mariano Pelliza esquematizaba ha-
cia 1880 las diferencias entre el trigo y el maíz en los viejos campos
pampeanos de sus recuerdos: “El primero se consume en los pueblos y
ciudades, el segundo es el gran recurso para los agricultores en general.
La mazamorra y el locro, en las llanuras; el mote y el frangollo, en las ás-
peras regiones del norte argentino, se preparan con el grano sabroso
del cereal indígena. La chicha... es el mismo maíz fermentado... los
agricultores, los que hacían germinar y cosechaban el trigo, no comían
pan en la vida ordinaria. Únicamente el día de la tapa, es decir, el de la
siembra, tenía lugar una fiesta campestre de las más entretenidas,
donde el pan y las viandas de harina se prodigaban como un homenaje
a la naturaleza a que acababan de confiar la simiente...”.25 Algo similar
relata Oyarvide para la Banda Oriental donde, indica, el trigo se consu-
mía en los pueblos, siendo usual en la campaña un mayor empleo de
carne en la alimentación; John Miers, viajando por la frontera indígena
del norte bonaerense en 1819, opinaba que en esos lugares remotos el
trigo era mucho más caro y el consumo de pan menos frecuente que en
las áreas más pobladas; y, por fin, Francisco Millau escribía, hacia 1772,
que si bien el trigo era el cultivo principal, el maíz se utilizaba para “ma-
nutención de aves y algunos animales y en las comidas que usan de él
también los [habitantes] del país, componiéndolo de varios modos”.26
Un artículo del periódico Correo Mercantil de España y sus Indias fe-
chado en mayo de 1797 pero con datos de varios meses atrás asumía
que, mientras la cosecha de trigo bonaerense y su consumo podían es-
timarse, “la de maíz no puede calcularse, porque su mayor consumo
es en la campiña”.27 García Belsunce ha calculado el consumo anual
per capita de trigo en la ciudad de Buenos Aires de fines del siglo
XVIII en 176 kilogramos, mientras que en la campaña éste sólo habría
alcanzado 42, de los cuales buena parte era sin dudas absorbido por

25 Pelliza, M. (1887), pp. 189-190.


26 Oyarvide, A. de (1865), t. 7, p. 50; Millau, F. (1947), pp. 53-54.
27 Correo Mercantil de España y sus Indias, Madrid, 15 de mayo de 1797, p. 73.
60 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

los pueblos rurales.28 De cualquier forma, no debemos pensar que el trigo


no existía en las mesas de la familia rural; la difusión de su cultivo y la pre-
sencia constante de la oferta de trigos, harinas y sus derivados en las pulpe-
rías, incluso en áreas de frontera, indican con claridad que cubría parte
consistente de la dieta.29 Sólo que su consumo era muchísimo más redu-
cido de lo que llegará a ser a partir de fines del siglo XIX, y, por otra parte,
se concentraba en determinados productos, como la dura galleta de las
pampas, algunas pastas y masas, o la composición de carbonadas y otros
platos similares.
Pero, además, este carácter más mercantil del trigo nos marca las pautas
de la comercialización de tipo tradicional que a él estaban ligadas. Aun
cuando las explotaciones familiares se volcaran a producirlo y con él suplie-
ran, además de las propias, las necesidades de los centros poblados y de las
urbes, toda o casi toda la producción era consumida en un estrecho círculo
con epicentro en el pueblo o ciudad principal del área, no existiendo usual-
mente saldos exportables de consideración ni, por tanto, influencia en los
movimientos de precios (y por consiguiente tampoco en el planteamiento
productivo) en regiones situadas incluso a distancias no demasiado conside-
rables. En casos puntuales de malas cosechas podían existir, como hemos di-
cho, envíos de grano de unas partes a otras; pero, aun así, lo más probable
era que, una vez solucionada la coyuntura, los altos costos de transporte die-
ran pronto cuenta de las posibilidades de continuar los envíos, así como de
las posibles ganancias. Las distintas áreas productoras mostraban rasgos de
autonomía de los cuales tenemos un indicio lateral en la amplia diversidad
de medidas adoptadas en cada región para el pesaje de los granos, incluso
tratándose de regiones cercanas y conectadas asiduamente por la vía fluvial.
Por ejemplo, la fanega de trigo tenía entre 210 y 215 libras en Buenos Aires;
en Santa Fe pesaba, en cambio, 375 libras, y 400 en la costa paranaense de
Entre Ríos, mientras que en la banda opuesta de esa futura provincia, es de-
cir, en el área ligada al río Uruguay, la fanega de trigo pesaba entre 210 y
225 libras, confusión que permaneció por muy largo tiempo, hasta la adop-
ción general del sistema métrico.30 Es de pensar que aun dentro de las re-
giones existían circuitos productivos y de comercialización diferenciados.

28 García Belsunce, C. A. (1989), p. 349.


29 Entre otros véase Correa, C. y Wibaux, M. (2000), pp. 73 y ss.; Mayo, C. y
otros (2005); Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 97 y ss.
30 Napp, R. (1876), pp. 368/9. Véanse algunos datos de equivalencias en litros
en el cuadro 4, Apéndice II.
la agricultura colonial 61

6. pautas, características y actores en la comercialización


del trigo

Como es de esperar, en una situación así adquirían un papel destacado


ciertos actores ligados a la intermediación del grano. Entre los principa-
les ocupaban un lugar central quienes obtenían el remate de los diezmos,
ya que, siendo dueños de la décima parte de la cosecha total, tenían a
menudo un significativo poder de oferta en el mercado. Varios de ellos
constituían importantes miembros de la comunidad mercantil local, con-
tándose entre sus filas algunos de los dueños de las más grandes fortunas
de la época. Su participación en este negocio, que a menudo no era más
que esporádica, se sumaba a los diversos medios por los cuales captaban
buena parte del circulante metálico para enviarlo luego a Europa, donde,
en razón de su mayor valor relativo, gozaba de un extendido poder ad-
quisitivo que se volcaba en la compra de bienes manufacturados, funda-
mentalmente textiles, los cuales luego eran introducidos en América
para recomenzar el ciclo del intercambio.31 Guiados por la posibilidad de
obtener ganancias sobre todo en coyunturas puntuales, los grandes co-
merciantes participaban en las complicadas operaciones de remate del
derecho de recolectar los diezmos tanto en Buenos Aires como en las
provincias, para lo cual les resultaba ventajoso poseer una unidad pro-
ductiva en la zona de acopio, o al menos vínculos con las autoridades y
notables locales que les facilitaran el acceso a la mano de obra y un mí-
nimo grado de control del proceso, además del eventual apoyo para el
resguardo físico de los bienes cobrados. El trabajo de recolección podía
durar mucho tiempo, según las distancias a cubrir, la densidad poblacio-
nal, el grado de organización del cobrador, la propensión al cumpli-
miento del pago tributario o el engorroso transporte de las especies en
que éste se efectuaba, aunque a veces los obligados optaban por resca-
tarlo en dinero, lo que facilitaba el acopio y traslado. En las áreas de fron-
tera las tareas del cobro podían prolongarse durante meses; en Entre
Ríos, por ejemplo, era usual que se cobraran juntos los diezmos de varios
años: en la zona nororiental se recaudaron en 1809 los de ese año y los
del anterior, iniciándose el cobro el 6 de junio de 1809 y durando, con al-
gunas interrupciones, hasta el 29 de noviembre.32 Sin dudas la zona

31 Sobre el tema véase Gelman, J. (1996a).


32 Djenderedjian, J. (2003a), p. 206.
62 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

norte bonaerense, fiscalmente la más valiosa, estaba mejor organizada,


pero de cualquier forma la efectivización de los remates y la puesta en
marcha de la recolección implicaba el movimiento de fuertes capitales y
de importantes contingentes humanos.
Justamente por efecto del volumen de sus capitales en giro y sobre
todo de su capacidad de toma de riesgos, los grandes comerciantes que
participaban en los remates de diezmos de granos lograban a veces cap-
tar rentas muy altas, lo que se unía al hecho de que, a causa del aisla-
miento local y de los imperfectos sistemas de circulación de informa-
ción, era posible obtener diferencias significativas entre el precio pagado
por la potestad del cobro y las sumas potencialmente cobrables. Esto se
manifestaba entre otras cosas en las escasas posibilidades de que los pro-
ductores locales de menor cuantía pudieran estar representados en los
remates efectuados en la a veces lejana cabecera episcopal, lo que redu-
cía la cantidad de postores; también, en la ignorancia de las condiciones
de la producción, en la renuencia a hacer frente a los altos riesgos y cos-
tos de la actividad, o, en cualquier caso, al hecho de que, siendo también
altas las fianzas exigidas por los organismos públicos al mayor postor del
remate, eran pocos quienes podían hacerles frente financieramente.
Tanto ello como diversas prácticas abusivas por parte de los intermedia-
rios contribuyeron a cubrirlos de una imagen oprobiosa particularmente
firme: abundan las quejas acerca de sus procederes y en cada carestía
son con frecuencia señalados como los responsables de ocultamiento de
granos a fin de hacer subir aún más los precios para obtener retornos
más altos.33 Es probable, sin embargo, que cuando conozcamos con cer-
teza los costos reales de las operaciones de cobro esa imagen de especula-
dores sin escrúpulos caiga como otros tantos fetiches; la inversión y los
riesgos inherentes a la vasta movilización de hombres, vehículos y recur-
sos que estaban ligados a la recaudación del diezmo de granos debie-
ron justificar buena parte de las grandes diferencias entre los valores
pagados por la potestad de recaudar y lo realmente obtenido.34
Según afirman algunos testimonios de funcionarios de la época o
historiadores de hoy, los comercializadores se apropiaban en tiempos

33 Garavaglia, J. C. (1991), p. 21.


34 Un estudio sobre los patrones de inversión de un gran comerciante encuen-
tra ganancias muy importantes en la recaudación del diezmo sobre ganados
en la Banda Oriental, pero resalta a la vez la gran variabilidad y el muy alto
riesgo inherente a todas sus operaciones. Gelman, J. (1996a), p. 132.
la agricultura colonial 63

de carestía de la mayor parte de los ingresos derivados del alto precio de


los granos.35 Entre otras razones, se indica que esto ocurría porque
muchos de los productores, por falta de medios de almacenaje, se ve-
ían obligados a vender sus granos a dinero poco después de la cose-
cha, es decir en el momento del año en que aquéllos valían menos,
provocando descensos de precios por saturación momentánea de las
plazas.36 Lo cual sin embargo es materia opinable, ya que, como he-
mos visto antes, en realidad lo que ocurría era que ciertos pequeños
y medianos productores pagaban en grano al tiempo de cosecha sus
deudas por arrendamiento, mediería o devolución de préstamos,
siendo luego otros intermediarios quienes llevaban esos granos al
mercado; por otra parte, las perspectivas de una cosecha escasa o de-
masiado abundante debían de tener, sin dudas, un impacto inmediato
en el nivel de los precios, aun antes de que el grano fuera cosechado
y estuviera disponible para la venta, reflejándose por tanto esas pers-
pectivas en las posturas de los interesados en los remates de los diez-
mos; y, por fin, el almacenamiento de cantidades importantes de gra-
nos por motivos especulativos, en las condiciones técnicas de la
época, implicaba en éstos pérdidas de consideración en plazos relati-
vamente cortos, gastos de mantenimiento bastante fuertes a lo largo
del tiempo, o ambas cosas a la vez.
Por su parte, muchos pequeños o medianos productores rurales
podían conservar cantidades de grano en depósitos ad hoc, como los
muy originales noques, que consistían en animales vacunos vaciados
sostenidos de pie por medio de estacas y cubiertos con un cuero para
preservarlos del ataque de las ratas, cuya imagen y descripción nos
han conservado el misionero Florián Paucke para la Santa Fe rural
de mediados del siglo XVIII, o viajeros como Robert Proctor y Char-
les Brand, quienes recorrieron las pampas, respectivamente, en el
otoño de 1823 y el invierno de 1827.37 Incluso, luego de secarlo al
sol, podían conservarse cantidades mucho más grandes en profundos
y anchos hoyos en el suelo bajo una bóveda de tierra apisonada, muy
antigua técnica mediterránea de ensilaje, también practicada por los

35 Un ejemplo en Telégrafo Mercantil, t. III, nº 5, p. 57, 31 de enero de 1802.


36 Por ejemplo, Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 258 y ss., quien evalúa las instala-
ciones de los productores rurales a través de inventarios post mortem.
37 Paucke, F. (1942/4), t. III, 1ª parte, pp. 177-8 y lám. xxxvi; Brand, Ch. (1828),
p. 75. Véase también Proctor, R. (1825), p. 29.
64 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

indígenas, y que resultaba ideal si no se pensaba tocar el grano por


largos períodos de tiempo.38
Estas formas tradicionales de almacenamiento, “redescubiertas” por
los agrónomos de fines del siglo XIX, en realidad no parecen haberse
perdido nunca si nos atenemos a las sucesivas ediciones del manual de
Alonso de Herrera, y asimismo fueron divulgadas por medio de glosa-
dores o ediciones no autorizadas.39 De ese modo, es muy probable que
hayan continuado siendo utilizadas por los labradores rioplatenses, aun
cuando no parece haber menciones al respecto en fuentes primarias.40
En 1887 Daireaux describía la construcción de un gran silo subterráneo
para almacenamiento de forrajes; su costo consistió en los salarios de
cuatro hombres durante un día de trabajo.41 Todos estos depósitos ob-
viamente no eran registrados en los inventarios en razón de su escaso o
nulo valor de cambio, pero suplían incluso con ventaja las más comple-
jas construcciones especiales permanentes. Las condiciones anaeróbi-
cas de conservación del grano en silos subterráneos bien construidos, a
salvo de lluvias, humedad y ataques de animales dañinos, eran sin dudas
mucho mejores que en galpones externos; sin embargo, en áreas de
suelos no arcillosos y con alta humedad relativa, como los propios de la
agricultura tradicional rioplatense vecina a cursos de agua, resultaba di-
fícil construirlos de modo que pudiera garantizarse su impermeabili-
dad. Por lo demás, los granos debían estar muy secos, y, una vez abierto
el silo, debían consumirse en su totalidad para evitar su deterioro al es-
tar nuevamente en contacto con el aire.42
Los vacunos vaciados, por otra parte, permitían vigilar, remover y ven-
tilar la semilla con bastante comodidad, y tomar parte del grano cuando
se quisiera; dado que se conservaban las patas de los animales erguidas a
modo de sostenes, la distancia resultante entre el suelo y el depósito de
grano preservaba mejor a éste de la humedad y del ataque de roedores, si
bien al no existir cierres herméticos no era posible mantenerlo con

38 Véase el testimonio de Góngora Marmolejo (2001), cap. XXVII, quien relata


cómo hacia 1558 los araucanos almacenaban maíz y trigo (incorporado
recientemente a partir del traído por los españoles) en silos subterráneos
debajo de sus casas.
39 De Herrera, A. (1818-19), t. I, pp. 108; 107 y ss.; el ensilaje subterráneo ya era
recomendado por Varrón y Palladio.
40 Blacque Belair, G. (1897), p. 401. Véase también Lix Klett, C. (1892), p. 179.
41 Daireaux, G. (1901), p. 51.
42 Cfr. Castro, C. de (1987), pp. 12-13.
la agricultura colonial 65

mayor seguridad. Recurrir a otro método, el almacenaje de grandes can-


tidades de granos ensacados dentro de ranchos suburbanos de adobe y
paja a fin de tenerlos prontos para la venta cuando la ocasión se presen-
tara, los volvía especialmente vulnerables a las inclemencias y a la acción
de roedores e insectos.43 En 1788 la Junta de Diezmos de Buenos Aires
debió encargarse del cobro, acarreo y almacenamiento del grano en la
ciudad; ante los bajos precios de éste en mayo, se decidió esperar una
mejor oportunidad para venderlo, pero una coyuntura de clima hú-
medo implicó que el trigo comenzara a podrirse y a fermentar, lle-
gando, a inicios del año siguiente, a tenerse que destruir casi todo el ce-
real almacenado en salvaguardia de la salud de la población. A causa
tanto de esa circunstancia como de los fuertes gastos de administración,
transporte y almacenamiento, las pérdidas de toda la operatoria fueron
cuantiosas.44
En efecto, así como posibilitaba a veces sustanciosas ganancias, la ac-
tividad de intermediación podía con facilidad convertirse en ruinosa. El
altísimo riesgo inherente a ella era particularmente fuerte en momen-
tos de grandes cosechas, en que los importes pagados para obtener el
privilegio de la recaudación y los gastos de recolección del grano no ne-
cesariamente eran compensados por los escasos precios a la hora de lo-
grar su venta. Además, sin dudas, la lentitud de las comunicaciones y el
aislamiento regional relativo repercutían en forma significativa en las
curvas de precios del grano, profundizando los efectos de las coyuntu-
ras puntuales. Si bien en una sequía prolongada o en un largo y abun-
dante período de lluvias las autoridades o incluso los comerciantes par-
ticulares trataban de obtener grano sobrante en algunas regiones para
compensar la carestía en otras, esto no siempre era posible, ni rápido.
Del mismo modo, ante una cosecha demasiado copiosa los altos costos
y plazos del transporte no permitían viabilizar fácilmente la salida del
grano a tiempo para impedir ruinosas caídas de precio a nivel local. En
esos casos, a menudo los agricultores encontraban que los precios a ob-
tener por la cosecha no compensaban el gasto de levantarla, por lo que
dejaban parte de ella en los campos.45

43 Sobre el uso de vacunos vaciados para almacenar granos véase Paucke, F.


(1942/44) t. III, pp. 177-8.
44 García Belsunce, C. (1989), pp. 330-331.
45 Un ejemplo en Oyarvide, A. de (1865), t. 7, p. 50.
66 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

A lo anterior se agregaban otros factores estructurales para desembo-


car en una extrema variabilidad de los precios de los granos, tanto es-
tacionalmente como a lo largo de los años. Los estudios disponibles so-
bre series de precios hacia finales del siglo XVIII e inicios del XIX
marcan con énfasis las fuertes fluctuaciones del precio del trigo, mucho
mayores que en las restantes series de productos, algo por otra parte
frecuente por entonces en otras economías hispanoamericanas y aun
en la misma península ibérica.46 Esta circunstancia ha sido atribuida
por diversos historiadores tanto a las características de la práctica agrí-
cola de época preindustrial como a las propias del sistema de comercia-
lización, fuertemente distorsionado por la acción de los intermediarios.
Pero también, en cuanto al gran mercado del trigo rioplatense, la ciu-
dad de Buenos Aires, se ha señalado al respecto la inexistencia de un
depósito fiscal destinado a acumular trigo en épocas de abundancia y a
venderlo a precios subsidiados en las de escasez, lo que hubiera contri-
buido a paliar tanto las carestías como los descensos de precios.47 Estos
depósitos (alhóndigas) habían sido establecidos en Buenos Aires en
forma temporaria en algunos momentos de crisis, pero en otras gran-
des ciudades hispanoamericanas y peninsulares constituían una forma
muy arraigada de regular los precios, existiendo de manera perma-
nente, en especial en México con respecto al maíz, donde era tradicio-
nal que las carestías derivaran en alta conflictividad social.48 Sin em-
bargo, en el Río de la Plata los proyectos tendientes a la instalación de
alhóndigas estables fueron duramente cuestionados: en 1802 el agricul-
tor de Rosario don Pedro Tuella recordaba, en un agudo artículo, que
la disponibilidad de otras fuentes alimentarias volvía ilusorias las posibi-
lidades de una fuerte conflictividad social en torno a una escasez de trigo,
y proponía, para paliar las fluctuaciones de los precios, que las cosechas
de trigo en Buenos Aires tuvieran por objeto primario su exportación y
no el abasto de la ciudad, lo cual debía ser alentado por políticas guber-
nativas específicas.49 Algo similar predicaba en 1797 un artículo del ya

46 Sobre precios del trigo en España véase por ejemplo Plaza Prieto, J. (1975),
pp. 151-153; Castro, C. de (1987), esp. pp. 310 y ss. Sobre los precios del
trigo en Buenos Aires véase Johnson, L. (1992), pp. 161 y ss.
47 Véase al respecto por ejemplo Garavaglia, J. C. (1991).
48 Sobre el pósito en Madrid véase Castro, C. de (1987), pp. 237 y ss.; sobre
México véase Van Young, E. (1981) esp. pp. 75 y ss.
49 Tuella, P. (1802), p. 274.
la agricultura colonial 67

citado Correo Mercantil; en él, a pesar de proponerse el establecimiento


de un pósito, se decía que permitiendo la libre exportación de trigo
éste “mantendría un precio (...) útil al labrador y al negociante (...) por-
que (...) por grandes que fuesen sus cosechas, por medio del comercio
tendrían salida, adelantarían sus siembras, seguros de que por falta de
compradores, o por unos precios sumamente bajos, no experimenta-
rían su total ruina como hasta aquí”. Esta política era aún más deseable
porque beneficiaría sobre todo a los pequeños y medianos productores,
dado que “todos sus capitales se refunden en el público y gente pobre,
y circulan por sus manos”.50
En realidad, el problema era inherente a las condiciones de produc-
ción, transporte y comercialización propias de la época. En un contexto
de aislamiento y de mercados sólo relativamente abiertos, las posibilida-
des del aumento de la producción estaban limitadas por las exigencias
del consumo: una vez satisfecho éste, los precios inexorablemente caían.
Cuando las pérdidas a que llevaba esta situación provocaban la salida
temporal o permanente del mercado de una masa determinante de
agricultores, o cuando por razones climáticas las cosechas eran por el
contrario insuficientes, los temores a una carestía provocaban la apari-
ción de políticas regulatorias, que como es usual en esos casos muy rara
vez o nunca tenían éxito. El Cabildo se esforzaba en cada carestía por
decretar un precio máximo al pan, enviando inspectores a controlarlo,
pero los comerciantes acudían a las alteraciones en su peso o en su ca-
lidad, a fin de poder hacer frente a los mayores costos. Esta situación
provocó que, hacia finales del período colonial, llegara a ser muy visible
el debate entre quienes pretendían continuar aplicando políticas de re-
gulación en los momentos críticos –en lo que no hacían más que afe-
rrarse al viejo orden de ideas medievales que giraba en torno al justo
precio de los bienes y la condena de la usura– y quienes, participando
del pensamiento liberal que comenzaba por entonces a abrirse paso en
el imaginario colectivo, propugnaban por el contrario abrir completa-
mente la producción triguera al comercio exterior, a fin de que la regu-
lación de los precios fuera establecida en forma natural por las fuerzas
del mercado. Pero muy pocas contingencias técnicas o cambios en la
política de protección del consumo interno modificaron la coyuntura
agraria hasta la llegada de la Revolución. Los éxitos de algunas cosechas

50 Correo Mercantil de España y sus Indias, Madrid, 11 de mayo de 1797, pp. 72-73.
68 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

derivaron ante todo de factores meteorológicos, y no de una voluntad o


de una acción eficiente para aumentar la producción ante el alza de los
precios.51 Así, a la incertidumbre provocada por el clima se unían las ri-
gideces y los problemas estructurales propios de un mercado cautivo para
que las graves fluctuaciones en los precios del trigo no encontraran
solución.
Con el tiempo esos problemas parecieron agravarse. A fines del perí-
odo colonial en Buenos Aires se unieron a esos factores estructurales
otros de coyuntura para llevar a una trágica carestía del grano, muy
fuerte hacia 1786, y catastrófica entre 1803 y 1806, cuando la fanega se
mantuvo en el astronómico precio de entre 70 y 72 reales en promedio
en cada año, más de dos veces y media de lo que costaba en 1798/99.52
En esa ocasión se superpusieron una larga y extraordinariamente fuerte
sequía y la confusión derivada de la Primera Invasión Inglesa, con su
efecto disruptor sobre la disponibilidad de mano de obra por el reclu-
tamiento de soldados, lo cual terminó de disparar los precios a niveles
jamás alcanzados. En los años que vendrían, sin embargo, los precios
continuarían manteniéndose altos, en parte porque la conflictividad
también habría de seguir.
Si la disponibilidad de otras fuentes alimentarias alternativas palió en
buena medida los sufrimientos derivados de esa carestía del trigo, sin
duda su impacto en la economía y en la sociedad debió de ser muy im-
portante en algunas regiones. En Entre Ríos, por ejemplo, hay constan-
cias de que a la escasez del grano y a la fuerte sequía de 1803-1806 se
agregó una epidemia de viruela que se extendió al menos durante la
mayor parte de 1805, provocando medidas de prevención que incluye-
ron la introducción de la vacuna allí y la prohibición de la llegada a
Concepción del Uruguay de buques e individuos desde Corrientes sin
la respectiva certificación de sanidad.53 Fuentes de la época indican que
las sequías se encontraban a menudo ligadas a esas epidemias, lo que
contribuía a aumentar las angustias de la población de menores recur-
sos, la más golpeada tanto por las carestías como por las enfermeda-
des.54 De todos modos, la imagen general que deja el período es que

51 García Belsunce, C. (1989), p. 333.


52 Johnson, L. (1992), pp. 170-171.
53 Véase al respecto Djenderedjian, J. (2003a), pp. 121-122
54 Montoya, A. J. (1984), p. 30.
la agricultura colonial 69

esas coyunturas no podían compararse, en cuanto a sus trágicas conse-


cuencias, con los ciclos de hambrunas y pestes que azotaban a Europa
por la misma época. El impacto de las mortandades y de las carestías so-
bre la población rural y urbana parece haber sido en general muchí-
simo menor, o al menos eso es lo que transmiten los testimonios cuali-
tativos. En todo caso, la población de castas, en especial los indígenas y
los negros, sufría mucho más intensamente en esas coyunturas, pero las
grandes distancias y el relativo aislamiento regional contribuían a que
las epidemias se propagaran más lentamente.

7. los actores y las unidades de producción agrícola

Hemos ido aludiendo a los actores de la producción agrícola y a los dis-


tintos tipos de explotaciones en las que ésta se efectuaba; intentaremos
aquí ir definiéndolos mejor. Debemos reafirmar una vez más la muy ele-
vada heterogeneidad de esos actores, tanto en tamaño relativo como en
formas de acceso a los recursos. En principio, un motivo importante
para ello era la misma diversidad regional. Dada la aptitud multipropó-
sito de buena parte de las tierras pampeanas, los sucesivos avances de la
agricultura sobre las fronteras y las pautas productivas de tiempos colo-
niales, caracterizadas por un aislamiento relativo de los mercados, no
debe sorprender que aparezca producción agrícola aun en unidades, zo-
nas y momentos muy distintos. Se desafiaba así la lógica distribución de
la agricultura en áreas donde la cercanía relativa a los centros de con-
sumo imponía explotaciones más fragmentadas y más intensivas en tra-
bajo. A medida que pasa el tiempo resulta muy claro el desplazamiento
del cultivo siguiendo a la población, y adentrándose por consiguiente en
las tierras nuevas; los núcleos cercanos a las costas, donde la agricultura
progresaba desde los tiempos de la conquista, van lentamente diversifi-
cando y especializando su producción, o produciendo trigos de mayor
calidad, que a partir de las primeras décadas del siglo XIX comenzarán
a ser llamados “de costa”. Entretanto, los avances de la población hacia
el río Salado, que marcará hasta el fin del dominio hispánico el límite de
las tierras indígenas, serán inmediatamente seguidos por cultivos cerea-
leros cada vez más densos, fruto de una adaptación a las nuevas condi-
ciones de esas áreas y a la buena productividad de las tierras nuevas.
70 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

De todos modos, esos avances agrícolas eran acompañados por avan-


ces ganaderos bastante más sustanciales. La usual categoría de “labra-
dor” que aparece tanto en fuentes cuantitativas como cualitativas es al
respecto altamente engañosa, del mismo modo que lo es la de “estan-
ciero”. Como lo han demostrado multitud de investigaciones, la pauta
de combinar y complementar la actividad ganadera y agrícola era muy
frecuente, si bien puede hablarse de una especialización relativa basada
en las ventajas comparativas de cada tipo de explotación en cuanto a la
disponibilidad de mano de obra, como veremos pronto.
En lo que respecta al área norte bonaerense de ocupación más anti-
gua y lindera al Río de la Plata, desde la cual provenía tradicionalmente
el abasto de la ciudad de Buenos Aires, las explotaciones estaban repre-
sentadas sobre todo por quintas y chacras situadas en zonas suburbanas
y en los ejidos de los pueblos, con un buen porcentaje de propietarios,
si bien se trataba en esos casos de parcelas reducidas. Los estudios dis-
ponibles identifican grupos bastante claramente definidos: por un lado
los productores, propietarios o arrendatarios; por otro, los comercian-
tes rentistas. Entre los primeros era frecuente encontrar, hacia finales
del dominio hispano, un número bastante importante de unidades de
explotación con buena capacidad de acumular, ya fueran propietarios
o arrendatarios; para los rentistas, el alquiler de parte de la unidad a pa-
gar en especie significaba la minimización de riesgos productivos con la
posibilidad de participar mercantilmente en el negocio del cereal, cir-
cunstancia muy apreciable en momentos de altos precios. Entretanto,
en las áreas rurales predominaban las chacras en manos de no propie-
tarios, bajo una muy diversa variedad de formas de tenencia que inclu-
ían desde contratos firmados de arrendamiento o mediería hasta la sim-
ple ocupación sin títulos y sin mayores obligaciones, y abarcando desde
el labrador pobre hasta el empresario inversor, pero con predominio
de las unidades de tipo familiar.55
Por otra parte, sobre todo en Buenos Aires, muchas estancias produ-
cían trigo o maíz, aun cuando los altos costos de la mano de obra y del
transporte volvieran poco rentable la actividad cuando se la encaraba
más allá del limitado objetivo de suplir el consumo propio, o incluso
antes que éste. Garavaglia ha calculado que, a fines de la época colo-
nial, el 42% de las grandes estancias bonaerenses registra presencia de

55 Garavaglia, J. C. (1993a; 1993b); Fradkin, R. (1995a).


la agricultura colonial 71

trigo sembrado o almacenado, mientras que el 66% de éstos poseía ins-


trumentos necesarios para la labranza y la cosecha, lo que apunta in-
cluso a una dedicación regular a la agricultura.56 En contraste, las ex-
plotaciones familiares contaban con mano de obra propia casi siempre
abundante y nunca muy costosa, por lo que la mayor presencia de agri-
cultura en ellas es un hecho menos sorprendente, dado el vasto uso de
fuerza humana que la actividad exigía. En todo caso, los estudios sobre
la campaña bonaerense muestran una frecuente presencia de elemen-
tos de producción agrícola en unidades de diverso tamaño, lo cual ha
llevado a afirmar la existencia de una compleja realidad agraria en la
cual la múltiple actividad ganadera aparecería como complementaria y
no como contradictoria respecto de la producción cerealera.57 Más
aún: incluso encarnadas estas actividades en actores bien distintos, por
el lado ganadero los estancieros y por el lado agrícola los labradores o
“campesinos”, como gustan denominarlos Jorge Gelman o Juan Carlos
Garavaglia, la complementariedad seguiría siendo la norma y no la ex-
cepción, lo cual sería entre otras cosas algo peculiar de un área pampe-
ana caracterizada por una constante y rápida movilidad social y la posi-
bilidad de acumular excedentes en relativamente poco tiempo. De esa
manera, los “campesinos” rioplatenses se ajustaban muy poco a la clásica
imagen de quienes eran así denominados en otras realidades agrarias
hispanoamericanas o europeas.58
Ahora bien, si esto resulta indiscutible para el conjunto del espacio y
sobre todo para algunas grandes regiones mejor estudiadas, aparece
más difuso a medida que nos alejamos del núcleo bonaerense y del sur
santafesino. En primer lugar, debe tenerse en cuenta que las explota-
ciones ganaderas de Buenos Aires en el último cuarto del siglo XVIII, al
menos las de las zonas de más antigua ocupación, eran al parecer me-
nos extensas y contaban con menos animales que sus similares de zonas
de frontera, como ocurría en Entre Ríos, la Banda Oriental al norte del
río Negro o el norte santafesino. En esas zonas donde la población era
mucho más escasa y dispersa, y la especialización ganadera mucho más
evidente, la lucha por un espacio menos fértil adquiría caracteres más
claros en la medida en que el rubro dominante y las condiciones de la

56 Garavaglia, J. C. (1999a), p. 176.


57 Gelman, J. (1998), pp. 310 y ss.; Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 180-181.
58 Gelman, J. (1998), esp. pp. 311 y ss.; Míguez, E. J. (2000), p. 120.
72 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

frontera imponían un uso muy extensivo del suelo, por el cual los luga-
res más aptos eran pronto ocupados y debían ser defendidos de quie-
nes también los pretendían. Los recursos naturales, aun cuando parecie-
ran continuar abundando con amplitud a los ojos de cualquiera que
evaluara desde lejos esas fronteras aparentemente fecundas, se transfor-
maban en escasos no sólo en comparación con las ubérrimas tierras bo-
naerenses, sino también en la medida en que los avances de una produc-
ción ganadera muy extensiva iban dando vorazmente cuenta de ellos sin
que, paralelamente, se fueran creando nichos en los cuales la producción
agrícola pudiera también prosperar, generando un contrapeso cuya
presencia complementara más que compitiera con la ganadería.
Es así que en esas áreas de frontera aparecen conflictos y desplaza-
mientos que de otra manera no podríamos explicarnos, y que, sin impe-
dir la coexistencia y aun la complementariedad entre agricultura, gana-
dería y los distintos actores que las llevaban a cabo, marcan las
gradaciones que imponía un contexto distinto. Allí, mientras las gran-
des unidades de producción se especializaban y las de tamaño mediano
incorporaban una escasa proporción relativa de su superficie a la prác-
tica agrícola, en las pequeñas explotaciones el paso hacia la más renta-
ble pauta ganadera orientada al mercado probablemente debió de ser
más difícil, siendo condición un aumento sustancial de la escala opera-
tiva, al menos hasta un determinado nivel, según la situación ambiental
en que operaban o la distancia relativa a los mercados. Si comparamos
entonces la campaña bonaerense al norte del Salado, donde la densi-
dad del poblamiento y la cercanía de un gran centro consumidor pau-
taban una diversidad productiva con sólida presencia de cultivos, con
las vastas soledades entrerrianas o santafesinas, encontraremos aquí
una mucho más aislada y más limitada presencia de elementos de uso
agrícola, tanto en las grandes como en las medianas unidades producti-
vas; a la vez, aparecen descripciones de míseros ranchos donde todo fal-
taba, a excepción de unas pocas personas. Es decir que, donde la espe-
cialización ganadera estaba favorecida por una más precaria ocupación
del espacio y por la cercana presencia de grandes cursos de agua desde
los cuales se accedía fácilmente al mercado mundial, las explotaciones
eran de ese modo distintas de las estancias y chacras de Buenos Aires,
más pequeñas, más intensivas en trabajo familiar, con salidas mercan-
tiles más variadas, y sobre todo donde la tierra, siendo siempre un bien
estructuralmente abundante, no lo era tanto como en aquéllas, en donde
la agricultura colonial 73

la carestía del trabajo y del capital derivaban en la búsqueda de economías


en ambos factores merced a un uso mucho más extensivo del espacio, el
bien disponible más cuantioso.
Así, dadas las pautas de la tecnología en uso por entonces, una conse-
cuencia lateral de la mayor presencia de elementos de producción
agrícola es la lógica implicancia, en esos casos, de inversiones más consi-
derables. Un estudio efectuado sobre una muestra de explotaciones rura-
les bonaerenses en el período 1750-1815 indica que, en las unidades de
producción ganadera con una muy visible presencia de agricultura, la in-
versión en esclavos, tierra y construcciones era entre el 8 y el 11% mayor
que la media general.59 Por supuesto, las grandes chacras trigueras pose-
ían inversiones aun mayores, contando incluso con maquinaria para la
molienda y otras mejoras; por ejemplo, en las chacras agrícolas bonaeren-
ses el valor de las construcciones más que duplicaba la cifra correspon-
diente a las estancias ganaderas.60 Contra lo que suele pensarse, otro es-
tudio de Garavaglia realizado a partir de una muestra de 92 inventarios
de chacras y 308 de estancias levantados en el período 1751-1815 indica
que el valor medio de una chacra en ese entonces superaba incluso leve-
mente al correspondiente a una estancia, por tradición signadas en el
imaginario colectivo como los verdaderos núcleos de acumulación de ri-
queza.61 Eso alude a la gran diferencia en el rango de inversión ligado a
las explotaciones con un mayor grado de intensividad en el trabajo, aun
cuando éste fuera de todos modos leve en comparación con otras realida-
des mucho más clásicamente “campesinas”, lo cual marca claramente las
pautas de la producción agraria de la época. Como hemos dicho, si nos
trasladamos a otras regiones las cosas cambian bastante; aun cuando no
tengamos todavía suficiente cantidad de estudios sistemáticos, no caben
por ejemplo dudas de que las explotaciones ganaderas entrerrianas eran
en promedio mucho más valiosas que sus similares agrícolas.62 Esto se ex-
plica por el carácter familiar y la orientación hacia la subsistencia presen-
tes en ellas, mucho más notable allí que en el norte bonaerense, donde la
demanda del mercado porteño determinaba una fuerte orientación mer-
cantil del producto, incluso entre las explotaciones de pequeño tamaño.

59 Garavaglia, J. C. (1993a), t. II, pp. 124 y ss.


60 Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 156-162.
61 Ibid., pp. 124-125.
62 Véase al respecto Djenderedjian, J. C. (2003b).
74 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

A este respecto, debe señalarse que la importancia del mercado ur-


bano de Buenos Aires y las pautas de ocupación del espacio en los alrede-
dores del núcleo de la ciudad posibilitaban la existencia de multitud de
pequeñas explotaciones que suplían a la urbe de leche, verduras, horta-
lizas, leña, forrajes, frutas y aun cereales; dada su mayor cercanía al cen-
tro del consumo y las pautas de producción familiar de bajos costos de
oportunidad que los caracterizaban, estos actores convivían e incluso
competían en aceptables condiciones con las grandes chacras trigueras si-
tuadas en el llamado “corredor porteño”, la franja norte de la actual pro-
vincia de Buenos Aires lindera con el Río de la Plata. Esas grandes chacras,
en cambio, debían acudir al mercado para obtener fuerza de trabajo; la
mano de obra, escasa y cara, implicó una fuerte tendencia a invertir en es-
clavos mientras ello fue posible. A fines del siglo XVIII, casi la mitad de
las chacras de los alrededores de Buenos Aires poseía esclavos, con los
que se reducían en forma considerable los altos costos laborales. De todos
modos, los planos existentes muestran también aquí una baja proporción
relativa ocupada por cultivos en la superficie total de esas chacras, que en
realidad eran explotaciones mixtas: manchones regulares con cultivos di-
versos aquí y allá, en una amplia extensión supuestamente vacía, pero en
los hechos ocupada por pasturas.

Figura 3. Plano topográfico de la costa bonaerense de San Isidro elaborado por


Juan Alsina, año 1800. Chacras con parcelas de cultivos hortícolas y frutales a la
vera del río alternando con áreas de pasturas y cereales. En Argentina. Provin-
cia de Buenos Aires. Ministerio de Obras Públicas (1935), t. I, e/pp. 150/151.
la agricultura colonial 75

Figura 4. Detalle del plano de San Isidro elaborado por Juan Alsina en 1800,
que muestra las poblaciones ribereñas. En la Argentina. Provincia de Buenos
Aires. Ministerio de Obras Públicas (1935), t. I, e/pp. 150/151.

En la campaña bonaerense, a distancia creciente de las costas riopla-


tenses, la producción agrícola estaba mayormente a cargo de pequeñas
y medianas unidades de explotación, en general manejadas por fami-
lias, y que usualmente también poseían rebaños de ganado mayor y
menor. El cultivo era por consiguiente aleatorio, variando mucho de
año en año, y no es raro que ocupara superficies reducidas con res-
pecto al total de la unidad. Un informe del regidor decano del Ca-
bildo, Gregorio Ramos Mexía, fechado en agosto de 1798, estimaba
que, en los partidos de la Costa o Monte Grande, Magdalena, Matanza,
Luján, Areco y Arrecifes, existían por entonces unos 2.000 labradores,
que sembraban de dos a seis fanegas de trigo cada uno, mientras que
algunos otros, más industriosos, llegaban a las 10. Esto significaría su-
perficies implantadas de alrededor de 3,5 a 12, y hasta 20 hectáreas, si
aceptamos un gasto de siembra de 70 a 80 litros de semilla por hectá-
rea.63 La clásica suerte de chacra, de 27 hectáreas, era entonces bas-
tante mayor que esas superficies; y debemos tener en cuenta además
que buena parte de esos labradores debía poseer unidades de mucho
mayor tamaño, ya que se encontraban situadas en áreas alejadas de los

63 Informe de Ramos Mexía glosado en Kröpfl, P. F. (2005), p. 35; también en


Romero Grasso, F. (1953), p. 42. Sobre el gasto tradicionalmente calculado
de semilla (una fanega por cuadra) para la siembra, véase por ejemplo
Miatello, H. (1904); Cabanettes, C. (1883-4).
76 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

centros urbanos.64 Es decir, la agricultura cerealera ocupaba probable-


mente sólo una pequeña parte de las unidades de explotación, que eran
en esencia mixtas o al menos con una cierta cantidad de animales, lo cual
parece haber ocurrido incluso en las situadas en un área de orientación
agrícola muy marcada.
La diversificación productiva de esas explotaciones, que siempre cuen-
tan con presencia de un registro complejo de ganado, era no sólo pro-
ducto de un uso del medio acorde con el costo de los factores, sino tam-
bién una forma de evitar las fuertes fluctuaciones del ingreso y los riesgos
ligados a la especialización agrícola. En las condiciones productivas y de
mercado de la época era mucho más conveniente contar con ganado,
que podía ser realizado en cualquier momento del año, que centrarse
tan sólo en el rubro agrícola, marcado por ingentes gastos durante la im-
plantación y la cosecha, y que únicamente producía ingresos una vez re-
alizada ésta. Esto es válido para la porción del producto enajenada en el
mercado; por lo demás, parte significativa de la producción agrícola era
consumida en la propia unidad, o canjeada entre vecinos.
El alto precio de los esclavos los ponía a menudo fuera del alcance de
muchos propietarios, u obligaba a comprar una cantidad menor a la de las
necesidades de mano de obra de los momentos más intensos, como
los de cosecha o siembra, debiéndose entonces suplir la diferencia con-
tratando trabajadores libres, cuyos salarios en esas épocas subían astro-
nómicamente. Tanto esta circunstancia como la posibilidad de comen-
zar la propia explotación en tierras de frontera aún no ocupadas
productivamente implicaron fuertes movimientos migratorios hacia la
región pampeana y dentro de ésta. Hacia fines del siglo XVIII, desde las
viejas áreas de ocupación del noroeste o del interior, o desde el Para-
guay y las misiones guaraníes que habían sido regidas por los jesuitas,
los hombres se desgranaban por la época de la cosecha para aprovechar
la gran demanda de trabajo que ésta significaba; la circunstancia de que
las fechas de la recogida del trigo en Buenos Aires se complementaran
con el calendario agrícola de las zonas más templadas del norte del lito-
ral, donde la cosecha se efectuaba un poco antes, permitía que un peón
con gusto por los viajes participara tanto en una como en otra, haciendo
rendir así su trabajo en forma mucho más provechosa. Estas migraciones

64 Superficie de la suerte de chacra. En Argentina. Provincia de Buenos Aires


(1822-24), nº 8, septiembre de 1822, pp. 152/3.
la agricultura colonial 77

temporarias podían transformarse en definitivas, sobre todo si el inte-


resado lograba afincarse en la tierra de su elección y construía allí una
familia y un patrimonio.65
Ya nos hemos referido al tema en el tomo I de esta obra, por lo que no
lo profundizaremos aquí. Cabe aclarar sin embargo que en esos años las
prácticas tradicionales de ayuda mutua, con lejanas raíces en Europa o el
interior, y ampliamente difundidas, paliaban asimismo la escasez de mano
de obra y los altos jornales de las épocas de cosecha: los dueños de explo-
taciones pequeñas y medianas, y a menudo los de muchas estancias,
efectuaban “mingas” y “convites” a los labradores de las cercanías, quienes
por turno acudían a efectuar las tareas de cosecha y eran “pagados” con
fiestas, alimentos, granos y ayuda, a su vez, del dueño de la explotación en
las parcelas de quienes habían concurrido. Se prestaban asimismo los bue-
yes y los instrumentos de labranza, por lo cual es probable que su presen-
cia en los inventarios no dé cuenta real de la amplitud de su utilización.66
De cualquier forma, los chacareros y labradores de cierto nivel estaban a
menudo endeudados, por lo que al momento de la cosecha no era raro
que una parte de ésta pasara a manos del acreedor, parte que en todo caso
era muy variable, y no siempre importante como se ha tendido a pensar.
Los gastos de la época de la cosecha eran considerables, entre otras cosas,
porque ésta coincidía con momentos de alta actividad también en lo que
respecta a la producción ganadera, por lo que a menudo la ayuda de la fa-
milia, de los parientes y de los vecinos no resultaba suficiente, o implicaba
esperas demasiado aventuradas ante el riesgo climático o las plagas. Todo
lo anterior llevaba a que algunos labradores optaran por contratar mano
de obra, a la que en esos momentos no sólo había que retribuir con altos
salarios sino que además éstos debían ser oblados en dinero en efectivo,
para el cual había que recurrir al crédito, provisto en general por comer-
ciantes y hacendados. La demanda de dinero en efectivo en tiempos de
cosecha por parte de los trabajadores respondía fundamentalmente a la
mayor capacidad de negociación de la que éstos podían hacer gala en un
contexto de salarios en alza, pero también a la práctica de trabajar mi-
grando por diversas chacras o incluso regiones, lo cual volvía inoperan-
tes los lazos de endeudamiento y complicada la aceptación de pagos en

65 Gelman, J. (1998), pp. 214; 225-6; Mateo, J. (1993), passim.


66 Sobre el tema véase Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 333 y ss.; un testimonio
sobre la “minga” en Leguizamón, M. (1957).
78 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

granos o en especie, a la vez que favorecía la demanda de dinero en


efectivo o de sus sustitutos en monedas de la tierra de portabilidad
más sencilla, como el ganado o los cueros.
Una buena cantidad de agricultores trabajaba en tierras ajenas. Si bien
el valor de la tierra fuera de los ámbitos urbanos era en general muy bajo,
en buena parte de los casos los chacareros y labradores de menores recur-
sos optaban por acceder a ella a través de una larga serie de contratos for-
males o informales con los propietarios, o iban hacia las zonas de nueva
colonización con la esperanza de que se les otorgaran luego de ciertos trá-
mites, o por los derechos que les correspondían por haber sido los prime-
ros en ocuparlas y trabajarlas, cosa contemplada positivamente en la juris-
prudencia hispánica e incluso en la que se aplicó a partir de 1810. Pero
también, y sobre todo, esos agricultores o pastores de pequeños rebaños
se instalaban sin recabar previo permiso en tierras sin dueños, o poseídas
al menos formalmente por otros, a menudo grandes estancieros, quienes
no solían verlos con buenos ojos a causa de los robos que podían practicar
en sus ganados o por los pastos que a éstos les quitaban con los suyos. Si
bien en general el coro de protestas al respecto era muy amplio, es me-
nester destacar que, de cualquier modo, a muchos propietarios les conve-
nía tener ocupantes o arrendatarios en sus tierras como forma de ob-
tener un reconocimiento aceptable a sus títulos según las pautas del
derecho indiano, en momentos en que los límites de las tenencias no es-
taban bien definidos, y los juicios tardaban varios años en resolverse. Ade-
más, los ocupantes podían ser inducidos a ayudar a controlar el ganado
del hacendado mayor, para lo cual servía de moneda de cambio la tole-
rancia a su presencia, y aun llegaban a constituir una reserva de mano de
obra a la que recurrir en momentos álgidos del ciclo productivo.
Quienes no contaban con títulos fehacientes de las tierras que trabaja-
ban eran muchos, tanto entre los estancieros como entre los chacareros, si
bien estos últimos parecen haber sido más. Sobre la muestra de inventa-
rios ya aludida, el 55% de las chacras trabaja en tierras propias, pero debe-
mos advertir que las características de la muestra dejan fuera de conside-
ración una gran cantidad de explotaciones de menor valor, entre las
cuales con seguridad la proporción de no propietarios era abrumadora-
mente más alta. En todo caso, el acceso a la propiedad de la tierra no es-
taba más generalizado simplemente porque no valía la pena optar por
ella: tanto ocupando tierras que tuvieran dueño legal como haciéndolo
con otras que no lo poseyeran, el recurso abundaba y siempre había un
la agricultura colonial 79

lugar donde instalarse, siquiera temporalmente. La posibilidad de que un


ocupante pudiera ser lanzado de tierras con dueño eran muy bajas, sim-
plemente porque la cantidad de personal policial afectado a esas tareas
era ínfima, y mucho más porque incluso era más conveniente llegar antes
a un arreglo por el que se lograra que ese ocupante y su familia continua-
ran allí, prestando algún tipo de servicio, siempre de poca consideración,
para el estanciero principal, ya que el valor del trabajo era enormemente
mayor que el del acceso a la tierra. Las largas décadas que tardaban en
efectivizarse los títulos son una prueba lateral de todo ello: en rigor, y en
la gran mayoría de los casos, la propiedad plena no existía, y se reducía a
un otorgamiento a título precario, que debía en algún momento ser con-
firmado por el rey, quien en todo caso conservaba sobre la tierra antiguos
derechos de conquista, y en tal carácter la otorgaba a sus súbditos. Esos tí-
tulos largamente precarios recién habrían de comenzar a transformarse
en instrumentos firmes de posesión de tipo burgués a partir de los co-
mienzos de la vigencia de un régimen moderno de propiedad en el siglo
XIX, y no antes.67

Figura 5. Plano catastral de las suertes de chacras de la costa bonaerense ela-


borado por el coronel Pedro Andrés García, 1813. Parte correspondiente al
pueblo de San Isidro y aledaños. Las poblaciones y cultivos aparecen concen-
trados en torno al camino ribereño y a la costa del Río de la Plata. En
Argentina. Provincia de Buenos Aires. Ministerio de Obras Públicas (1935),
t. I, e/pp. 168/169.

67 Sobre el tema véase Cansanello, O. C. (1995), pp. 103 y ss.


80 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Con respecto a estos temas, se ha querido ver signos de la existencia


de relaciones sociales de dominación de tipo “feudal” en el agro pam-
peano de tiempos tardocoloniales a través de la presencia de ocupantes
en tierras de estancias, de la existencia de pago de rentas en especie y
de vínculos crediticios entre grandes hacendados y “campesinos”.68 Sin
embargo, esta interpretación no se sostiene, dado que es menester ad-
vertir que la búsqueda de dinero en efectivo y el pago de saldos deu-
dores en especie no se limitaba a los labradores en relación con los
grandes hacendados o terratenientes, sino que se reproducía en otros
ámbitos de la economía, siendo en especial relevante el papel de los
comerciantes de todo tipo que pululaban por los pueblos de la cam-
paña. La competencia que entablaban entre sí por la captación de
moneda (tanto en su forma metálica como en especie, en especial en
cueros) los llevaba a ofrecer crédito a los productores rurales, y a ve-
ces a aceptar cueros irregularmente extraídos de ganados pertene-
cientes a grandes hacendados. Lo cual, más allá de que existieran pul-
peros que también eran hacendados, implica que en todo caso las vías
para llevar a cabo una “subordinación” de los pastores y labradores a
los grandes hacendados se veían absolutamente subvertidas por la ex-
tremadamente difundida presencia del capital mercantil, y por la
fuerte competencia entablada entre los propios comercializadores
para colocar sus inventarios en la población rural. Los montos de las
supuestas “rentas feudales” que podían pensar en obtener los “terra-
tenientes” de parte de los labradores que ocupaban sus fundos son
además reveladores de la ínfima importancia de éstas en la formación
del plusvalor; según los propios autores que sostienen esas tesituras (y
cuyos cálculos no dejan tampoco de ser discutibles), llegaban tan sólo al
3% o cuando más al 5% de la cosecha, lo que refleja también adicional-
mente el ínfimo precio de la tierra.69 Esto forma un claro contraste no
sólo con las cifras muchísimo mayores que debían oblar los campesinos
europeos, sino también con las formas de opresión extraeconómica que

68 Azcuy Ameghino, E. (1995); Azcuy Ameghino, E. y Martínez Dougnac, G.


(1989).
69 Azcuy Ameghino, E. (1995), pp. 63-109. Se trata supuestamente de la exigen-
cia de pago de un monto en granos equivalente a la mitad de los que se
hubieran sembrado, y de un rendimiento calculado por el mismo autor a la
proporción de diez o doce granos por cada uno sembrado, monto bajo
según diversas fuentes.
la agricultura colonial 81

se ejercían sobre estos últimos, y que no existían (ni hubieran podido


existir) en la realidad pampeana.
Por otra parte, la presencia de ocupantes sin títulos y de relaciones
contractuales formales o informales entre éstos y grandes hacenda-
dos es una característica de largo plazo del agro pampeano que no
puede de ninguna forma adscribirse a la existencia de vínculos de
dominación feudal. Los grandes hacendados usualmente reniegan
de la presencia de ocupantes e intentan expulsarlos, o tratan de esta-
blecer con ellos contratos de contraprestación de servicios, rasgos to-
dos opuestos a cualquier caracterización de un agro “feudal”. Ocu-
rría que en realidad la relación con los ocupantes era ambigua y
compleja, producto de que el dueño de la explotación mayor ante
todo no podía físicamente impedir que se instalaran aunque lo de-
seara, y a que por otra parte, como hemos dicho anteriormente, en
un contexto de fuerte escasez de mano de obra le resultaba útil
contar con personas que le ayudaran a repuntar y controlar el ga-
nado en esas vastas extensiones sin cercados. Pero, además, los ocu-
pantes eran, por el contrario, muy frecuentemente acusados de
apropiarse de parte del ganado del hacendado, para lo cual estaban
en la mejor de las posiciones, dada justamente la falta de cercos, la
vastedad de las explotaciones, la ausencia de mecanismos de con-
trol y la baja carga demográfica.70 Dada asimismo la alta movilidad
de los labradores, los vínculos de crédito monetario eran también
lábiles, extendiéndose cuando más entre los gastos de la cosecha y
su venta; sabemos poco aún acerca de las características del finan-
ciamiento como negocio en sí en el mundo rural, pero debe recor-
darse que en las economías de limitada circulación monetaria la
tasa de interés del dinero no necesariamente era significativa, dado
el uso específico de éste y la existencia de múltiples alternativas en
valores de cambio.71

70 Acusaciones al respecto en un testigo por otra parte muy proclive a la


defensa de los labradores en la memoria elevada a la Primera Junta por
Pedro Andrés García, Buenos Aires, 26 de noviembre de 1811, en García, P.
A. (1969b), p. 265.
71 Al respecto véase Djenderedjian, J. (1998).
82 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Figura 6. Otro detalle del plano catastral elaborado por Pedro Andrés García
en 1813. Áreas de cultivo dispersas a la vera del Río de la Plata. En la Argentina.
Provincia de Buenos Aires. Ministerio de Obras Públicas (1935), t. I, e/pp.
168/169.

De esta forma, no es raro entonces que los estancieros, incluso los


más importantes, fueran realmente impotentes para controlar la pre-
sencia de intrusos, a juzgar por los muchos testimonios de la época,
los continuos y repetidos lamentos y protestas, las reiteradas órdenes
de las autoridades y los juicios de desalojo que duraban largas déca-
das.72 Por lo demás, el complicado mosaico de mecanismos de domi-
nación de tipo extraeconómico o simbólico que caracterizaba las re-
laciones entre señor y siervos en el feudalismo europeo, e incluso las
también muy complejas relaciones propias de las haciendas en áreas
americanas de fuerte presencia indígena en México o Perú, están ab-
solutamente ausentes en la pampa, circunstancia muy lógica si recor-
damos las grandes diferencias entre ambas sociedades. Mientras allá
encontramos una población densa, asentada desde antiguo y ligada a
viejas tradiciones de acceso a los recursos, las pampas fueron siempre
zonas de frontera estructuralmente distintas, en las que una baja den-
sidad demográfica se combinaba con la libre movilidad de un sitio a
otro por parte de las escasas personas que allí vivían y trabajaban, las

72 Un ejemplo entre muchos: “El Hacendado Yngenuo”, manuscrito sin autor,


sin lugar, fechado 28 de agosto de 1810, en ANH, EJF, VII-116.
la agricultura colonial 83

que por lo demás eran a menudo de muy reciente inmigración; las


relaciones laborales, además, estaban abrumadoramente basadas en
el salariado, que con el tiempo incluso fue dejando de incluir tradi-
cionales métodos de atracción de trabajadores como el fiado y el en-
deudamiento, nunca por lo demás tan significativos en la masa salarial
como en otras regiones cercanas. 73
No existen aún suficientes estudios sobre actores y unidades de
producción agrícola tardocolonial para el resto del área pampeana,
pero todo apunta nuevamente hacia un panorama muy complejo y
diferenciado. En Córdoba, las investigaciones dan cuenta de la exis-
tencia de una economía ampliamente diversificada, tanto en las zo-
nas de sierra como en las de llanura, aunque en algunas de ellas más
que en otras. Entre un universo de tierras muy parceladas y con
abundante presencia de sistemas de arriendo y aparcería, destacaban
algunas estancias de tamaño relativamente grande en relación con
las demás explotaciones, en las que la dedicación al ganado vacuno
era sin embargo una más de un amplio abanico de actividades pro-
ductivas, marcadas por la presencia de molinos, montes, huertas y re-
baños de ovinos, al punto que en su momento se las denominó
“granjas estancias”. Su producción, muy variada si la comparamos
con las unidades casi exclusivamente ganaderas de Entre Ríos o de la
Banda Oriental, o incluso con las bonaerenses, incluía diversos culti-
vos, ganadería, fabricación de licores e incluso tejedurías. En el resto
de las unidades productivas, cuyo pequeño tamaño resulta muy evi-
dente sobre todo cuando las comparamos con las de otras regiones,
la diversificación era aún más acusada, si bien puede destacarse la
presencia de cultivos ligados más que nada a la subsistencia, como el
maíz, y de otros en mayor medida destinados al mercado, como el
trigo.74
En zonas de ocupación más precaria y reciente, como Entre Ríos, por
el contrario, las dimensiones de las explotaciones eran al parecer mu-
cho más grandes que en cualquier otra parte, y la dedicación al ganado

73 Es interesante al respecto la comparación con la economía correntina o la


producción yerbatera paraguaya. Sobre el tema véase Djenderedjian, J.
(2002b, 1998). Un análisis que evalúa la atención prestada a los casos en la
historiografía reciente a fin de comprender las lógicas de los productores en
Fradkin, R. y Gelman, J. (2004), pp. 31 y ss.
74 Romano, S. (1999), pp. 13-14.
84 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

vacuno, mucho más exclusiva y evidente. Este fenómeno se daba con


particular claridad entre las grandes estancias, que llegaban a poseer va-
rias decenas de miles de animales, mientras que las unidades de tamaño
medio o pequeño podían equipararse en promedio a sus similares de
otras áreas del espacio rioplatense. Dada la ecuación económica consis-
tente en la existencia, en un espacio dado, de un commodity exportable
en desarrollo que aseguraba buenas ganancias, presencia simultánea de
grandes unidades productivas, altos salarios por escasez de población y
consiguientemente de mano de obra, y falta de trabas legales respecto
de la utilización de trabajo forzado, parece ser que la presencia esclava
en las explotaciones entrerrianas coloniales de mayor envergadura fue
bastante importante, en razón del ahorro relativo que significaba su
aprovechamiento. Algunos ejemplos de fines del período hispánico
muestran sin embargo que el uso de esa opción no era general, lo cual
puede al menos en parte atribuirse a la incertidumbre y volatilidad de
los precios de exportación en tiempos de guerra europea, frecuentes
por entonces, así como al alto costo de los esclavos. Esas grandes estan-
cias podían también producir cereales y venderlos con ventaja en los
mercados locales, de los que a veces no estaban muy lejanas, en razón
de la reciente y muy rápida conformación de los núcleos poblados exis-
tentes. En todo caso, hubo también grandes chacras agrícolas en las cer-
canías de los pueblos que empleaban mano de obra esclava, y que por
tanto se encontraban en condiciones competitivas muy favorables para
imponer los precios en esos mercados locales. Por ejemplo, en Concep-
ción del Uruguay sólo tres productores situados cerca del pueblo ha-
bían cosechado el 51% del total de trigo producido en toda la jurisdic-
ción, por lo que probablemente estaban en condiciones de arbitrar los
precios del cereal allí. Por otra parte, la distancia entre esas grandes uni-
dades especializadas, tanto agrícolas como ganaderas, y las explotacio-
nes de tamaño pequeño o mediano, aparece mucho más amplia que en
otros lugares del área pampeana, y aunque en las de tamaño medio se
nota ya una mayor consistencia de la producción mixta con respecto a
las grandes, en todo caso la presencia de vacunos en ellas no deja de ser
significativa, en lo que constituye una muestra de la orientación mercan-
til que las caracterizaba, y que marca nítidas diferencias con las unidades
productivas cordobesas.75

75 Djenderedjian, J. (2003, 2003b), pp. 71 y ss.


la agricultura colonial 85

Más hacia el oeste, en Santa Fe, la existencia de un núcleo urbano


más o menos considerable habría implicado una diversificación bas-
tante acusada de las unidades de explotación situadas en sus cercanías;
en tanto, hacia el sur lindante con Buenos Aires la extensión del corre-
dor que vinculaba a ambas ciudades y la presencia de un área de ocu-
pación de cierta antigüedad habrían asimismo llevado hacia el desarro-
llo de una zona agrícola de relativa importancia, en la que es por otra
parte posible hallar un tipo de parcelación y características sociales si-
milares a las de la campaña bonaerense cercana. De todos modos, las
mediciones que es posible realizar apenas dan indicios de superficies
cultivadas muy limitadas. Los agricultores parecen haber sido funda-
mentalmente medianos y pequeños productores mixtos; sin embargo,
el peso de quienes cultivan superficies relativamente más grandes era
determinante en el total producido. Un relevamiento de las cosechas de
trigo obtenidas en 1758 en la zona entonces ocupada correspondiente
a los actuales departamentos de Iriondo, San Lorenzo, Rosario y
Constitución dio apenas un total de 2.746 fanegas repartidas entre
107 productores, a un promedio general de 26, con un mínimo de
menos de una y un máximo de 150. En términos de superficie im-
plantada esto podría haber correspondido a alrededor de 730 hectá-
reas, con un promedio de unas 7 hectáreas por productor y un má-
ximo de 40.76 Recordemos que se trataba de un área con una
extensión de al menos 500.000 hectáreas de las tierras más fértiles y
mejor situadas de la provincia, muy aptas para el rubro agrícola por su
cercanía con los dos mercados regionales más importantes, Santa Fe y
Buenos Aires.77

76 Se trata de fanegas santafesinas, de 12 almudes y 375 libras con trigo, equi-


valentes a unos 220 litros del sistema métrico. La fanega bonaerense
medía 137,27 litros. Datos tomados de DEEC, t. 32 exp. 319, fs. 16-19; se
calculó un rinde aproximado de 13 granos por cada uno sembrado, y un
promedio de 70 kilos de semilla sembrada por hectárea. Martin de
Moussy, V. (1860-64), t. I, pp. 474-5. Las diferentes medidas pueden ser
consultadas en el Apéndice II.
77 Superficies de los correspondientes distritos calculadas sobre los
datos provistos por el censo provincial de 1887, en Carrasco, G. (dir.)
(1887-1888).
86 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Cuadro 5
Productores y producción de trigo en el sur santafesino, 175878

Productores según Fanegas


cosecha obtenida N cosechadas
0 a 5 fanegas 23 94,17
5,01 a 15 33 355,00
15,01 a 30 26 595,83
30,01 a 60 15 750,83
más de 60 10 950,00
107 2.745,00

Fuente: DEEC, t. 32, expte. 319, fs. 19 y ss.

Como es de imaginar, lo dicho vale sólo para la estrecha franja costera


que va desde la ciudad de Santa Fe hasta el límite con Buenos Aires y se
extiende hacia el interior de la actual provincia. La frontera indígena,
más allá de la línea de defensa que pasaba por Melincué, reducía
pronto la densidad poblacional, y el paisaje productivo variaba enton-
ces hacia una amalgama entre imprecisas estancias ganaderas y disper-
sos cultivos de trigo duro y pesado propios de las tierras nuevas. Hacia
el norte de la ciudad de Santa Fe, condiciones bióticas menos favora-
bles para la producción agrícola y la atracción del mercado consumidor
del Alto Perú habrían llevado a un predominio de la ganadería mular,
lo que lógicamente debió de reflejarse en una presencia menos acusada
de la producción agrícola y en un mayor tamaño de las explotaciones,
aun cuando sobre ello las investigaciones sean aún escasas.79 Este frágil
panorama se vio sacudido por las duras guerras civiles de las primeras dé-
cadas del siglo XIX, antes de comenzar el desarrollo agrario de la segunda
mitad de esa centuria.

78 Se trata de los parajes de La Loma, Carcarañal, Manantiales, Capilla del


Rosario, Cerrillos, Arroyo de Pavón, Arroyo Seco y Arroyo del Medio. DEEC,
t. 32, expte. 319.
79 Tarragó, G. (1995/6), pp. 217 y ss.
Capítulo II
La técnica agrícola a fines de la colonia

1. introducción

Como en cierta forma se desprende de lo que hemos ido re-


latando en el capítulo anterior, las técnicas agrícolas empleadas en el
área rioplatense hacia inicios del siglo XIX eran consecuencia de un
larguísimo y complejo proceso de adaptación de métodos europeos e
indígenas al suelo y a las condiciones pampeanos. Sobre el viejo sus-
trato de los primeros siglos de la colonización, los avances incorporados
en especial durante el siglo XVIII habían ido sufriendo también un pro-
ceso adaptativo al calor no sólo de la disponibilidad de medios y de ma-
teriales locales sino incluso de procesos específicos, como los de avance
y retroceso de las fronteras. Es de suma importancia, por otra parte, te-
ner en cuenta las diferencias regionales, la disponibilidad de tierras, el
tipo de producción y el tamaño de las explotaciones para poder evaluar
los procesos productivos del agro de entonces: si bien algunas técnicas
estaban bastante generalizadas, buena proporción del conjunto de éstas
variaba sustancialmente de un lugar a otro, lo cual no es por otra parte
sino una consecuencia lógica del aislamiento relativo de los espacios y
de la distinta disponibilidad de materiales y de recursos locales. Ade-
más, mientras que en las áreas periurbanas el costo creciente de la tie-
rra y la necesidad de rentabilizar los factores de la producción induje-
ron en algunas explotaciones a partir de cierto momento la adopción
de técnicas mejoradas de cultivo, en las regiones de frontera la extensi-
vidad continuó siendo la norma hasta muy tarde, lo que por otra parte
no fue ni más ni menos que la consecuencia de un uso muy racional de
los medios de producción disponibles.
Las grandes propiedades agrícolas parecen haber tardado más en
adoptar métodos intensivos de cultivo, tanto por el mayor costo en mano
de obra como por la circunstancia de que, al poseer más tierra donde
ampliar la producción, era lógico tender al reemplazo de aquélla por
88 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

ésta. Lo anterior no significa ignorar la importancia de los avances re-


gistrados en algunas grandes explotaciones manejadas con criterio em-
presarial: incluso en las zonas fronterizas, aparecen aquí y allá cultivos
efectuados con la máxima racionalidad que era posible lograr en esa
época, en ese lugar y con las técnicas disponibles, obteniéndose sin du-
das rendimientos mayores que el promedio. Se limita de esta forma el
valor de las generalizaciones: el panorama parece haber sido extrema-
damente heterogéneo, lo cual queda a menudo oculto por la falta de
datos y por la insistencia de publicistas y viajeros, usualmente citadinos
con escasos conocimientos rurales directos, en condenar en forma uná-
nime un agro que a sus ojos operaba en forma primitiva, ineficiente y
estática. Dicho sea de paso, las explotaciones que más decididamente
incorporaban innovaciones o cuya gestión apuntaba a la excelencia
dentro de las condiciones técnicas de la época, parecen haber sido so-
bre todo grandes estancias ganaderas con cultivos, lo cual diluye la visi-
bilidad de su racionalidad en el rubro agrícola, toda vez que, como me-
jor negocio, la ganadería era el centro de los afanes y la actividad que
ocupaba la mayor proporción de la inversión agraria.
Hacia el último cuarto del siglo XVIII convivían en el Río de la Plata
diversas tradiciones regionales en técnica agrícola, cuyas variantes a su
vez estaban determinadas por las características naturales de cada área,
la disponibilidad de recursos, la mayor o menor distancia a los merca-
dos, la orientación mercantil o de subsistencia de la producción y mu-
chos otros factores. El complejo y variado mosaico entonces existente
vuelve difícil dar cuenta resumida de él, tarea que resulta también en-
torpecida por la muy desigual información existente. De todas formas
podríamos proponer la existencia de al menos tres grandes áreas tan
sólo para el espacio rioplatense, prescindiendo de las tradiciones agrícolas
del noroeste y poco más allá de ellas, a pesar de que sin duda influen-
ciaron en forma significativa a las demás. Una de esas regiones podría
ser la conformada por el norte del litoral: el Paraguay, Corrientes y las
misiones que habían regenteado los jesuitas, donde era determinante
el peso de ciertos cultivos autóctonos, predominantemente de autocon-
sumo, y de las técnicas tradicionales ligadas a ellos. De la segunda, en
las puertas del interior, Córdoba es un ejemplo útil de agricultura de
minifundios en los cuales la ganadería, a diferencia del área más vol-
cada al exterior, era una presencia mucho menos dominante. La diver-
sificación de las especies cultivadas, un fenómeno también allí muy
la técnica agrícola a fines de la colonia 89

marcado, muestra el carácter más intensivo de las prácticas, mientras


que el peso del maíz denuncia asimismo el de tradiciones locales muy
antiguas. Por fin, la tercera zona estaba constituida por el hoy corazón
de la región pampeana, es decir: Entre Ríos, Buenos Aires y parte de
Santa Fe; allí, donde dominaba el trigo, cuya orientación mercantil era
asimismo marcada, como hemos visto antes, las técnicas reconocían un
peso más decantado de las tradiciones europeas ligadas a su laboreo, si
bien tanto la extensividad del cultivo como los recursos implicaron, por
un lado, prácticas muy distintas de aquéllas, y diferencias subregionales
también bastante marcadas.
En las páginas que siguen encararemos un análisis muy somero de las
dos primeras regiones, y uno más profundo de la tercera, que consti-
tuye el centro de nuestro interés. Seguiremos siempre los cultivos de
granos de mayor importancia, el trigo y el maíz, prescindiendo de los
demás rubros.

2. el norte del litoral

En el norte de Entre Ríos, Corrientes, el Paraguay y las misiones, la mix-


tura de prácticas culturales hispanas e indígenas dejaba en evidencia el
mayor peso de estas últimas; en el siglo XVIII, la antigua agricultura mi-
gratoria de los guaraníes comenzaba con la roza, es decir: la tala del
monte virgen y su ignición posterior; una vez secas las ramas cortadas,
el fuego daba cuenta de los troncos e incluso hasta de las raíces. La tie-
rra se fertilizaba así con las cenizas; al primer aguacero se la sembraba
con maíz, mandioca o legumbres.1 La preferencia por desmontar el
bosque antes que por sembrar en terreno despejado se debía, según un
testigo de la época, a que “no usan los indios sembrar en campo descu-
bierto, por estar la tierra mas gastada... pero como en los montes está la
tierra defendida con los árboles, que son muy coposos, se conserva
más húmeda, y pingüe, y vuelve muy colmados frutos...”.2 Pero el rá-
pido agotamiento de las tierras que implicaba esta forma de sembrar

1 Necker, L. (1990), pp. 24-25, esp. pp. 156-158.


2 Argentina, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Insti-
tuto de Investigaciones Históricas (1929), t. XX, p. 368.
90 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

derivaba en que a los cinco o seis años la parcela debiera abandonarse y el


ciclo recomenzar en otra; la abundancia de tierras libres garantizaba
su disponibilidad o el acceso a ellas a muy bajos costos.
En estos aspectos, el reemplazo de los instrumentos de piedra por
otros de hierro luego del contacto con los españoles fue sin dudas un
adelanto importantísimo; pero la esencial permanencia de las técnicas
indígenas (a la que esos instrumentos simplemente prestaron más efica-
cia) muestra el alto grado de adecuación al medio que dichas técnicas
poseían. Incluso hasta inicios del siglo XX las rozas continuaron prac-
ticándose en la región, aun por parte de los inmigrantes extranjeros.3
Tras el desmonte y la roza, la labranza se efectuaba con machete, a muy
poca profundidad; un misionero de inicios del siglo XX indica al res-
pecto que “un trabajo de azada profundo sería no sólo inútil, sino hasta
contraproducente, en un terreno recubierto de una espesísima capa de
humus, porque llevaría a la superficie el terreno arcilloso y a mayor
profundidad el estrato húmedo”.4 A continuación se sembraba con el
tradicional palo cavador o ivirakuá, un grueso bastón de más de un metro
y medio, afilado en una extremidad y hecho con dura madera de urun-
day; el campesino efectuaba con él orificios en la tierra húmeda a interva-
los regulares, y su mujer, o tal vez uno de sus hijos, lo seguía arrojando las
semillas en los orificios y recubriendo la tierra con el pie.5
El contacto con los españoles significó también la llegada de nuevas
especies de animales y vegetales de cultivo; entre estos últimos el trigo
fue quizá el más importante. Fue adoptado prontamente en la zona,
aunque nunca haya llegado a constituir un cultivo de la importancia
que tendría más al sur. Junto con él ingresaron algunos métodos euro-
peos de labranza, los arados de madera y los bueyes. Pero la adaptación
de éstos a las condiciones locales fue en todo caso larga y compleja; a
inicios del siglo XVIII el misionero jesuita Antonio Sepp se quejaba de
que los indígenas carneaban los bueyes para alimentarse y utilizaban los
arados como leña; de cualquier modo reconocía que el método indígena
de roza e ivirakuá daba “fruto céntuplo... y parece que la naturaleza lo

3 Zarth, P. A. (1997 y 2002). Sobre el papel de la incorporación de hierro a las


prácticas agrícolas guaraníes véase por ejemplo Palermo, M. A. (1986), pp.
31 y ss.
4 Miraglia, L. (1941), pp. 288-9.
5 Carbonell de Masy, R. (1989), pp. 22-23; Telégrafo Mercantil, t. III, nº 8,
Buenos Aires, 21 de febrero de 1802, p. 107 (115 de la reedición).
la técnica agrícola a fines de la colonia 91

aprueba, pues los sembrados en la selva se desarrollan mejor y dan tal


rendimiento que llena los graneros, y es mayor que el que producen los
campos cultivados a la manera europea”.6 El mismo protagonista nos
ofrece otro testimonio de la lenta adopción de métodos europeos de la-
branza, que inevitablemente se mezclaban con las prácticas locales: en
un instructivo agrícola redactado en 1732, indicaba que, como las for-
mas de arar indígenas no revolvían bien la tierra, era necesario repetir-
las cinco veces, y hasta diez si se trataba de tierra virgen para implanta-
ción de trigales; para el maíz, se ordenaba carpir la tierra muchas veces,
aun después del florecimiento de la planta. Es sintomática la atención a
las malezas, abundantes en climas tropicales: aun después de todas esas
labranzas, aquéllas debían aun ser arrancadas manualmente, para lo cual
se prescribía el empleo de los niños, aprovechando así más intensamente
la mano de obra disponible.7 Otro cambio implementado por los jesuitas
fue reservar tierras cercanas a los pueblos para cultivos permanentes,
como algodón o yerba mate, a fin de evitar los gastos de tiempo que im-
plicaba la búsqueda de esta última en el monte natural, así como para
tener a mano la materia prima necesaria para las tejedurías.
Como es sabido, en las reducciones guaraníes existían siembras
particulares y comunales. Las tierras particulares se repartían al
tiempo de sembrar, y en ellas cada familia cultivaba durante seis o
siete meses diversos cereales, hortalizas y legumbres para su propio
consumo. Las tierras del común se cultivaban dos días por semana, y
de su producto se obtenían bienes para el sustento de los hospitales
y los asilos, así como para las obras y las funciones públicas.8 Este es-
quema era en esencia una reproducción de prácticas comunitarias
tradicionales, adaptadas ahora dinámicamente a un contexto dis-
tinto, en primer lugar, por la propia dimensión y carácter de los pue-
blos. La insistencia de los misioneros en asentar a una población con
tendencias migratorias, y el muy consistente aumento demográfico
de ésta, derivaron en la necesidad de organizar más racionalmente la
disposición de parcelas; si bien la tradicional agricultura migratoria
no dejaría nunca de tener su importancia, la reducción favoreció la
puesta en práctica de cultivos más estables. Los ejidos fueron planeados

6 Sepp, A. (1973), pp. 199-201.


7 Sepp, A. (1962), p. 112.
8 Diversos testimonios al respecto; véase por ejemplo Cardiel, J. (1984), pp. 89-90.
92 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

con extensiones muy amplias, a fin de garantizar que la distribución de


lotes se adaptara a la práctica de la roza permitiendo organizar barbe-
chos de duración suficiente. Se buscó resguardar o incrementar el po-
der germinativo de la tierra mediante la utilización de abonos, los cua-
les se obtenían buscando en la propia región margas de contenido
calizo para utilizarlas como fertilizante, según se prescribía en los
manuales europeos de la época para los casos de tierras “débiles, fal-
tas de sal”. Esto nos muestra lateralmente que los misioneros efectua-
ban un previo análisis empírico de la calidad de los suelos, siguiendo de
esa forma también aquí las recomendaciones de la agronomía tradicional
del Viejo Mundo.9
En lo que respecta al cultivo de las especies autóctonas, las técnicas
tradicionales continuaron predominando; en algunas de ellas, incluso
por la propia naturaleza de la planta, como ocurría con la mandioca,
muy ligada además a la agricultura familiar.10 En otras, indígenas e his-
panocriollos parecen haber comenzado a recorrer caminos diferentes.
Según Jolís, en la región chaqueña los indígenas diferenciaban al me-
nos dieciséis especies de maíz, aunque las principalmente cultivadas
por ellos sólo eran dos; las que cosechaban “tres o cuatro veces al año”.
Esto en realidad no es sino una interpretación etnocéntrica de la prác-
tica autóctona de tomar del sembrado el producto a medida que se lo
necesitaba; en cambio, los hispanocriollos cultivaban otras clases de
maíz, y sólo lo cosechaban una vez anualmente.11 A este respecto re-
sulta interesante la práctica de implantar maíz como cultivo antecesor
del trigo, documentada al menos desde mediados del siglo XVIII; sin
dudas de origen empírico, en las primeras décadas del XIX se conoció
que esta asociación era muy útil para combatir ciertas plagas que afec-
taban este último cultivo. También fue Jolís quien, hacia 1789, observó
otra práctica tradicional cuyos buenos resultados agronómicos serían
confirmados más tarde: en terrenos vírgenes y húmedos el maíz rendía
mucho más, pero esos terrenos eran totalmente inútiles e infecundos para
el trigo, el cual sólo producía allí si se habían sembrado maíz, calabazas u
otras plantas el año anterior.12 La asociación de cereales con leguminosas

9 Sepp, A. (1962), pp. 42 y ss.; [Alletz, P.A.] (1765), t. I, p. 319; [Rose, Louis]
(1767), pp. 384 y ss.; Arias y Costa, A. S. (1818), t. I, pp. 235 y ss.
10 Aguirre, J. F. (1949-50), t. II, 1ª parte, p. 429; sobre la mandioca, p. 426;
sobre el maíz, p. 381.
11 Ibid, p. 93.
la técnica agrícola a fines de la colonia 93

parece haber sido asimismo una práctica indígena frecuente, con ante-
cedentes desde el Río de la Plata hasta México; la más difundida combi-
naba maíz con frijol, el cual utilizaba la caña del primero para crecer,
dando así no sólo cosechas de dos frutos sino enriqueciendo la tierra a tra-
vés de la fijación de nitrógeno, abundantemente consumido por el maíz.
Esta práctica aparece también en las chacras y huertas bonaerenses de
inicios del siglo XIX.13
De cualquier modo, en cuanto a las cosechas, la mayor disponibilidad
relativa de mano de obra permitió en las reducciones la difusión de mé-
todos de recolección manuales efectuados con instrumentos de baja pro-
ductividad individual; para el corte de las espigas, al menos hasta inicios
del siglo XIX se siguieron utilizando cuchillos en vez de hoces. En la re-
colección de las sementeras públicas de las misiones guaraníes se emple-
aban mujeres y niños, además de los hombres; el trabajo se efectuaba con
el aliento de cánticos y ceremonias, factor esencial para las labores comu-
nitarias. Los tallos quedaban en el campo, donde luego eran quemados
de manera que las cenizas contribuyeran a fertilizar el suelo.14
Estas características técnicas sobrevivieron aun al proceso de intro-
ducción de algunos cambios en la economía agraria rioplatense, pro-
ceso que tuvo lugar desde el último cuarto del siglo XVIII; el resultado
fue que la agricultura del norte del litoral se diferenciara cada vez más
netamente de la bonaerense. Hacia inicios de la centuria siguiente los
publicistas criticaban el estado supuestamente atrasado de la agricul-
tura de aquella zona por comparación con el área mayormente triguera
situada más al sur; el rinde de los cultivos, en especial del trigo, era en
el norte del litoral muy escaso en razón de la falta de renovación de se-
millas, mientras que los instrumentos aratorios eran muy imperfectos.
“En el Paraguay y en las misiones”, decía Félix de Azara, “no hay otras aza-
das que gruesos huesos de caballo o de vaca, que se ajustan el cabo de un
mango. El arado se reduce a un bastón puntiagudo, que cada uno arre-
gla a su manera. Ocurre lo mismo con el yugo y los otros utensilios de
trabajo”.15

12 Jolís, J. (1972), pp. 92-3, n.


13 Garavaglia, J. C. (1999a), p. 183.
14 Dobrizhoffer, M. (1822), pp. 432-3; Sepp, A. (1962); IEB-USP, Col. Lamego,
códice 68, doc. 13, fs. 2 y s.
15 Azara, F. de (1809), t. I, p. 154.
94 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

3. la agricultura irrigada en los bordes del interior

En las estribaciones del interior, en Córdoba o en Cuyo, la agricul-


tura tenía una importancia mayor que en el litoral, y una compleji-
dad también más grande. A medida que se avanzaba hacia las vertien-
tes de los Andes, la naturaleza del suelo y del clima iban haciendo de
la irrigación una presencia constante, e incluso una necesidad y un
deber. Las prácticas de labranza superficial, propias de la agricultura
dieciochesca, resultaban útiles sin duda en áreas con abundante régi-
men de humedad, como ocurría en las orillas de los ríos pampeanos;
las plantas, cuyas raíces no penetraban en el suelo más que a una
muy limitada profundidad, sólo sucumbían ante la falta de agua en
ocasiones de sequías excesivamente fuertes. En cambio, en áreas más
secas, la labranza superficial debía combinarse con irrigación para
obtener resultados menos aleatorios: la más intensa radiación solar y
la escasez de lluvias hubieran imposibilitado de lo contrario el creci-
miento de plantas que no podían obtener del subsuelo las reservas
de humedad imprescindibles,16 lo cual generó una serie de particula-
res condiciones y relaciones sociales en torno al manejo del agua, cu-
yas características no podemos tratar aquí, pero que en todo caso re-
montaban incluso a la etapa anterior al dominio hispánico.17 El
paisaje quebrado implicaba la necesidad de construir defensas y nive-
laciones; la técnica agrícola, según los viajeros, parece haber sido
más intensiva y más racional que en el litoral; pero esto no es en re-
alidad sino un efecto de la abundancia de muy pequeñas parcelas
cultivadas con mayor ahínco que allí, de la presencia ordenadora de
los canales de riego, de la más evidente variedad de cultivos, así
como también una derivación de la más amplia disponibilidad relativa
de mano de obra y de la consiguientemente mayor intensividad del
trabajo.18
Más allá de ello, las diferencias técnicas no eran de todos modos
tan significativas. Los instrumentos de labranza eran los primitivos arados
de madera dura, sin partes de hierro; incluso esas maderas duras podían

16 Napp, R. (1876), p. 286.


17 Véase al respecto la nota de V. G. Quesada a la Memoria de Sobremonte,
en Sobremonte, marqués de (1865), p. 560; también Soldano, F. A.
(1923), pp. 56 y ss.
18 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, pp. 558-9.
la técnica agrícola a fines de la colonia 95

reservarse tan sólo para algunas partes de los arados.19 Si bien la abun-
dante presencia de huertas y plantaciones de frutales y forrajeras im-
plicaba la amplia difusión de un instrumental acorde, que en algunos
casos hasta poseía nombres y características propios de la región, en
lo que respecta a ciertos cultivos más comerciales como el trigo, los
métodos parecen haber sido tan sumarios como en el litoral. El día
antes de la siembra se irrigaba el terreno a sembrar, echándose luego
la simiente de trigo después de efectuar las amelgas, esto es, montícu-
los paralelos construidos con la tierra levantada por la labor del
arado. Se volvía a irrigar el trigo una o dos veces más: en especial
cuando comenzaba a crecer, y en el momento de la floración.20 Los
arados, en esa situación, hacían, aparte de las amelgas, poco más que
tapar el trigo sembrado; sin embargo, observa Pérez Castellano, esas
pocas labores rudimentarias bastaban para obtener cosechas abun-
dantes; “si se impendiese más trabajo que el expresado, el trigo se en-
viciaría y quedaría sin granar”.21 Esto puede tener relación no sólo
con la presencia de riego, sino también en parte con las características
del suelo. En tierras nuevas, en cambio, sólo se efectuaban dos aradas
superficiales.
La irrigación, por sí misma, posibilitaba en todo caso rindes mucho
más altos que en las tierras de secano; eso al menos fue lo que consta-
taron, por ejemplo, el viajero Darwin y el capitán Gillis comparando las
tierras irrigadas con aquellas que no lo estaban en su trayecto desde
Buenos Aires a Mendoza y viceversa.22 Un comerciante mendocino re-
fería a un corresponsal en noviembre de 1832 que, habiendo sembrado
35 cuadras, esperaba obtener unas 1.000 fanegas de trigo, especulando
con enviar la harina resultante a Buenos Aires.23 Si bien los canales no
cubrían la totalidad del terreno cultivado, y hacia 1835 sólo se exten-
dían entre la ciudad capital y Luján de Cuyo, de todos modos lograban
abarcar una superficie considerable. Según Eusebio Videla, hacia ini-
cios del siglo XIX las acequias de Mendoza no sólo llevaban el agua

19 Referencia a “uñas” de arado hechas de quebracho en Sobremonte, marqués


de (1865), p. 565.
20 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 479.
21 Pérez Castellano, J. (1914), p. 283.
22 Gilliss, J. M. (superintendent) (1855), t. II, pp. 52-53; Darwin, Ch. (1951),
p. 387; también Head, F. (1826).
23 Cit. en Bragoni, B. (1999), p. 45.
96 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

por todos los sitios de la ciudad, sino también por el amplio espacio
de 30 leguas, o alrededor de 81.000 hectáreas, que comprendían las
fincas de sus alrededores.24
Hemos dicho antes que, además de los minifundios familiares,
existían explotaciones de gran tamaño, las llamadas granjas-estan-
cias. Los cultivos de trigo eran lógicamente realizados en ellas a una
escala mucho mayor que en las demás, a pesar de lo cual no parecen
haber sido sin embargo muy extensos. Según Cushner, la estancia je-
suítica de Jesús María producía unas 500 fanegas de trigo y unas 400
de maíz anualmente hacia la década de 1740, mientras que la de Alta
Gracia sólo había recolectado 50 fanegas de trigo en 1697.25 Ello
equivaldría aproximadamente, en el caso del trigo, a entre 15 y 33
hectáreas sembradas en la primera, y a apenas dos o tres en la se-
gunda. El cultivo de trigo era de ese modo allí sólo una más entre una
muy variada gama de actividades, y probablemente no la que convo-
caba más labores. No poseemos estudios detallados sobre las prácticas
agrícolas empleadas en estas unidades productivas, pero sin dudas la
irrigación artificial determinaría el uso de métodos similares a los ya
informados respecto de otras explotaciones del área, con el agregado
de que la mano de obra esclava permitiría labrar superficies mayores
con un costo razonable. En todo caso, buena parte de esa producción
diversificada se consumía dentro de la propia unidad productiva, que
destinaba la mayor parte de sólo unos pocos rubros al mercado externo.
Sin dudas, quien quisiera reconocer en la agricultura rioplatense al-
gunos de sus rasgos de ascendencia europea, habría de encontrarlos
más que nada en las áreas irrigadas del interior y no en el litoral. El pai-
saje resultante se asemejaba en aquéllas mucho más al ambiente rural
del Viejo Mundo que las vastas soledades pampeanas. Pero, indepen-
dientemente de ello, la atención relativa que podía esperarse a los mé-
todos preconizados por los manuales europeos de la época era sin em-
bargo bastante poco trascendente. No se seleccionaba la semilla; como
hemos visto, los instrumentos de labranza no parecen haber sido exce-
sivamente sofisticados, y, con excepción del incendio esporádico o re-
gular de los campos de pastoreo, práctica observada por el viajero

24 Telégrafo Mercantil, t. III, nº 5, 31 de enero de 1802, p. 68 del original, 76 de la


reedición.
25 Cushner, N. (1983), pp. 36-7.
la técnica agrícola a fines de la colonia 97

Caldcleugh hacia la década de 1820 en los departamentos cordobeses


del oeste, no se utilizaban abonos de ninguna clase, si exceptuamos el
pastoreo intermitente del ganado. La rotación de cultivos era descono-
cida, aunque la empiria autorizaba ciertos sucedáneos, que en la prác-
tica daban buenos resultados; pero en las áreas de ocupación más re-
ciente o más alejadas de los núcleos urbanos, o en aquellas en las que
no podía practicarse el riego artificial, las consecuencias de las prácticas
predatorias eran muy pronto evidentes. Una característica derivada
tanto de la falta de renovación de semillas como de la siembra conti-
nuada de los mismos cultivos en la misma tierra era de ese modo el des-
censo en los rendimientos: Romano observa que en 1847, en los de-
partamentos cordobeses con mayor presencia agrícola, el trigo
produjo de 7 a 9 fanegas por cada una sembrada, mientras que en Río
Cuarto alcanzó de 26 a 30. Si bien, como señala la autora, es muy pro-
bable que la escasez de agua determinara parte al menos de aquel me-
nor desempeño en ese año puntual, los mayores rendimientos de la
zona de Río Cuarto pueden haberse debido también a labranzas efec-
tuadas en tierras nuevas, por tanto, capaces de ofrecer todavía altos
retornos en grano.26
Las tareas de cosecha y trillado eran en esencia las mismas que en
el área de cultivo en secano, por lo que no las trataremos aquí. Diga-
mos tan sólo que, a causa de la mayor densidad relativa de los culti-
vos, el área irrigada parece haber sufrido en tiempos coloniales ma-
yores o al menos más frecuentes y destructivas invasiones de langosta
que las pampas bonaerenses o entrerrianas; a la inversa, el mayor
control de la humedad debió reducir considerablemente el impacto de
hongos y otras enfermedades que en el litoral eran consecuencia de su
abundancia. De todos modos, los daños de la langosta debieron ser
atroces; el insecto aparecía en gigantescas mangas que todo lo devo-
raban, y los agricultores poco podían hacer por detenerlas. Otras in-
vasiones de animales domésticos o salvajes afectaban también los
sembrados; la lucha contra estas plagas, como ocurría en todas par-
tes, era absolutamente rudimentaria: la langosta se espantaba “agi-
tando trapos”, y las vizcachas eran perseguidas con perros durante la
noche; las frecuentes intromisiones de vacunos eran combatidas con

26 Romano, S. (1999), p. 95. Río y Achával indican sin embargo que la calidad
agrícola de las tierras es también diferente. Río, M. y Achával, L. (1904).
98 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

“el ruido de vejigas secas con granos de maíz adentro”, con lanzas de
caña, o atando pedazos de cuero a las colas de los caballos, los cuales
corrían asustados desordenando y espantando las manadas.27

4. el área del cultivo en secano

La tercera región que podríamos diferenciar en cuanto a sus técni-


cas, y a la cual dedicaremos mucho más espacio, abarcaba, como he-
mos dicho ya, la actual provincia de Entre Ríos, parte de la de Santa
Fe y Buenos Aires. En esa área en que, a fines de la colonia, predomi-
naba una economía ganadera volcada al exterior, el trigo se desta-
caba también más en el paisaje productivo que los otros cultivos, so-
bre todo si miramos algunas subregiones, lo cual estaba ligado a su
carácter más mercantil, como también hemos visto con anterioridad.
De cualquier forma, buena parte de la producción de autoconsumo
se componía también aquí de maíz, mandioca y otras plantas autóc-
tonas, variando en proporción en cada sitio; si bien no han llegado
hasta nosotros datos cuantitativos que permitan evaluar su importan-
cia, sin dudas la del trigo era de cualquier modo mayor también en
ese segmento, lo que no ocurría en otras regiones.
Otra característica del área era la favorable ecuación económica
tendiente a la extensividad, por efecto de la amplia disponibilidad de
tierras y la inversa carestía de mano de obra. Estas características im-
plicaron que fuera corriente la omisión de la puesta en barbecho de
las superficies cultivadas, que eran sembradas una y otra vez en
forma continua durante varios años con las mismas especies, obte-
niéndose rendimientos decrecientes. Los labradores, una vez ago-
tado así el suelo del que habían extraído una cosecha tras otra, se
trasladaban a otras tierras para reiniciar allí los cultivos, y abandona-
ban la anterior. Esta conducta trashumante era favorecida asimismo
por la búsqueda de nuevos pastos para el ganado, que usualmente
esos labradores también poseían, y se armonizaba por otra parte con
antiguas tradiciones indígenas ligadas a un aprovechamiento extensivo

27 Romano, S. (1999), p. 91; McCann, W. (1853), t. II, p. 46; artículo firmado


“El Hacendado Yngenuo”, s/l, 28 de agosto de 1810, en ANH-EJF, VII-116.
la técnica agrícola a fines de la colonia 99

del espacio.28 En las zonas más densamente pobladas, la abundancia de


ganados aseguraba abonos a bajo costo, lo que implicaba la posibilidad
de reponer fácilmente los nutrientes de los suelos. Otra razón fundamen-
tal para la escasa práctica del barbecho era el alto costo de la mano de
obra, que implicaba la reducción a un mínimo de las necesidades de arar
y rastrillar. Ésta fue, por otra parte, una conducta frecuente en espacios
americanos similares al pampeano; en las praderas norteamericanas, por
ejemplo, el barbecho anual tampoco llegó nunca a generalizarse.29
Como lo hemos indicado con anterioridad, resulta imprescindible te-
ner en cuenta estas características de las técnicas agrícolas de la época
para comprender cabalmente ciertos fenómenos sociales. La trashuman-
cia productiva estaba inextricablemente unida a la ocupación sin títulos o
al arrendamiento de tierras; ambas formaban parte de una misma reali-
dad, y segmentarlas sólo puede confundir: ni los dueños o detentadores
de títulos de las tierras podían obligar a sus labradores a permanecer en
ellas, “subordinándolos feudalmente”, ni esa permanencia aleatoria de és-
tos podía ser fuente de una extracción de renta significativa. No sólo se
trataba de la ecuación económica: en lo productivo, ni al labrador le con-
venía permanecer en esas tierras que había agotado, ni al “propietario” le
resultaba útil que permaneciera. La escasa extensión relativa de los culti-
vos con respecto a las superficies dedicadas a la ganadería es asimismo un
indicio lateral de que esa trashumancia era una consecuencia lógica de las
condiciones en que operaban ambas actividades. Los testimonios acerca
de la difusión de estas prácticas, en general condenatorios, son muy abun-
dantes y se repiten hasta muy avanzado el siglo XIX; todavía en 1876 Ri-
cardo Napp se refería a ellas calificándolas como una conducta especula-
tiva e irracional que habría de dejar yermos los otrora fértiles campos
pampeanos, y que se hacía necesario erradicar y reemplazar por el mu-
cho más ventajoso sistema de alternativa de cosechas.30
Pero es necesario no perder de vista que esas características técnicas es-
taban dictadas por la ecuación económica vigente y por una larga historia
de adaptación al medio, de modo que no se trataba tan sólo de tradiciones
repetidas en forma rutinaria. Algunos elementos de esa sólida cultura

28 Cfr. la agricultura migratoria guaraní; véase por ejemplo Necker, L. (1990),


pp. 24-25, pero esp. pp. 156-158.
29 Luelmo, J. (1975), pp. 345 y ss.
30 Napp, R. (1876) p. 286.
100 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

agrícola, incomprendidamente despreciada como retardataria por los publi-


cistas que hacia fines del siglo XVIII comenzaban a propugnar el progreso
del agro rioplatense, lograron sobrevivir incluso hasta fines del siglo XIX.
Esa subsistencia fue producto no sólo de su operatividad y eficacia relativas,
sino de la aún incipiente transformación de la agricultura tradicional en
agricultura moderna, esto es, el todavía incompleto paso del abasto de ciu-
dades o pueblos cercanos al desafío de competir en el mercado internacio-
nal.
Entonces, dado ese mayor peso regional de la producción triguera, las ca-
racterísticas de frontera abierta y la predominancia de población hispano-
criolla, no es de extrañar que los instrumentos aratorios y aperos, así como
las pautas de labranza, cultivo y cosecha, estuvieran conformados por una
amalgama de prácticas indígenas sobre un sustrato de tradiciones y técnicas
de origen mediterráneo europeo, al cual la adaptación al medio había do-
tado de originalidad. Como en todos los contextos tecnológicos tradiciona-
les, la fuerza humana constituía el factor predominante; sólo una máquina
muy simple, el arado, ocupaba un lugar clave en el proceso productivo. Aún
hacia fines del siglo XVIII, el arado era en esencia el mismo descripto por
Virgilio en las Geórgicas: una rama joven y robusta, curvada en la foresta;
adaptado a ella, un timón extendido hacia delante, con el filo de una reja
doble, la punta que rompía los terrones; por delante el yugo al que se un-
cían los bueyes, y, por detrás, la mancera, que debía moverlo a voluntad.31
Pero, a diferencia del arado romano, el criollo no poseía volcador, y en su
construcción resultaba muy similar al chetague usado por los araucanos, que
describe el padre Juan Ignacio Molina, dudando de todos modos si consti-
tuía una invención indígena o una adaptación a partir de los arados españo-
les, a causa de la falta de medios de tracción, entre otras cosas.32 Se lo cons-
truía usualmente con las más sólidas maderas disponibles, como el urunday
o el algarrobo; cuando sólo se conseguían otras más blandas, sin embargo,
éstas podían endurecerse al fuego. En Santa Fe o Entre Ríos, donde la ma-
dera abundaba, luego de un año de uso los arados eran desechados, vol-
viéndoselos a construir con ramas nuevas cortadas en el monte.33 Debían

31 Se lo suele denominar arario, o arado simple, para diferenciarlo del arado


compuesto, con avantrén, propio de la Europa del norte. Véase Pellegrini,
C. (1856), pp. 47-50; y figuras 11 y 13 en este libro; cfr. con figuras 10 y 24
para comparar con otros arados europeos más complejos.
32 Molina, I. (1808), t. II, pp. 14-15.
33 Paucke, F. (1942/44), t. I, p. 173.
la técnica agrícola a fines de la colonia 101

existir sin duda numerosas variantes regionales, tanto por el tipo de ma-
dera como por las técnicas ligadas a su construcción; pareciera ser que eran
conocidas las distintas variedades de arados de palo propias de la península
ibérica y que databan de la antigüedad clásica, cada una de ellas adaptada
para el cultivo de distintos tipos de suelo.34 De todos modos, el desarrollo
de un tipo particular de arado propio para las condiciones pampeanas fue
una consecuencia lógica de esa larga evolución; más allá de los impresionis-
tas y sin dudas reprobatorios testimonios de los viajeros, parece evidente
que el arado simple criollo poseía particularidades que no se encontraban
en sus sucedáneos de otras tierras.

Figura 7. Arado europeo primitivo (arario), en esencia bajo los mismos prin-
cipios que los empleados en el Río de la Plata a mediados del siglo XVIII. En
Costa, E. (1871), e/pp. 84-5.

Las rejas de hierro, conocidas en el mundo mediterráneo al menos desde


fines del segundo milenio antes de Cristo, sin dudas fueron introducidas en
Buenos Aires ya en los primeros tiempos de la colonia, pero su expansión
más allá de esa ciudad parece haber sido lenta.35 El testimonio de Paucke
sugiere que en Santa Fe no eran utilizadas hacia 1767: allí el labrador tenía

34 Rocca, M. M. (1964-65), cit. en Garavaglia, J. C. (1999a), p. 185; Vázquez de


la Morena, C. (1879), p. 354; Riccitelli, J. A. (1967).
35 Sobre las primeras rejas de hierro véase Derry, T. K. y Trevor H. Williams
(2004), t. I, p. 84.
102 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

siempre a mano un hacha para volver a afilar la punta de madera de la


reja de su arado, susceptible de perder filo muy pronto.36 Pérez Caste-
llano nos recuerda que en 1813 en el interior no se utilizaban rejas de
hierro, al menos no corrientemente; y todavía en 1830 el viajero Arsène
Isabelle pudo escribir, sin dudas generalizando en forma exagerada: “La
agricultura (...) apenas merece ese nombre, por la imperfección de los
instrumentos aratorios. Figuraos que el arado de Buenos Aires, llamado
reja, no es otra cosa sino una larga estaca de madera encorvada como un
gancho, que desgarra en forma irregular la superficie del suelo, gracias
a los esfuerzos de dos bueyes mansos, uncidos al extremo superior de la
reja”.37 Como veremos en el capítulo V, esto era una verdad muy rela-
tiva, ya que esos arados simples supuestamente tan imperfectos no
eran los únicos que existían por entonces, y las rejas de hierro o acero
ocasionalmente aparecían en los inventarios rurales santafesinos ya
desde las primeras décadas del siglo XIX, si bien sobre todo en algunas
explotaciones más capitalizadas.38
Con todo, los otros instrumentos de labranza tampoco eran dema-
siado refinados, o no lo parecían a los ojos europeos. Las rastras o gra-
das, utilizadas para uniformar la tierra labrada, se elaboraban con sim-
ples entramados de ramas espinosas, como entre los antiguos romanos;
en el Río de la Plata se las construía con ramas de tala, espinillo o mem-
brillero, donde estos árboles crecían, como en Santa Fe, Entre Ríos o la
Banda Oriental, mientras que en Buenos Aires, escasa de árboles autóc-
tonos, se empleaba a menudo el más frágil duraznero, cuya labor era
asimismo menos eficiente que la de aquéllos.39 Se elegían ramas que tu-
vieran espinas “de un largo de una a dos pulgadas”; se ataban a lo an-
cho tejiendo las ramas y se les agregaba un cabezal en la punta; sólo
uno, para evitar la formación de puntos de apoyo que separaran dema-
siado su estructura del suelo. Si el peso era demasiado escaso, se cargaba
la rastra con piedras o con grandes palos, para que su labor fuera más
profunda; la arrastraba una yunta de bueyes, los cuales en las grandes

36 Paucke, F. (1942/44), t. I, p. 173.


37 Pérez Castellano, J. M. (1914), p. 283; Isabelle, A. (1835), p. 264.
38 Sobre Santa Fe, Bidut, V.; E. Caula y N. Liñan (1996). En el inventario de la
estancia y calera del inglés Eduardo Chirif, situada en Gualeguay, se contaron
en 1782 “ocho arados con reja”, pero la fuente no especifica si eran de metal o
de madera. AGN IX 23-10-6. Guerra y Marina, leg. 6, expte. 22, fs. 7 r.
39 Sobre las rastras (gradas) romanas, Derry, T. K. y Trevor H. Williams (2004),
t. I, p. 87; para el resto Berro, M. B. (1914), p. 180.
la técnica agrícola a fines de la colonia 103

chacras podían llegar a ser cuatro.40 La rastra rígida de armazón trian-


gular, rectangular o trapezoidal, corriente en la Europa del siglo XVIII,
era sin dudas poco propicia para el agro rioplatense no tanto por su
mayor costo, que debió ser sin embargo una razón más para desesti-
marla, o por sus dimensiones más pequeñas, que implicaban la necesidad
de más pasadas, sino sobre todo porque en terrenos tradicionalmente
poco labrados, por lo tanto resistentes y llenos de montículos y depre-
siones, ese instrumento debía efectuar un trabajo muy irregular y que-
brado, obligando a pasarlo varias veces sobre la misma parcela y en di-
versas direcciones, con lo que el gasto en mano de obra y fuerza motriz
debía de ser considerable.41 No es extraño entonces que incluso un
gran productor en busca de la mayor eficiencia, como Juan Manuel de
Rosas, continuara utilizando rastras de ramas hacia la década de 1820,
especificando que éstas debían ser de “tala, y cuanto más ancha, mejor,
pero no tanto que los bueyes (cuatro) no puedan con ella”.42
En Buenos Aires, marzo era la mejor época para comenzar las labranzas
para el cultivo del trigo; de cualquier forma, la flexibilidad al respecto era
muy alta, en esta como en otras tareas que le estaban ligadas. Un artículo
del Telégrafo Mercantil indica que las sementeras de trigo se comenzaban en
mayo, finalizando en agosto.43 Pérez Castellano recomendaba que “la labor
de las tierras conviene empezarla con anticipación de cinco o seis meses a
la sementera”, cuyo tiempo ideal ubica en mayo o junio; Paucke, descri-
biendo la situación de Santa Fe, indica que las labranzas allí se efectuaban
a partir de abril, prolongándose hasta julio.44 En ello influía sin dudas el
clima o la latitud de la región, pero también, según se desprende de los tes-
timonios, el mayor o menor cuidado de los labradores, así como sus opcio-
nes individuales. La cantidad necesaria de labranzas y el tiempo que debía
mediar entre ellas eran asimismo materia ampliamente opinable, en lo
cual no sólo intervenían las características de cada suelo, su capacidad
de albergar malezas o la graduación de la humedad, que a veces podían
ser empíricamente comprendidas en un cúmulo de tradiciones de la-
branza locales, sino también la necesidad del labrador de cumplir otras

40 Paucke, F. (1942/44), t. III, pp. 173-4; Rosas, J. M. (2002), p. 52-53.


41 Una imagen y descripción de la tradicional rastra rígida europea del siglo
XVIII en Liger, L. (1775), reproducida en la figura 9.
42 Rosas, J. M. (2002), pp. 52-53.
43 Telégrafo Mercantil, t. III, nº 5, p. 57, 31 de enero de 1802.
44 Pérez Castellano, J. M. (1914), pp. 278, 282; Paucke, F. (1942/4), t. III, p. 173.
104 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

tareas, o simplemente la voluntad de ahorrarse parte del trabajo de arada


a fin de reducir costos. El siempre minucioso y útil Pérez Castellano pres-
cribía para las zonas agrícolas de la Banda Oriental cercanas a Montevideo,
hacia 1813, una sucesión de dos labranzas, una pasada de rastra para des-
hacer los terrones y, después de algún tiempo, cuando hubieran ya nacido
algunas malezas, volver a labrar por tercera vez, para eliminarlas; incluso
indica que, si la tierra aún no quedaba lista con esas tres “rejas”, los labra-
dores solían darle hasta cuatro o cinco. A medida que el cultivo se alejaba
de las costas de los ríos Paraná o Uruguay, las labranzas debieron aumen-
tar, al menos para remover eficazmente tierras que pocas veces o ninguna
habían sido cultivadas. Dado el descenso de la humedad relativa, quizá
fueran también más profundas, aunque ello debía responder tan sólo a
la experiencia lograda luego de años de trabajo en el mismo suelo.

Figura 8. Arado de vertedera de Regás, propuesto por Antonio Sandalio


Arias y Costa: a: dental visto por su planta; b: parte posterior del dental, con
la mortaja conveniente para ensamblarlo a la cama; c: parte posterior de la
vertedera; d: garganta; e: tabla del lado opuesto a la vertedera; f: reja, colo-
cada en el arado; g: casquillo de hierro que asegura el dental, la vertedera y
la tabla; H: reja vista fuera del arado. En Arias y Costa, A. S. (1818), lám. 3.

De cualquier forma, comparándolas con los métodos europeos, todas es-


tas labranzas eran sin duda muy pocas; pero, en el contexto rioplatense, la
variedad era la norma: “En Buenos Aires, con la mitad del trabajo que
aquí [la Banda Oriental] se impende, se disponen bien las tierras y rinden
generalmente más que aquí(...) Si yo propusiera el método que aquí se
observa para que lo siguieran, por ejemplo, en Mendoza, se burlarían de
mi ignorancia, pues en aquel país para sembrar trigo en tierras que han
sido de huertas en aquel otoño, no aran la tierra”.45 De ese modo, esas
pautas rutinariamente repetidas, a pesar de las críticas que generaban en

45 Liger, L. (1775); Pérez Castellano, J. M. (1914), p. 281.


la técnica agrícola a fines de la colonia 105

viajeros europeos ilustrados, se encontraban en realidad muy relacionadas


con las condiciones bióticas y climáticas locales.

Figura 9. Arando con arado pesado, con avantrén con ruedas y tracción
equina; rastreo con rastra rígida trapezoidal de madera y clavos de hierro.
Francia, hacia 1750. En Liger, L. (1775).

Entre cada “reja” era usual que se esperara alrededor de quince días,
para dar tiempo a que las malezas crecieran, de forma que se pudiera
eliminarlas satisfactoriamente luego al pasar nuevamente el arado.
Rosas insistía acerca de este cuidado al afirmar que “cuando tras de
una reja va la otra, aunque lleve veinte rejas será lo mismo que si le
dieran una sola”, lo que indica la preocupación por eliminar las ma-
lezas durante la labranza evitando así los mayores gastos que podían
sobrevenir, para esa economía siempre escasa de hombres, si se op-
taba por arrancarlas luego a mano.46 Los tratadistas criollos de ini-
cios del siglo XIX no entran usualmente en detalles acerca de la pro-
fundidad a la que debían realizarse las labranzas; Antonio Arias y Costa,
en su tratado publicado por primera vez en 1816, sólo distinguía entre

46 Rosas, J. M. (2002), p. 57.


106 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

labores frecuentes o esporádicas, profundas o superficiales, según la


calidad del terreno a sembrar, sin especificar diferencias en las distin-
tas labranzas a efectuar para una misma siembra sobre una misma tie-
rra.47 No se contaba aún con conocimientos acerca de la necesidad
de graduar las distintas profundidades de las labores según los obje-
tivos y los suelos a cubrir, a fin de lograr una más eficiente destrucción
de las malezas, que éstas sirvieran como abono y no molestaran al
sembrado, y que el suelo conservara y distribuyera suficiente canti-
dad de humedad. En parte, sin duda, estas condiciones no resultaban
tan cruciales a causa de que todos ellos escribían desde zonas húme-
das, linderas a las costas de ríos o arroyos, y contando a menudo con
mano de obra esclava, de reducido costo, tanto para las tareas de
arada como para las de destrucción manual de malezas. Pero,
cuando se avance hacia el interior, sobre tierras más secas, y la escla-
vitud comience a ser un recuerdo, los productores comenzarán a
prestar más atención a estos temas, como veremos luego.
Una vez roturada la tierra se efectuaban los surcos o amelgas, separados
entre sí por una distancia que Pérez Castellano gradúa entre tres y tres y
medio metros, a fin de que el sembrador se dirigiese por ellos para distri-
buir el grano con homogeneidad dentro de ambas líneas. Para la siembra,
la cantidad de semilla empleada variaba bastante, según fuera la calidad
de las tierras, la humedad relativa, la presencia de malezas o la época del
año, así como por factores todavía más aleatorios, como la pericia del sem-
brador. Las opiniones con respecto a las normas consideradas aceptables
eran por consiguiente heterogéneas, más allá de la tradicional proporción
de una fanega de semilla por cuadra; refiriéndose al partido bonaerense
de San Isidro, Vieytes afirmaba en 1806 que en tierras buenas era sufi-
ciente sembrar media fanega de semilla por cuadra cuadrada, y tres cuar-
tillas en tierras pobres. En tanto, para Antonio Cabello y Mesa las siembras
debían hacerse “con más o menos fanegas según lo favorable o adverso
que se presente el invierno”, entendiéndose por favorable el que hubiera
mucho hielo y pocas lluvias, siendo adverso lo contrario. A medida que el
cultivo del trigo se alejaba de las áreas húmedas de las costas las cantidades

47 Arias y Costa, A. S. (1818), t. I, pp. 272-275. Sobre la atención a las labores


en el Río de la Plata véase por ejemplo Semanario de Agricultura, t. I, nº 24,
2 de marzo de 1803, p. 185, y la obra de Pérez Castellano, J. M. (1914),
pp. 277-280.
la técnica agrícola a fines de la colonia 107

de semilla implantada parecen aumentar; Pedro Trápani, hacia 1830, indi-


caba que para las siembras efectuadas en mayo y junio bastaban tres cuar-
tillas por cuadra, mientras que para las hechas en julio había que contar
con una fanega.48 El preciso Bernardo Gutiérrez, en su carta al juez de
paz de Mercedes, especificaba que según la variedad de semilla era la can-
tidad de ésta que debía ser sembrada, desde una fanega por cuadra para
el trigo de pan, hasta tres cuartos de fanega para el blanco o anchuelo y el
chileno.49 Otros testimonios, más tardíos, tienden a coincidir con estos úl-
timos, incluso en áreas nuevas de frontera: para 1883 Clément Cabanettes
seguía recomendando una fanega por cuadra a sus colonos de Pigüé.50 Si
traducimos estas medidas antiguas a las actuales, podríamos decir que las
cantidades sembradas variaban desde alrededor de 41 hasta unos 82 litros
por hectárea.51
El sembrador levantaba una punta de su poncho, en general la iz-
quierda delantera, y formaba con ella y su brazo una alforja en la que
llevaba el grano. El trigo, sembrado “a voleo”, se tomaba en la mano en
proporción a la anchura de la amelga; debía arrojarse de derecha a iz-
quierda, formando una línea plana y algo curva; posteriormente se
araba otra vez para tapar la semilla, tratando de que ésta no quedara
muy profundamente sepultada, y, por fin, se pasaba la rastra, aunque
esto último no siempre se hacía.52 Las siembras “mateadas”, esto es,
guardando una cierta distancia entre una y otra planta y empleando en
cada una hasta cierta cantidad de semillas, demandaban más tiempo y
mano de obra, por lo que se las empleaba sobre todo en el cultivo de
hortalizas y legumbres, o en siembras de maíz en pequeña escala. Para las
superficies medianas a grandes se sembraba “a chorro”, es decir, sin guar-
dar distancia alguna, pero este método ofrecía el inconveniente de que
las raíces de las malezas crecían junto con los cultivos, perjudicándolos
e impidiendo su extracción sin dañarlos.53

48 Semanario de Agricultura, t. IV, nº 192, 21 de mayo de 1806, p. 308 del original,


338 de la reedición; Telégrafo Mercantil, t. III, nº 5, 31 de enero de 1802, p. 58
del original, 66 de la reedición; Amaral, S. y Ghio, J. M. (1995), p. 62.
49 Bernardo Gutiérrez al juez de paz, Mercedes, 30 de junio de 1856. En
Argentina. Estado de Buenos Aires (1854 y ss.), 2º semestre de 1855, nº 7 y 8,
p. 35.
50 Cabanettes, É. (1973), p. 9.
51 Véase Apéndice II.
52 Pérez Castellano, J. M. (1914), pp. 281-2; Rosas, J. M. (2002), p. 55.
53 Grigera, T. (1819), p. 25.
108 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

La búsqueda de métodos de siembra más eficientes incluyó ideas bas-


tante extemporáneas. En febrero de 1804 se propuso, desde las páginas
del Semanario de Agricultura, un método de siembra experimentado por La
Rochefoucault - Liancourt en 1801, interesante por su semejanza con el
tradicional uso indígena: consistía en efectuar orificios en la tierra a tres
pulgadas entre uno y otro, en filas distantes cinco entre sí. Mujeres o niños
seguían a quien efectuaba los hoyos, dejando caer dos granos en cada
uno, después de lo cual se pasaba el rastrillo hasta cubrirlos54. El articu-
lista, que no hace referencia a las similitudes con las prácticas de los aborí-
genes a pesar de que éstas eran bien conocidas, pondera exageradamente
sus rindes, quizá basándose en las obras de Tessier, uno de los más entu-
siastas propagadores del sistema de plantador, del cual sin dudas se trata.
Pero esta práctica nunca parece haber dado resultados económicos, a
causa del vasto uso de labor humana y los cuidados que exigía; el mismo
Tessier terminó por reconocer que sólo resultaba conveniente en épocas
de carestía, cuando el alto precio de la semilla imponía la necesidad de
ahorrarla. Considerando el estructuralmente alto valor del trabajo en el
cultivo extensivo propio del Río de la Plata, es muy poco probable que
haya tenido allí algún impacto en la agricultura mercantil.55
Dado que las diversas aradas recomendadas por los manuales insu-
mían también considerable gasto en mano de obra, la postergación o
reducción de éstas era una actitud habitual, sobre todo entre los pe-
queños o medianos productores, que no disponían de abundante
ayuda familiar o vecinal, debiendo acudir a la contratación de asala-
riados, y por consiguiente contar con el dinero necesario para ello, o
el crédito monetario que lo supliera.56 En las zonas de frontera,
donde la carestía era mayor, las labores parecen haber sido menos
cuidadosas, compensándose el bajo rendimiento relativo causado
por los defectos o falta de éstas con el mayor output propio de las bue-
nas tierras vírgenes, y con el bajo costo de ese factor; de cualquier
forma, el precio local del trigo parece haber sido más alto comparado

54 Semanario de Agricultura, t. II, nº 74, pp. 188-90, 15 de febrero de 1804. Com-


parar por ejemplo con Molina, J. I (1808), t. II, p. 14.
55 Sobre la crítica al sistema de plantación véase Aragó, B. (1881), t. I, pp. 517-
8; una descripción contemporánea de la técnica de cultivo indígena
rioplatense en Telégrafo Mercantil, t. 3, nº 8, 21 de febrero de 1802, p. 107
(115 de la reedición).
56 Entre otros, Grigera, T. (1819), p. 16.
la técnica agrícola a fines de la colonia 109

con el de las zonas más antiguas.57 Existía incluso, ya fuera por indo-
lencia o por falta de aperos, la posibilidad de sembrar “en pelo”, es de-
cir, sin roturación previa, simplemente enterrando la semilla sobre el
rastrojo, una tradición similar a la que hemos visto antes efectuada por
los guaraníes luego de quemar el monte. Este sistema, que en parte ha
sido recuperado en la actualidad mediante la llamada “siembra di-
recta” o “labranza cero”, es recomendado hoy por las modernas inves-
tigaciones agronómicas en tanto frena la erosión de los suelos y evita la
pérdida de fertilidad de las capas orgánicas superficiales, afectadas por
la práctica de labranzas agrícolas durante décadas.58 Más allá de cons-
tituir un antecedente quizá valioso, su utilización en el siglo XVIII ob-
viamente no producía resultados comparables con las pautas de efi-
ciencia actual: la calidad de las semillas y la abundancia de malezas
reducían seriamente su rendimiento, además de que las plagas se re-
producían con mucha mayor rapidez y facilidad que en terrenos pre-
viamente labrados. Aun cuando, como afirman los testigos de la
época, con este método se lograban sin embargo resultados relativos
aceptables y aun considerables, la proporción de semilla obtenida so-
bre la sembrada era menor, sobre todo cuando para compensar la
falta de roturación se “cargaba” con más semilla la siembra.59 Para en-
terrar las semillas volvía usualmente a ararse la tierra; no se aplicaba
el rodillo, o al menos las menciones de su uso son tardías, lo cual no
puede extrañar teniendo en cuenta las dificultades de procurarse
troncos de grosor suficiente, y los problemas que se generarían al in-
tentar arrastrarlos con los arcaicos y poco potentes medios de tracción
entonces disponibles.
Esa técnica de aumentar proporcionalmente la cantidad de semilla im-
plantada para compensar la falta de roturación y/o la siembra efectuada
en época avanzada del año, reducía así los rendimientos, y era una de las
razones para que quienes buscaban eficiencia trataran de sembrar tem-
prano y roturar lo suficiente. El ahorrativo organizador que fue Juan Ma-
nuel de Rosas recomendaba a sus chacareros que “siendo temprano debe

57 Referencias al respecto en Miers, J. (1826), t. I, vs. locs.


58 Véase por ejemplo el análisis de Eizykovicz, J. (2002), pp. 11-31.
59 Pérez Castellano, J. M. (1914), pp. 277-282; Garavaglia, J. C. (1999a), p. 184.
La práctica de cargar con más cantidad de semilla la siembra si ésta se hacía
tarde era bastante común en la agricultura tradicional, incluso en Inglaterra
o los Estados Unidos. Véase por ejemplo Nicholson, J. (1814), p. 297.
110 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

sembrarse ralo y tanto más si es tierra de huerta”. La siembra temprana


era asimismo recomendable para evitar las plagas y enfermedades, como
el muy peligroso polvillo, o isoca (probablemente un ustilago); en este as-
pecto, se sabía que las tierras que ya habían dado una o varias cosechas
eran mucho más susceptibles de infectarse que las vírgenes; de este modo,
“siempre convienen las siembras tempranas, pues así se corre menos
riesgo del polvillo, menos semilla se derrama y viene más pronto...”.60 De
todos modos, debe considerarse que la lógica abundancia de malezas en
tierras húmedas, como lo eran en general aquellas dedicadas al cultivo en
el área pampeana tardocolonial, autorizaba el sembrar tupido, cargando
de semilla la tierra a fin de que las plantas al crecer sofocaran por sí mis-
mas la mayor cantidad posible de malezas, ahorrando consiguientemente
la costosa mano de obra necesaria para arrancarlas luego manualmente.
En este aspecto, un publicista ilustrado como Juan Hipólito Vieytes volvía
a equivocarse cuando recomendaba a los labradores sembrar ligero, si-
guiendo los consejos de Henri Louis Duhamel du Monceau, y no los de
Meuvret, quien había advertido los efectos de un régimen de lluvias gene-
roso sobre una siembra expuesta a llenarse de malezas.61 Probablemente,
la actitud de Rosas pueda también explicarse porque sus tierras de cultivo
en Los Cerrillos no eran tan húmedas como las de las tradicionales áreas
agrícolas del norte bonaerense.
La elección de la semilla no parece haber sido motivo de excesivos cui-
dados prácticos y rutinarios, al menos no al nivel de las siembras: todavía
hacia la década de 1820 Rosas se veía obligado a prescribir el trigo
“más superior y más limpio”, y no el chuzo, o mal granado, el que por
lo visto se sembraba igual.62 Es singular que esto ocurriera, siendo

60 Rosas, J. M. (2002), pp. 56-57. La denominación de “polvillo cereal” se atribuía a


diversas plagas diferentes que los europeos de la misma época distinguían con
nombres específicos (añublo o tizón en España, por ejemplo). Pellegrini, C.
(1854), p. 109. Véase en la figura 7 una imagen de trigo afectado por el carbón.
61 Vieytes, J. H. (1956), pp. 210-2; también Semanario de Agricultura, t. I, p. 156, 2 de
febrero de 1803, sobre la obra de Duhamel du Monceau, L. (1753). Véanse al res-
pecto las interesantes reflexiones de Garavaglia, J. C. (1987), pp. 62-3. Para 1806
Vieytes parece haber reconocido la poca utilidad de esas extrapolaciones excesi-
vas de autores europeos: “Guárdate muy bien de decidirte desde luego por los
excelentes consejos que nos ministran en sus libros diariamente los mejores agró-
nomos de Europa. Los terrenos y las estaciones varían tanto como los
individuos”. Semanario de Agricultura, t. IV, nº 192, 21 de mayo de 1806, p. 308 del
original, 338 de la reedición.
62 Rosas, J. M. (2002), p. 56.
la técnica agrícola a fines de la colonia 111

muy fácil diferenciarlo a simple vista del de mejor calidad, en tanto el


grano se volvía chuzo sobre todo en tiempos de mucha neblina o fuerte ca-
lor, apareciendo extremadamente liviano y seco.63 Tampoco se aplicaba
ningún preservativo contra las plagas; recién en la década de 1820 comen-
zará a hablarse de la aplicación previa de baños de cal o de sulfato de co-
bre en las semillas a sembrar para reducir los riesgos de que las plantas fue-
ran atacadas por las enfermedades y hongos más corrientes de los granos.

Figura 10. Trigo afectado por el carbón. En La Agricultura, t. I, 1893, p. 145.

La identificación de las variedades entonces sembradas es práctica-


mente imposible, dado que no parecen existir clasificaciones cientí-
ficas de ellas sino sólo descripciones más o menos impresionistas; por

63 Descripción del trigo chuzo en diversos autores, por ejemplo Marchevsky, E.


(1964), p. 137.
112 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

otra parte, la introducción esporádica de semillas de otras variedades


en diversos momentos y lugares fue sin dudas modificando las carac-
terísticas originarias del grano, así como también lo hicieron los lar-
gos períodos sin renovación de las simientes, la propia cruza con
ejemplares desarrollados en distintas partes, los procesos de selec-
ción natural y la misma adaptación al medio. Las clasificaciones de fi-
nes del siglo XIX dividían a los trigos según su época de siembra, se-
gún que sus espigas tuvieran o no barbas, o según su grado de dureza
al tacto.64 En estos aspectos, podríamos decir que en el Río de la
Plata tardocolonial parecen haber predominado los trigos de in-
vierno, duros o gruesos, y en especial con barbas, todas característi-
cas más frecuentes en la producción de los países cálidos, llanos y en
cultivos extensivos, con el menor gasto posible en mano de obra por
hectárea.
La usual distinción entre trigos tiernos [triticum sativum], destina-
dos a panificación, y trigos duros [triticum durum], empleados de pre-
ferencia por los fabricantes de pastas, pierde así un poco de su clari-
dad, ya que el destino preferencial de los trigos rioplatenses era la
elaboración de panes, o su empleo directo en grano en determina-
dos platos, todas funciones mejor cumplidas por los trigos tiernos; de
todos modos, el pan resultante era usualmente una dura galleta que
debía romperse a martillazos, y no el esponjoso producto que cono-
cemos hoy.65 Es singular que, hacia fines del siglo XIX, la transforma-
ción agrícola incluyera, al menos en Buenos Aires, un predominio de
los trigos tiernos, en tanto la producción, entonces mayormente ex-
portable, debía adaptarse a los gustos de los consumidores europeos,
habiendo perdido así sus características de una centuria atrás. Martin
de Moussy había ya constatado esta tendencia hacia mediados del si-
glo XIX, ligada probablemente a los cambios en el consumo urbano,
indicando que en el litoral predominaban los trigos tiernos, y los du-
ros en el interior.66 Se trataba en cualquier caso de trigos rústicos, y

64 Véanse por ejemplo Aragó, B. (1881); Boussingault, I. B. (1874), pp. 132-7;


Simois, D. L. (1893b), p. 1035; Signez, E. (1893), p. 232.
65 Arcondo, A. (2002), pp. 107 y ss.; sobre la distinción y variedades de trigos
duros y blandos véase entre otros Lix Klett, C. (1893), p. 264.
66 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 478. Esta diferencia podría también
deberse a condiciones de humedad diferentes, dado que los trigos duros se
dan mejor en áreas más secas.
la técnica agrícola a fines de la colonia 113

no de las razas estimadas y de alto valor comercial cultivadas en Fran-


cia, Inglaterra o Rusia, en donde predominaban los trigos tiernos.67
Ir más lejos de ello implica entrar en el terreno de las conjeturas; de
cualquier modo, y siempre según las descripciones disponibles, hasta
inicios del siglo XIX dos parecen haber sido las variedades fundamen-
tales de trigo sembrado: el criollo, o común de invierno, la vieja simiente
tradicional, y el chileno, aunque existían, en menor grado, el trigo de
pan, al parecer variedad del triticum turgidum de Linneo, el colorado y el
motilón. Referencias dispersas mencionan también otras variedades,
como el anchuelo, un trigo que aparece sembrado por los labradores
criollos santafesinos y entrerrianos ya desde mediados del siglo XVIII,
y aun todavía en la década de 1880.68
El trigo criollo, también llamado chico o barbudo, era de grano pe-
queño y redondeado; según Saint Hilaire, un trigo similar cultivado
en Curitiba, Brasil, podría deber su escaso tamaño a la degeneración de
las semillas luego de siglos sin ser renovadas.69 A pesar de tratarse de un
trigo duro, es decir, más apto para pastas, ésa era la semilla más difun-
dida; se la encuentra referida documentalmente en toda el área rio-
platense.70 Es probable que ese trigo criollo fuera el que, en estado sil-
vestre, se hallaba en gran abundancia en la provincia de Buenos Aires
hacia mediados de la década de 1870, y que fuera considerado por
Jessen como variedad del triticum sativum Lam., aunque esto último
puede ser discutible.71 De todos modos, la lógica indica que debie-
ron tener importancia las versiones adaptadas localmente de los tri-
gos duros de origen africano predominantes en Italia Meridional y
en España desde tiempos inmemoriales, especialmente conocidos

67 Simois, D. L. (1893), pp. 12-13; entre otros puede consultarse la obra de


Girola, C. (1904), pp. 35 y ss., quien describe las variedades más cultivadas
en el sur bonaerense hacia fines del siglo XIX.
68 Sobre Santa Fe, trigos recogidos en los parajes de Arroyos y Rosario en 1758,
en DEEC, t. 32, exp. 319, fs. 19 r. (o 16 en la numeración de época); sobre
Entre Ríos, testimonio de Benito Pérez, de inicios de la segunda mitad del
siglo XIX, en Fernández Armesto, V. (2000), pp. 63-72; Beaurain Barreto, J.
A. (2001), p. 18.
69 Saint-Hilaire, A. P. de (1997). Los granos de trigo bonaerense colonial tenían
aproximadamente la mitad del tamaño que los españoles. Amaral, S. y Ghio,
J. M. (1995), p. 62.
70 Paucke, F. (1942/4), t. III, pp. 173-4; Pérez Castellano, J. (1914), p. 275.
71 Berg, C. (1877), p. 202, lo clasificaba como trigo duro [triticum durum
Desf.].
114 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

por aclimatarse muy bien al calor del mediodía europeo, difíciles de mo-
ler por su dureza y que requieren además tierras profundas y de
buena calidad.72
El trigo de pan se destinaba a la elaboración de panes de mayor cali-
dad. El trigo llamado chileno, pero no necesariamente originario de
ese país, fue clasificado por Henri L. de Vilmorin entre los sativum de caña
hueca, de variedad sin barbas; era muy pequeño, precoz, quizá el
más rústico de los trigos de grano desnudo; sin embargo, su caña
gruesa le permitía resistir mejor a los fuertes vientos pampeanos, lo
cual lo volvía especialmente apreciable sobre todo en las áreas aleja-
das de los ríos donde la escasa presencia de árboles no impedía que
las corrientes de aire sacudieran con fuerza los cultivos. De todos mo-
dos, se trataba de un trigo poco productivo, que hacia el tercer
cuarto del siglo XIX no era muy utilizado en países fértiles.73 Según
Garavaglia, este trigo era similar al candeal y tenía en general espiga
más corta pero con más granos que la del común; también de él se
hacía pan, aunque sobre todo se lo utilizaba directamente en las co-
midas tradicionales.74 Su harina era más morena y de menor calidad
que la del trigo común, y sin dudas sus diferencias con el candeal eu-
ropeo eran muy marcadas: este último, en la clasificación de Rojas
Clemente (recogida por Aragó), es el llamado trigo de primavera, de
estío o tremesino; de grano blando como el chamorro, se diferenciaba
de éste en las aristas desparramadas que erizaban las espigas; las que
se desunían con facilidad si se retardaba la recolección, volviéndolo
particularmente poco apto para las características productivas pam-
peanas.75 Por lo demás, el candeal que se cultivará en pequeña escala en
ciertos lugares de la región pampeana a partir de finales del siglo XIX es
un trigo con barbas y de grano muy duro, y, más importante aún,
para esos años se diferenciaban claramente las antiguas variedades
adaptadas después de largas décadas al tosco medio rioplatense, y
por tanto degeneradas y de mala calidad, comparadas con los granos

72 Aragó, B. (1881), t. I, pp. 103-4.


73 Ibid., t. I, p. 117.
74 Garavaglia, J. C. (1999a), p. 191. Sutcliffe también registra el trigo chileno
candeal o marrón. Sutcliffe, Th. (1841), p. 328; Simois era de opinión de
que el candeal argentino de su época provenía de Chile. Simois, D.
(1893), p. 14.
75 Aragó, B. (1881), t. I, pp. 94 y ss.
la técnica agrícola a fines de la colonia 115

provenientes de tipos importados, puros y de clase superior, por los


cuales se pagaban diferencias de precio sustanciales.76

Figura 11. Espiga de trigo candeal. Fines del siglo XIX. En Daireaux, G.
(1901), p. 394.

Hacia fines del siglo XVIII comienzan a aparecer, en manos de ciertos


productores, algunas variedades nuevas; una de ellas, el trigo italiano fa-
rro, descripto por Pérez Castellano (quien parece haber sido su intro-
ductor, al menos en la Banda Oriental) como de gusto mejor y más
suave que el chileno; muy buscado por los fabricantes de fideos, hacia
1813 había terminado por reemplazar allí casi totalmente a este último,
componiéndose de él la mayor parte de los cultivos.77 Parece haber
continuado utilizándose todavía a finales del siglo XIX; Berro trans-
cribe párrafos de un manual agrícola en el que figuraba bajo el nombre
de trigo blanco, o de Roma, o trigo santo.78 La identificación bajo pautas
claras es como hemos dicho muy difícil, pero quizá el tipo original sea
el trigo de Toscana en la clasificación de Vilmorin, quien lo ubica entre
los sativum con barbas, de caña hueca y espiga blanca y lisa.79 En todo
caso, aun cuando así fuera, los resultados variaban mucho según la evo-
lución que hubiera sufrido la semilla luego de su interacción con el me-
dio y de su mezcla con otras distintas, así como a causa de múltiples fac-
tores, entre ellos en especial las condiciones del lugar de siembra y la
forma en que ésta había sido efectuada. Por ejemplo, el trigo común,
sembrado en valles, era más rendidor pero de grano más largo y de
harina de menor calidad que el cultivado en lugares altos, más secos y

76 Daireaux, G. (1901), p. 394; Francisco Devicenzi, “El trigo Barletta”, en La


Agricultura, t. I, 1893, pp. 145-6.
77 Pérez Castellano, J. (1914), p. 275.
78 Berro, M. B. (1914), p. 177.
79 Aragó, B. (1881), t. I, pp. 107; 126.
116 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

lejanos de los ríos, donde la menor humedad relativa ambiente le evi-


taba asimismo el ataque de ciertas plagas.80 Por lo demás, el cultivo en
terrenos de huerta o en los cuales se empleara algún tipo de rotación,
como ocurría en Mendoza o a veces en la zona norte de Buenos Aires,
tendía a producir trigos de mayor calidad, y de rendimiento más alto
por cada grano sembrado.
En todo caso, el producto final terminaba siempre compuesto de
mezclas de las más diversas índoles, dado que en la comercialización
del grano no se especificaba nunca su variedad, reuniéndose usual-
mente en los molinos los trigos provenientes de muy diversos produc-
tores y de muy diferente origen. Hacia el inicio del siglo XIX surgirá
la distinción entre trigos de costa y trigos salados en los mercados bo-
naerenses, que habrá de mantenerse casi hasta los últimos años de esa
centuria. Esa distinción indicaba de forma bastante vaga su lugar de
producción, los primeros del norte bonaerense, los segundos prove-
nientes de las áreas de frontera cercanas al río de ese nombre. Pero
no se trataba en modo alguno de una denominación de origen, sino
tan sólo de una discriminación empírica según la calidad del grano,
que aludía en esencia a que los trigos cosechados en terrenos puestos
recientemente en cultivo debían producir trigos inferiores (o salados),
no sólo por las rudimentarias prácticas culturales sino también por la
excesiva riqueza de esos terrenos vírgenes. Se daba así preferencia a
los trigos de costa, es decir, cosechados en áreas desde hacía largo
tiempo cultivadas, y por tanto capaces de producir semillas de mayor
calidad. Entre ellos, se contaba sin dudas como el más aceptable al co-
sechado en el partido bonaerense de San Isidro y sus alrededores,
pero nadie ponía tampoco en duda que las regiones que en un prin-
cipio producían trigos salados, después de algunos años podían llegar
a producir trigos de costa.81
En cuanto a los rendimientos, la confusión es todavía mayor que en
lo que respecta a las variedades. Si hemos de juzgar por los muy impre-
sionistas testimonios de los contemporáneos, los del trigo rioplatense
podrían haber sido bastante altos, medidos contra los de otras tierras
trigueras americanas o incluso europeas. Juan Álvarez, por ejemplo,
comparaba los rindes bonaerenses coloniales con los españoles de la

80 Pérez Castellano, J. (1914), p. 276.


81 Simois, D. L. (1893), p. 13; Mulhall, M. G. & E. T. (1892), p. 75.
la técnica agrícola a fines de la colonia 117

época, encontrándolos superiores al menos en tres veces.82 Algunos via-


jeros entusiastas hablaron de rindes realmente sorprendentes, pero los
cálculos de la época, basados en recuentos de granos cosechados contra
granos sembrados, son extremadamente empíricos y muy poco confia-
bles. Aun cuando refiriéndose a “hacendados”, es decir a empresarios
ganaderos que se dedicaban también a la agricultura, Oyarvide indi-
caba para la Banda Oriental de 1784 rindes de cien por uno, sin nin-
guna duda extremadamente exagerados, algo similar podría decirse de
los que mencionaba para Mendoza el Telégrafo Mercantil en un artículo
de enero de 1802, bien que allí la irrigación artificial pudiera lograr mi-
lagros relativos.83 Garavaglia parece aceptar la tesitura de los altos ren-
dimientos del trigo bonaerense al transcribir los resultados de algunas
experiencias aisladas de mediados del siglo XIX y compararlas con los
rendimientos medios de Francia en la década de 1840.84
Sin embargo, en nuestra opinión resulta extremadamente aventu-
rado, además de poco útil, comparar los rendimientos medios de una
agricultura intensiva, con vasto uso de abonos, labranzas, irrigación y
fuerza humana como la europea, con los correspondientes a ensayos
puntuales, nada sistemáticos, efectuados en sitios sin especificación
clara de calidad de suelos, y sobre todo correspondientes a una agricul-
tura estructuralmente distinta de aquélla: extensiva, sin abonos, de se-
cano y que ahorraba lo máximo posible una siempre costosa mano de
obra a través de la ampliación del uso del factor más barato, la tierra.
Esta situación, propia de las tierras americanas, aparece con claridad ya
en las clásicas cartas de George Washington a Arthur Young; una de
ellas, transcripta por Boussingault, decía: “Un plantador inglés debe te-
ner una opinión sumamente desventajosa de nuestro suelo, si llega a sa-
ber que un acre no produce aquí sino 8 a 10 bushels de trigo; pero no
debe olvidar que en todos los países en que las tierras son baratas y los
brazos caros se prefiere cultivar mucho a cultivar bien”.85

82 Alvarez, J. (1910), p. 174.


83 Oyarvide, A. de (1865), t. VII, p. 49; Telégrafo Mercantil, t. III, p. 69, Buenos
Aires, 31 de enero de 1802, indica que hay lugares en que las chacras trigue-
ras mendocinas producen “más de ciento por uno”.
84 Garavaglia, J. C. (1999a), p. 190.
85 En Boussingault, I. (1874), p. 134. Los 8 a 10 bushels por acre corresponden
aproximadamente a 7 a 9 hectolitros por hectárea. Al respecto, Estanislao Zeba-
llos apuntaba con agudeza en 1894: “Si se compara la cantidad de cada cereal
118 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Sin ir más lejos, un par de datos correspondientes a períodos en que


se recopilaban estadísticas más certeras servirá para mostrar la inmensi-
dad de las diferencias. Hacia 1894, un año normal, se estimaban rendi-
mientos medios para la cosecha del trigo en Inglaterra de entre 23 y 27
bushels por acre, esto es, de 2.026 a 2.642 litros por hectárea; para
1894/5, los rendimientos medios de la cosecha argentina apenas alcan-
zaron a 835 litros por hectárea, mientras que en todo el período que va
entre las cosechas de 1890/1 y 1899/1900 el promedio fue de sólo 749
litros, incluyendo años de cosechas excepcionales como 1893/4, en que
el producto alcanzó en promedio a 1.216 litros por hectárea, una cifra
que tardaría mucho tiempo en volver a lograrse.86 Y, si volvemos a las con-
diciones de finales del siglo XVIII, debemos agregar que se trataba de
productos también estructuralmente muy distintos: el trigo europeo te-
nía sin ninguna duda un peso por hectolitro mucho mayor que el riopla-
tense, y un rendimiento en harina también muy superior, derivaciones
propias de largos siglos de selección de semillas y de aplicación de
tecnologías de cultivo intensivo.
Por lo demás, las situaciones concretas eran en extremo heterogéneas:
las cosechas de un terreno virgen, cuando no fallaban por la multitud de
riesgos inherentes a una agricultura de espacios abiertos, ofrecían rendi-
mientos espectacularmente altos, aunque de trigos inferiores; las de una
tierra cansada tras varios años de cosechas sucesivas de un mismo cereal,
sin renovar nunca la semilla, eran muy magros. Las de un terreno irrigado
eran lógicamente mucho mayores que las de áreas de cultivo en secano,
y las labranzas necesarias para obtener un producto abundante eran
también menores en aquéllos. Sea dicho esto sin analizar aún las distin-
tas condiciones de los suelos, los efectos de la disímil disponibilidad
de humedad, el clima, la presencia de vientos que desgranaran las
plantas, la calidad de la simiente, la época de siembra, la pericia del

cosechado en Europa o en los Estados Unidos de América y en la República


Argentina (...) no se obtiene una relación exacta, ni instructiva, porque las con-
diciones económicas de la producción son diferentes. Todo el cereal europeo y
una parte del cereal norteamericano proceden de tierra abonada y el cereal
argentino de suelo perfectamente natural”. Zeballos, E. (1894) p. 563.
86 Datos de cosecha en Inglaterra en La Agricultura, año 3, nº 146, 17-10-1895,
pp. 796-7; rendimientos medios de las cosechas argentinas entre 1890/1 y
1899/1900 en Giménez, O. (1970), pp. 380-381-387-406-407, salvedad hecha
de un error en la cosecha 1893/4. Conversiones a litros y hectáreas según
Rowlett, R. (2004), sub voce.
la técnica agrícola a fines de la colonia 119

labrador o las labores bien o mal efectuadas. Por otra parte, en las par-
ticulares condiciones operativas anteriores a la introducción de proce-
sos productivos modernos, la pérdida de grano entre la cosecha y la
venta efectiva del cereal eran enormes, por lo cual, aun un rendimiento
de veinte, treinta o incluso cien granos en condiciones experimentales
se reducía sustancialmente en la realidad por efecto del inmenso des-
perdicio provocado por los métodos tradicionales de cosecha, trillado y
ensacado.
Más adecuados son los estudios con datos de rendimientos obtenidos
en determinadas explotaciones puntuales a lo largo de varios años, o,
quizá, las observaciones de testigos experimentados de la época; pero
de cualquier forma estamos todavía muy lejos de poder contar con in-
dicios seguros.87 A ello hay que agregar aun los riesgos a los que esta-
ban expuestos los sembrados por plagas, contingencias climáticas o por
los frecuentes incendios que asolaban la campaña en el ardor del ve-
rano.88 El trigo de entonces era de tallo mucho más alto que los híbri-
dos actuales, oscilando entre 0,80 y 1,50 metro ya maduro; en esas con-
diciones, las espigas podían desgranarse ante cualquier viento fuerte.89
En este aspecto, Pérez Castellano recomendaba la plantación de ombúes,
los cuales, según decía, lograban detener el viento con más eficacia que
otros árboles. El mismo autor resumía las distancias entre las medicio-
nes experimentales y los rendimientos reales observando que una sola
planta cuidada con esmero sin dudas podría dar cien granos y aún más;
pero que lo corriente era obtener, al final del proceso productivo, ape-
nas la décima parte: tan inmenso era el desperdicio que se obraba en la
recolección, trilla y embolsado del grano.90
Un articulista del Telégrafo Mercantil indicaba, con prudencia, que la co-
secha de trigo en Rosario de los Arroyos, “siendo el año bueno, y estando

87 Véase por ejemplo la comparación entre estimaciones de rendimientos ela-


boradas por Félix de Azara y otros expertos de la época y los obtenidos en
una explotación concreta en Gelman, J. “Una región y una chacra en la cam-
paña rioplatense: las condiciones de la producción triguera a fines de la
época colonial” en Desarrollo Económico, 28, 112, pp. 577-599, 1989.
88 Sobre el tema véase por ejemplo el Telégrafo Mercantil, t. III, nº 5, p. 63,
Buenos Aires, 31 de enero de 1802; indicaciones acerca de los extraordina-
rios rendimientos obtenidos en condiciones experimentales en Aragó, B., El
trigo..., t. I, p. 178.
89 Al respecto, Miatello, H. (1904).
90 Pérez Castellano, J. (1914), pp. 259-60.
120 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

la tierra bien cultivada, ha habido ejemplares que den cincuenta por


uno”, considerándolos como rendimientos muy altos.91 Un observador
realista como Pérez Castellano, contando además con el fruto de su ex-
periencia de cuarenta años de labor agrícola, estimaba en 1813 que una
cosecha “buena” era la que reportaba de 10 a 20 granos de trigo por
cada uno sembrado; mientras que aquellas en las que se obtenían me-
nos de 10 granos eran “menguadas”, y “superiores” las de más de 30, en
todos los casos contando el grano efectivamente ensacado luego de la
trilla.92 Varios estudios de rendimientos concretos realizados sobre cha-
cras trigueras en Buenos Aires y la Banda Oriental tardocolonial coinci-
den bastante con las estimaciones de Pérez Castellano.93 Todavía para
mediados de la década de 1850 los rendimientos medios por grano pa-
recían coincidir con estos últimos, a tenor de las mediciones de Victor
Martin de Moussy, hechas sobre bases bastante más firmes que las de
muchos de sus predecesores.94
Si aceptamos entonces una producción promedio de 10 a 15 granos
por unidad sembrada, tendríamos, calculando rendimientos por hectá-
rea, entre 817 y 1.226 litros, más altos pero en esencia todavía dentro
del rango de los promedios generales que se obtenían a fines del siglo
XIX. Si nos ponemos a comparar, serían algo menores a los de la agri-
cultura extensiva norteamericana, menores aún que la canadiense,
aproximadamente la mitad de los correspondientes a la agricultura irri-
gada mendocina, y entre la tercera parte y la mitad de los rendimientos
promedio propios de la agricultura intensiva en los países europeos
más adelantados.95
Hacia noviembre se preparaban las eras para la trilla del trigo, mien-
tras que la época más propicia para la cosecha era entre diciembre y
enero, dependiendo de la latitud. Dado que ésta se hacía lo más rápido
posible para evitar que el cereal fuera afectado por fenómenos climáti-
cos, el trigo se recogía ya maduro; la falta de métodos adecuados para

91 Telégrafo Mercantil, t. III, nº 16, 18 de abril de 1802, p. 241 del original, 249 de
la reedición.
92 Pérez Castellano, J. (1914), pp. 283-4.
93 Gelman, J. (1989); Fradkin, R. (1992).
94 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, pp. 474-5.
95 Girola, C. A. (1904; 1901), pp. 6-7; medidas de conversión de fanegas en
Napp, R. (1876), pp. 368/9; rendimientos del trigo mendocino en Martin de
Moussy, V. (1860-64), t. I, pp. 474-5; del trigo estadounidense y canadiense
en Rutter, W. P. (1911), p. 126.
la técnica agrícola a fines de la colonia 121

protegerlo una vez engavillado impedía la posibilidad de cortarlo más


verde para esperar a que madurara fuera de la planta, de manera que se
lograra conservar mejor el grano, práctica que se empleaba en México.96
Por otra parte, el intenso calor lo hacía madurar rápidamente, lo que
obligaba a apurar la siega.97
Con mucho, la cosecha era entonces la actividad más intensiva en
mano de obra, con la circunstancia agravante de que esa tarea debía
efectuarse en muy corto tiempo, en la época en que la mano de obra
escaseaba más agudamente dado que se trataba del momento de tra-
bajo más intensivo del año, por tanto, cuando había que pagar más al-
tos salarios, y en general en moneda contante, un bien siempre escaso
en el mundo rural. Los agricultores en modesta escala recurrían a la
ayuda mutua, o minga, prestada por algunos o aun todos los miembros
del grupo familiar, por turnos, en las explotaciones de los vecinos; de
todos modos, esto implicaba esperar en la propia explotación hasta
que llegara el turno correspondiente, con los riesgos de que una lluvia,
un granizo tardío o un temporal dañaran consiguientemente el sem-
brado. Quienes no querían esperar o no podían hacerlo, o los que
sembraban extensiones más considerables, se encontraban en graves
problemas si no contaban con el dinero en efectivo suficiente para sa-
tisfacer los elevados salarios de la época de cosecha; en todo caso, en
esa época se anudaban lazos de endeudamiento con otros productores
más pudientes, a fin de poder hacer frente a los mayores costos. La co-
secha, la trilla y el aventado, todas actividades que convocaban gran
concurso de personas, constituían gratos momentos de reunión social:
fiestas y regocijos nocturnos o domingueros amenizaban las duras ta-
reas cotidianas, y no era raro que se anudaran noviazgos, amistades y
negocios por doquier.
Para la cosecha, la herramienta fundamental era la hoz, utilizada
para recoger granos pequeños en el mundo mediterráneo desde va-
rios miles de años atrás, pero a veces se la reemplazaba por grandes
cuchillos.98 La guadaña, invención posterior, no parece haber llegado
a ser conocida en la agricultura tardocolonial. Si bien las formas básicas
del instrumento eran las mismas, parece haber habido también en este

96 Pérez Castellano, J. (1914), p. 285.


97 Beck Bernard, Ch. (1866b), pp. 72-3.
98 Entre otros Napp, R. (1876), p. 286.
122 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

caso ciertas variaciones regionales. El trigo se cortaba a unos treinta


centímetros del suelo; era luego acumulado en pequeños montones
cerca de las hileras donde había crecido, las mujeres y los niños lo reco-
gían en gavillas, sin atarlas, y las llevaban hasta cueros preparados para
ese fin, tomados de animales enteros, secados al sol los días previos. Co-
locadas allí las mieses, eran sujetadas por tientos cruzados construidos a
partir de lo que habían sido las extremidades del animal; los fardos re-
sultantes eran luego atados a caballos y arrastrados hacia la parva, en las
cercanías de la era.99 Pérez Castellano recomendaba el atado de las ga-
villas en haces de gran tamaño, formando lo que en la Banda Oriental
se conocía como molles, ordenando los cabos de las plantas hacia un
lado, y las espigas hacia el otro, “porque ese trabajo ahorra que se pierdan
muchas espigas, que suele el viento desparramar en el rastrojo, y facilita el
emparvar pronto y bien en la era”.100
Ésta constituía un área de tierra apisonada, que en forma previa se
limpiaba de toda vegetación y piedras; a menudo se endurecía adicio-
nalmente su suelo volcando agua para formar barro, introduciendo
luego paja y haciendo pisotear la masa resultante por un rebaño de ovi-
nos, dejándolo luego secar. Se cercaba el lugar mediante una empali-
zada o, más corrientemente, con postes y cueros, y se amontonaban en
él los trigos. Una tropilla de doce a quince yeguas era introducida pos-
teriormente en el recinto, y se las hacía correr a toda la velocidad posi-
ble sobre la mies, azuzándolas con paños, gritos y ramas puntiagudas; se
las remudaba varias veces, manteniendo la actividad durante todo el
día. Una vez el grano era desprendido de la espiga, se formaban mon-
tículos redondeados, llamados ballenas, orientados hacia el sur, lugar
del que era usual que vinieran los vientos más secos; se esperaban pa-
cientemente los vientos, que debían tener un grado suficiente de inten-
sidad, ni demasiado fuerte que dispersara el grano, ni tan débil que no
lograra filtrar la paja. Con horquillas, contra el viento, se aventaba el
trigo trillado con técnicas precisas por las cuales, a efecto de la acción
del aire, el grano se separaba de la paja. No era raro que las mujeres,
usualmente encargadas de esas labores, recogieran luego la granza, es

99 Diversas descripciones al respecto; véanse por ejemplo Coria, L. (2005), p.


106; Sutcliffe, T. [1841], pp. 328-9; McCann, W, (1853), t. I, pp. 134-5; Napp,
R. (1876), p. 286; [Lemée, C. (1893)], p. 1533.
100 Pérez Castellano, J. (1914), p. 285.
la técnica agrícola a fines de la colonia 123

decir, la primera paja de desecho, con la que efectuaban una segunda


trilla para obtener algo más de grano. Posteriormente se lo pasaba por
la zaranda y quedaba listo para su ensacado.101

Figura 12. Actividades ligadas al cultivo del trigo en Santa Fe, hacia 1750. En
primer plano, labranza de las tierras con arado criollo de madera, tirado por
bueyes; detrás, uso de una rastra de ramas. Arriba a la izquierda, un campo
cercado, con las gavillas de trigo ya cortadas; tres jinetes acarreando a cincha
el cereal sobre cajones o cueros. A la derecha, trillado del trigo en la era con
yeguas; en el centro, aventado. A la izquierda, ensacado del trigo en vacunos
vaciados. En Paucke, F. (1943-44), t. III, e/pp. 172-3, lám. XXXVI.

En Mendoza o en San Juan, donde las lluvias son raras, a veces se conser-
vaba el trigo en parvas, sin trillarlo, pero en el litoral esto resultaba impo-
sible por las frecuentes tormentas. Si no se optaba por almacenar el grano

101 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 479; Coria, L. (2005), pp. 106-7; Ber-
nardo Gutiérrez al juez de paz, Mercedes, 30 de junio de 1856, en Argentina.
Estado de Buenos Aires (1854 y ss.), 2º semestre de 1855, nº 7 y 8, pp. 35 y
ss.; [Lemée, C. (1893)], p. 1533.
124 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

en silos subterráneos o en noques, se lo embolsaba en sacos de tela en el in-


terior, mientras que en el litoral se empleaban de preferencia cueros cosi-
dos, que llenos hasta el tope eran posteriormente humedecidos y luego se-
cados al sol, con lo que tomaban una consistencia pétrea. Se intentaba
prevenir los daños del gorgojo [staphylinus] mediante estiércol fresco de
vaca, untado espesamente por todas las aberturas del saco.102 Aun cuando
todavía en la década de 1860 circulaban manuales recomendando los va-
rios métodos de trilla europeos alternativos al uso de equinos, no parece
que ninguno lo lograra reemplazar eficazmente en la agricultura riopla-
tense hasta la introducción de maquinarias de gran porte.103

5. el diagnóstico ilustrado sobre la técnica agrícola rioplatense

El último cuarto del siglo XVIII constituye en Europa una época de gran
atención al progreso agrícola; bajo el influjo del pensamiento fisiócrata y
las nuevas concepciones del poder real, entonces más volcado al bienestar
de sus súbditos, se produjo una creciente agitación intelectual en torno a
las formas de aumentar el producto agrario, que fueron fomentadas tam-
bién por los monarcas.104 El resultado de esas búsquedas no siempre fue
exitoso, pero en general puede afirmarse que se realizaron notables avan-
ces y, en especial, a través de diversas publicaciones se fueron difundiendo
las mejoras e inventos de las décadas previas. De cualquier modo, salvo en
Inglaterra, esa difusión continuó siendo acotada: si exceptuamos algunas
áreas más valorizadas cercanas a las grandes ciudades, o las explotaciones
empresariales capitalizadas, el agro francés continuó, por ejemplo, siendo
tributario de métodos arcaicos, lo cual, en buena parte, se debía sin dudas
a la también arcaica estructura social, como lo notaban los publicistas de
la época.105

102 Paucke, F. (1943-4), t. III, p. 177.


103 Un ejemplo en el uso del trillo, recomendado por un manual de labranza chi-
leno traducido del francés, que proporcionaba mayores rendimientos y
limpieza, pero muy impráctico por su escasa capacidad operativa (sólo podían
trillarse una o dos gavillas a la vez). [Moll, Schlipf y otros] (1860), pp. 133 y s.
104 MacLachlan, C. (1988)
105 Sobre los métodos del agro francés, véase Derry, T. K. y Trevor H. Williams
(2004), t. I.
la técnica agrícola a fines de la colonia 125

De esta forma, era posible observar la coexistencia aparentemente


contradictoria de sistemas de explotación agrícola muy diferentes en
cuanto a su intensividad, y más aún en lo que respecta a sus prácticas,
acentuadas además por la heterogeneidad de recetas disponible. En al-
gunos manuales agrícolas franceses, hacia 1765, continuaba preconi-
zándose la rotación trienal, con un año de barbecho; sin embargo, en
otras regiones de la Europa de esa época este último ya había comen-
zado a ser dejado de lado en favor de la alternancia de cultivos, en un
proceso que hacia fines del siglo ya se había propagado en forma nota-
ble, al reducirse la superficie en barbecho a menos de la tercera parte
de la que existía cuatro décadas atrás.106 Las técnicas propuestas por
Jethro Tull en Inglaterra parecen haber comenzado a difundirse en
forma más o menos sistemática en Francia recién desde mediados del
siglo XVIII gracias a las obras de Duhamel du Monceau, bien que sus
avances continuaron siendo muy lentos.107
Si insistimos aquí en la situación francesa es fundamentalmente por-
que los progresos tecnológicos del agro inglés, los más importantes y di-
námicos de Europa, parecen haber comenzado a llegar a España, y
luego de ésta a sus colonias, en esencia a través de la previa mediación
de lo publicado en Francia. Desde algún tiempo atrás, los manuales y
tratados franceses eran la base de los españoles; aparecían con cierta
frecuencia en España las traducciones de la copiosa literatura agrícola
francesa, muchas de ellas gracias al imprescindible apoyo gubernamen-
tal. Por ejemplo, el Cours complet d’agriculture, del abate François Rozier,
fue tempranamente traducido y publicado en Madrid, entre 1797 y
1803, en dieciséis volúmenes con varias decenas de láminas; una em-
presa editorial de envergadura, que Manuel Godoy destacaba con orgu-
llo entre la obra de gobierno de Carlos IV y a la cual se invitó a suscri-
birse a todas las municipalidades del reino, con orden de tenerla a
disposición de sus habitantes.108 Se editaron o reeditaron asimismo mu-
chas otras obras, tanto generadas localmente como traducciones de
otras francesas recientes y antiguas. Incluso el autor del primer tra-
tado agrícola español sistemático y moderno, Antonio Arias y Costa,

106 [Alletz, P. A.] (1765), t. I, p. 463; Slicher van Bath, B. H.(1978), pp. 370-71.
107 Duhamel du Monceau, L. (1753). Todavía en la década de 1770 se continua-
ban preconizando en Francia los métodos de Tull como si fueran una
novedad. Véase Fréville, M. de (1774).
108 Esménard, J.-G. d’ (trad.) (1836), t. II, pp. 283 y ss.
126 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

consideró adecuado someterlo al juicio de la Sociedad Real y Central


de Agricultura francesa, en momentos en que la paz europea podría ha-
berle permitido hacerlo a la Real Sociedad inglesa.109 Estas obras lle-
gaban a las colonias: Pérez Castellano menciona haber utilizado algunos
volúmenes del Cours de Rozier en su traducción española, y Manuel José
de Lavardén poseía un ejemplar del Tratado de agricultura general de Jo-
seph Valcárcel, compuesto en siete volúmenes sobre obras de M. Dupuy
y otros autores franceses.110 Vieytes, como hemos tenido ocasión de cons-
tatar, basó también en algún momento sus recomendaciones periodísticas
en obras de agrónomos franceses. De todas formas, el atraso relativo de la
experimentación agrícola en la península ibérica, y por ende en sus colo-
nias, era bastante importante, por lo que esa difusión de nuevas técnicas
fue más lenta y difícil que en otras naciones europeas.
En ese contexto, luego de la fundación del Virreinato del Río de la
Plata y del planteamiento de la necesidad de llevar a cabo la demarca-
ción fronteriza con los dominios portugueses establecida en el tratado
de San Ildefonso, comienzan a llegar a Buenos Aires las misiones encar-
gadas de establecer los límites de ambas coronas. Éstas estaban com-
puestas por algunos intelectuales de gran valor, cuya acción local tras-
cendió ampliamente su cometido oficial. De esta forma, varios de ellos
escribieron informes y descripciones del virreinato en los que se preo-
cuparon especialmente de las condiciones económicas y del desarrollo
agrario. Aquí sólo mencionaremos algunos de sus aportes relacionados
con el progreso agrícola: “las obras de Félix de Azara, Diego de Alvear y
Juan Francisco Aguirre contienen importantes análisis, entre ellos,
uno de los más destacados es la puesta en evidencia de la variedad re-
gional de las técnicas y de los atrasos relativos de éstas, particularmente
visible en el norte del litoral, el Paraguay y Corrientes. Destacaron por
otra parte el dinamismo de la zona conformada por la actual provincia de
Entre Ríos y la Banda Oriental, y las particularidades de las áreas de fron-
tera bonaerense. Además de ellos, otros miembros del equipo de de-
marcadores realizaron aportes importantes para el desarrollo agrícola
local. Pedro Antonio Cerviño, por ejemplo, fundó la Academia de Náu-
tica y fue redactor del Semanario de Agricultura, en el que se incluyeron

109 Arias y Costa, A. S. (1818), pp. vii-viii.


110 Pérez Castellano, J. (1914), passim; por ejemplo p. 577; Montoya, A. J.
(1984), pp. 253 y ss.
la técnica agrícola a fines de la colonia 127

valiosos análisis de los diversos problemas que afectaban a la agricul-


tura local, así como noticias sobre las innovaciones técnicas europeas
más recientes. En 1778 Fernando Ulloa proyectó un arado de verte-
dera especialmente diseñado para los campos del Río del Plata.111 El
sargento Francisco Arellano inventó en 1801 en Buenos Aires una
máquina de limpiar trigo, sin dudas una aventadora similar a las tar-
tanas que comenzaban a usarse en España en esos años, la cual “lo
suministra despojado de toda inmundicia y polvo en cantidad necesa-
ria para seis asientos que muelen 30 fanegas en doce horas, aho-
rrando por este medio 18 peones, que pagados a siete pesos cada uno
al mes importan 126 pesos”.112 El virrey Avilés le concedió por ella un
privilegio de fabricación por diez años, y el Consulado, un premio de
cien pesos.113

Figura 13. Arado proyectado en 1778 por Fernando Ulloa para los campos
del Río de la Plata. En Álvarez, J. (1910), p. 174

A la vez, si juzgamos por los testimonios, desde el último cuarto del si-
glo XVIII y hasta mediados de la década de 1810 se van afianzando cier-
tos intentos de mejoramiento y de inversión en tecnología en las áreas
periurbanas y en sectores de aparentemente mayor rentabilidad: apare-
cen instrumentos más perfeccionados, se amplían las huertas de fruta-
les, se introducen especies nuevas, comienzan a circular tratados de
agricultura de uso común en Europa, y aun, al iniciarse el siglo XIX,
surgen algunos autores locales, como Tomás Grigera y Joseph Pérez
Castellano. Agregándose al listado de innovadores, en 1801 el irlandés

111 Álvarez, J. (1910), p. 174.


112 Correo Mercantil de España y sus Indias, 28 de octubre de 1802, pp. 147-8 de la
reedición de la ANH.
113 Domínguez, L. (1870), pp. 325-6.
128 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Thomas O’Gorman presenta al Consulado de Buenos Aires unos ara-


dos de hierro, según él, muy convenientes para las labores y superiores
a los conocidos.114 A partir de 1802 se publica en esa ciudad el Semana-
rio de Agricultura, desde cuyas páginas se intentaba divulgar algunas téc-
nicas nuevas de mejoramiento agrícola, además de una cierta cultura
del trabajo contra los así llamados “vagos y malentretenidos” que por
entonces, según muchos autores, infestaban la campaña. Antes y para-
lelamente, el Telégrafo Mercantil había difundido algunos importantes
análisis de la situación de los productores y el comercio del trigo, así
como multitud de noticias prácticas.
Esos artículos, escritos por un reducido conjunto de publicistas, no
necesariamente ligados con la dura labor cotidiana del mundo rural,
circulaban sobre todo en la ciudad; lógicamente, nadie hubiera podido
esperar que esas publicaciones llegaran a difundirse con amplitud en-
tre una población rural mayormente analfabeta. Con todo, su papel
más destacado (y con mucho el más fructífero) fue el de establecer ór-
ganos de mediación y de contacto entre los grupos y personas interesa-
dos en el progreso agrícola, así como con sus similares de la Península
e incluso del extranjero. Los periódicos españoles citaban notas y datos
de los rioplatenses, y proponían soluciones para los problemas allí plan-
teados; en octubre de 1802, el Correo Mercantil de España y sus Indias pu-
blicaba por ejemplo una nota acerca de las dificultades que encontraba
la cosecha del trigo en Buenos Aires, sacudida por una fuerte sequía, la
sempiterna escasez de mano de obra y los estragos de las plagas, como
el polvillo, del que ya hemos hablado. Acerca de éste, que el articulista
supone ser el llamado tizón en España [Tilletia caries], proponía la intro-
ducción de semillas inmunes, analizadas por Valmont de Bomare y ex-
perimentadas en las cercanías de Madrid.115
Otra de las ventajas de esa circulación de información, y una muestra
más del papel de esos mediadores impresos, es el comienzo de una
lenta creación de conciencia acerca de la importancia de ciertos actores
en la implementación de los avances técnicos. Hablando de un nuevo
método de siembra del trigo, más complejo y largo que lo habitual pero
que supuestamente daría grandes beneficios, que empleaba bastante

114 Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 185-6.


115 Correo Mercantil de España y sus Indias, 28 de octubre de 1802, pp. 147-8 de la
reedición de la ANH.
la técnica agrícola a fines de la colonia 129

mano de obra y que por tanto sería muy adecuado a las explotaciones
de tipo familiar en las que ese recurso abundaba, un articulista anó-
nimo señalaba: “El hacendado, que no pocas veces cifra su fortuna en
la cantidad y calidad de sus cosechas, es el que únicamente puede intro-
ducirlo en nuestros campos por su ejemplo”.116 El valor de esta cita está
justamente en el papel asignado al hacendado, es decir, el empresario
agrario según se lo entendía en la época, aquel que poseía un capital
importante, que empleaba, por ser mejor negocio, en la cría de gana-
dos pero que no por eso dejaba de incursionar en la agricultura. Ese ha-
cendado supuestamente ilustrado debía, con su ejemplo, mostrar a las
rutinarias familias de los labradores en pequeña escala cómo debían ha-
cerse las cosas.117 Este tono exhortativo, dirigido hacia un grupo más lú-
cido y más pudiente que el resto, es bastante común a lo largo de esa
publicación, así como lo es también en otras similares de la época; y es
una sugerencia interesante acerca de cómo ese sector y su papel eran
percibidos por algunos actores de entonces, aun cuando sobredimen-
sionados en lo que respecta a los efectos de su accionar. Por otro lado,
más allá de la real posibilidad de desarrollo de esos aspectos, la crisis re-
volucionaria introduciría en ese panorama una impasse muy notable.
Pero, a pesar de todo, en las convulsionadas décadas que seguirían con-
tinuaron existiendo publicaciones que dedicaban parte de su espacio a
propagar conocimientos útiles de técnica agrícola o reflexiones sobre pro-
blemas rurales. Deben destacarse al respecto, en Buenos Aires, el Correo de
Comercio (1810-11), cuyo inspirador fue Manuel Belgrano; Los Amigos de la
Patria y de la Juventud (1815-16), redactado por Felipe Senillosa; y La Abeja
Argentina (1822-23), por Antonio Sáenz, el deán Funes, Manuel Moreno y
otros notables. Algunos otros periódicos no dejaron tampoco de publicar
artículos relativos al mejoramiento agrícola, perdidos sin duda entre las
proclamas de los gobiernos revolucionarios y las noticias de los ejércitos
en marcha; artículos que, en la década de 1820, van a ir adquiriendo algo
más de utilidad práctica y profundidad de reflexión. Por ejemplo, El Cen-
tinela (1822-23), cuyos directores fueron Florencio y Juan Cruz Varela e Ig-
nacio Núñez, publicó algunas noticias sobre nuevas formas de obten-
ción de agua, apuntando a paliar su falta en la producción hortícola de
la campaña; o El Correo Nacional, redactado por el general Antonio Díaz

116 Semanario de Agricultura, t. II, nº 74, 15 de febrero de 1804, p. 190.


117 Sobre la definición del término hacendado véase Fradkin, R. (1993).
130 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

en 1826-27, que poseía una sección de estadísticas meteorológicas; en


fin, el muy trascendente Argos de Buenos Aires, que publicó algunos ar-
tículos realmente notables respecto de temas agrícolas. En unos pocos
periódicos en el interior también aparecieron perdidas notas del rubro,
como en El Verdadero Amigo del País (1822-1824), o en La Ilustración Argen-
tina (1849), ambos publicados en Mendoza, no casualmente una provin-
cia cuya producción de trigos y harinas era muy importante en el contexto
rioplatense, alcanzando a menudo la plaza porteña.118
En cualquier caso no parece que las mejoras difundidas por la prensa
periódica urbana lograran mucho eco en la campaña, al menos en la más
alejada de las urbes, y a veces aun ni siquiera en áreas vecinas a ellas. Brac-
kenridge, con tono condescendiente, consideraba que la labor del Sema-
nario de Agricultura porteño había sido “lo mismo que predicar las bendi-
ciones de la salud a los enfermos de un hospital”: en su opinión, los temas
tratados allí eran sumamente limitados y poco interesantes para un lector
norteamericano, acostumbrado a mucha mayor profundidad, practicidad
y debate.119 Estos poco laudatorios juicios parecen haber estado bastante
cerca de la realidad: los principios e innovaciones técnicas que la crítica
ilustrada intentaba difundir eran elaboraciones poco prácticas, y sólo muy
escasamente llegaron a aplicarse.120 No se trataba sólo de que fueran pro-
cedimientos copiados de los tratados europeos y que podían tener en
las pampas poca utilidad concreta, ni siquiera el contar con instrumen-
tos de relativo impacto como la prensa periódica garantizaba la propaga-
ción de las medidas más razonables. La escasa cantidad de ejemplares im-
presos era no sólo un límite infranqueable sino además un indicio de la
difícil penetración de esos mediadores nuevos en un mundo rural que
tendía a la rutina; en el pueblo entrerriano de Gualeguay, el encargado de
los impresos de Niños Expósitos sólo recibía hacia 1796-7 cincuenta “alma-
naks” además de unas pocas “cartillas, catones y catecismos”; su correspon-
dencia no indica respecto de ello ventas precisamente entusiastas.121

118 Coria, L. A. (1999); Bragoni, B. (1999), pp. 43-45.


119 Brackenridge, H. M. (1988), t. I, p. 41.
120 Esto surge claramente al confrontar los artículos del Semanario con cualquier
manual agrícola norteamericano de la época, por ejemplo el de Nicholson,
J. (1814), con recomendaciones específicamente dedicadas a los agricultores
del condado de Herkimer, en Nueva York.
121 Correspondencia de Antonio Joseph Dantaz y Jayme Gasset, en AGN IX-18-
10-11, Gasset y Tort. Correspondencia comercial y particular.
la técnica agrícola a fines de la colonia 131

Además, la mera distribución de impresos, que en todo caso ya cons-


tituía un avance significativo, no implicaba sin embargo la difusión con-
creta de nuevas técnicas y ni siquiera la existencia de ensayos, faltando
además en el mundo rural de entonces grupos de sociabilidad de mag-
nitud, recursos y estabilidad suficientes para poder experimentar co-
rrectamente y, llegado el caso, implementar innovaciones de alcance
más vasto que las puramente locales. Así, incluso si pruebas puntuales
efectuadas por individuos más esforzados o inteligentes daban buenos
resultados, no era raro que, pasados apenas unos años desde la primera
mención, esos avances se perdieran durante décadas sin lograr difun-
dirse. Aunque en 1822, según un artículo publicado en La Abeja Argen-
tina, se empleó en San Isidro, en las afueras de Buenos Aires, el método
de bañar en cal viva los granos de trigo para preservarlos de las plagas,
obteniéndose asimismo mayores rendimientos, en 1856 el periódico El
Labrador Argentino, en un artículo dedicado al encalamiento de los gra-
nos, daba cuenta vagamente de que esa técnica “parece que alguna vez
estuvo en uso en nuestro país”.122 En todo caso, en resignado inventa-
rio de los problemas con que tropezaba el “progreso” entre labradores
demasiado toscos, el periódico recalcaba las dificultades que suponía
aplicar el método correctamente: algunos paisanos apagaban la cal en
agua, temiendo que, si la aplicaban viva, quemaran la semilla; le agrega-
ban asimismo cenizas u orín, pero con ello no hacían sino abortar
buena parte de los efectos preservantes de la cal.
Es por otra parte muy lógico que este tipo de mejoras no alcanzaran
sino a una parte menor de las empresas agrícolas, dado que los clásicos
estímulos para la adopción de cambios realmente cualitativos no esta-
ban presentes: la baja densidad demográfica, las dificultades del trans-
porte y la disponibilidad de tierras implicaban, lejos de las grandes ciu-
dades, costos muy altos para todo lo que supusiera un mayor grado de
utilización de mano de obra por hectárea, por lo que la tendencia fue
justamente tratar de amortizar ésta antes que experimentar métodos
que llevarían sin dudas a un producto mejor, pero también de mayor
costo. Por otra parte, considerando los modelos en los que se basaban to-
dos estos actores, en esencia los países latinos de la Europa continental,

122 La Abeja Argentina, t. I, 15 de agosto de 1822, p. 99; El Labrador


Argentino, t. I, julio de 1856, pp. 13-16.
132 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

no es de extrañar que el impacto de las novedades transmitidas desde


los escritorios de los intelectuales fuera usualmente nulo. Como hemos
dicho, también allí las notables experiencias y brillantes innovaciones
trazadas en el papel por los teóricos de los siglos XVIII e inicios del XIX
muy pocas veces llegaban a suministrar resultados prácticos. En buena
parte del Viejo Mundo la nueva agricultura se abrió paso con mucha di-
ficultad.123 Una cosa bien distinta sucedía en los Estados Unidos, donde
en ese período comenzaban a abrirse a la agricultura las vastas tierras
allende la cadena de los montes Alleghanys, o incluso en Inglaterra,
donde el debate sobre los nuevos métodos agrícolas ganaba intensidad
y profundidad desde mediados del siglo XVIII. En ambos sitios los agri-
cultores más pudientes seguían con interés las innovaciones: libros, re-
vistas y folletos circulaban profusamente entre ellos, teniendo incluso
los gobiernos parte activa en su distribución.
En definitiva, no es extraño que la adopción de técnicas agrícolas me-
joradas no tuviera en la pampa la dimensión que los publicistas de la
época deseaban con insistencia. Pero, de cualquier forma, tampoco
pueden considerarse certeros juicios como los de Mariano Berro, quien
afirmaba que desde las profundidades de la historia “hasta 1853, o en
años próximos (...) no hubo variantes” en la técnica agrícola riopla-
tense.124 Por el contrario, los avances concretos de la técnica agronómica
en el contexto pampeano entre finales del siglo XVIII y la primera mi-
tad del siglo XIX no fueron despreciables: las modificaciones se dieron
sobre todo, primero, bajo la forma de una adaptación versátil de los vie-
jos métodos para producir en las nuevas condiciones de ampliación de
la frontera y, luego, bajo la incorporación de algunos instrumentos,
procesos de trabajo y técnicas también nuevas, para continuar produ-
ciendo esencialmente lo mismo que antes, pero con mayor eficiencia,
todo lo cual veremos con más detalle luego.

123 Slicher van Bath, B. H. (1978), pp. 353-355; Luelmo, J. (1975), p. 325.
124 Berro, M. (1914), p. 180.
Capítulo III
Producción y comercio de cereales
durante la primera mitad del siglo XIX

1. introducción

En este capítulo analizaremos los cambios que afectaron a la


producción agrícola durante la primera mitad del siglo XIX, cuando
la actividad, luego de la crisis revolucionaria, experimentó fuertes des-
afíos y debió hacer frente a traumáticas circunstancias de contexto. Di-
versos investigadores han remarcado que, a pesar del rápido desarrollo
de la ganadería, primero vacuna y luego ovina, la significativa agricul-
tura triguera tardocolonial no sólo logró continuar existiendo a lo largo
del período independiente sino que se expandió, al menos en determi-
nados lugares, e incluso se ha hablado de un boom triguero muy impor-
tante en partidos más alejados de las viejas zonas de ocupación durante
las primeras décadas del siglo XIX.1 Se ha remarcado también, consi-
guientemente, la persistencia de los tradicionales actores ligados a ella,
haciendo frente a condiciones operativas bastante más adversas que en
el período anterior.2
Nadie podría poner en duda la ineficacia de las imágenes estereoti-
padas acerca del predominio de una “monoproducción” ganadera du-
rante ese período; de todos modos, en nuestra opinión la existencia de
núcleos agrícolas y de productores dedicados a la agricultura en el con-
vulsionado y cambiante panorama de la primera mitad del siglo XIX no
nos autoriza a pensar que se trate tan sólo de una persistencia y expansión

1 Gelman, J. (1998b), p. 95; Barsky, O. y Gelman, J. (2001), p. 107.


2 Fradkin, R. O. y Garavaglia, J. C. (2004), especialmente Introducción; Garava-
glia, J. C. (1999a), pp. 361 y ss., donde se retrata a los “campesinos” agricultores
bonaerenses de la segunda mitad del siglo XIX afectados por multitud de
factores de tipo económico y político pero sin articular respuestas creati-
vas ante ellos, lo cual constituye al menos un contraste singular con la
movilidad y versatilidad de las que esos actores habían hecho gala en el
período anterior.
134 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

de actores, de procesos y de una producción esencialmente idénticos a


los del tardío siglo XVIII. Por el contrario, hay diversos elementos que
marcan un consistente esmerilamiento de la vieja agricultura tradicio-
nal, y un lento pero concreto surgimiento de una actividad que, hacia
las últimas décadas de la centuria, tendrá caracteres completamente
renovados con respecto a su precursora del siglo anterior.
El primero de esos elementos es que hoy resulta bastante claro que, a
partir de inicios del siglo XIX, la agricultura se expandió con firmeza
creciente sobre tierras nuevas cada vez más alejadas de los antiguos nú-
cleos tradicionales de la actividad, situados a la vera de los grandes ríos
y en zonas cercanas a ellos, bien regadas por diversos arroyuelos y cur-
sos de agua. Ese movimiento, silenciosamente iniciado hacía ya varias
décadas, adquirió cada vez mayor visibilidad a medida que transcurría
la vida independiente. En Buenos Aires, el encarecimiento de las tierras
de vieja ocupación y la posibilidad de poner en marcha explotaciones
más rentables a través de un empleo extensivo de tierras baratas que
compensara la creciente escasez del trabajo y del capital, derivaron en
un lento proceso de desplazamiento del cultivo de cereales, primero
hacia áreas periurbanas menos desarrolladas como las del sur de la ca-
pital, y luego hacia las zonas fronterizas cercanas al Salado. A la vez, en
tierras multipropósito más ricas o mejor situadas, el cultivo del trigo
perdió terreno frente al más alto rendimiento por hectárea de activida-
des más intensivas como la horticultura o la nueva ganadería moderna
ligada al ovino. Este corrimiento en busca de tierras más baratas habría
de continuar por largo tiempo, hasta alcanzar, en los primeros años del
siglo XX, los límites del terreno por entonces cultivable en secano en la
región pampeana.
Al alejarse, en ese proceso, de las antiguas zonas agrícolas situadas a
orillas de los ríos, las explotaciones comenzaron lentamente a crecer en
extensión y, a la vez, a modificar sus métodos en aras de lograr resulta-
dos bajo los regímenes menos ricos en humedad propios de esas tierras
nuevas. El muy lento desarrollo y aprendizaje de esas técnicas impidió,
al menos en Buenos Aires, lograr resolver hasta muy tarde la ecuación
económica más adecuada para un cultivo rendidor; entretanto, la com-
petencia de los rubros más dinámicos, la ganadería vacuna y en especial
ovina, constituyó un desafío realmente significativo, en tanto en su impe-
tuoso desarrollo absorbían los capitales disponibles y llevaban a incre-
mentos en el precio de la tierra mucho más rápidos que los aumentos
producción y comercio de cereales 135

relativos de la productividad agrícola. Por lo demás, el alargamiento de las


rutas de comunicación significó para la agricultura la necesidad de
competir, por la llegada a los principales mercados concentradores o
consumidores, en condiciones mucho menos favorables con los cueros
o la lana, bienes de volumen y características más adecuados para los
elementales y lentos transportes disponibles, de muy limitada capacidad
de almacenaje. Recién la llegada del ferrocarril habría de compensar,
para la producción cerealera, esta fuerte externalidad negativa.
El segundo elemento que nos indica el proceso de transformación
que sufrió la actividad durante la primera mitad del siglo XIX es la di-
fusa aparición de actores nuevos ligados a ella, y de cambios significa-
tivos en los tradicionales. Si bien podríamos rastrear en el siglo XVIII
antecedentes y aun ejemplos de muchas de esas características, lo que
ocurre en el XIX es que las mismas parecen al menos afirmarse y de-
finirse mejor. Los antiguos productores agrícolas, en esencia peque-
ños y medianos labradores familiares, comenzaron a ser acompañados
por otros que cada vez más difícilmente encajarían en la denomina-
ción de “campesino”, que ha sido con frecuencia utilizada para carac-
terizar a aquéllos, de por sí poco o nada parecidos al clásico campesi-
nado europeo o hispanoamericano de la misma época. En primer
lugar, la tendencia hacia una mayor dedicación agrícola en las explo-
taciones familiares ya no será siempre la norma; tanto en las áreas de
vieja como de nueva ocupación muchos labradores de dimensión pe-
queña y mediana irán asomándose en la medida de sus posibilidades
a los rubros más dinámicos, en parte para lograr aumentos de produc-
tividad que contrarrestaran la situación cada vez más incierta de la
producción agrícola, en parte porque ello significaba simplemente
ampliar la exposición en actividades que de cualquier modo nunca les
habían sido completamente ajenas. La ganadería ovina, presente
desde siempre en las unidades productivas familiares pampeanas, se
encontraba ahora pautada por la conveniencia de las nuevas salidas
mercantiles que le estaban abiertas; el ingreso en la producción refi-
nada no necesariamente habría de ser en ello un impedimento. Por
un lado, aun la lana de menor calidad seguía concentrando parte im-
portante de esa demanda que se ampliaba; por otro, el mejoramiento
de los rebaños podía perfectamente comenzar por cruzas simples con
animales criollos de mejores rendimientos; y, por fin, una de las claves
principales de la incorporación de mejoras, tanto en la infraestructura
136 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

como en el manejo del rebaño, sería justamente la disposición de


mano de obra, que las explotaciones familiares poseía
Por otro lado, las cada vez más inciertas y erráticas condiciones de rea-
lización de los productos agrícolas, cuyas causas veremos luego con algo
más de detalle, fueron impulsando, en las áreas tradicionalmente liga-
das al cultivo de cereales aunque quizá no exclusivamente en ellas, el
desarrollo de una capa de arrendatarios más atenta a las condiciones de
realización del producto, que ampliaba o reducía su superficie culti-
vada según las expectativas del mercado, pautadas por alternativas tan
disímiles como la disponibilidad relativa de mano de obra o la tasa de
depreciación del papel moneda. Se precavían así de algún modo frente
a problemas generados por multitud de factores que nadie hubiera po-
dido controlar, adaptándose en lo posible a esas condiciones inseguras
y aprovechando al mismo tiempo los ciclos de aumento de precios del
trigo, que, dado el peso creciente que tendrá la llegada de harinas ex-
tranjeras, comenzarán también a ser afectados cada vez con mayor cla-
ridad por los ritmos del mercado externo. Así, es muy probable que en
ciertas coyunturas de interdicción del tráfico atlántico esos ciclos hayan
determinado cambios de magnitud en los precios relativos, con mo-
mentos de alza en los de los cereales y paralela depreciación del valor
del ganado; por lo demás, continuaron como siempre presentes los mo-
mentos de liquidación de stocks por efecto de sequías, que habrían de
derivar en mayor disponibilidad de tierras para una eventual expansión
agrícola, y en precios también altos para los granos. Es de apuntar que
igualmente en esto la heterogeneidad debió ser la norma: aquellos pro-
ductores que, por suerte o por contactos políticos, lograban conservar
o captar una proporción mayor de fuerza de trabajo en medio de los re-
clutamientos que diezmaban las cuadrillas de labradores y peones, esta-
ban obviamente en mejores condiciones que otros para aprovechar las
coyunturas.
Además de ello, tampoco los grandes productores agrícolas de la pri-
mera mitad del siglo XIX eran los mismos que los dueños de las chacras
trigueras mercantiles de tiempos de la colonia. Éstas ya no podrían con-
tar como antaño con una fluida disponibilidad de mano de obra de bajo
costo de oportunidad provista por los esclavos, cuyo número desde 1813
descendió con rapidez, en parte también por manumisiones y enganches
para los ejércitos. La nueva situación puso a esas explotaciones frente a
desafíos realmente complejos, que muchas resolvieron arrendando parte
producción y comercio de cereales 137

de sus tierras a productores más pequeños, quienes se encontraban en


mejores condiciones operativas para el ingreso en el rubro agrícola por
la mayor versatilidad ligada a su tamaño y a esa forma de tenencia, y so-
bre todo por la proporción de fuerza de trabajo familiar con que con-
taban. Por lo demás, parte quizá sustantiva de la superficie de esas an-
tiguas grandes chacras fue también reconvirtiéndose a actividades más
rentables, como el ovino, y el mismo crecimiento de las ciudades fue faci-
litando la transformación de ellas en espacios de invernada, horticultura y
otras actividades similares.
Pero lo que resulta más interesante es que aparecen aquí y allá, y no
sólo en Buenos Aires, ciertos grandes productores ganaderos, por otra
parte a una escala mayor que nunca con respecto a lo antes conocido,
que también incorporan agricultura cerealera en sus establecimientos. Si
bien, dada la inmensa magnitud de la inversión en ganado, esas incursio-
nes agrícolas podrían parecer muy menores en el producto total por uni-
dad, de todos modos son cualitativa y aun cuantitativamente muy signifi-
cativas, como veremos en su lugar. No es extraño, por otra parte, que
ellos, en tanto productores agrícolas, estuvieran en mejores condiciones
que cualquier otro para realizar inversiones, incorporar mejoras y conti-
nuar ampliándose, lo cual no era precisamente un factor despreciable en
tiempos de aguda escasez de capital. Además, el mismo ingreso en los ru-
bros más rentables aseguraba respaldo ante las contingencias propias de
la actividad agrícola en esos tiempos de inestabilidad.
Pero quizá más importante aun es que, habiendo avanzado previa-
mente buena parte de ellos con sus explotaciones ganaderas sobre las
tierras nuevas de las fronteras, hayan volcado también algo de esas tie-
rras lejanas al cultivo de cereales, y no necesariamente sólo para con-
sumo propio o local. Es decir, no hicieron con ello sino replicar en la
agricultura, y no siempre tan sólo a modo de ensayo, las condiciones
de extensividad que buenas ganancias debían darles en su actividad
principal ganadera.
En parte como consecuencia de esos procesos, el mercado triguero
de Buenos Aires fue a su vez, desdoblándose: por un lado, los trigos de
las zonas productoras tradicionales, en especial los del norte bonae-
rense, continuaron ocupando parte sustancial de él y marcando pautas
de calidad; pero, por otro lado, comenzaron a ser asediados por los rús-
ticos y duros trigos de las fronteras, cuyo costo, mucho menor, les per-
mitía competir en buen pie con aquéllos e incluso a veces con los trigos
138 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

y harinas importados, a pesar de los altos gastos de transporte. Este des-


doblamiento es una muestra muy elocuente de los cambios que habían
comenzado a gestarse, y constituye también un indicio del atractivo y po-
sibilidades que la producción cerealera destinada al gran mercado por-
teño podía ejercer por momentos, incluso a distancias relativamente
considerables, a pesar de todos los inconvenientes que éstas pudieran
interponer.
Es obvio que todas esas transformaciones tuvieron causas muy con-
cretas. En este aspecto, y más allá de influyentes circunstancias puntua-
les, algunos de los factores clave que se presentan en el panorama agra-
rio del período son, en primer lugar, la alta conflictividad, pautada por
luchas intestinas y externas, levantamientos, levas y multitud de otros fe-
nómenos similares, que interrumpían abruptamente los procesos pro-
ductivos y prodigaban a menudo destrucción física de bienes y perso-
nas. En segundo lugar, se encontraba la creciente dificultad y carestía
del financiamiento, ligadas tanto a problemas monetarios y fiscales como
a un también creciente aumento de los costos de instalación de las empre-
sas, al menos en las áreas más antiguas. Hemos mencionado ya factores
como el fin de la esclavitud, que agudizó y complicó aun más los proble-
mas en la disponibilidad de mano de obra acarreados por el recluta-
miento para los ejércitos en lucha; y, por otra parte, si bien el de la ciudad
de Buenos Aires no perdió nunca su papel de principal mercado cerea-
lero del área, la irrupción de harinas y trigos extranjeros fue reduciéndolo
para la producción local, si no en términos absolutos, sí en proporción al
resto de los centros de consumo provinciales. Éstos, a su vez, fueron sur-
giendo y creciendo al calor de la ampliación de la línea de fronteras y el
aumento de la población rural (mayor aún que el de la ciudad), y fueron
constituyéndose de ese modo en núcleos alternativos para la absorción de
los cereales producidos en la campaña. Tenemos allí el otro aspecto clave
de la evolución de los mercados del trigo en el Río de la Plata de la pri-
mera mitad del siglo XIX: paralelamente al aumento sustantivo de la pro-
porción de habitantes en las campañas, consecuencia lateral de la expan-
sión sobre áreas de frontera, el crecimiento de los núcleos poblados
conllevó el de los abastos destinados al consumo en ellos.
En el presente capítulo pasaremos revista al impacto de las nuevas
condiciones de la economía rioplatense sobre la actividad agrícola, es-
tudiando la evolución del principal de los mercados de trigo, el de la
ciudad de Buenos Aires, y las repercusiones de esas nuevas condiciones
producción y comercio de cereales 139

sobre los productores. En el capítulo V veremos con mayor detalle los


cambios producidos en el planteamiento productivo de la actividad, y las
innovaciones que se introdujeron en él para darles respuesta adecuada.

2. la producción cerealera y los cambios en la economía


rioplatense a partir de la revolución

Una de las modificaciones más fuertes experimentadas por el agro pam-


peano con la llegada del siglo XIX fue la expansión de la ganadería, mo-
tivada como hemos dicho antes por el proceso de apertura comercial ex-
terna, facilitada por el nuevo contexto local e internacional y afianzada
desde mediados de la década de 1810 por los avances sobre la frontera in-
dígena. La agricultura, en tanto negocio, no podía ofrecer una rentabili-
dad similar en esas condiciones, por lo que, más allá del papel que des-
empeñó en el avance sobre las fronteras, incluso en las áreas de “pan
llevar” cercanas a las grandes ciudades comienzan a experimentarse los
efectos del impacto cada vez mayor de la demanda externa sobre la econo-
mía, pautando cambios de orientación en las explotaciones. Pérez Caste-
llano resumía tales cambios con tristeza ya en 1814: los saladeros prolifera-
ban en las antiguas zonas de chacras; mantenían, sin espacio suficiente,
tropas de ganado de incluso mil animales o más, los cuales, en esas exten-
siones sin cercados, daban pronta cuenta de los cultivos de las explotacio-
nes vecinas, ensuciaban las aguadas, consumían los pastos y constituían
una molestia constante. Los dueños de hornos de ladrillo, que la rápida
expansión de las construcciones multiplicaba por doquier, hacían lo
mismo con las mulas que utilizaban para elaborarlos, y el pobre chaca-
rero no podía hacer ante todo ello más que “callar y sufrir”. Su queja
podría repetirse por muchos, y no sólo en ambas bandas del Plata.3

3 Pérez Castellano, J. (1914), p. 495; también Beck Bernard, Ch. (1865, p. 190
y ss.; 1872, pp. 60-61); Informe de Theodorick Bland a John Quincy Adams,
Baltimore, 2 de noviembre de 1818, en Manning, W. R. (1930-32), t. I, pp.
464-5. Véase un ejemplo temprano en el informe del regidor José Luis
Cabral en cabildo del 20 de diciembre de 1794, transcripto en Kröpfl, P. F
(2005), p. 36; la misma situación en el norte bonaerense de 1816 en Segu-
rola, Saturnino, “Papeles curiosos pertenecientes a varios asuntos de esta
provincia de Buenos Aires: Partido de San Isidro”, en Kröpfl, P. F. (2005),
p. 72; también Arauz, T. (1859), p. 29.
140 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

La crisis política y la caducidad de las viejas formas estamentales de re-


presentación habrían de agregar nuevos problemas a ese panorama, ale-
jando a la vez las viejas maneras de intentar solucionarlos; los cabildos,
tradicionales defensores de las áreas agrícolas, verían primero conside-
rablemente mermado su poder, caducando éste en forma generalizada
a inicios de la década de 1820. Así, la franca apertura de la economía rio-
platense a los ritmos del mercado exterior fue modificando acelerada-
mente las condiciones productivas y el mismo paisaje suburbano, al
menos en las más grandes ciudades. Pero no sólo en ello afectó a la
producción agrícola: debemos agregar la competencia de las harinas
importadas, que pronto darían cuenta de buena parte del mercado local,
y las dificultades que experimentó la agricultura como actividad en lo que
hace a la ecuación económica del negocio, como veremos en breve.
Por lo demás, todo eso no constituía sino una parte de los factores que
habrían de afectar al rubro en la difícil primera mitad del siglo XIX. Desde
la década de 1810 la actividad agrícola enfrentó nuevos problemas, entre
los cuales se encontraba principalmente la ominosa presencia de la guerra.
En primer lugar, la propia destrucción física de bienes y personas en los te-
atros de la guerra, que trastocaba los procesos productivos, disminuía la ca-
pacidad de generación de bienes y evaporaba en instantes largos años de
inversión y de trabajo. “Todo está trastornado”, decía el notable santafesino
Miguel Ignacio Diez de Andino en una carta a su hija escrita en el duro in-
vierno de 1819; si bien en general la ciudad no había sufrido demasiado en
las luchas de los días precedentes, las campañas circundantes habían sido
taladas por las tropas y las fortunas parecían haberse evaporado en los sa-
queos. “Acá en casa no hemos padecido detrimento, pero las estancias de
San Miguel las han concluido los ejércitos de una y otra parte.” Entre otros
desgarradores testimonios, el diario llevado por Andino es un elocuente re-
gistro de las vicisitudes personales sufridas por los trabajadores de su cha-
cra.4 En 1828, el viajero Alcides D’Orbigny tenía todavía ante sí un paisaje
devastado: “Aunque la tierra produce trigos superiores, ese género de cul-
tivo está abandonado (…) debido a la poca estabilidad de los gobiernos y a
la escasa seguridad ofrecida a los agricultores”.5

4 Manuel Ignacio Diez de Andino a su hija, Santa Fe, 4 de julio de 1819, en


AGPSF, Diez de Andino, 9-I, fs. 23 r. a 24 r.; diario manuscrito de Miguel
Ignacio Diez de Andino, en ibid., carpeta 17, por ejemplo fs. 5 r.
5 D’Orbigny, A. (1945), t. II, p. 489.
producción y comercio de cereales 141

Las levas derivaban casi siempre, para las explotaciones familiares,


en la ausencia obligada de uno o varios miembros varones, entre los
cuales incluso se encontraba frecuentemente el titular y director de la
explotación, con lo que se desorganizaba la producción, se cortaban
las líneas de financiamiento y se interrumpían las labranzas programa-
das; quienes quedaban, sólo muy dificultosamente podían hacerse
cargo de la totalidad de las labores, y a menudo ni siquiera lograban
conseguir completarlas. Para las explotaciones que contrataban traba-
jadores, la guerra derivó en una mayor carestía de la mano de obra,
pautada no sólo por el reclutamiento de algunos de los peones de resi-
dencia local sino también por la retracción de parte de los contingen-
tes que llegaban desde el interior para colaborar en las cosechas, lo
que hacía subir aún más astronómicamente los costos de éstas, ya de
por sí elevados.
Las quejas al respecto forman un coro recurrente, desalentador y
universal, sea cual sea el lugar de residencia o la posición social de los
afectados, y se distribuyen por doquier durante largas décadas casi a
partir de los años de conflicto bélico y político que se inician con la Re-
volución, no decayendo sino ya muy avanzado el segundo cuarto del si-
glo, y en todo caso recomenzando junto con cada aumento en la conflic-
tividad. El cabildo de San Juan se quejaba en julio de 1812 de las
dificultades que traía la conscripción; el pueblo, afirmaba, “depende
de uno que otro ramo de la agricultura en que se ocupa (…) la falta de
agentes [lo] tiene reducido (…) a un escaso cultivo, y que a no ser
[por] la mucha esclavatura, y algunos que vienen de fuera a emplear
sus brazos, se perdería la mayor parte [de las cosechas]”.6 Sin dudas con
algo de exageración, pero dando cuenta de una realidad, el porteño
Miguel Esteves Saguí recordaba los crueles efectos de las reclutas de Ro-
sas en los aciagos años de los Libres del Sur: “Los pobres labradores de
la costa y de las cercanías, la gente más morigerada y trabajadora que
proveía a los mercados y plazas (…) fueron alzados, sin importarle a
Rosas las funestas consecuencias. Algunos de esos infelices, enemigos
del acero, si no era para la reja de sus arados, huyeron y se refugiaron en
las islas del Paraná (…) allí eran perseguidos, y si caían en manos de los
satélites crueles de Rosas, tanto peor para ellos: no había medio, o servir
de soldado o huir abandonando hogar, familia e industria. Muchos de

6 Transcripto en Segreti, C. S. A. (1980), p. 38.


142 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

ellos pudieron salvarse asilándose en la Banda Oriental; pero allí tam-


bién el fusil o el sable los aguardaba para defender su existencia contra
las fuerzas de Rosas…”. Con pesar, indicaba que la ominosa presión del
reclutamiento era una de las causas principales de que muchos servicios
básicos pasaran a ser prestados por extranjeros, quienes estaban exentos
de aquél.7
Por lo demás, la decadencia de la esclavitud a partir de las manumi-
siones por servicios en la guerra, la libertad de vientres dictada en 1813
y la sucesiva prohibición del tráfico, no sólo hicieron aumentar progre-
sivamente los costos de producción de las chacras periurbanas más ca-
pitalizadas, sino que permearon de inestabilidad el planteamiento de la
explotación, toda vez que incluso los cuadros directivos de esas chacras,
antes ocupados por esclavos, debieron ser confiados a trabajadores li-
bres, a quienes había que pagar costosos salarios y cuya movilidad no
estaba constreñida por ningún impedimento legal, por lo que no ca-
bía esperar de ellos que se hicieran cargo de las tareas con la misma
regularidad y certidumbre que podía esperarse de un esclavo.
Por otro lado, esa primera mitad del siglo XIX estuvo marcada por
fuertes sequías, las cuales contribuyeron al alza de los precios del
grano en momentos puntuales que podían sin embargo durar años,
alzas sólo en parte mitigadas por las importaciones provenientes
tanto del interior como de ultramar. En ese contexto, las importacio-
nes, especialmente ultramarinas, habrían de ser una presencia recu-
rrente en el mercado porteño hasta la década de 1870: si bien, como ve-
remos más adelante, es materia opinable que los productores locales
hayan resultado perjudicados en medida importante por esa oferta ex-
tranjera, y ésta en todo caso comenzó a llegar con posterioridad al inicio
de las dificultades de esos productores, de cualquier modo la competen-
cia de la harina importada impuso, al menos en algunos segmentos y en
algunos momentos, límites claros a la expansión de los precios, y por con-
siguiente a la rentabilidad de los agricultores rioplatenses. Así, no es ex-
traño que fuertes alzas y bajas signaran a la producción agrícola bonae-
rense, durante la primera mitad del siglo XIX, en un panorama que
podría extenderse a otras provincias.

7 Esteves Saguí, M. (1980), pp. 62-3.


producción y comercio de cereales 143

Figura 14. La plaza del mercado de Buenos Aires hacia fines de la década de
1810. En Vidal, E. E. (1820), e/pp. 22-23.

De todos modos el propio crecimiento de las ciudades posibilitó la cre-


ación de nichos de demanda para ciertos productos en particular, así
como de un horizonte de consumo significativo para la producción
hortícola, forrajera e incluso cerealera. Hacia mediados del siglo estos
rubros estaban en franca expansión, como lo demuestran los estudios
efectuados sobre áreas periurbanas, en especial de Buenos Aires.8 Ade-
más, los avances sobre la frontera, concretados a partir de mediados de
la década de 1810, derivaron en la formación de nuevos núcleos pobla-
dos y, por consiguiente, en centros de producción y consumo de granos
y horticultura cuya dimensión también fue creciendo a lo largo del
tiempo. A diferencia de las restantes provincias pampeanas, en Buenos
Aires esos avances sobre la frontera fueron sustanciales y tempranos, se-
guidos además por un aumento poblacional también importante; pero,
por la lejanía relativa a sus mercados, la falta de medios de transporte,
la escasez de agua y de pastos adecuados, fue sin dudas una producción
ganadera vacuna muy extensiva la que más se benefició de las posibili-
dades que ofrecían las nuevas tierras conquistadas al indígena. Esta ga-
nadería efectuó crecientes y considerables aportes a los productos de

8 Por ejemplo Ciliberto, V. (2004).


144 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

exportación; en contraste, la agricultura apenas pudo seguirla bastante


de atrás, aprovechando en todo caso los momentos de alzas de precios
para colocar porciones de su producto en el gran mercado urbano,
Buenos Aires. Entretanto, en las áreas de antigua ocupación al norte
del río Salado, a la agricultura tradicional y la ganadería vacuna de pre-
sencia cada vez más evidente desde fines del siglo XVIII, se fue agre-
gando sobre todo a partir de inicios de la década de 1830 una produc-
ción ovina de carácter renovado; comenzada a escala modesta sobre
planteles criollos, incorporó pronto animales refinados para consti-
tuirse, hacia mediados del XIX, en la principal actividad de las estan-
cias. Para esos años se aceptaba como un hecho dado que las tierras
mejor situadas con respecto al mercado urbano debían combinar la
ganadería ovina y la agricultura; Carlos Pellegrini proponía en 1853
que en Buenos Aires se declararan “terrenos de chacra, más propia-
mente de lana y pan, toda el área contenida en un radio de veinte le-
guas alrededor de la capital”.9 La creciente inmigración europea contri-
buyó asimismo a su desarrollo, al suplir la demanda de mano de obra
especializada.10
Durante las tres primeras décadas que siguieron a la revolución, en-
tonces, la agricultura sufrió no sólo los avatares de una situación polí-
tica incierta sino también los derivados de la competencia de los rubros
más dinámicos. Es eso lo que explica el lento desarrollo de la superficie
cultivada, que aumentó a un ritmo mucho menor que el del incre-
mento poblacional. Se trata de un fenómeno destacable además por-
que no estuvo exenta de él incluso la campaña bonaerense, cuya pobla-
ción creció con bastante mayor rapidez que la correspondiente a la
ciudad; mientras que, en las provincias litorales, la ganadería que logró
por fin volver a expandirse luego del impasse provocado por las guerras
no parece en modo alguno haber sido acompañada por un desarrollo
agrícola que al menos la siguiera con retraso. En determinados mo-
mentos, incluso las ciudades costeras de Santa Fe o Entre Ríos pudieron
aprovisionarse de harinas extranjeras, cuyo costo, por el más conve-
niente flete fluvial, resultaba competitivo respecto de la producción
mendocina o cordobesa. A continuación iremos repasando con mayor

9 Pellegrini, C. (1853a), p. 33. Subrayados del original; también Pellegrini, C.


(1853b), p. 34.
10 Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003).
producción y comercio de cereales 145

detalle los ciclos del mercado de cereales bonaerense, intentando re-


lacionarlo con los cambios que afectaron a los productores y con el
claro momento de ruptura que comienza a visualizarse hacia la década
de 1840.

3. el comercio y el mercado cerealero porteño en la primera


mitad del siglo xix

3.1. la coyuntura revolucionaria


Los difíciles momentos políticos y bélicos que experimentó el espacio rio-
platense a partir de inicios del siglo XIX constituyeron un grave desafío a
la producción agraria y a sus mercados. Las invasiones inglesas primero,
y luego cambios políticos y la guerra, dislocaron los frágiles circuitos de
comercialización y trastocaron la relativa paz de los productores, siem-
pre necesitados de ella para encarar en condiciones más o menos pre-
visibles el ciclo regular de las tareas de siembra y cosecha. La desorgani-
zación de los circuitos de transporte y de los procesos productivos
derivados de la movilización y, en el teatro de las luchas, la propia des-
trucción física de infraestructura y la pérdida de los animales necesarios
para la producción llevaron al planteamiento de problemas para el
abasto urbano, complicados en algunos momentos por disturbios, aso-
nadas y conflictos en los propios centros poblados, circunstancias que
por su mayor eco político han quedado más ampliamente registradas
por la historia. Sin dudas el mercado cerealero de la ciudad de Buenos
Aires reflejaba con particular sensibilidad la incertidumbre de esas co-
yunturas, ampliando el efecto que éstas tenían en los lugares de pro-
ducción; un indicio de ello, más allá de ciertas reservas metodológicas,
lo tenemos en las diferencias entre las series de precios del trigo en la
ciudad, elaboradas por Johnson, y las de Garavaglia, correspondientes a
la campaña, que suben sustancialmente en la primera década del siglo
XIX, siendo especialmente notables en ciertos años críticos, como
1806, 1809 y 1811.11

11 Johnson, L. (1992), pp. 170-1; Garavaglia, J. C. (1995), pp. 103-4.


146 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Gráfico 2
Precios promedio del trigo en la campaña bonaerense y en la
ciudad, 1776-1826, en reales por fanega
80

70

60

50

40

30

20

10

0
1776
1778
1780
1782
1784
1786
1788
1790
1792
1794
1796
1798
1800
1802
1804
1806
1808
1810
1812
1814
1816
1818
1820
1822
1824
1826
Campo Ciudad

Fuente: Johnson, L. (1992), pp. 170-1; Garavaglia, J. C. (1995), pp. 103-4.


Los precios promedio del trigo en la campaña fueron obtenidos por Garava-
glia a partir de inventarios correspondientes a diversos partidos, y por tanto
no reflejan proporcionalmente las distancias de esos partidos con respecto a
la ciudad.

Por otra parte, el ahogo fiscal de los gobiernos revolucionarios y la propia


dinámica de la lucha que emprendían los llevaron a imponer fuertes
“contribuciones” a los panaderos, sector especialmente vulnerable en
ese sentido no sólo por haber entre ellos muchos propietarios de ori-
gen español, discriminados por razones políticas, sino sobre todo por-
que en razón de ocuparse de un rubro de consumo masivo constituían
agentes muy apropiados para disfrazar el carácter regresivo de estas impo-
siciones, que, por el necesario traslado a precios, eran finalmente pagadas
por grandes sectores de la población, sobre todo por los más pobres. Las
contribuciones se fijaron ya desde el inicio en forma regular, a pagar
anualmente y en cifras muy altas; hacia 1817 la suma de imposiciones
sobre el consumo de pan y sobre los panaderos constituía el segundo
rubro más importante de los ingresos de la comuna porteña, con casi el
producción y comercio de cereales 147

28% del total.12 Estas imposiciones, y la reciente libertad de comercio,


implicaron que fuera cada vez más conveniente exportar el grano o la
harina en vez de venderlos en el mercado interno, fenómeno creciente
y no despreciable según los números disponibles, pero que en todo
caso era además un efecto de la demanda de los puertos de la Banda
Oriental, cuyas campañas estaban siendo taladas por la guerra, antes
que consecuencia de una mayor eficiencia relativa en la producción de
granos que pudiera gozar Buenos Aires con respecto a otras economías
cerealeras de ultramar. Los picos de los envíos de harinas al exterior se
ubican ya entre 1812 y 1813; su rápido descenso no fue sin embargo
acompañado por los del trigo, del que en 1817 se embarcó al exterior
al menos el equivalente a 18.000 fanegas, además de una apreciable
cantidad de galleta.13

Cuadro 6
Exportación de harina desde el puerto de Buenos Aires,
1810-1818

Año Quintales
1810 160
1811 100
1812 13,639
1813 24,946
1814 8,122
1815 6,506
1816 872
1817 420
1818 -

Fuente: Montgomery, R. (1978) p. 59.

12 Garavaglia, J. C. (1991), p. 28.


13 Ibid., p. 26.
148 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Figura 15. El panadero. Litografía de César H. Bacle, 1834. En [Bacle, C.H.]


(1947)

La conjunción de todos esos problemas con los por otra parte siempre
amenazantes avatares climáticos llevó el precio de los granos a trágicas
alzas que culminaron hacia 1817-1818 con una crisis de subsistencias de
grandes proporciones: el primero de esos años una mala cosecha llevó
los precios internos del grano a niveles astronómicos, debiéndose final-
mente optar por prohibir la exportación, medida levantada apenas a
inicios de diciembre, en vísperas de la nueva recolección.14 La crisis se
agudizó sin embargo el año siguiente al agregarse, además, el fuerte au-
mento en los precios de la carne, el otro rubro importante del consumo
masivo, que derivó en la interrupción compulsiva de la producción de
los saladeros hasta fines de 1819.15 Tal cúmulo de problemas tuvo su co-
rrelato en una muy conflictiva situación política, y acaso estuvo entre
sus causas: como se recordará, 1820 fue un año particularmente difícil

14 La noticia en Gazeta de Buenos Ayres, t. V, nº 48, sábado 6 de diciembre de


1817, p. 275 de la reimpresión.
15 Montoya, A. J. (1971), pp. 141 y ss.; Carrazzoni, J. A. (1997), pp. 209 y ss.
producción y comercio de cereales 149

para Buenos Aires, con el derrumbe del Directorio y del poder central
heredado del virreinato, seguidos por una breve anarquía luego de la
oprobiosa derrota a manos de los ejércitos gauchos del litoral.16

3.2. las décadas de 1820 y 1830: un equilibrio inestable


Cuando, luego de 1821, se logró por fin exorcizar buena parte de los
fantasmas de la guerra y el desorden, los problemas para la agricultura
rioplatense no habrían sin embargo de terminarse. Ese año y el si-
guiente, fuertes lluvias e inundaciones afectaron implacablemente las
cosechas; la seria ofensiva indígena sufrida también en 1821-23 en áreas
donde la frontera se había expandido en años anteriores provocó asi-
mismo terribles trastornos, que repercutieron en el abandono y des-
trucción de cultivos.17 Pero, mucho más importante, además de estos
factores coyunturales otros nuevos de largo plazo comenzaron a mos-
trar en esos años su real dimensión, oculta hasta entonces por la ines-
tablidad y complicaciones de la guerra. Uno de los mayores al respecto
fue la política financiera de los nacientes estados provinciales y sus efec-
tos sobre la oferta monetaria. Los años de lucha dejaron como herencia
fiscos exhaustos y siempre hambrientos de fondos; el debilitamiento o
la pérdida de los vínculos con el Alto Perú y la crisis de la minería en
esa región, así como el déficit de la balanza de pagos, implicaron una
crónica escasez de metálico y por consiguiente de medios de pago,
tanto en Buenos Aires como en el interior, aunque no en la misma me-
dida en cada plaza. Diezmadas las grandes fortunas mercantiles en me-
dio de la guerra, los márgenes de ganancia de los negocios se vieron re-
ducidos o cuando menos se volvieron mucho más aleatorios, afectados
por la acción disruptora de los nuevos agentes y prácticas traídos por el
comercio libre y por el desbaratamiento del viejo sistema de intercam-
bios. Esto potenció el retraimiento de la oferta de crédito, tradicional-
mente sostenida por grandes comerciantes; a la par, las instituciones
eclesiásticas, otro oferente clásico de financiamiento, sufrieron acerba-
mente por los cambios políticos, y vieron erosionarse con rapidez no

16 Halperín Donghi, T. (1985), pp. 128-131. Los impuestos sobre el pan habrían
de irse moderando o eliminando a partir de 1821, circunstancia celebrada
por el Boletín de la Industria, nº 3, miércoles 29 de agosto de 1821.
17 Montgomery, R. (1978), pp. 37-38; un testimonio de los malones del período
1821-1823 en García, P. A. (1969b), pp. 475 y ss.
150 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

sólo su prestigio sino además sus rentas, afectadas por fuertes caídas en
la recaudación de los gravámenes destinados al sostenimiento del culto,
así como por la reticencia de quienes antaño les confiaban sus fondos en
depósitos a interés.18 Todo ello, unido a la escasez monetaria, la presión
fiscal y la incertidumbre, derivó necesariamente en un mayor costo del
dinero, siendo éste imprescindible para poner en marcha emprendi-
mientos agrícolas quizá con mayor intensidad aún que en otros rubros
productivos. Esta situación adquirió un carácter crítico toda vez que,
gracias a una particular coyuntura de precios, la rentabilidad en ciertos
rubros se volvía atractiva; pero, una vez pasada la euforia, ese alto costo
del dinero podía fácilmente llevar a la quiebra a muchos empresarios.
En Buenos Aires, la expansión de la frontera fue creando nuevas
oportunidades para el planteamiento de negocios rurales, pero dada la
cada vez mayor distancia entre esas zonas nuevas y el gran centro de
consumo, comercialización y puerto exportador que era la ciudad capi-
tal, es evidente que la ganadería estaba en mejor posición competitiva
que la agricultura para acceder a ese gran mercado, trabada por los al-
tos costos de los fletes. Si bien la eliminación de los diezmos favoreció
la producción de granos, el fin de la esclavitud terminó, como hemos
dicho, con una fuente de mano de obra de menor costo y mayor esta-
bilidad que la provista por los asalariados, y que resultaba clave en las
grandes chacras mercantiles y en los cultivos comerciales encarados por
las estancias. La cantidad de esclavos por unidad productiva decreció
con rapidez a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, a partir del ini-
cio de la política de redención limitada y progresiva encarada por los go-
biernos patrios, desapareciendo en la práctica aun antes de la liberación
definitiva consagrada en la Constitución de 1853.19 Consiguientemente,
los tradicionales problemas por la falta de mano de obra se agudizaron,
sobre todo cuando un nuevo conflicto bélico implicaba movilizaciones, y
si bien en Buenos Aires parece haber habido menos dificultades, en Santa
Fe y Entre Ríos, teatros de guerra civil por largos años, muchos estable-
cimientos fueron saqueados y destruidos por los ejércitos, y peones y es-
clavos, obligados a servir como soldados. En medio del esfuerzo y las zo-
zobras de la guerra, a menudo la única forma en que un productor rural
podía obtener trabajadores era solicitándolos al caudillo provincial. El

18 Di Stefano, R. (2004), pp. 134 y ss.


19 Garavaglia, J. C. (1999a).
producción y comercio de cereales 151

otorgamiento a los milicianos de licencias o permisos para ir a levantar


la cosecha o para asalariarse y subvenir así a las propias necesidades se
transformó en esos territorios convulsos en un complemento lógico de
los certificados de empleo, o “papeletas de conchabo”, formando así
parte del complejo edificio de control social imprescindible para seguir
produciendo riqueza en medio del caos; y contribuyó a afianzar el pa-
pel de los nuevos dueños de la política local, quienes a su vez encontra-
ron en la protección a los ocupantes de tierras fiscales o privadas una
moneda de cambio adecuada para lograr de éstos los servicios militares
que las circunstancias exigían, y que les permitió armar ejércitos cuya
férrea disciplina y eficacia fueron justamente admiradas por testigos de
la época.20
Menos castigada por la guerra, en Buenos Aires se ponían en práctica
formas más prosaicas de obtención de trabajo: durante la época de Ro-
sas se intentó traer trabajadores del exterior bajo sistemas de contrato
que generaban una deuda a pagar, que se suponía debía mantenerlos al
menos por un tiempo en la explotación del acreedor, pero este método
se mostró poco útil ya que los altos salarios que de cualquier forma ob-
tenían pronto les permitían cancelar su deuda, disolviéndose de hecho
el pretendido lazo que habría de sujetarlos. Otra patética tentativa simi-
lar se puso en práctica en las zonas de frontera, donde se empleaban
trabajadores indígenas cautivos a los que se les pagaba alrededor de la
mitad del salario de un peón criollo libremente contratado.21
Todos estos intentos de recrear condiciones de trabajo mediante for-
mas coactivas indican con claridad el importante vacío que el ocaso de
la esclavitud estaba dejando para la operatoria cotidiana de las empre-
sas productivas: la inestabilidad e indisciplina de la mano de obra eran
ahora problemas mucho más visibles de lo que lo habían sido nunca. El
fracaso de esos intentos es asimismo un elocuente indicio de lo difícil
que se hacía encontrar un reemplazo económicamente conveniente
para la esclavitud: no había otras formas de obtención de mano de obra
estable y segura que a la vez resultaran tan baratas, lo cual, por deriva-
ción, no hizo sino aumentar aún más la ya evidente brecha entre el valor
del trabajo en actividades ganaderas y agrícolas, haciéndolo aún más
ventajoso en las primeras.

20 Schmit, R. (2004); Victorica, J. (1906), pp. 4 y ss.


21 Véase Gelman, J. (1999).
152 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

El problema adquiría dimensión asimismo por las nuevas consecuen-


cias de la producción para el mercado mundial, que exigían la forma-
ción de empresas agropecuarias de escala mucho mayor de lo que se
había conocido hasta entonces. La especialización cada vez más nítida,
los fuertes costos de intermediación, la creciente diversificación y com-
plejidad del acceso a los mercados, y las condiciones de la tecnología de
la época, al estar las empresas productivas faltas aún de posibilidades
para afrontar las inversiones necesarias para lograr cambios cualitativos
de envergadura, eran todos factores que tendían fuertemente a pre-
miar la eficiencia en empresas productivas de mayor escala que antaño.
No se trataba, como se piensa, simplemente de adicionar tierras y gana-
dos; la rentabilidad estaba atada a un uso racional de esos recursos,
pero éste, en las condiciones de la época, no podía realizarse sino en
una escala mucho mayor y más extensiva que antes. Esto es particular-
mente evidente en Entre Ríos, quizá el caso más paradigmático de avan-
ces de la producción exportable en un contexto fuertemente adverso
por la presencia de guerra permanente y escasez de mano de obra.22
Pero asimismo en la provincia de Buenos Aires la escala de los estable-
cimientos tendió a aumentar, sobre todo en las zonas de frontera.23
Esto implicaba graves problemas: por un lado, la obtención y el manejo
de los recursos naturales eran mucho más complejos; por otro lado, si
bien posibilitaba ahorros proporcionales, la producción en escala am-
pliada significaba también la necesidad de contar con mayores contin-
gentes de mano de obra, para llevar a cabo tanto las tareas permanentes
como las estacionales.
Las condiciones bióticas no eran ya las de las áreas más antiguamente
ocupadas; el agua no estaba tan a mano, y las duras hierbas naturales
debían ser transformadas por largos años de pastoreo; entretanto, al
menos una parte del rebaño podría tener dificultades para alcanzar
condiciones de rendimiento satisfactorias. El costo, la disposición y so-
bre todo el control de la mano de obra también adquirieron entonces
un papel mucho más crucial que antaño, ya que en la producción en es-
cala ampliada los efectos de una organización no metódica de los rit-
mos de trabajo eran mucho más costosos, por su efecto multiplicador
sobre tareas realizadas por contingentes de mayor dimensión que antes.

22 Sobre el tema véase Schmit, R. (2004).


23 Garavaglia, J. C. (1999b).
producción y comercio de cereales 153

Estos factores fueron en parte compensados porque la extensividad po-


sibilitó el mantenimiento de una tasa de manejo de animales por hom-
bre mayor que la de antaño, y con ello una eficiencia más alta por uni-
dad producida; pero los desafíos sin dudas fueron muy graves, y no
todos los empresarios rurales de entonces lograron resolverlos eficaz-
mente. En cualquier caso, lo que importa es que tanto para la actividad
ganadera como para la agrícola el manejo eficaz de mano de obra y re-
cursos naturales se transformó cada vez más en una instancia crucial,
dado que la escala ampliada implicaba posibilidades de lucros mayores,
pero también riesgos más grandes.
La llegada de la inflación afectó también a los procesos productivos,
los mercados locales y el poder adquisitivo popular. La economía de la
campaña bonaerense, regida en parte importante por el circulante me-
tálico ya desde inicios del siglo XIX, implicaba que muchos trabajado-
res reclamaran dinero en efectivo por sus salarios devengados como
parte ya aceptada de los contratos laborales, y los patrones (a pesar de
que intentaban inducirlos a que consumieran artículos en sus almace-
nes) no pudieran ofrecerles ropas o enseres en parte de pago, cosa que
sí ocurría en el norte del litoral y en el interior, y que fue hasta fecha
muy tardía una forma aceptada de hacer descender allí los costos labo-
rales. En Corrientes, por ejemplo, todavía en la década de 1830 sólo al-
rededor del 30% del monto de los salarios de un establecimiento rural
se pagó en efectivo.24 Estas rigideces relativas del mercado laboral bo-
naerense se intentaron paliar en parte con los efectos de la emisión in-
flacionaria: por la ley de Gresham, bien pronto los viejos pesos de plata
españoles desaparecieron de la circulación, siendo reemplazados por
los dudosos papeles que el banco provincial, desde 1826 en manos del
Estado, no se cansaba de emitir. Los ciclos de depreciación de la mo-
neda, en especial cuando coincidían con graves crisis políticas, podían
hacer descender abruptamente los costos laborales a la par que, si el co-
mercio exterior continuaba abierto, los productores podían obtener
por sus mercancías exportables precios pagaderos en moneda fuerte;
sin embargo, los mercados locales debieron resentirse del descenso en
el poder adquisitivo del salario, lo cual sin dudas provocaba contraccio-
nes en la demanda de los artículos de consumo, tanto importados
como de producción local, afectando consiguientemente las ganancias

24 Chiaramonte, J. C. (1991), p. 111.


154 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

de los comercializadores. Si bien los bruscos cambios en los precios re-


lativos tendían a compensarse pronto merced al aumento de los salarios
en una economía siempre escasa de mano de obra, la recesión más o me-
nos intensa que acompañaba esos ciclos retrasaba consiguientemente la
recuperación.
Los expedientes puestos en práctica para reordenar el mercado fi-
nanciero y monetario pronto mostraron escasa sustentabilidad. En Bue-
nos Aires se intentó resolver los problemas del financiamiento de los
gastos extraordinarios del Estado mediante la creación del Crédito Pú-
blico en 1821, que debía consolidar la deuda previamente emitida; esto
provocó la emisión de una nueva serie de bonos que comenzaron a fun-
cionar como medios de pago, cayendo su cotización por su dudoso res-
paldo, lo que a su vez indujo la búsqueda de fuentes de financiamiento
externas para darles mayor solidez.25 Fracasada esta operación luego de
la crisis del mercado de valores londinense en 1825, la aparición de la
inflación a partir de 1826 fue no sólo el último expediente puesto en
práctica para paliar los déficits sino además un agente adicional pode-
roso para quitar atractivo a las inversiones agrícolas, siempre de resulta-
dos azarosos; en un contexto de altas tasas de interés e incertidumbre
e inestabilidad de los precios relativos, los capitales encontraron en la
ganadería un resguardo más seguro contra la pérdida de su valor adqui-
sitivo y la falta de alternativas de inversión rentable; la agricultura co-
mercial, mediada por la volubilidad climática, por las complicaciones
del transporte y por un complejo sistema de financiamiento y comercia-
lización, y sufriendo además como veremos pronto una dura competen-
cia externa, no podía en semejantes condiciones ofrecer atractivos simi-
lares, salvo en las recurrentes coyunturas puntuales en que los precios
alcanzaban cotas extraordinarias. Incluso la elaboración local de hari-
nas parece haber sufrido con las fuertes oscilaciones de los precios del
grano y la competencia externa; el primer molino de viento de maqui-
naria inglesa, que existía ya en Buenos Aires en medio de la difícil co-
yuntura de 1818, debió ser rematado en 1821 para pagar las deudas de
su dueño.26 Estas condiciones continuaron manteniéndose en tanto los

25 Amaral, S. (1984) pp. 561 y ss.


26 Noticia de la existencia del molino en Gazeta de Buenos Ayres, nº 75, 17 de
junio de 1818; del remate en Boletín de la Industria, Buenos Aires, nº 2, 24 de
agosto de 1821.
producción y comercio de cereales 155

riesgos e inconvenientes esenciales del negocio del trigo también ha-


brían de perdurar; todavía en 1837 un tal Hugo Fiddis solicitaba un mo-
nopolio de diez años para decidirse a instalar un molino harinero de va-
por, lo que muestra con claridad que deseaba cubrirse ante eventuales
pérdidas.27
Vinculado a ello está el hecho de que, siendo su principal mercado el
mismo puerto que ligaba a ese espacio con el mundo, a partir de la
apertura de aquél al comercio mundial los trigos y harinas de producción
local debieron competir con sus similares importados a precios interna-
cionales. La competencia importada en su principal punto de realización
habría de ese modo de acompañar a la producción triguera local aun
hasta la década de 1870; las razones para una tan larga vigencia son
complejas, ya que no sólo pueden explicarlas, como suele decirse, el
descuido de la producción agrícola local en aras de la mucho más con-
veniente y expansiva ganadería, o las dificultades políticas que impidie-
ron concretar condiciones favorables para el desarrollo de una activi-
dad que necesitaba programarse con plazos demasiado largos para el
afiebrado acontecer posrevolucionario. Además de todo ello, entre
otras cosas, la apertura del puerto y el ingreso de trigos y harinas impor-
tados derivó probablemente en el establecimiento de un precio prome-
dio más bajo para esos insumos básicos de alimentos extremadamente
populares; remontar otra vez desde esos niveles inferiores hacia un ho-
rizonte que garantizara buenas ganancias a los agricultores locales hu-
biera sido no sólo materialmente difícil sino sobre todo políticamente
arriesgado: la plebe movilizada debió en algún momento considerar
esos valores bajos como una conquista a conservar, y su favor era perci-
bido por la dirigencia como un elemento demasiado importante para
desafiarlo.
Es indudable que esas consideraciones no predominaron siempre en
el planeamiento de la inversión rural, pero también lo es que formaban
parte prioritaria del catálogo de razones a tener en cuenta. Los trigos y
harinas importados estaban en las mejores condiciones para consti-
tuirse en reguladores hacia la baja de los precios, más allá de su impor-
tancia cuantitativa en la plaza local. Se trataba en general de cereales
producidos en áreas cercanas a las costas, lo que les permitía llegar a Bue-
nos Aires soportando sólo los menores gastos relativos del flete marítimo,

27 En Burgin, M. (1975), p. 333.


156 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

como ocurría con los trigos chilenos, o favorecidos por el incipiente


desarrollo de vías de canalización y ferrocarriles capaces de conectar
con el mundo, a costos cada vez más módicos, los productos baratos de
una vertiginosa agricultura extensiva de tierras nuevas, lo que ocurría
con los granos y las harinas que partían de puertos de los Estados Uni-
dos.28 El comercio internacional de materias primas, en alza al menos
desde el último cuarto del siglo XVIII, se benefició además, a partir del
fin de las guerras napoleónicas, de un sustancial descenso en el costo
de los fletes marítimos, reflejo de importantes avances logrados en la
tecnología naviera; en esas condiciones, los onerosos fletes terrestres
pampeanos no siempre estaban en condiciones de competir. Esa cir-
cunstancia motivó incluso temores por los esporádicos derrumbes de
precios a niveles insoportables, que ineludiblemente acompañaban a
las perspectivas de buenas cosechas: en noviembre de 1824, ante un su-
ceso de ese tipo, se prohibió el ingreso de harinas extranjeras, orden
que tendría vigencia durante casi un año.29
Sin embargo, no parece que las medidas de prohibición de importa-
ción hayan tenido efecto sino tan sólo durante momentos relativa-
mente breves o por circunstancias puntuales; por otra parte, nada in-
dica tampoco que la propia estructura de imposición fiscal que gravó a
esos productos haya constituido un impedimento serio a su introduc-
ción. La Ley de Aduanas de diciembre de 1835, quizá la medida más or-
gánica al respecto de la primera mitad del siglo, establecía la prohibi-
ción del ingreso de trigos y harinas cuando el valor del primero
superara los 50 pesos papel por fanega en la plaza porteña; esta limita-
ción tuvo vigencia efectiva sólo por poco tiempo, puesto que a partir de
mayo de 1838 la inflación haría que los precios del trigo superaran casi
siempre con holgura esa cifra.30 De todos modos, lo realmente signifi-
cativo es que, en períodos de pérdida rápida del poder adquisitivo del
papel moneda, los costos de los productores crecían más lentamente
que la devaluación, en razón de que estaban compuestos fundamental-
mente por salarios, y la adecuación de éstos a los procesos inflacionarios
era siempre tardía. Por el contrario, los precios del trigo y de la harina

28 Adams, W. P. (comp.) (1979), pp. 116-7.


29 Angelis, P. de (comp.) (1836), t. I, pp. 631-686.
30 Prado y Rojas, A. (1877-1879), t. IV, p. 170; precios del trigo entre 1831 y
1851 en Burgin, M. (1975), p. 328.
producción y comercio de cereales 157

seguían estrechamente no sólo la pauta inflacionaria sino también las


instancias de escasez o conflicto, con lo que la amplitud de las subas po-
día potenciarse. Algunos productores y comercializadores de cereales
lograban, de esta manera, beneficiarse abundantemente con la diferen-
cia entre ambas variables; dado que las noticias acerca del valor de la
harina en plaza podían seguirse con relativa facilidad a través de los pe-
riódicos, y en todo caso anticiparse al menos algunas semanas con bas-
tante efectividad ya que coincidían con momentos de conflicto político,
eran sobre todo los productores relativamente cercanos a la urbe quie-
nes contaban con mejores posibilidades de hacerlo. Era éste clara-
mente el caso de los agricultores del norte de la provincia de Buenos
Aires, abastecedores privilegiados del mercado porteño, y que habrían
de constituirse en defensores de las barreras tarifarias.
En realidad, todo indica que en 1835 las medidas fiscales parecen ha-
ber querido sobre todo estabilizar los precios, y en parte secundaria-
mente reservar ese mercado a través de la institución de un valor mí-
nimo, dando un efímero auge a una industria poco competitiva, pero
con un poder de presión política muy significativo. En razón de necesi-
dades estratégicas, no sólo la popularidad sino también la seguridad fí-
sica del gobierno bonaerense estribaba en mantener un sector agrícola
más o menos consistente, cuya producción permitiera evitar una ries-
gosa dependencia del cereal y harinas importados, susceptibles de eva-
porarse en momentos de bloqueo del puerto. A la vez, era desde todo
punto de vista inaceptable que los precios de un producto de primera
necesidad como el pan se vieran sujetos a oscilaciones extremadamente
fuertes; si bien mantener sus insumos básicos a un nivel alto no era tam-
poco políticamente conveniente, el impacto negativo de las tremendas
oscilaciones tan frecuentes entre finales de la década de 1820 e inicios
de la siguiente debió de haber sido sin dudas mayor en el imaginario
colectivo que la posibilidad, para la población urbana, de tener que pa-
gar un precio alto pero estable. De este modo, y en forma lateral pero
no menos consistente, terminó fortaleciéndose un sector de interés que
por largas décadas presionaría a menudo con éxito para mantener altas
tarifas proteccionistas para la producción triguera local.31

31 Véase por ejemplo el relato de Alcorta, A. (1862), quien había formado parte
de comisiones reguladoras de precios del trigo en la década de 1850. Díaz,
B. (1975), apéndice, pp. 278 y ss.
158 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Pero ésta de todos modos no logró responder eficazmente a esos es-


tímulos cuya imprescindible necesidad no se cansaba de remarcar, y la
presencia del producto importado continuó. Así, una buena cosecha,
ausencia de conflicto político y condiciones macroeconómicas acepta-
bles fueron ineludiblemente motores más potentes para la prosperidad
agrícola y el descenso de precios que cualquier medida fiscal; también
incluso el breve período de auge que corrió entre 1835 y 1838, en que
a una baja inflación se unieron un descenso en la tasa de descuento,
una relativa paz y abundante recolección de granos, vio aparecer en las
aduanas importantes cargamentos de trigo para su exportación, aun
por tierra, hacia las provincias interiores.32 Sin embargo, la reaparición
del bloqueo a partir de 1838 y, con él la de la inflación y los problemas
políticos, pronto habría de dar cuenta de esos avances, con lo que la
producción local mostraba que era demasiado frágil como para que se
la pudiera sostener tan fácilmente sólo con decretos y tarifas. La recu-
rrente presencia de esos inconvenientes, unida a la reaparición esporá-
dica de problemas climáticos, marcará así durante mucho tiempo al
mercado porteño de alimentos, que verá convivir entonces, al menos
hasta la década de 1870, a trigos y harinas locales con los provenientes
del exterior y del interior.
Además, la relativa inelasticidad de los precios del trigo provocaba
que en ocasiones de crisis éstos se vieran mucho más fuertemente
afectados que los de otros ramos fundamentales de la subsistencia. A
menudo, el efecto de los ciclos de alta inflación se potenciaba con
conflictos externos o internos y bloqueos del puerto; en esas condicio-
nes, mientras el valor del ganado podía incluso descender en térmi-
nos reales por el cierre de las salidas ultramarinas, la competencia ex-
terior para los trigos y harinas locales desaparecía, por lo que sus
precios debieron tender a subir mucho más de lo que lo hubieran he-
cho tan sólo ante los clásicos azares de la producción. Algo así parece
surgir de una comparación rápida entre la evolución de los precios
del trigo y la de los productos pecuarios en Buenos Aires para el perí-
odo 1835-1850; tomando un índice 100 para los niveles de 1838, los
precios combinados de productos pecuarios en términos nominales
aumentan hasta más de 220 en 1841; los del trigo, en cambio, superan

32 Burgin, M. (1975), pp. 340-43; tasas de descuento en p. 335. También Gara-


vaglia, J. C. (2004), p. 137.
producción y comercio de cereales 159

ese año cómodamente los 300 puntos, y llegarán a más de 500 en


1843, fatídica coyuntura en la que a los problemas climáticos habría
de unirse una fuerte conflictividad política en las aguas del Plata, que se-
gún Roberto O. Fraboschi afectó con intensidad al comercio en ambas
bandas del río.33
De esta forma, es preciso admitir que la aparición de la harina im-
portada introdujo en el mercado porteño variables exógenas de im-
portante impacto en las curvas de precio. En primer lugar, el peso
del ciclo agrícola y de los factores climáticos en la formación de
aquéllas sin dudas disminuyó, a pesar de que la violencia de las fluc-
tuaciones continuó. Pero éstas son ahora en buena parte atribuibles
sobre todo a la grave conflictividad política que registra el período,
teniendo los problemas de orden natural local menos implicancia
que antes en sus precios. La harina importada reflejaba en todo caso
alternativas climáticas de su lugar de producción, que a veces se regía
por un calendario agrícola inverso al rioplatense, lo que le otorgaba
la gran ventaja de poder suplir a Buenos Aires en épocas del año en
que la cosecha local aún no había sido recogida. Pero más impor-
tante aún es que la multitud de circunstancias que se conjugaban en
la formación de su precio implicaba que la harina importada tuviera
menos fluctuaciones que el trigo, este último en mucha mayor me-
dida proveniente de la campaña porteña que producto de importa-
ción, y por tanto más propenso que la harina extranjera a reflejar
con más énfasis todos los sucesos locales, tanto los propios del ciclo
agrícola y climático como los problemas políticos. Si bien los datos
no son lo suficientemente homogéneos y haría falta construir series
más completas, una breve comparación de índices de precios del
trigo y de la harina importada en la plaza porteña en algunos años
parece avalar la hipótesis del papel regulador de los precios cum-
plido por este último producto: éstos tienden a subir siempre pro-
porcionalmente mucho menos que los del trigo, moviéndose en un
rango que hasta llega a ser de alrededor del 60% menor.

33 Según los gráficos construidos por Gelman, J. (1998b), p. 105; datos base en
Gorostegui, H. (1962-63) y Broide, J. (1951). Sobre la conflictividad en el
plata y el comercio británico véase Fraboschi, R. O. (1951), p. 187; sobre las
sequías y fuertes tormentas del período 1839-1843 véase Moncaut, C. A.
(2001), pp. 23-24.
160 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Gráfico 3
Comparación de índices de precios del trigo y de la harina
importada en la plaza de Buenos Aires, en momentos puntuales
entre marzo de 1829 y diciembre de 1832
350

300

250

200

150

100

50

0
Mar. 1829

Sep. 1829

Oct. 1829

Nov. 1829

Oct. 1831

Nov. 1831

Ene. 1832

May. 1832

Jun. 1832

Jul. 1832

Ago. 1832

Nov. 1832

Dic. 1832
Trigo Harina

Fuentes y aclaraciones: números índice base 100 - octubre de 1831; series elabo-
radas a partir de precios promedio al último día del mes, por barril de harina
importada de buena calidad en pesos fuertes registrados por el British Packet
and Argentine News; y fanega de trigo en pesos papel, precios promedio del
último día del mes o del inmediato anterior, registrados en la Gaceta Mercantil,
convertidos a pesos fuertes utilizando las tablas de Álvarez, J. (1929)

Es importante destacar que la harina importada, según el año, podía lle-


gar a constituir parte significativa del consumo total ya desde época tem-
prana: puede estimarse que los 47.690 barriles que, según Montgomery, se
importaron en 1822 correspondieron aproximadamente a 70.000 fanegas
de trigo; una cifra casi tan importante como la del cereal introducido
desde la campaña bonaerense. Si bien las introducciones desde la cam-
paña continuaron generalmente siendo al parecer más significativas que
sus equivalentes importados, la irregularidad de aquéllas y su descenso sus-
tancial en algunos años indican que la importancia relativa del producto
extranjero al menos se mantuvo a lo largo del tiempo.34

34 Véanse las cifras de introducción de granos al mercado porteño desde la


campaña entre 1831 y 1860 en Brown, J. (2002), p. 195.
producción y comercio de cereales 161

Es menester sin embargo aclarar que la harina importada, aun


cuando sumara cantidades considerables, probablemente cubriera más
que nada el consumo de los sectores de poder adquisitivo medio y alto;
los testimonios indican que ésta, para venderse bien, debía ser de la me-
jor calidad, lo cual mostraría los límites de su competencia con el pro-
ducto local, que en buena medida también podía ofrecer excelencia.35
Por otra parte, la producción cerealera de las áreas de frontera lograba
llegar con cierta regularidad al mercado porteño, constituyendo uno
de los dos rubros en que se dividía la oferta, y a los que ya nos hemos re-
ferido: los trigos de costa, o los tradicionales del área norte bonaerense,
reputados por su mayor calidad, y los trigos salados o de áreas de fron-
tera. Debe tenerse en cuenta que, sobre todo en los momentos de altos
precios, la harina y el trigo del interior convergían también hacia Bue-
nos Aires; los productores y comerciantes cordobeses o mendocinos in-
tentaban así aprovechar las coyunturas favorables, aun cuando las fuer-
tes oscilaciones de los valores y los altísimos costos de los fletes pudieran
muy pronto transformar en pérdida las esperanzas de ganancia. En el
mercado porteño continuaron conviviendo entonces en pintoresca
confusión las harinas y los trigos provenientes de diversos lugares.

Cuadro 7
Exportaciones de trigo y maíz por el puerto de Buenos Aires, en
fanegas
Trigo Maíz
1835 8,526 4,865
1836 6,233 346
1837 4,150 740
1838 9,596 2,089
1839 - 473

Fuente: Nicolau, J. C . (1975), p. 152.

Planteadas así las características de ese mercado, no es extraño tam-


poco que las esporádicas exportaciones de granos que tuvieron lugar

35 Lezica y Compañía a sus corresponsales en Europa, Buenos Aires, febrero de


1829, en Barba, E. (1978), p. 74; también Montgomery, R. (1978), p. 38 (en
idem).
162 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

en el período en momentos de cosechas abundantes apenas alcanzaran


un porcentaje menor del total de cereales introducidos allí: según la re-
copilación de Juan Carlos Nicolau, alrededor del 6 al 11% entre 1835
y 1838, si aceptamos un ingreso anual aproximado de entre 97.000 y
115.000 fanegas a la plaza porteña desde la campaña que la servía.36
Este significativo papel de las nuevas reglas de juego planteadas a par-
tir de la apertura externa a la llegada de trigos y harinas extranjeros no
bastó entonces para estabilizar los precios de la plaza porteña, los cua-
les continuaron siendo afectados por diversos factores de tipo tradicio-
nal, que se sumaban ahora a los problemas derivados de la situación po-
lítica. Incluso el lugar ganado por la oferta extranjera, más allá de
presionar al equilibrio de los precios en el mediano plazo, pudo contri-
buir en algún momento a una intensificación de la inelasticidad: si
coincidían una magra cosecha y un cierre del puerto los precios inevi-
tablemente se disparaban. Además, puede decirse que se mantuvo e in-
cluso se profundizó la existencia de condiciones diferenciales para la
producción triguera según la distancia a sus mercados, lo que implicaba
también en cierta forma reeditar el aislamiento de éstos. El cambio más
importante parece haber sido la mejora relativa en los medios de trans-
porte fluvial, lo cual permitió que la harina extranjera alcanzara los
puertos de las provincias litorales, y que desde éstas, al menos en ciertos
momentos, se pudieran embarcar partidas de trigo con destino al mer-
cado porteño. Durante la difícil coyuntura de 1828, en que por efecto
del bloqueo y de los comienzos de la famosa “gran seca” el valor del
trigo en Buenos Aires superaba en octubre los 12 pesos fuertes por fa-
nega y el gobierno imponía fuertes multas a diversos panaderos que no
cumplían con las ordenanzas de precios máximos, D’Orbigny podía cons-
tatar que desde Paraná los envíos de trigo hacia aquella ciudad figuraban
entre los rubros de exportación más considerables.37
Pero estas situaciones continuaban en esencia formando parte de un
contexto muy similar al de fines de la colonia: una vez satisfecha la in-
elástica pauta del consumo local, los precios caían, lo cual podía incluso
ocurrir antes de resolverse la causa coyuntural de la escasez, ante la con-
currencia de múltiples oferentes atraídos por la noticia de los precios

36 Cálculo estimado a partir de los ingresos de 1831 y 1854, 83.406 y 202.877


fanegas respectivamente. Datos en Brown, J. (2002), p. 195.
37 D’Orbigny, A. (1945), t. I, p. 403; también Burgin, M. (1975), p. 328.
producción y comercio de cereales 163

altos. Esto significaba que la apuesta por abordar la plaza porteña en


períodos de alza de precios continuaba implicando para los producto-
res situados a cierta distancia de ella un riesgo muy alto en función de
la corta duración de esos ciclos: dada la morosidad de las comunicacio-
nes, el tiempo entre la difusión del estado de la plaza y la movilización
de volúmenes considerables de grano podía significar la pérdida de la
oportunidad de realizar el negocio. Además, la presencia de múltiples
oferentes con productos de calidades muy diversas quitaba transparen-
cia, eficiencia y rapidez a la circulación de la información; sin dudas, los
trigos provenientes de áreas fronterizas lograban competir con los de-
más en la plaza porteña en base a pautas de producción muy extensivas,
que derivaban en precios más bajos, los cuales compensaba las deficien-
cias en calidad; sin embargo, las coyunturas de bajos precios debían de
expulsarlos de esa plaza con mucha mayor prontitud que al resto, dada
la lógica preferencia de los panaderos por las harinas de mayor rendi-
miento provistas por los trigos de costa.
No es extraño de este modo que la producción agrícola sólo haya
tentado a los grandes comerciantes en algunas coyunturas puntuales.
Los Anchorena, por ejemplo, están presentes en negocios de panade-
ría al menos desde 1811; hacia 1830 contaban incluso al respecto con
asesoramiento de una firma francesa para instalar una panadería me-
cánica. En la década de 1820 se ocupan de comercializar trigo, ce-
bada, maíz y hortalizas en sociedad con Braulio Costa y R. Tobal; sin
embargo, antes de 1827 no aparecen anotaciones en sus libros rela-
tivas a incursiones en la producción de granos. Para ese año y el si-
guiente los datos transcriptos por Carretero indican siembras de
trigo de 37 y 98 fanegas, lo que por otra parte no es gran cosa tratán-
dose de un productor de envergadura, aun cuando no sepamos
dónde fueron sembradas, si corresponden a la totalidad del negocio,
ni tampoco conozcamos las ganancias o pérdidas de la operación.38
Lo significativo es que sea justamente en medio de una crítica coyun-
tura para el mercado triguero porteño que los Anchorena ingresen
en su producción, y esto aún a tientas: en medio de la sequía, el blo-
queo, la Revolución y el aislamiento de la ciudad con respecto a su
campaña, en 1828 entraron algo menos de 62.000 fanegas al mercado
porteño, cantidad sin dudas insuficiente para el nivel de consumo de la

38 Carretero, A. (1970), pp. 181-5.


164 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

población; la barrica de harina importada se vendía en abril de 1829


a 73 pesos fuertes, casi el doble que en enero, llegando los precios
hacia octubre a un máximo de 130.39
En este aspecto, la facilidad de arrendar superficies para uso agrí-
cola en las chacras de la costa norte bonaerense era un incentivo adi-
cional al ingreso esporádico a la producción, y muestra también la
ventaja que poseían sobre el mercado de la ciudad los productores si-
tuados allí, aun cuando sufrieran también por la inestabilidad de los
precios. No es nada casual que fuera justamente en los alquileres de
chacras que surgieran formas más versátiles e innovadoras de contra-
tación, con pago de cánones en especie o en distintas monedas, y pla-
zos más largos que lo usual, a fin de disminuir riesgos ante los brus-
cos cambios de coyuntura.40 Un detalle de arrendamientos pagados
en cereal a un propietario de San Isidro entre enero de 1827 y di-
ciembre de 1831 muestra que, de ocho arrendatarios, uno de ellos
cuadruplicó la superficie sembrada y otro ingresó al negocio justa-
mente en el annus mirabilis de 1829; sin embargo, el excepcional pre-
cio de 64 pesos moneda corriente por fanega en que su trigo fue va-
luado ese año descendió al siguiente a 44, o, hablando en pesos
fuertes, desde 10,50 a 6,50.41
En efecto, todo parece indicar que en esos años quienes buscaran
rentabilidad pero a la vez un grado mínimo de seguridad rehuían la
producción agrícola, plagada de riesgos; por lo demás, era menester
contar con amplias diferencias de precio para compensar los altos
costos de transporte, cada vez más pesados para una producción ce-
realera que tendía a alejarse de la ciudad. Como lo ha mostrado cla-
ramente Burgin, hacia 1834 los costos del transporte implicaban que,
a una distancia mayor de 75 leguas de la ciudad (aproximadamente
390 kilómetros), el trigo debía valer la mitad o menos del precio en
ésta para poder venderse allí con ganancias.

39 British Packet and Argentine News, vs. locs.


40 Véase el análisis de Fradkin, R. O. (2004b), esp. pp. 200; 220-1.
41 AHMSI, Documentos del Museo Pueyrredón, caja 1, Agricultura, “Relación
de los arrendamientos…”.
producción y comercio de cereales 165

Cuadro 8
Distancias a las cuales el costo del transporte era igual a la mitad
del precio de ciertos artículos en el mercado de Buenos Aires (en
marzo de 1834)

Artículo Leguas
Ladrillos 6
Maíz 60
Trigo 75
Tasajo 95
Vino local 200
Sebo 226
Caña de Mendoza 320
Cueros salados 240
Lana 400
Cerdas (mixtas) 426
Cueros secos 515

Fuente: Burgin, M. (1975) p. 162.

Además de las producciones agrícolas intensivas, en esencia hortalizas y fo-


rrajes, en tanto que producto no perecedero y fruto de una actividad in-
tensiva en mano de obra la fabricación de ladrillos constituía de ese modo
un mejor negocio que el cultivo cerealero para quien tuviera un espacio
suburbano. En medio de una de las varias coyunturas conflictivas de la
época de Rosas, y ante el reclutamiento de los contingentes de obreros dis-
ponibles en la ciudad, algunos contratistas desesperados debieron com-
prar ladrillos usados, en especial los de cercas de quintas, para poder con-
tinuar las obras que estaban efectuando, y pagarlos de todos modos al
doble de lo que valían los nuevos.42 El administrador de la chacra de la
Chacarita, de propiedad fiscal, informaba en 1834 a su superior haber
comprado un horno de ladrillos y un galpón para “dedicarme a la elabo-
ración de adobe, lo que presenta más ventajas que las siembras que se han
hecho en el espacio de tres o cuatro años. La agricultura, señor Ministro,
demanda gastos enormes y sin la más remota esperanza de utilizar algo”.43

42 Esteves Saguí, M. (1980), pp. 61-2.


43 Citado en Burgin, M. (1975), p. 306.
166 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Además, el parcelamiento constante de las tierras en las cercanías de


la ciudad implicaba inexorablemente que los terrenos se agostaran
hasta volver aún más antieconómico el cultivo triguero en las extensio-
nes necesarias para amortizar las cuantiosas inversiones en mano de
obra que reclamaba el nivel técnico de la época; en esas unidades de
explotación, en todo caso, resultaban más convenientes otras activida-
des de granja, las hortalizas, los forrajes o la elaboración de dulces, ru-
bros de productividad más apropiada para parcelas fragmentadas y ex-
plotaciones con disponibilidad de mano de obra familiar.44 Entretanto,
en las zonas intermedias hacia la campaña se desarrollaba la cría de ovi-
nos, una alternativa cada vez más atractiva para las explotaciones fami-
liares en función de la creciente venta de sus lanas.
Dado que los fletes terrestres continuaron significando gravosos cos-
tos para las mercancías de gran volumen y escaso valor unitario, la am-
pliación de la frontera y las dificultades y la morosidad del transporte
terrestre llevaron a que las zonas “nuevas” crearan sus propios espacios
de producción agrícola, y a que éstos consiguientemente estuvieran
más ligados a sus mercados locales que al de la ciudad de Buenos Aires.
En el área de vieja colonización, entretanto, el desarrollo de los pueblos
durante la primera mitad del siglo XIX, por efecto, entre otros motivos,
del incremento del tráfico fluvial y terrestre, derivó en un rápido au-
mento de la población; esto significó también aquí un ensanchamiento
de los espacios agrícolas y de los mercados locales de alimentos, con un
consiguiente aumento proporcional de la importancia de la produc-
ción destinada a ellos. Algunos pueblos como San Nicolás, San Pedro,
Baradero, Pergamino o el núcleo agrícola de Lobos, Monte y Ranchos
van por esos años adquiriendo visibilidad e importancia como centros
de consumo y de tráfico, lo cual se refleja en la diversificación de las
pautas productivas y en la creciente subdivisión de la propiedad, que
hacia fines del período incluso es objeto de interés por parte de inver-
sores de la ciudad.45 De cualquier forma, el proceso no parece haber
sido homogéneo. Si bien en las zonas de la frontera bonaerense surgen
con claridad centros locales con producción agrícola significativa, la

44 Un testimonio interesante al respecto en Ramos Mejía, J. M. (1907), t. I, pp.


242-3.
45 Sobre San Nicolás véase Canedo, M. (2000); sobre Lobos véase Mateo, J.
(2001); también Brown, J. (2002), pp. 236-38; 284.
producción y comercio de cereales 167

parte más consistente de la agricultura parece haber continuado siendo


llevada a cabo sobre todo en el ámbito de la pequeña o mediana pro-
ducción familiar, con excedentes relativamente menores destinados al
mercado, al lado de grandes unidades ganaderas con una parte mínima
de su superficie dedicada a la labor agrícola.46
Esto resulta aún más evidente cuando analizamos la situación en las
provincias. En el oriente entrerriano, por ejemplo, la producción de
cereales destinados al autoconsumo a cargo de pastores y labradores
de pequeña o mediana dimensión es claramente dominante; los mon-
tos de trigo producido que han llegado a las estadísticas son sin dudas
ínfimos para el consumo potencial de la masa humana allí existente,
lo que, por un lado, implica la falta de registro de esa producción de
autoconsumo y, por otro, sugiere la importancia del uso de alternati-
vas autóctonas como la mandioca o el maíz. Sobre la base de los pocos
datos que existen, puede afirmarse que de todos modos la distribu-
ción de la producción en la provincia era muy desigual. En la cam-
paña circundante a Paraná, con mayor dimensión urbana y una más
larga historia de ocupación agrícola, se producía alrededor del 70%
de todo el trigo provincial; ese producto no sólo tenía por destino el
propio mercado local, sino el de la vecina ciudad de Santa Fe e in-
cluso el de Buenos Aires. En el resto del territorio, la primacía de la
producción para el escaso consumo de los centros poblados locales es
mucho más claramente dominante, y es lo que también determina su
menor dimensión; en las áreas de frontera de Concordia y Federa-
ción, por ejemplo, las cosechas apenas alcanzaban unos pocos cientos
de fanegas de trigo anualmente a mediados del siglo XIX. Por lo de-
más, algo que resulta muy llamativo es la fuerte presencia de grandes
productores ganaderos en el rubro agrícola. El ejemplo más obvio es
el de Justo José de Urquiza; por la misma época, en sus establecimien-
tos vecinos a Concepción del Uruguay se cosechaba más de la mitad
del trigo producido en todo el departamento de ese nombre. Si bien
en tiempos coloniales la concentración de la oferta era también mar-
cada, en esos años los grandes productores trigueros no eran productores
ganaderos.47

46 Sobre la producción en Lobos, Monte y Ranchos véase Mateo, J. (2001);


Banzato, G. (2000).
47 Schmit, R. (2004), pp. 106-8; Djenderedjian, J. (2002a).
168 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Santa Fe, también duramente castigada por las guerras de la pri-


mera mitad del siglo XIX, acusa como Entre Ríos un diversificado pa-
norama regional en lo que respecta a su producción agrícola. Mien-
tras el corredor ribereño del sur provincial, que se continuaba en
Buenos Aires, poblado desde muy antiguo, parece haber conservado
una consistente producción agrícola intensiva en explotaciones mix-
tas de dimensión pequeña o mediana, las fronteras indígenas se man-
tuvieron prácticamente en los mismos límites que a finales de la colo-
nia, lo que debió implicar una mayor presión sobre las tierras de las
áreas de vieja ocupación, y una fragmentación creciente de las tenen-
cias en ellas. El crecimiento de Rosario, ya visible en la década de
1840, debió determinar avances de producciones más intensivas en
sus cercanías, pero a la vez una expansión relativa del área agrícola, li-
mitada en todo caso por la posibilidad de suplir de trigo a la ciudad
desde Córdoba o Mendoza, o aun desde el exterior. Al norte de la ciu-
dad de Santa Fe el predominio ganadero y la falta de centros poblados
probablemente tendrían el correlato de una muy escasa producción agrí-
cola, centrada fundamentalmente hacia el consumo doméstico. Cór-
doba, por otra parte, poseía una estructura de producción agrícola domi-
nada por muy pequeñas explotaciones con parcelas de ínfimo tamaño
para las pautas pampeanas.48
En síntesis, la situación parece haber continuado en un equilibrio es-
tático dentro de los viejos límites que ya hemos reseñado para los años
coloniales: las exigencias del consumo local marcaban los ritmos de las
curvas de precios, no existiendo mecanismos de comercialización efica-
ces para la colocación de la producción excedente, ni incentivos para
ampliar la operatoria en el rubro agrícola o mejor aún apostar a me-
diano o largo plazo a la concreción de negocios que trascendieran el es-
trecho marco local. La diversificación relativa de actividades en algunas
pequeñas y medianas explotaciones, que parece desprenderse de testi-
monios aislados en que éstas venden cenizas destinadas a la fabricación
de jabón o paja recolectada en las orillas de los ríos y que servía para
construir techos, es sin dudas un rasgo de arcaísmo y de pobreza, pero
también una muestra adicional de que sus dueños preferían destinar su
esfuerzo excedente a ciertos productos de elaboración más sencilla y
coyuntural que a los riesgos de la agricultura mercantil, amenazada

48 Sobre Córdoba véase Romano, S. (2002).


producción y comercio de cereales 169

incluso por la inestable situación política. Las grandes explotaciones,


en tanto, estaban además trabadas por el alto costo de la mano de obra
como para encarar apuestas riesgosas en la producción agrícola.
De todos modos, el trigo avanzaba sobre las fronteras. En especial en
Buenos Aires, donde la conquista de nuevas tierras a los indígenas co-
menzó más tempranamente, esos avances pueden ser seguidos en los
mapas con bastante precisión. No sólo se observaron en los alrededores
de los nuevos centros poblados, que necesariamente habrían de contar
con áreas de producción agrícola destinadas al propio abasto; aparecen
además significativos casos de grandes empresarios ganaderos que ha-
bían constituido estancias mayores en las nuevas tierras y que también
incursionaron en la producción agrícola, y no sólo a nivel de lograr su-
plir las propias necesidades de grano. El más conocido de esos casos es
el de Juan Manuel de Rosas, quien en su estancia fronteriza de Los Ce-
rrillos puso en producción una gran chacra donde, según algunos auto-
res, hacia fines de la década de 1820 lograba cosechas de alrededor de
10.000 fanegas, o casi 140.000 hectolitros de trigo, una cifra realmente
impresionante para la época.49 Más adelante veremos este caso en deta-
lle; digamos de paso que no fue en ello el único, ya que Francisco Ra-
mos Mejía, desde su obligado exilio en las cercanías de Buenos Aires,
dirigía por la misma época considerables trabajos en su lejana chacra
de la estancia Miraflores, en Kakel Huincul, en medio de las pampas
más allá del Salado.50
En las demás provincias parece haber habido algunos avances en
ese sentido, aunque mucho más limitados. Hemos hablado ya del caso
de Justo José de Urquiza, incursionando en la producción triguera en
Concepción del Uruguay; pero la apertura de nuevas tierras al pobla-
miento en el norte entrerriano encontró condiciones bióticas poco
propicias para una expansión del trigo. En Santa Fe, la poca variabili-
dad de la línea de fronteras del sur no debió dar mucho lugar a la ex-
tensión de los cereales hacia el interior; en todo caso, éstos apenas
acompañaron el crecimiento de los núcleos urbanos tradicionales, y
los pocos que logran fundarse tenían todavía un carácter costero. Cór-
doba, entretanto, no parece haber modificado su esquema productivo
al respecto.

49 Eizykovicz, J. (2002).
50 Ramos Mejía, E. (1988), p. 98.
170 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Es entonces fundamentalmente en Buenos Aires donde se presentan


y experimentan las nuevas condiciones del cultivo cerealero en las pam-
pas. Pero también en la zona de antigua ocupación ocurrieron cambios
de cierta magnitud, evidentes en esencia en la incorporación de instru-
mentos y procesos de trabajo más avanzados. La fundación de la colo-
nia agrícola escocesa de Monte Grande, en todo caso, más allá de haber
constituido un efímero experimento fracasado, mostró las posibilidades
de una agricultura renovada en sus métodos y prácticas. Equipados con
maquinaria inglesa de última generación, los colonos lograron llegar a
producir unas 11.000 fanegas anuales de cereales durante el breve
lapso de su mayor prosperidad.
Sin embargo, tanto en los casos de grandes empresarios ganaderos
que incursionan en el rubro agrícola como en el de la colonia de
Monte Grande las dificultades y problemas de la operatoria quedaron
bien pronto en evidencia. Veremos en el capítulo siguiente los que afec-
taron a la colonia; en cuanto a los empresarios ganaderos, es menester
recordar que, de un modo u otro, debían todavía basar su producción
en el uso de abundante mano de obra, dado el nivel del desarrollo téc-
nico de entonces. La férrea disciplina que Rosas intentó implementar al
respecto fue quizá un factor de peso en los resultados que logró obte-
ner en sus establecimientos, más allá de la introducción de algunos pro-
cesos y maquinaria modernos, o incluso de la creación de métodos nue-
vos para operar en condiciones muy distintas de las propias de la
agricultura tradicional. Pero es menester recordar que en su caso, y en
otros similares, se trataba de empresarios ganaderos y no agrícolas; sus
incursiones en esta última actividad estaban dictadas sobre todo por
momentos de precios convenientes, y si éstos los obligaron a experi-
mentar diversas alternativas para lograr mayores rendimientos, sus fuer-
tes oscilaciones no podían constituir incentivos de suficiente entidad
como para dedicar al rubro inversiones de más largo plazo: el techo de
su desempeño era todavía muy bajo.51 Por otra parte, en el móvil pano-
rama social de las fronteras, la implantación de métodos disciplinarios
o formas de labor forzada se mostró pronto como un lamentable fra-
caso, lo que sin dudas debió reflejarse en los resultados obtenidos en las
actividades más intensivas en mano de obra.52

51 Eizykovicz, H. J. (2000), pp. 20-23.


52 Al respecto, Gelman, J. (1999), pp. 123-141.
producción y comercio de cereales 171

En esta situación, sólo las grandes chacras situadas en la zona ribe-


reña del Río de la Plata en las cercanías de la ciudad de Buenos Aires
podían jactarse de contar con condiciones óptimas para la producción
de granos en el inestable contexto de las décadas iniciales del siglo
XIX. Situadas a poca distancia del mercado principal, con posibilidades
de implementar mejoras sustanciales como la incorporación de abonos
o la introducción de maquinarias simples, contando con fuentes de
agua más o menos accesibles, y con una oferta de mano de obra hasta
cierto punto regular, el mayor problema que debieron enfrentar fue la
gradual decadencia de la esclavitud, que les quitó una tradicionalmente
eficiente forma de reducir los costos laborales. Pero, por un lado, esas
grandes chacras no eran tan abundantes, y el curso del tiempo pronto
daría cuenta de ellas: según los datos de Justo Maeso, en San Isidro ha-
cia 1854, sobre un total de 429 explotaciones agrícolas, 368 (el 86%)
contaban con superficies sembradas de extensión menor a las 20 cua-
dras. Por otro lado, es probable que una parte de las grandes chacras
operaran por entonces a través de arrendatarios, lo que sugiere el peso
de factores adicionales sobre la producción, como el pago de renta
fundiaria, aun cuando ésta fuera poco significativa a tenor de las ventajas
diferenciales provistas por el cultivo en esa zona.53
En ese caso, la competencia de los rubros más rentables, como la ga-
nadería lanar, debía ser muy fuerte en tanto permitía rentabilizar mu-
cho mejor que la más aleatoria agricultura triguera a esas superficies
arrendadas. De esta forma, tanto la subdivisión de la propiedad como
los rubros de punta conspiraban también aquí contra el cultivo cerea-
lero. Todavía hacia 1860 Amancio Alcorta observaba algunas de las con-
secuencias de esas condiciones diferentes de rentabilidad en las cerca-
nías de Buenos Aires: “De los terrenos situados entre la Estación Moreno
y la Villa de Mercedes, sólo quedaron dos lotes sin dividirse, que son el de
Álvarez y el de Olivera; pero estos mismos lo están en manos de arrenda-
tarios, y tanto éstos como los demás pequeños, completamente ocupados
por criadores de ovejas”.54

53 La cantidad de labradores de San Isidro en las notas de Justo Maeso a Parish,


W. (1958), p. 631. Ejemplos de montos de renta pagada en especie y dinero
sobre parcelas agrícolas de San Isidro en AHMSI, Documentos del Museo
Pueyrredón, caja 1, 47-5.
54 Alcorta, A. (1862), p. 88.
172 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

3.3. los cambios de la década de 1840


En todo ese panorama, con la llegada de la década de 1840 comenzarán
a producirse cambios significativos. Si bien éstos a menudo sólo lenta-
mente lograron impactar en las condiciones productivas y en la organiza-
ción de la producción agrícola, desde esos años se verifica un cambio cua-
litativo en la demanda que rompe el frágil equilibro que había
caracterizado la actividad en las dos décadas anteriores. Por un lado, local-
mente se inicia un ciclo de altos precios del trigo que arranca hacia 1838,
en el cual, como hemos dicho antes, tuvieron sin dudas impacto la conflic-
tiva situación política y una fuerte sequía. Pero además, el mercado inter-
nacional de granos y harinas comienza a experimentar graves problemas
de oferta, traducidos en fuertes aumentos en los precios del trigo. Esa si-
tuación, que ya entonces se refleja en la plaza local, continuará el año si-
guiente y, aun cuando los niveles de precios desciendan en 1840, hacia fi-
nes de 1842 ya habrán alcanzado, en valores en oro, los máximos hasta
entonces logrados por el cereal. Pero lo más importante es que, aun con
altibajos, esos altos precios se mantendrán hasta 1849, año en que recién
logran volver a los niveles de diez años antes.55
En efecto, con precios históricos que rara vez llegaban a los 5 pesos
fuertes, al menos desde abril de 1842 la fanega de trigo se mantiene en
Buenos Aires siempre por encima de los 10 pesos hasta enero de 1844,
llegando incluso durante todo 1843 a un promedio superior a los 17 pe-
sos. Un significativo descenso hasta aproximadamente los 6 pesos fuer-
tes durante algunos meses a partir de noviembre de 1844, debido sin
dudas al ingreso de la cosecha, fue seguido por una nueva onda alcista
entre mayo y noviembre del siguiente año, repitiéndose a partir de
marzo de 1846 a valores casi siempre superiores a los 8 e incluso 9 pe-
sos, alcanzando los 12 en octubre de 1847. Los precios recién retorna-
rían a cotas menores a los 5 pesos con la nueva cosecha en diciembre
de 1848, luego de haber superado por mucho los niveles más altos de
anteriores tiempos de crisis, duplicando por ejemplo cómodamente a
los ya muy altos de la trágica coyuntura 1828-1833, en que al bloqueo bra-
sileño se unió la peor sequía que registraba hasta ese entonces la historia
agraria rioplatense.56

55 Gorostegui, H. (1962-63).
56 Precios del trigo para el período 1831-1851 en Burgin, M. (1975), p. 328; para
1828, Diario Comercial y Telégrafo Literario y Político, Buenos Aires, varios núme-
ros, precios promedio del último día del mes, según registros publicados; para
producción y comercio de cereales 173

Gráfico 4
Precios de la fanega de trigo en Buenos Aires (pesos fuertes),
1835-51; promedios anuales en números índice
600

500

400

300

200

100

0
1835

1836

1837

1838

1839

1840

1841
1842
1843

1845

1847

1848

1849

1850

1851
1844

Nota: año base 1835 = 100.


Fuente: Gorostegui de Torres, H. (1962-63), cuadros sin paginar.

Si bien podría pensarse que el bloqueo anglofrancés de esos años pudo


haber sido una de las causas principales de esta crisis, su papel se des-
dibuja, por un lado, en razón de que ese bloqueo no parece haber sido
demasiado estricto, sobre todo en algunos años como 1847, cuando sin
embargo los precios siguieron siendo muy altos.57 En cambio, la fuerte
crisis internacional de 1847-48 derivó en importantes alzas de los pre-
cios agrícolas, las cuales parecen haber repercutido en el valor de los
productos que llegaban al Río de la Plata. Más aún: toda la década de los
hungry forties está marcada por los efectos del último gran ciclo de ham-
brunas en el siglo XIX europeo, que llevó los precios internacionales del

el resto de los años, La Gaceta Mercantil, Buenos Aires, precios promedio al


último día del mes o inmediato anterior o posterior. Convertidos a pesos
fuertes utilizando las tablas de Álvarez, J. (1929).
57 Sobre la facilidad de los buques extranjeros para burlar el bloqueo en los
años 1847-48, véase por ejemplo el testimonio de Bellemare, A. G. (1853),
pp. 31-33.
174 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

grano a significativos aumentos durante esos años: desde un promedio


de casi 34 reales por fanega castellana en 1841, los precios españoles
del trigo saltan a 39 en 1842 y llegarán a casi 53 en 1847, descendiendo
recién dos años más tarde a poco más de 36.58 Por su parte, los precios
franceses del trigo saltan desde un índice de 107 en 1842 a 134 en 1846
y a 161 el año siguiente; los aumentos de la cebada y del centeno fue-
ron allí incluso mayores.59 Aun los precios agrícolas norteamericanos sin-
tieron el impacto de la crisis, a pesar de que no alcanzaron los niveles de
la previa coyuntura crítica de 1835-39.

Gráfico 5
Índices de precios del trigo en diferentes países, 1820-1851
180

160

140

120

100

80

60

40

20

0
1820

1822

1824

1826

1828

1830

1832

1834

1836

1838

1840

1842

1844

1846

1848

1850

EEUU Alemania Bégica Francia Reino Unido

Fuente: elaboración propia a partir de Sirol, J. (1955), apéndices.


Nota: Estados Unidos, base 1913=100; Alemania, base 1909-10=100; Bélgica, base
1884=100; Francia, base 1901-10=100; Reino Unido: objeto de alimentación.

58 Barquín, R. (2001), vs. locs.


59 Sirol, J. (1955), pp. 318-319; 490-91.
producción y comercio de cereales 175

En cuanto a la evolución del mercado rioplatense de granos, es probable


que esas alzas de los precios locales del trigo tuvieran causas también loca-
les, entre ellas la creciente tendencia expansiva de la ganadería ovina, que
debió profundizar el ya presente desplazamiento de la producción agrí-
cola desde las zonas cercanas a la ciudad hacia otras más lejanas, aumen-
tando también la presión sobre la oferta de forrajes. El incremento en el
valor de la tierra determinado por la competencia de rubros de rentabili-
dad creciente como el lanar presionaba así por la introducción de méto-
dos que permitieran obtener mayores rendimientos de la producción
agrícola. No es así casualidad que algunos cambios técnicos de gran im-
portancia ocurran por entonces; como veremos luego, es en la década de
1840 que se introduce el trigo Barletta, una variedad de excelente adapta-
ción a los campos de frontera, y cuya difusión pronto se tonó vertiginosa.
Pero, en todo caso, lo realmente importante aquí es constatar que a par-
tir de esos años se plantea y profundiza un cambio cualitativo en el prin-
cipal mercado agrícola rioplatense, que afectará a toda la producción del
área pampeana y más aún: en esa larga coyuntura de precios altos, por pri-
mera vez en todo lo que había corrido del siglo XIX se dieron condiciones
de apuesta rentable a mediano plazo a la producción agrícola para su re-
alización más allá de los propios ámbitos locales. De esta forma, la ciudad
de Buenos Aires comenzó a ser crecientemente suplida de trigo por zonas
de producción más alejadas, desde las cuales el precio a obtener ahora jus-
tificaba los altos costos de transporte. Los trigos del sur bonaerense, del li-
toral, de Córdoba o del interior aparecen entonces con algo más de digni-
dad en la plaza porteña, anticipando en cierta medida los cambios de las
décadas siguientes, en las que la oferta habría de variar en forma radical
con la incorporación de la producción de las colonias. Un ejemplo lo te-
nemos en los envíos de harinas y trigos cordobeses a Buenos Aires, cuyo
aumento en la década de 1840 es aleccionador.
En este aspecto, los años iniciales de la década sirvieron sin dudas
para que los operadores pudieran acumular experiencia, aun a costa de
que el riesgo inherente a las fuertes oscilaciones de los precios les haya
todavía provocado, en alguna ocasión, incluso grandes pérdidas. An-
drés Oliva, un comerciante cordobés, remitía a Buenos Aires en 1843
un total de 800 pesos en trigos y harinas; esa operación le dejó pérdidas
por “más de la mitad del principal”.60

60 Romano, S. (2002), p. 166.


176 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Cuadro 9
Exportaciones cordobesas de harina y trigo (en sacos y arrobas
respectivamente)

Harina Trigo
1817 412
1818 83

1822 918

1842 156
1843 16,594 552
1844 5,662
1845 15,640
1846 7,700
1847 14,333 588

1853 9,305 2,127

Fuente: Romano, S. (2002), p. 165.

Esto no impidió que en los años siguientes los trigos cordobeses conti-
nuaran afluyendo a la plaza porteña, lo que marca la magnitud del cam-
bio de tendencia. En efecto, desde entonces parece haber ido afianzán-
dose la convicción de que el mercado porteño ya no se saturaba con la
misma rapidez que antes ante la concurrencia de envíos desde distintos lu-
gares atraídos por una demanda inelástica que no lograba ser suplida en
una coyuntura puntual. Este fenómeno, que en años anteriores había he-
cho terminar abruptamente los ciclos de precios altos, provocando fuertes
pérdidas a los más rezagados, ahora adquiría dimensión menor frente al
renovado papel de la ciudad como gran mercado regional e internacio-
nal. Ésta ahora absorbía con avidez una variedad de productos del inte-
rior, en lo que parece haber sido un efecto derivado no sólo de la mayor
densidad de población sino más aún del incremento en el movimiento co-
mercial y de su afianzado papel de entrepôt para que esas producciones re-
gionales alcanzaran el mercado mundial,61 lo cual estuvo sin dudas unido

61 Varios estudios recientes dan cuenta de este fenómeno; véase por ejemplo
Romano, S. (1991) y (1999b), esp. pp. 169-170.
producción y comercio de cereales 177

también a un funcionamiento más aceitado de la estructura de comercia-


lización y de los vínculos que las casas mercantiles locales establecían con
las del Viejo Mundo. La mayor presencia de extranjeros y el afianzamiento
de las casas comerciales británicas, alemanas y francesas, fenómenos que
fueron sin dudas consecuencia de todo ese mayor movimiento, se encuen-
tran simbolizados en la fundación en 1841 de la Sociedad de Residentes
Extranjeros, en cuyo seno operó una bolsa de comercio, además de otras
asociaciones de ayuda y beneficencia.62 Este incremento del desarrollo co-
mercial arrastró por otra parte también a otros puntos del área litoral,
siendo especialmente notable en Entre Ríos.63 Por último, se tradujo en
una creciente y rápida valorización de la tierra, particularmente evidente
en Buenos Aires, que adquiere, en la segunda mitad de la década, un im-
pulso realmente desconocido hasta entonces.64

Gráfico 6
Producción bonaerense de trigo per capita, 1821-1881 (tendencia
según años base) En fanegas de 7 arrobas - Escala logarítmica
10,00
10.00

1,00

0,10

0,01
1821
1824
1827
1830
1833
1836
1839
1842
1845
1848
1851
1854
1857
1860
1863
1866
1869
1872
1875
1878
1881

Fuente: información en Coria, L.A. (1999). Elaboración propia del gráfico a


partir de datos de años base: 1821, 1827, 1839, 1857, 1869 y 1875.

62 Sobre el tema véase Reber, V. B. (1979), pp. 45 y ss.


63 Véase al respecto Schmit, R. (2004), pp. 257 y ss.
64 Para datos al respecto véase Garavaglia, J. C. (2004), p. 92.
178 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Pero no sólo en esos aspectos había cambiado el mercado porteño.


También la tendencia de la producción agrícola bonaerense parece ha-
ber sido decreciente en el largo plazo.
Más allá del claro quiebre que significó la irrupción de los cereales de
las colonias agrícolas santafesinas en el mercado porteño hacia finales
de la década de 1860, puede verse que el trigo producido per capita en
Buenos Aires descendió de 1,08 fanegas en 1821 a 0,40 en 1850, a pesar
de los diferentes intentos de imposición de políticas proteccionistas res-
pecto de la agricultura provincial. Los consistentes aumentos poblacio-
nales que se verifican en esos años no fueron de ese modo seguidos por
un aumento paralelo en la producción local de este insumo básico. El
agudo observador que fue Martin de Moussy daba cuenta de este fenó-
meno hacia finales de la década de 1850: “Desde el punto de vista agrí-
cola, hemos visto siempre ser la oferta inferior a la demanda (…). Aun-
que el cultivo del trigo se ha más que decuplicado en la provincia de
Buenos Aires, esta provincia no produce ni siquiera la mitad de lo que
es necesario para su propio consumo (…) nueve grandes molinos a va-
por siempre ocupados muelen allí al presente los trigos indígenas,
mientras que uno solo bastaba hace diez años”.65
Las causas de esta disminución de la producción per capita en el largo
plazo están sin dudas, como hemos visto antes, en fenómenos tales
como el desplazamiento de parte importante de la producción cerea-
lera hacia áreas más lejanas de la gran urbe, volcándose por tanto más
hacia mercados locales que al abasto de ésta, suplida por otra parte
desde el exterior; y, sobre todo, en el amplio y acelerado desarrollo de
la producción ovina, mucho más conveniente y segura que la agrícola.
Lo cual está claramente expresado en un artículo publicado en julio de
1856 en el periódico El Labrador Argentino, que destacaba la pérdida de
competitividad agrícola y proponía justamente intensificarla para lo-
grar incrementos sostenidos de la producción: “Se siembra todos los
años en el Estado de Buenos Aires una cantidad de trigo más que sufi-
ciente, si la cosecha fuese buena, para la alimentación a precio módico
de su población. ¿En qué pende que a pesar de la introducción extran-
jera los trigos se sostengan a precios altos? Nuestro parecer es que tres
causas influyen en ese resultado: el poco esmero en la labranza prepa-
ratoria de las tierras, la ninguna proporción entre la cantidad de grano

65 Favier, A. (1856), pp. 29 y ss.


producción y comercio de cereales 179

y la extensión del terreno, y el ningún conocimiento de la calidad del


trigo que se siembra, y si la época sembrada está en armonía con la ne-
cesidad que exige cada clase de trigo”.66
Quizás el tono de esas críticas fuera exagerado; sin dudas la situación
no era la misma en todas partes. Es probable que una proporción signi-
ficativa de la producción cerealera de las fronteras haya escapado a las
estadísticas, por lo que la producción per capita podría aumentar si la con-
sideráramos; pero en todo caso, lo que parece reflejarse con claridad es
el descenso de los cereales en las áreas de vieja ocupación, donde los
avances del lanar y de actividades más intensivas en mano de obra habían
ido desplazándolos hacia tierras menos valiosas.
En cualquier caso, también aumentó sustancialmente el consumo ur-
bano, por la misma progresión de la cantidad de habitantes. Se amplió
así constantemente la capacidad de absorción de ese gran mercado,
que fue abriéndose cada vez más a la producción externa a la provincia,
sobre todo en los momentos en que la inexistencia de conflictividad po-
sibilitaba un acceso más o menos seguro a aquél. En esto es menester
destacar que no sólo las importaciones ultramarinas tenían en ello lu-
gar; sobre todo era la producción triguera de las provincias del interior
la que fue encontrando allí crecientes oportunidades de colocación de
sus excedentes. Primero, la agricultura irrigada de Cuyo parece haberse
visto al respecto muy beneficiada; también la de Córdoba, como hemos
visto ya. Pero pronto, al ritmo de la mejora en los transportes fluviales,
irán incorporándose también los aportes de las colonias santafesinas y
entrerrianas, cuya modesta escala inicial se irá acrecentando hasta
irrumpir con fuerza arrolladora en la década de 1870.
Había comenzado entonces a romperse en aquellos duros años cua-
renta el viejo esquema de una producción agrícola dirigida fundamen-
talmente a mercados locales, con precios determinados casi con exclu-
sividad por éstos, y sometida a la irregularidad de sus ritmos. Es
probable que algo similar haya ocurrido en otras capitales provinciales,
cuyo crecimiento poblacional no iba acompañado por un paralelo in-
cremento en su capacidad de producir cereales. Esto explicaría, al me-
nos en parte, los primeros intentos de instalar colonias agrícolas a fina-
les de la década de 1840 e inicios de la siguiente, en tanto éstos fueron

66 Favier, A. (1856), pp. 29 y ss.


180 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

vistos como parte de planes de defensa estratégica del territorio, que


aseguraran la producción de alimentos para guarniciones situadas en
puntos sensibles de sus fronteras, incluso con otras provincias, en mo-
mentos en que las luchas que podían desatarse significaban el grave
riesgo de la suspensión de la llegada de rubros básicos de supervivencia.
De esta forma, los comerciantes que recorrían las viejas rutas entre
Buenos Aires y las provincias, así como entre éstas mismas, a partir de la
década de 1840 incluyen más confiadamente cargamentos de cereales
entre sus envíos. Los condicionantes de décadas pasadas no habían des-
aparecido; entre ellos, el más importante, la carestía del capital, conti-
nuó haciéndose sentir durante todo el período, pero con más fuerza en
los momentos de conflicto político y bélico. En la producción ligada a
la ganadería esta circunstancia parece haber provocado dificultades en
especial a las áreas más avanzadas de la actividad, como los saladeros,
que se encontraban en un momento crucial de su evolución a causa de
la necesidad de incorporar nuevas tecnologías; en la agricultura, tradi-
cionalmente ávida de dinero fresco, estas dificultades parecen haber te-
nido un impacto menor, al menos en algunas áreas, y sobre todo en
ciertas provincias interiores. En efecto, aquellas con mayor abundancia
relativa de mano de obra (y en las cuales, por esa razón entre otras, la
agricultura se había defendido mejor) se encontraron de improviso en
mejores condiciones que aquellas más decididamente volcadas a la ga-
nadería de exportación para entrar en la producción agrícola y lograr
buenas ganancias. Esto podría seguramente afirmarse respecto de am-
plias zonas agrícolas de Córdoba o de Mendoza y, también, de las cha-
cras del norte bonaerense. Tal situación explicaría la alarma de produc-
tores de provincias donde el valor del trabajo era mucho mayor, como
en Entre Ríos, que se imaginó objeto de una invasión de la agricultura
foránea destinada a desalojar a la mucho más costosa que se practicaba
allí; de esta forma, en 1847 se prohibió el ingreso de harinas provenien-
tes de otras provincias con la excusa de proteger a los cultivadores loca-
les.67 La situación parece haber sido similar en Santa Fe, donde a las re-
petidas quejas por el lastimoso estado de la agricultura y ante la
esporádica presencia de harinas y trigo en los intercambios con el exte-
rior, se agregó en noviembre de 1846 una escala móvil de imposición

67 Urquiza Almandoz, O. F. (1978), p. 132.


producción y comercio de cereales 181

fiscal en las aduanas sobre el trigo y el maíz, cuya introducción era gra-
vada a tasas superiores cuando los precios internos de éstos bajaban, y
liberada de derechos en momentos en que subían.68
De cualquier manera, esos intentos de proteger la producción tra-
dicional de los embates externos no estaban en modo alguno desti-
nados a triunfar; se había roto la “continuidad colonial” de la que ha-
blaba Carlos S. Assadourian. Comienzan por otra parte a registrarse
cambios técnicos aislados, cuya sola enumeración es sin embargo clara-
mente indicativa de un nuevo horizonte de inversión, como veremos en
el capítulo V.

68 Ensinck, O. (1985), pp. 267 y ss.


Capítulo IV
Las formas de la colonización

1. introducción

La fundación de colonias agrícolas que, durante la segunda


mitad del siglo XIX, habrá de cambiar el paisaje productivo y social
pampeano, reconoce diversos antecedentes fracasados en la primera
mitad de esa centuria. Más allá de que uno y otro proceso posean
tanto aspectos similares como divergentes, y de que la aparente solu-
ción de continuidad entre ellos sugiera que la colonización posterior
a 1850 tuvo más sustancia que la anterior a ese año, en todo caso el
mismo fracaso de los proyectos primitivos constituye un fenómeno
que todavía hoy es menester explicar, sobre todo a la luz del éxito de
los intentos posteriores, que, por otra parte, no fue en modo alguno
una condición presente desde los inicios, sino que se logró luego de
enfrentar muy difíciles problemas. Pero, además, no se trata tan sólo
de estudiar los antecedentes de ese éxito ulterior tan sólo por la du-
dosa virtud de serlo: el desafío se encuentra en entender cómo y por
qué se fue abriendo paso, en el imaginario colectivo o al menos en el
pensamiento de algunos de los principales actores de la época, la
idea de que algo parecido a lo que luego se llamaría colonización
agrícola resultaba, ya en la primera mitad del siglo XIX, un instru-
mento adecuado para resolver una larga lista de problemas definidos
de antemano. Ello, por supuesto, más allá de que los proyectos o los
emprendimientos que a tenor de esa idea se llevaron a cabo resulta-
ran desmesurados, utópicos o inadecuados a la realidad que preten-
dían transformar.
Entenderemos aquí particularmente por colonización agrícola el
fenómeno de creación de núcleos para el establecimiento de labra-
dores o agricultores, sobre todo extranjeros aunque no en forma ex-
clusiva, formados sobre tierras públicas o privadas, delimitadas y par-
celadas previamente dentro de un conjunto homogéneo, y que les
184 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

eran entregadas en forma gratuita, en arrendamiento o en venta a


plazos, ya fuera desde el momento de arribo o luego de un determi-
nado período de permanencia allí. El objetivo de la producción agrí-
cola podía en ese esquema llegar a ser incluso accesorio: en ciertos
casos, lo fundamental era simplemente lograr la permanencia de ese
núcleo, a fin de consolidar o extender un dominio sobre fronteras
aún inseguras. Por lógica, ese núcleo debía abastecerse, y, dada su
posición, era evidente que debía generar él mismo sus medios de
subsistencia mediante la producción agrícola. El término “colono”
cubrirá así un abanico muy amplio de situaciones, que incluirán,
como veremos, los intentos de radicación de poblaciones en las fron-
teras encarados por la tardía monarquía borbónica, o los que pon-
drán en marcha varios gobiernos provinciales a partir de finales de la
década de 1820, que pueden ser leídos como un lejano eco de aqué-
llos. Esta amplitud en el uso del término es frecuente por otra parte
en las fuentes de la época, aun las tardías.1 En ese sentido, los proyec-
tos de colonización con extranjeros encarados sobre todo en la dé-
cada de 1820 no constituyen sino un episodio más en una larga histo-
ria de intentos de ocupación ordenada del espacio, que compartía
con los demás la fe en el valor de ese instrumento como factor de
modificación de la realidad rural.
Una vasta bibliografía ha estudiado esos intentos de colonización enca-
rados en la primera mitad del siglo XIX. De todos modos, la abundan-
cia de estudios puntuales, que nos provee de excelentes puntos de
apoyo, reclama una síntesis interpretativa que, dentro de la vasta ampli-
tud del campo, resalte los íntimos lazos comunes a los muy diversos pro-
yectos de esos años, poniendo en evidencia el devenir de las líneas de
pensamiento o de acción política que estaban detrás de ellos. Por lo de-
más, el contraste entre los objetivos planteados y los resultados obteni-
dos, luego de un devenir a menudo muy accidentado, provee todavía
más interrogantes a responder.
La misma trayectoria del fenómeno resulta en este aspecto una mues-
tra de las dificultades que jalonaron esos resultados. En la última etapa
del dominio hispano se llevaron a cabo diversos planes de fundación de
pueblos en áreas de frontera, con lo que se buscaba asegurarlas contra
las pretensiones de potencias extranjeras o las amenazas indígenas. Si

1 Véase por ejemplo Calvo, C. (1875).


las formas de la colonización 185

bien tales planes en teoría buscaban fomentar el establecimiento de


agricultores, en esencia se limitaron a crear instancias de control local
de los recursos, sobre las cuales recayera el mayor gasto de esa defensa,
dado que la acción de la corona no tuvo ni la continuidad ni la dimen-
sión suficiente como para suplantarlas. Por lo demás, esas instancias admi-
nistrativas locales dependían formalmente de las máximas autoridades del
virreinato, lo que hasta cierto punto podía parecer que garantizaba el
cumplimiento de los objetivos regios.
Se formaron así en esos pueblos nuevos grupos de interesados en el
desarrollo de éstos, y en explotar sus tierras más que nada con produc-
ciones adaptadas a las circunstancias y lejanía en que se encontraban
esos territorios, es decir, la ganadería y una agricultura limitada al con-
sumo local. Sin embargo, durante esa etapa no terminaron de definirse
pautas de posesión legal de esas tierras, y las tenencias que otorgaron
las instancias locales fueron siempre a título precario, sometidas a deci-
sión final de las autoridades superiores. El resultado de ello, entre otras
cosas, fue un proceso de ocupación de tierras nuevas, muy consistente
y visible sobre todo en Entre Ríos, la Banda Oriental o el sur cordobés;
pero también la creación de expectativas y grupos de interés entre la
población criolla de la campaña en torno al reparto de tierras, expec-
tativas por otra parte sólidamente enraizadas en antiguas instituciones
del derecho castellano.
Pero ese apoyo al poblamiento y las promesas de reparto de tierras
chocaron con las pretensiones de quienes habían solicitado con ante-
rioridad superficies en esas áreas de frontera, a fin de encarar en ellas
explotaciones ganaderas. Esos productores, en general grandes hacen-
dados ausentistas y comerciantes miembros de la elite de las ciudades
virreinales, encontraron que la emergencia de un control local de los
recursos, y entre ellos del acceso a la tierra, se contraponía frontal-
mente con sus posibilidades de control de sus propias unidades produc-
tivas. El conflicto entre unos y otros habría de arrastrarse hasta inicios
del siglo XIX, cuando la corona, que hasta entonces había dado priori-
dad en esos pleitos a la política de poblamiento estratégico y por ende
a los pobladores recientemente instalados allí gracias a ella, experi-
mentó el fracaso concreto de ésta y decidió dejar librados a su suerte a
los colonos a quienes en forma tan entusiasta había hasta entonces
apoyado. El estallido de la Revolución de independencia habría de in-
troducir en ese esquema un nuevo momento de definición: mientras
186 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

se derrumbaba la autoridad de las viejas ciudades sobre esos espacios


de frontera, emergía con mayor plenitud que nunca ese poder local
gestado calladamente desde hacía décadas, en la forma de ejércitos en
lucha y corporizada bajo la dirección de varios caudillos locales.
Luego del trauma causado por la Revolución, algunos dirigentes in-
tentaron poner en práctica cambios más radicales dentro de horizontes
más vastos. Buscando entre otras cosas una reorganización del territo-
rio, de la economía y de la sociedad bajo pautas más racionales, se en-
cararon, en la década de 1820, tanto en Buenos Aires como en Entre
Ríos, varios ensayos de colonización con extranjeros, en especial britá-
nicos y alemanes. Estos proyectos incluían asimismo la posibilidad de
realizar buenos negocios compensando en forma ordenada las respec-
tivas e inversas carestías de tierra y mano de obra a ambos lados del
Atlántico, trasladando a las baratas y precariamente ocupadas planicies
americanas parte de los vastos contingentes de proletarios europeos.
Diversos factores llevaron al fracaso de esas iniciativas: en primer lugar,
sin dudas, la caída política de quienes las habían apoyado o fomentado
desde el gobierno; en segundo lugar, la situación de inseguridad y el ci-
clo de conflictos que habrían de jalonar la segunda parte de esa década,
que incluirían la destrucción física de varios de esos primeros empren-
dimientos. Pero además, entendemos aquí que hubo factores mucho
más importantes que aquéllos, ligados al propio planteamiento econó-
mico de los emprendimientos: la introducción de núcleos de abun-
dante mano de obra adiestrada, disciplinada y activa, exenta de los one-
rosos servicios de la guerra, con diversos conocimientos útiles para la
producción rural moderna, constituía un despropósito volcada a activi-
dades agrícolas en pequeña escala cuyo rendimiento, en función de los
límites que imponían los mercados locales a sus productos, era mucho
menor al que podía obtenerse en incursiones por otra parte más segu-
ras en los dinámicos rubros ganaderos ligados a la exportación. De ese
modo, era lógico esperar que la irresistible presión ejercida sobre esos
núcleos por parte de ese contexto más dinámico llevara a un drenaje
constante de recursos humanos, que habría de hacer fracasar los pro-
yectos en tanto éstos se sustentaban en la permanencia a largo plazo de
la mano de obra inmigrante.
Por otro lado, el traslado e instalación de inmigrantes europeos en
las pampas implicaba también el de todos o al menos buena parte de
los elementos que constituían su entorno cultural. Si se pretendía que
las formas de la colonización 187

esos núcleos de población supuestamente más adelantada se constituye-


ran en ejemplos del camino a seguir por los labradores criollos, era ne-
cesario que estuvieran acompañados de toda una serie de instituciones
que les daban sustento, y que constituían parte justamente de lo que
por entonces se llamaba “civilización”: iglesia, escuela, club o biblioteca.
Es decir, era necesario encarar inversiones de consideración para repro-
ducir esos elementos en el vasto desierto de las pampas y, ya fuera ese
gasto encarado por el empresario o por los mismos colonos, su costo
debía ser considerado al debe de la cuenta colonial, y por tanto era un
factor que reducía la competitividad del emprendimiento a la hora de
medirlo por sus resultados.
En fin, la subversión de instituciones tradicionales traída por la Revo-
lución de independencia, y los espacios políticos conquistados en ella
por la población local, que no podía ver con buenos ojos la instalación
de privilegiados extranjeros a quienes se eximía del duro servicio mili-
tar a la vez se proveía de un cúmulo de ventajas, llevaron a constituir
además fuertes impedimentos al apoyo estatal directo a la colonización
mediante inmigrantes extranjeros, impedimentos que recién serían su-
perados ya muy avanzada la segunda mitad del siglo XIX.
Sin embargo, durante las décadas de 1830 y 1840 la colonización con-
tinuó avanzando, esta vez de la mano de la ocupación de nuevas tierras
en las fronteras por parte de la población criolla. Tanto en Buenos Aires
como en las demás provincias, aunque sin dudas en mayor medida allí,
los avances sobre tierras antes muy precariamente pobladas habrían de
convertirse en una de las llaves fundamentales de la creciente expan-
sión económica que experimentaría sobre todo el litoral fluvial, cen-
trada en la ganadería vacuna. Esos avances fueron jalonados por la fun-
dación de pueblos, con los que las autoridades provinciales no sólo
otorgaban entidad administrativa a aquéllos, sino que intentaban orga-
nizarlos en una forma y con instrumentos por otra parte no demasiado
diferentes de los que habían constituido los esfuerzos borbónicos por
consolidar las fronteras. Al menos en Buenos Aires se expandió también
así el propio Estado provincial, cuyos intentos de conformar una red de
control político y social de la campaña habían ido consolidándose para
mediados del siglo.
De todas formas, si los avances del poblamiento significaron distribu-
ciones de tierras, tampoco entonces éstas fueron formalizadas, salvo en
unos pocos casos puntuales. Las razones de ese estado de cosas habría
188 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

que buscarlas no sólo en la imperfección o falta completa de registros


catastrales, propia de varias provincias, sino también en la persistencia
de viejas tradiciones que ligaban al usufructo y la posesión el derecho
efectivo a la propiedad, sin necesidad de más títulos. Esa forma de pro-
piedad no era, obviamente, aún una plena propiedad burguesa ampa-
rada en instrumentos perfectos, todavía inexistentes. Otro factor que
puede haber tenido importancia es el carácter político de las entregas
de tierra, cuyo papel como recompensa a los fieles a la causa guberna-
mental es muy evidente sobre todo en las fronteras bonaerenses de
tiempos de Rosas, pero no sólo allí. En todo caso, esos avances existie-
ron, y de una u otra forma constituyen también parte de un proceso
que adquirirá un carácter completamente nuevo al irrumpir, después
de 1853, la colonización agrícola con extranjeros.
En este capítulo emprenderemos el análisis de esos antecedentes, in-
tentando dar cuenta de su compleja evolución a lo largo de la primera
mitad del siglo XIX, y buscando mostrar cuáles fueron los objetivos y
cuáles los resultados alcanzados, para diferenciarlos netamente de la
trayectoria de la colonización agrícola que será encarada en la segunda
mitad de ese siglo. Trataremos también de presentar los diferentes re-
corridos experimentados por cada provincia dentro de la actual región
pampeana, intentando prestar atención a los elementos comunes que
guardaron. Comenzaremos con un repaso de la compleja trayectoria de
los intentos de poblamiento encarados a finales del dominio hispánico,
estudiaremos luego los cambios traídos por la revolución, continuare-
mos analizando la puesta en oferta de las tierras públicas y la inmigra-
ción espontánea, y completaremos el recorrido con el análisis de los
proyectos de colonización.

2. la política de afianzamiento poblacional durante el tardío


dominio hispánico

Como hemos adelantado, durante la última etapa del régimen colonial


se había puesto en práctica una política de inmigración y poblamiento
de fronteras con el objetivo estratégico de impedir los avances de otras
potencias. Luego de muchas décadas de laxo control de los territorios,
las élites y el comercio americanos, la corona española se encontró con
las formas de la colonización 189

graves amenazas a su poder a manos de las potencias competidoras y de


la virtual independencia administrativa de sus funcionarios en el Nuevo
Mundo. La nueva dinastía borbónica implementa, en especial a partir
de 1763, toda una serie de amplias reformas organizativas del vasto im-
perio hispánico, destinadas a renovar el sistema de defensa, crear nue-
vas instancias de administración en áreas de frontera (una de las cuales
será el virreinato del Río de la Plata), atacar el poder de corporaciones
tradicionales como la Iglesia (del cual la expulsión de los jesuitas en
1767 es el fenómeno más conocido) y sanear el sistema fiscal logrando
el descenso del contrabando. Dentro de esas reformas se inscribe una
política de poblamiento de tierras llevada a cabo en el área rioplatense,
sobre todo en su vertiente oriental, en lo que pretendía ser una fijación
definitiva de las fronteras a través no sólo de tratados sino de la radica-
ción de pobladores a los que se pudiera recurrir en caso necesario para
defender con las armas los territorios. La expulsión de los jesuitas y el
pase a control gubernamental de las misiones guaraníes se comple-
mentó con una fuerte acción religiosa y militar, tendiente a la funda-
ción de nuevas parroquias y centros poblados, que fueron diseminán-
dose por los territorios de Corrientes, Entre Ríos y la Banda Oriental,
así como en las fronteras indígenas. Podríamos agregar otros ejemplos,
como el proceso de fundación de pueblos en la frontera de Córdoba
durante el gobierno del marqués de Sobremonte, pues claramente se
trataba de un movimiento inspirado por el mismo horizonte de ideas,
y llevado a cabo con los mismos objetivos.2
Esos movimientos estaban apoyados además por la ideología ilus-
trada de la época, que suponía necesario inducir el cambio económico
y social desde aspectos no económicos, involucrando actitudes y estilos
de vida, y con métodos que asignaban un papel preponderante a la ac-
ción gubernativa.3 La percepción del vasto espacio del Río de la Plata
como un área muy precariamente poblada, y la necesidad de llenar ese
vacío con una población que obedeciera los mandatos temporales y di-
vinos, tendía a privilegiar el fomento agrícola, entendido además por
entonces como la llave principal de toda la riqueza; pero la ganadería,

2 Referencias en Ferrero, R. (1978), pp. 37 y ss.; este autor no considera “ante-


cedentes” de la colonización agrícola cordobesa a esas fundaciones; nuestra
postura aquí es la contraria, por las razones que hemos ya indicado.
3 Mc Lachlan, C. M. (1988).
190 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

más rentable y más adecuada al ambiente y a la ecuación de recursos dis-


ponible, fue sin embargo la actividad predominante. Algunos observado-
res inteligentes reconocieron incluso que no era posible esperar otra
cosa, pero ciertos funcionarios ilustrados que juzgaban el proceso desde
sus preconceptos fisiocráticos se escandalizaron. El intendente Francisco
de Paula Sanz denigraba hacia 1785 a los nuevos pobladores de Minas,
Santa Lucía, Pando y San José, quienes “claman sólo por terrenos para es-
tancias con la idea únicamente del ganado, y se lamentan con que son
para chacras las suertes de tierras que se les han destinado”.4
Se elaboraron incluso proyectos concretos de inmigración y coloniza-
ción dirigidos por la burocracia borbónica, como el traslado de familias
de la península ibérica a la frontera bonaerense y a la Patagonia, fami-
lias que, luego de infinitas peripecias, terminaron recalando en el ac-
tual territorio del Uruguay.5 Pero pronto las dificultades y complicacio-
nes derivadas de la administración de esos proyectos, y su alto costo
fiscal, determinaron que la acción gubernativa buscara limitarse tan
sólo a establecer pueblos donde se reuniera a los habitantes dispersos
por esas vastas campañas, a lo que se agregaba la promesa de reparto
gratuito de tierras como incentivo para fomentar la migración espontá-
nea hacia esas nuevas comunidades, y el otorgamiento concreto de fa-
cultades para ello a través de la concesión de la categoría de “villa” a los
nuevos pueblos, a lo que iba unida la posibilidad de contar con instan-
cias de gobierno local, es decir, con cabildos.6 Por lo demás, la propia
organización del territorio exigía un más estrecho contacto con la capi-
tal virreinal, con lo que la antigua intromisión de las autoridades de
otras ciudades cercanas, a cuyas esferas de influencia podían haber per-
tenecido esas áreas de frontera, era por primera vez claramente apar-
tada. Se nombraron así comandantes de milicias que respondían al
mando central del virreinato, y se organizó el reclutamiento y prepara-
ción regular de las tropas, así como los servicios de policía, todo ello bajo

4 Reproducido en Barrios Pintos, 1967, p. 114. Sobre la opinión de quienes


reconocían la realidad de la ganadería como actividad necesaria véase
Halperín Dongui, T. (1987), pp. 191 y ss.
5 Bauzá, F. (1895), t. II, p. 260; D’Orbigny, A. (1945), t. III, p. 874.
6 Las Leyes de Indias determinaban que sólo las villas y ciudades podían
poseer cabildos; es singular sin embargo que muchas de las fundaciones de
villas en las fronteras en esos años finales del dominio hispánico se hubieran
hecho en poblados de apenas unos pocos cientos de habitantes.
las formas de la colonización 191

la dirección de quienes, en esos ámbitos de frontera, formaban parte de la


vecindad local.
En lo que se refiere al poblamiento concreto, la migración espontá-
nea brindó muy pronto, mediante el aprovechamiento de esas medidas,
mucho mejores resultados que la acción estatal directa.7 En efecto, pa-
ralelamente a los intentos estatales de trasladar y fijar población, el
mantenimiento de una paz relativa en las fronteras y la posibilidad de
ocupar y obtener tierras en éstas fue posibilitando la llegada e instala-
ción de migrantes en la región pampeana, provenientes sobre todo de
áreas menos desarrolladas del interior.8
La posibilidad de instalarse en pueblos nuevos implicaba ventajas no
despreciables, ya que quienes eran considerados fundadores constituían
el núcleo inicial de “vecinos” de ellos, y contaban por tanto con venta-
jas para la asignación de solares y de tierras de labor, pudiendo contro-
lar los órganos de administración locales –es decir la comandancia de
milicias y el cabildo–, así como disponer del uso de los recursos del
área.9 En ese contexto, quienes llegaban a pueblos ya formados desde
otras regiones eran jurídicamente considerados “forasteros” o “transe-
úntes”, y poseían derechos diferentes de los “vecinos” y “avecindados”.10
En ese proceso, los que ocupaban en primer lugar las tierras en zonas
nuevas y las ponían en producción obtenían por ello derechos inaliena-
bles a sus títulos, y por tanto quienes querían obtener luego grandes ex-
tensiones sin haberlas poblado, mediante la denuncia de éstas, hallaban
en estos años que las autoridades desestimaban sus pedidos, más aún si en
esas tierras ya se encontraban pobladores. De esta forma, quienes usufruc-
tuaban pequeñas o medianas extensiones y no formalizaban sus títulos
durante mucho tiempo contaban con derechos reconocidos por las leyes
y las costumbres, además de poseer y explotar efectivamente esos bienes
sin experimentar problemas, dado que controlaban los organismos poli-
ciales locales. Es de destacar que este esquema continuaría incluso en

7 Djenderedjian, J. (2003a), pp. 70 y ss.


8 Sobre el tema existe muy amplia bibliografía reciente; véase por ejemplo
Mateo, J. (1993), esp. pp. 124 y ss.
9 Gracias a una legislación ambigua, los cabildos podían otorgar “permisos de
población” a sus vecinos dentro de su jurisdicción; además, obviamente, el
grupo de notables locales que constituía esos cabildos podía también reco-
nocer como “vecinos” a los recién llegados, circunstancia muy importante en
la construcción de esos nuevos espacios de frontera.
10 Cansanello, O. C. (1994).
192 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

parte funcionando en las primeras décadas del siglo XIX, conviviendo


como procesos paralelos la ocupación sin títulos y el acceso a la propiedad
legal de la tierra en las fronteras.11
Esto implicaba una difícil situación para quienes no eran “vecinos”
de la localidad pero poseían en ella intereses de valor. En efecto, tanto
los transeúntes como los vecinos de otras ciudades o pueblos no conta-
ban con representación en los recientemente creados órganos de po-
der local, por lo que tenían pocas posibilidades de defender sus dere-
chos allí, al menos cuando colisionaban con los de quienes sí eran
vecinos y formaban parte de esos órganos. A su vez, para éstos la potes-
tad de control de recursos se constituyó en un inmejorable punto de
acumulación de influencias sobre una población creciente y dinámica,
cuya participación en una economía ganadera extensiva orientada a la
exportación posibilitaba buenas perspectivas de ganancias. Así, muchos
comerciantes y terratenientes importantes cuyas residencias estaban si-
tuadas en ciudades como Buenos Aires, Santa Fe o Montevideo, pero
que poseían desde antaño grandes estancias en esas fronteras orienta-
les en las que criaban gruesas cantidades de ganado, se encontraron de
improviso con que la política de poblamiento borbónica, al crear esos
instrumentos de poder locales, les cercenaba así facultades para el control
de sus haciendas situadas en esas áreas fronterizas.12
La presencia de pobladores en los lindes de esas haciendas y aun en
el interior de ellas implicaba también que sus propietarios debían en-
frentarse a ciertas actividades ilícitas, como la sustracción de ganado o
cueros, y para controlarlas se hallaban también ahora en desventaja,
dado que el poder de policía era asimismo ejercido por las autoridades
locales, en cuyo interés podía incluso estar el fomento de esos robos.
Por otra parte, la regularización definitiva de los títulos de las tierras
que esos grandes hacendados reclamaban, y que no habían podido lo-
grar tras largos años de demoras, se vio interdicta por la iniciación del
expediente de “arreglo de los campos”, un primigenio intento de re-
forma por el cual se ponían en revisión las mercedes otorgadas con an-
terioridad al inicio de la política de poblamiento, suspendiéndose los

11 Banzato, G. y Quinteros, G. (1992), pp. 62 y ss.


12 Es de destacar que varios grandes hacendados ausentistas habían sido hasta
la eclosión de la política de poblamiento los administradores sumarios de la
justicia y representantes del poder real.
las formas de la colonización 193

procedimientos de entrega de títulos aun cuando ya se hubiera pagado


la correspondiente “composición” hasta tanto se aclarara si las superfi-
cies otorgadas guardaban relación con los reglamentos, y si no colisio-
naban con los derechos adquiridos por los demás pobladores allí esta-
blecidos.13 Las protestas, de este modo, arreciaron, pero el Estado
colonial mantuvo su política de priorizar la defensa estratégica y por
tanto el poblamiento de las fronteras.
Pero con la rápida derrota sufrida en la guerra de 1801, que deter-
minó para la corona española la pérdida de importantes territorios de
la Banda Oriental a manos de los portugueses, esa política de pobla-
miento estratégico fue de improviso abandonada. A partir de 1804-5 los
planes de colonización fronteriza comenzaron a tener en cuenta la ne-
cesidad de respetar los derechos de los hacendados, y la Junta Superior
de Real Hacienda de Buenos Aires disponía librar títulos a quienes hu-
bieran pagado la composición, archivándose el expediente de “arreglo
de los campos” y autorizándose la realización de nuevas denuncias y ad-
quisiciones de tierras realengas. Asimismo, se ordenaba que en los re-
partos de tierras a pobladores pobres no se afectara la “propiedad” ya
constituida.14
Entre esos años y el estallido de la Revolución en 1810, quienes ha-
bían resultado afectados por la política de poblamiento fronterizo en
razón de que no podían defender sus derechos a extensas posesiones
territoriales por no ser vecinos de los nuevos pueblos sino de otras ciu-
dades, pudieron pensar que tenían mejores posibilidades contra el
acoso de los pobladores locales que asediaban sus tierras y diezmaban
sus ganados. Sin embargo, las tensiones existentes detrás de ese con-
flicto habrían de desatarse brutalmente durante el levantamiento rural
que tuvo lugar en medio del proceso revolucionario, en cuyas luchas la
riqueza de esos productores ausentistas habría de ser completamente
destruida, y sus tierras ocupadas por intrusos, al punto de que muchos
de ellos tendrían que abandonarlas definitivamente. En los años poste-
riores, el surgimiento de los Estados provinciales garantizaría además el
afianzamiento de esas instancias locales de poder frente a las injeren-
cias externas, con lo que la nueva etapa que se abría no guardaba para

13 Gelman, J. (1998), pp. 124 y ss.


14 Referencias al tema en Sala, De la Torre y Rodríguez (1967), pp. 143 y ss.;
Gelman, J. (1998), pp. 129 y ss.
194 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

ellos posibilidades de reconstruir allí sus fundos perdidos.15 Algunos de


esos antiguos hacendados de Entre Ríos o de la Banda Oriental habrían
de convertirse en beneficiarios de la expansión ganadera sobre las fron-
teras bonaerenses que comenzarían a abrirse a partir de mediados de la
década de 1810.

3. los cambios tras la revolución

Con la Revolución se van a modificar entonces sustancialmente diversos


condicionantes de la ocupación de tierras. Hemos hablado en el primer
tomo de esta colección acerca de los cambios relativos a la aceptación
de inmigrantes, los efectos de la apertura comercial y el proceso de ex-
pansión de la frontera, que agregó a los bienes fiscales una importante
cantidad de tierras. Pero sobre todo, comenzó asimismo a variar la con-
cepción acerca de qué hacer con la tierra. Si bien las tradiciones conti-
nuaron permeando los conceptos nuevos, y los antiguos fueron a su vez
afectados por la interpretación local del orden moderno de ideas, en
todo caso comenzó a gestarse un nuevo espíritu en el derecho constitu-
cional, que tendió con el tiempo al cambio de la idea prevaleciente
desde tiempos coloniales ligada a dar prioridad a los “hijos de la tierra”,
a los vecinos y a los miembros de la comunidad hispano-católica en lo
referente al acceso a ésta, y a concederles diversos beneficios económi-
cos derivados del control de los recursos locales.16 Pero, sobre todo, la
unidad ideológica y religiosa de esa antigua comunidad había cadu-
cado: ahora sus miembros debían convivir con un creciente número de
extranjeros y fieles de otros cultos, cuya importancia como actores de la
economía y de la sociedad sería cada vez más visible.
Esta interacción motivó la difusión de nuevas concepciones liberales
de la sociedad, que otorgaban a la acción humana sobre el medio un
papel fundamental para transformar y someter en beneficio de los
hombres a una naturaleza tenida por salvaje. Ampliando y profundi-
zando la visión ilustrada de fines del siglo XVIII, políticos y miembros
de la élite, perplejos ante el vacío territorial y el estado primitivo de las

15 Sobre todo ello véase Djenderedjian, J. (2003a).


16 Cárcano, M. A. (1917), pp. 12 y ss.
las formas de la colonización 195

formas productivas, se repetían a sí mismos y a los demás que las excep-


cionales condiciones con que contaba la región del Río de la Plata ha-
brían de hacer de ella, más tarde o más temprano, un rico y poblado es-
pacio en el que el comercio y la riqueza irían de la mano con la
formación de prósperos vergeles agrarios. Con raíces en antiguas tradi-
ciones clásicas, la celebración de esa naturaleza pródiga y generosa
acompañaba la elaboración de programas de fomento rural: la inmigra-
ción, la distribución de la tierra baldía entre los labradores y la ense-
ñanza de modernos métodos agrícolas bastarían para modificar con ra-
pidez el estado semibárbaro heredado de siglos de opresión colonial, y
posibilitarían, con el mismo desarrollo de las fuerzas productivas, la am-
pliación de los horizontes de la actividad del Estado y de los particula-
res. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero en todo caso están bien
presentes en las primeras décadas del siglo XIX; el vacío físico de un te-
rritorio en estado casi virgen podía y debía ser organizado racional-
mente para aprovechar de la mejor manera sus potencialidades. El co-
ronel Pedro Andrés García encontraba en la formación de pueblos con
agricultores en las fronteras la llave maestra de la solución del pro-
blema de la falta de población rural; llevarla a cabo no sólo resultaba
entonces un imperativo dictado por la estrategia sino además un acto de
estricta justicia hacia labradores que se afanaban sin fruto sobre tierras
que no les pertenecían.17
En Buenos Aires, de lejos la economía de mayor dimensión y por
tanto la provincia más importante, varios miembros de la élite econó-
mica y social, y en especial algunos comerciantes y personas instruidas,
parecen haber advertido muy tempranamente la importancia de la in-
migración extranjera como factor de cambio y prosperidad. En 1817, el
enviado norteamericano Henry Brackenridge fue acosado con pregun-
tas por parte de un grupo de esos comerciantes acerca de la inmigra-
ción europea a los Estados Unidos, “que [los locales] consideraban
como un acrecentamiento de riqueza, cuya adquisición parecían envi-
diarnos”.18 Estas ideas eran compartidas por consiguiente también por
un sector significativo de los grupos dirigentes posrevolucionarios,
quienes incluyeron la consagración de la tolerancia de cultos y de la li-
bertad individual como parte del programa de acción de los gobiernos,

17 García, P. A. (1969b); Chiaramonte, J. C. (1982); Aliata, F. (2006), pp. 45 y ss.


18 Brackenridge, H. M. (1988), t. I, p. 237; también Bagú, S. (1966).
196 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

al punto que debían constituir, si no realidades inmediatas, al menos


objetivos a alcanzar en un plazo lo más breve posible, y ser consagradas
en los textos constitucionales y las leyes. Esto posibilitó el lento desmo-
ronamiento de prejuicios y reservas contra los extranjeros en razón fun-
damentalmente de su religión, proceso que resultó pronto evidente en-
tre los miembros de las clases más acomodadas e ilustradas. Hacia
inicios de la década de 1830, algunas damas de la alta sociedad porteña
confiaron avergonzadas al viajero Arsène Isabelle que en 1806 creían
“de buena fe” que los soldados ingleses invasores “eran herejes y tenían
cola” como los demonios de las pinturas piadosas.19 El desgranamiento
de las restricciones y prejuicios fue lógicamente en todo caso un pro-
ceso progresivo, aun en el dictado de leyes; todavía en 1817 se estable-
cía un límite de 4 años de residencia, un capital de 4.000 pesos o el des-
empeño de oficios útiles para que los extranjeros pudieran ejercer
derechos de ciudadanía, los cuales, por supuesto, serían siempre negados
a los españoles en tanto España no reconociera la independencia de sus
anteriores colonias.20
Este nuevo orden de ideas contrastaba singularmente con las anti-
guas concepciones que veían en el orden natural una manifestación de
la inteligencia divina, cuyo íntimo equilibrio no debía desafiarse. De
esta forma, la acción directa y consciente sobre el medio se transformó
cada vez más claramente en un objetivo específico de la política, y si
bien ésta todavía debería recorrer un buen camino para ser aceptada
socialmente y para tener efectos reales, se había quebrado de todos mo-
dos para siempre la coherencia de un cúmulo de antiguas y persistentes
tradiciones que veían en la apertura al exterior más amenazas que pro-
mesas, y cuya vigencia ya había sufrido desafíos con el accionar de los
funcionarios y publicistas ilustrados.
En este esquema, la caída de los impedimentos a la inmigración de
extranjeros constituirá un factor de diferenciación fundamental entre
el programa de los políticos del período independiente y el correspon-
diente a sus antecesores de la última etapa del dominio hispánico. Si
bien algunos de los más esclarecidos de entre éstos, como Félix de Azara,
se habían atrevido incluso a proponer, para poblar las pampas, la insta-
lación de inmigrantes de naciones vecinas, aun de aquellas con las que

19 Isabelle, A. (1835), p. 160.


20 [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. I, pp. 109 y ss.
las formas de la colonización 197

la corona española mantenía seculares conflictos, a partir del quiebre


de la dependencia colonial ya no hubo impedimentos para la llegada e
instalación de extranjeros. Se pudo por consiguiente comenzar a pla-
near su incorporación al mundo rural, con el proposito de lograr en
éste cambios de magnitud aprovechando las supuestas dotes de esos ex-
tranjeros como productores más industriosos que los criollos, y conside-
rando además su papel en la introducción de mejoras que aumentasen
el rendimiento productivo de las tierras. Más allá incluso de los planes
de las elites gobernantes, esa convicción alcanzaba sin duda a buena parte
de los actores de la época, incluyendo a quienes tenían en sus manos los
principales resortes del poder económico.
De ese modo, la colonización de las áreas de frontera corrió en forma
paralela a ciertos intentos de radicación de extranjeros, vistos ambos fe-
nómenos como las bases de cambios más profundos de la sociedad; el
poblamiento de tierras ya no fue primordialmente entendido, al modo
que lo era en tiempos del Estado borbónico, tan sólo como un recurso
para la defensa estratégica del territorio. Por supuesto que hubo mar-
chas y contramarchas, dictadas sobre todo por el impacto de las medi-
das tomadas por sobre la opinión de una plebe sensibilizada ante el des-
afío que éstos constituían a sus tradiciones y derechos, y que además
podía con justicia esperar compensaciones a sus esfuerzos durante los
largos años de la guerra independentista. Por lo demás, en esos mo-
mentos la colonización era vista todavía como un fenómeno muy pun-
tual, cuya dimensión en modo alguno podía compararse a la que ten-
dría en la segunda mitad del siglo. De todos modos, estaban ya
presentes ciertos objetivos que recién habrían de concretarse varias déca-
das más tarde, y no hace falta hurgar demasiado en los testimonios de la
época para encontrar que algunos actores, aparentemente en des-
acuerdo con los proyectos de colonización e inmigración de la década
de 1820 una vez que éstos fracasaban, se habían manifestado partida-
rios de ellos en los momentos en que ese fracaso no se avizoraba todavía.
Existía así por ejemplo la conciencia de que el espacio pampeano pa-
decía una fuerte subutilización de sus recursos, efecto también de lar-
gos siglos de aislamiento; y algunos intelectuales de la época suponían
que la colonización con inmigrantes extranjeros podría constituir un
instrumento eficaz para intensificar el valor agregado de la producción,
convirtiéndose de ese modo además en un conveniente negocio. La in-
troducción de inmigrantes de origen no hispánico era vista además
198 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

como un medio, quizá el único, de difundir modernos criterios de


igualdad social y destruir la antigua gradación de castas propia del régi-
men colonial, creando una población homogénea, industriosa y consi-
derada moralmente mejor; el ejemplo de la pequeña pero próspera y
brillante comunidad británica constituía en este aspecto un ejemplo de
lo que había que imitar, difundir y fomentar.21 A tal efecto, los primeros
gobiernos independientes procedieron a encargar estudios sobre el
suelo y las poblaciones en la provincia de Buenos Aires; se efectuaron
relevamientos cartográficos y se organizó el Departamento Topográ-
fico, con el objeto de ordenar la distribución de tierras a fin de poder
elaborar proyecciones claras y planes consistentes al respecto. Rivadavia
incluso anunció la creación en agosto de 1823 de una Escuela de Agri-
cultura Práctica, a fin de formar labradores que conocieran los más
avanzados métodos de cultivo de la época. Su prédica no parece haber
tenido mucho eco, porque todavía en febrero de 1824 el periódico El
Argos se quejaba de que no se había llenado aún el número de plazas de
la escuela.22 Sin dudas, las ideas e intenciones de los miembros de la
élite rivadaviana iban a menudo bastante más allá de la realidad; en
todo caso, existían tareas más urgentes en torno a cómo organizar el
territorio que habría de ser el material básico de esas transformaciones.

4. la expansión de la frontera y la oferta de tierras públicas

Un proceso que impactó fuertemente en la economía rioplatense posco-


lonial (y que hemos abordado más extensamente en el primer tomo de
esta colección) fue sin dudas la expansión de la frontera en la actual
provincia de Buenos Aires. A partir de mediados de la década de 1810,
apenas alejada la amenaza de los realistas y a la par del desarrollo de la
conflictividad en el litoral, los avances en la frontera bonaerense co-
menzaron a hacerse evidentes en la fundación de nuevos pueblos al
otro lado del río Salado. Estos avances buscaban generar medios de
producción propios de la provincia, en momentos en que colapsaba el
tráfico de metálico altoperuano y era destruida la riqueza pecuaria de

21 Halperín Dongui, T. (1987), pp. 196 y ss.


22 Cárcano, M. A. (1972), pp. 10-11; El Argos de Buenos Aires, nº 8, febrero 1824.
las formas de la colonización 199

la Banda Oriental y de Entre Ríos, con lo cual el papel de intermediaria


mercantil entre diversas regiones productoras cumplido hasta entonces
por la ciudad porteña se veía fuertemente amenazado.23
Los avances sobre la frontera indígena fueron muy limitados o in-
existentes en lo que respecta a otras provincias pampeanas durante la
primera mitad del siglo XIX; sin embargo, las líneas de fortines esta-
blecidas en ellas en los últimos años del siglo XVIII fueron adqui-
riendo más solidez y permanencia a lo largo de la media centuria si-
guiente. En ese período, además, las tierras de viejo poblamiento que
esos fortines protegían vieron surgir algunos pueblos nuevos en pro-
cesos ligados al apoyo a la colonización criolla, que analizaremos más
adelante. Entretanto, en Buenos Aires, el gobierno de Pueyrredón se
preocupó por disponer y reglamentar el reparto de tierras a medida
que se expandía la frontera; a partir de mayo de 1817 se sucedieron
diversas medidas conducentes a otorgarlas a los pobladores que las
habían ganado a los indígenas, reeditándose así la vieja política bor-
bónica de consolidar las fronteras mediante el poblamiento.24 El 15
de noviembre de 1818 se fijaron los criterios para la concesión en
merced de terrenos baldíos dentro de la nueva línea de fronteras, es-
tableciéndose la obligación de poblarlos a los cuatro meses de haber
tomado posesión de ellos, y recomendándose con muy buen criterio
el aumento de las relaciones pacíficas con los indígenas cercanos para
consolidar esos avances y garantizar la seguridad de los nuevos esta-
blecimientos. Medidas relativas al poblamiento de las fronteras de Ju-
juy, Salta, Santiago del Estero, Córdoba, Catamarca y otras provincias
mediante el reparto de tierras baldías fueron discutidas y aprobadas
en el Congreso de 1819, autorizándose al director supremo a efectuar
esos repartos.25 Sin embargo, la disolución del poder central en 1820
llevaría a que éstos quedaran de hecho finalmente a cargo de las dis-
tintas provincias.
Un cambio importante asimismo fue el decreto de 15 de marzo de
1813, dictado por la Asamblea de ese año, por el cual se facultaba al
Ejecutivo a enajenar las fincas del Estado “del modo que crea más con-
veniente al erario”, con lo cual la antigua potestad real sobre las tierras

23 Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003), pp. 94 y ss.


24 [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. I, pp. 130 y ss.
25 Ibid., t. I, pp. 131 y 132.
200 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

se transmitía al Estado naciente.26 Según Cárcano, se trata de la pri-


mera afirmación de que el poder público no debía retener la propie-
dad fiscal, y encierra los principios dominantes de la política agraria
ulterior.27 En todo caso, es de destacar que, a partir de la Revolución
de Mayo, aparece toda una legislación que incorpora de una u otra
forma las ideas surgidas del espíritu liberal que reconoce sus antece-
dentes entre los publicistas ilustrados de fines del siglo XVIII, para
quienes la agricultura y el poblamiento de las vastas extensiones de la
pampa era no sólo un imperativo estratégico sino una necesidad política y
económica.
El choque revolucionario y el período de guerras civiles que lo siguió
llevaron a la destrucción de riqueza previamente acumulada, y a una
crónica penuria económica en los gobiernos que surgieron del de-
rrumbe del virreinato rioplatense. Esos gobiernos de provincia, cuyo al-
cance político estaba limitado por el área de influencia de las viejas ciu-
dades coloniales, entre las décadas de 1820 y 1850 actuaron en forma
prácticamente independiente al no lograr constituirse un poder cen-
tral; por tanto, no participaron del esquema de rentas fiscales obtenidas
por la aduana de Buenos Aires, la principal del área, debiendo por
ende basarse sólo en los recursos que pudieran obtener de su propio te-
rritorio o del tráfico por él. De esta forma, la realidad impuso límites
muy concretos a su acción: hacía falta además pagar a los soldados mo-
vilizados por los ejércitos en marcha gastos extraordinarios de tiempo
de guerra, cuya prioridad era absoluta. A la vez, la caducidad de las vie-
jas instancias del poder colonial implicó que ya no existiera una autori-
dad superior a la cual recurrir para obtener tierras, como antiguamente
se hacía apelando al soberano para que éste se dignara acordar merce-
des o entregar parcelas por moderada composición. Sólo quedaban en-
tonces las autoridades locales, cuya incumbencia en los repartos de tie-
rras había sido anteriormente objeto de controversias, pero cuyo poder
al respecto ya no encontraba condicionamientos. Por otra parte, no
existían aún catastros o registros de títulos, y a menudo los intentos por
establecerlos terminaron fracasando durante mucho tiempo.
De esta forma, los gobiernos provinciales se encontraron con fuertes gas-
tos a erogar, sin más recurso que las tierras públicas de sus jurisdicciones,

26 Prado y Rojas, A. (comp.) (1877-79), t. I, p. 180.


27 Cárcano, M. A. (1917), p. 13.
las formas de la colonización 201

con plenos poderes para disponer de ellas, y con aún incipientes o in-
cluso inexistentes instrumentos de organización de tales tierras. De ese
modo la prontamente evidente necesidad de venderlas para hacer
frente a las deudas tropezó con obstáculos muy fuertes: por un lado
existían títulos con diverso grado de validez, pero que en todo caso
demostraban usufructo durante muchos años e implicaban por tanto de-
rechos adquiridos; por otro, a menudo a las tierras baldías en poder
de los estados provinciales se agregaban otras pertenecientes a quienes
habían debido en algún momento emigrar por razones políticas o por
circunstancias ligadas a coyunturas del conflicto bélico. Por lo tanto, la
venta de esas tierras en condiciones que ofrecieran seguridad jurídica
no siempre fue posible hasta que se logró ordenar los registros de te-
nencias, cosa que ocurrió algunas veces ya avanzada la segunda mitad del
siglo XIX.
Paralelamente a todo ello, los imperativos de la guerra, la movilización
de hombres que provocaba, el descrédito de las instituciones tradicio-
nales por el desorden político y la penuria financiera de los gobiernos
implicaron que existieran reclamos generados por quienes se hacían
cargo de esos esfuerzos. La población criolla, arrancada de sus habitua-
les ocupaciones de labranza de tierras, pastoreo o artesanía para servir
en los ejércitos, sufría perjuicios concretos por el tiempo que no podía
dedicar a su trabajo y por la consiguiente inestabilidad en éste. Así, po-
día esperar que al menos se ejerciera la más amplia tolerancia respecto
de ciertas antiguas prácticas rurales, en especial la generalizada ocupa-
ción de hecho de tierras públicas y aun privadas. En momentos en que
no existían registros regulares, y en que se habían ido superponiendo
títulos precarios emanados de distintas jurisdicciones, la posesión de
hecho constituía una situación repetida que se prolongaba durante mu-
chos años, y que, por razones políticas y prácticas, no resultaba conve-
niente desafiar. En Entre Ríos, la provincia quizá más castigada por la
guerra durante la primera mitad del siglo XIX, las poblaciones locales
parecen haber conservado una conciencia clara de los derechos que las
asistían respecto del acceso a la tierra, no ya sólo en mérito de ocupan-
tes seculares sino además como recompensa por los servicios prestados
al Estado en momentos de peligro.
Esas tierras de las que los Estados provinciales no podían aún disponer
tampoco podían ser entonces reordenadas para lograr los necesarios ins-
trumentos jurídicos que resultaban imprescindibles para enajenarlas con
202 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

títulos perfectos a colonos inmigrantes. Frente a esta situación, no es


extraño que los primeros experimentos de radicar inmigrantes ex-
tranjeros, encarados por inversores ingleses y criollos a inicios de la
década de 1820, terminaran fracasando estruendosamente en Entre
Ríos, como veremos pronto. Es significativo por lo demás que la in-
fluencia porteña en la provincia, comenzada con el gobierno de Man-
silla en 1821, fuera primero impugnada y luego forzada a cesar en me-
dio de una rebelión de ocupantes de tierras que veían amenazada su
permanencia en ellas.28
Por otra parte, el apoyo de las élites urbanas y políticas (y sobre todo,
durante bastante tiempo, fundamentalmente el de la de Buenos Aires)
a la radicación de inmigrantes extranjeros chocaba en las campañas y
en las provincias interiores con la plena vigencia que aún se asignaba
allí a las antiguas tradiciones ligadas al derecho hispánico, para las que
sólo los vecinos o avecindados tenían derecho a las tierras, mientras que
los forasteros debían antes lograr su plena integración al medio local
para poder aspirar a ellas.
Es decir, las nuevas ideas liberales respecto de la modificación orde-
nada del medio, la tolerancia de cultos y la aceptación de los extranje-
ros eran todavía un fenómeno mayormente urbano. Por consiguiente,
más complejo aún que la integración a las élites urbanas fue el proceso
de aceptación de los recién llegados en las comunidades de los pueblos
rurales, entre otras cosas por la larga tradición hispana que veía en la
diferenciación con el exterior una fuerza nucleadora y un recurso para
la conformación identitaria de los miembros de esos grupos. Según an-
tiguas leyes y costumbres fuertemente arraigadas, quienes arribaban te-
nían derechos distintos de los que eran considerados vecinos y avecin-
dados en los pueblos rurales; los forasteros eran en principio vistos
como sospechosos, más aún si no tenían oficio o bienes, y, si decidían
instalarse, tardaban sin embargo largos años en ser considerados miem-
bros de pleno derecho de la comunidad, y en poder acceder libre-
mente, en tanto tales, a los recursos que ésta compartía.29 Durante los
años de luchas del período independentista, la inexistencia o debilidad
de sus vínculos locales implicaba que las levas de soldados dictadas
por las autoridades preferentemente recayeran sobre los forasteros no

28 Chianelli, T. D. (1977); Reula, F. (1969-1971), t. I, pp. 228-9.


29 Cansanello, O. C. (1994).
las formas de la colonización 203

avecindados, en especial bajo la excusa de no poseer pruebas fehacien-


tes de relación laboral, con lo que se los encuadraba en la categoría de
vagos. Durante la época colonial, el cierre a la inmigración extranjera y
las diversas necesidades de mano de obra implicaron que fuera muy in-
tensa la circulación por el área pampeana de personas nacidas en dis-
tintas regiones del espacio rioplatense; pero con la llegada de la inde-
pendencia las crecientes exigencias de hombres para los ejércitos
provocaron problemas diversos para los migrantes internos, con lo que
todo apuntaría a que los flujos de población al menos se vieron afecta-
dos en forma notable. Sin embargo, la ampliación de las fronteras con-
tinuó posibilitando en cierto modo la inserción de esos migrantes, dado
que, como hemos dicho ya, en la fundación de nuevos pueblos los pri-
meros pobladores gozaban de la categoría de “vecinos” y tenían por
tanto acceso preferencial a los recursos, con lo que mantenían diver-
sas alternativas de instalación como productores independientes en
las tierras nuevas.30
En la campaña bonaerense, poco o nada devastada por la guerra, la
tierra no fue seguramente un bien cuya disponibilidad estuviera ligada
a la compensación por el esfuerzo bélico, como sí ocurrió por ejemplo
en Entre Ríos; sin embargo, las viejas tradiciones respecto del acceso a
ella continuaron teniendo plena vigencia, a la vez que las radicaciones
en la nueva frontera fueron una vía de salida a la creciente población
de las áreas de colonización más antigua. Entonces, la creación de colo-
nias de extranjeros en las tierras públicas no sólo tropezó con los incon-
venientes políticos propios de la primera mitad del siglo XIX, como la
inestabilidad de los gobiernos y la falta de financiamiento. Contó además
con el peso de esas pervivencias y con la emergencia de nuevas necesida-
des, que implicaron graves dificultades para los proyectos de radicación
de colonias efectuados antes de 1850.
No fue fácil entonces, para los gobiernos de la primera mitad del siglo
XIX, organizar medidas de orden práctico que cambiaran la situación de
las zonas rurales y la de sus pobladores y que permitieran, a la vez, dispo-
ner racionalmente de las tierras públicas. De todos modos, Buenos Aires
fue indudablemente la provincia donde se lograron los avances más sig-
nificativos, dado que allí comenzaron a regularizarse los catastros ya en la

30 Sobre el acceso a recursos por parte de avecindados véase además Fradkin,


R. (1995), p. 62.
204 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

década de 1820, creándose instituciones destinadas a la organización del


Estado, como el Registro Público; también, se comenzaron a discutir los
alcances jurídicos del régimen de propiedad, aun cuando la lucha polí-
tica continuó incluyendo distintas medidas que desafiaban o derogaban
la inviolabilidad de las propiedades como forma de escarmiento, ejerci-
das incluso contra porciones importantes de opositores políticos, como
ocurrió durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas.31
Por lo demás, el Estado continuó ejerciendo facultades discrecionales
con respecto a ciertas corporaciones, como ocurrió con la secularización
de las propiedades eclesiásticas efectuada en diciembre de 1822, o la do-
nación a la comunidad anglicana de un terreno en donde construir su
templo.32 Pero el hito más significativo en esta materia lo marcó un de-
creto que el 17 de abril de 1822 determinó un régimen de inamovilidad
de la tierra en dominio del Estado, no permitiendo ni la expedición de
títulos de propiedad ni la admisión de denuncias, así como la prohibi-
ción de desalojos.33 Paralelamente, se intentó reglar la deuda, para lo cual
el 3 de noviembre de ese año se creó por ley el Crédito Público, instituyén-
dose un fondo de cinco millones de pesos y garantizándose la deuda fiscal
con las propiedades muebles e inmuebles de la provincia, bajo especial hi-
poteca. La legislatura autorizó asimismo al Poder Ejecutivo a contraer un
empréstito por el monto aludido en mercados extranjeros.34 En virtud de
estas medidas quedaba por primera vez comprometida la posibilidad de
entrega de la tierra pública, lo cual implicaba un cambio radical con res-
pecto al pasado, que tendría consecuencias muy importantes a futuro.
Como muestra significativa del avance de la acción del Estado en esos
aspectos, el 27 de septiembre de 1824 se establecieron los trámites para so-
licitar terrenos baldíos, los cuales comenzaban por la producción de un
justificativo de hallarse el predio en esa condición ante el juez de primera
instancia local, lo que resguardaba los derechos de los ocupantes sin títu-
los. Éstos, sin embargo, por una medida dictada al día siguiente, debían
solicitar en enfiteusis los terrenos estatales que poseían de hecho, so
pena de perder la preferencia que ello les otorgaba.35 En abril de 1826

31 Prado y Rojas, A. (comp.) (1877-79), t. II, pp. 313-14; Gelman, J. (2002),


pp. 113-144.
32 Prado y Rojas, Ibid., t. II, pp. 359-60.
33 Ibid., t. II, p. 295.
34 Ibid., t. II, pp. 347-8.
35 [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, pp. 615-617.
las formas de la colonización 205

se estableció que los desalojos de quienes ocupaban sin títulos terrenos


del Estado serían a partir de entonces “observados con todo rigor”, lo que
en otras palabras significaba que las contemplaciones tenidas hasta enton-
ces respecto de la prueba de los derechohabientes ya no continuarían en
vigor.36 Entretanto, para los solares de los pueblos se respetaban plena-
mente los ámbitos de influencia y de decisión locales; en cada uno de
ellos, una comisión compuesta del juez de paz y dos vecinos propietarios
debería examinar los títulos y distribuir los solares que resultaran baldíos
por caducidad de éstos o por incumplimiento de las condiciones de po-
blación y cederlos gratuitamente a los individuos que quisieran poblarlos,
“prefiriéndose siempre al que tenga derecho de posesión”, y con la condi-
ción de que en un año a partir del otorgamiento se edificara en ellos casa
y cerco.37
En 1825, el Congreso General Constituyente reconoció como fondo
público nacional un capital de 15 millones de pesos, al tiempo que hi-
potecó al pago de dicho capital las rentas ordinarias y extraordinarias,
las tierras y demás inmuebles del dominio público. Finalmente, el 20 de
mayo de 1826 se promulga, ya bajo la presidencia de Rivadavia, la Ley
de Enfiteusis. Como hemos hablado de ella en el primer tomo de esta
obra, aquí sólo daremos cuenta de algunos de sus puntos fundamenta-
les y de sus consecuencias. En principio, el objetivo de los legisladores
fue múltiple: por un lado, impedir que el Estado se desprendiera de la
tierra pública, que era garantía de deudas contraídas; a su vez, se tra-
taba de estimular su explotación desarrollando las fuerzas productivas y
posibilitando a largo plazo una mayor recaudación fiscal; por otra
parte, se buscaba obtener un canon que, por mínimo que fuera, pro-
porcionara ingresos mayores que la simple venta del predio al lograr la
valorización de su tierra por la ocupación y puesta en producción, cir-
cunstancia en especial evidente en los territorios fronterizos; y, por fin,
no obligar a los particulares a distraer en la adquisición de tierras capi-
tales que serían mucho más productivos empleados en la compra de ga-
nados o en el desarrollo de infraestructura. En síntesis, el sistema de en-
fiteusis no fue un proyecto de colonización, sino ante todo un recurso
financiero y fiscal; sin embargo, es menester aclarar que tuvo bastante
importancia no sólo en el reparto de tierras en la provincia de Buenos

36 Ibid., t. II, p. 766.


37 Ibid., t. II, p. 648.
206 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Aires sino además en otras provincias, donde también se lo puso en


práctica, y constituye una muestra de la preocupación que existía en
las esferas gubernamentales sobre la posibilidad cierta de dar valor a las
tierras.38
Al sancionarse la ley se planteó la cuestión del suelo fiscal y de la facultad
del gobierno nacional para disponer de él en las provincias, lo que levantó
muchas quejas por parte de los gobiernos de éstas; más allá de las disposi-
ciones de las leyes, en las provincias la tierra continuó en manos de ocupan-
tes tolerados por la imposibilidad de los gobiernos de reglar los catastros.
En Buenos Aires, donde el régimen tuvo más plena y temprana vigencia, los
estudios disponibles indican que existió una amplia movilidad en los traspa-
sos de tenencias, formándose muy pronto un mercado secundario. Asi-
mismo, si bien la tendencia fue hacia el otorgamiento de tenencias de di-
mensiones relativamente grandes, y el tamaño promedio aumentó a través
del tiempo, la diversidad en su extensión no debe despreciarse, como tam-
poco el hecho de que el 63% del total de las 6.750.000 hectáreas concesio-
nadas en el período de vigencia del régimen lo fue en el área al sur del
Salado, es decir, las tierras colonizadas a partir de 1816, donde el gran
tamaño de las tenencias era una necesidad impuesta por las condiciones
de explotación, la lejanía de los mercados y la falta de pastos tiernos.39
Tanto los gobiernos de la provincia de Buenos Aires como el efímero
Poder Ejecutivo nacional dictaron una serie de medidas complementa-
rias para fomentar la agricultura, reservando tierras de cultivo alrede-
dor de pueblos y ciudades, así como las áreas de bosques, y reglamen-
tando diversos aspectos de la ley de enfiteusis. Se continuó asimismo el
avance sobre las fronteras, y el 27 de setiembre de 1826 se ampliaba la
línea de defensa más allá del fuerte Independencia, estableciéndose
tres nuevas guardias principales en la laguna de Curalaufquen, en Cruz
de Guerra y en el Potrero.40
Aunque los avances sobre la frontera indígena continuaron y con ellos
la colonización criolla, promovida algunas veces por el gobierno, diversos
acontecimientos impidieron que los proyectos rivadavianos sobre tierras
llegaran a completarse como los pensaron sus propulsores. La guerra con
el Brasil mantuvo bloqueado el puerto de Buenos Aires desde 1825 hasta

38 Infesta, M. E. (1997, 1998, 2003).


39 Infesta, M. E. (1993); Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003), pp. 114 y ss.
40 Prado y Rojas, A. (comp.) (1877-79), t. III, pp. 199-200; 295 y ss.; 319-20.
las formas de la colonización 207

1828 y significó un fuerte esfuerzo de movilización de tropas; la disolución


del efímero poder nacional implicó el inicio de una nueva serie de conflic-
tos políticos; la inflación desatada a partir de 1826 distorsionó los precios
relativos y desalentó las inversiones, salvo en la ganadería, en la que los ca-
pitales buscaron un resguardo a la pérdida de valor. Con ello, las tierras
ofertadas por efecto de la ley de enfiteusis y de los avances sobre la fron-
tera durante las décadas de 1820 y 1830 fueron volcándose a esta activi-
dad en lugar de hacerlo a la agrícola (si bien esta última también se ex-
pandió en las cercanías de los pueblos que se iban formando). Este
fenómeno era asimismo esperable a causa de que, por las grandes distan-
cias hasta los centros de consumo y comercialización y la precariedad de
las comunicaciones, la ganadería extensiva constituía todavía en esas tie-
rras “nuevas” un negocio mucho más racional. La liquidación del régimen
de enfiteusis por parte de Rosas constituyó así la simbólica clausura de un
intento cuyos objetivos habían diferido ampliamente de sus resultados,
aun cuando ni unos ni otros hubieran tenido los sombríos caracteres que
a menudo se les han atribuido, y los últimos no hayan sido sino la conse-
cuencia lógica del imperio de la economía real, que se había querido mo-
dificar en gran escala mediante un plan sin dudas demasiado ambicioso
para su época, y con bases de sustentabilidad todavía poco seguras.

5. la inmigración y sus efectos en la economía real

Hemos visto ya que la economía productiva pampeana sufrió momen-


tos de aguda escasez de mano de obra por efecto de las levas, la retrac-
ción de los flujos migratorios del interior y el final de la esclavitud. De
esta forma, la radicación de inmigrantes pudo ser pronto considerada
también como una forma de aumentar la oferta de mano de obra en un
plazo relativamente breve, superando así la carestía de salarios que la
coyuntura había traído consigo. Además, el incremento poblacional
consiguiente a la formación de familias serviría asimismo, a plazos más
largos, para dotar de soldados a los ejércitos encargados de la defensa
territorial, en tanto si bien los extranjeros estarían exentos del servicio
militar, no ocurriría así con sus hijos nacidos localmente. Estos objetivos
estaban muy presentes en la visión de los notables de la época, quienes
vivían una realidad política fragmentada en soberanías provinciales con
208 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

una fuerte tendencia a luchar entre sí, por lo que lógicamente las prio-
ridades de la defensa estratégica continuaban teniendo gran vigencia.
Pero más allá de la visión de la élite política, lo concreto es que, con
apoyo o sin él, la llegada espontánea de inmigrantes se incrementó silen-
ciosamente ya desde los primeros años de vida independiente. En parte
compensando y complementando las por entonces oscilantes migracio-
nes de población criolla proveniente del interior, afectada por las alterna-
tivas del reclutamiento, las nuevas posibilidades que ofrecía la economía
del litoral rioplatense fueron justificando la instalación de una creciente
proporción de europeos en los más variados oficios, y que incluso llegaron
pronto a dominar algunos de ellos. Es de destacar que pueden rastrearse
antecedentes de esta presencia ya desde las últimas décadas del dominio
hispano, cuando se fueron aflojando relativamente algunas restricciones a
la presencia de extranjeros en las colonias, pero fue recién luego de la
Revolución que el movimiento adquirió una visibilidad cada vez más con-
sistente, comenzando a mostrarse incluso en las campañas.
Más allá del cuidado con que debemos admitir los muy aproximativos
datos de los padrones de la ciudad de Buenos Aires de esta época, parece
ser que la cantidad proporcional de europeos no españoles sobre la pobla-
ción total se duplicó ya a lo largo del tercer cuarto del siglo XVIII, en un
movimiento que continuó acelerándose en las décadas siguientes.

Cuadro 10
Evolución del porcentaje relativo de europeos no españoles sobre
la población total en la ciudad de Buenos Aires, 1744-1836

1744 1778 1810 1822 1836


Total población de cuarteles 10.056 24.083 28.258 55.416 62.228
con datos
Europeos no españoles 104 456 703 1.684 4.000
Proporción sobre el total 1,03% 1,89% 2,49% 3,04% 6,43%

Fuente: elaboración propia con datos de Martínez, A. B. (1889), pp. 223, 241
y 245; Gouchon, E. (1889), p. 246; Ravignani, E. (1920-1955), pp. xx-xxiii; y
Besio Moreno, N. (1939), p. 349. Nota: del padrón de 1810 sólo se conser-
van las planillas de 14 barrios sobre un total de 20. Entre los europeos no
españoles de ese año se ha incluido a un turco. Los datos de 1836 no discri-
minan entre “españoles” y extranjeros, siendo el total el de estos últimos, en
el que están visiblemente incluidos los españoles.
las formas de la colonización 209

Por supuesto que estos porcentuales son ínfimos comparados con la si-
tuación de la ciudad porteña en las últimas décadas del siglo XIX,
cuando hubo momentos en que más de la mitad de su población había
nacido en el extranjero. Se trata, sin embargo, de los tímidos inicios de
un proceso que irá adquiriendo caracteres cada vez más definidos y un
ritmo cada vez más acelerado. Las transformaciones aportadas por esa
corriente de apertura al mundo, a sólo dos décadas de la Revolución,
habían sido sorprendentes: con un ejemplar en la mano del Almanaque
de Blondel del año 1830, que detallaba las instituciones, comercios y
profesionales que existían por entonces en la ciudad de Buenos Aires,
Carlos Pellegrini escribía entusiasmado: “Antes del año 10, no teníamos
ni maquinistas, ni grabadores, ni carroceros, ni fundidores, ni joyeros,
ni pintores, ni torneros, ni libreros, ni gaceteros, ni litógrafos, ni fabri-
cantes de productos químicos (…). Eran desconocidos los cafés, los clu-
bes, los hoteles, las tiendas de lujo y fantasía, los baños y paseos públi-
cos, los teatros líricos, los circos (…) no teníamos ni museos, ni
bibliotecas, ni banco, ni casa de moneda (…). Y ¿qué había entonces?
preguntarán nuestros jóvenes: había talegas de plata en cuartos blan-
queados, baúles llenos de alhajas tradicionales, sillas monumentales im-
perecederas... había en la calle unos negros abanicando con el plumero
canastas de rosquetes... Por lo común comíamos en una misma fuente,
el mantel hacía de servilleta, bebíamos en un solo vaso, nos calentába-
mos en nuestros ponchos, una parda nos recibía a luz, un hilo nos
arrancaba los dientes; nos paseábamos en carretones, o en algún birlo-
cho del siglo nono; los tambores eran nuestro teatro; un combate de to-
ros, la ópera”.41
Más importante aún, en ese período el papel de la inmigración irá
haciéndose más firme en la transformación de la sociedad y de la eco-
nomía de las áreas rurales. En efecto, si bien la inestabilidad política, la
conflictividad, la inflación y los problemas externos provocaban mo-
mentos de descenso y aun interrupción de los flujos, el movimiento de
llegada espontánea de inmigrantes tuvo una tendencia progresiva a lo
largo de toda la primera mitad del siglo XIX. El período de paz que co-
rre entre 1821 y 1825 estuvo caracterizado entre otras cosas por la recu-
peración y el crecimiento de la economía y una creciente y diversificada
inmigración, compuesta ya no sólo de comerciantes y artesanos sino

41 Pellegrini, C. (1853c), pp. 20-21.


210 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

también de pequeños y medianos capitalistas, e incluso de agricultores,


proviniendo ya de un espectro bastante amplio de países europeos. Al-
gunos de esos inmigrantes, llegados por sus propios medios o por ges-
tión de empresarios, comenzaron por entonces a introducir cambios en
la producción rural, como diversos medios técnicos más avanzados o un
creciente interés por la mejora de los ganados.42
Individuos y grupos de italianos, ingleses, franceses, alemanes y nor-
teamericanos, dedicados sobre todo al comercio, la producción artesa-
nal, las profesiones liberales, la navegación o la actividad agrícola y ga-
nadera, van instalándose en las ciudades y en las campañas pampeanas
durante las décadas de 1820 y 1830. A finales de esta última, informes
consulares a menudo sospechables de exageración comienzan a calcu-
lar en varios miles la presencia de sus compatriotas en el vasto espacio
del Plata; en todo caso, dan cuenta de una realidad consistente, que se
manifestaba en la presencia de una sala comercial y un periódico para
la comunidad inglesa ya desde la década de 1820, y en propiedad in-
mueble por valor de unos 70 millones de francos en manos de súbditos
sardos para 1850, así como remesas a sus familiares por un valor de dos
tercios de la carga de los 33 navíos salidos ese año del puerto de Buenos
Aires.43 La presencia de italianos se hizo consistente en la producción
agrícola de las áreas de vieja ocupación; para mediados de la década de
1840 formaban parte visible de los labradores del norte bonaerense, e
incluso según el cónsul sardo dominaban el rubro, lo que sin dudas era
exagerado, pero daba cuenta en todo caso de su importancia.44 En el
resto de las provincias litorales la presencia de extranjeros es también
creciente, llevada sobre todo de la mano de su papel en el comercio y el
tráfico fluvial; los pequeños puertos de las costas van poblándose, du-
rante la primera mitad del siglo, de italianos, alemanes y españoles, mu-
chos de los cuales fundarán familias que con el tiempo llegarán a formar
parte de las élites locales.

42 Referencias al respecto en muchos autores; por ejemplo Martin de Moussy, V.


(1860-64), t. II, pp. 228-9; Gibson, H. (1893), passim; Grierson, C. (1925), pp.
12 y ss.
43 Reber, V. B. (1979), pp. 44 y ss.; Chiaramonte, J. C. (1991), pp. 91 y ss., 251.
44 Chiaramonte, J. C. (1991), p. 93; Ciliberto, V. (2004), p. 89; AHMSI, Docu-
mentos del Museo Pueyrredón, caja 1, Agricultura, documentos varios con
nombres de italianos entre los productores agrícolas del partido de San
Isidro.
las formas de la colonización 211

Por otra parte, el impacto social y económico de la inmigración co-


menzó a ser más intenso, al dejar, al principio con lentitud, de ser casi ex-
clusivamente masculina y estar limitada a marineros y comerciantes. Este
fenómeno fue sin dudas más visible en las áreas litorales del Paraná y el
Uruguay, sobre todo en los pueblos y las ciudades de Buenos Aires y Entre
Ríos, por ser las provincias de más rápido crecimiento poblacional y eco-
nómico, pero no dejó por ello de existir también en áreas más alejadas.
Los hermanos Robertson registraron el asombro que provocó en Corrien-
tes la llegada de algunas mujeres inglesas en 1816, cuando dos años antes
sólo había cuatro habitantes de esa nacionalidad y dos franceses; en 1833,
a 18 ingleses y 41 franceses se habían agregado 39 italianos, 3 alemanes y
2 austríacos entre la población residente nacida en Europa fuera de la pe-
nínsula ibérica.45 Si bien pasaría bastante tiempo aún hasta que la pobla-
ción rural criolla de las provincias y aun sus grupos dirigentes admitieran
todas las posibilidades de la inmigración extranjera como instrumento de
transformación económica y social, es de pensar que la presencia cre-
ciente de gente de trabajo nacida en Europa iba resquebrajando los pre-
juicios y preparando el terreno para su aceptación, más allá de la hospita-
lidad propia de los criollos que todos los viajeros celebraban. Por lo
demás, cierto grupo de prejuicios contra los extranjeros parece haber per-
manecido latente entre la plebe urbana y la rural; si bien esos prejuicios
en condiciones habituales no se revelaban, en coyunturas conflictivas po-
dían transformarse en odio manifiesto y aun en explosiones de violencia,
sin embargo acotadas.46 De esa forma, durante la primera mitad del si-
glo XIX parece haber existido una tendencia favorable a la aceptación e
integración de los extranjeros, tendencia que persistió al menos hasta la
llegada de la inmigración masiva, aunque matizada, eso sí, por algunos ca-
sos aislados de xenofobia; sobre todo en los ámbitos rurales y en épocas de
crisis, como la masacre de extranjeros de Tandil ocurrida en 1872, o los
manifiestos hostiles a la presencia de inmigrantes emitidos durante la
rebelión de López Jordán en Entre Ríos por la misma época.47
De cualquier forma, al fortalecerse constantemente la presencia extran-
jera se conformaban primigenios espacios de sociabilidad y núcleos de
pertenencia comunitaria. La circulación de viajeros, el funcionamiento

45 Robertson, J. P. y G. P. (1950), t. I, p. 294; Chiaramonte, J. C. (1991), p. 64.


46 Un ejemplo en Fradkin, R. (2004).
47 Lynch, J. (2001) ANH, RLJ, caja 7, fs. 84-96.
212 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

de redes de vínculos primarios, la protección y el apoyo de las familias a


uno y otro lado del Atlántico, y la publicación en Europa de diversas
obras relativas al Río de la Plata, fueron difundiendo en el Viejo Conti-
nente algunas de las posibilidades de trabajo que existían en Sudamérica.
Si bien salvo durante los años de influencia de Rivadavia no se encaró el
fomento de la inmigración con medidas concretas, el desarrollo de la
producción rural y el crecimiento de las ciudades brindaron abundantes
posibilidades para la inserción de extranjeros.48 Además, debe tenerse en
cuenta la presencia de factores de expulsión en Europa, tanto como el
papel de algunas aún fuertes crisis de subsistencia y la represión política
implementada por las monarquías de la Restauración. Las alternativas de
los ciclos bélicos, la conflictividad política, las crisis económicas y los perí-
odos de inestabilidad institucional local pautaban de todas formas con
mucha más visibilidad el ritmo de los flujos; Benito Díaz, utilizando datos
suministrados por La Gaceta Mercantil, informa que entre 1842 y julio de
1845 entraron unos 26.400 inmigrantes al actual territorio argentino; los
años de bloqueo interrumpieron la corriente, que se reinició recién a par-
tir de 1847. En 1842, los británicos residentes en la provincia de Buenos
Aires alcanzaban a unos 8.000, siendo también importante la presencia de
franceses, italianos y alemanes.49
Para mediados del siglo ya la presencia de extranjeros en las áreas rura-
les de la provincia de Buenos Aires era considerable. En los partidos cen-
sados allí en 1854, la proporción de extranjeros es de alrededor del 13%
global, siendo más importante en los partidos del norte, ligados a la ex-
pansión del ovino, pero de cualquier forma no demasiado menor en los
del sur, incorporados a la producción durante la primera mitad del siglo.
Es menester mencionar que, de todos modos, sobre un total de
138.342 pobladores de la campaña bonaerense con origen registrado, el
15% había llegado desde otras provincias y sólo el 10% lo había hecho
desde el exterior. De modo que, por efecto de los avances en la ocupa-
ción de la frontera, durante la primera mitad del siglo XIX habrá de con-
tinuar predominando la ocupación de tierras por desplazamiento de po-
blaciones locales, aun cuando la llegada de nuevos contingentes de
inmigrantes constituirá un importante factor económico.

48 Devoto, F. (2004).
49 Díaz, B. (1960).
las formas de la colonización 213

Cuadro 11
Censo de la campaña de Buenos Aires, 1854. Cantidad de
población total y de extranjeros en los partidos con datos

Población total Extranjeros %


Partidos del norte 59.512 9,534 16
Partidos del oeste 43.182 2,637 6
Partidos del sur 74.366 10,469 14

Fuente: elaboración propia sobre Argentina. Estado de Buenos Aires.


(1855a) y (1855b).

Las demás provincias litorales también fueron recibiendo una cantidad


creciente de inmigrantes, lo que fue diferenciándolas de las del interior.
En buena medida, puede decirse que seguían en ello las pautas de Bue-
nos Aires, en esencia porque la orientación atlántica de sus economías,
facilitada por el tráfico fluvial, iba creando en ellas oportunidades cre-
cientes para la instalación de extranjeros. Hacia 1869, en todo el país, és-
tos sólo eran el 10% de la población total, mientras que ya en Entre Ríos
y Santa Fe esas cifras ascendían al 12 y 14% respectivamente.50
Una de las colectividades mejor estudiadas y que tendrá más relevan-
cia en el futuro fue la de los irlandeses, quienes se vieron forzados a mi-
grar por un cúmulo de problemas en su propia nación. Ya desde inicios
del siglo XIX habían comenzado a instalarse en las pampas grupos e in-
dividuos irlandeses, una de las colectividades más antiguas del país, des-
pués de la escocesa. Las afinidades religiosas fueron un factor que favore-
ció la instalación de irlandeses en el Plata aun en el período hispánico;
las personas de ese origen que llegaron allí antes de 1810 podrían esti-
marse en alrededor de quinientas, si se incluye en este total a los prisione-
ros irlandeses que quedaron después de las Invasiones Inglesas. Entre
esta primera inmigración figuraron distinguidos miembros de la nota-
bilidad local, que se destacaron en los más diversos campos, como el
médico Michael O’Gorman, Patrick Sarsfield, abuelo del Dr. Dalmacio
Vélez Sarsfield, el almirante William Brown, John Thomond O’Brien,
Peter Campbell y Domingo French.51

50 Datos en De la Fuente, Diego G. (dir.) (1872).


51 Korol, J. C. y Sábato, H. (1981); Coghlan, E. (2007).
214 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Figura 16. Placeres y trabajos campestres. Francia, hacia 1830. Grabado de


Couché, en Chateauneuf, M. de (1839), t. II, frontispicio.

Posteriormente, a partir de 1815 los problemas económicos experi-


mentados para la producción irlandesa, con descenso de precios y
malas cosechas, implicaron nuevas causas de emigración. Si bien la
economía de la isla se recuperó en la segunda mitad de la década de
1830, el aumento de población, las rigideces en la estructura agraria y
nuevos y graves problemas en las cosechas a partir de 1845 culmina-
ron en la catástrofe: entre ese año y 1851 la población de Irlanda dis-
minuyó en dos millones y cuarto de personas; uno y medio emigró,
ochocientos mil, por lo menos, murieron.52 Se conforma así un se-
gundo grupo de inmigrantes de esta colectividad, que van llegando a
las playas del Plata en forma espontánea, sobre todo a partir de la ter-
cera década del siglo XIX. Es de destacar que estos inmigrantes, ya
no tan sólo profesionales sino más que nada agricultores y ganaderos
arruinados por los problemas de su patria, no permanecieron en ge-
neral en las ciudades sino que buscaron trabajo en la campaña, incor-
porándose prontamente a la economía productiva local. Según los es-
tudios de Hilda Sábato y Juan Carlos Korol, los altos salarios que
podían obtener y el temprano desarrollo de la producción lanera
fueron los instrumentos de un rápido ascenso social y económico

52 Korol, J. C. y Sábato, H. (1981), p. 33.


las formas de la colonización 215

para muchos de ellos.53 Aunque la mayor parte permaneció en las


tierras bonerenses de vieja colonización al norte del Salado, también
se los encuentra en la formación de nuevos pueblos y ocupando tie-
rras de frontera. Estos irlandeses fueron fundadores de importantes
establecimientos ganaderos en la provincia de Buenos Aires, e in-
cluso fueron los fundadores de muchos núcleos de población, hoy en
día ciudades florecientes: Duggan, Hughes, Gaynor, Doyle, Maguire;
o, en Santa Fe y Córdoba, Murphy o Cavanagh. La temprana y plena
integración al mundo rural derivaría en un largo accionar de la co-
munidad, que se extendió y mantuvo su importancia durante todo el
siglo XIX.54
El papel de los inmigrantes en la producción ganadera ha sido estu-
diado bastante exhaustivamente; sabemos que fueron británicos quie-
nes introdujeron algunos de los primeros reproductores ovinos finos,
implementaron las mejoras necesarias para llevar a cabo la producción,
formaron establecimientos modernos de mucha mayor envergadura
que los tradicionales y tendieron canales de comercialización eficientes
en torno a la producción de lanas.55 Es menos conocido el aporte inmi-
gratorio a la producción agrícola durante la primera mitad del siglo
XIX, y es muy poco lo que podemos afirmar aquí ante la falta de estu-
dios de detalle; en todo caso, como veremos en el capítulo siguiente, la
introducción de ciertos avances muy significativos, como semillas de
mayor rendimiento y adaptabilidad a los campos pampeanos, parece
haber sido obra de agricultores italianos; por otra parte, la presencia de
medios de producción avanzados de origen europeo, sin dudas aporta-
dos por inmigrantes de origen británico, es un indicio de que esos avan-
ces no por poco conocidos dejaron de tener algún impacto. Sin dudas,
el aluvión inmigratorio posterior y los cambios de gran magnitud que
sobrevendrían al cruzar la mitad del siglo parecen haber bastado para de-
jar en las sombras los aportes de los labradores extranjeros antes de ese
período de auge; por lo demás, es evidente que, aun cuando los avances
agrícolas sobre las tierras nuevas de la frontera hayan sido al menos en
su parte fundamental realizados por agricultores criollos, la presen-
cia de extranjeros en las áreas de vieja ocupación debió derivar en la

53 Ibid., pp. 81 y ss.


54 Coghlan, E. (2007); Ussher, J. (1951).
55 Sábato, H. (1989); Gibson, H. (1893); Míguez, E. (1985), entre otros autores.
216 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

difusión de algunos métodos nuevos, y en todo caso el abasto de los gran-


des centros urbanos comenzó a ser suplido también por una creciente can-
tidad de agricultores europeos, toda vez que otros europeos formaban
parte consistente del grupo de consumidores urbanos.56 De esta forma,
más allá de los emprendimientos concretos llevados a cabo para lograr la
instalación de inmigrantes, que analizaremos en breve, la progresión
misma del movimiento dio lugar a un cambio significativo de la sociedad y
de la economía rioplatenses, que hacia mediados del siglo era ya muy só-
lido, y que quedará plasmado en los censos efectuados a partir de entonces.

6. los proyectos de colonización extranjera de los años


rivadavianos

Una vez disuelto el poder central heredado del virreinato, y llegado el


período de paz de inicios de la década de 1820, cada provincia encaró
por sí misma su trayectoria política y el fomento de su economía. El in-
terés por la implementación de transformaciones cualitativas de im-
portancia a través de los instrumentos provistos por la inmigración y la
colonización tuvo entonces posibilidad de plasmarse en acciones con-
cretas, incluso a nivel gubernamental, cuando la influencia de algún
personaje notable que lo compartía se hacía sentir en las esferas oficia-
les. A partir de 1821, los proyectos y leyes arrecian; el 22 de agosto de
1821 una ley autorizaba al gobierno rivadaviano a negociar el trans-
porte de familias industriosas a la provincia; unos meses más tarde la
firma londinense Hullet y Compañía enviaba a Buenos Aires un plan
de colonización agrícola que, aunque no tuviera luego consecuencias,
podría ser considerado como el primer intento de carácter orgánico
relacionado con la materia.57 Asimismo, el 24 de noviembre de 1823 el
gobierno nombró agentes en diversos países de Europa, con la autori-
zación de contratar 200 familias destinadas a una nueva ciudad que
debía erigirse en la zona de Bahía Blanca con el nombre de General
Belgrano.58 Los proyectos destinados a la disponibilidad de las tierras

56 Ciliberto, V. (2004), pp. 92 y ss.


57 [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, p. 144; Bagú, S. (1966).
58 [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, pp. 441-2.
las formas de la colonización 217

públicas, en especial el concretado en la ley de enfiteusis, aspiraban a


complementar esas medidas de colonización con el sostenimiento fi-
nanciero del Estado; si bien estos proyectos no tuvieron mayor impacto
en la realidad, de todos modos marcan un cambio político y social que
tendrá consecuencias a futuro.
Esas medidas se debían, entre otras cosas, a que el aumento de la pre-
sencia de inmigrantes continuó interesando a algunos destacados acto-
res de la economía del período, en tanto se suponía que aquéllos ha-
brían de introducir hábitos de trabajo más estables y previsibles que los
vigentes entre la mano de obra rural pampeana, esperándose que su
presencia contribuyera además a hacer descender el alto costo laboral
de esos años. Es justamente por entonces que la pujante economía pro-
ductiva rural, recuperada de los problemas de la década revolucionaria
y en plena expansión sobre las fronteras, buscaba con avidez nuevos
procesos y recursos humanos aptos para resolver diversos cuellos de bo-
tella planteados por las nuevas condiciones, o incluso para generar ne-
gocios con vistas a aprovechar nichos que prometían buena rentabili-
dad, como el rápido crecimiento del consumo urbano. De ese modo,
algunos de los productores más avanzados consideraron constituir una
comisión destinada a facilitar la llegada de inmigrantes, que fue final-
mente creada por decreto del 13 de abril de 1824. Entre sus miembros
figuraban destacados productores rurales y comerciantes, como Juan
Pedro Aguirre, Antonio Dorna, Guillermo T. Robertson, Juan Manuel
de Rosas, Manuel Pintos, Daniel Mackinlay, Lorenzo López, Juan Miller
y Diego Brittain. Posteriormente la integraron los señores Whalson, Le-
zica, José Ignacio Garmendia y otros.59 Como veremos en breve, varios
de los miembros de esa comisión se transformarían asimismo en em-
presarios de colonización, lo que indica que, más allá de justificaciones
de tipo moral, ya entonces la comprendían en sus posibilidades como
forma de dar mayor valor, mediante el trabajo agrícola, a tierras de uso
ganadero.
Las facultades y deberes de esta comisión, expresados en el respectivo
decreto reglamentario de enero de 1825, incluían la publicidad, tanto
en el país como fuera de éste, de las ventajas ofrecidas a los inmigrantes
para su radicación; incumbencia en proporcionar empleo a los extran-
jeros que llegaran sin destino; prevención de su alojamiento desde el

59 Alsina, J. (1910), p. 146.


218 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

desembarco hasta que lograran ubicarse; fomento de la introducción de


labradores y artesanos europeos, y arreglo de contratos con sus emplea-
dores privados.60 Este reglamento sería luego tenido en cuenta por va-
rios gobiernos provinciales y especialmente por el de Santa Fe en rela-
ción con el fomento de la inmigración y radicación de colonos. Es de
destacar que, aunque en sus disposiciones no existían referencias espe-
cíficas al trabajo agrícola, sí se los menciona en conjunto con otras ac-
tividades para las que se quería contar con la participación extranjera.
Resultó asimismo un compendio del pensamiento sobre la materia y
auspiciaba una etapa diferente para el país, ya que se refería no sólo a
posibles soluciones sino a los fundamentos mismos para atraer la inmi-
gración. Preveía además la exención para los inmigrantes del temido
servicio militar, y garantizaba la libertad de creencias religiosas; fue pu-
blicado en la obra de Ignacio Núñez Noticias históricas, políticas y estadís-
ticas de las Provincias Unidas del Río de la Plata, editada por Ackerman en
Londres en 1825, tanto en español como en inglés, francés y alemán;
obra que, según dedujo Sergio Bagú a partir de la atención que le dedi-
cara John Beaumont, estaba cumpliendo en Europa una eficaz función
de propaganda de las ventajas de la pampa para los inmigrantes, consi-
deradas, por otra parte, por él, muy exageradas.61
Desde los periódicos oficialistas la prédica en pro de la inmigración
extranjera aparece en forma intermitente pero no por ello menos in-
tensa; por ejemplo, El Argos publicaba en abril de 1825 una ley de colo-
nización aprobada en México y, en un editorial de junio, al anunciar la
llegada de 50 familias escocesas para la colonia de San Pedro, evaluaba
los inconvenientes que hasta entonces habían debido afrontar los go-
biernos ante los proyectos inmigratorios para el aumento de población,
reconocidos sin embargo como “una de las mayores necesidades del
país”.62 Los planos de las colonias proyectadas por entonces son una
muestra elocuente de una voluntad muy clara por organizar el espacio
bajo pautas racionales, así como de fundar nuevas concepciones de uso
del espacio y de domesticación de una naturaleza cuya potencialidad
sólo podía ser útil en la medida en que era sometida.63

60 Gouchon, E. (1889); [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, pp. 650 y ss.


61 Bagú, S., “Estudio preliminar”, en Beaumont, J. A. B. (1957), p. 9. También
Gori, G. (1964), pp. 34 y ss
62 El Argos de Buenos Aires, nos 142, 23 de abril, y 155, 1 de junio de 1825.
63 Véase al respecto Aliata, F. (2006), pp. 81-2.
las formas de la colonización 219

Figura 17. Plano de una de las colonias inglesas del Río de la Plata dirigidas
por J. B. Beaumont. James Bevans, 1825. En Aliata, F. (2006), p. 81.

Entre otras medidas adicionales, el tratado de amistad y comercio fir-


mado por Rivadavia en Londres en 1825, y por el cual Inglaterra reco-
nocía la independencia de las provincias del Río de la Plata, ofrecía asi-
mismo la reafirmación de garantías para la radicación de súbditos
ingleses en ellas, como la libertad de cultos, la plena disposición de sus
propiedades, la exención del droit d’aubaine y del servicio militar.64 Estas
pautas marcarían las que luego habrían de aplicarse para fomentar la

64 República Argentina (1863), pp. 55 y ss.


220 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

inmigración en la segunda mitad del siglo XIX, a pesar de ciertas críti-


cas que veían en ellas un sistema de privilegios incompatible con las ga-
rantías de la Constitución.65 Comienzan así a gestarse los primeros pro-
yectos de colonización, encarados en su totalidad bajo la forma de
emprendimientos privados, ya que el apoyo estatal, aun cuando amplia-
mente publicitado y sancionado en reglamentos y leyes, estaría ausente
o pronto se retiraría. Ésa era una circunstancia absolutamente com-
prensible, ya que era de todo punto utópico pensar en que, en las preca-
rias condiciones de existencia de los noveles gobiernos de la época, ese
apoyo pudiera sostenerse largo tiempo. Es de advertir además que, por
efecto de la Ley de Enfiteusis, el gobierno no podía otorgar tierras pú-
blicas en propiedad; el fracaso de estos primeros proyectos obedeció sin
embargo a causas mucho más diversas.
Para mediados de la década de 1820 se vivía en Londres un auge del
mercado de capitales, con grandes y lucrativas inversiones en la bolsa.
El reconocimiento de la independencia argentina por parte de Inglate-
rra en 1825 favoreció aún más el optimismo respecto de los negocios en
el Río de la Plata. En una atmósfera de frenesí, comenzaron a organi-
zarse compañías mineras y de inmigración, y se hicieron fantásticos pla-
nes para instalar en Londres la costumbre de tomar mate, y para enviar
expertas muchachas inglesas a ordeñar vacas a las pampas.66 Los pro-
yectos de colonización tomaron la forma de compañías por acciones,
cuya suscripción, ampliamente publicitada, encontró muy pronto in-
teresados. Poco importaba que esos dueños de pequeños capitales no
hubieran oído hablar jamás del Río de la Plata, pues confiaron en el so-
noro y prometedor nombre de ese lejano país, así como en la honestidad
y prestigio de quienes dirigían las empresas.
Es de destacar también como otro factor favorable a la colonización
rioplatense la popularidad con la que contaron esos proyectos a causa
de la conciencia desarrollada en parte de la opinión pública inglesa so-
bre la necesidad de resolver, de algún modo, los problemas de pobreza,
desocupación y desigual distribución de la riqueza traídos sobre todo
a las grandes ciudades de ese país por efecto del naciente desarrollo

65 Uno de los más agudos críticos al respecto fue Mitre. Véase por ejemplo su
discurso de 1870 sobre la inmigración espontánea en Mitre, B. (1870),
incluido asimismo en Mitre, B. (1889).
66 Ferns, H. S. (1968).
las formas de la colonización 221

industrial. Esa difundida conciencia, compartida tanto por empresarios


como por intelectuales y aun por utopistas, derivó en diversos planes de
colonización de tierras a lo largo y ancho del mundo, terminados en
general en fracaso para el empresario, pero que posibilitaron el co-
mienzo de una nueva vida a muchos miles de personas. En 1826, Juan
Miller, miembro como hemos visto de la Comisión de Inmigración, es-
cribía, refiriéndose a las vastas soledades de la frontera bonaerense re-
cién ocupada: “Produce un sentimiento de tristeza involuntaria en el
corazón de un inglés, el contemplar aquellas fértiles regiones habitadas
principalmente por fieras y aves, cuando en su propio país abundan po-
bres industriosos que desean trabajar, y que se ven reducidos a la mise-
ria por falta de ocupación. Ningún hombre debe abandonar su país ín-
terin pueda encontrar en él un modo honrado de vivir; pero cuando
llega a la alternativa de perecer o robar, la emigración a terrenos pro-
porcionados en aquellos fértiles países será para ellos, para su patria y
para la América, una resolución favorable. El hombre sobrio e indus-
trioso llegaría en pocos años a gozar de una propiedad decente en tie-
rras y ganados, aunque hubiese llevado muy poco dinero.”67 Otro
agudo observador, John Miers, a pesar de no describir con colores favo-
rables la, a su juicio, primitiva y salvaje sociedad rioplatense, reconocía
sin embargo las ventajas de Buenos Aires y Entre Ríos para la instala-
ción de inmigrantes; agregando que, en el interior, un lugar ideal para
ello podría estar en los fértiles oasis cuyanos.68
Varios autores reconocen como la primera colonia agrícola argentina a
la fundada por John Barber Beaumont en San Pedro, en julio de 1825. De
cualquier manera, avanzaron algunos emprendimientos paralelos, por
ejemplo, la Comisión de Inmigración había ya habilitado habitaciones
transitorias para los inmigrantes en parte del antiguo convento de la Reco-
leta, el cual, junto con las instalaciones de la Chacarita de los Colegiales,
funcionaría como alojamiento durante unos diez años.69 Existieron asi-
mismo algunos otros intentos concretados por empresarios alemanes. En-
tre éstos llegó a funcionar el de Carlos Heine, quien elevó un plan al go-
bierno bonaerense para la radicación de colonos de ese origen. Los

67 Miller, G. (1829), t. I, p. 129. Sobre el crecimiento de la desigualdad en la


distribución de la riqueza en tiempos del inicio de su desarrollo industrial
véase Kuznets, S. (1966).
68 Miers, J. (1826), t. I, pp. 238-40.
69 Ochoa de Eguileor, J. y Valdés, E. (2000).
222 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

alemanes contaban con una reciente experiencia de colonización


agrícola en el sur del Brasil, aunque allí el gobierno imperial ofrecía
un marco mucho más sólido que los menesterosos Estados rioplaten-
ses para proyectos de esa clase. Aceptadas las condiciones y puestos
en marcha los trabajos respectivos, surgieron inconvenientes debido
al bloqueo brasileño del puerto de Buenos Aires; sin embargo, el 15
de mayo de 1826 llegaron finalmente 46 familias integradas por 163
personas, que fueron alojadas por el gobierno en la Chacarita de los
Colegiales; el 25 de septiembre del mismo año se fundaba allí el pue-
blo de Chorroarín, ofreciéndose los terrenos a familias inmigrantes,
pero diversas vicisitudes posteriores implicaron la dispersión de los
colonos.70
Otro lugar donde se concretó la formación de una colonia fue En-
tre Ríos. Bajo la razón social Rio de la Plata Agricultural Association se
conformó una compañía por acciones entre comerciantes y funcio-
narios, como Sebastián Lezica y Félix Castro, y capitalistas ingleses,
entre los que figuraban algunos nobles. La firma adquirió diversos
campos privados en Entre Ríos con el fin de instalar allí inmigrantes
ingleses, escoceses e irlandeses, situados en las cercanías de la Calera
de Barquín, en la vertiente oriental de la provincia, y en el actual de-
partamento de La Paz, en la occidental. El gobierno prometió apoyo
pecuniario para los pasajes de los colonos involucrados en el pro-
yecto, así como su alojamiento; los accionistas creyeron contar asi-
mismo con la asistencia de la legislatura local.71 En los hechos, nada
de ese prometido apoyo se concretó, y los cambios en la política en-
trerriana, con el predominio de quienes eran contrarios al gobierno
de Buenos Aires y a la colonización, determinaron que pronto la sim-
patía y los halagos se transformaran en abierta hostilidad. Se entien-
den mejor, así, las causas del fracaso, que, en términos de Beaumont,
se debió sobre todo a la mala fe de los funcionarios del gobierno ri-
vadaviano y a los robos de los agentes locales, mientras que otros au-
tores lo atribuyen a mala administración del propio Beaumont. De
cualquier modo, finalmente la amplia mayoría de los costos fueron
afrontados por la compañía, debiendo ser pasados a pérdida.72

70 Piccirilli, R. (1956); Prado y Rojas, A. (comp.) (1877-79), t. III, pp. 197-8.


71 Beaumont, J. A. B. (1957).
72 Ibid.
las formas de la colonización 223

Anteriormente, por ley del 2 de agosto de 1824 se había aprobado el


contrato entre el gobierno provincial y Pascual Costa, representante de la
Sociedad Entre Riana, formada además por otros capitalistas de Buenos Ai-
res. La sociedad se comprometía a comprar campos fiscales en suertes de
estancias de tres por tres leguas a precios que variaban desde 150 pesos
por suerte, sobre río navegable, 90 pesos en las distantes hasta cuatro le-
guas de él, y 60 pesos en las demás, obligándose asimismo a poblar esos
lotes en un plazo de dos años. La Sociedad entregó al gobierno tres mil
pesos y se hizo la mensura y la entrega de dos suertes; pero al avanzar en
las mediciones en los departamentos de Gualeguay y Concepción se pro-
dujo un grave movimiento opositor popular, en momentos en que el go-
bierno obligaba a los ocupantes de tierras a presentar títulos de ellas so
pena de considerarlas fiscales, lo que hubiera derivado en su expulsión.
La empresa finalmente fracasó, probablemente al igual que la autorizada
a don Juan de Almagro, quien logró el 15 de septiembre de 1825 que se
aceptara su propuesta de colonizar campos de su propiedad con familias
extranjeras, dándoseles a éstas el goce perpetuo de los derechos de ciuda-
danía de los nativos, y librándolas por diez años de contribuciones y cargas
fiscales, así como del servicio militar.73
En Buenos Aires hubo otros intentos de colonización escocesa. Gui-
llermo Parish Robertson y su hermano Juan solicitaron en 1824 terre-
nos en enfiteusis para construir en ellos una colonia; los lotes de los co-
lonos debían ser sin embargo entregados a perpetuidad. Si bien la
solicitud inicial preveía establecer la colonia en “los campos del sur de
la provincia”, la inseguridad y lejanía de los mercados decidieron a los
Robertson a instalar finalmente a los colonos en Monte Grande, en los
campos de Gibson, denominados más tarde de Santa Catalina. Fundada
con escoceses presbiterianos, la cohesión interna del grupo y el desarro-
llo de “marcas étnicas”, como la construcción de su iglesia y la instala-
ción de un pastor, posibilitaron durante un tiempo los avances del em-
prendimiento. Sin embargo, la crisis económica desatada ya a finales de
1825 a causa de la guerra con el Brasil, el bloqueo y la inflación, pusie-
ron en serias dificultades a la empresa, cuyos ingresos no podían cubrir
sus costos; además, los colonos sufrían una constante presión para em-
plearse fuera de la colonia como mano de obra en momentos en que

73 Ruiz Moreno, M. (1896/7), t. II, pp. 125-6; Reula, F. (1969-1971), t. I, pp.


228-9.
224 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

ésta escaseaba fuertemente, y durante la guerra civil de 1828-9 las tro-


pas federales la saquearon y destruyeron, utilizando la iglesia como
cuartel.74
A pesar de todo ello, hubo un nuevo intento de colonización en el
año 1828, promovido por el general John Thomond O’Brien, quien
quiso radicar colonos irlandeses. Sin embargo, este emprendimiento
tampoco prosperó, y con él se acercaron los intentos de organizar nú-
cleos de colonización extranjera en esta primera mitad del siglo XIX.

7. un intento de analizar las causas de su fracaso

Si bien buena parte de los emprendimientos de colonización encarados


en todo el mundo por empresarios británicos durante la etapa de auge
del mercado londinense que se cerró hacia 1827 terminaron sin cum-
plir sus objetivos, creemos que es posible ofrecer un análisis acerca de
las causas del fracaso de los llevados a cabo en el Río de la Plata. Con-
tamos para ello con la posibilidad de efectuar un análisis detallado de
la colonia escocesa de Monte Grande, uno de los casos mejor documen-
tados que existen.
La colonia de Monte Grande, situada donde luego se instalaría la Es-
cuela Práctica de Agricultura de Santa Catalina, fue fundada a unas
cinco o seis leguas, es decir, entre 25 y 30 kilómetros al sur de Buenos
Aires. El sitio contaba con alrededor de 6.500 hectáreas y una impor-
tante casa.75 Esta colonia nació bajo mejores auspicios que las anterio-
res; el general Miller la describía a principios de 1826 como situada en
un gran bosque de robles, fresnos, encinas y olmos, plantado hacía
unos diez años por un tal Mr. Barton, del cual se conserva todavía
buena parte, siendo el bosque artificial más antiguo del país. La colonia
contaba por entonces con unos cien individuos; el general acompañó al
reverendo Armstrong, que fue allí a bautizar doce o quince niños naci-
dos después de la llegada de los colonos. Se dio una gran comida bau-
tismal a la cual asistieron todos, “y una reunión más festiva rara vez

74 Dodds, J. (1897), pp. 60 y ss.; Ferns, H. S. (1968), pp. 149-50; Grierson, C.


(1925), pp. 65 y ss.
75 Grierson, C. (1925), pp. 36 y ss.
las formas de la colonización 225

pueda lograrse. Esta colonia va prosperando bajo todos los aspectos


(...) se halla actualmente a la inmediata superintendencia de Mr. John
Parish Robertson, cuyos talentos, conocimientos locales y disposición lo
califican para ser el Guillermo Penn de las Pampas”.76 Los Robertson
invirtieron 60.000 libras en la empresa, construyendo 31 casas de ladri-
llo y 47 ranchos, un molino, establos, graneros y una iglesia. En 1828 la
colonia contaba con 1.418 hectáreas cultivadas o destinadas al cultivo, y
más de 5.000 para pastoreo. Según Carlos Pellegrini, allí se iniciaron
importantes siembras de alfalfa.77

Figura 18. Edificio principal de la antigua colonia escocesa de Monte


Grande hacia 1878. En Grierson, C. (1925).

Contamos con un detalle de cuentas de ingresos y gastos de uno de los


colonos, miembro de la familia Grierson. El siguiente cuadro ofrece un
resumen.

76 Miller, G. (1829), t. II, p. 378.


77 Pellegrini, C. (1856), p. 76.
226 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Cuadro 12
Ingresos y gastos de una explotación tipo farmer en la colonia
Monte Grande, 1828 (en pesos papel, sin ajustar por inflación)

Debe Haber
Gastos de explotación
Salarios 5.996
Animales 2.704
Construcciones 264
Muebles y útiles 304
Transportes y acarreos 546
Trilla y molienda 137
Semillas y plantas 80
Impuestos 32
Gastos personales y varios
Gastos personales 3.235
Pagos en efectivo y cheques 400
Buena cuenta, ajustes y sin especificación 38
Subproductos ganaderos
Cueros 671
Astas 14
Sebo 635
Animales en pie 2.235
Manteca y queso 3.183
Carne 2.586
Subproductos agrícolas
Maíz 2.746
Harina 497
Heno 13
Varios
Leña 355
Pagos en efectivo y cheques 1.149
Salarios 14
Materiales de construcción 1.133
Diversos y sin detallar 608
13.736 15.839

Fuente: elaboración propia con datos transcriptos por Grierson, C. (1925),


pp. 45-55. Nota: Las cuentas corresponden al año calendario 1828; se han
corregido errores de suma, aunque la transcripción podría adolecer de erra-
tas no salvadas. La explotación es definida por Grierson como formando
parte de “un grupo de ocho estancieros (farmers)” (p. 43). En 1828, el peso
fuerte fluctuó entre 4,14 pesos papel (enero) y 2,30 (marzo y octubre), con
un promedio anual de 2,92. Álvarez, J. (1929), p. 99.
las formas de la colonización 227

Si bien se trata sólo de un ejemplo, resulta claramente ilustrativo del es-


quema de vida y producción de un gentleman farmer en las pampas. Por
lo que respecta a los ingresos, puede verse que los subproductos gana-
deros concentraban casi el 60% del total, circunstancia que puede atri-
buirse quizá a limitaciones de mercado y no sólo al propio plantea-
miento de la explotación. La diferencia con las explotaciones criollas
está dada sobre todo por un aprovechamiento al parecer más intensivo
del animal: se venden vacunos y cerdos en pie, carne, manteca y queso,
además de cueros, astas y sebo.
La producción intensiva y diversificada propia de una granja de tipo
europeo, ligada a una gran inversión en trabajo, se veía de todos modos
limitada por las condiciones productivas locales, en las que el gasto en
contratación de mano de obra resultaba considerable en función de los
altos salarios existentes. Es decir, el aumento de la dimensión operativa
de la explotación, con la incorporación de rubros más variados, impli-
caba también el necesario aumento en la inversión, tanto en capital
como en trabajo; si este último no podía ser provisto por la propia fami-
lia, las onerosas condiciones de contratación podían poner muy pronto
fuera de mercado a esas granjas con respecto a sus similares criollas,
más ligadas a unos pocos rubros de mejor venta y con gastos operativos
y personales mucho menores.
Es justamente en los gastos donde más resaltan las diferencias. El in-
tento de reproducir pautas de vida comunitarias y sociales del lugar de
origen resulta evidente en el desagregado de los gastos personales: co-
legio con sistema de internado para los niños, viajes regulares a la ciu-
dad, ropas, zapatos y alimentos de alguna sofisticación. El costo de man-
tener los frutos de una buena cultura intelectual y de un modo de vida
europeo resultaba de ese modo también demasiado alto, en esencia
porque pagar los imprescindibles sirvientes y servicios derivaba en más
gastos sustantivos en salarios.
No parece entonces que en una explotación de colonos como ésta se
pudiera aprovechar consistentemente la diferencia de productividad que
debió de haberla caracterizado con respecto a su entorno criollo, si admi-
timos que la incorporación de mejoras técnicas, organización más efi-
ciente y maquinarias simples debieron de constituir elementos sustanti-
vos de esa disparidad. Por el contrario, parecería que existieron
limitaciones bastante fuertes a la rentabilidad de estas empresas agrarias:
aunque no contamos con inventario, las ganancias no parecen haber sido
228 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

muy altas. Esas limitaciones obedecían en buena medida tanto al ingreso


en un amplio abanico de rubros, para los cuales había que prever una in-
versión mayor, y dispersar un costoso capital en emprendimientos que a
veces fracasaban, como a lo atinente a los gastos, que incluían el sostén
de un nivel de vida poco acorde con el medio. Por otra parte, es dudoso
que la incorporación de mejoras técnicas pudiera, en esos años, estable-
cer una diferencia de productividad demasiado grande. No existían toda-
vía maquinarias de envergadura y eficiencia realmente significativas, y las
que existían para aplicar a los procesos productivos, por otra parte, de-
bían necesariamente ser adaptadas al ambiente, las condiciones, la dispo-
nibilidad de repuestos y técnicos, y aun a las pautas agrícolas locales, para
poder resultar de utilidad. Recién en las colonias santafesinas fundadas a
partir de la década de 1850 comenzaron a introducirse maquinarias mo-
dernas cuyo aporte realmente contribuyó a solucionar eficazmente algu-
nos cuellos de botella de la producción agrícola. El ejemplo más consis-
tente es el de las segadoras, cuya incorporación al proceso de cosecha
redujo al menos el 40% la utilización de mano de obra en el cultivo del
trigo entre 1850 y 1870.78
Parecen entonces haber existido razones más estructurales que la cri-
sis económica o los destrozos de los gauchos para impedir que esta co-
lonia prosperase. Entre otras cosas, a pesar de su vasta y antigua expe-
riencia en el conocimiento del país y de sus complejas peculiaridades,
los empresarios que la promovieron no habían sido capaces de calcular
las múltiples complicaciones inherentes a un proyecto de esas caracte-
rísticas, dificultades no sólo económicas sino también culturales y socia-
les. En Europa, las instituciones e infraestructura de las que gozaban los
productores en cualquier comunidad más o menos comparable en di-
mensión con ésta habían ido siendo construidos a lo largo de los siglos,
amortizándose por ende su costo en un amplio período; en la pampa
era menester crearlo todo de la nada y en pocos meses, para lo cual re-
sultaba imperioso contar con un capital considerable, y estar dispuesto
a resignar sus utilidades durante mucho tiempo, o se debía cargar a los
colonos con esos gastos, lo que habría de redundar en dificultades para
su afianzamiento.
Estos fracasos sucesivos fueron mostrando con claridad a los empre-
sarios que el proceso de valorización de la tierra mediante el cambio

78 Al respecto Frank, R. (1970), pp. 5-7; Frank, R. (1994).


las formas de la colonización 229

cualitativo provocado por la colonización agrícola no podría nunca lo-


grarse tan sólo limitándose a favorecer, mediante inocuas leyes benignas
y pasajes subsidiados, una adecuada complementación de la sobreoferta
de determinados factores productivos a ambos lados del Atlántico (tierras
en el Río de la Plata, mano de obra en Europa), a efectos de compensar
la escasez inversa de éstos. Por el contrario, era necesario un cambio de
magnitud en las condiciones operativas, en la vigencia efectiva de las
instituciones y de las leyes, en la consolidación de los gobiernos, en la
receptividad social del fenómeno inmigratorio en el ámbito local, en el
grado de compromiso con él por parte de los grupos dirigentes, en el
cálculo de costos y recursos, e incluso en las condiciones de demanda
de la mano de obra rural, asociada por entonces a fuertes ciclos estacio-
nales durante los cuales la presión de agentes interesados en el trabajo
de los colonos era una tentación demasiado fuerte (y conveniente)
como para que éstos pudieran resistirla, abandonando las tareas, las
deudas contraídas y los contratos a los que se habían ligado.
Por otra parte, la oposición de los pobladores locales a los colonos
extranjeros, fenómeno del cual se encuentran en el Entre Ríos de esos
años los más singulares y persistentes ejemplos, no debe ser tomada
como algo tan sólo concerniente a los caudillos que dirimían espacios
de poder; por el contrario, mientras que a esos pobladores locales se les
exigían servicios militares por la esporádica situación de guerra, que de-
bían cumplir a veces abandonando sus rebaños, sus familias y sus inte-
reses, era lógicamente chocante que existiera la posibilidad de instala-
ción de extranjeros exentos de ese servicio, que contaban con todas las
ventajas (al menos a los ojos de los pobladores que debían partir) como
para poder apropiarse del ganado que sus dueños ausentes no podían
cuidar, o cuya producción agrícola habría de competir deslealmente
con la de quienes no contaban con posibilidades de hacerse cargo de
tareas de siembra o cosecha.79 Además, mientras la ocupación sin títu-
los era un fenómeno fuertemente extendido entre los pastores y labra-
dores criollos, los colonos se instalaban cómodamente en tierras que al-
gunos capitalistas porteños habían comprado a precio sin dudas muy
bajo a fiscos exhaustos, manejados por otra parte por gobiernos siem-
pre sospechados de complicidad, y que obtenían títulos perfectos luego

79 Véanse detalles de la rebelión entrerriana contra los proyectos colonizadores


en Chianelli, T. D. (1980), pp. 44 a 65.
230 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

de aportar pagos quizá no muy significativos durante algunos años. La


animadversión de la población criolla contra los para ellos incompren-
sibles privilegios que se otorgaban a los extranjeros continuaría vigente
largo tiempo en las provincias; en 1855, los proyectos iniciales de Aarón
Castellanos para poblar de colonias el Chaco santafesino chocaron con
esa sorda oposición; en palabras atribuidas por aquél a Nicasio Oroño,
“en Santa Fe se levantó una grita entre el paisanaje de que ¿cómo era
eso de que a los extranjeros se les iban a dar tantas cosas, y a ellos que
habían servido a la patria tantos años nada se les daba?”.80
Así, no era posible que la colonización agrícola con extranjeros pros-
perara en provincias vapuleadas por la guerra como las del litoral, o
que habían encontrado en la ganadería, como ocurría en Buenos Aires,
una actividad más adaptada a un contexto de incertidumbre econó-
mica, inestabilidad institucional y lejanía de los centros de consumo y
de comercialización. Planteados como un mero trasplante de comuni-
dades europeas de trabajo intensivo, ese trasplante debía tener en
cuenta elementos como la necesidad de dotar a esas comunidades de
una infraestructura suficiente para actividades sociales, ya no sólo eco-
nómicas. Por lo demás, ese trasplante de actividades muy intensivas en
trabajo a un sitio donde justamente el trabajo era un bien notable-
mente escaso y de alto precio, llevaba todas las de perder en su confron-
tación con la economía real: a la inversa de lo que se intentará luego en
Santa Fe, los fracasados proyectos de los años 1820 no estaban situados
en áreas de frontera, sino en zonas de antigua ocupación, y por tanto
convivían codo a codo con explotaciones criollas de muy distinta pro-
ductividad pero con una inserción en la economía mercantil mucho
más concreta y afianzada, sobre todo a través de la más rentable gana-
dería vacuna. La dimensión de los mercados locales a los que la produc-
ción agrícola intensiva de esas colonias debía dirigirse era todavía muy
poco significativa; no había por tanto posibilidades de impedir que,
ante el súbito aumento de la oferta, muchos rubros de consumo perdie-
ran parte sustancial de sus precios. Jaqueadas no sólo por la inestabilidad
política sino por la imposibilidad económica, era bastante utópico pensar
que esas colonias pudieran sostenerse. No resulta extraño, de ese modo,
que luego de la llegada de Rosas al poder, el 20 de agosto de 1830,
fuera declarada extinguida la Comisión de Inmigración creada cinco

80 Castellanos, A. (1877), p. 26. Sobre el tema véase Alvarez, J. (1910), pp. 362-4.
las formas de la colonización 231

años antes y que el propio Rosas había integrado, con lo que se puso
por el momento un simbólico fin a los proyectos de cambio social a tra-
vés de la colonización agrícola con extranjeros, que deberían esperar
varias décadas para volver a intentar concretarse.81

8. la evolución de la colonización criolla en el segundo cuarto


del siglo xix

Si bien hemos reseñado los proyectos e intentos de colonización extran-


jera emprendidos a partir del apoyo e iniciativa de algunos miembros
de la élite porteña, existieron otros emprendimientos de índole similar
destinados a atraer y fijar migrantes locales, tanto en Buenos Aires
como en otras provincias, en general todos ellos a mucho menor escala
y bastante menos conocidos. En Santa Fe, a instancias de la circular que
en febrero de 1814 el director supremo Posadas envió a las provincias
para la presentación de proyectos tendientes al desarrollo de la agricul-
tura en ellas, el teniente cura de Rosario, don Tomás Javier de Gomen-
soro, elevó un plan de fomento agrícola a través de una “Junta de Ami-
gos del País” que él reuniría.82 Asimismo, Pedro Moreno envió otro
plan, más concreto y amplio, en el cual se analizaban las causas del re-
traso agrícola en el área, proponiendo fijar tierras para labranza en un
espacio de tres cuartos de legua sobre el Paraná, y dividir esa superficie
en chacras de cuatro cuadras cuadradas, obligando a los propietarios a
vender cuanto excediese de tales dimensiones. El director Posadas
aprobó el plan con algunas modificaciones, estableciendo a la vez exen-
ciones impositivas a quienes pusieran en producción agrícola esos lotes,
pero esas medidas quedaron prácticamente sin efecto a causa de los
subsiguientes problemas políticos.83
En 1826, algo aquietadas esas aguas, una sociedad se presentó al go-
bierno provincial solicitando ayuda para un gran emprendimiento agrí-
cola; ese mismo año, el juez pedáneo del Rosario, Juan Antonio Esquivel,

81 Díaz, B. (1960); los miembros de la Comisión de Inmigración de 1824 en


Alsina, J. (1910), p. 146.
82 Molinas, F. (1910), pp. 27-8.
83 Álvarez, J. (1943), pp. 230-233.
232 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

enviaba a la Junta de Representantes un reglamento elaborado por los


labradores de su jurisdicción para el buen orden de las chacras y de-
fensa de las sementeras, que fue aprobado, y que obligaba a los dueños
de animales a evitar perjuicios a los terrenos de labranza, estuvieran o
no cercados, debiéndose abonar los daños.84 No parecen haber sido da-
das a luz constancias acerca de los efectos prácticos de esos emprendi-
mientos. En las décadas siguientes, aun cuando no hubiera en esa pro-
vincia avances sustantivos sobre la línea de fronteras, las autoridades
intentarían fundar pueblos en las zonas ya ocupadas a fin de consolidar-
las; así, fueron fundados por el gobierno provincial los pueblos de San
José del Rincón en 1824 y Cayastacito en 1845, y por el pionero José
Aragón, los de Barrancas (1820) y Puerto Aragón (1842).85 Estas y otras
iniciativas estaban por otra parte explícitamente orientadas a favorecer
la instalación de labradores; San José del Rincón fue creado como dis-
trito agrícola, y el general Estanislao López acordó por otra parte ayudas
a una sociedad particular que se proponía fundar un centro agrícola al sur
de la ciudad capital, pero la empresa no prosperó.86
En Entre Ríos, por otra parte, si bien no existía ya frontera indígena, ha-
bía sin embargo todavía áreas muy precariamente pobladas, sobre las que,
durante la primera mitad del siglo XIX, se registraron avances concretos.
El progreso de la ocupación queda pautado con la creación de pueblos,
sobre todo en el noreste de la provincia, donde se fundaron Mandisoví
(1810), Concordia (1831) y Federación (1845); en el centro de ésta, con
la fundación de Villaguay (1821); en el noroeste, con la de La Paz (1835),
y en el suroeste, con Victoria (1810) y Diamante (1836).87 Paralelamente,
se dictaron algunas disposiciones a fin de reglar el régimen de la tierra y
ordenar las tenencias. El 23 de octubre de 1823, el gobernador Lucio
Mansilla emitió un llamamiento a todos los que habían debido emigrar
por las anteriores guerras civiles, quienes tendrían que repoblar sus tierras
abandonadas o venderlas para que éstas pasaran al fisco, el que a su vez las
repartiría en suertes de estancias de dos por tres leguas y de chacras de
doce cuadras cuadradas. Esta medida beneficiaba en realidad tan sólo a los
emigrados de simpatías porteñistas, porque persistieron las prohibiciones

84 Cervera, M. (1907), t. II, pp. 968-9.


85 Fernández, A. R. (1896), pp. 155; 231; 294; 304.
86 Molinas, F. (1910), p. 29.
87 Ruiz Moreno, M. (1896-1897), t. II, p. 15 y ss.
las formas de la colonización 233

sobre quienes habían estado ligados a la administración de Francisco


Ramírez. Posteriormente, el 27 de septiembre de 1824, se dispuso que
todo poseedor u ocupante de campo debería presentar los documentos
que atestiguaran su posesión en el término preciso de noventa días, o,
de no tenerlos, acudir al gobierno para que esa tierra fuera delimitada.
Como hemos visto, estas y otras medidas, dictadas por un gobierno
proclive al de Buenos Aires, fueron muy resistidas por la población, aun
cuando gracias a ellas algunos grandes terratenientes porteños de tiem-
pos coloniales que habían perdido sus tierras en las guerras pudieran
venderlas al Estado provincial o canjearlas por otras.88 Por el contrario,
los personajes de arraigo local y muchos pastores y labradores de me-
dianos o escasos recursos, que desde antes de 1810 sostenían con esos
grandes terratenientes conflictos por linderos, se habían aprovechado
de la confusión de tiempos revolucionarios para posesionarse de tierras
y ganado de aquéllos, con lo que se hallaban ante la presión por desocu-
parlas y quizá perder sus animales. La oposición política fue finalmente
creciendo, hasta finalizar con la expulsión del gobierno proclive a Bue-
nos Aires. Posteriormente, los intrusos continuaron siendo tolerados e
incluso favorecidos por las autoridades provinciales, embarcadas en
guerras intermitentes que les imponían la necesidad de hacerlo como
moneda de cambio para contar con soldados fieles y sufridos.89
En Córdoba se establecieron asimismo medidas tendientes al orde-
namiento fundiario y al fomento de las poblaciones de frontera, y es
interesante notar su persistencia, ya que éstas comenzaron bajo la ad-
ministración del general José María Paz, unitario, y continuaron por
sus sucesores y rivales políticos, federales. Un reglamento aprobado el
8 de mayo de 1827 establecía que los terrenos poseídos a título preca-
rio serían considerados realengos, debiendo ser comprados, mientras
que los respaldados por contrato enfitéutico debían ser redimidos en
un plazo de un mes, so pena de fuertes multas. Posteriormente se
afectaron al pago de deudas los terrenos fiscales, y el 7 de octubre de
1829 se reafirmaba que esos terrenos no podían venderse hasta la ex-
tinción de la deuda, pudiéndose en cambio darlos en arrendamiento.
Asimismo se determinaba que las mejoras hechas en ellos serían avalua-
das al tiempo de su venta, quedando su valor en favor del arrendatario y

88 Véase al respecto Pérez Colman, C. B. (1936/7), t. III, pp. 295 y ss.


89 Schmit, R. (2004).
234 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

no del Estado. Por ley del 1º de septiembre de 1830 se acordaron pri-


vilegios a pobladores de áreas de frontera, que incluían la exención
de pago de impuestos ordinarios y extraordinarios, y el servicio mili-
tar únicamente en su área, definiéndose a la vez a esos pobladores
como quienes tuvieran casa, residencia y haciendas hasta una distan-
cia de diez leguas en torno al fuerte.90 Otras disposiciones de agosto
y diciembre de 1830 autorizaban al gobierno provincial a ceder el uso
de tierras a título gratuito a quienes las poblaran, y obligaban a los
particulares a arrendarlas en su propio beneficio. El 16 de agosto de
1842, ya bajo una administración federal, se acordaron privilegios,
adicionales a los usualmente otorgados a pobladores de frontera, a
quienes fueran a avecindarse a la población de Achiras; se establecie-
ron además exenciones impositivas a los comerciantes. Por último,
existieron incluso subsidios en dinero a los vecinos de los departa-
mentos de las fronteras sud, este y norte de la provincia, que cesaron
el 10 de mayo de 1852.91 Bajo el gobierno de Juan Bautista Bustos se
repobló el pueblo de Soto y se creó la villa de San Juan Bautista, actual
Ballesteros Sur en el departamento de Unión, adjudicándose lotes a
colonos.92
Entretanto, numerosa inmigración criolla espontánea continuó
asentándose en los territorios de frontera en la provincia de Buenos
Aires. Esa migración espontánea fue apoyada por las autoridades con
medidas legales, como el decreto ofreciendo terrenos dictado el 19
de septiembre de 1829, durante la administración de Viamonte.93 Es
sumamente interesante destacar que en su artículo 1º se indica que
esa disposición estaba dirigida a “los vecinos de la campaña, hijos de
la provincia, y los avecindados en ella, naturales de la república”, es
decir que se excluía explícitamente a los extranjeros, con lo cual se
pautaba una diferenciación muy clara con los proyectos destinados a
favorecer la instalación de inmigrantes encarados en tiempos de Ri-
vadavia.94 Los repartos de tierras reglados en ese decreto tuvieron
aplicación concreta en el poblamiento de Azul, que analizaremos

90 Es decir, se reeditaban las viejas ordenanzas del servicio de milicias prestado


por los “vecinos”. Véase Cansanello, O. (1995).
91 [Samper, S. y Funes, S.] (1888), t. I, pp. 39; 64; 78; 96-7; 156 y 227.
92 Ferrero, R. (1978), pp. 39 y ss.
93 [Angelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, pp. 985 y ss.
94 Molinas, F. T. (1910), p. 30.
las formas de la colonización 235

con algo de detalle porque constituye el caso más relevante de política


colonizadora encarada en tiempos de Rosas. 95
La fundación del fuerte y pueblo de “San Serapio Mártir del Arroyo
Azul” fue efectuada hacia fines de 1832 por parte de una expedición al
mando de Pedro Burgos, compadre y amigo de Rosas, con el objetivo
de asegurar la frontera mediante la instalación de pobladores que, por
los considerandos del decreto de Viamonte, serían eximidos de servir
militarmente en otros sitios. En el área se encontraban, además, algu-
nas tribus de indios amigos, que fueron concentradas allí para consti-
tuir asimismo un centro de defensa. La población criolla del lugar au-
mentó rápidamente, a una tasa del 5,47% anual entre 1838 y 1854,
favorecida por los desplazamientos de migrantes desde sitios relativa-
mente cercanos. El gobierno estableció repartos de suertes de estancia,
las cuales se plantearon con una extensión de media legua de frente
por legua y media de fondo, es decir unas 2,025 hectáreas, superficie
que por entonces y en esos lugares podía suplir apenas las necesidades de
una familia típica de pastores y labradores.96 Para obtener los títulos
de propiedad los pobladores debían cumplir con una serie de condicio-
nes, entre ellas poblar la suerte con su familia o personas de faena, te-
ner allí al cabo de un año posesiones por montos no menores al de cien
cabezas de ganado vacuno o su equivalente en caballos o en capital
agrícola, construir un rancho de paja y un pozo de balde, entre otras.97
Los otorgamientos, así como la delimitación y ubicación de los terrenos
y las concesiones de los títulos de propiedad, estarían a cargo del co-
mandante general de la Campaña, que en ese entonces era Juan Manuel
de Rosas. Asimismo, el gobierno dictaminó que los títulos de propiedad
serían extendidos una vez que los pobladores presentasen un docu-
mento concedido por el comandante, en el que constara el correcto
cumplimiento de las condiciones impuestas y, asimismo, que los pobla-
dores podrían disponer de sus terrenos con libertad luego de diez años de
haberlos poblado.98
Sin embargo, aun luego de la caída de Rosas muy pocos títulos se
habían otorgado. En 1859 un informe oficial indicaba que, de 309

95 Al respecto seguimos a Lanteri, M. S. (2002), pp. 11-42.


96 Véase Garavaglia, J. C. (1999a), pp. 146 y ss; 153-4.
97 Detalladas en el decreto, [Ángelis, P. de (comp.)] (1836), t. II, pp. 985 y ss.
98 Lanteri, M. S. (2002), pp. 11-42.
236 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

donatarios, sólo tres habían conseguido escriturar efectivamente sus


suertes de estancia durante el período rosista: Mariano Lara y Juan y
Prudencio Rosas, estos dos últimos parientes muy cercanos del gober-
nador. El informante, el sargento mayor Juan Cornell, indica entre las
razones de ello la ausencia de planificación del área para la distribución
y ubicación de las suertes y la falta de deslindes, dado que las medicio-
nes habían sido hechas por los alcaldes y vecinos, sin intervención pro-
fesional, lo cual no había impedido la activación de traspasos y cesiones
entre los donatarios originales y otros interesados, en una situación que
replica en gran medida la de las fundaciones de frontera de época bor-
bónica.99 María Sol Lanteri, que analizó detalladamente el caso, destaca
el hecho de que, aun cuando en las cercanías existían muy grandes es-
tancias, sólo dos personas habían recibido tierras mediante el sistema
de “premios”, forma tradicionalmente considerada por la historiografía
como la vía principal utilizada por el gobierno para beneficiar a sus par-
tidarios.100 Por el contrario, este tipo de adjudicaciones parece haber
sido en realidad muy poco importante y, más interesante aún, sólo unos
pocos receptores de premios lograron obtener sus títulos, cosa que se
repite en lo que respecta a otras entregas de tierras durante el período
rosista, fenómeno destacado para toda la provincia por Marta Valencia
en un trabajo reciente.101 Por otro lado, para Lanteri los donatarios de
Azul parecen haber sido fundamentalmente pequeños y medianos pro-
pietarios, con más de la mitad de ellos poseyendo, en 1839, un capital
menor a quince mil pesos cada uno, cifra que, según los estudios de
Jorge Gelman y Daniel Santilli, correspondería al capital de un pastor me-
dio, que podía vivir de su ganado e incluso acumular.102 Apuntemos aquí
que, según lo ha sugerido Ricardo Salvatore, era justamente entre esos
sectores de propietarios medios de la campaña donde se encontraban los
más fuertes apoyos al régimen de Rosas.103
En síntesis, todo parece indicar que, retomando y en cierto modo
reinventando la práctica de tiempos tardocoloniales, el régimen rosista
otorgó un papel importante a las autoridades locales en el reparto de

99 Djenderedjian, J. (2003a), pp. 166 y ss.


100 Lanteri, M. S. (2002). Un interesante análisis del sistema de premios en
Infesta, M. E. y Valencia, M. E. (1987).
101 Valencia, M. (2005), pp. 15-44.
102 Gelman, J. y Santilli, D. (2003, 2006).
103 Salvatore, R, (1998), pp. 189 y ss.
las formas de la colonización 237

tierras, y mantuvo en la indefinición jurídica los derechos de los dona-


tarios como medio de presión sobre ellos, en tiempos en que los enemi-
gos políticos eran sujetos a la confiscación, y a efectos de conservar tam-
bién elementos que asegurasen la fidelidad y obediencia a sus órdenes.
Si bien no podemos dar crédito a la opinión posterior de Nicolás Ave-
llaneda, para quien a partir de 1828 desaparece todo plan en el reparto
de tierras, sí existieron, como vimos, modificaciones de importancia en
el planeamiento de éstas.104
De esta forma, no sólo no hubo acuerdo político acerca del fomento a
la inmigración extranjera sino que, además, ni los medios ni las condicio-
nes existentes posibilitaron la sustentabilidad de proyectos colonizadores
que la involucraran. Éstos terminaron siendo finalmente vistos cada vez
más como emprendimientos, en todo caso, de algunos miembros de una
sola facción ideológica, la de los unitarios, de la cual los federales trata-
ron de diferenciarse en función de sus vínculos con la plebe urbana y ru-
ral, que podía ver como una discriminación agraviante esos intentos de
favorecer a inmigrantes extranjeros. No sólo por la circunstancia de supo-
ner en ellos mejores condiciones morales que en la población local; sino
porque esa política de fomento a la instalación de extranjeros constituía
un ataque demasiado directo a las antiguas tradiciones aún en vigor en la
campaña, por las cuales el constituirse en “vecino” o “avecindado” por
medio de la sanción de la población existente era condición previa al uso
de los recursos y, por ende, a la obtención de tierras.
Se explica así el carácter del decreto de reparto de tierras dictado du-
rante la gobernación de Viamonte, con su manifiesta apelación a los “ve-
cinos” y “avecindados”, “naturales de la república”, que ya hemos citado.
Es altamente sugestivo que ese decreto fuera dictado durante un go-
bierno que era fruto de la transacción entre los caudillos de ambos parti-
dos, Lavalle y Rosas, y no una administración netamente federal, lo que
podría en cierta forma exteriorizar que la opinión pública se inclinaba
por reconocer el fracaso de los intentos de colonización intentados pre-
viamente. Pero esa circunstancia, más allá de los resultados momentá-
neos de la lucha política, nos indica que el fuerte peso de aquellas tradi-
ciones ligadas a la pertenencia a las comunidades locales para ejercer
derechos a la tierra era aún demasiado importante como para pasarlo
por alto, al menos en la forma en que lo habían hecho los rivadavianos.

104 Avellaneda, N. (1865).


238 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Entonces, no bastaba simplemente con que los recursos económicos


para la instalación de inmigrantes extranjeros fueran provistos por una
empresa, a falta de la acción estatal; era también necesario un medio
capaz de lograr que esos inmigrantes prosperaran, y un apoyo social y
político concreto y continuado a lo largo del tiempo, o cuando menos
una tolerancia razonable a la acción privada. Asimismo, la situación de
guerra y la escasez de brazos conspiraban fuertemente contra la estabi-
lidad de los colonos y contra la posibilidad de que éstos cancelaran a
plazos la deuda que habían contraído con quienes habían pagado sus
pasajes y gastos de instalación. La conflictividad política irrumpió bru-
talmente en esos proyectos frustrados; entre las múltiples críticas de Be-
aumont figuraba la de que funcionarios del gobierno trataban de en-
ganchar a los colonos como soldados, y el general Miller recordaba que
muchos de ellos participaron en la flota de Brown que luchó contra el
imperio del Brasil; en 1828 incluso se criticaba a los unitarios por haber
hecho participar en elecciones a inmigrantes extranjeros que no conta-
ban con derechos de ciudadanía, lo que, a los ojos de la plebe criolla,
los constituía en un odioso instrumento político, factor que hubo de
acrecentar la mala fama de los proyectos colonizadores entre aquélla.105
El cuidado con que se había tratado de evitar que los colonos desem-
barcaran en Buenos Aires, para impedir que fueran ganados por las
atracciones de la ciudad y los altos salarios que allí se pagaban, no fue
a la postre un impedimento para que muchos de ellos cancelaran sus
contratos y se integraran a la economía productiva fuera de las colonias.
En fin, todavía era muy conveniente desarrollar producciones extensivas,
como la ganadería tradicional, dado que la productividad del trabajo en
ellas era mayor que en la agricultura, limitada por la falta de medios de
transporte y los todavía poco amplios mercados locales de consumo. Si
los intentos de colonización agrícola buscaron revertir esos factores, su
falibilidad demuestra que aún, al menos en la escala en que fueron em-
prendidos, no podían constituir competencia seria a la atracción que
ejercía la producción ganadera para la mano de obra disponible. No
existían tampoco los suficientes conocimientos técnicos como para ex-
pandir sustentablemente la oferta de actividades agrícolas intensivas en
mano de obra, lo que por otra parte hubiera resultado absurdo en mo-
mentos en que ni siquiera se había terminado de ajustar la imprescindible

105 Artículo “Elecciones” en el periódico El Correo Político, nº 143 y ss., 1828.


las formas de la colonización 239

base técnica para una expansión sostenible de la más rentable, fácil y


adecuada ganadería vacuna sobre esas áreas nuevas, y en los que recién
comenzaba el proceso de incorporación de mejoras en torno al lanar,
altamente demandante de trabajo calificado, cuya provisión por inmi-
grantes resultaba crucial en una época de escasez por efecto de levas y
guerras.
En las provincias, por otra parte, será recién en las décadas de 1850 y
1860, a partir de la expansión de las fronteras y la organización de los ca-
tastros, cuando cambien las condiciones de ocupación y puesta en valor
de la tierra: esos hitos marcarían la posibilidad de contar con elementos
fundamentales para la instalación de inmigrantes, como la seguridad física
y el respeto a los derechos de propiedad. No es casual también que sea a
partir de entonces que los empresarios privados comiencen a ver, con
perspectivas más certeras, que la colonización podía ser un buen negocio
y un expediente para aumentar el valor de la tierra. Entonces, durante el
resto de la primera mitad del siglo XIX continuará predominando la ocu-
pación de tierras por desplazamiento de poblaciones locales, en términos
bastante similares a los experimentados durante el dominio hispánico, y
será preciso que emerjan nuevas condiciones económicas y sociales en un
largo y doloroso proceso que llevará todavía varias décadas hasta que se lo-
gre un cambio de mentalidad y sobre todo de posibilidades respecto de la
colonización agraria con extranjeros.

9. los cambios a partir de la década de 1840

Sin dudas, el período de bonanza económica de la década de 1840, y la


relativa paz que caracteriza su último tramo, fueron posibilitando la
apertura de un nuevo campo a los proyectos de colonización y fomento
agrícola. Como veremos en el capítulo V, en estos años comienzan a in-
corporarse ciertos avances técnicos, y existen diversos testimonios aisla-
dos acerca de la importancia que ciertos actores de la época otorgaban
al desarrollo agrícola. El gobernador entrerriano Urquiza pudo imple-
mentar, hacia esos años, una serie de medidas al respecto que sus apo-
logistas han rescatado minuciosamente.106 Sin embargo, esos trabajos

106 Por ejemplo Bosch, B. (1963).


240 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

históricos no parecen haber captado que el factor principal en esas me-


didas de fomento agrícola no radicaba en un intento concreto y orgá-
nico de cambio productivo y social, sino más que nada en objetivos ante
todo estratégicos, al viejo estilo de la política tradicional de fronteras:
uno de esos objetivos, por ejemplo, era eliminar la esporádica llegada
de harinas y trigos desde otras provincias o incluso del exterior, que en
caso de conflicto implicaría una temida carestía de alimentos. Sin em-
bargo, en realidad esa llegada de productos del exterior no era sino
fruto, por otra parte bastante lógico, de una economía provincial cada
vez más próspera justamente por su apertura al mundo exterior: la dé-
cada de 1840 estuvo marcada por un acelerado crecimiento económico
con base en las exportaciones de origen ganadero, las cuales fueron
crecientemente canalizadas desde puertos provinciales, con lo cual se
evitaban los onerosos costos de intermediación del puerto de Buenos
Aires. Ese fenómeno debió implicar necesariamente una contrapartida
en la llegada de bienes de consumo importados y en su difusión en el
ámbito rural, cosa que ha sido destacada con respecto a la campaña
bonaerense de esos mismos años.107
Son justamente los cambios acarreados por ese acelerado creci-
miento de la década de 1840 los que fueron fraguando la percepción,
entre algunos de los actores de la época, de que las cosas debían y po-
dían adoptar otro rumbo, y que en él la inmigración y la colonización
podían tener un papel muy destacado como medios de dar valor a la
tierra y lograr expandir la economía y la población. Se retomaban así al-
gunas de las viejas líneas directrices del pensamiento ilustrado de fines
del siglo XVIII y de la intelectualidad liberal del período rivadaviano,
pero en un contexto que por primera vez podía ofrecer posibilidades
concretas de realización. Los caudillos que sin dudas habían visto en
esos experimentos de la década de 1820 cuando menos intentos dema-
siado prematuros, comenzaban ahora a aceptar que era momento de
cambios y que entonces podían ser llevados a cabo con instrumentos si-
milares a los que antaño habían fracasado. Por supuesto que la difusión
de ese convencimiento fue un proceso lento y complejo, pero al menos
en las provincias litorales hacia inicios de la década de 1850 parece haber
llegado a ser un componente aceptado de la política.

107 Véase al respecto, entre otros, Mayo, C. (2003). Sobre el comercio entre-
rriano en la década de 1840, Schmit, R. (2005).
las formas de la colonización 241

Entre los emigrados, la organización futura del país pasaba también


por la atención que prestaban a los pasos dados por naciones vecinas, me-
nos sacudidas por las disensiones internas o que por lo menos habían po-
dido remontarlas mejor. Uno de los más lúcidos de esos intelectuales,
Juan María Gutiérrez, habría de ser, después de Caseros, ministro de la
Confederación, y un apoyo e interlocutor de Aarón Castellanos, el em-
presario fundador de la primera colonia santafesina, Esperanza, en 1856.
Gutiérrez había visitado en 1845 las colonias alemanas de la provincia de
Río Grande del Sur en Brasil; su informe, publicado el año siguiente en
la Biblioteca del Comercio del Plata, es bastante más que un simple relato de
viajero. La prolija descripción de los rápidos adelantos de los colonos, del
orden, limpieza y prosperidad que reinaba en su pueblo, constituyeron
un insumo no despreciable para quienes comenzaban por entonces a
pensar en replicar esos intentos en las llanuras del Plata: “Un patio lim-
pio, una plantación de naranjos y un enjambre de niños son cosas que no
faltan en casa alguna de la colonia. Muchas hay que tienen rosales, árbo-
les de lima y otras plantas de adorno y recreo. Crían gallinas y puercos con
mucho aseo y comodidad para estos animales. Tienen los caballos a pese-
bre, y leche y manteca les sobra para exportar. La conducción de los pro-
ductos se hace hasta el puerto a lomo de caballo o en carros de excelente
construcción, tirados por caballos”.108
Se trataba, para cualquier observador medianamente culto, de una de-
seable copia del paisaje rural europeo, un referente y un modelo cuya
imitación era un deseo compartido por muchos. Esa realidad no sólo
constituía un prolijo contraste con el usual paisaje pampeano, dominado
por la explotación ganadera y con aislados y pobres bolsones agrícolas
que se esforzaban por sobrevivir en medio de las adversidades; era ade-
más la inversa de los antiguos y fracasados proyectos rivadavianos, e in-
cluso de los desordenados y también efímeros intentos de colonización
encarados por entonces en la Banda Oriental, refugio de los emigrados
que luchaban contra Rosas. Antes que un proyecto de cambio social y
económico, la misma posibilidad de instalación de colonias de extranje-
ros era la muestra más evidente de que el Estado existía y funcionaba, y
de que su papel político no se limitaba a armar ejércitos y a intentar so-
brevivir como pudiera. El fuerte papel de la corona en el planeamiento

108 Gutiérrez, J. M. (1846), p. 226.


242 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

y puesta en marcha de las colonias del Brasil constituía para los emigra-
dos antirrosistas un ejemplo de lo que podía realizarse con instrumentos
gubernamentales sólidos, sobre todo más allá de los caudillos.
Esa realidad contrastaba singularmente incluso con el pequeño refu-
gio que constituía la Banda Oriental, aun ante su acogedora receptividad
a la gente con ideas avanzadas: allí, la situación de guerra y las dificulta-
des para controlar institucionalmente la campaña continuaban conspi-
rando duramente contra los intentos de instalación de inmigrantes al
punto de hacerlos también fracasar. Un artículo del periódico antirrosista
La Escoba analizaba críticamente en 1839 esas dificultades, y exponía los
que a su juicio debían ser los fines últimos de la colonización, difícil-
mente asequibles en esas condiciones: “No hacemos consistir su utilidad
en que vengan barcadas de familias miserables a ocuparse solamente de
peones y de otros servicios que en verdad poco precisamos. No nos faltan
corrupción ni vagos y mal entretenidos. Las colonias son útiles al país en
cuanto se dedican a la labranza de la tierra, no a horadar la tierra como
los puercos, sino a una labranza practicada en todos sus ramos (…) son
útiles en cuanto enseñan las artes”.109
El control político de la situación y el compromiso de las instancias
gubernamentales con el proceso aparecían así como claves pareja-
mente ineludibles: las colonias del sur del Brasil no sólo eran la crista-
lización de un anhelo económico, sino también el fruto de condiciones
políticas concretas, que en función o no de su compromiso con ese
cambio contaban con la suficiente solidez como para permitirle prospe-
rar, más allá de que pudieran ayudarlo o no. De ese modo, la concien-
cia acerca de las precondiciones necesarias para encarar proyectos de
colonización iba extendiéndose lentamente; al mismo tiempo, la cre-
ciente presencia de los extranjeros en la producción y el comercio lito-
rales mostraba a los dirigentes con crudeza un contraste significativo
entre los recién llegados, que ocupaban de preferencia actividades in-
novadoras y labraban a menudo rápidas fortunas, y los tradicionales
campesinos criollos, aparentemente sólo preocupados por seguir ha-
ciendo las cosas de siempre de la misma forma y con los mismos instru-
mentos, mientras trataban de cumplir, como podían, con las cargas y
obligaciones de la guerra y el omnipresente servicio público.

109 La Escoba, nº 23, t. I, p. 2. Montevideo, 12 de diciembre de 1839.


las formas de la colonización 243

De todos modos, el férreo gobierno rosista había en cierta forma


echado las bases de ese necesario cambio político: su insistencia en lograr
la unanimidad, aun al precio de la fuerza, había ido logrando por fin, en
sus últimos años, una relativa paz que permitió avances sustanciales de la
economía. Así, al ser derrocado Rosas, sus sucesores se encontraron con
una estructura política más firme, apoyada por los avances del Estado
provincial sobre sus respectivas campañas. En la provincia de Buenos Ai-
res, la expansión de las instancias de control fue muy significativa; no
ocurrió lo mismo en el resto de las provincias, pero de todos modos la si-
tuación en ellas era más sólida que la existente en medio de los fragores
de la década de 1820.110 Esa mayor dimensión del control estatal estaría
entre los factores principales que habrían de posibilitar, en las décadas si-
guientes, avances sustanciales sobre las fronteras y la puesta en producción
de esas regiones.

110 Sobre la expansión del Estado en la provincia de Buenos Aires en la primera


mitad del siglo XIX véase Fradkin, M. y Barral, M. E. (2005).
Capítulo V
Los cambios en la tecnología agrícola
pampeana durante la primera mitad
del siglo XIX

1. introducción

En el presente capítulo intentaremos presentar un esbozo de


algunos significativos cambios en las técnicas agrícolas rioplatenses ocu-
rridos desde finales de la etapa colonial hasta mediados del siglo XIX.
Consideramos que esas innovaciones conformarán las bases del proceso
de intenso cambio tecnológico en la producción cerealera pampeana
que le permitirá a ésta, durante la segunda mitad de esa centuria, lo-
grar primero desplazar al trigo y harinas importados del consumo local
y, luego, conquistar un lugar cada vez más significativo en la oferta
mundial de granos.
Entendemos la técnica como la combinación óptima de factores con
destino a la producción de un bien determinado, mientras que la tecno-
logía será el proceso por el cual esas técnicas son formalizadas y luego
modificadas hasta permitir sustituir factores o crear nuevas combinacio-
nes de ellos en orden a producir nuevos productos.1 Según fuimos ade-
lantando ya en el capítulo II, al menos desde fines del siglo XVIII la téc-
nica agrícola rioplatense parece haber recorrido un largo proceso de
adaptación pautado entre otros factores por sus avances sobre áreas nue-
vas. Esos cambios estuvieron marcados por innovaciones acumulativas de
dimensión variada en los procesos de trabajo, particularmente evidentes
entre algunos de los actores de mayor dimensión en la actividad. Hacia la
década de 1840 esos procesos comienzan a hacerse más visibles y aun a
acelerarse, constituyéndose en antecedentes de los procesos de innova-
ción discontinua que posteriormente romperán incluso el círculo auto-
sostenido de las pautas de eficiencia estática mantenidas desde tiempo
atrás en la vieja agricultura periurbana, provocando la construcción y
puesta en marcha de nuevos paradigmas tecnológicos.

1 Arguiri, E. (1982), pp. 14-6.


246 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Esos procesos de innovación primitivos tuvieron así lugar entre deter-


minado tipo de actores y sobre todo en ciertas áreas. Es menester seña-
lar, para el contexto agrícola rioplatense tardocolonial, la existencia de
una íntima imbricación entre las diversas prácticas productivas y las
condiciones sociales de la producción, toda vez que las explotaciones
de tipo familiar, en regiones de frontera escasamente pobladas, goza-
ban de mayor productividad relativa en tanto que, para la implemen-
tación eficaz de las técnicas tradicionales, poseían un acceso privile-
giado al recurso más necesario y a la vez más costoso: la mano de
obra. En un contexto técnico en el cual la amplia mayoría de los pro-
cesos de trabajo se basaba en la fuerza humana, y sólo en mucho me-
nor medida en la animal, se comprende que la dotación de aquel re-
curso en cantidad, en continuidad y en calidad, resultara clave para
la aptitud competitiva de las explotaciones. Entre éstas, las domésti-
cas contaban con una conveniente proporción de mano de obra fija
y de bajo costo de oportunidad provista por los propios miembros
del grupo familiar del titular: su esposa, hijos y agregados, si bien es
cierto que esa proporción variaba ampliamente, dependiendo sobre
todo de las edades relativas de los individuos varones.
Esas técnicas agrícolas tradicionales, por otra parte, no requerían
abundancia de inversión de capital en relación con el factor tierra, lo
cual además favorecía a las unidades familiares ya que la disponibili-
dad de fondos era en ellas el flanco más débil. Esto, que ha sido seña-
lado para la producción de bienes primarios exportables, es sustan-
cialmente válido también para el contexto de la agricultura
tradicional, entre otras razones porque una parte consistente del ex-
cedente mercantil cerealero se producía en esas unidades familia-
res,2 y es asimismo una de las razones para que el cambio tecnológico
fuera en esas unidades familiares, en apariencia, bastante más lento y
más difícil que en las grandes explotaciones. No se trataba de que
aquéllas no contaran con la iniciativa empresarial o el know-how nece-
sarios para implementarlo: es sabido que la racionalidad en la dispo-
sición de los factores es un hecho independiente de la dimensión del
actor o de su dotación de capital. Por el contrario, en los términos pro-
ductivos existentes, era justamente la ecuación económica que favorecía

2 Sobre la teoría del bien primario exportable y el papel de las explotaciones


familiares en la elección de tecnología véase Geller, L. (1975), pp. 161 y ss.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 247

la competitividad de esas unidades familiares frente al resto de los actores


de la producción agrícola la que impulsaba en ellas el mantenimiento del
statu quo, mientras que los demás sí debían lograr incrementos en su
productividad para poder sostener su lugar en el mercado.
El problema aquí fue que quienes más capacitados estaban para
ello en función de su dotación de capital, es decir, los propietarios de
las medianas y grandes explotaciones agrarias, se fueron orientando
decididamente hacia la producción ganadera a lo largo de la primera
mitad del siglo XIX, a causa de la mayor rentabilidad relativa que ésta
podía ofrecer, como hemos visto antes. La agricultura, en esas condi-
ciones, parece haber generado pocos incentivos para la introducción
de cambios tecnológicos considerables, ya que, como negocio, otros
la superaban ampliamente. Se cerraba así aparentemente el círculo vi-
cioso del atraso tecnológico agrícola: mientras entre ciertos actores
no existían incentivos para la introducción de innovaciones, para
otros la tentación de ingresar en rubros diferentes de rentabilidad
mayor implicaba una constante fuga de capitales hacia ellas, en detri-
mento de mayores inversiones en nuevas técnicas de producción ce-
realera.
El resultado concreto al respecto, sin embargo, debe ser matizado,
como veremos luego, tomando en consideración al menos dos fenó-
menos: el primero que algunas de las innovaciones introducidas en
torno a la producción ganadera ovina, e incluso vacuna, en las áreas de
frontera, no estaban lejos de ser útiles también para la producción
agrícola, y en cierta medida ésta era necesaria al menos para la pri-
mera, incluso en este período temprano, todavía lejos de la necesidad
de aportar raciones alimentarias adicionales para el ganado; el se-
gundo, que la expansión de la frontera generó mejores condiciones
competitivas para las grandes y medianas explotaciones, las cuales, al
menos en algunos casos, parecen incluso haberlas aprovechado en la
producción agrícola.
De esta forma, y desde una perspectiva nomológica, planteamos que
durante la primera mitad del siglo XIX y aun más allá, algunos actores
tradicionales de la agricultura pampeana comenzaron a incorporar
innovaciones como respuesta a las posibilidades que ofrecían los mer-
cados locales ante coyunturas puntuales de altos precios. Esas innova-
ciones, combinadas con las ligadas a la ganadería lanar, fueron intro-
duciendo cambios acumulativos que lograron incrementar la eficiencia
248 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

relativa de esa producción agrícola tradicional frente a la competencia de


las harinas importadas y de los trigos extranjeros, pero sin lograr toda-
vía desplazarlos. Hacia la década de 1840 y sobre todo en la siguiente,
se registra un cambio cualitativo en ese esquema: los procesos de inno-
vación comienzan a potenciarse, y lo harán aún más con la expansión
de los medios de transporte modernos, primero en el tráfico fluvial, y
luego en el terrestre, con los ferrocarriles. Tales desarrollos, de esta
forma, y en tanto constructores de demanda, coadyuvaron al cambio
productivo en su papel de elementos esenciales en la constitución de
mercados regionales, etapa previa en el proceso de creación de un mer-
cado nacional. Comenzó así la construcción de un nuevo paradigma
tecnoeconómico, cuya forma completa recién se alcanzaría mucho más
adelante en el tiempo.3
En la práctica concreta, los tiempos de estos procesos, por otra
parte, no parecen haber diferido demasiado de los obrantes en otras
economías supuestamente más desarrolladas, toda vez que técnicas
tradicionales, como la siembra al voleo, continuaron practicándose
en el mundo agrario de los países industriales incluso hasta fines del
siglo XIX. Esta paradojal convivencia de métodos antiguos y moder-
nos se mantuvo durante toda esa centuria y aun después, a pesar de
la presencia creciente de implementos, maquinarias y procesos pro-
ductivos de avanzada, algunos de los cuales, incluso, podían encon-
trarse restringidos a los núcleos de innovación o a las zonas de mayor
productividad agrícola.4 Como veremos enseguida con más detalle,
la paradoja es sólo aparente: la diversidad de situaciones ambientales
e históricas entre los nuevos espacios agrícolas de América, y entre
éstos y los europeos, implicó un duro y continuo esfuerzo de experi-
mentación y adaptación en el cual los métodos desarrollados para al-
gunos ambientes, y que resultaban eficientes en ellos, no servían en
otros, ya fuera por las diferentes características del suelo, los costos
relativos de los factores, la existencia de técnicas más útiles desarrolla-
das localmente en ciertos segmentos, la disponibilidad de capital o mu-
chas otras razones prácticas. De ese modo, la pervivencia de técnicas
supuestamente arcaicas en ciertos segmentos de la producción,

3 Para la definición de paradigma tecnoeconómico véase Pérez, C. (1983),


pp. 357-375.
4 Derry, T. K. y Williams, T. (2004), t. I, p. 107.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 249

mientras en otros se introducían innovaciones de avanzada, no cons-


tituía a menudo más que la evidencia de que la creación de una
nueva tecnología agrícola moderna resultaba un proceso esencial-
mente local, siendo absurdo esperar un mero trasplante desde otras
economías más avanzadas, dado que éste no hubiera nunca podido
proveer un conjunto de respuestas completas a los desafíos de la puesta
en producción de nuevos espacios agrícolas.

2. la dimensión, las causas y las formas de las innovaciones

Los procesos que hemos ido reseñando en los capítulos anteriores, y


en especial el desplazamiento de los cereales hacia zonas cada vez
más alejadas de los tradicionales núcleos de cultivo, debieron necesa-
riamente acompañarse de modificaciones en la tecnología agrícola
empleada. Y, si bien los elementos de juicio son todavía muy disper-
sos, puede afirmarse que durante la primera mitad del siglo XIX se
registran transformaciones bastante significativas en los procesos pro-
ductivos ligados a la agricultura triguera. Comienza a prestarse más
atención a las características de las labores, se desarrollan formas de
obtención y almacenamiento de agua, se introducen algunos méto-
dos para acelerar el tratamiento del grano después de la cosecha y re-
ducir así las pérdidas, se introducen y difunden nuevas semillas de
mejor respuesta en terrenos llanos, más secos y más ampliamente ba-
tidos por los vientos. De esa manera, para mediados de la centuria, la
tecnología agrícola rioplatense, y en especial la de algunas zonas de
Buenos Aires, había cambiado sensiblemente con respecto a la de fi-
nes del período colonial.
Por supuesto que esos cambios eran todavía relativos, en tanto la di-
fusión de un número importante de las nuevas técnicas no había tras-
cendido mucho más allá de algunas explotaciones de mayor tamaño.
Sin embargo, otras aparecen ya ampliamente propagadas, por lo que es
menester admitir que su impacto debió de ser mucho más consistente
de lo que se había pensado hasta ahora. La falta de estudios de detalle
en este punto ha otorgado dimensión exagerada a los juicios de los via-
jeros, que por lo común remiten esas técnicas a un universo homogéne-
amente retardatario; los publicistas posteriores, orgullosos de los rápidos
250 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

avances de la agricultura durante la segunda mitad del siglo XIX, ten-


dieron por lo general a reducir todo lo que los había antecedido al
mismo oscuro cúmulo de tosquedad e ignorancia que suponían inmó-
vil desde el dominio hispánico. Algunos viajeros más agudos que la ma-
yoría, o con mayor capacidad de evaluación, advirtieron sin embargo
esos cambios; hacia 1857 Martin de Moussy reconocía que la técnica agrí-
cola había “mejorado un poco” desde los días de Félix de Azara.5 Pero
ninguno de ellos parece haber advertido la dimensión de los cambios,
que aquí trataremos en parte de rescatar.
Si bien esas transformaciones no son en modo alguno despreciables,
podría preguntarse por qué, dadas las ventajas provistas por el avance
sobre las fronteras, el desarrollo ganadero y la puesta en marcha de es-
tablecimientos de gran envergadura, la producción agrícola no logró
captar en este período una parte más consistente de los capitales y del
gerenciamiento capaces de generar en ella innovaciones cualitativas
de aún mayor importancia. Sin dudas la respuesta está en las nuevas y
difíciles condiciones operativas e institucionales de la etapa posrevolu-
cionaria, la carestía del capital y las mejores perspectivas del rubro la-
nar para la introducción de innovaciones. La reconversión creciente
hacia el ovino de buena parte de la superficie debió diseminar ciertos
adelantos cuya eficacia también podía ser útil en la agricultura, como
los cercamientos o los nuevos métodos de obtención y almacena-
miento de agua. Pero, de todos modos, la ampliación de la frontera y
la apertura de nuevas áreas productivas debieron de introducir facto-
res mucho más fuertes para inducir a un cambio. La agricultura cere-
alera, cada vez más extraña en el área inmediata a la gran urbe por-
teña, sobre tierras que se fragmentaban y aumentaban de precio
aceleradamente, y ante la presencia de mercados afectados por la
oferta barata de cereales y harinas extranjeras, sólo podía prosperar si
lograba conformar una ecuación que basara su eficacia y su competiti-
vidad en el uso más amplio posible del factor más abundante y barato,
la tierra, tal como lo había hecho la ganadería. Atisbos concretos de
este proceso tuvieron lugar en la primera mitad del siglo XIX; ellos
muestran con claridad que en esos momentos eran las grandes unida-
des productivas las que podían llegar a lograr aquella difícil ecuación,
o al menos las que estaban en mejores condiciones para alcanzarla.

5 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 472.


los cambios en la tecnología agrícola pampeana 251

Consecuentemente, hubiéramos debido esperar que se generaran en


dichas unidades mejoras técnicas que apoyaran esos cambios. Es desgra-
ciadamente muy poco aún lo que sabemos sobre ello, pero todo apunta
a que esas innovaciones existieron, si bien su ritmo parece haber sido
lento y su dimensión, al menos en algunos aspectos, en cierta forma
acotada. Lo cual no debiera en principio extrañarnos, toda vez que es
bastante característico que, en las etapas iniciales de todo proceso de
expansión sobre tierras nuevas, la abundancia de este factor compense
con exceso los restantes, incluso el escaso y costoso capital, y que sólo el
continuo choque con nuevos desafíos y la acumulación de ensayos y de
errores vayan lentamente generando el cúmulo de conocimientos y téc-
nicas adecuados para enfrentar, con creciente eficacia, las condiciones
de la producción en ellas. Eso es lo que ocurrió en los avances de la
agricultura sobre las vastas planicies de los Estados Unidos, y no tendría
por qué haber sido diferente en nuestro medio.
De todos modos, la adaptación relativa de la tecnología agrícola rio-
platense a las viejas tierras costeras era demasiado estrecha como para
que pudiera extenderse al ámbito de las fronteras sin sufrir modifica-
ciones de envergadura. Y, en efecto, aquí y allá aparecen indicios de
que los métodos y técnicas aplicados fueron incorporando, durante la
primera mitad del siglo XIX, ciertas innovaciones puntuales que, co-
menzadas a menudo en grandes explotaciones, fueron incluso pronto
generalizándose.
En este aspecto, podemos adelantar que esas innovaciones se encara-
ron por dos vías regionalmente diferenciadas: en la primera, con cen-
tro todavía en los alrededores de los principales núcleos de población,
la actividad no parece haber intentado compensar la menor disponibi-
lidad de tierras a la que la sometió la competencia de otros rubros de
mayor productividad por hectárea, sino que, a través de modificaciones
en algunos de los procesos de trabajo más demandantes de mano de
obra ligados a la cosecha y posterior tratamiento del cereal, fue lo-
grando una mayor eficiencia en el control de las pérdidas de grano, tra-
dicionalmente muy altas. Por otro lado, al adentrarse en tierras más le-
janas de sus antiguos núcleos, la producción agrícola debió hacer
frente a condiciones ambientales distintas y a determinadas demandas
también puntuales, que no sólo tenían ya que ver con el ahorro de
mano de obra, aunque lo comprendían, en tanto esa expansión bus-
caba justamente compensar con mayores superficies los altos costos de
252 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

la fuerza de trabajo. Algunos productores comenzaron a estudiar más


estrechamente la calidad y profundidad necesarios de las labranzas
para lograr mejores rendimientos en tierras más secas y más rústicas, y
se buscó también incorporar elementos de labor más avanzados; otros
resultados evidentes se lograron integrando modificaciones multipro-
pósito simples, como métodos de obtención y almacenamiento de agua
que también resultaban útiles para la labor ganadera. Para mediados
del siglo XIX, el interés por los métodos de manejo de humedad en
suelos agrícolas se evidenciaba aquí y allá en artículos y discusiones pe-
riodísticas. Luego de transcribir un informe sobre nuevas formas de
drenaje cuyo autor encontraba también útiles para el cultivo cerealero
en tierras muy secas por su efecto de circulación de aire, Carlos Pelle-
grini se veía obligado a aclarar que no creía que tuviera aplicación “en
el centro de nuestra campaña”, por el bajo valor de la tierra allí y el alto
costo de los trabajos necesarios; sin embargo, el método podía ser pro-
vechosamente aplicado en pequeños terrenos inmediatos a la capital,
cuyo valor y situación al parecer lo justificaban.6
No hubo, en consecuencia, ningún cambio radical; no hubiera quizá
podido haberlo, no siendo la agricultura el rubro más dinámico de la
época. Pero, en lo que respecta a sus técnicas, tampoco la agricultura
de mediados del siglo XIX resultaba idéntica a la de fines del XVIII.
Dos factores, sin embargo, podrían explicar adicionalmente, al me-
nos en parte, el carácter limitado de las innovaciones en la agricultura:
el primero, que la expansión sobre tierras nuevas podía usualmente
ofrecer en los inicios altos rendimientos por hectárea, al menos mucho
mayores que los propios de las cansadas tierras de labranza tradiciona-
les; el otro, que de todos modos los costos de transporte sólo dejaban
un margen limitado a la ampliación de la actividad en tierras dema-
siado lejanas de sus centros de consumo locales. De esa forma, el ta-
maño de esos centros determinaba el de las superficies sembradas; éstas,
en áreas de frontera de reciente poblamiento, no podían consiguiente-
mente ser todavía tan extensas como lo serían cada vez más luego de
cruzada la mitad del siglo, y por tanto eran en esencia manejables ape-
lando a buena parte de las técnicas simples de vieja tradición autóctona,

6 Nota de C. Pellegrini al “Informe sobre la utilidad del drainage” por el barón


Joseph Jaquemod, en Revista del Plata, segunda época, nº 1, Buenos Aires,
noviembre de 1860, p. 11.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 253

más aún si los rendimientos eran altos. Por lo demás, algunos adelantos
significativos podían también ser excesivamente simples: por ejemplo,
hubiera bastado en principio apenas aumentar la distancia entre hilera
e hilera de siembra para lograr que los cultivos pudieran de todos mo-
dos prosperar bajo un régimen de lluvias un poco menos abundante
o en tierras menos húmedas que en el norte bonaerense vecino al
caudaloso Paraná.
La competitividad del producto agrícola, al menos en su versión do-
minante, la producción de trigo, parece haber sido de ese modo sólo
suficiente para aprovechar nichos específicos o momentos coyuntura-
les, y no para justificar inversiones de largo plazo. El mismo hecho de
que sus aumentos en volumen de producción no pudieran alcanzar el in-
cremento poblacional es una muestra de lo difícil y complejo que resultó
expandirla. Por lo demás, la actividad continuó, como antes, siendo vul-
nerable a graves factores de riesgo como lluvias, sequías o conflictos po-
líticos, cuyo papel no debió de haber sido irrelevante en los problemas
que parecen haberla afectado en el período.
De esta forma, si bien en estos años comenzó secretamente a gestarse el
lento proceso de aprendizaje y puesta a punto de la tecnología necesaria
para una agricultura más alejada de las áreas costeras y de la dependencia
de los centros poblados locales, ese proceso recién adquirió ritmo sólido
luego de la ruptura cualitativa que significó la aparición de las colonias
agrícolas en Santa Fe, y en especial después de su expansión hacia el inte-
rior de esa provincia y de la de Córdoba, logrando mostrar plenamente
sus frutos en el último cuarto del siglo XIX, con el desarrollo de procesos
radicalmente nuevos gracias a los cuales fue posible poner en producción
superficies mucho más extensas que anteriormente. Para ello no bastó
simplemente con incorporar, como se ha supuesto, la oferta extranjera
disponible en cuanto a la tecnología moderna; fue necesario, por el con-
trario, partir de las peculiares condiciones productivas de cada región y de
la ecuación económica predominante en cada una de ellas, adaptando y
más aún creando los procesos de trabajo necesarios y la maquinaria útil
para ellos, en una evolución dinámica cuyo método dominante parece ha-
ber sido el de ensayo y error, y en la cual el papel de los organismos de
acumulación de información fue, a partir de cierto momento, sin dudas
crucial. En efecto, para desarrollar nuevos métodos de cultivo en tierras
bajo regímenes menos húmedos que los conocidos o bajo lluvias menos
abundantes era necesario conocer con cierto grado de certeza el volumen
254 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

concreto de las precipitaciones, para desarrollar máquinas de labranza


perfeccionadas y útiles resultaba imprescindible contar con estudios de
suelos más o menos confiables, y para lograr resolver con una eficacia du-
radera esos desafíos era necesario contar con medios de circulación de in-
formación y núcleos nodales de innovación, condiciones todas muy difíci-
les o imposibles de lograr en el incierto panorama político de la primera
mitad del siglo XIX.
Obviamente, los avances realizados en otras economías similares fueron
una guía y un antecedente muy útil, pero ello de ningún modo nos auto-
riza a minimizar la adaptación de esos avances pensando que fue automá-
tica. De esta forma, sobre un sustrato todavía muy anclado en las técnicas
tradicionales, se irán construyendo y poniendo en marcha nuevos paradig-
mas tecnológicos, los cuales serán la base de una cada vez más eficiente ca-
pacidad de aprovechamiento creativo de las condiciones naturales de la
pampa, y por consiguiente de la posibilidad de brindar respuestas cada vez
más certeras a los estímulos del mercado mundial.

3. avances sobre tierras nuevas, cambios de escala y necesidad


de organizar más eficazmente la producción rural

Es necesario recordar ante todo que las fuertes transformaciones políti-


cas y económicas que se registran en el período dieron cuenta de
buena proporción de los productores agrícolas especializados, que
desaparecieron o reconvirtieron al menos parte de sus unidades hacia
la ganadería. Quienes sin embargo también aparecen o por lo menos
comienzan a destacarse más son algunos grandes estancieros que inte-
graban la producción agrícola entre sus actividades, en forma esporá-
dica o continua y por supuesto a una escala menor comparada con la
ganadería, pero no por ello menos significativa. Encarada en tierras de
frontera, esa agricultura debía estar más estrechamente ligada a cam-
bios de importancia en las técnicas empleadas ya que, por un lado, se
efectuaba en condiciones bastante disímiles de las tradicionales y, por
otro, la situación en que se encontraban sus impulsores les permitiá
incorporar mejoras y quizá generar innovaciones en razón de su pro-
pia escala operativa y su disponibilidad de capital. Por lo demás, no
se trataba de una producción tan sólo complementaria o esporádica.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 255

Pensada quizá en principio para satisfacer necesidades puntuales o con-


sumos locales, en varios casos esa producción estaba explícitamente diri-
gida al gran mercado urbano. En esas condiciones, la nueva escala de los
establecimientos implicó modificaciones en los procesos de trabajo que
hicieran posible su producción y rentabilidad. Rosas es, al respecto, quizá
el ejemplo más documentado y aun el más conspicuo, pero sin dudas no
fue el único, al menos no en una cierta cantidad de adelantos. Como ha
sido destacado por Carlos Mayo, muchas pautas de gestión que se atribu-
yen a Rosas formaban parte de las técnicas de dominio público entre los
hacendados de su época, transmitiéndose a menudo en forma oral.7
En este aspecto, resulta relevante justamente el interés por organizar y
sistematizar con meticulosidad las tareas rurales, incluso mediante un
corpus escrito o manual, de modo que se contara con guías precisas y se
evitaran equívocos o malas interpretaciones, conservando al mismo
tiempo un saber acumulado cuya sofisticación y complicaciones crecían
cada vez más. Es muy significativo que sea justamente con el inicio del si-
glo XIX que comienzan a producirse y a circular manuales operativos pen-
sados tanto para establecimientos agrícolas como ganaderos, distintos de
los instructivos previos, que conocemos sobre todo a través de los papeles
de las estancias jesuíticas, en que son mucho más detallados y precisos que
estos últimos. En los viejos establecimientos coloniales, incluso en los más
grandes, la transmisión del conocimiento en las tareas rurales era mayor-
mente oral; si el propietario no residía en la misma explotación, en todo
caso sus instrucciones usualmente se limitaban a ciertas bases generales
dispersas en el intercambio de correspondencia. Los establecimientos ma-
nejados por órdenes religiosas, y en especial los jesuitas, contaban aquí y
allá con instructivos más detallados, pero la mayor parte de las veces éstos
no pasaban de unas pocas páginas donde se mezclaban sin orden disposi-
ciones relativas a la construcción de edificios, al trato que debía darse a los
esclavos, a la conservación de frutas o al cultivo de determinadas especies.8
En cambio, los manuales del siglo XIX son mucho más metódicos y
extensos, y tratan los temas relativos a la producción rural de manera

7 Mayo, C. (2004), pp. 213 y ss.


8 Ejemplos en el “Gobierno temporal” del p. Sepp, escrito en 1732; o las ins-
trucciones de “visitas”, como las del p. Bernardo Nussdorfer para los
establecimientos de Corrientes en 1745. Sepp, A. (1962); IEB-USP, Col.
Lamego, códice 68, doc. 13; Memorial del P. Nussdorfer, AGN IX-7-1-2,
Compañía de Jesús, sin foliar.
256 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

más específica y profunda. En especial, a partir la etapa de significa-


tivo desarrollo ovino que se abre desde la década de 1830, los manua-
les del ramo arreciarán.9 El más famoso de todos esos manuales gana-
deros de la primera mitad del siglo XIX, las Instrucciones para los
mayordomos de estancias, de Juan Manuel de Rosas, y cuya primera ver-
sión data de 1819, constituye un ejemplo adecuado de ese nuevo in-
terés por no dejar nada librado al azar: prescribe entre otras cosas la
necesidad de recopilar y circular con rapidez la información necesa-
ria para la toma de decisiones, el cumplimiento sin discusión de las
órdenes dadas, el estricto control de los ritmos y tiempos de trabajo
de la mano de obra, establece las bases de una línea jerárquica de
mandos y define claramente las áreas de su competencia.10 Más allá
del difícil grado de cumplimiento concreto de esas pautas entre una
díscola población rural, empleada en procesos productivos para los
cuales era todavía imprescindible el ejercicio de destrezas individua-
les que otorgaban gran poder de decisión a humildes peones, la explí-
cita existencia de esas pautas es una clara innovación del siglo XIX con
respecto a los mucho más difusos instructivos conocidos en tiempos
anteriores.
En el capítulo II hemos mencionado algunos de los tratados dedi-
cados a la agricultura que comenzaron a generarse localmente a par-
tir de los primeros años del siglo XIX, de los cuales el de Pérez Cas-
tellano es uno de los más antiguos de que se tenga noticia. El de
Tomás Grigera, publicado en 1819, fue reeditado en 1831 y copiado
varias veces, sirviendo también de base a diversos calendarios agríco-
las que fueron reproducidos incluso en las revistas de mediados de la
centuria, como El Labrador Argentino o el Almanaque Agrícola Industrial
y Comercial editado en Buenos Aires a partir de 1860.11 Otro de los
manuales agrícolas generados en esta etapa son las Instrucciones para
los encargados de las chacras, de Juan Manuel de Rosas, escritas contem-
poráneamente a las dedicadas a los mayordomos de estancias, y edi-
tadas por Adolfo Saldías en la década de 1880. Su importancia es car-
dinal, puesto que si bien los manuales impresos que han llegado

9 Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003), pp. 177-8.


10 Rosas, J. M. (1910), passim.
11 Un catálogo útil (a pesar de ciertos errores) de algunas publicaciones agríco-
las de la primera mitad del siglo XIX en [Victorica, J. (1882)], pp. 160-1.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 257

hasta nosotros parecen haber estado todos ligados todavía en buena


parte a la tradicional agricultura de las áreas húmedas de las costas,
al menos estas Instrucciones fueron redactadas teniendo presentes
condiciones ambientales diferentes. Es muy probable que, como ocu-
rría asimismo con las técnicas relacionadas con el manejo del ga-
nado, la transmisión oral fuera la norma en las áreas de frontera, de
modo que las innovaciones generadas en esos ámbitos llegaban muy
raramente a merecer los honores de la prensa, o incluso a quedar
manuscritas.
En todo caso, tanto unos como otros, esos tratados de nuevo cuño es-
taban destinados a facilitar la reorganización de una producción agra-
ria sometida a fuertes cambios, pautados por el ocaso de la esclavitud,
la apertura del mercado mundial y la incorporación de innovaciones.
De ese modo, con el paso del tiempo los manuales para la producción
rural se volverán cada vez más precisos y sofisticados, dando cuenta de
una sistematización que estaba ausente antes de 1800 y que provocó
que, muy lógicamente, un autor de algunos de esos manuales de finales
del siglo XIX como Carlos Lemée juzgara desfavorablemente al elabo-
rado por Rosas más de media centuria antes, debido justamente a que
lo evaluó desde el estadio mucho más avanzado en el que se encontraba
el rubro en su época.12 Sin embargo, sería falta de perspectiva histórica
quitar el mérito de esos primeros ensayos en tanto que intentos de sis-
tematizar un conocimiento cada vez más complejo en la medida en que
la producción rural agregaba segmentos de transformación como el sa-
ladero, el refinamiento de razas en torno al ovino, y avances sobre tie-
rras nuevas en las fronteras, con cambios apreciables en la escala media de
los establecimientos, y la necesidad de enfrentar el fuerte desafío de con-
diciones ambientales y agroecológicas muy distintas de las conocidas
con anterioridad.13
En ello también se detectan, aquí y allá, cambios significativos. Un ar-
tículo de Pedro Cerviño publicado en el Semanario de Agricultura lla-
maba la atención ya en 1802 acerca de la necesidad de tener en cuenta
las condiciones de humedad y el carácter de los suelos para expandir la
agricultura en zonas nuevas; este énfasis, respecto del cual probablemente

12 Véase Rosas, J. M. (1910).


13 Sobre el tema, algunas interesantes reflexiones en Giménez Zapiola, M.
(2006).
258 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

se trata aquí del primer testimonio impreso, es un indicio sugestivo de la


repercusión de los problemas enfrentados en la producción rural por
parte de una población que se extendía desde hacía décadas por espa-
cios de frontera, chocando con condiciones agronómicas muy distintas
de las existentes en los sitios de los que provenía, y debiendo por tanto
experimentar empírica y quizá dolorosamente nuevos métodos de la-
branza, dado que aquellos que estaba acostumbrada a emplear ya no
servían.14

4. la introducción de nuevas formas de labranza

Muchas otras novedades de la época están en línea con esos intentos


de organizar y coordinar, de la manera, más eficiente posible los dis-
tintos elementos de producción. Una de las que aparece aquí y allá
desde temprano en las nuevas zonas agrícolas de las fronteras es la in-
troducción de instrumentos de labranza perfeccionados, o al menos
importados y de mejor factura que los tradicionales. Según algunos
testimonios, en su estancia de Los Cerrillos Rosas contaba ya a media-
dos de la década de 1820 con sesenta “arados ingleses” cuya opera-
ción a un mismo tiempo constituía el asombro de sus contemporá-
neos; todo indica que se trataba de arados simples perfeccionados
con reguladores de profundidad, a juzgar por las explícitas referen-
cias a ellos. Al parecer, Francisco Ramos Mejía poseía otro u otros en
su lejana estancia de Kakel Huincul, y, en 1822, es inventariado en
una gran estancia de Magdalena un arado de caballos, que Garava-
glia juzga de tipo “carruca”, esto es, pesado y con ruedas, y posible-
mente de origen francés.15 Lo importante en esta aparición de nue-
vos instrumentos es que pone en evidencia un reconocimiento muy
claro de que las labranzas superficiales que se obtenían con los ins-
trumentos tradicionales no eran ya suficientes, sino que se necesitaba
lograr profundidades mayores, como veremos en breve con más detalle.

14 Cerviño, P. (1802), esp. pp. 109-111.


15 Sobre Rosas véase Eizykovicz, J. (2002), p. 24; arados de caballos en Kakel
Huincul en Ramos Mejía, E. (1988), p. 98; Garavaglia, J. C. (1999a), p. 186;
sobre el arado simple con regulador de profundidad véase Sinclair, J. (1825),
t. II.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 259

Como es sabido, muchos testimonios indican que la roturación de tierras


en el Río de la Plata tardocolonial se hacía descuidadamente, y que el
arado apenas las rasguñaba. Esta actitud, muy adecuada para tierras mu-
llidas y húmedas, no lo era para los terrenos más secos y duros de las
áreas alejadas de las costas,16 además, la introducción y operación de un
arado importado implicaba toda una serie de complejos encadenamien-
tos que debieron modificar sustancialmente los procesos productivos:

Figura 19. Arado simple perfeccionado con regulador de profundidad. 1:


visto del costado izquierdo, del lado de la tierra no trabajada; el regulador
(M N O) permite dar a la reja una entrada más (o menos) profunda según
se desee. 2: el mismo arado visto desde arriba. 3: ángulo que forman las tie-
rras trabajadas con este arado. En Sinclair, J. (1825), t. II, lám. II, descr. en
pp. 3-5.

16 Un ejemplo tardío de la escasa necesidad de roturación en tierras húmedas y


mullidas en Sastre, M. (1881), t. II, pp. 179-180.
260 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Figura 20. Arado criollo mejorado propuesto por Pellegrini, con vertedera y
reja de mayor longitud. En Pellegrini, C. (1856).

Figura 21. Gran arado europeo con ruedas y avantrén, conocido en la cam-
paña rioplatense hacia 1850. En Pellegrini, C. (1856).

Figura 22. Arado norteamericano del tipo. utilizado en la campaña riopla-


tense hacia 1850. En Pellegrini, C. (1856)
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 261

era necesario contar con una capacidad de tracción suficiente como


para aprovecharlo en forma correcta, lo cual a su vez implicaba desarro-
llar planteles de caballos de tiro, algo completamente ajeno a los equi-
nos tradicionales, sólo utilizados para silla. Si bien es probable que ante
las dificultades de procurarse los caballos se haya optado por los tradi-
cionales bueyes, los cuales, aun cuando mediante un paciente adiestra-
miento lograran una versatilidad similar a la de los caballos, tampoco
poseían necesariamente la fuerza suficiente como para arrastrar esas má-
quinas que se introducían con mayor profundidad en la tierra, y ofre-
cían por tanto mayor resistencia. Ramos Mejía recomendaba a su mayor-
domo de Kakel Huincul “arar con caballos, porque es un progreso”; si
en realidad lo logró, llegar a ello debió de haber sido una tarea muy
compleja y muy difícil.17

Figura 23. Vista de Miraflores, la estancia y chacra de Francisco Ramos Mejía


en Kakel Huincul, hacia la década de 1820. Nótese la presencia de abundantes
plantaciones de árboles. En Ramos Mejía, E. (1988), e/pp. 96-7.

Podemos estudiar con cierto detalle las nuevas formas operativas y los
procesos productivos que se desarrollaron a partir de esas innovacio-
nes a través del ejemplo de Juan Manuel de Rosas. Darwin afirmó en
1833 que, además de sus 300.000 cabezas de ganado vacuno, Rosas cul-
tivaba “mucho más trigo que todos los restantes propietarios del país”,
lo cual, siendo una gran exageración, da cuenta de todos modos de la

17 Ramos Mejía, E. (1988), p. 98.


262 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

importancia de la producción agrícola de éste.18 Conocemos que al


menos parte importante de ésta se concentraba en la chacra Indepen-
dencia, situada en Los Cerrillos, su estancia en Monte, más allá del Sa-
lado; como hemos visto anteriormente, ésta se ha estimado en alrede-
dor de 10.000 fanegas de trigo anuales, lo cual era una cifra
impresionante (poco más o menos un 5% del consumo urbano de
Buenos Aires en 1820). Para ello Rosas debía tener en labor unas 700
hectáreas, según los cálculos de Eizykovicz; para la época y las condi-
ciones, esas cifras nos indican que la escala operativa del empresario
era realmente enorme.
Una de las más significativas innovaciones que le permitieron lo-
grar esos resultados fue la introducción de nueva maquinaria. Según
Saldías, en su chacra Rosas poseía como hemos dicho sesenta arados
ingleses con reguladores de profundidad, los cuales hacía funcionar a
un tiempo, aunque, como lo indica en sus Instrucciones, nunca en gru-
pos de más de cinco. Resultan muy significativos el detalle e interés
con que se especifican las profundidades de la labranza, que indican
claramente el carácter y la significación de los nuevos procesos pro-
ductivos introducidos. En las instrucciones escritas para el manejo de
su chacra, Rosas indicaba que la primera reja debía penetrar de 4 a 6
dedos, la segunda un geme (más o menos 15 centímetros), la tercera
una tercia (o sea alrededor de 28 centímetros), y la cuarta “todo lo
que se pueda”; es decir, se trataba de profundidades considerables,
para implementar las cuales en los arados se contaba con un meca-
nismo que subía y bajaba la reja, lo que permitía al peón regular la
hondura del surco.19
Tenemos aquí un significativo elemento de análisis. Como hemos di-
cho en su lugar, la agricultura tradicional de finales del siglo XVIII, o
incluso sus reflejos en los manuales de inicios de la centuria siguiente,
no se preocupaban mucho por graduar las profundidades a las que ha-
bía que enterrar la semilla, limitándose a recomendar que no fueran se-
pultadas demasiado: “Ninguna semilla debe enterrarse a más de seis pul-
gadas, siendo suficientes tres, y aun menos para algunos”, decía Antonio
Arias y Costa; traduciendo sus pulgadas al sistema métrico, encontramos

18 Darwin, Ch. (1951), p. 88.


19 Eizykovicz, J. (2002), p. 24. Véanse las equivalencias de medidas de época
con las del sistema métrico en el cuadro 4 del Apéndice de este volumen.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 263

que la profundidad máxima debía entonces ser de 14 a 14,5 centíme-


tros.20 Tomás Grigera, en las dos ediciones de su Manual de agricultura,
publicadas en 1819 y 1831, gradúa profundidades de 7 y 14 centímetros
para la primera y la segunda labranzas en tierras “duras”, y de 14 y 21
para las “blandas”, indicando que “en las demás sucesivas [la reja] irá
entrando más proporcionalmente”. No nos indica sin embargo cuántas
“rejas” habrán de darse, diciendo simplemente que “se repetirán cuan-
tas veces pueda el labrador”; no parece que éstas pasaran usualmente
de tres.21
Sin embargo, en la década de 1820, los tratadistas más avanzados ha-
bían ya comprendido que era necesario graduar las profundidades según
fueran las características del suelo, el régimen de humedad, las labores o
la necesidad de destruir más o menos malezas. Sir John Sinclair recomen-
daba en su manual que, todas las veces que el suelo lo permitiera, era
conveniente trabajarlo a toda la profundidad que pudiera ejecutarlo un
par de caballos, dándole, de tiempo en tiempo, una labor aún más pro-
funda, con cuatro caballos. Graduaba las intermedias en unas 7 u 8 pul-
gadas, o sea de 16 a 19 centímetros, bastante más que Arias y Costa. En
todo caso, las labores profundas resultaban imprescindibles para el ma-
nejo de la humedad, dado que con ellas se formaban reservas de ésta por
debajo de las plantas, a la vez que limpiaban el suelo al destruir malezas,
y enterraban los abonos animales y vegetales.22 No es casualidad, enton-
ces, que Rosas siguiera en sus establecimientos de la frontera las reco-
mendaciones de Sinclair y no los conocimientos empíricos propios de la
antigua agricultura periurbana, cercana a cursos de agua y por tanto bajo
un régimen de humedad mucho mayor; por lo demás, su uso de arados
simples con reguladores de profundidad se ajusta también exactamente a
los consejos de la agronomía inglesa más avanzada de su época. En todo
caso, hacia finales de la década de 1850, aun manuales de labranza
editados para uso escolar indicaban tanto la necesidad de atenerse a
la variedad de situaciones como la conveniencia de arar profundo.23
Claro que las modificaciones en los arados no fueron las únicas. Ha-
cia fines de la década de 1840 o inicios de la siguiente se introdujo la

20 Arias y Costa, S. (1818), t. I, pp. 276-7.


21 Grigera, T. (1819), p. xi; (1831), p. 9. Sobre la cantidad de araduras, véase
Pellegrini, C. (1856), p. 59.
22 Sinclair, J. (1825), t. II, pp. 7-15. Compárense las figuras 8 y 19.
23 Un ejemplo en [Moll, Schlipf y otros] (1860), pp. 83 y ss.
264 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

rastra de púas triangular, o de siete dientes; según un periódico del ru-


bro, la “han introducido en este país los sembradores vascos: es sin
duda muy superior a la antigua, de ramas de durazno (...). Penetra pro-
fundamente en la tierra, deshace los terrones, arranca las raíces nocivas
y malezas (...). Felizmente, se ha generalizado mucho en la campaña
esta útil herramienta de agricultura”.24 Su uso, de todos modos, ha de
haber sido más intenso en áreas de agricultura tradicional y fragmen-
tada y no tanto en las áreas nuevas de frontera, porque las irregularida-
des del terreno en estas últimas podrían haber constituido dificultades
complejas a resolver, que sólo lograrían serlo con las gradas metálicas
articuladas que comenzarán a difundirse un poco más tarde. De cual-
quier forma, hacia 1850 la oferta de arados importados, rastras y otros
medios de producción modernos había alcanzado incluso las ciudades
de la costa del Paraná, y según Martin de Moussy constituían ya “un ma-
terial agrícola más conveniente y que prepara mejor el suelo”.25 Para
mediados de la centuria las exportaciones de instrumentos agrícolas
desde Gran Bretaña y los Estados Unidos hacia Buenos Aires eran ya
bastante significativas.26
Otra innovación importante, constante al menos desde la década
de 1820, es la difusión del maíz como cultivo antecesor: ya hemos
visto que esta práctica era conocida desde mucho antes, así como sus
beneficios, pero su expansión en el área pampeana parece de algún
modo afirmarse desde que un artículo en El Argos de Buenos Aires la re-
comendó para combatir la plaga del polvillo. Bernardo Gutiérrez espe-
cificaba en 1856 que en Mercedes se acostumbraba sembrar el maíz
en tierra virgen, “con el fin de dulcificarla y suavizarla, para el si-
guiente año echarle trigo”.27 Obviamente que esta renovación de mé-
todos no incumbía a todos los productores por igual ni era constante
en todas las áreas; Beck Bernard escribía resignado que aun hacia
1860 el gaucho continuaba con sus ancestrales maneras de cultivo, “la-
brando apenas con una viga munida de un gancho, rastrillando con

24 El Labrador Argentino, 1857, t. II, p. 20.


25 Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 479.
26 Brown, J. (2002), pp. 254-5.
27 Bernardo Gutiérrez al juez de paz, Mercedes, 30 de junio de 1856, en Argen-
tina. Estado de Buenos Aires (1854 y ss.), 2º semestre, nº 7 y 8, p. 35. Esta
práctica continuaba en la década de 1880; véase artículo “Colonia Arteaga”,
en Boletín del Departamento Nacional de Agricultura, t. VI, p. 228.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 265

un haz de ramas espinosas, y mirando con desprecio todo ingenio


más perfeccionado”.28
Sin embargo, Beck Bernard no parece haber advertido las modifica-
ciones impuestas por la extensión de la agricultura de fronteras incluso
hasta a los gauchos, supuestamente más refractarios al cambio. En los
espacios abiertos de las pampas, y entre los labradores pobres, podría
no haber arados ingleses como los de Rosas, pero de cualquier forma
las adaptaciones e innovaciones también se difundieron. Las rejas de
hierro se propagan con amplitud: suelen aparecer ya desde las primeras
décadas del siglo XIX en los inventarios rurales santafesinos o entrerria-
nos, si bien sobre todo en algunas explotaciones más capitalizadas, aun-
que no exclusivamente en ellas.29 Pero además, una innovación muy
importante aparece en los tradicionales arados criollos, replicando en
cierta medida los cambios introducidos en las explotaciones más capita-
lizadas mediante los arados importados. Según lo registrado en un di-
bujo de Pellegrini, los arados criollos ya habían incorporado hacia 1850
instrumentos caseros para regular la profundidad, es decir, para subir
y bajar a voluntad la reja, mediante una articulación movible entre el ti-
món y el dental, y una clavija para mantener fija durante la labor la dis-
tancia deseada entre ambos. Esos instrumentos no existían en el siglo
XVIII, como lo muestran claramente la iconografía y descripciones dis-
ponibles.30 Luego de detallar las formas en que debía buscarse el án-
gulo necesario para que el arado penetrara en la tierra regulando la al-

28 Beck Bernard, Ch. (1865), p. 93.


29 Sobre Santa Fe, Bidut, V.; Caula, E. y Liñán, N. (1996); arados americanos
modernos en Paraná hacia 1850 en Burmeister, H. (1943-44), t. I.; los inven-
tarios rurales entrerrianos de los años 1830 en adelante, conservados en el
AHAER y el AIPOM, no detallan las características de los ararios, limitán-
dose a consignar su existencia y su valor. De todos modos, el hecho de que
figuren puede muy bien indicar que no se trataba de simples arados tradicio-
nales sin partes metálicas, dado que en ese caso su valor hubiera sido
demasiado escaso. El inventario de los bienes de chacra de Tomás González,
levantado en 1853 en Gualeguaychú, registra por ejemplo “tres arados a
veinte reales”, una cifra que al menos duplica el valor de cualquier otra
herramienta metálica. AIPOM, I-57, doc. 1947, fs. 1 v.
30 Véase por ejemplo el dibujo de Paucke, F. (1943/4), t. III, e/pp. 172-3, lám.
XXXVI; o el arado proyectado por Fernando Ulloa para los campos del Río
de la Plata en 1778, reproducido en Álvarez, J. (1910), p. 174. En ambos, el
timón aparece fijo en el dental. Comparar con el arado “del país” incluido
en Pellegrini, C. (1856), e/pp. 41-42. En este libro se reproducen respectiva-
mente en las figuras 12, 13 y 24.
266 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

tura del timón, decía Pellegrini, con sus dotes de agudo observador:
“En la práctica nuestros paisanos reglan a la vista lo que llaman el dentro
del arado. La experiencia y el tanteo suplen la teoría. Raramente se
equivocan”.31

Figura 24. Arado criollo simple, ampliamente difundido en la campaña


bonaerense hacia mediados del siglo XIX. Obsérvese el regulador de pro-
fundidad, no presente en el arario registrado por Paucke (cfr. figura 11). En
Pellegrini, C. (1856).

Muchos otros motivos recomendaban el uso de arados locales antes que


importados, sobre todo entre los labradores de frontera que trabajaban
casi exclusivamente con su familia, alcanzando a sembrar sólo hasta
unas 10 fanegas de trigo, lo que significaría unas 20 o 30 hectáreas. Los
animales rioplatenses, tanto bueyes como caballos, eran ariscos y bra-
vos; uncidos a alguna máquina delicada, terminarían por arrastrarla a
cualquier sitio y dañarla, y, lejos de los centros más densamente pobla-
dos, conseguir repuestos o un herrero hábil para repararlas podía lle-
gar a ser imposible. Por lo demás, el propio trabajo del arado proveía
otros beneficios al labrador criollo, transformando sus novillos en bue-
nos bueyes para carreta, y el tiro más bajo del buey compensaba en
cierta forma su falta relativa de fuerza en comparación con el caballo.
De ese modo, las innovaciones introducidas en el arado simple criollo a
lo largo de la primera mitad del siglo XIX permitieron adaptar el cul-
tivo a nuevas condiciones ambientales, y a la vez resolvieron con efica-
cia los condicionamientos impuestos por los avances de la agricultura
cerealera sobre tierras de frontera, sin necesitar por otra parte amplias
inversiones de capital en instrumentos modernos.

31 Pellegrini, C. (1856), p. 50; también Revista del Plata, Buenos Aires, nº 2,


octubre 1853, pp. 14-15.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 267

5. la renovación de semillas y la aparición del BARLETTA

Uno de los hechos más llamativos de la extensión de la agricultura de


fronteras es la aparición de nuevas variedades de trigo, mucho mejor
adaptadas a las nuevas condiciones que las antiguas. Si bien como he-
mos dicho en el capítulo II es bastante difícil detectar datos detallados
y precisos acerca de la renovación de semillas en la pampa de la pri-
mera mitad del siglo XIX, existen documentados diversos intentos por
introducir variedades mejoradas o de mayor rendimiento, lo que pro-
baría un creciente interés en ello.32 Aun cuando se tratara de intentos
aislados cuyos frutos pronto se perdían en la maraña de las cruzas, de
todos modos es en ese período que se introducen, experimentan, des-
arrollan y difunden variedades de trigo mejor adaptadas a las condicio-
nes de cultivo en llano, que significarán un hito perdurable en el domi-
nio del nuevo paisaje productivo agrícola. La más interesante de ellas es
sin ninguna duda el Barletta, que tendrá un desarrollo realmente espec-
tacular en estos años, transformándose pronto en la variedad más po-
pular de las pampas. Hacia inicios del siglo XX, su cultivo se extendía
desde los 33 grados hasta los 45 de latitud sur, es decir, de un extremo a
otro del área cerealera.33
Existen varias versiones acerca de su origen; un artículo publicado en
los Anales de Agricultura en 1874 suponía que el Barletta probablemente ha-
bía sido originado a partir de la variedad inglesa Barley Wheat.34 Sin em-
bargo, la mayor parte de las fuentes coincide en considerar a la simiente
primigenia traída de Italia. Según los datos recopilados por Dionisio Pe-
triella y Sara Sosa Miatello, el trigo Barletta fue introducido por Jacinto
Caprile, comerciante de origen genovés llegado a Buenos Aires en
1828, entre otras cosas iniciador en 1837 del primer servicio regular de

32 Entre otros, César H. Bacle y su socio Arthur Onslow intentaron en la década


de 1820 crear un establecimiento de horticultura donde se aclimatarían al
suelo pampeano diversas flores, frutas y legumbres europeas. Bartolomé
Mitre menciona que en una caja de simientes venida de Italia se encontra-
ron tres carozos que dieron origen a los “hermosos bosques de damasco”
que para 1859 se extendían por los alrededores de Buenos Aires. Prólogo de
Alejo González Garaño a [Bacle, C. H.] (1947), s/p.; Argentina. Estado de
Buenos Aires, (1859), p. 12.
33 Algunos testimonios respecto del Barletta: Rutter, W. P. (1911), pp.90-92;
Daireaux, G. (1901); Simois, D. (1893), p. 13.
34 Anales de Agricultura, Buenos Aires, t. II, nº 4, 15 de marzo de 1874, p. 53.
268 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

carga, pasajeros y correspondencia entre el reino de Cerdeña y el Río de


la Plata. Este pionero introdujo en 1844 varias bolsas de trigo Barletta, ini-
ciando siembras experimentales con éste en tierras de su propiedad, al pa-
recer en Chivilcoy, auspiciando al tiempo la llegada de agricultores desde
su provincia natal, quienes tuvieron parte activa en esos ensayos y sin du-
das también en la difusión posterior de la simiente.35 Es significativo que
para esos años ya la presencia de italianos y en especial genoveses en la
producción agrícola haya llegado a ser importante y creciente, a juzgar
por los testimonios del cónsul sardo citados en el capítulo IV, y por la fre-
cuencia de patronímicos de ese origen en los registros que se conservan.36
El trigo Barletta fue clasificado por Linneo como variedad del Triticum
turgidum, es decir, es de caña llena y grano regordete, posee aristas, y
hubo de evolucionar desde alguno de los trigos rústicos y productivos,
aunque no de harina de máxima calidad, que se cultivaban en Europa
meridional.37 De todos modos, lo que más nos interesa aquí, el desarro-
llo local de la variedad, es todavía bastante oscuro, aunque puede dedu-
cirse que debió de ser un proceso muy complejo. Agustín Vidal exponía
en la muestra de la Sociedad Rural de 1875 un trigo Barletta para pan,
cultivado en Chacabuco, con un rendimiento de 30 fanegas por cada
una sembrada. Según el expositor, “este trigo es conocido en plaza por
el Barletta antiguo, o sea trigo colorado de pan. Es de clase superior y
muy apreciado”, lo que equivaldría a decir que ya para entonces exis-
tían distintas subvariedades.38 Lo anterior es confirmado por Simois ha-
cia fines del siglo XIX, quien indica que por entonces se daba el mismo
nombre a distintos trigos duros más o menos rojizos, muy rústicos, to-
dos con aristas, lo que podría apuntar a la existencia de desarrollos pa-
ralelos a partir de diferentes tipos originarios, o a sucesivas difusiones a

35 Carlos Pellegrini describía a Chivilcoy en 1853 como un “centro fecundo de


ensayos cerealeros, [donde] se cultivan con éxito sorprendente variedades
de trigo italiano”. Pellegrini, C. (1856), p. V.
36 Su introducción por parte de Jacinto Caprile en Petriella, D. y Sosa Miatello,
S. (2002), entrada Caprile, Jacinto. Sobre la importancia de los italianos y en
especial de los sardos en la economía rioplatense de la primera mitad del
siglo XIX, particularmente en su agricultura, véase Chiaramonte, J. C.
(1991), pp. 91 y ss.; esp. pp. 93 y s. y 250-1.
37 Aragó, B. (1881), t. I, pp. 107 y ss.; Boussingault, I. (1874), pp. 132-7; El
Campo y el Sport, t. I, nº 127, 12 de diciembre de 1893, p. 1643, recuerda que
los trigos poulard, también de la especie de los turgidum, estaban muy exten-
didos por los climas templados del centro y sur de Europa.
38 Anales de la Sociedad Rural Argentina, Buenos Aires, t. X, 1876, p. 336.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 269

partir de una misma semilla pero criada en distintas condiciones am-


bientales, aunque también esa situación podría deberse a mezclas o
interpolaciones, así como a simple confusión de denominaciones.39
Lo realmente notable, en todo caso, es que el Barletta resolvió varios de
los problemas que hubo de plantear la expansión del trigo hacia las tierras
nuevas. Semejante al Turkey Red de Kansas a juicio de Rutter, constituía un
trigo de muy alta calidad adaptable perfectamente a las condiciones del
cultivo extensivo en áreas más secas que las tradicionales vecinas a los
grandes ríos. En primer lugar, resultaba especialmente valioso para los
agricultores dado que sus espigas podían permanecer enteras largo
tiempo en la planta, incluso ya maduras, sin ser desgranadas a pesar de ser
batidas por vientos muy intensos. El relieve muy plano y la carencia de ár-
boles que aminoraran esas corrientes de aire eran factores que hacían
muy difícil evitar grandes pérdidas de grano en los cultivos que avanzaban
cada vez más hacia el interior de las pampas. Napp, contra Burmeister,
opinaba que el problema de la región no era la calidad de la tierra sino
justamente los vientos, en lo que probablemente estuviera haciéndose eco
de las dificultades encontradas por los empresarios colonizadores de
Santa Fe en sus avances sobre tierras nuevas durante los años previos.40
Pero ese problema estaba muy presente ya a mediados del siglo XIX; un
artículo publicado en El Labrador Argentino en 1857 daba cuenta de estos
inconvenientes, prescribiendo la atención a la consistencia del suelo para
evitar, mediante labores adecuadas, que en aquellos en los que esa consis-
tencia fuera muy débil las plantas terminaran siendo desarraigadas.41
Si Pérez Castellano, en 1813, en las amenas costas rioplatenses de su
chacra del Miguelete, podía recomendar la plantación de ombúes para
morigerar los efectos de los vientos que desgranaban el trigo en sazón,
en la agricultura extensiva de las llanuras esa receta hubiera sonado
ridícula ante la inmensidad abierta, batida noche y día por las fuertes

39 Simois, D. (1893), p. 13.


40 Napp, R. (1876), pp. 288-290. Un interesante indicio de las “exploraciones”
de tierras nuevas efectuadas por los empresarios santafesinos de la coloniza-
ción como paso previo a la instalación de nuevos emprendimientos durante
la década de 1870 en Bianchi de Terragni, A. (1971), pp. 173-181. Como
ejemplo de la experimentación de las condiciones productivas en tierras
nuevas consúltese la descripción de Candelaria por Nicolorich, L. (1872),
pp. 11-13.
41 El Labrador Argentino, t. I, p. 56. Sobre el tema véase también Napp, R.
(1876); Garavaglia, J. C. (1999), p. 193.
270 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

ráfagas de las pampas. El Barletta, en cambio, constituyó un factor de


importancia capital para que los cultivos pudieran resistir a las rústicas
condiciones de frontera porque sus espigas compactas y de aristas fuer-
tes se mantenían mejor cohesionadas que cualquier otra variedad, pu-
diendo permanecer así incluso bastante tiempo después de madurar, lo
que constituía una ventaja inapreciable en momentos en que resultaba
difícil obtener y coordinar la mano de obra suficiente para la cosecha.

Figura 25. Espiga de trigo Barletta, fines del siglo XIX. En Daireaux, G.
(1901), p. 388.

En segundo lugar, el Barletta se adaptaba con facilidad a las distintas con-


diciones ambientales sin degenerar como lo hacían otras variedades más
delicadas; resistía mejor que cualquier otro los cambios de clima, las se-
quías, el excesivo calor o frío y los efectos de las heladas tardías y las ne-
blinas, estas últimas causantes de enfermedades como el añublo (rouille),
y crecientemente presentes a medida que la producción triguera se ex-
tendía hacia el sur bonaerense.42 En 1894 un artículo de La Agricultura lo
llamaba “el tipo jefe de la agricultura triguera pampeana”: “Es el que re-
siste con más vigor los cambios atmosféricos y el que conserva de una ma-
nera permanente su tipo primitivo. Es también el que tiene más gluten”.43
Todavía a inicios del siglo XX, y a pesar de la introducción de varieda-
des nuevas, el trigo Barletta continuaba siendo el preferido a causa de

42 Rutter, W. P. (1911), pp. 91-3; Daireaux, G. (1901), pp. 430-1; Simois, D.


(1893); Scobie, J. R. (1982), p. 112, apud Rutter.
43 La Agricultura, Buenos Aires, año 2, nº 72, 1894, p. 290.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 271

su resistencia y adaptabilidad, habiendo sido entre otras cosas uno de los


instrumentos fundamentales de la fenomenal expansión agrícola pampe-
ana que por entonces acababa de consumarse. Pero incluso a mediados del
XIX las repetidas experiencias con otras variedades no habían logrado des-
bancarlo de su posición ya hegemónica: Manuel Villarino exponía en
1859, en carta a Gervasio Antonio de Posadas, las ventajas del trigo Lom-
bardo, cuya harina era de mayor calidad que la del Barletta y, a igual peso y
volumen de grano, producía un 15% más; llegó a ser cultivado a la par del
Barletta, pero los agricultores lo abandonaron progresivamente a pesar de
sus ventajas dado que, por tratarse de un trigo sin aristas, debió de resistir
mucho peor que aquél a las difíciles condiciones de cultivo de las tierras
pampeanas.44
En todo caso, la introducción del Barletta constituyó un hito tecnológico
de envergadura indiscutible: tal como ocurrió en los Estados Unidos con
las variedades similares de trigos rojos que se difundieron allí en la misma
época, su aporte fue crucial para superar los inconvenientes planteados
por la expansión sobre áreas nuevas agroecológicamente muy distintas de
aquellas en donde se había efectuado hasta entonces la agricultura tradi-
cional. Su difusión fue extremadamente rápida; ya para inicios de la dé-
cada de 1850 el Barletta era la variedad más intensamente cultivada en
Buenos Aires, habiendo reemplazado al antiguo trigo de pan.45
En todo caso, el mayor interés por la introducción de variedades nuevas
se refleja asimismo en los paralelos intentos por compilar rendimientos
comparados. Si bien todavía las mediciones parciales diferían notable-
mente en métodos y criterios de observación, y consiguientemente en la
calidad de los elementos de juicio que ofrecían, las efectuadas por Martin
de Moussy, a mediados de la década de 1850 en distintas partes del litoral,
fueron el primer intento comparativo orgánico que logró los honores de
la prensa. Sus investigaciones proporcionaron rendimientos en línea con
los constatados cuatro décadas antes por Pérez Castellano, aun cuando

44 Manuel Villarino al presidente de la Exposición Agrícola, Gervasio A. de


Posadas, Chivilcoy, 28 de abril de 1859, en Argentina, Estado de Buenos Aires
(1859), pp. 23 y ss.
45 Bernardo Gutiérrez al juez de paz, Mercedes, 30 de junio de 1856, en Regis-
tro Estadístico del Estado de Buenos Aires, 2º semestre de 1855, nos 7 y 8,
1856, pp. 35 y s.; también Garavaglia, J. C. (1999), p. 191. Villarino, que no
apreciaba mucho al Barletta, opinaba que el de pan poseía ventajas sobre él.
Villarino a Posadas, Chivilcoy, 28 de abril de 1859, en Argentina, Estado de
Buenos Aires (1859), pp. 24-25.
272 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

fueran más altos en lugares como Chivilcoy, verdadero centro de expe-


rimentación cerealero informal, donde ya por entonces (antes aún de
las medidas de redistribución de la tierra impulsadas por Sarmiento)
el desarrollo y adaptación de las nuevas variedades, así como la intro-
ducción de métodos de cultivo más perfeccionados, habían mejorado
consistentemente la productividad agrícola.

Cuadro 13
Rendimientos estimados de trigo sembrado en distintos lugares
del área pampeana, hacia mediados de la década de 1850

Lugar Naturaleza del suelo Rendimiento


y métodos de cultivo por grano
Banda Oriental
Departamento Tierra medianamente arcillosa.
de Montevideo Cultivo metódico, pero sin abonos. 12
Maldonado Tierra arenoarcillosa. Sistema de barbechos. 20
Paysandú Terrenos del todo nuevos, muy ondulados,
suelos francos, un poco fuertes. Barbechos. 22
Salto Tierra muy ligera. Mucha conchilla.
Verano a menudo lluvioso. Barbechos. 10?
Entre Ríos
Paraná Tierra arenoarcillosa ligera.
Cultivo muy superficial, pero en tierra nueva. 20
Nogoyá Suelo arcilloso muy fuerte, parecido
a las tierras del Brie. 18
Gualeguaychú Tierra arenoarcillosa, suelo vegetal profundo;
pero alternativas de gran sequía y de gran humedad. 15
Concepción Tierra arenoarcillosa más ligera que
del Uruguay la de Gualeguaychú. 13
Colonia San José Como la tierra de Concepción,
pero cultivo más esmerado. 15
Buenos Aires
Buenos Aires Tierra muy arcillosa. Cultivo metódico,
(suburbios) pero ningún abono. 10
Chivilcoy Tierra arenoarcillosa ligera, muy
profunda. Cultivo bastante cuidadoso, se dice. 30
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 273

Lugar Naturaleza del suelo Rendimiento


y métodos de cultivo por grano
Santa Fe
Rosario Tierra arenoarcillosa ligera, que se seca
muy rápido. Cultivo muy restringido. 15?
Colonia Tierra arenosa, humus estrecho,
Esperanza subsuelo muy móvil. Cultivo metódico. 20
Córdoba
Posta del Totoral Tierra arenoarcillosa un poco
salina. En las pampas, campo del maestro de posta. 20

Fuente: Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, pp. 474-5. Nota: Los signos de


interrogación son originales de la fuente.

Entonces, si bien todavía los rendimientos medios no parecen haberse


desprendido demasiado de los propios de tiempos coloniales, en todo
caso comenzaba a quedar en evidencia la gran amplitud de las diferencias
regionales a través de mediciones comparadas, menos empíricas y locali-
zadas que antaño. La expansión horizontal de la superficie cultivada que
se iría acelerando en las décadas siguientes ampliaría aún más la despro-
porción entre las regiones de cultivo intensivo cercanas a las ciudades y las
tierras nuevas de frontera que se incorporaban a la producción agrícola.

6. los cambios en la superficie implantada por unidad


y sus efectos

Otra de las consecuencias destacables de la expansión de los cereales por


las tierras fronterizas fue que las superficies cultivadas por unidad, al me-
nos en las más grandes, parecen haber sido mayores que antaño, si bien es
difícil establecer parámetros certeros porque los indicios son escasos y dis-
persos. Esta extensividad, que buscaba compensar de alguna forma los
mayores costos en trabajo y capital, se combinaba con una menor necesi-
dad de semilla por hectárea, propia de tierras cuya humedad ambiente
no era tan favorable al crecimiento de malezas. Las consecuencias de
ello fueron a menudo rendimientos por hectárea similares o aun meno-
res que en las áreas de antiguo cultivo, pero un aumento paralelo en los
274 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

rendimientos por grano, lo cual rara vez aparece detallado en las medicio-
nes de la época, sólo preocupadas por medir cuántas semillas se obtenían
por cada una sembrada, y que no prestaban usualmente atención a las di-
ferencias en la superficie implantada. Eduardo Costa criticaba a fines de la
década de 1860 los intentos de establecer criterios de fertilidad relativa de
las tierras a través de esos indicios, dando cuenta de casos donde se au-
mentaba la superficie sembrada sin un paralelo aumento en la cantidad
de semilla, aunque sin advertir las consecuencias derivadas de ello.46
En todo caso, esto era una condición adjunta a las características pro-
pias de esos avances sobre tierras nuevas, y determinaba la convenien-
cia del cultivo en ellas mediante un uso extensivo del factor más abun-
dante. Como hemos dicho antes, en el contexto técnico de entonces el
uso de fuerza humana continuaba siendo crucial, y justamente la am-
pliación de la escala era lo que habría de permitir en parte amortizarla
mejor. Es de ese modo que debiéramos esperar indicios de sistematiza-
ción de las tareas con el propósito de obtener una mayor racionalidad
que posibilitara más eficientes aprovechamientos de la escala, traduc-
ción al terreno práctico de las instrucciones de los manuales. Hemos
visto que Pérez Castellano graduaba entre tres y tres y medio metros el
ancho de las amelgas, a fin de que el sembrador se dirigiese por ellas
para distribuir el grano con homogeneidad dentro de ambas líneas.
Para Rosas, sin embargo, el ancho de las amelgas debía estar entre 3 y 5
varas, es decir, entre 2,6 y 4,3 metros, siendo preferible un ancho mayor
“porque el melgador acaba más pronto, y lo mismo el derramador”.47
Aún estamos lejos de la difusión de la labor en llano, más práctica para
el cultivo extensivo, y que reemplazaría en parte a la labor en tablones,
propia del cultivo de superficies relativamente pequeñas, pero de una
forma u otra el camino entre ambas había comenzado a ser recorrido,
en forma sin dudas empírica y limitada, pero bien concreta.48
Sin embargo, donde más se habría de notar esta racionalización del uso
del trabajo era en las tareas de la siega y posteriores, tradicionalmente las
más dispendiosas en mano de obra de todo el ciclo productivo. Al res-
pecto, una de las innovaciones que más parece haberse generalizado

46 Costa, E. (1871) pp. 109-10.


47 Rosas, J. M. (2002)
48 Sobre las diferencias entre la labor en llano y la labor en tablones o amelgas
véase Daireaux, G. (1901), p. 146.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 275

durante la primera mitad del siglo XIX fue el reemplazo de los segadores
“por día” por segadores “por tarea”. En tiempos coloniales, la cosecha
siempre se trataba por día, ganando los trabajadores en esas circunstancias
salarios astronómicamente más altos que los usuales; el reemplazo por
normas de trabajo a destajo implicó, por un lado, la definición de una “ta-
rea”, establecida ya a inicios de la década de 1820 en una superficie de 35
varas de largo por 15 de ancho. Las ventajas de pagar por tareas eran evi-
dentes para el empresario: el costo de mantenimiento de los trabajadores
era menor, se ahorraba el “contador”, es decir, el encargado de tantear al
corte y vigilar que los peones no retrasaran el trabajo; y, por otra parte, “ja-
más los peones por día trabajan lo necesario para llenar unos con otros la
tarea por hombre”.49 En una cuenta de gastos de cosecha de un produc-
tor de San Isidro, desgraciadamente sin fecha pero sin dudas posterior a
1825, se contabilizó el pago de 42 tareas a 28 pesos moneda corriente; los
jornales de peones por alzar el trigo, aventarlo y zarandearlo eran de 30
pesos, lo cual muestra adicionalmente la diferencia monetaria que esto
implicaba.50 La difusión de la siega por tareas fue rápida y amplia por toda
la región pampeana y por todos los estratos de productores. En el remoto
oriente entrerriano de 1854, las cuentas de la cosecha de unas pocas fane-
gas de trigo sembradas por un humilde soldado en el campamento de
Calá incluyeron el pago de 17 tareas a un peso boliviano por cada una.51
Es evidente, por otra parte, que las siegas por tarea se articulaban mucho
mejor con las mayores extensiones del cultivo propias de las zonas nuevas.
Resulta interesante pensar cómo fue que, en un contexto de aguda es-
casez de mano de obra, pudo lograrse el establecimiento de estas prácti-
cas. En todo caso, está fuera de duda que muchos intentos de restablecer
el trabajo coactivo fueron un fracaso, como hemos visto más arriba; de to-
dos modos, el reclutamiento militar y la construcción de redes de control
estatal en la campaña fueron, al menos en Buenos Aires, una de las carac-
terísticas más salientes de la primera mitad del siglo XIX, por lo que
quizá pueda inferirse de ello una mayor presión efectiva tendiente hacia

49 Rosas, J. M. (2002), p. 59.


50 AHMSI, Documentos del Museo Pueyrredón, caja 1, Agricultura, “Cuenta de
los gastos que se han hecho…”, firmada Andrés Sorondo.
51 AHAER, Expedientes judiciales, sin clasificar, “Pando, Andrea Figueroa de,
con Mariano Pando. Arreglo sobre intereses guardados por fallecimiento del
esposo de aquélla”. Sobre la extensión de la práctica por tareas en Buenos
Aires véase Garavaglia, J. C. (1999a), p. 192.
276 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

el disciplinamiento de la mano de obra.52 Sin embargo, dadas las muy


fuertes limitaciones de esos factores de presión, es probable que se apli-
caran de preferencia métodos menos directos, como el establecimiento
de incentivos o premios. Aun cuando la clásica actitud de quienes ma-
nejaban grandes contingentes de trabajadores tendiera todavía en estos
años más hacia la puesta en marcha de sistemas disciplinarios, métodos
tradicionales de organizar eficazmente la labor, que a la construcción
de una nueva cultura del trabajo a través de la práctica de estímulos
y de un sistema de incentivos que incluyera la participación activa de
los trabajadores en los objetivos a alcanzar –fenómenos todos de la se-
gunda mitad de la centuria–, de todos modos la misma escasez de traba-
jadores idóneos y el alto precio de su labor debieron ser factores que li-
mitaran en buena medida esos intentos disciplinarios vis à vis otros
métodos de atracción y retención no coercitivos.

7. los comienzos de la introducción de maquinaria simple

En fin, más allá de los procesos, resulta singular la creciente introducción


de maquinarias destinadas a acortar el tiempo insumido por las tareas de
tratamiento del cereal posteriores a la cosecha, a simplificarlas y a obte-
ner respuestas productivas más eficientes. Aunque lamentablemente no
contamos con estadísticas ordenadas y fiables al respecto, al menos desde
fines de la década de 1810 comienzan a aparecer máquinas –lógicamente
no muy sofisticadas– para limpiar y trillar el trigo, justamente el segmento
más difícil, largo, costoso y complejo de acuerdo con la tecnología de
esos años.53 Ya hemos mencionado el aparato inventado por Arellano; en
1821 se anunció en venta un molino de viento “con (...) máquina de lim-
piar y trillar trigo (...) de construcción inglesa”, que existía allí al menos
desde 1818.54 Durante los años treinta la introducción de maquinarias
aventadoras parece haber continuado a buen ritmo, a juzgar por los avisos
en los diarios; estas máquinas resultaron muy importantes para reducir las

52 Véase al respecto, por ejemplo, Salvatore, R. (1994).


53 Al respecto véanse las interesantes reflexiones de [Lemée, C. (1893)],
p. 1533.
54 Boletín de la Industria, nº 2, 24 de agosto de 1821; Gazeta de Buenos Ayres, nº 75, 17
de junio de 1818, p. 218. Otras referencias en Garavaglia, J. C. (1999a), p. 193.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 277

grandes pérdidas que se experimentaban aventando el grano a mano,


pudiendo ser incorporadas a los procesos productivos sin complicar la
tradicional eficiencia de los segmentos previos y posteriores, lo que a me-
nudo había dificultado la introducción de innovaciones. Además, per-
mitían prescindir de la aleatoria conjunción de condiciones climáticas
específicas, necesariamente ligadas al aventado a mano realizado al
aire libre; y reducían los riesgos que eran consecuencia natural de la
exposición del grano a la acción de los elementos.
Con la llegada de la década de 1840 los problemas se agudizaron
en función del aumento constante del consumo y de la producción.
Esta situación parece haber llevado a una compleja encrucijada a los
productores agrícolas: la coyuntura de altos precios que ya hemos
analizado representó para ellos una ventaja importante, pero conti-
nuar operando en las condiciones de antaño parecía cada vez más di-
fícil. Tenemos un indicio lateral de estos fenómenos en la prolifera-
ción de molinos de viento y en la aparición de los primeros a vapor;
según los recuerdos de Berro, en Montevideo se instaló el primero
de ellos en 1842, de propiedad de Guillermo Poujade; éste fue indu-
cido a ello ante el aumento de las cosechas.55 En 1845 se instaló en
Buenos Aires el primer molino a vapor, que funcionaba con máqui-
nas perfeccionadas que le permitieron mejorar la calidad de sus pro-
ductos con respecto a los demás establecidos en el país.56 A partir de
entonces, los molinos a vapor arrecian, y no sólo en la ciudad de Bue-
nos Aires: en 1847 se instala allí el de Blumstein y Larroche, de sis-
tema francés, con diez pares de ruedas, y en 1854 el de Pablo Hal-
bach, de sistema norteamericano; ese mismo año, en Tandil, el de
Pedro Lescala; otros dos el año siguiente en Azul, y muchos más que
van tachonando los distintos pueblos rurales. Para 1861, la capacidad
de molienda diaria instalada de los molinos a vapor y a agua existen-
tes en la provincia de Buenos Aires sumaba 2.535 fanegas, tanto
como 35.000 hectolitros.57 Los molinos de viento continuaron en uso a
pesar de la proliferación de los de vapor; en todo caso, con ellos se logró
por fin superar las limitaciones de las antiguas atahonas, incorporando

55 Berro, M. (1914), p. 178.


56 De la Fuente, Diego G.; Carrasco, Gabriel y Martínez, Alberto B. (dirs.)
(1898), t. III, pp. civ y ss.
57 Pellegrini, C. (1861), pp. 100 y s.; Melli, O. R. (1999), p. 21; conversión de
fanegas en litros según equivalencias en el cuadro 4, Apéndice II.
278 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

maquinarias capaces de ofrecer una tarea mucho más rápida y de mayor


rendimiento.58

Figura 26. Corte del antiguo molino de viento utilizado en Paraná y luego
trasladado a Chacabuco, provincia de Buenos Aires. En Melli, O. R. (1999).

Es así entonces que se fueron introduciendo innovaciones significativas


en la producción agrícola de la primera mitad del siglo XIX. Mientras
que, en Europa, la hoz era usada desde hacía miles de años para cose-
char granos sembrados en superficies pequeñas, desde el siglo XVI la
primitiva guadaña fue evolucionando con la incorporación de un
mango que volvía más sencillo el corte de los tallos de manera que se
los pudiera atar en gavillas. En el Río de la Plata, hacia la década de
1840, y quizá aún antes, aparece entonces la guadaña, cuyo uso habrá
de ir cobrando importancia en las huertas. Se ensayó el reemplazo de
la siega con hoz mediante la incorporación de guadañas, e incluso al-
gunas de ellas ligadas al cereal aparecen en inventarios rurales. Según

58 Al respecto podría resultar un ejemplo el antiguo molino de Chacabuco que


fue reconstruido en el Museo Colonial e Histórico de Luján. Véase figura 26.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 279

los cálculos de Marcelo Conti, esto permitió aumentar la capacidad de


trabajo desde 0,10 a 0,15 hectáreas por día y por hombre, a 0,20 hasta
0,30, es decir que la duplicó. Frank coincide en el gran ahorro que
significaba segar con guadañas; desde la labranza hasta la trilla, el in-
sumo total de mano de obra en la producción de trigo insumía 196
horas hombre por hectárea efectuando la siega con hoces; tan sólo re-
emplazando éstas con guadañas ese tiempo total podría bajar a 156
horas.59

Figura 27. Corte de trigo con guadaña a garabato. En Anales de Agricultura,


nº 17, 1 de septiembre de 1873, p. 135.

Sin embargo, la guadaña no resultó útil en el cultivo triguero extensivo.


Dada la tradicional carestía de la mano de obra masculina en épocas de
siega, la opción por la guadaña implicaba la necesidad de adiestrar en su
uso a contingentes de cosechadores, que tradicionalmente incluían a me-
nudo mujeres y niños, cuya fuerza o talla no resultaban suficientes para el
manejo del instrumento. Además, la pérdida de grano era mayor que con
la hoz.60 Pero no parecen haber sido ésos los únicos puntos que reducían
su eficacia: por un lado, si bien el corte era mucho más rápido, quedaban
todavía las tareas de engavillar y amontonar, para las cuales no existían su-
cedáneos de la fuerza humana; el mismo uso de guadañas podía en ciertos
casos tender a aumentar esos contingentes, que debían operar simultánea-

59 Diversos testimonios sobre utilización de guadañas en las huertas: entre otros


Sastre, M. (1881), t. II, p. 180; Garavaglia, J. C. (1999a), p. 187. La introduc-
ción de la guadaña en Beck Bernard, C. (1866), t. I, p. 212; cálculos de
ahorro de tiempo en Conti, M. (1950), t. I, p. 103, y Frank, R. G. (1970), p.
4. Véanse asimismo los datos transcriptos en cuadro 6, Apéndice II.
60 Al respecto [Moll, Schlipf y otros] (1860), p. 128.
280 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

mente y en poco tiempo, lo cual, y no sólo en superficies extensas, podía


constituir una complicación. El engavillado no resultaba práctico ante el
tradicional método de amontonar las espigas sobre un cuero que luego se
arrastraba hasta la era; por el contrario, la permanencia de las gavillas en el
campo las dejaba sometidas a los accidentes meteorológicos hasta tanto se
pudiera trillar, lo que introducía factores de riesgo altamente significativos.
Posteriormente se lograrían formas de emparvado que resistieran mejor el
efecto de las lluvias y la humedad, pero de todos modos la difusión del en-
gavillado estará necesariamente ligada a la de la trilla con máquinas, fenó-
meno que recién lograría afianzarse ya avanzada la segunda mitad del siglo
XIX, y no en todas partes al mismo tiempo, dada la tradicional eficiencia y
versatilidad de la trilla con yeguas.61 Por lo demás, la temprana introduc-
ción de segadoras resolvió el segmento de la cosecha en forma mucho más
integral, como veremos en detalle en un próximo tomo de esta colección.

Figura 28. La trilla del trigo. Chile, hacia 1830. Dibujo de Claudio Gay, litogra-
fía de Becquet Frères. En Gay, C. (1854).

61 La trilla con yeguas resultaba más económica, sencilla y aun rápida que la trilla
con máquinas, pero el producto era de menor calidad, por lo que al crecer la
producción exportable debió reemplazársela por métodos mecánicos. Por otro
lado, como hemos dicho antes, el gran problema de los sistemas tradicionales
de trilla se encontraba en el aventado, que exigía esfuerzo y mucho tiempo,
además de condiciones climáticas óptimas. [Lemée, C. (1893)], p. 1533.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 281

Durante la primera mitad del siglo XIX existieron otras innovaciones


parciales, cuya importancia sin embargo debió ser grande, o lo sería con el
tiempo. Comienza a difundirse el ensacado de los granos en bolsas de tela,
más dúctiles y fáciles de manejar que los antiguos envoltorios de cuero, ini-
ciándose así una práctica cuya vigencia se adentrará firmemente en el siglo
XX. Otro ejemplo ilustrativo de cambios de significación lo encontramos
en torno a la obtención y manejo del agua. Si bien en Buenos Aires el pro-
blema había estado muy presente en las condiciones productivas anterio-
res a 1810, es con la expansión de la frontera que comienza a plantearse en
forma crucial. No sólo, como podría suponerse, porque al cruzar el Salado
los cursos de agua son más escasos, sino sobre todo porque organizar su
distribución hacia rebaños cada vez más grandes significaba también la
adopción de cambios realmente cualitativos, que permitieran obtener mu-
cha mayor cantidad en menos tiempo y distribuirla con máxima eficacia.
No es de extrañar que a partir de la segunda mitad de la década de 1810
comiencen a registrarse artículos y debates en torno a este problema, y,
más allá de su obvia utilidad para la cría de ovinos o incluso vacunos, re-
sulta evidente que esos métodos también proporcionaban facilidades para
la producción agrícola. Si bien la “gran cultura” continuó siendo en secano
(y no podría haber sido de otra forma), la posibilidad de irrigar con como-
didad superficies pequeñas de labor hortícola fue sin dudas un avance sus-
tancial. Un artículo de Felipe Senillosa, publicado en 1816 en Los Amigos de
la Patria y de la Juventud, indicaba la utilidad para la agricultura de encon-
trar un medio para extraer agua más barato que los usuales proponiendo
el uso de tornos ingleses, e indicando ya la implementación práctica de
uno de ellos.62 El periódico El Centinela también registró artículos al res-
pecto.63 Incluso, durante el gobierno rivadaviano se efectuaron ensayos de
perforación de pozos artesianos; si bien esos intentos fracasaron, para 1862
los retomaría con éxito el ingeniero Adolfo Sordeaux.64
Pero la innovación clave de la primera mitad del siglo fue sin dudas la
del balde sin fondo, o balde volcador, como lo denominaron posteriormente
algunos autores. En 1826, el español Vicente Lanuza se presentó al go-
bierno para patentar dos sistemas de extracción de agua. Uno de ellos,

62 Los Amigos de la Patria y de la Juventud, Buenos Aires, nº 3, 15 de enero de


1816, pp. 11-12.
63 El Centinela, Buenos Aires, nº 21, 15 de diciembre de 1822, p. 354.
64 Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003).
282 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

basado en bombas mecánicas, era menos práctico y más costoso que el se-
gundo, el balde sin fondo. Este aparato (cuyo funcionamiento puede
apreciarse en el dibujo de Carlos Pellegrini reproducido en este libro en
la figura 29) consistía en un cilindro hecho con el cuero del cuello de un
potro, con ambos extremos abiertos, sostenido verticalmente sobre un
pozo, mediante una roldana. El cilindro era introducido en el agua; una
vez lleno, el extremo que apuntaba hacia el fondo del pozo era jalado con
una cuerda por un hombre a caballo, con lo que parte del líquido perma-
necía en el cuero, formando una bolsa. Al llegar al borde del pozo, el agua
se derramaba en un conducto que la conducía al estanque. Aunque este
implemento, construido con materiales frágiles, tenía una duración apro-
ximada de unos quince días, el bajo valor de los cueros permitía su utili-
zación masiva y su reemplazo sin demasiado costo. Una adaptación poste-
rior de este sistema fue la manga, que era de mayor tamaño, y que con el
correr de los años sería perfeccionada al ser construida en lona, más dura-
ble y fuerte. Estos avances permitieron la utilización de campos que care-
cían de aguadas permanentes, pudiendo llegar a manejarse rodeos de en-
tre dos y tres mil cabezas de ganado ovino.65

Figura 29. El balde sin fondo, o balde volcador, inventado por Vicente
Lanuza en 1826. Dibujo del ingeniero Carlos Pellegrini, en Revista del Plata,
t. I, 1853-4.

65 Sbarra, N. (1973), pp. 45 y ss.


los cambios en la tecnología agrícola pampeana 283

El balde volcador se constituyó de esa manera en un elemento clave


para el avance sobre tierras de régimen hídrico más pobre que las tradi-
cionales áreas de vieja ocupación linderas a los ríos. Luego de largas y
costosas pruebas, por fin se había logrado resolver un problema funda-
mental provocado por la apertura productiva de las nuevas tierras de las
fronteras. Una carta de Juan Manuel de Rosas a Domingo Arévalo, fe-
chada en diciembre de 1826 y referida a ese invento, da cuenta de los
múltiples e infructuosos esfuerzos hechos al respecto en los años pre-
vios por los empresarios rurales: “Tiene Ud. que con tanto ingeniero, y
tanto lujo y gastos en hidráulicos, etc., no hemos hecho más que dar
motivos de risa y gastar lo que no tenemos, y este infeliz sin sonar nos
ha dado lo que no hemos sacado de todo aquello, ni de cuantas máquinas
y bombas nos han traído de Europa”.66
Esta mordaz autocrítica es sólo un indicio, pero su valor adquiere di-
mensión por todo lo que sugiere: la existencia de círculos de sociabili-
dad interesados en implementar innovaciones prácticas para la mejora
de la producción agraria. Si no inferimos mal, durante esta primera mi-
tad del siglo XIX surge o se afianza la discusión y experimentación de
métodos más adecuados entre productores de cierta envergadura, so-
bre todo en torno a los desafíos planteados por las nuevas condiciones
de la ganadería vacuna y luego ovina, pero también preocupados por
los problemas que enfrentaban en su expansión sobre tierras nuevas,
probablemente incluso al punto de conformar un grupo informal pero
con ciertos caracteres comunes. Los avances que esa quizá limitada,
pero sin dudas consistente, acción habrá de conseguir se irán difun-
diendo luego entre círculos de productores más amplios. Eso es lo
único que podría explicar satisfactoriamente, entre otras cosas, la rá-
pida difusión del Barletta, que aparece de improviso ocupando el lugar
dominante como variedad cultivada. Si bien buena parte de las innova-
ciones debieron todavía hacerse puertas adentro de la explotación, es
probable que también en este aspecto algo de lo que veremos más cla-
ramente en la segunda mitad del siglo XIX haya comenzado a gestarse
en la primera.

66 Transcripta en La Agricultura, año IV, nº 157, 2 de enero de 1896, p. 7.


284 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

8. una agricultura paulatinamente renovada

Así, las innovaciones en la técnica agrícola puestas en marcha durante


la primera mitad del siglo XIX iniciaron un lento pero consistente pro-
ceso de transformación del rubro. En todo caso, el complejo y largo
aprendizaje de la puesta en marcha de una nueva tecnología agrícola
de secano apropiada para tierras cada vez más alejadas de las costas ha-
bría de llevar todavía mucho tiempo, en tanto los desafíos se volvían
cada vez más complejos en la medida misma en que se avanzaba. En esa
evolución, como hemos dicho antes, la agricultura llevaba las de perder
frente a una ganadería vacuna y ovina mucho más dinámicas, que te-
nían además la ventaja de contar con productos más fácilmente trasla-
dables a través de las crecientes distancias de la pampa; de ese modo,
no puede extrañar que la producción agrícola tendiera a crecer menos
que la ganadera, e incluso menos que la población. El nicho que así se
fue formando interesó no sólo a la producción agrícola ultramarina,
sino que también fue aprovechado por la agricultura irrigada del inte-
rior, de alta productividad por hectárea y costos competitivos; como he-
mos visto antes, al menos en ciertos momentos a los comerciantes cor-
dobeses o mendocinos les resultaba conveniente enviar trigo hacia
Buenos Aires. Es de esta forma que puede entenderse el vuelco hacia
el trigo que se observa en Mendoza durante la primera mitad del si-
glo XIX, que habrá de revertirse cuando a partir de la década de 1860
ganen allí lugar otros cultivos.67
Por lo demás, resulta obvio que los condicionantes y desafíos que
iban apareciendo ante los productores a medida que se adentraban en
las pampas no podían ser resueltos sólo con la introducción de máqui-
nas y métodos europeos, al menos de ningún modo sin su adaptación
previa a una situación ambiental y a una oferta relativa de factores que
eran muy distintas de aquellas para las cuales esas máquinas y esos mé-
todos habían sido creados. Hacia mediados de la década de 1820, el ge-
neral William Miller efectuaba algunas útiles e intuitivas consideracio-
nes acerca de la importancia de tener en cuenta los métodos del país
para lograr introducir mejoras agrícolas de magnitud, que pudieran ser
convenientes tanto a los nativos como a los extranjeros interesados en

67 Bragoni, B. (1999); Martínez, P. S. (2005); también Chiaramonte, J. C.


(1991), p. 37.
los cambios en la tecnología agrícola pampeana 285

invertir aquí. “La forma de arar inglesa se ha ensayado en algunas


partes del país; pero se ha hallado que no producía buen efecto. Con
frecuencia los europeos así que llegan a América, manifiestan dema-
siado celo para introducir los métodos del país de su nacimiento;
pero una corta experiencia pronto los convence de que el camino más
sabio y prudente es adoptar el sistema de los naturales, el cual podrá sin
dudas mejorarse, pero no suprimirse. Tanto en la agricultura como en
minería y en otros ramos, deben introducirse gradualmente las mejoras
para que produzcan un beneficio general; y los europeos deben apren-
der un poco de los naturales, si desean lograr enseñarles un mucho”.68 A
fines de la década de 1850, otro lúcido viajero, Victor Martin de Moussy,
se refería en términos prácticamente iguales al mismo tema: “Los hom-
bres inteligentes y laboriosos dirigen ellos mismos sus cultivos, mejoran
gradualmente sus procedimientos, instruyen a sus trabajadores, perfec-
cionan sus instrumentos, y saben corregir con prudencia lo que está
mal, sin pretender hacer inmediatamente tabla rasa y chocar de frente
con los hábitos locales, a los que sería torpe desechar desde un primer
momento, antes de haber comprendido y experimentado con manos
propias la utilidad de reemplazarlos por algo mejor. Es un defecto fre-
cuente entre los cultivadores que llegan de Europa el querer, desde su
arribo, implantar los usos y costumbres del cantón del que han partido,
sin tener en cuenta la naturaleza del suelo, las particularidades del
clima, los hábitos especiales de las gentes que están obligados a emplear
como ayudantes. Esta imprudencia, en la agricultura, es bien pronto
castigada con el fracaso”.69
Ambos estaban sin dudas dando cuenta de una realidad. El viajero
Hermann Burmeister, hacia 1857-60, había experimentado en carne
propia los problemas derivados de una confianza demasiado extensa en
los métodos y en los trabajadores europeos. Si la creación de una nueva
tecnología agrícola pampeana pareciera haber sido un proceso muy
lento, sin dudas que la ansiedad de muchos publicistas y viajeros por in-
troducir modificaciones radicales que le permitieran acelerarse no hu-
biera podido conducir a resultados mejores. Las innovaciones técnicas
incorporadas en torno al manejo del ganado ovino fueron de cualquier
modo mostrando las posibilidades de una agricultura renovada: en

68 Miller, J. (1829), t. II, p. 349. Destacado del original.


69 Martín de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 561.
286 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

1866, Wilfrid Latham proponía un esquema combinado de agricultura


y ganadería que incluía cultivos alternativos de forrajes, cuya implemen-
tación no debió de ser muy compleja, y que podría haber aumentado
sustancialmente la productividad de las explotaciones; pero el alto
costo de la inversión en mejoras y mano de obra que de todos modos
suponía probablemente sólo se hubieran podido amortizar operando
en una escala demasiado amplia para las superficies disponibles en las
tierras más valorizadas y fragmentadas del área costera del norte bonae-
rense. Por lo demás, el mismo autor reconocía que podía ser conside-
rado prematuro encarar producción agrícola para la alimentación del
ganado, a menos que se dispusiera a producir buena carne para el con-
sumo urbano o los saladeros; casi todos los productores, por entonces,
criaban “a campo”, es decir, en pasturas naturales.70

Figura 30. Plano de una chacra mixta combinando agricultura y ganadería


ovina. Hacia 1865. En Latham, W. (1866), p. 165.

En este sentido, como en otros, no se trataba únicamente de contar con el


dinero y los conocimientos para poner en práctica las nuevas ideas; cier-
tas limitaciones estructurales sólo podrían ser resueltas incorporando in-
novaciones de mucho mayor alcance, fruto necesario de largos años de

70 Véase Latham, W. (1866), pp. 162 y ss.; esp. p. 170.


los cambios en la tecnología agrícola pampeana 287

experimentación y ensayos, los que a su vez requerían una mínima acumu-


lación de información. Así, hasta la difusión de cercos más eficientes,
y en especial del alambrado, no fue posible asegurar la producción agrí-
cola ante el embate del ganado, y menos aún organizar racionalmente las
explotaciones. Si bien ya desde la década de 1830 se contaba con mejores
materiales para cercos, y el alambrado sería introducido a inicios de la si-
guiente, se trataba todavía de una etapa de experimentación, centrada en
unidades agrícolas y ganaderas periurbanas. Sólo al avanzar las décadas
de 1860 y 1870 el alambrado comenzaría a conquistar las pampas.71

71 Sbarra, N. (1964); Barsky, O. y Djenderedjian, J. (2003).


Capítulo VI
La situación agrícola de las distintas
provincias pampeanas hacia 1850

1. introducción

En este capítulo intentaremos dar cuenta, muy apretadamente,


del estado de la producción agrícola en las distintas provincias pampea-
nas hacia mediados del siglo XIX. Si bien la disparidad en los estudios al
respecto resulta un límite particularmente consistente, en especial en lo
que respecta a algunas de ellas, consideramos que es necesario ofrecer al
menos una descripción más o menos ajustada de las características de los
distintos actores, y un cálculo aproximado de la evolución de la super-
ficie implantada, a fin de dimensionar con mayor claridad tanto el
peso de las transformaciones producidas durante las primeras cinco
décadas del siglo XIX como el escenario en el que se pondrá en prác-
tica, durante la segunda mitad de esa centuria, el acelerado desarrollo
de la agricultura moderna. El contraste, en consecuencia, será tanto
más llamativo, y podrán visualizarse, al menos tentativamente, algunos
de los difíciles problemas que esta última debió superar para lograr
afianzarse. Comenzaremos por la más conocida, Buenos Aires, conti-
nuando con Santa Fe, que será sin dudas la provincia más radical-
mente afectada por la transformación de la segunda mitad del siglo
XIX, y terminaremos con las de Entre Ríos y Córdoba. Dado el obje-
tivo de comprender mejor la historia agrícola pampeana, no incursio-
naremos en el estudio de casos notables de desarrollo cerealero du-
rante la primera mitad del siglo XIX, como fue el de Mendoza, que
habría de transformarse en el “granero de la Confederación” hasta
que la imbatible producción de las colonias santafesinas la desbancara
de su privilegiada posición en el abasto del gran mercado rioplatense,
la ciudad de Buenos Aires.
290 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

2. buenos aires

Hemos hablado ya de los factores que derivaron, en Buenos Aires, en


un crecimiento de la producción agrícola de menor magnitud que el
ganadero, pero a la vez en un desplazamiento del cultivo triguero hacia
áreas más alejadas de las que habían sido su ámbito tradicional. Más allá
de su importancia en el producto global y de su papel en la economía,
al iniciarse la segunda mitad del siglo XIX la superficie cultivada en
Buenos Aires, aun habiéndose quizá duplicado con respecto a la de inicios
de esa centuria, era aún más reducida que entonces en comparación
con la destinada a la ganadería. No resulta entonces extraño que hacia
mediados del siglo la producción agrícola bonaerense no lograra suplir
la totalidad de la demanda de granos de su población. Los datos recopi-
lados por Justo Maeso para 1854 dan salidas de 103.147 fanegas de
trigo, por lejos el cultivo principal, para diecisiete partidos de la campaña
bonaerense. Lo anterior significaría alrededor de 12.600 hectáreas im-
plantadas sobre una superficie total de casi 3.600.000 hectáreas. Si bien
habría que agregar a esa cifra (calculada sólo sobre la producción ex-
portada fuera de esos partidos) lo correspondiente al consumo local y a
reserva de semilla para siembra, y considerar que esos partidos eran
sólo una parte de los 52 entonces existentes, es de notar sin embargo
que, de cualquier modo, la superficie cultivada era ínfima, ya que los
datos dan cuenta de una proporción significativa del total cosechado,
puesto que incluían algunos de los distritos más netamente agrícolas de
la provincia, como San Isidro, San Pedro, Chivilcoy, Quilmes y San José
de Flores.1
La situación del cultivo triguero en Buenos Aires hacia mediados del
siglo XIX, comparada con las restantes provincias pampeanas, conti-
nuaba de cualquier manera siendo la mejor, al menos en lo que res-
pecta a la proporción de la superficie sembrada por habitante. Los die-
cisiete partidos cuya producción de trigo nos provee Maeso, poseían,
según el mismo autor, una población de 71.942 habitantes, lo cual sig-
nificaría una relación aproximada de 1,43 hectáreas sembradas por ha-
bitante, mucho más que en Santa Fe, Entre Ríos o incluso Córdoba. Es

1 Datos en Parish, W. (1958), pp. 630-631; cálculo de superficie implantada a


partir de considerar una siembra de 70 a 80 (promedio 75) kilogramos de
semilla por hectárea y un rendimiento de 15 granos por cada uno sembrado.
la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 291

de destacar el papel de los partidos de la zona oeste, encabezados por


Chivilcoy, lo que evidencia la importancia del desplazamiento del cereal
hacia esas áreas y el sur provincial.
El panorama había así ido ganando en complejidad con respecto al
existente a fines del dominio hispánico. Se habían diferenciado ahora
claramente al menos dos zonas productivas, con actores y características
muy distintos. En lo que respecta al área del norte provincial de ocupa-
ción más antigua y lindera al Río de la Plata, desde la cual provenía tra-
dicionalmente el abasto de la ciudad de Buenos Aires, las explotaciones
estaban representadas sobre todo por quintas y chacras situadas en zo-
nas suburbanas y en los ejidos de los pueblos, con un buen porcentaje
de propietarios, si bien de parcelas reducidas. Los arrendatarios pare-
cen haber aumentado consistentemente, a la par de la fragmentación
de las tenencias pero sobre todo por las bruscas oscilaciones en las al-
ternativas del negocio agrícola, pautadas por factores de inestabilidad
mayores aún que en períodos anteriores. El ritmo de los mercados de
granos, que afectaba en especial a esas áreas, marcaba ahora pautas mu-
cho más dinámicas que nunca, y la adaptación a ellas debió de haber
afectado el planeamiento de muchas explotaciones.
En las áreas más valorizadas cercanas a las urbes o en el norte bonae-
rense, tanto la productividad como la inversión agrícola debieron ser
más altas que en las demás, cosa que se refleja en la diferente calidad de
los granos provenientes de la zona; de todos modos, las cantidades co-
sechadas por productor parecen haber sido bastante limitadas. Un lis-
tado de las cosechas de trigo de los productores del cuartel tercero de
San Isidro en enero de 1849 indica un promedio de poco más de 38 fa-
negas por cada uno, con un máximo de 130 y un mínimo de 10, lo que
podría equivaler a superficies implantadas de entre 1,9 y 25 hectáreas,
similares a las de medio siglo atrás.2 Pero, de la mano de un descenso
de la especialización relativa, esas explotaciones poseían ahora un aba-
nico de actividades bastante más variado que antaño, que aún podía in-
cluir incursiones en los rubros de crecimiento más vigoroso, a fin de

2 Florencio Romero a Genaro E. Rua, San Isidro 19 de enero de 1849, en


AHMSI, Documentos del Museo Pueyrredón, caja 1, Agricultura, 1-11; hay
ejemplos similares para otros años y cuarteles. Se calculó un rendimiento de
10 granos por uno sembrado, según lo indicado para el área periurbana de
Buenos Aires por Martin de Moussy, V. (1860-64), t. I, p. 475; equivalencia en
litros de la fanega en el cuadro 4, Apéndice II.
292 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

compensar con su mayor productividad los riesgos intrínsecos al cultivo


cerealero.
La rentabilidad del negocio agrícola era extremadamente variable se-
gún las condiciones de cada año, como se ha visto ya, a lo que además
debe agregarse la concurrencia de harinas y trigos importados, que de
todos modos no lograron equilibrar los mercados. De esa forma, los
problemas que experimentó la producción agrícola habían ido mi-
nando las ganancias, a la par que determinaban alzas en el valor medio
de la tierra y un vuelco relativo hacia actividades más seguras. De todos
modos, las condiciones de rentabilidad de los productores eran suma-
mente heterogéneas, dependiendo de factores tan variables como la
distancia del productor al mercado, la abundancia o no de las cosechas,
la escala o el rendimiento de las tierras, la mayor o menor posibilidad
de introducir ganadería. En todo caso, es obvio que no todos los pro-
ductores agrícolas estaban en la misma situación, siendo quizá los del
norte bonaerense quienes más ventajas gozaban al respecto, entre otras
cosas porque, en tanto se hallaban en una zona ribereña al Río de la
Plata, podían aprovecharse de los bajos costos relativos del transporte
fluvial.
Por lo demás, el círculo vicioso de baja inversión y baja rentabilidad
continuaría afirmándose aun a pesar de la existencia de tarifas protec-
toras y de momentos puntuales de altos precios, que para ciertos pro-
ductores debieron más que compensar las pérdidas de los años escasos.
En este aspecto, hacia finales de la década de 1850 la combinación de
inversiones insuficientes, productividad decreciente y tierras en frag-
mentación acelerada había llevado la situación a puntos críticos: en
1863, el secretario municipal de San Isidro, Francisco Fernández, in-
formaba crudamente que “la industria del partido es de un chacarerío
mezquino que no da mucho valor al terreno hasta que no se introduz-
can medios más aventajados para trabajar la tierra (...) hasta las mayo-
res explotaciones son improductivas”.3 En este sentido, los intentos de
reservar el mercado bonaerense mediante leyes proteccionistas, en
boga desde la década de 1830 y todavía defendidos por muchos pro-
ductores durante la siguiente, habían ido perdiendo aceleradamente
su prestigio en torno a la mitad del siglo. Aun un defensor de los pro-
ductores contra los comercializadores como Manuel Villarino podía

3 Informe reproducido en Kröpfl, P. F. (2005), p. 144.


la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 293

preguntarse en 1859 si no sería mejor establecer una sucursal del


banco provincial o algo parecido a los montes de piedad en lugar de
derechos proteccionistas para garantizar un fomento más eficiente a
sus colegas, los cuales estaban sin dudas llamados a desaparecer: “Al
fin la lógica de los principios aceptados de economía ha de borrar de
nuestras leyes los altos derechos llamados protectores”.4 Por su parte,
Amancio Alcorta podrá incluso afirmar con acritud hacia 1860 que
“los labradores de San Isidro, San Fernando, Morón y Chivilcoy hace
cuarenta años que necesitan protección. En los primeros tiempos se
dictó una ley que imponía derechos fuertes a los granos y harinas ex-
tranjeros; más tarde se prohibió su introducción, y últimamente se
cobra sobre ellos el 30% de derechos, pero aun esto mismo no lo
consideran bastante. Así es que con estas leyes engañamos las espe-
ranzas de los labradores, y cometemos una injusticia con la población,
haciéndole comer caro el pan. Un cultivo que en cuarenta años no
ha podido satisfacer las necesidades del consumo y llenar los costos
de producción, debe abandonarse, según los consejos de la ciencia
económica”.5

Figura 31. Plano de parte de la chacra de Antonio Sierra, 1838, que mues-
tra la fragmentación entre sus herederos en porciones de 80 varas de
frente y 1.008 de fondo. La propiedad original constituía una larga franja
de 80 varas de frente y una legua de fondo (69,28 x 5.206,2 metros). En
Argentina. Provincia de Buenos Aires. Ministerio de Obras Públicas
(1935), t. II, e/pp. 270-1.

Una carta publicada en los Anales de la Sociedad Rural Argentina efec-


tuaba un diagnóstico muy preciso acerca de cuál debía ser el camino a
tomar, si bien aquél no sería recorrido tan linealmente: “Es de todo

4 Manuel Villarino al presidente de la Exposición Agrícola, Gervasio A. de


Posadas, Chivilcoy, abril 28 de 1859, en Argentina, Estado de Buenos Aires
(1859), pp. 26 y s.
5 Alcorta, A. (1862), pp. 89-90.
294 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

punto evidente que la agricultura no es productiva en los alrededores


de Buenos Aires, y que aun cuando gana en extensión no progresa
verdaderamente... Los... productos... no tienen más mercado que el
consumo que se hace allí mismo. Es tiempo ya de emprender la agricul-
tura industrial, a fin de exportar sus productos, que serán entonces una
fuente de riqueza tan importante, al menos, como la exportación de los
cueros, del sebo, de los aceites animales y de las lanas que actualmente
se exportan”.6 Si bien todavía faltaría bastante para lograr esos objeti-
vos, resulta significativo que en el tercer cuarto del siglo comiencen a
introducirse mejoras de diversos tipos e incluso pueda comenzar a ad-
vertirse en ciertas zonas un nuevo cambio, por el cual la agricultura co-
menzó a recuperar lentamente parte del terreno perdido con anteriori-
dad a expensas de la ganadería. Esta nueva agricultura, más intensiva y
rendidora que la tradicional, constituía la más adecuada forma posible
de obtener beneficios de tierras cada vez más fragmentadas y cuyo precio
crecía constantemente merced al aumento y sofisticación del consumo
de las ciudades.7
La situación de los labradores de áreas más lejanas o de las zonas de
frontera parece haber sido distinta. La mayor superficie promedio po-
sibilitaba sin dudas una versatilidad también más amplia, y por consi-
guiente la incorporación de ganadería compensaba mejor la baja pro-
ductividad relativa agrícola. Si bien las estadísticas de 1855 no permiten
discriminar la situación de los labradores de cada uno de los siete partidos
cuyos datos fueron recopilados, y en los que se mezclan algunos aleda-
ños al Río de la Plata y otros más al interior de las pampas, es evidente
que en Zárate, San Pedro, Rojas, San Andrés de Giles, Chivilcoy, Ense-
nada y Mar Chiquita las superficies promedio de las explotaciones eran
bastante mayores que en la muy fragmentada zona tradicionalmente tri-
guera de San Isidro, y que eran justamente algunos labradores extran-
jeros quienes más amplias superficies poseían, al menos en proporción
al resto.

6 “Carta del señor Duhamell”, en Anales de la Sociedad Rural Argentina, t. I,


p. 22, 1866.
7 Ejemplos interesantes al respecto en el recorrido de la granja Victoria, de
Enrique Victorica, en Moreno, y en la descripción de las chacras de Rodrí-
guez, en Pilar. Véase El Campo y el Sport, Buenos Aires, t. I, nº 122, 25 de
noviembre de 1893, p. 1571; ibidem, nº 130, 23 de diciembre de 1893,
p. 1679.
la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 295

Cuadro 14
Propiedades de labradores en los partidos de Zárate, San Pedro,
Rojas, San Andrés de Giles, Chivilcoy, Ensenada y Mar Chiquita
en 1855

Nacionalidades Extensiones
De más de 1 De más de 5 De más de 10
cuadra cuadrada cuadras cuadradas cuadradas
Porteños 124 51 207
Argentinos 122 54 138
Españoles 1 19 41
Ingleses 5 7 12
Franceses 4 4 20
Alemanes 0 0 3
Italianos 0 18 29
De otros países 4 0 4
260 153 454

Fuente: Argentina. Estado de Buenos Aires. Registro estadístico del Estado de


Buenos Aires, tomo II (1855), p. 44. Nota: Téngase presente que una cuadra
cuadrada representa aproximadamente 1,68 hectáreas.

No debe pensarse que esas cuadras cuadradas fueron totalmente culti-


vadas; por el contrario, todo parece indicar que la presencia de ganade-
ría en estas unidades debió ser consistente, mucho más que la que po-
día existir en las explotaciones similares del área bonaerense de cultivo
tradicional. De esta forma, a través de economías de escala, estos pro-
ductores de áreas nuevas parecen haber podido compensar al menos
parte de las desventajas a que los condenaba la falta de transportes efi-
cientes y baratos a través de las pampas para llegar al gran mercado de
la ciudad de Buenos Aires. La mayor distancia hasta el puerto principal
del comercio exterior oficiaba por otra parte como una protección adi-
cional para la reserva de los crecientes mercados locales para la produc-
ción local, a causa de los altos costos que tenía el envío de granos y hari-
nas importados hasta esas áreas fronterizas. Por lo demás, la orientación
al consumo local o regional de esa producción debió ser más mar-
cada, si bien, como hemos dicho antes, los trigos de la frontera tenían
parte a veces sustantiva en el mercado porteño. Es evidente en ese fe-
nómeno que su competitividad dependía de la tierra más barata en la
296 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

cual se los producía, aun cuando debiera soportar muy altos costos
de flete.
De todos modos, las unidades agrícolas tienen en la apertura de esas
áreas de frontera una presencia en los inicios creciente, que luego parece
ir menguando. Ya en las décadas iniciales del siglo XIX son todavía más
abundantes que las estancias; a lo largo de la primera mitad de esa centu-
ria, sin embargo, es evidente la bastante rápida conversión hacia la ganade-
ría, y, para 1854 aquellas unidades donde ésta predomina las han supe-
rado ya.8 Debe de cualquier manera tenerse presente el movimiento
mismo del cultivo cerealero hacia áreas más lejanas, que si resulta oculto
por la desbocada expansión de la ganadería, no debe de ningún modo des-
preciarse. Así, a medida que avance el siglo, la cantidad de productores y la
importancia de las cosechas de trigo en el área del norte provincial tende-
rán a decrecer en beneficio primero de las del oeste y, luego de las del sur.

Cuadro 15
“Labradores” y producción de trigo en el estado de Buenos Aires,
1854-55

Labradores (N) Producción de trigo (fanegas)


1854 1855
Nacionales Extranjeros Total (julio- (enero- Total
diciembre) junio)
Partidos del
norte 510 33 543 6.093 20.817 26.910
Partidos del
oeste 2.706 518 3.224 11.645 60.294 71.939
Partidos del
sur 1.724 429 2.153 10.706 5.121 15.827
4.940 980 5.920 28.444 86.232 114.676

Fuente: Censo de la campaña de Buenos Aires, 1854, y Movimiento de los


productos agrícolas y pastoriles de los partidos de la campaña de Buenos
Aires, ambos en Argentina. Estado de Buenos Aires. Registro estadístico del
Estado de Buenos Aires, tomos I y II (1854 y 1855), vs. locs.

8 Véanse por ejemplo los análisis de Mateo, J. (2001), pp. 124-5 sobre Lobos, y
de Banzato, G. (2005), pp. 94-95, para Chascomús, Monte y Ranchos.
la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 297

Si bien el promedio de producción por labrador que muestran los da-


tos del cuadro anterior indica aproximadamente 49,5 fanegas para los
partidos del norte, 22,3 para los del oeste y 7,3 para los del sur, lo signi-
ficativo es que la extensión del cultivo triguero en el oeste haya casi tri-
plicado a la del norte, mientras que la del sur no está demasiado lejos
de alcanzarla.

3. santa fe

Como hemos visto en el capítulo I, durante el período colonial y hasta la


mitad del siglo XIX el dominio criollo en Santa Fe estuvo reducido a
poco más que la ciudad de ese nombre, una franja costera del Paraná al
sur de ésta y el área de los caminos que la conectaban con el interior. Cer-
cada por los indígenas al sur y al norte de ese estrecho corredor, Santa Fe
sobrevivió por momentos difícilmente a los ataques a que la sometían, lo-
grándolo a menudo sólo merced a una compleja, múltiple y sorpren-
dente diplomacia de fronteras en la que se tejieron alianzas de diversa
duración y alcances entre los notables de la ciudad y las parcialidades
aborígenes, pautadas por relaciones comerciales mutuamente beneficio-
sas, constituyéndose un espacio de intereses propio que colisionó incluso
con los de las autoridades coloniales.9 Nudo de tránsito terrestre entre el
puerto bonaerense y las economías del interior, Santa Fe tuvo tradicional-
mente una importancia económica que sin embargo se tradujo en apa-
riencia muy poco en su estructura productiva rural. Si bien las fortunas
de los notables santafesinos habían sido labradas fundamentalmente en
el comercio de intermediación, hacia finales de la época colonial mu-
chos de ellos poseían inversiones en grandes estancias de mulares o
de vacunos, tanto allí como en la vecina Entre Ríos, rubros en los que
habían ingresado a fin de diversificar riesgos.10
La producción ganadera era de ese modo ya entonces bastante más
notable que la agrícola, fundamentalmente destinada al autoconsumo
y al abasto de los escasos centros poblados. Las luchas del período poste-
rior a 1810 hicieron de Santa Fe un duro e intermitente campo de batalla.

9 Véase un interesante relato al respecto en Salaberry, J. F. (1926).


10 Tarragó, G. (1995/6, 1994); Djenderedjian, J. (2003).
298 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Se produjo una tremenda dislocación económica a causa de los mu-


chos años de guerra, que trajeron asimismo la destrucción de mu-
chas fortunas y una acrecida presión por parte de un fisco provincial
siempre exhausto e imperiosamente necesitado de fondos. La evolu-
ción productiva no puede seguirse ya a través de los diezmos, pero las
cifras de productos exportados indican suficientemente las tendencias.
A la liquidación de stocks efectuada entre los años 1811-1816, siguió un
largo momento de retracción comercial, signado por la devastación de
los planteles ganaderos provinciales. Pero si bien durante las décadas
de 1820 y 1830 los valores exportados claramente se estancan, ya en
la primera de ellas se registran moderadas recomposiciones del stock
ganadero e inversiones de capitalistas bonaerenses. La recuperación
continuará durante la siguiente, a fines de la cual comenzará una
etapa de crecimiento marcada nuevamente por la exportación de
cueros vacunos, complementados en algunos momentos por los de
nutria y una amplia variedad de maderas. Así, en parte gracias a una
conflictividad menor y en parte por efectos de una renovada de-
manda de subproductos ganaderos, las fronteras pudieron en parte
consolidarse y las áreas rurales retomaron la actividad con algo más
de certidumbre.11 Esa evolución positiva se apoyaba en buena parte
en la situación de nudo de tráfico que conservaba la región, articu-
lando el comercio del interior a través del ascendente puerto de Ro-
sario, y participando del movimiento fluvial por el Paraná, que la co-
nectaba a menores costos con Corrientes y el Paraguay, así como con
Buenos Aires. Ese renovado papel de centro articulador de un vasto
espacio mercantil fue para Santa Fe un invalorable motor econó-
mico. No lo fue sólo en cuanto a la dimensión comercial: el hecho de
poder contar con un centro en rápido crecimiento, que oficiara como
concentrador y distribuidor de capitales, fue clave en el desarrollo
provincial.
De todos modos, ese crecimiento fue bastante menor que el entre-
rriano, en parte quizá por la persistencia de conflictos políticos. La
recuperación de los planteles vacunos parece haberse asentado sobre
todo en una utilización muy extensiva del medio, y en un lento proceso

11 Sobre los flujos comerciales, véase Rosal, M. y Schmit, R. (1995); un intere-


sante estudio reciente sobre la evolución de la producción rural santafesina
durante la primera mitad del siglo XIX en Frid, C. (2007).
la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 299

de reorganización productiva basado en la sujeción de los rebaños a


rodeo. Salvo en ciertas áreas del sur, cercanas a la provincia de Bue-
nos Aires, los comienzos de la innovación ganadera en torno al lanar
no parecen haber llegado a Santa Fe sino tardíamente, en parte por
el peso de ciertas restricciones ambientales y, más probablemente,
por dificultades en la formación de capital y en la acumulación de
medios productivos modernos. Más allá de los stocks, que de todas
formas no parecen haber sido muy significativos teniendo en cuenta
la superficie disponible y la carga ganadera usual en las provincias ve-
cinas, el valor medio de los ovinos era en Santa Fe para 1875, según
los datos transcriptos por Ricardo Napp, alrededor de la mitad del
correspondiente a los lanares bonaerenses, e incluso menos del 70%
del de los entrerrianos.12 Cifras más o menos seguras de ganado
ovino puro y mestizo existente en la provincia recién están disponibles
para 1887; ese año, todavía el 33% del rebaño continuaba siendo criollo,
contra el 18% en Buenos Aires.13
Hacia 1850 persistían así ciertos límites a la expansión económica.
Las fronteras se encontraban en el mismo punto que medio siglo
atrás, con el único agregado de algunos pueblos, sobre cuyas funda-
ciones veremos algo en el capítulo siguiente. La campaña rural se
veía amenazada por la acción no sólo de los indígenas sino sobre
todo también de un heterogéneo conjunto de bandoleros rurales,
muchos de ellos desertores de los ejércitos en marcha; Perkins, con
evidente exageración y sin embargo no demasiado lejos de la realidad
cotidiana, podía decir hacia 1860: “La provincia de Santa Fe es un des-
ierto habitado por cuatreros y gauchos malos, descendientes de los
soldados”.14
En la década de 1850 sin embargo el cambio comenzó a hacerse
cada vez más evidente. Los gobiernos provinciales hicieron esfuerzos
denodados para expandir la frontera y acabar con las invasiones indí-
genas, logrando resultados hacia 1858, bajo el gobierno de Fraga,
cuando la superficie provincial prácticamente se duplicó. En la dé-
cada de 1860 los avances continuaron, hasta lograr confirmar, a fines

12 Napp, R. (1876), p. 311.


13 Carrasco, G. (dir. y comis. gral.) (1888), libro II, pp. xx-xxi; Barsky, O. y
Djenderedjian, J. (2003).
14 Gallo, E. (1983); Iriondo, U. de (1871) y Lassaga, R. (1881).
300 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

de ésta, conformar un territorio de alrededor de 57.000 kilómetros


cuadrados bajo dominio criollo, más de cuatro veces la superficie de
diez años atrás.15 Para esa fecha, las áreas de suelos más ricos del sur
provincial podían ser ya entregadas a la producción, mientras que el
norte recién sería terminado de conquistar a mediados de la década
de 1880.

Figura 32. La bajada principal del puerto del Rosario. Copia de la acuarela
hecha por Eudoro Carrasco el 7 de enero de 1854. En Carrasco, E. y
Carrasco, G. (1897), e/pp. 282/3.

La aparición de las primeras colonias santafecinas, a partir de media-


dos de la década de 1850, se ubica así dentro de un proceso de ex-
pansión tanto económica como territorial. Un buen ejemplo de ello
lo constituye el rápido proceso de crecimiento poblacional y comer-
cial que caracterizó a la ciudad de Rosario; su transformación en cen-
tro financiero y de consumo tuvo un importante papel tanto en la ge-
neración de capitales de inversión como en la demanda de alimentos
y materias primas provenientes de los nuevos centros coloniales.16 De
ese modo, al inicio del proceso de colonización, Santa Fe comenzaba
a adquirir un espacio de importancia en el ámbito del litoral, go-
zando de una relativa paz, con algunos de sus más importantes líderes
políticos favorables a la inmigración, con creciente control sobre sus
fronteras, un incipiente desarrollo y un centro comercial y financiero en
pleno crecimiento.

15 Gallo, E. (1983), pp. 34 y ss.


16 Véase en el Apéndice II, cuadros 7 y 8, un detalle de la evolución poblacional
de Rosario a partir de 1842, y datos sobre recaudación fiscal en sus aduanas.
la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 301

Figura 33. Rosario en 1863: el puerto, aduana, barrancas y rancherías del


bajo. En Carrasco, E. y Carrasco, G. (1897), e/pp. 570/1.

Pero el cambio que sobrevendría sería mucho más importante. Hacia


1856, la superficie cultivada en Santa Fe apenas alcanzó las 1.687 hectá-
reas, una proporción ínfima comparada con la dedicada a actividades
ganaderas; la producción de trigo era insuficiente para abastecer el por
cierto bastante limitado consumo local de pan. Según Carrasco, quizá
con alguna exageración, sólo se amasaban dos o tres arrobas por día de
harina en Rosario, la cual era principalmente importada de Mendoza,
Córdoba e incluso de Chile y los Estados Unidos. En esos años, apenas
existían ocho centros poblados en la provincia, algunos de ellos sólo
con unos pocos cientos de habitantes. Para 1863, los cultivos abarcaban
8.437 hectáreas y, veinte años más tarde, habían pasado a más de
360.000. Ese último año, los centros poblados llegaban a más de un
centenar, y la exportación de trigos y harinas se elevó a cien millones de
kilogramos, marcando esos hechos la magnitud de la espectacular
transformación lograda en muy breve tiempo.17

4. entre ríos

Entre Ríos, como Santa Fe, resultó una de las provincias más castigadas
por la guerra durante la primera mitad del siglo XIX. Su riqueza gana-
dera fue destruida y vuelta a crear en el curso de esas luchas; en ese

17 Carrasco, G. (1884); Carrasco, G. (dir.) (1887-8), libro II, p. ix; Fernández, A.


(1896), passim; Carrasco, G. (1893), p. 1714.
302 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

contexto, los productores intentaron continuar generando negocios en


medio del caos, lográndolo con importante éxito, patente sobre todo
en las décadas de 1830 y 1840. Ese éxito es tanto más sorprendente
cuanto que el gran problema de esa economía, la escasez de mano de
obra, se vio incluso acentuado con el fin de la esclavitud y con el reclu-
tamiento de buena parte de los varones para servir en los ejércitos en
marcha. Esta situación fue resuelta mediante la acentuación del uso de
técnicas muy extensivas de manejo del ganado, que compensaban la es-
casez de unos factores con la abundancia de otros; y, sobre todo, me-
diante un cuidadoso y complejo sistema de disposición de la mano
de obra, la cual fue disciplinada desde el Estado a través del esfuerzo de
guerra, haciéndola partícipe al mismo tiempo de un ethos colectivo me-
diante el cual, por un lado, se afirmaba un vigoroso sentimiento de per-
tenencia a la “comunidad” de los habitantes de la provincia, y, por otro
lado, se distribuían premios y castigos por esa participación en la gue-
rra, los primeros en especial dosificando los permisos para acudir a la
labor rural y otorgando autorizaciones para disponer del usufructo de
parcelas de tierra a los soldados meritorios.18 De esta forma, durante
esas décadas convulsas la prosperidad no estuvo precisamente ausente
de la economía entrerriana; hacia 1850 ésta ya poseía la suficiente soli-
dez como para pretender un lugar de privilegio en la constelación rio-
platense, cediendo el primero sólo a Buenos Aires.
Sin embargo, las peculiares características que le habían permitido cre-
cer parecen haber estado luego entre los escollos que retrasaron la
puesta a punto de esa economía a los dictados de la nueva época que se
abre a partir de mediados del siglo XIX. La agricultura, tradicional-
mente, había estado centrada en el abasto a los dispersos centros pobla-
dos y a una incierta pero sin dudas sustantiva producción de subsistencia.
En varios casos, en especial en los pueblos de la vertiente del Uruguay
(Gualeguay, Gualeguaychú y Concepción del Uruguay), la cercanía de
grandes unidades productivas implicaba condiciones de acceso diferen-
cial al mercado de cereales de éstas; esas grandes unidades participaban
de la producción agrícola, utilizando probablemente un esquema que
privilegiaba la extensividad a fin de competir más eficientemente con los
costos de las unidades de explotación familiar. Pero la producción agrí-
cola no parece haber logrado nunca una presencia significativa frente a

18 Schmit, R. (2004).
la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 303

una ganadería ampliamente dominante, si exceptuamos las zonas más es-


pecializadas cercanas a Paraná. Existieron, por lo que parece, incluso im-
portaciones de granos o harinas, aun cuando también en ciertos momen-
tos de precios altos, y desde las áreas más densamente pobladas de la
provincia, pudieron efectuarse exportaciones.19
No es sorprendente entonces que hacia 1850 la agricultura ocupara un
lugar muy menor en la economía provincial. Según Pedro Serrano, todos
los hacendados eran a la vez “pastores y labradores”, y habían comenzado
a “conocer las ventajas de tener el trigo en sus casas para su manutención,
y para reducirlo a dinero”; pero, mientras existían cuatro millones de ca-
bezas de ganado vacuno, un millón ochocientas mil de equinos y dos mi-
llones de lanares, la cosecha de trigo en los años 1848 y 1849 había prome-
diado tan sólo unas 17.000 fanegas, lo cual, calculando un rendimiento de
13 granos por cada uno sembrado, y un promedio de 70 kilogramos de se-
milla por hectárea, daría aproximadamente una superficie implantada de
apenas 1.800 hectáreas.20 Ciertas medidas proteccionistas con respecto a
la entrada de granos sugieren que el sector, además, tenía serias dificulta-
des de rentabilidad aun para suplir el corto y cercano consumo local. Es
en ese contexto que se intentará encarar la formación de colonias agríco-
las con motivaciones estratégicas: no sólo para asegurar el control del te-
rritorio y aumentar a largo plazo su población, sino también para apunta-
lar los abastos. Este proceso de cambio productivo fue de todas formas
muy lento: según las estadísticas recopiladas en 1868 ese año sólo se ha-
bían sembrado unas 2.313 fanegas de trigo en toda la provincia, lo cual re-
presentaría unas 3.223 hectáreas de cultivo, o un crecimiento de poco más
del 3% anual desde el dato de 1848-49 citado anteriormente. Se trata, en
ese caso, de un índice considerablemente inferior al del aumento pobla-
cional, pues entre 1856 y 1869 la población pasó de 79.282 a 132.474 per-
sonas, es decir que se produjo un aumento de alrededor del 4,3% anual.21

19 D’Orbigny, A. (1954), t. I, pp. 403; 489-496; Díaz, C. (1878), pp. 200-201.


20 Datos en Serrano, P. (1851). Se calculó un promedio de 70 kilos de semilla
por hectárea sembrada, a partir de las estimaciones de Raña, E. S. (1904),
p. 119. Se tomó la fanega de Concepción del Uruguay, que medía 210-215
libras con trigo (cuadro 4, Apéndice II). El rendimiento de 13 granos por
cada uno sembrado se consideró a partir de las estimaciones de Martin de
Moussy, V. (1860-64), v. I, pp. 473-475.
21 Estadística de Entre Ríos, año 1868, en AHAER, Gobierno VII, Estadística,
Carpeta 11, leg. 1; censos de 1856 y 1869 en [Hudson, D. (dir.)] Rejistro esta-
dístico..., t. I, pp. 115 y ss., y De la Fuente, D. (dir.) (1872).
304 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Si bien la estadística de 1868 no incluye el área sembrada en algunos dis-


tritos de Concordia y en el departamento de Gualeguay y, por otra parte,
debe recordarse que el maíz era en esos años un cultivo tanto o más im-
portante que el trigo, esa poco brillante evolución triguera contrasta con
la de Santa Fe, donde para la misma época la superficie cultivada ya alcan-
zaba las 60.000 hectáreas, con un crecimiento de más del 25% anual con-
tinuado desde 1856. Es, también, un indicio de las fuertes dificultades que
enfrentará en Entre Ríos el proceso colonizador, como veremos luego con
más detalle.

5. córdoba

Hacia mediados del siglo XIX, Córdoba poseía una tradición agrícola
larga y sólida, o al menos más larga y más sólida que la correspondiente
a Santa Fe y Entre Ríos. Como hemos visto ya, en la zona ocupada
desde tiempos coloniales el paisaje productivo era diversificado, con
buena parte de explotaciones domésticas dedicadas en grados variables
a un abanico de actividades, a veces y en ciertas regiones tendiendo ha-
cia una especialización más o menos intensa, pero siempre con una im-
portante presencia de la producción de autoconsumo. Las viejas estan-
cias de los jesuitas resaltaban por su complejidad, así como por la
diversidad de rubros que en ellas componían el esquema productivo;
aunque siempre tal esquema estuviera claramente orientado hacia mer-
cados externos y a menudo lejanos, y por tanto determinado en buena
parte por éstos, la presencia de grandes rebaños de ganado se combi-
naba con cultivos, producción textil y fabricación de vinos, entre otras
actividades.22
Este esquema continuaría esencialmente vigente a lo largo de la pri-
mera mitad del siglo XIX, a pesar de las rupturas provocadas por la gue-
rra, y de la dislocación de los tradicionales mercados del norte; en ello
tuvo sin duda un buen papel la mayor densidad relativa de la población
local. Los viajeros europeos que llegaban desde las despobladas soleda-
des de la frontera bonaerense o santafesina notaban con claridad el
cambio de ambiente al entrar en Córdoba; Woobdine Parish, viajando

22 Cushner, N. P. (1983), pp. 67 y ss.; esp. pp. 82 y ss.


la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 305

desde Buenos Aires hacia mediados de la década de 1820, escribió:


“Después de pasar la posta del Fraile Muerto (...) el aspecto del país
principia a cambiar: presenta ya sus ondulaciones, y al fin se encuentra
término al monótono paisaje de las pampas”.23 Pero el cambio no se li-
mitaba al paisaje: el malhumorado John Miers opinó que, luego de cru-
zar el río Cuarto, “la apariencia del país mejoraba continuamente (...).
Me vi sorprendido por la limpieza y orden de la casa de postas (...) el
carácter general de la gente difiere del de los habitantes de las pampas;
son más bajos de estatura, más limpios, y de mejor semblante”. Esos ha-
bitantes lo proveyeron de huevos, queso y manteca, la primera que
Miers veía desde que había salido de Buenos Aires.24 La superficie cul-
tivada era más extensa que en la vecina Santa Fe; hacia 1847, la pro-
ducción de trigo cordobesa alcanzaba a 10.286 fanegas, lo que podría
equivaler a algo más de 3.500 hectáreas sembradas.
Sin embargo, si consideramos la población existente en la provincia,
que para esos años debía rebasar las 110.000 personas, la superficie sem-
brada por habitante resultaba aún más modesta que en Santa Fe.25 Si
bien debemos agregar varios otros cultivos de importancia menor, y sobre
todo el maíz, del cual se cosecharon ese año 10.695 fanegas y que consti-
tuía parte fundamental de la dieta local a un nivel más significativo que el
trigo, de todos modos el área implantada parece haber sido enorme-
mente más pequeña que la destinada a ganadería, aun cuando desde
1828 esta última actividad había sufrido una coyuntura bastante crítica
hasta mediados del siglo, reduciéndose por consiguiente los rebaños.26
Aunque los alfalfares habían tenido desde antiguo presencia destacada
en la superficie cultivada provincial, el ganado continuaba alimentán-
dose fundamentalmente en prados naturales. Todavía entre 1872 y 1873
los cultivos de trigo ocupaban poco más de 13.100 hectáreas, y los de
maíz unas 35.700, concentrados fundamentalmente en las áreas de anti-
gua ocupación.27 Es de destacar que tanto los rendimientos como la su-
perficie implantada podían variar mucho de año en año, pero no parece
de todos modos que se alejaran demasiado de esas cifras.

23 Parish, W. (1958), p. 371. Algo muy similar relataba José de Amigorena para
finales de la década de 1780. Amigorena, J. F. de (1988), p. 15.
24 Miers, J. (1826), t. I, pp. 71-75.
25 Población calculada a partir de De la Fuente, D. G. (1872), pp. 232-3.
26 Romano, S. (2002), pp. 70; 95-96.
27 Ferrero, R. (1978), pp. 34 y 51.
306 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Las explotaciones agrícolas, como es de imaginar, continuaban siendo a


menudo de muy pequeñas dimensiones comparadas con sus similares bo-
naerenses, y empleaban técnicas primitivas de bajo rendimiento. La mayor
parte de los productores trabajaba uno o dos lotes, que en todo caso pocas
veces superaban las dos hectáreas cada uno; si bien la conexión con los
mercados era constante y consistente, parecen predominar los cultivos des-
tinados al consumo. Según los datos de 1847, de 1.405 productores de
trigo, el cultivo más mercantil, alrededor de 1.100 habían cosechado entre
menos de una y hasta 9 fanegas, y los que habían cosechado entre 10 y 19
sumaban menos de dos centenares, quedando sólo unos pocos producto-
res con cifras superiores. Esto implicaría superficies implantadas abruma-
doramente inferiores a las 3 o 4 hectáreas por productor. Algo muy similar
puede decirse de los 2.443 productores de maíz; en el otro extremo, sólo
unos pocos habían obtenido más de 100 fanegas de cada cereal. Si bien la
diversificación productiva es la norma, con una larga serie de actividades
artesanales y agrarias llevadas a cabo en cada explotación, en ese año sólo
hubo 365 productores que habían sembrado a la vez ambas especies.28
La llanura cordobesa donde luego se expandirá con más fuerza la colo-
nización era, hacia mediados del siglo XIX, una peligrosa zona de fron-
tera, apoyada en dispersos fortines, donde sólo muy tímidamente se ini-
ciaba la explotación agraria. De todos modos, al igual que en Santa Fe
aunque quizá no con la misma rapidez, el avance sobre la tierra indígena
fue desde esos años constante y consistente, liberando más y más superfi-
cies para el dominio criollo. Hacia 1852, las tierras dominadas por los in-
dígenas lindaban con la villa de Río Cuarto; los avances posteriores fueron
llevando la línea hacia las riberas del Río Quinto para mediados de la dé-
cada de 1870. En 1869, ya Río Cuarto podía presentar un aspecto de con-
creto progreso edilicio y consistente tráfico de carretas y diligencias, cons-
tituyéndose en el activo centro económico del sur provincial, que se iba
transformando en un área productiva de importancia. La campaña de
Roca, con la incorporación de alrededor de 11.000 kilómetros cuadrados,
culminó la conquista del territorio que actualmente forma la provincia, y
posibilitó así el desarrollo agrícola que unos años más tarde la habría de
transformar.29

28 Romano, S. (1999), pp. 98-9; 338.


29 Latzina, F. (1890), pp. 279 y ss.; Randle, P. (1981), pp. 24 y ss.; Ferrero, R.
(1978), pp. 27 y ss.; Arcondo, A. (1996), pp. 19 y ss.
la situación agrícola de las distintas provincias pampeanas 307

6. en vísperas de grandes cambios

Como se vio en capítulos anteriores, hacia mediados del siglo XIX la


producción agrícola en lo que luego sería conocido como región pam-
peana había ido experimentando la difícil construcción de las bases de
un nuevo paradigma, que sólo habría de ponerse plenamente en evi-
dencia un par de décadas más tarde. La expansión sobre tierras nuevas
había implicado la necesaria puesta en experimentación de nuevas es-
trategias y técnicas aptas para condiciones ambientales cada vez más di-
versas, y en todo caso muy distintas de los núcleos de producción agrícola
más afianzada y antigua. Las áreas cercanas a las vías de comunicación y a
las ciudades, que eran justamente aquellas en las que la agricultura
cerealera había contado con mayor arraigo, estaban siendo transfor-
madas hacia actividades que ofrecían mayores retornos por hectárea,
ya fuera por su grado de intensividad ligado a una demanda urbana
creciente, o por su ligazón con un mercado mundial hacia el que la
especialización en determinados rubros ganaderos aseguraba buenas
ganancias.
La inestabilidad institucional, los frecuentes períodos de conflicto bé-
lico, la falta de algunos de los elementos más básicos para asegurar los
factores principales de la producción, habían ido conspirando contra
las inversiones agrícolas, sobre todo en las provincias de Santa Fe o En-
tre Ríos, donde, a diferencia de Buenos Aires, la expansión sobre las
fronteras no logró resultados significativos, ya fuera porque faltaron los
medios para ello, o porque la brutal destrucción de los planteles gana-
deros durante las luchas de las primeras décadas del siglo había posibi-
litado la existencia de una producción muy extensiva aun sobre tierras
de vieja ocupación. En Córdoba, una más sólida tradición agrícola tam-
poco podía ofrecer sin embargo demasiados signos de expansión, al ha-
llarse diseminada en explotaciones muy pequeñas y desprovistas de ca-
pital, y limitada por un crecimiento poblacional mucho más lento que
en las provincias de la vertiente atlántica.
Así, por una multitud de causas, sólo era esperable una evolución más
lenta de la producción agrícola con respecto a los rubros ganaderos de
mayor dinamismo. El cambio hacia nuevas pautas sin dudas se había ini-
ciado, y se habían experimentado y puesto en operación algunas de las
bases necesarias para él; pero, para que ese lento movimiento expan-
sivo se acelerara, y lograra saltos de magnitud, era necesario introducir
308 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

elementos de ruptura cualitativa que tuvieran la entidad suficiente


como para transformarse en puntas de lanza de nuevos avances de la
producción agrícola sobre las tierras de las fronteras. En ese punto,
para inicios de la década de 1850 comenzó nuevamente el experimento
interrumpido unos veinte años antes: la colonización agrícola con inmi-
grantes. Pensada como factor de aprovechamiento de la escasez inversa
de trabajo y tierras a ambos lados del Atlántico, una vez afianzada y pro-
bados los métodos más adecuados para la formación de colonias, éstas
habrían de ir transformándose en un medio experimental por excelen-
cia para el desbroce, prueba y puesta a punto de las nuevas pautas ope-
rativas de una agricultura cerealera de secano, radicalmente renovada
con respecto a la antigua agricultura local: especializada y extensiva, se
orientará primero a satisfacer los grandes mercados regionales y, luego,
la creciente demanda internacional.
Conclusiones

Hemos intentado mostrar, en las páginas precedentes, la pro-


fundidad de las transformaciones sufridas por la agricultura cerealera
rioplatense durante la primera mitad del siglo XIX, y, también, hasta qué
punto esas transformaciones resultaron un prolegómeno de las que so-
brevendrían a partir de entonces, a la vez que un punto de ruptura con
las pautas legadas a la actividad por el sólido mundo rural de tiempos
del dominio hispánico. Tanto prolegómeno como punto de ruptura
son sin dudas relativos: las mutaciones que experimentará el cultivo
cerealero en las pampas serán durante la segunda mitad de la centuria re-
almente espectaculares, y aun en medio de esos tremendos cambios
cualquier observador más o menos atento podrá encontrar todavía
multitud de formas productivas cuyos antecedentes se remontaban aun
antes del muy lejano siglo XVIII. El trabajo realizado hasta aquí es por
otra parte insuficiente: aún falta mucho para que podamos conocer en
detalle la historia económica del período, más aún para entender el di-
fícil recorrido de la producción agraria, sobre todo en varios aspectos
clave que reclaman investigaciones específicas de largo aliento. Pero
de todos modos algunos puntos comienzan a quedar más claros, y es
justamente en ellos que habremos de detenernos aquí.
El primero es el impacto de las condiciones institucionales sobre la
producción agraria durante la turbulenta primera mitad del siglo XIX.
Entendemos aquí esas condiciones en un sentido amplio: no sólo refe-
ridas a los problemas políticos o a la conflictividad bélica sino también,
y sobre todo, a la inestabilidad e incertidumbre transmitida a los actores
económicos por fenómenos como el fuertemente errático ritmo de deva-
luación del papel moneda, el sustancial incremento de las tasas de inte-
rés, las súbitas carestías del factor trabajo, la todavía aleatoria o incluso
inexistente conformación de registros de la propiedad fundiaria, o la
compleja y contradictoria construcción de nuevos marcos jurídicos.
Muchos otros factores, algunos de muy larga data, confluyeron con esos
310 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

altos costos de transacción para volver todavía más difíciles las condicio-
nes operativas: entre ellos podríamos mencionar, como parte de una
lista mucho más larga, la discrepancia entre las unidades de medida
de las distintas regiones, los crecientes costos del transporte o la falta de
registros útiles y sistemáticos de fenómenos meteorológicos.
No era posible de ese modo esperar un rápido desarrollo de la activi-
dad, toda vez que le faltaban elementos fundamentales para ello. Así, la
producción agrícola sufrió los efectos de un constante drenaje de los ca-
pitales disponibles para inversión hacia una ganadería primero vacuna y
luego ovina que ofrecían mejores condiciones de rentabilidad y menos
incertidumbre. Esa situación de crowding out persistió, con altibajos, du-
rante los años que corren aproximadamente entre 1810 y 1840; sin em-
bargo, en ciertos momentos los cambios de perspectiva posibilitaron
vuelcos de corto plazo, manifiestos en aumentos de la producción cerea-
lera, e incluso en exportaciones de trigo, y en todo caso incrementos evi-
dentes en la superficie cultivada, aun cuando no existan estadísticas cer-
teras o completas al respecto. Eso explica la ampliación de la oferta de
implementos agrícolas más modernos, y la introducción, ensayo y adap-
tación de nuevos métodos para el tratamiento del grano, de los cuales
los más evidentes son los generados en torno a diversas máquinas desti-
nadas a facilitar el aventado, o los que están detrás de la proliferación de
molinos de viento primero y luego de vapor. Pero en esas condiciones,
y a pesar de la existencia de esos momentos de apuesta por la inversión
de riesgo en la producción agrícola, no puede extrañar que ésta sufriera
un estancamiento relativo durante ese período, aumentando su producto
a un ritmo menor al incremento poblacional.
A partir de la década de 1840 todo apunta sin embargo a mostrar que
comenzaron cambios que desembocarían pronto en una nueva etapa ex-
pansiva para la agricultura pampeana. Esos cambios, entre otros factores
de carácter secundario, fueron claramente motivados no sólo por el des-
censo de la conflictividad política sino sobre todo por la generación de
un ciclo sostenido de altos precios de los cereales, debido tanto a facto-
res internos como externos a la propia economía rioplatense. Ese nuevo
ciclo expansivo, iniciado sin dudas con algo de lentitud, en las décadas
siguientes habría de afianzarse plenamente, logrando recuperar en alre-
dedor de tres décadas las porciones de mercado que habían sido aban-
donadas al cereal importado y a sus subproductos, generando luego in-
cluso excedentes exportables con rapidez y magnitud cada vez mayores.
conclusiones 311

A la vez, el rápido crecimiento de las ciudades y la retracción previa del


cultivo cerealero en algunas de las áreas más cercanas a ellas, motivada
entre otras cosas por la competencia de rubros más dinámicos como el la-
nar o la producción hortícola, forrajera y lechera, posibilitaron que logra-
ran mantenerse precios remunerativos para el cereal proveniente de
áreas productivas situadas a cierta distancia del centro de consumo.
Por otra parte, el ciclo expansivo era apuntalado por un abanico aún
mayor de factores: a causa de los avances sobre la frontera y la consi-
guiente fundación de pueblos, se iban creando nuevos núcleos de pro-
ducción y consumo de cereales en las campañas. También, en las provin-
cias litorales algunos caudillos intentaban fomentar el cultivo cerealero,
para así dejar de depender de las aleatorias introducciones desde provin-
cias con las que podían entrar en guerra de un momento a otro. Es decir,
el movimiento hacia la actividad agrícola parece haber tomado a la vez
intensidad en diversos puntos del área; si en buena parte de los casos la
atención que a esa actividad comenzaron a prestar algunos de los líde-
res políticos de la época puede atribuirse a que ya no tenían que ocu-
par la totalidad de su tiempo guerreando con sus vecinos, en otros re-
sulta claro que, por primera vez en mucho tiempo, las condiciones del
cultivo cerealero ofrecían rentabilidad adecuada, y sobre todo una ale-
atoriedad menor, evidente en el logro de pisos de precios bastante más
sustantivos que antaño. No es casualidad tampoco que sea justamente
en esos años que comiencen a aparecer objetos cada vez más diversifi-
cados en los consumos de la población rural: indicio cierto de aumen-
tos en el nivel de vida y en la circulación de bienes, la variedad en la
oferta también se relacionaba con una presencia creciente de inmigran-
tes extranjeros, atraídos por las oportunidades ofrecidas por el medio
y los inicios de modificaciones sustantivas en la producción agraria.1 A
medida que en las ciudades aparecían teatros, cafés y periódicos, en el
antiguo mundo rural pampeano la agricultura también incorporaba
nuevos actores, nuevos procesos y nuevos elementos de trabajo: si hasta
ahora bien poco se ha escrito al respecto, parece cada vez más evidente
que las causas de ello están sobre todo en la relativa escasez de estudios
profundos de utilidad, toda vez que no hay dudas de que esos fenómenos
tuvieron dimensión elocuente.

1 Véase al respecto Mayo, C. y otros (2005).


312 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Cabe de todos modos preguntarse aquí por qué esos movimientos re-
cién tomaron impulso a partir de la década de 1840 y no antes, más allá
incluso de la existencia de indudables condicionantes institucionales.
El problema, justamente, radica en que, por ejemplo, con anterioridad
a esos años también podían existir coyunturas de altos precios para los
cereales. Sin embargo, una diferencia fundamental está dada en que
dichas coyunturas duraban en general relativamente poco tiempo,
dado que respondían sobre todo a momentos también coyunturales:
un bloqueo del puerto, períodos de mayor intensidad en el ritmo de
devaluación del papel moneda, fuertes sequías o la conjunción de va-
rios de esos problemas a la vez. Y, dado que las condiciones variaban
con rapidez extrema, esas coyunturas de altos precios no lograron cons-
tituirse de ese modo en un impulso sostenido para la inversión en culti-
vos cerealeros. En todo caso, algunos productores ampliaban en esos
momentos la superficie cultivada echando mano de expedientes tran-
sitorios como el arrendamiento, y algunos grandes comerciantes consi-
deraban el ingreso a la actividad pero sólo para aprovechar la ocasión,
retrayéndose apenas las condiciones favorables terminaban. No caben
dudas acerca de la magnitud del desarrollo de otros rubros durante
esas épocas inciertas: justamente en las décadas de 1820 y 1830 se fue-
ron sentando las primeras bases del cambio productivo en torno al la-
nar, con la incorporación de reproductores de raza y la lenta difusión
de mejoras en infraestructura y manejo de los planteles. Pero de todos
modos faltaba bastante todavía para que la economía lograra pasar de
experimentar momentos puntuales de crecimiento en algunos sectores
a un desarrollo sostenido apuntalado por varios de ellos: las inversiones
tendían a concentrarse en los pocos rubros más dinámicos, y la especu-
lación que era consecuencia de las volátiles circunstancias monetarias
y financieras impedía la conformación de una oferta de capitales de
costos razonables para la producción.
El segundo punto que queremos destacar es el avance de la agricul-
tura cerealera sobre las fronteras y su impacto en la generación de nue-
vas condiciones productivas, a través de un lento y difícil proceso de
búsqueda de técnicas más adecuadas para el cultivo en ambientes cre-
cientemente distintos de las húmedas costas de los ríos. Más allá de la
obvia circunstancia de que, durante toda la primera mitad del siglo XIX,
la agricultura pampeana continuó como antaño fundamentalmente
atada a la disponibilidad de mano de obra, sin posibilidades todavía
conclusiones 313

de comenzar procesos sustantivos de reemplazo de ésta a través de la


incorporación de maquinaria, de todos modos la introducción de ins-
trumentos de labranza perfeccionados, e incluso la generación de
modificaciones en ellos en el ámbito local, orientadas a maximizar su
eficacia, marcaron un cambio de cierta magnitud en las formas de cultivo
heredadas de la profundidad de la era colonial.
Pero no sólo se trató de introducir aquí y allá algunos instrumentos
mejores; por el contrario, también se ensayaron y pusieron en práctica
diversas modificaciones en los procesos productivos, de las cuales las
más destacadas parecen haber sido una mayor atención a la necesidad de
profundizar las labranzas, la reorganización de las pautas de manejo de las
tareas agrícolas, nuevos métodos de obtención de agua y formas más
eficientes de tratar el cereal luego de la trilla. Esos cambios habrían de
ser coronados con la introducción de semillas de mejor rendimiento y
adaptación a las condiciones de las áreas de frontera, de las cuales el
trigo Barletta ocupará sin dudas el lugar más destacado. A partir de su
ingreso en la producción pampeana al menos desde 1844, esta variedad
logrará una expansión muy rápida: antes de cumplirse una década
desde ese año era ya la más cultivada en la provincia de Buenos Aires. A
pesar de la llegada posterior de múltiples adelantos y la prueba de otras
variedades, el Barletta continuará siendo hasta inicios del siglo XX la si-
miente preferida por los agricultores pampeanos, por su versátil adap-
tabilidad a las muy variables condiciones de las tierras que se abrían a la
agricultura en los nuevos territorios de frontera. La inversión agrícola
fue así poco a poco especializándose durante esa difícil primera mitad
del siglo XIX y su impacto parece haber logrado ser significativo, aun
cuando la magnitud de ese tipo de inversión fuera necesariamente
mucho menor que la de la destinada a la ganadería.
Es obvio que en ese proceso de expansión sobre las fronteras el cul-
tivo cerealero buscaba ganar en competitividad, tal como lo hacía para-
lelamente y con evidente éxito la ganadería vacuna. Sin embargo, las li-
mitaciones dadas por los costos del transporte sólo dejaban márgenes
bastante estrechos para una comercialización ventajosa de cereales de
las fronteras en los grandes mercados del área rioplatense, situados to-
dos ellos en zonas de ocupación mucho más antigua, y en general sobre
los ríos principales, es decir, en zonas tradicionalmente servidas por la
agricultura periurbana, de la que constituían casi un mercado cautivo.
Entonces, únicamente contando con cercanas vías de comunicación
314 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

fluviales era posible rebajar esos onerosos costos de transporte y compe-


tir en condiciones razonables, y si bien la creación y desarrollo de puer-
tos más cercanos a las zonas nuevas, como el de Ensenada en la provin-
cia de Buenos Aires, ofrecieron puntos de desemboque que podían
utilizarse también para la producción agrícola, en esencia toda la es-
tructura de transportes favorecía mucho más el comercio de derivados
vacunos, y se construía en función de éste. Ello explica también que
sólo en algunos momentos el trigo de las fronteras pudiera ganar en pro-
porciones significativas los mercados más importantes, y que en general
no pudiera llegar sino en muy contados momentos a la oferta destinada
a exportación.
Ahora bien, esos cambios en las técnicas y en las formas productivas,
cuya magnitud podrá sin dudas discutirse pero que de todas maneras
significaron la emergencia de nuevas condiciones para la agricultura
pampeana, debieron ser acompañados por cambios paralelos en el per-
fil de los actores. Como hemos tratado de mostrar, el rápido creci-
miento de las grandes estancias ganaderas no parece haber inhibido la
producción agrícola; tradicionalmente presente en ellas desde los viejos
tiempos de la colonia, la agricultura de las grandes estancias parece ha-
ber también experimentado cambios de magnitud, presentes en la ne-
cesidad de adaptarse a las nuevas condiciones ofrecidas por las tierras
de frontera y, sobre todo, a los condicionantes ligados al transporte.
Pero de todos modos esa agricultura no parece haberse limitado tan
sólo al muy modesto consumo de los propios establecimientos, sino que
incursionó, quizá con alguna regularidad, en el abasto de los centros
poblados cercanos y, al menos en algunos momentos, en la producción
destinada a mercados más importantes. La capacidad de gestión de los
nuevos empresarios ganaderos constituye así un elemento a tener en
cuenta a la hora de evaluar sus incursiones en la producción agrícola,
porque la introducción o generación de innovaciones en la ganadería,
dictadas por la necesidad de adaptarla a las nuevas tierras de frontera,
debió también de replicarse en la agricultura practicada en esos estable-
cimientos, toda vez que ella también formaba parte del esquema pro-
ductivo y debía por tanto cumplir en él un rol determinado.
Se ha afirmado que la magnitud de las innovaciones introducidas en
la producción ganadera vacuna durante la expansión hacia el sur de la
primera mitad del siglo XIX fue poco significativa, al menos vis à vis el
peso en aquélla de otros factores, como las ventajas de la extensividad
conclusiones 315

posibilitada por la abundante oferta de tierras baratas.2 Parece sin em-


bargo evidente que esas innovaciones no se limitaron a la introducción
de instrumentos simples de provisión de agua, como el balde volcador,
o a procesos destinados a aprovechar más eficazmente la carne y otros
derivados, como los generados en torno al saladero. No podemos en-
trar aquí en detalles sobre este tema, pero creemos que debería pres-
tarse más atención a factores como los cambios en las formas de organi-
zación del trabajo, la atención al régimen de lluvias, o aquella prestada
a los diferentes tipos de pasto, sus propiedades nutritivas, las formas en
que se debía alternar el ganado para favorecer el crecimiento de deter-
minadas especies, y las modificaciones introducidas en su difusión por
la acción animal.3 Todos esos hechos nos indican claramente que tam-
bién en la ganadería surgieron procesos de creación de técnicas nuevas,
en esencia ensayadas localmente, con el propósito de adaptar la activi-
dad a las condiciones de las nuevas tierras de frontera, que ofrecían
sustanciales diferencias con las áreas de antigua ocupación.
Como hemos visto, algunos grandes actores de la expansión gana-
dera lo fueron también de la mucho más silenciosa expansión agrícola.
Aunque con antecedentes en otros procesos de expansión pecuaria de
tiempos tardocoloniales, la irrupción de esos nuevos productores que
poseían el inmenso respaldo proveniente de la actividad ganadera de-
bió de introducir importantes formas de diferenciación cualitativa con
los demás. Lo anterior debido a que la escala operativa de los grandes
ganaderos parece haberse trasladado también, de una forma u otra a sus

2 El trabajo pionero al respecto es el de Halperín Donghi, T. (1969).


3 Un ejemplo de recolección ordenada de observaciones meteorológicas de la
década de 1840 en McCann, W. (1853), t. II, pp. 64-6. Un relato sobre el largo
trabajo de transformar tierras vírgenes de pastos duros en áreas de pastos tier-
nos útiles para el ganado en Daireaux, E. (1888), t. II, pp. 182 y ss., pero esp.
pp. 185 y ss. Ramos Mejía había ya advertido con agudeza la magnitud del
acervo de saber empírico acumulado durante esa primera mitad del siglo XIX
por parte de los estancieros y pastores en las fronteras, tanto respecto de las
formas de manejo del ganado en grandes extensiones sin cercados y sin signos
visibles que sirvieran de puntos de referencia, como en otros aspectos clave:
las diversas variedades de pastos, sus propiedades o la acción de los fenóme-
nos meteorológicos. Ramos Mejía, J. M. (1907), t. I, pp. 143-146. Otro ejemplo
perfectamente ilustrativo de todo ello en Hernández, J. (1995), pp. 95 y ss. So-
bre la significativa propagación del cardo por efecto de la acción humana y
animal, véase Amaral, S. (1998), pp. 135 y ss., aunque este autor no considere
que los cambios técnicos en la ganadería fueron importantes antes de 1850.
316 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

incursiones en la agricultura, lo que implicó que su capacidad competitiva


en el mercado fuera realmente importante.
Pero ellos no fueron los únicos, sin duda: otro de los fenómenos de
mayor interés en el tema lo constituyen las modificaciones en el perfil,
las estrategias y las formas de gestión de los demás actores tradicionales
de la producción agrícola. Éstos sufrieron el choque con las nuevas con-
diciones operativas, sufriendo en esos procesos cambios cuya diversidad
e impacto habrán de ser, en buena parte de los casos, sustanciales. Así,
las viejas chacras trigueras del norte bonaerense, situadas sobre tie-
rras cada vez más subdivididas y de valor creciente, habrían de ir diver-
sificando su producción a fin de incorporar rubros de mayor rentabili-
dad que el aleatorio cultivo cerealero. La adopción de estrategias
orientadas a disminuir los riesgos de la gestión y el enorme costo del fi-
nanciamiento fue también proporcionando más incentivos para el cam-
bio: aun cuando no contemos todavía con estudios más o menos útiles
sobre los rendimientos por hectárea y por actividad en esa época aciaga,
la tendencia concreta en las áreas de vieja ocupación parece haber sido
la emergencia de una diferenciación creciente entre los estratos de pro-
ductores: por un lado, quienes intentaban lidiar con los nuevos desafíos
entre recursos cada vez más escasos, por otro, los que ingresaban en los
nuevos rubros más dinámicos y generaban una capacidad de inversión
mayor. Hacia mediados del siglo esta diferenciación parece volverse
más amplia, con el ingreso de nuevos actores dueños de capitales consi-
derables, distribuidos por otra parte en una amplia variedad de rubros
productivos.
De todos modos, el esmerilamiento del antiguo perfil de los actores
tradicionales de la agricultura rioplatense se manifestará también bajo
otras formas. Una de las principales será sin dudas el crecimiento en la
orientación mercantil de las explotaciones. Si bien ésta había sido siem-
pre una característica de la amplia mayoría de ellas, a partir de las déca-
das iniciales del siglo XIX las explotaciones medianas y aun pequeñas
van ingresando con creciente decisión en los rubros más dinámicos, en
parte simplemente porque éstos constituían, a la vez, reservas de valor
y formas de inversión menos arriesgadas, y no tan sólo más convenien-
tes. Esto es particularmente evidente en la ganadería ovina: aquí y
allá, a menudo en las áreas más ricas a lo largo de las costas de los
grandes ríos, grandes y pequeñas explotaciones orientadas al lanar co-
mienzan a convivir codo a codo. Si bien estas últimas estaban lejos del
conclusiones 317

ritmo de incorporación de innovaciones que caracterizaba a las primeras,


de todos modos los cambios habidos en unas iban tarde o temprano
reflejándose en las otras.
Así, los viejos “campesinos” rioplatenses de la época colonial, ya de por
sí muy poco parecidos a sus homónimos europeos o del resto de Latino-
américa, fueron transformándose hasta diferenciarse aun mucho más
netamente de ellos. El surgimiento de productores familiares cada vez
más atentos a los pulsos de los grandes mercados del área o aun del in-
ternacional parece haber sido de ese modo un proceso propio de la
compleja primera mitad del siglo XIX, que se reflejó de improviso en
las estadísticas que comenzaron a relevarse en la década de 1850, y que
se aceleró en los años posteriores. El reflejo de estos fenómenos en la
producción agrícola fue menos evidente que en la ganadera, pero no
por ello menos real: patente por ejemplo en un versátil uso de instru-
mentos eventuales para ampliar la capacidad productiva, como el arren-
damiento de superficies adicionales para la labor cuando los precios de
los cereales aumentaban, también fue manifestándose en la creciente
incorporación de mejores instrumentos de trabajo y cambios en las
formas de organización de las labores.
En esos cambios también tuvo un impacto firme y progresivo la incor-
poración de inmigrantes extranjeros a la labor rural. Este fenómeno,
advertido en sus consecuencias desde muy temprano por las nuevas éli-
tes dirigentes, habrá de ir afianzándose sobre todo a partir de la década
de 1830. Los intentos de forzar los efectos de ese impacto a través de un
cambio productivo más acelerado, mediante la fundación de colonias
agrícolas, habrán de fracasar sin embargo por la misma inadecuación
de éstas al contexto circundante, la escasa o nula experiencia al res-
pecto y los desafíos de condiciones institucionales y operativas poco o
nada estables. Pero fracasaron, además, porque no se trataba, simple-
mente, de trasplantar a las soledades pampeanas los frutos de siglos del
trabajo europeo; para que lograran funcionar, las colonias debían cons-
tituirse como elementos completamente nuevos, formados al calor de
las condiciones ambientales y operativas pampeanas, y no como utópi-
cas replicaciones de granjas inglesas o alemanas rodeando bucólicos
pueblitos montados en torno a una iglesia gótica. Los farmers de la
pampa existían ya: versiones sin dudas toscas y montaraces de sus simi-
lares norteamericanos, estaban sin embargo mucho mejor capacitados
que cualesquiera otros para generar allí oportunidades de inversión y
318 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

acumular capitales, como se desprende con claridad de la multitud de


estudios existentes, y como podrá seguramente comprobarse el día en
que contemos con una masa crítica regionalmente más amplia y con
estudios detallados de sus trayectorias.
Resulta así patente hasta qué punto los grandes cambios que comen-
zará a experimentar la agricultura rioplatense durante la segunda mi-
tad del siglo XIX debían buena parte de su impulso a los procesos lleva-
dos a cabo en la primera. La por momentos alocada aceleración del
recorrido que adoptará la actividad posteriormente, y la pobreza, dis-
persión y desorden de las fuentes disponibles para un conocimiento
más adecuado de las aciagas décadas que corren entre 1810 y 1850, no
deberían hacernos perder de vista la dimensión, intensidad y valor de
las transformaciones experimentadas en ellas. El énfasis que hemos
puesto aquí en aspectos como la generación de modificaciones en la
tecnología agrícola aplicada o en la errática evolución de los principa-
les mercados de cereales no responde sino a la convicción de que esos
aspectos tuvieron importancia fundamental en la emergencia de nuevas
pautas para la agricultura, o fueron una evidencia bastante concreta de
ellas. Esos aspectos, sobre todo, nos alertan acerca de la importancia
de prestar atención a las modificaciones en las estrategias, perfiles y ca-
rácter de los actores de dichas transformaciones, quienes lograron po-
nerlas en práctica con un limitado cúmulo de recursos, y en medio de
un contexto que poco o nada podía hacer por ayudarlos. Si la agricul-
tura pampeana no avanzó durante la primera mitad del siglo XIX al
ritmo de otras cuyos pasos ésta habría de seguir más tarde con notable
éxito, ello no debe atribuirse a incompatibilidades estructurales: tam-
bién para la agricultura extensiva norteamericana, con antecedentes
más vastos y una capacidad experimental mucho mayor que la pampe-
ana, la puesta a punto de técnicas adecuadas para la expansión sobre
tierras nuevas habría de tomar un largo tiempo.
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Apéndice I

datos numéricos de los gráficos

Datos del gráfico 1: Recaudación de diezmos de los curatos de


Santa Fe, 1750-1809
(promedios quinquenales en pesos de plata). Incluye el área del
Paraná, actualmente la vertiente occidental de Entre Ríos.

Arroyos Coronda Paraná


Cuatropea Granos Verd. Cuatropea Granos Verd. Cuatropea Granos Verd.
1750-54 825 266 - - 62 - 224 130 -
1755-59 953 357 - 691 296 - 567 127 -
1760-64 1.130 200 - 1.588 97 - 775 100 -
1765-69 942 446 - 1.374 155 - 524 108 -
1770-74 769 638 - 731 203 - 414 151 -
1775-79 652 614 - 720 215 - 701 178 -
1780-84 405 287 - 586 90 - 998 254 -
1785-89 570 245 - 828 264 - 1.038 239 -
1790-94 611 286 - 779 292 - 500 136 -
1795-99 1.791 489 - 1.388 291 - 1.995 256 -
1800-04 1.785 333 - 2.194 315 - 2.315 259 -
1805-09 815 462 9 920 462 11 1.294 360 11
378 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Datos del gráfico 2: Precios anuales promedio del trigo en la


campaña bonaerense y en la ciudad, 1776-1826, en reales por
fanega.

Año Campo Ciudad Año Campo Ciudad


1776 23,4 16 1802 26
1777 18 29 1803 39 72
1778 16 27 1804 26 71
1779 19,3 28 1805 42,7 70
1780 26 1806 32 71
1781 40 1807 10
1782 17 1808 9,3
1783 16,3 1809 12 34
1784 16 1810 34 43
1785 32 40 1811 18,5 42
1786 42,6 40 1812 18,7
1787 11,8 1813 24
1788 10,3 14 1814 21,3
1789 20 14,5 1815 17,3
1790 43,9 1816
1791 18 15 1817 48
1792 12,2 15 1818 53,3
1793 10,5 16 1819 33,8
1794 9,5 12 1820 22
1795 26 22 1821 68
1796 27 28 1822 54,7
1797 17,5 25 1823 43,8
1798 15 21 1824 40
1799 16 21 1825 33,3
1800 20 28 1826 32 48,3
1801 19,3 34
apéndice i 379

Datos del gráfico 3: Comparación de índices de precios del trigo y


de la harina importada en la plaza de Buenos Aires, en momentos
puntuales entre marzo de 1829 y diciembre de 1832.

Valores (en pesos fuertes) Números índice


Fecha Trigo Harina Trigo Harina
(fanega) (barril)
marzo 1829 5,7 65,0 150 131

septiembre 1829 10,2 90,0 267 182


octubre 1829 8,8 93,5 231 189
noviembre 1829 7,9 85,0 208 172

octubre 1831 3,8 49,5 100 100


noviembre 1831 4,5 51,0 120 103

enero 1832 4,7 57,5 123 116

mayo 1832 6,3 58,0 165 117


junio 1832 6,4 58,0 168 117
julio 1832 6,3 50,0 165 101
agosto 1832 5,9 50,0 155 101

noviembre 1832 7,7 69,0 202 139


diciembre 1832 11,0 107,5 289 217
380 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Datos del gráfico 4: Precios de la fanega de trigo en Buenos Aires;


promedios anuales en números índice.

Año Índice
1835 100
1836 97
1837 118
1838 198
1839 188
1840 114
1841 302
1842 473
1843 570
1844 276
1845 290
1846 241
1847 326
1848 217
1849 125
1850 129
1851 201
apéndice i 381

Datos del gráfico 5: Índices de precios del trigo en diferentes


países, 1820-1851.

Estados Unidos Alemania Bélgica Francia Reino Unido


1820 55 56 94 114
1821 48 48 65 98
1822 58 51 57 81
1823 53 52 72 96
1824 49 40 52 91
1825 54 41 56 98
1826 56 47 72 104
1827 52 55 83 107
1828 51 56 77 104
1829 54 56 84 113
1830 50 57 87 109
1831 56 68 95 100
1832 57 64 94 110
1833 64 53 79 107
1834 56 52 75 109
1835 73 53 68 106
1836 82 49 69 96
1837 83 51 70 107
1838 79 60 76 109
1839 77 63 83 112
1840 57 63 85 138
1841 61 60 79 115
1842 55 63 82 124
1843 50 68 84 114
1844 48 65 69 105
1845 57 70 83 108
1846 61 84 102 135 136
1847 71 101 104 159 151
1848 64 67 80 111 121
1849 63 55 72 80 109
1850 71 55 68 91 108
1851 66 67 73 96 106
382 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Datos del gráfico 6: Producción bonaerense de trigo per capita,


1821-1882 (tendencia según años base). En fanegas de 7 arrobas.

Año Fanegas per capita Año Fanegas per capita


1821 1,08 1852 0,37
1822 1,05 1853 0,36
1823 1,02 1854 0,35
1824 0,99 1855 0,33
1825 0,96 1856 0,32
1826 0,93 1857 0,31
1827 0,90 1858 0,30
1828 0,87 1859 0,29
1829 0,84 1860 0,28
1830 0,81 1861 0,28
1831 0,79 1862 0,27
1832 0,76 1863 0,26
1833 0,74 1864 0,25
1834 0,71 1865 0,25
1835 0,69 1866 0,24
1836 0,67 1867 0,23
1837 0,64 1868 0,22
1838 0,62 1869 0,22
1839 0,60 1870 0,19
1840 0,58 1871 0,16
1841 0,56 1872 0,13
1842 0,54 1873 0,11
1843 0,52 1874 0,10
1844 0,50 1875 0,08
1845 0,48 1876 0,07
1846 0,47 1877 0,06
1847 0,45 1878 0,05
1848 0,43 1879 0,04
1849 0,42 1880 0,04
1850 0,40 1881 0,03
1851 0,39 1882 0,03
Apéndice II

cuadros adicionales

Cuadro 1: Población de ciudades, villas, pueblos, reducciones y


fortines dependientes de la jurisdicción del gobierno de Buenos
Aires hacia 1797.

Ciudades Habitantes
Buenos Aires 40.000
Corrientes 4.500
Maldonado 2.000
Montevideo 15.245
Santa Fe 4.000

Pueblos, villas, reducciones y fortines Habitantes


a) Buenos Aires
Baradero 900
Quilm(e)s 800
Magdalena 3.000
San Vicente 1.750
Morón 1.100
San Isidro 2.000
Conchas 2.000
Luján 1.500
Pilar 2.058
La Cruz 1.772
Areco 2.300
San Pedro 600
Arrecife 1.728
Pergamino 1.200
San Nicolás 4.220
Chascomús 1.000
384 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Ranchos 800
Monte 750
Luján (fuerte de) 2.000
Salto 750
Rojas 740
Martín García 200
Río Negro 300
Malvinas 600

b) Banda Oriental
Colonia 300
Santo Domingo Soriano 1.700
Piedras 800
Canelon(es) 3.500
Santa Lucía 460
San José 350
(Rosario del) Colla 300
Real San Carlos 200
Vívoras 1.500
Espinillo 1.300
Mercedes 850
Pando 300
San Carlos 400
Minas 450
Rocha 350
Santa Teresa 120
San Miguel 40
Melo 820
Santa Tecla 130 [190]
Batoví 948

c) Corrientes
Itatí 712
Guacaras 60
Santa Lucía 192
San Jerónimo 482
Las Garzas 218
San Pedro [y San Pablo] 643
Ynisipin o Jesús Nazareno 600
Caacati 600
Mburucuyá 356
apéndice ii 385

Saladas 1.200
San Roque 1.390

d) Entre Ríos
Arroyo de la China 3.500
Gualeguaychú 2.000
Gualeguay 1.600
Bajada 3.000
Nogoyá 1.500

e) Misiones
San José 1.352
San Carlos 1.280
Apóstoles 1.821
Concepción 1.104
Mártires 937
Santa María la Mayor 911
San Javier 1.379
San Nicolás 3.667
San Luis 3.500
San Lorenzo 1.275
San Miguel 1.973
San Juan 2.388
San Ángel 1.986
Santo Tomé 1.500
San Borja 1.800
La Cruz 2.500
Yapeyú 5.500
San [Francisco] Javier 1.308

f) Santa Fe
Cayastá 67
Melincué 400
Coronda 2.000
Rosario 3.500

Elaboración propia sobre la base de Azara, F. de (1809), t. II, e/pp. 338-9; se


ha corregido la ortografía en algunos casos. Entre paréntesis, nombres com-
pletados de acuerdo con la toponimia real; entre corchetes, las adiciones o
correcciones existentes en Azara, F. de (1847), t. I. Se han separado los pue-
blos, villas y fortines de acuerdo con el espacio geográfico al cual
pertenecían.
386 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Cuadro 2: Población de las provincias argentinas hacia 1857.

Extranjeros Argentinos Total


Santa Fe 4.304 41.261 45.565
Córdoba 380 137.079 137.459
San Luis 153 37.602 37.755
Mendoza 3.181 47.478 50.659
San Juan 50.000 50.000
La Rioja 34.000
Catamarca 60.000
Santiago del Estero 80.000
Tucumán 278 84.044 84.322
Salta 70.000
Jujuy 33.000
Indios del Chaco 10.000
Indios de las Pampas 20.000
Buenos Aires 30.000 245.137 275.137
Entre Ríos 12.044 70.282 82.326
Corrientes 2.006 85.447 87.453
52.346 798.330 1.157.676

Elaboración propia sobre la base de Brougnes, A. (1861), apéndice de cua-


dros. Nota: en la fuente se atribuyen los datos al “Censo de 1857”, pero en
realidad parece ser un cálculo aproximado según los distintos recensamientos
del período 1854-1858.
apéndice ii 387

Cuadro 3: trigo ingresado al mercado de Buenos Aires entre el 25


de agosto y el 12 de septiembre del año 1828 y precios de venta.

Cantidad Precios promedio por fanega Cotización


Día (fanegas) (reales corrientes) de la onza de
Valor nominal Deflactados a valor oro (pesos
onza de oro corrientes)
25-Ago 131 26,06 26,06 49 a 49,5
26-Ago 156 28,05 28,26 49,5 a 49,75
28-Ago 34 18,29 18,57 50
29-Ago 73 28,92 29,37 50
02-Sep 50 19,60 19,74 49,6
05-Sep 126 28,31 29,89 52
08-Sep 48 24,85 25,99 51,5
09-Sep 154 32,55 31,72 48
10-Sep 171 30,90 27,60 44
11-Sep 28 22,43 21,18 45 a 48
12-Sep 6 30,00 28,93 47 a 48

Fuente: elaboración propia con datos del Diario Comercial y Telégrafo Literario y
Político, Buenos Aires, nos 2 a 17, 1828.
388 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Cuadro 4: pesos y medidas en uso en el Río de la Plata durante la


primera mitad del siglo XIX y sus equivalencias.

Medidas de capacidad
a) para cereales y derivados

Provincia Fanega Almud Cuartilla


(equivalencias en litros)
Buenos Aires (1822, Registro Estadístico) 34,33
Buenos Aires (1835, Senillosa) 137,27 34,31
Buenos Aires (1876, Napp) * 137,20
Entre Ríos (costa del Uruguay) 137,64 34,41
Entre Ríos (costa del Paraná) 301,44 25,12
Santa Fe ** 219,95 18,33
Corrientes 257,91 21,49
Santiago del Estero *** 347,19 28,93
Salta (fanega antigua de 10 almudes) 250,96 25,09
Salta (fanega nueva de 12 almudes) 377,19 31,43
Tucumán (fanega nueva, según Groussac) 376,23 31,35
Córdoba 216,98 18,08
San Juan 137,38 11,45
Mendoza 111,70 9,31
Catamarca 212,77 17,73
La Rioja 198,04 16,50
San Luis 201,15 16,76

* Napp indica que esta fanega tiene un peso de 210 a 215 libras con trigo. La
fanega de maíz en espiga, en tanto, debía pesar 300 libras, y 400, la fanega
de maíz en grano.
** Se utilizó también el tercio, de 3 o 4 almudes. Otras veces midió 100,48
litros.
*** Se utilizó también la fanega doble de 24 almudes para el maíz en espiga.
apéndice ii 389

Equivalencias de medidas utilizadas para la harina importada

Recipiente / medida Kilogramos


Barrica 76,9
Bolsa 73,82
Quintal (4 arrobas) 45,94

b) para líquidos
1 frasco 4 cuartas; 2,37 litros
1 galón 3,80 litros
1 barril 20 galones; 76 litros
1 pipa 6 barriles; 456,026 litros

c) ponderales
1 grano 0,05 gramo
1 adarme 36 granos; 1,79 gramo
1 onza 16 adarmes; 28,71 gramos
1 libra 16 onzas; 0,46 kilogramo
1 arroba 25 libras; 11,48 kilogramos
1 quintal 4 arrobas; 45,94 kilogramos
1 tonelada 20 quintales; 918,80 kilogramos

Medidas lineales

1 legua de Buenos Aires (1822) 5.206,20 metros


1 legua de Buenos Aires (1876) 5.208,33 metros
1 cuadra de Buenos Aires (1822) 130,16 metros
1 cuadra de Buenos Aires (1876) 129,90 metros
1 vara de Buenos Aires (1835) 86,60 metros
mitad 43,30 metros
cuarta 21,65 metros
octava 10,83 metros
diez y seis ava parte 5,41 centímetros
tercia 28,87 centímetros
sexma 14,43 centímetros
media sexma 7,22 centímetros
dedo 1,80 centímetro
1 pie 28,87 centímetros
1 pulgada 2,41 centímetros
1 línea 1,97 centímetro
390 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

Medidas de superficie

1 legua cuadrada (española) 2.701,00 hectáreas


1 legua cuadrada (métrica) 2.500,00 hectáreas
1 cuadra cuadrada 1,68 hectárea
1 acre inglés 0,41 hectárea
1 suerte de estancia * 2.025,75 hectáreas
1 suerte de chacra ** 26,85 hectáreas

* 3/4 de legua cuadrada.


** 16 cuadras cuadradas.
Fuentes: Argentina, Provincia de Buenos Aires (1822-24); Senillosa, F.
(1835); Napp, R. (1876); Groussac, P. y otros (1882); Álvarez, J. (1929);
Míguez, E. (1986); Brown, J. (2002), p. 395.

Cuadro 5: valor de un peso fuerte en pesos papel. Buenos Aires,


1826-1863 (promedios anuales).

Año Valor Año Valor


1826 1,69 1845 14,82
1827 3,32 1846 21,3
1828 2,92 1847 20,63
1829 4,65 1848 20,29
1830 6,93 1849 17,5
1831 6,55 1850 14,26
1832 6,56 1851 17,6
1833 7,07 1852 16,13
1834 6,96 1853 18,31
1835 6,97 1854 18,89
1836 7,08 1855 19,97
1837 7,69 1856 20,41
1838 8,65 1857 19,8
1839 14,94 1858 21,39
1840 22 1859 20,73
1841 18,12 1860 20,09
1842 16,31 1861 22,7
1843 15,6 1862 23,98
1844 13,19 1863 27

Fuente: Álvarez, J. (1929), pp. 99/100 y 113.


apéndice ii 391

Cuadro 6: Insumo aproximado en mano de obra en el cultivo del


trigo en el Río de la Plata hacia mediados del siglo XIX

Días / hombre por ha.


Dos aradas con arado de mancera tirado por bueyes 4,9
Dos rastrilladas, siembra a mano y rodillada 0,7
Siega con hoz 8
Emparvado 1,9
Trilla “a pata de yegua” 4,1
Total 19,6

Fuente: Frank, R. G. (1970), pp. 5-7

Cuadro 7: Ingresos de derechos de aduanas en Rosario, 1854-1862


(en pesos bolivianos).

Año Total recaudado


1854 435.424
1855 745.342
1856 837.435
1857 877.033
1858 1.030.141
1859 1.093.393
1860 1.100.115
1861 607.540
1862 837.884

Fuente: Hutchinson, Th. (1865), p. 77.

Cuadro 8: Población de la ciudad de Rosario, 1842-1895.

Año Habitantes
1842 1.500
1851 3.000
1858 9.785
1869 23.169
1887 50.914
1895 93.584

Fuente: Carrasco, E. y Carrasco, G. (1897), p. 80.


Índice de cuadros

1 Población de algunas ciudades del virreinato del Río


de la Plata y sus campañas hacia 1778 38
2 Productores y producción en las áreas entrerrianas
de Arroyo de la China y Guayquiraró, 1808-9 48
3 Evolución por rubros de la recaudación de diezmos
en el área bonaerense al norte del Salado, 1766-1800 (en pesos) 55
4 Cifras estimativas de cereales producidos en la campaña
bonaerense, 1788-1800 (en fanegas bonaerenses) 57
5 Productores y producción de trigo en el sur santafesino, 1758 86
6 Exportación de harina desde el puerto de Buenos Aires,
1810-1818 147
7 Exportaciones de trigo y maíz por el puerto de Buenos Aires,
en fanegas 161
8 Distancias a las cuales el costo del transporte era igual
a la mitad del precio de ciertos artículos en el mercado
de Buenos Aires (en marzo de 1834) 165
9 Exportaciones cordobesas de harina y trigo (en sacos
y arrobas respectivamente) 176
10 Evolución del porcentaje relativo de europeos no
españoles sobre la población total en la ciudad
de Buenos Aires, 1744-1836 208
11 Censo de la campaña de Buenos Aires, 1854. Cantidad
de población total y de extranjeros en los partidos con datos 213
12 Ingresos y gastos de una explotación tipo farmer en la colonia
Monte Grande, 1828 (en pesos papel, sin ajustar por inflación) 226
13 Rendimientos estimados de trigo sembrado en distintos
lugares del área pampeana, hacia mediados de la década
de 1850 272
394 la agricultura pampeana en la primera mitad del siglo xix

14 Propiedades de labradores en los partidos de Zárate,


San Pedro, Rojas, San Andrés de Giles, Chivilcoy, Ensenada
y Mar Chiquita en 1855 295
15 “Labradores” y producción de trigo en el estado
de Buenos Aires, 1854-55 296
Índice de gráficos

1 Recaudación de diezmos de los curatos de Santa Fe,


1750-1809 (promedios quinquenales en pesos de plata).
Incluye el área del Paraná, actualmente la vertiente
occidental de Entre Ríos 49
2 Precios promedio del trigo en la campaña bonaerense
y en la ciudad, 1776-1826, en reales por fanega 146
3 Comparación de índices de precios del trigo y de la harina
importada en la plaza de Buenos Aires, en momentos
puntuales entre marzo de 1829 y diciembre de 1832 160
4 Precios de la fanega de trigo en Buenos Aires (pesos fuertes),
1835-51, promedios anuales en números índice 173
5 Índices de precios del trigo en diferentes países,
1820-1851 174
6 Producción bonaerense de trigo per capita, 1821-1881
(tendencia según años base). En fanegas de 7 arrobas -
Escala logarítmica 177
Índice de ilustraciones

1 Una quinta suburbana en la orilla del Río de la Plata,


al norte de Buenos Aires 39
2 Carreta tradicional de transporte. Inicios del siglo XIX 42
3 Plano topográfico de la costa bonaerense de San Isidro
elaborado por Juan Alsina 74
4 Detalle del plano de San Isidro elaborado por Alsina
en 1800. 75
5 Plano catastral de las suertes de chacras de la costa bonaerense
elaborado por el coronel Pedro Andrés García, 1813 79
6 Otro detalle del plano catastral elaborado por Pedro Andrés
García en 1813 82
7 Arado europeo primitivo (arario), en esencia bajo
los mismos principios que los arados empleados en el Río
de la Plata a mediados del siglo XVIII 101
8 Arado de vertedera de Regás, propuesto por Antonio
Sandalio Arias y Costa 104
9 Arando con arado pesado, con ruedas y tracción equina;
rastreo con rastra rígida trapezoidal de madera y clavos
de hierro. Francia, hacia 1750 105
10 Trigo afectado por el carbón [ustilago carbo] 111
11 Trigo candeal. Fines del siglo XIX 115
12 Actividades ligadas al cultivo del trigo en Santa Fe,
hacia 1750 123
13 Arado proyectado en 1778 por Fernando Ulloa para
los campos del Río de la Plata 127
14 La plaza del mercado de Buenos Aires hacia fines
de la década de 1810 143
15 El panadero. Litografía de César H. Bacle, 1834 148
16 Placeres y trabajos campestres. Francia, hacia 1830. 214
índice de ilustraciones 397

17 Plano de una de las colonias inglesas del Río de la Plata


dirigidas por J. B. Beaumont 219
18 Edificio principal de la antigua colonia escocesa de Monte
Grande hacia 1878 225
19 Arado simple perfeccionado con regulador
de profundidad 259
20 Arado criollo mejorado propuesto por Pellegrini,
con vertedera y reja de mayor longitud 260
21 Gran arado europeo con ruedas y avantrén, según
modelo de Mathieu de Dombasle; conocido en la campaña
rioplatense hacia 1850 260
22 Arado norteamericano del tipo utilizado en la campaña
rioplatense hacia 1850 260
23 Vista de Miraflores, la estancia y chacra de Francisco
Ramos Mejía en Kakel Huincul, hacia la década de 1820 261
24 Arado criollo simple, ampliamente difundido en
la campaña bonaerense hacia mediados del siglo XIX. 266
25 Espiga de trigo Barletta, fines del siglo XIX 270
26 Corte del antiguo molino de viento utilizado en Paraná
y luego trasladado a Chacabuco, provincia de Buenos Aires 278
27 Corte de trigo con guadaña a garabato 279
28 La trilla del trigo. Chile, hacia 1830 280
29 El balde sin fondo, o balde volcador, inventado
por Vicente Lanuza en 1826 282
30 Plano de una chacra mixta combinando agricultura
y ganadería ovina 286
31 Plano de parte de la chacra de Antonio Sierra, 1838,
mostrando la fragmentación entre sus herederos 293
32 La bajada principal del puerto del Rosario. Copia
de la acuarela hecha por Eudoro Carrasco el 7 de enero
de 1854 300
33 Rosario en 1863: el puerto, aduana, barrancas
y rancherías del bajo 301
Indice de cuadros de los apéndices

Apéndice I: Datos númericos de los gráficos


Datos del gráfico 1: Recaudación de diezmos de los curatos
de Santa Fe, 1750-1809 (promedios quinquenales en pesos
de plata). Incluye el área del Paraná, actualmente la vertiente
occidental de Entre Ríos 377
Datos del gráfico 2: Precios promedio del trigo en la campaña
bonaerense y en la ciudad, 1776-1826, en reales por fanega 378
Datos del gráfico 3: Comparación de índices de precios
del trigo y de la harina importada en la plaza de Buenos Aires,
en momentos puntuales entre marzo de 1829 y diciembre
de 1832 379
Datos del gráfico 4: Precios de la fanega de trigo en
Buenos Aires; promedios anuales en números índice 380
Datos del gráfico 5: Índices de precios del trigo en
diferentes países, 1820-1851 381
Datos del gráfico 6: Producción bonaerense de trigo
per capita, 1821-1881 (tendencia según años base).
En fanegas de 7 arrobas. 382

Apéndice II: Cuadros adicionales


Cuadro 1: Población de ciudades, villas, pueblos,
reducciones y fortines dependientes de la jurisdicción
del gobierno de Buenos Aires hacia 1797 383
Cuadro 2: Población de las provincias argentinas hacia 1857 386
Cuadro 3: Trigo ingresado al mercado de Buenos Aires
entre el 25 de agosto y el 12 de septiembre del año 1828
y precios de venta 387
Cuadro 4: Pesos y medidas en uso en el Río de la Plata
durante la primera mitad del siglo XIX y sus equivalencias 388
índice de cuadros de los ápendices 399

Cuadro 5: Valor de un peso fuerte en pesos papel.


Buenos Aires, 1826-1863 (promedios anuales) 390
Cuadro 6: Insumo aproximado en mano de obra en el cultivo
del trigo en el Río de la Plata hacia mediados del siglo XIX 391
Cuadro 7: Ingresos de derechos de aduanas en Rosario,
1854-1862 (en pesos bolivianos) 391
Cuadro 8: Población de la ciudad de Rosario, 1842-1895 391

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