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El silencio fértil

Juan Manuel De Prada


ANIMALES DE COMPAÑÍA
El desvelamiento de la identidad de la escritora que se ocultaba tras el seudónimo
de Elena Ferrante ha provocado eso que todavía seguimos denominando (con
hipérbole nostálgica) ‘ríos de tinta’. Ofrecido como una sesuda ‘investigación
periodística’, sospecho que el desenmascaramiento de Elena Ferrante se logró
más bien jaqueando con la mayor desfachatez y bellaquería los ordenadores de la
editorial en la que publicaba sus novelas, donde Anita Raja (que es el nombre
poco agraciado que se oculta tras el eufónico seudónimo) figuraba como
traductora al inglés de sus propias novelas (pero las cantidades que percibía,
abultadísimas, en nada se parecían a las cantidades raquíticas que suele percibir
un traductor). La revelación de la identidad de Ferrante nos enfrenta
descarnadamente con la emergencia de un periodismo basuriento y felón, capaz
de delinquir orgullosamente y a sabiendas de que sus trapacerías nunca serán
desveladas, porque la clandestinidad tecnológica las ampara. Y, desde luego, nos
confronta con el sentido último del periodismo, que ya no sería tanto alumbrar una
verdad cuyo ocultamiento perjudica a su audiencia como excitar en su audiencia
una curiosidad morbosa que ningún beneficio procura a la comunidad, ni a las
personas que la integran. Y que, a la vez que excita esa curiosidad morbosa,
inflige un daño gratuito a la persona cuya intimidad se expolia.

Pero sobre estos aspectos del caso ya se ha escrito sobradamente. En cambio,
se ha pasado de puntillas sobre una realidad sustantiva que tal vez se halle en la
raíz del odio que Elena Ferrante provocaba en el periodismo basuriento y felón.
Anita Raja, cuando decidió publicar sus novelas con seudónimo, no lo hizo porque
tuviera nada que ocultar, ni porque quisiera jugar al escondite con sus lectores,
sino por una razón mucho más sencilla: no soportaba la notoriedad pública, no
quería que le diesen la lata con peticiones de comparecencia pública, no quería
conceder entrevistas, no quería participar en redes sociales ni parecidas
zarandajas. Quería, tan sólo, escribir novelas, encerrada en su casa, rodeada de
ese silencio fértil que es la mejor compañía del escritor, pues lo mantiene centrado
en lo que verdaderamente importa. Quería permanecer al margen de la feria de
las vanidades literarias, quería ahorrarse las tediosas promociones que las
editoriales imponen a los escritores de éxito, quería desentenderse del destino
posterior de sus obras, una vez que las entregaba a su editor. Tuvo la suerte de
encontrar un editor que aceptó sus condiciones; y, como la fortuna favorece a los
audaces, las novelas de Elena Ferrante lograron destacarse en las librerías, sin
otro apoyo que el entusiasmo de los lectores que las disfrutaron y corrieron a
contárselo a sus amigos.

Al lograr un triunfo que acabaría siendo apoteósico desde ese silencio fértil que
es la mejor compañía del escritor, sin participar en promociones estrepitosas, sin
conceder jamás una entrevista, sin rebajarse a soltar paridas ruborizantes y
hacerse selfies patéticos en las malhadadas redes sociales, Elena Ferrante estaba
lanzando un mensaje desafiante a nuestra época. Y nuestra época, encarnada en
ese periodismo basuriento y felón que ha desvelado su identidad, se enrabietó. No
podía soportar que una oscura traductora metida a novelista pudiera alcanzar el
éxito sin pasar antes por las horcas caudinas de la publicidad. No podía soportar
que no se resignara a aceptar los códigos mercantiles al uso, que exigen al artista
convertirse en charlatán de su propia mercancía (cuanto más averiada, mejor). No
podía soportar que mostrara al mundo que la ubicuidad mediática, las redes
sociales y los estruendos publicitarios nada tienen que ver con la creación literaria,
sino que más bien la niegan y repelen. Nuestra época, en fin, no podía soportar
que el silencio fértil de Elena Ferrante se alzase, a la postre, en el reclamo más
eficaz, en medio de un mundo atestado de ruido, provocando muchas más
adhesiones que el estrépito que suele rodear a los escritores más famosos.
Elena
Ferrante fue, a la postre, víctima del resentimiento de nuestra época, que no
puede sufrir que un artista permanezca abrazado al silencio, mientras los demás
acatamos nuestra condición de zascandiles, condenados a posar ante los
fotógrafos, condenados a tuitear mamarrachadas, condenados a rebuznar ante los
micrófonos, condenados en fin a acatar los códigos mercantiles que han
convertido el arte en un zoco de banalidad. Elena Ferrante era un escupitajo en el
rostro de toda esta tramoya; y por eso el periodismo basuriento y felón descerrajó
su identidad.

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