___
OVEJA PERSA
UNO
* *
DOS
**
El resto de la noche me dio por odiar la vida, salí de aquel bar sin
despedirme y me interné en otro; dos casas más abajo pedí dos cervezas y contraté
los servicios de una bailarina para emborracharme soberanamente hasta el
amanecer. No recuerdo qué pudo haber pasado, ni siquiera recordaba a esa
bailarina. De todos modos amanecí en mi feo cuartucho con el cuerpo amodorrado
de alcohol, soportando las prédicas lastimeras de la señora Doménica: “creí que te
habían hecho algo…”.
Dormí toda la mañana, al medio día devoré un platillo preparado por la
señora, después de esto me dio por vomitar, vomité en el retrete, vomité en el
rincón donde dormían los gatos y por ultimo vomité bajo el espejo donde la señora
solía verse mientras peinaba sus escasos pelos.
Cuando tocaron la puerta, seguí vomitando, la señora me había dicho que
sería mejor que vaya al hospital, entonces pensé que los que tocaban la puerta
serían médicos que venían a salvarme la vida. Tocaron de nuevo, escuché a la
señora Doménica arrastrar pesadamente los pies por el pasillo murmurando algo
semejante a las maldiciones, la puerta se abrió lentamente, oí entrar al viento por el
zaguán, golpear las puertas interiores, se escuchó ladrar al perro huérfano, por
último escuché la gruesa voz de alguien entrenado para decir lo necesario: “¿aquí
vive Bernardo?”, no se oyó ninguna respuesta, en vez de eso continuaron: “tenemos
una orden de allanamiento”. Escuché al perro huérfano embistiendo a otro, es
posible que fueran dos o tres, el viento golpeó otra puerta.
Mientras me reponía en el retrete de la agonía y los vómitos, avanzaron
implacables por el pasillo y antes que diera el siguiente respiro, dos agentes
entraron al baño, uno robusto, de toscos ademanes, y otro engalonado con dos
medallas en la pechera, deduje que el de rústicos modales sería el guardia menor y
aquel otro, el oficial mayor a cargo, pero inmediatamente apareció otro
acompañando a la señora Doménica, éste más bien era flaco, de moderada estatura
y un huesudo rostro marcado por una rala barba.
–¿Usted es Bernardo?– empezó el oficial mayor.
–Naturalmente– dije.
–Traemos una orden de arresto contra usted– sentenció el uniformado que se
encontraba junto a la señora Doménica.
Con una mezcla de ridiculez e impotencia avancé hacia ellos, aún me hervía
el pecho por los vómitos, por otro lado conocía aquellas rutinas, por mi pasada
experiencia. Me tenían –sea cual fuera el delito– arrinconado como a una asquerosa
rata.
–Estaré dispuesto para lo que requieran, pero antes tengo que sentarme en
una silla.
La señora Doménica intercedió, abriéndose paso entre los oficiales y me
condujo a la espaciosa sala.
–Es un buen chico, un tanto borracho, pero buen chico; no pudo haber
hecho nada malo.
La sala de la señora Doménica está antes de llegar a la puerta que da a la
calle, sus muebles son viejos lo mismo que todo lo que hay en ella (una repisa
antigua, una radio a cuerda que no usa, fotografías de su juventud, y por supuesto
la foto de su difunto marido y ella de pie en una posición matrimonial).
Me senté en el sillón aterciopelado, el guardia de menor rango insistió en
engrilletarme, pero la señora Doménica exclamó indignada en mi defensa. El
oficial mayor advirtió amenazadoramente:
–Este es un caso muy delicado, señora, tiene que dejarnos hacer el trabajo.
La señora Doménica dijo que era su casa y que estaba en su justo derecho.
–¿Qué ha hecho?– protestó.
–Ahora lo sabremos, una ola de crímenes azota la ciudad, es probable que
esté defendiendo al hombre equivocado.
Al escuchar esto la señora Doménica me mostró una lánguida mirada y
desapareció lentamente por el pasillo.
–¿Bien? –dijo el oficial mayor, volviendo el rostro– le haremos algunas
preguntas. Por la gravedad del caso, procederemos excepcionalmente, nuestras
preguntas serán básicamente para proveernos de información primigenia. El oficial
aquí presente –señaló al hombre del bigote– es el perito de criminalística que lleva
el caso.
El uniformado de menor rango alcanzó al oficial un cuaderno de notas, y
este procedió.
–¿Tiene alguna idea del por qué estamos aquí?
–No, en absoluto.
–¿Qué hizo usted las últimas veinticuatro horas?
–Dormir, comer torta y beber.
–¿Qué significa comer torta?
–Lo que significa en términos domésticos.
–¿Conocía usted a Susy?
–Sí.
–¿Tuvo alguna relación con ella?
–Teníamos sexo.
–Quiero decir, si fue su pareja.
–Preferiría llamarlo sexo solamente.
El hombre de criminalística, que aguardaba atentamente, me hizo saber que
mis respuestas fueran menos ligeras. El oficial de rango mayor continuó.
–¿Sabe que fue asesinada?
–Sí.
–¿Cómo?
–Por los periódicos.
–¿Tiene idea de quién pudo ser el autor?”
–No.
Ante esta última respuesta los tres hombres se miraron entre sí, en sus ojos
había una teoría que desde luego no estaba yendo por buen rumbo. El oficial mayor
se quitó el birrete de reglamento y se acercó como un confidente a punto de firmar
una alianza.
–Tiene usted antecedentes, un juicio por filiación delictiva en un caso de
fuga de presos, naturalmente salió bien librado aquella vez, pero temo ahora no
estemos para juegos. Hasta aquí sus respuestas no hacen sino desfavorecerlo
ampliamente, carecen de autenticidad y lo peor de todo tienen una grave
connotación hacia la burla.
El oficial mayor se puso el birrete y continuó.
–¿Tiende a escribir mucho?
–Una pasión sin importancia.
–¿Es usted Leonel?
–Sí.
–¿Con qué propósito eligió ese nombre?
–Para que nadie sepa que soy el autor, sino Leonel. Es lo que se llama
seudónimo.
–¿Sabe que eso es delito?
–No
–¿Con qué frecuencia escribe usted?
–Nunca sé cuándo escribir. No lo sé.
–¿Alguna vez le escribió a Susy?
–No
El guardia de rango menor se llevó una mano a la barbilla y me dio una
certera mirada de triunfo.
–¿Cuándo fue la última vez que vio a Susy?
–No recuerdo.
El oficial dejó de escribir y estiró la mano hacia el tipo de criminalística. Este
desplegó un folder que llevaba en el antebrazo, de él extrajo una hoja esmaltada de
rojo entero.
–¿Ella le ha escrito alguna vez?
–Nunca.
–¿Qué opina de esto?– Me alcanzó un pliego de papel doblado en dos–
¿puede leerla en voz alta?
Tomé la carta con manos adormecidas, mi cuerpo seguía con los rezagos del
mareo. Observé el escrito, una gruesa caligrafía que desentonaba con respecto a la
orientación, como si la mano hubiera sufrido la nerviosa disposición de la palabra.
20 de diciembre:
Bernardo ha vuelto borracho otra vez, ha escrito unas hermosas cartas, me las leyó en el patio,
me besó con locura, compuso un poema, luego fue a la ducha, se metió con ropa y todo, me ha
pedido que me meta a la ducha con él, estaba rematadamente loco, creo que en cada
borrachera su locura avanza, temo que algún día sus locuras le lleven a algo peor. De todos
modos, yo estoy con él. Soy suya, somos un solo cuerpo, me estoy volviendo loca como él,
quiero envejecer con él, criando gorriones, sembrando pinos… algún día iremos a ese valle a
morir.
* * *
TRES
Esa noche pasé en vela, la ciudad entera pasó en vela. Se dijo que una
estación eléctrica había sufrió una explosión de magnitudes. La señora Doménica
con la más sofisticada de sus vocaciones averiguó detalles pormenorizados sobre la
noticia de la falla. “Es la falta de lluvia, las estaciones eléctricas están en
emergencia”, “es por una mala maniobra”, en estas conversaciones gastamos parte
de la noche, esperando que se repusiese el alumbrado. Pero nuestra espera se hizo
inútil, la señora perdió la paciencia y llegó a llamar “montón de mequetrefes” a los
de la compañía eléctrica.
El alumbrado no se repondría hasta el día siguiente, de modo que nos
resignamos a la oscuridad. En lo que respecta a mí, tenía pensado clasificar los
libros en un orden competente que facilitara su traslado; con ese pensamiento no
me moví en absoluto de la sala de la señora Doménica, ella por su parte después de
malgastar las rabiosas objeciones contra la empresa de electricidad, se tuvo que ir a
la cama, antes quiso saber cómo marchaba mi proyecto, le dije que
estupendamente.
–He alquilado una casa en la más céntrica avenida.
–¿Insistes con esa idea de vender libros?– inquirió.
–Sí.
Ella aprobó mi iniciativa con entusiasmo, sin embargo no se la veía
convencida. ¿Comerciar con libros?, es una rareza, un empleo vetado para personas
como la señora Doménica. Pero conocía gente que se dedicaba a vender libros y
aunque hay menos lectores cada vez, las librerías se mantenían en una línea
aceptable de rentabilidad sin ser negocios donde se estafe a la gente, como suele
ocurrir.
Aun así la señora fue muy comprensiva.
–Lo importante es que te dediques a algo, por fin podrás hacerte un destino,
¿y cuándo empiezas?
–Mañana mismo, tengo el contrato firmado por los propietarios, de modo
que mientras más pronto mejor– dije, tratando de sobrellevar aquel imprevisto de la
compañía eléctrica.
La señora Doménica me aconsejó acertadamente
–En estos casos es mejor ir sin prisa… apuesto que el local necesita algunos
arreglos.
–No me alcanzó tiempo ayer– contesté.
–Será mejor que ultimes esos detalles antes de instalar todo–. Dicho esto se
levantó del sillón y se fue a dormir, dejándome en la oscura sala aguardando la
única vela.
Dormí poquísimo, me levanté según lo planeado, al primer gallo. La
compañía había repuesto la energía y no quise despertar con la noticia a la señora
Doménica. Salí enfundado en un abrigo de felpa, en cuyo bolsillo puse una linterna
para no toparme con eventualidades como la tarde anterior. En la calle me dio
encuentro el perro huérfano, dio un mísero ladrido de saludo, estiró las
extremidades y me siguió a la pista del pasaje Los Geranios, donde una camada de
seis perros amistosos nos dio alcance. El viento de setiembre se arrastraba
provocando un ruido otoñal en los árboles, el cielo estaba completamente
despejado. La ciudad aún no estaba despierta del todo, sin embargo en el mercado
más cercano, ya se oía a los ambulantes.
En la avenida donde desemboca el pasaje Los Geranios, despedí a los perros
y me subí a un taxi para hacer el corto recorrido desde el pasaje hasta el centro. El
chofer del auto era un hombre canoso que respiraba con dificultad, tomamos la ruta
del óvalo para entrar al centro.
Aunque la madrugada tardaba, no podía uno evitar congraciarse con la
imagen de las palmeras batiéndose a la suave brisa, la marcha del auto me
transmitió aquella y tantas otras sensaciones que solamente se pueden ver desde la
ventana de un auto. Me bajé al frente mismo del condominio de los barrotes, que a
esa hora, y a los ojos de cualquiera, resultaba una construcción corriente con la
descolorida fachada, con la incongruencia de la puerta del ala derecha que tenía un
espacio al frente. Con todo ello, su tradicional mojinete le daba el aspecto de dos
camellos viejos resguardados al fondo por otro igual, en forma de cabezal.
El hombre del taxi me refirió si vivía en esa casa, le respondí
afirmativamente.
–No es por nada… al parecer ha usted olvidado apagar las luces– dijo al
tiempo que señalaba la puerta del ala izquierda que, efectivamente, despedía luz
por la ranura superior.
Una secuencia de ideas me vino al asalto. Supuse que el señor Siegner se
encontraría en el interior, asunto que era un contratiempo muy serio. También
existía la posibilidad de que alguien más (incluyendo a los herederos) se encontrara
adentro. En todo caso era mi deber saberlo en ese mismo instante.
Pagué al taxi y fui directamente a la puerta de acceso, en el trayecto me fijé
en la rejilla que antecede al espacio conocido como jardín y no encontré indicio de
que haya sido abierto. Llamé a la puerta de madera, toqué tres veces, el mismo
silencio, entonces hice la prueba con la llave, el seguro estaba en su sitio, la llave
dio tres vueltas, al abrirla sonó chirriante, adentro no se veía absolutamente nada.
“¿Señor Siegner?”, dije, pero no respondieron. Busqué la linterna que traía en el
bolsillo, la luz que proyectó esta me enseñó las descoloridas paredes del ala derecha
que no había tenido tiempo de verificar el día anterior. “¿Señor Siegner?”, repetí. Y
el mismo silencio sepulcral. Caminé sobre el piso endosado de cerámica antigua,
pasé junto a la puerta que une al ambiente del ala izquierda, pero desde este lado no
había ni una sola ranura, dada la oscuridad era imposible que no se pudiese ver la
luz o algún reflejo minúsculo de esta, pero era completamente cierto, no había tal
indicio. De modo que me preparé para lo peligroso, tal vez un ladrón que al verse
descubierto en plena faena, optó por esconderse. Pero aquella idea tampoco era
convincente, porque de ser así tendría que haber usado la llave, y un delincuente
difícilmente se sirve de estos medios para robar.
Lo más probable era que el señor Siegner o cualquiera de sus hermanos
habrían desistido viajar a última hora y hubiesen decidido quedarse, y en aquel
momento dormían profundamente con la luz encendida, esa idea me satisfizo.
Perfilé la luz de la linterna, pasé al amplio espacio del ambiente principal.
Apunté las ventanas, las paredes se me mostraron mucho más ásperas que el día
anterior, alumbré hacia el baño sin puerta del extremo izquierdo. El suave viento
introduciéndose por la abertura de una de las ventanas hizo batir una cortina en
uno de los lados, detalle que no había presenciado en mi primera visita.
Naturalmente me hubiera ocupado de aquella cortina, pero necesitaba con urgencia
despejar la duda del ambiente del ala izquierda, aquel de suntuosos ornatos, tenía
que saber de inmediato quién se encontraría. Me aproximé con extremo
nerviosismo, aquel nerviosismo de alguien que va de visita en el momento
equivocado, o aquel que tiene un presentimiento tenebroso e insustancial.
Empuñé la manilla de bronce y con la otra toqué, nadie respondió, entonces
empuje los pesados maderos. Lo que encontré no fue ni lo uno ni lo otro, el
ambiente se encontraba tal como lo dejé el día anterior, con las luces apagadas y en
silencio estancado en la oscuridad. La luz de mi linterna paseó de extremo a
extremo buscando una eventualidad que justificara la visión del taxista, era
imposible que mis ojos o los del taxista nos hayan engañado; una sensación de
culpa me hizo creer que todo aquello estaba obrando en contra mía, que mis
visiones estaban siendo manipuladas por la presencia de la difunta señora Siegner.
En ese sentido, las atribuciones fueron directamente contra mis nervios y las
deshonestas relaciones con la señora de los panes no admitía otro justificante.
Deseché toda posibilidad sobrenatural, nunca tuve alguna experiencia de
este tipo; lo inexplicable es para mí la tergiversación de la realidad por los sentidos,
ayudado por nuestro mundo interior. El comportamiento de la realidad depende
únicamente de nuestros sentidos.
En mi remota infancia tuve una experiencia particular, escuché voces
cuando caminaba a la orilla de un río, quizá fue mi única experiencia sobrenatural,
fue aterrador entonces, era como escuchar hablar al mismo río, pero
inmediatamente le busqué una explicación razonable, recuerdo que al alejarme del
río me puse a analizar en silencio el motivo de mi pavor. El resultado fue revelador;
primero recordé el momento exacto en que se habían producido aquellas voces,
recordé lo que sucedía fuera de mí y lo que sucedía en mi interior; lo primero es que
no se escuchaba nada más que el correr del agua entre las peñas, lo segundo es que
caminaba pensando en la reprimenda de mi madre, sobre los actos cometidos aquel
día, había matado un pato salvaje y mi madre odiaba que matase animales no
domésticos, de modo que asociando ambos recuerdos llegué a consolidar la idea de
que el río había materializado mis miedos.
Aquel remoto suceso no me vendría en este momento si no tuviera ninguna
necesidad de explicar un testimonio sobrenatural, por supuesto era preciso este y
todos los métodos para alejar pensamientos perversos de un niño. Aunque las
dimensiones eran mucho mayores que aquel recuerdo infantil. Unas horas antes,
más o menos veinticuatro horas, estuve en el funeral de una mujer acaecida quien
sabe en qué circunstancias, un final que tenía como escenario aquella casa. Desde
ese punto de vista entendía perfectamente aquel temor, un sombrío temor que
demandaba una explicación, y por más que la hubiera no me satisfacía. “La señora
Siegner ha muerto aquí, hace unos meses antes se ha muerto Susy, y Luz se ha
dado por morir casi al mismo tiempo, es natural que las tengas presente”, me dije.
Paseé encumbrado por toda la planta del ambiente del ala izquierda, luego
abandoné aquel y regresé al ambiente principal, sin poder conjeturar con claridad el
episodio de la ranura despidiendo aquella luz.
La mañana entraba ahora con una nitidez inspiradora, las ventanas se
despejaron descubriendo lo que hasta entonces estaba fuera de mis ojos; entre
papeles, cajas de contenido incierto acondicionados a un rincón entre el polvo y la
basura amontonada. El polvo depositado era una prueba de abandono constante,
en él se podía ver infinidad de pisadas, algunos mucho más evidentes que otros, en
suma todas las huellas demostraban que hubo bastante concurrencia en un
momento no tan lejano, supuse que fue al momento de llevar el cadáver.
Me situé en un extremo para dejar pasar las especulaciones, de alguna
manera debía aclarar todo lo acontecido en términos prácticos. En ese afán busqué
la maleta dejada el día anterior. El rincón donde debía estar estaba vacío, entonces
la hipótesis de que haya entrado alguien con cuerpo y espíritu, cobró mayor fuerza,
y no había en mi confusa lista de sospechosos otro que el señor Siegner o sus
hermanos que, al desistir del viaje, habrían regresado a la vivienda a ultimar los
asuntos dejados por su difunta madre, y en una casual confusión se hayan llevado
el maletín.
Eso descartando lo que vimos en las ranuras, como producto de mi
imaginación y por supuesto del taxista. “Probablemente se fueron al amanecer
antes que yo llegara”. Con esas aseveraciones quise resolver el misterio.
Encendí las luces de los ambientes. Si el día anterior me era imposible dar
con los interruptores, con la claridad de la mañana no me fue difícil.
Superado en alguna medida los temores, me dediqué a limpiar los
ambientes, barrí los trastos, para ello usé la vieja escoba de mango apolillado
dejado por la señora, quité los cartones del rincón donde estaban y los puse en el
ambiente del ala izquierda, debajo de la mesa, para que se conservaran según el
deseo del señor Siegner. Luego hice lo mismo con el ambiente del ala derecha, este
me demandó menor esfuerzo porque, según pude ver, en él se había velado el
cuerpo de la señora, el endosado piso tenía un brillo reciente de cera, lo único que
pude barrer en aquel ambiente fueron los restos de flores, hojas con veinticuatro
horas de muerte, también había colillas de cigarro, empaques de dulces y una
estampilla religiosa con un imperdible. Terminado el trabajo de limpieza, ajusté
algunos cables de la instalación eléctrica que pendían inconclusos. En el ambiente
principal tuve que arrancar aquella cortina y la cuerda que tenía acondicionada
como soporte; en esta parte me encontré con una sorpresa, puesto que tal cortina
tenía la finalidad de cubrir una pequeña salida hacia la parte posterior, era una
puerta de madera de no más de dos metros de altura, asegurada por una cadena que
sobresalía en dos agujeros, de ambas hojas respectivamente, el candado que unía la
cadena no debió ser abierto en mucho tiempo, las arañas habían tejido una
frondosa trampa. Quise averiguar lo que había detrás, pero fue imposible por el
exacto entablado de la madera.
Antes de la media mañana había concluido el trabajo de quitar el polvo de
los dos ambientes (ala derecha y ambiente principal).
Era aún muy temprano y tenía tiempo suficiente para dedicar el resto del día
en pintar las paredes de un nuevo color. Un hombre inexperto demoraría quizá
hasta dos días en esto, pero tenía sobradas razones para confiar en mis manos y los
bien ganados conocimientos en este tipo de trabajos.
Enrumbé a la feria de ferreteros para hacerme de pintura y un buen candado,
para doblegar la cerradura principal. Además era de vital importancia que
asegurara las puertas desde el interior, antes de instalar los estantes, y los libros por
supuesto, para no poner en riesgo mi plan. En la feria de ferreteros me aprovisioné
del material necesario para estos menesteres, compré clavos para reforzar colgantes,
alambre para el propósito de las rejas, un par de focos nuevos para ganar mejor
iluminación, una escoba nueva que barriera mejor, una fuente de basura, un cubo
para depositar agua, plumeros para sacudir el polvo, y finalmente pintura, para
dejar un nuevo color como carta de presentación.
La compra de estantes lo dejé para el día siguiente, tomando lo dicho por la
señora Doménica, “para estos casos, es mejor ir sin prisa”, era mejor así. Con todo
lo anterior retorné a la casa Siegner. Antes, almorcé en el mercado de siempre, la
amable adolescente que me servía el menú durante los últimos tiempos, me refutó
por lo descuidado de mi dieta.
–Ya no viene usted por acá– me dijo, simulando la misma cortesía de
siempre.
–Quizá ahora venga con menos frecuencia– repuse, me miró extrañada, pero
no quiso saber más detalles.
Comí almejas con pollo y regresé con un sabor de almejas en la boca a la
vivienda de los barrotes.
Me puse a trabajar inmediatamente, empecé por el baño, para ello cogí
agua, quité toda la mugre acumulada, luego preparé la pintura en una fuente, con
ello transformé en las siguientes horas el tétrico color del ambiente por uno azul
vivo, azul del cielo.
Tres horas después mi obra estaba casi acabada, los dos ambientes (del ala
derecha y el principal) tenían un color nuevo y había un agradable olor a pintura,
me felicité por aquello, el entusiasmo del día anterior volvió. La faena del día
concluyó con el estreno del nuevo alumbrado, entonces se vieron rincones donde
jamás había llegado la luz, la reciente pintura y el nuevo alumbrado dieron un
deslumbrante aspecto a los dos ambientes.
Excepto por el ambiente del ala izquierda, había decidido que aquel
ambiente quedaría para conservar los trastes de la difunta, tomando en cuenta a la
vez que sería innecesaria la disponibilidad de tres ambientes para un negocio
primerizo, la cantidad de libros no lo cubriría todo, en ese sentido era más que
oportuno dejar aquel espacio como depósito de las pertenecías de la propietaria,
que por el peso de los muebles era imposible trasladarlos a otro lado.
Antes que el sol se hubo escondido, alisté la basura acumulada, para ello usé
los cartones dejados en el ambiente principal.
Por otro lado, pensé botar todo aquello a la basura incluyendo los finos
muebles del ambiente del ala izquierda, el señor Siegner nunca advertiría aquello.
“La única interesada en todo ello está muerta, ¿quién se fijaría?”, me dije. Por otra
parte, la fina mueblería frenaba aquel intento sacrílego.
Finalmente decidí quitar todo aquello que no fuesen muebles u objetos de
valor por lo que saqué todas las cajas que se encontraban debajo de la mesa,
también deseché un feo cuadro religioso que estaba apoyado a la pared en uno de
los rincones, hice lo mismo con las cortinas del respaldar del relicario, todo lo
arrastré al ambiente principal, le di una barrida escrupulosa y dejé ligeramente
limpio el salón izquierdo.
Había realizado un buen trabajo, a pesar de eso me quedaban un par de
horas para que sea las diez de la noche, hora que tenía fijada para poner fin a la
jornada; en ese tiempo me propuse vaciar las cajas y seleccionar lo inservible de lo
otro.
Algunos contenían objetos insignificantes como útiles, agujas de coser,
cintas de embalaje, botellas de fármacos, dentífricos a medio usar, tarjetas de
invitación, estampas navideñas, un espejo en forma de bola con tapa, fotografías de
niños, un crucifijo de plomo, restos de cáscara de naranja, estatuillas navideñas en
mal estado, una píldora sin nombre, y hasta un casquillo de bala. En otra caja más
pesada hallé una colección de discos de vinilo sin abrir (nuevos) y una fotografía de
una mujer delgada de unos cuarenta años, ataviada en un traje azul, de cabello
dorado, acusadora mirada y la nariz respingona; tuve un estremecimiento absurdo,
no poseía ninguna particularidad que me remitiera un parecido con la señora que
había yo visto en el ataúd, pero era absurdo detenerme en esa conjetura, a menudo
el cadáver cobra otra naturalidad, de modo que proseguí. En otra caja hallé un
juego de ropones para bebé, con uno a medio tejer, acompañado de palillos de tejer,
un ajuar usado, cuatro ovillos de algodón de diferentes colores (rojo, verde, azul,
naranja), también había cuadros en telar marchito con bodegones, paisajes, rostros
de hombres desconocidos, todos artísticamente de cierta calidad. En una caja
mucho más grande había ropa doblada escrupulosamente, ropa que no me atreví
siquiera a remover, previne que aquella caja como las otras debían conservarse.
En una última caja de madera encontré algunos documentos de interés,
manuscritos, diplomas de reconocimiento, cartas y alguna que otra tarjeta.
Contenía además una colección de retratos de más o menos doscientas fotografías
todas en blanco y negro, fotos en las que aparecía la misma mujer de nariz afilada,
con traje azul, en diferentes situaciones, en una de ellas, la señora de traje azul aun
joven observaba una ciudad con altos edificios que hormigueaba gente, de uno de
los extremos salía una línea de tren que desaparecía entre los edificios; en la
siguiente escalaba una montaña con una mochila de campaña y unos lentes
oscuros, en otra la señora (bastante más joven) acompañada de un hombre alto, de
regulares facciones y bigote hirsuto, sosteniendo ambos a tres niños, uno de ellos
bastante estirado que se cubría los ojos como si temiera una potente luz de la
cámara. Las fotos estaban fechadas y enumeradas, por supuesto el apellido Siegner
se repetía constantemente. En lo concerniente a manuscritos hallé un archivero,
con escritos en papel manteca con una soberbia caligrafía, el archivero no estaba en
buenas condiciones, la humedad había estropeado los pliegos, lo sostuve buen rato
como un objeto arruinado, pero al ver la atractiva legibilidad de algunas páginas me
propuse leerlas. El primer escrito fechaba de hace treinta años.
Ayer pasamos noche buena, la señora Matilde vino con su marido y ha traído regalos para los
niños, dijo que extrañaba que no estuvieras; lo dijo honestamente y me dolió que fuera verdad,
que no estés aquí. Hasta ahora sigo pensando que no te has ido para siempre, que volverás
apenas termine la primavera. No sabes cuánto ansían los niños verte el próximo verano en la
playa, lo desean tanto como yo, pero también es verdad que lo saben, especialmente Fernando
no deja de llorar, ayer cuando se marchó la señora Matilde rompió en llanto. Sólo Luis no
siente la ausencia, tal vez es por su edad, puede que el dolor no sea para el más que un estado
de juego y complacencia. Aldo no hace sino hablar, no recuerdo cual fue su primera palabra,
pero desde hace un mes no ha dejado de aprenderse algunas palabras como perro, gato,
gallina. No sé si es correcto que empiece nombrando animales, pero, si estuvieras aquí seguro
que su primera palabra habría sido papá. Esta es nuestra primera navidad sin ti. Armamos el
nacimiento. Resulta que el paquete de los reyes magos estaba arruinado, de modo que fuimos
al mercado a comprar un nuevo Gaspar, también compramos dos camellos y siete ovejas, a
Fernando no le gustan mucho los animales, en vez de ello le compré un juego de soldados,
aunque luego debí advertirle que los soldados no pueden ir en el nacimiento. También
tuvimos que comprar un nuevo árbol porque el anterior había perdido color, supongo que fue
por el gotero que hay en el cuarto de trastes. Los niños fueron los más entusiastas, me
sorprende que no guarden el dolor prolongadamente como los adultos. Soy la que más siente
tu partida, se me anuda el pecho y no hago más que llorar, sabiendo que no volverás, que te
has ido para siempre… he iniciado este cuaderno hoy para que lo leas, si es que puedes venir,
para que tu corazón no este vacío y nos tengas presente, siempre decías que la palabra es la
más poderosa de las armas, entonces ahí va, te escribiré todos los días.
Te amo.
María.
Fernando ha terminado el curso, la profesora dijo que es un excelente alumno, poco faltó para
coronarse como el primero de su clase, opina a su vez que tu partida le ha afectado
emocionalmente, me ha recomendado un psicólogo, dijo que era buenísimo, pero cuando
escuché el nombre, ¿sabes de quien se trataba?, de aquel Rufino Márquez. ¿Recuerdas a ese
Rufino?, yo también lo recuerdo, hasta ahora no llego a entender cómo puede seguir
ejerciendo de psicólogo, después de aquel asunto de la niñera, al parecer todo quedó en
privado. Un intento de violación no puede quedar en privado, no me interesa que tenga tanto
dinero, hablaré con el gerente de educación municipal para que quiten de la lista de
profesionales recomendados a ese señor; sé que me estarás diciendo que no me meta en asuntos
que no son míos, pero también es cierto que me conoces y no permitiré que niños inocentes
estén asediados por este depravado.
Por otro lado me invitaron a una exposición de pintura en la casa biblioteca, los libros que
hemos donado están mejor que nunca, la nueva administración se ha ocupado pacientemente
en conservarlos. El alcalde estuvo muy efusivo, me invitó para un brindis en la inauguración
de una obra, pero no acepté, considero que utilizan estos actos oficiales para hacerse de
beneficios egoístas. Pero, éste insistió, dijo además que pondrían una avenida a tu nombre, no
sé si eso sea correcto, no sé si estás de acuerdo, pero en mi caso sabes que no, digo esto porque
nunca nos han propuesto poner nombre a alguna calle.
Las navidades han pasado, los niños están felices, ayer hicimos un recorrido por la ciudad,
visitamos uno de los nacimientos más grandes, ¿recuerdas que un año ganamos en este mismo
concurso? Bueno, esta vez lo ganaron los Zevallos, que acaban de tener una linda niña que se
llama Zoe, no sé porque le habrían puesto un nombre tan horrible. En lo demás nos
preparamos para recibir el año nuevo, el tío Eduardo nos ha propuesto ir a su granja, en
realidad le ha propuesto a Fernando, y éste ha dicho que no iría sin sus hermanos y sin su
madre, Eduardo dijo que se parecía a ti, “siempre con su familia para todo lado”, ¿sabes
qué?, cuando se hubo marchado me puse a llorar en secreto, no sé si podré soportar esto más
tiempo.
Te amo.
María.
01 de enero 1976
Son las diez de la mañana, los niños duermen, tal parece que no iremos a la granja del tío
Eduardo, temo que la tía Paty se moleste por esto, pero no puedo despertar a los niños, ayer
han estado jugando hasta muy tarde.
Matilde vino de nuevo, esta vez no trajo a su novio, según parece andan reñidos, ella como
siempre no quiso hablar del asunto. Ha traído a sus hijos, y no sabes lo grandes que están,
Fernando ha medido su talla con Robertito y claramente este último le lleva ventaja. Me
preocupa que Fernando no crezca como debe, uno de estos días llamaré al doctor Pérez.
Con Matilde recibimos de buen agrado el año nuevo, preparamos lasaña y pato. Había una
receta en el viejo libro que trajiste de China, nunca creí que en ese libro existiesen recetas como
esa, de todos modos el platillo salió estupendo, al final no pudimos comer todo, a los niños fue
suficiente darles leche con pan casero. Luego Matilde y yo vimos una película mientras los
niños jugaban.
La algarabía de los vecinos fue enorme. En la radio se dice que al año tendremos un
cataclismo de dimensiones impensadas, ya sabes las estupideces que dice alguna gente, a veces
creo que realmente lo creen así.
Después que los niños se han dormido, me acosté y no pude dormir, los gallos cantaron pronto
y la fiesta que alargaron algunos vecinos me impidió dormir. Hace una hora paseo por la
casa. He visto todas nuestras fotos, están en desorden, alguien debería darles orden, quizá estos
días me ocupe de ello aunque no sé si tenga muchas ganas de tomarme más fotos de ahora en
adelante, de todas formas me encargaré de ponerles fecha, ya sé lo que estarás diciendo, que
estoy loca, pero no puedo hacer nada más, la tristeza me vence, y tal vez aquel ejercicio de las
fotos me tenga ocupada, aunque otra de mis aficiones está ahí, sólo me falta comprar lana. Si
no es lo uno me pondré a tejer. Es todo, debo terminar, uno de los niños acaba de despertar.
Te amo
María.
Para pintura.
Acuarela veinte por cinco, marca “pionerito”. Lienzo, doce metros. Caballete (buscar al señor
López, hará según el modelo establecido). Una gorra. Zapatillas de plantilla goma. Una
docena de lápiz carbón. Papel dibujo. Portapapeles. Un juego de brochas. Lentes de sol, para
trabajo en campo.
El año no ha empezado como esperaba, el capataz del fundo me ha informado que la cosecha
de uva va tener que adelantarse por una ola de plaga. Le di ordenes de que haga lo
conveniente, no pude ir personalmente porque debo matricular a Fernando en una escuela de
arte; sé que suena un disparate, pero los profesores que van a dictar son llegados de España. El
tío Eduardo fue el que me dijo aquello de los profesores, es una gran oportunidad para que
Fernando desarrolle habilidades artísticas, lo quisimos siempre, y pienso que en este momento
estarías de acuerdo conmigo, el único problema es que los materiales serán presupuestalmente
elevados, pero cuando escuché sobre la calidad de los maestros no dudé en separar una
vacante. Además, el tío Eduardo dijo que la lista requerida se puede enviar a Europa, tardará
treinta días en llegar, y acepté sin rechistar… para ello haré un descuento al fondo de ahorros,
será una suma importante, ¡oh si solo estuvieras aquí, que fácil sería! Llevabas las cuentas con
tanta facilidad, cuánta falta me haces.
En lo concerniente a los dos pequeñines, contrataré una profesora particular, he leído de una
nueva teoría de estimulación temprana, imagino que es una propuesta científica interesante,
según dicen es para adelantar el desarrollo, ¡oh! cómo avanza el tiempo, quisiera saber lo que
tú piensas a este respecto, supongo que sigues detestando la modernidad tanto como yo, pero
créeme que cuando se trata de nuestros hijos no hay prejuicio que nos haga retroceder, en esta
batalla me has dejado sola, pero donde quiera que estés te pido que me des una mano. Con esa
sabiduría que te caracteriza.
Te amo.
María.
Ayer fue el cumpleaños de Fernando, sus compañeros del colegio han querido venir, y vinieron
acompañados de la instructora que resultó llamándose Martha. En primer momento fueron al
campo, luego a un comedor campestre; los gastos fueron cubiertos por la junta de padres, no sé
cómo puede la junta de padres hacerse cargo de algo tan superfluo, pero la instructora dijo que
no había inconveniente. Tal parece que la maestra no entendió mi protesta, si sólo supiera que
Fernando tiene todo en casa no hubiera sido necesario que se usen los gastos de la junta de
padres. Pero, en fin, por la tarde los niños visitaron la casa, jugaron a los regalos secretos, todo
estuvo divertido, algunos niños quedaron maravillados al ver nuestra casa.
Alguien le preguntó a Fernando ¿dónde trabaja tu papá? y este dijo que trabajabas en el
banco de la ciudad, pero el otro insistió, ¿y qué hace tu papá en ese banco?, es el jefe de todos
dijo éste orgullosamente. Hubo otra niña que al ver la máquina de cuentas que tenemos
guardada en la sala dijo que no podía ser verdad eso de que trabajes como jefe de todos… Uno
siempre queda maravillado de la inocencia de los niños, nadie dijo que te habías muerto, es
más que seguro que tampoco Fernando está pendiente últimamente de esto.
Vivimos tiempos tristes, tengo una impotencia que corroe mi corazón. Mi padre tenía razón,
“un solo hombre en el poder será siempre el causante de todos los males”. Temo que ahora
estemos viviendo aquello, un hombre ha usurpado los estatutos del país. El nuevo gobierno
estará a cargo de un generalillo que amenaza desbaratar el orden actual, contagiando a todos
la falsa idea de un nuevo orden, sin propiedad y con los propietarios en el exilio.
El tío Eduardo ha hablado conmigo por teléfono y me ha dicho que este es el fin, las medidas
que se den en los próximos días serán cruciales, la mayoría piensa como él, que ese general no
está bromeando, de que va a poner en marcha sus torcidos proyectos, llevando discursos y
demagogia al pueblo. Muchos de nosotros prefieren verse muertos antes de darle gusto, pero los
discursos se desbordan y hacen efecto en las calles.
El tío Eduardo ha despedido a sus trabajadores, por temor a un motín, hay noticias que en el
norte del país se amotinan los trabajadores, es terrible, se habla de asesinatos; por ello ahora el
tío ha preferido mantener solo al capataz. Tiene pensado vender parte de sus propiedades para
no perderlo todo, sin embargo, ¿quién podría comprar tierras en estas situaciones? Tan
peligroso se ha vuelto tener tierras que en lo personal aún no sé qué hacer, tal vez es
conveniente esperar, pero ante las alarmantes noticias, la desesperación me vence.
Lo que hice es hablar con el capataz, me ha referido que continuamente estuvo trabajando con
cien hombres a los que nunca se les dejó de remunerar, no tienen de qué quejarse dijo, la
lealtad de aquel capataz es conmovedora. Pero las acciones que están tomando los sindicatos
respaldados por el gobierno es aterrador, no me sorprendería que tanta lealtad se vea
desplazada por las amenazas y que nuestras tierras caigan en manos de bandidos o gente
salvaje; de modo que te diré ahora lo que pienso: conservaré nuestras tierras, sacrificando parte
de ellas, este sacrificio será completamente legal, evitaré que nuestros trabajadores se alíen con
el gobierno. Para esto he diseñado el siguiente plan.
Haré una verificación registral de las cuatrocientas hectáreas del fundo, luego me reuniré con
el municipio para firmar un convenio de cooperación. La actual gestión no pertenece a
ninguna clase política, por lo tanto es de suponer que me aceptarán, en ella cederé, bajo un
laudo arbitral, doscientas hectáreas a los trabajadores del fundo; para esto, previamente
formaré una organización de trabajo cooperativista con todos nuestros empleados. Un círculo
humano que pueda emprender una empresa bajo la supervisión de un ente estatal, y es para
esto que quiero involucrar al municipio.
Es una propuesta que tiene más riesgos que ventajas, pero es la única idea que ronda mi
cabeza por estos días. De lo contrario, toda la propiedad será ocupada por trabajadores ajenos
que nada tienen que ver con nosotros. Las doscientas hectáreas restantes serán para el futuro
de nuestros hijos.
Perdóname si este plan no funciona, pero me has dejado sola en esta tarea y te juro que es lo
mejor que puedo.
Te amo.
Ha sido terrible, el tío Eduardo ha fallecido, un paro cardiaco le vino cuando se enteró de que
sería expropiado de sus tierras. Son días tristísimos, el gobierno asalta las fábricas, las
petroleras, los bancos, aduce estar haciendo justicia, pero lo único que hace es una marejada
de entusiasmo fugaz, ha entregado las grandes propiedades a los trabajadores y estos ahora se
han dado al vicio, muchos de estos se disputan como verdaderos animales lo que en algún
momento fue su centro de trabajo. Algunos propietarios han optado por quitarse la vida, no
hay nada descorazonador que ver el producto de tu esfuerzo caer en manos de vándalos
delincuentes.
Muerto el tío Eduardo no me queda más remedio que la resignación. Por otro lado mi plan no
ha funcionado del todo, pero tampoco ha fracasado.
La entrega de las doscientas hectáreas a nuestros empleados se hizo dos hectáreas por cada
uno, no sin antes formar la cooperativa, acuerdo que no pudo haber salido adelante si no fuera
por la mediación del capataz, este hombre por poco vende su pellejo para sostener mi
propuesta hasta el final. Fue accidentado, pero salí victoriosa, lo que no ha funcionado es el
trámite con la alcaldía, hay tanta burocracia allá que me fue imposible convencerles de mi
proyecto, dicen que no es legal, yo pienso que le temen al gobierno de turno, son como ratas,
cada vez más quedo convencida de que la política y el poder son lo mismo y que se sirven de lo
más miserable de la especie humana.
En cuanto al tío Eduardo, ahora tengo que acompañar a la viuda que se encuentra también
mal de salud. Sus pequeños hijos han quedado descompensados por la muerte de su padre.
Qué será de ellos cuando la madre también parta, temo que tendré que hacerme cargo de ellos,
no tienen a nadie, nunca hubiéramos imaginado este fin para el tío Eduardo. El mundo es
cruel, muy cruel.
El reloj marcó las doce de la noche, afuera no se escuchaba más que el denso
correr del viento y el crujir de los viejos árboles del pasaje Los Geranios, adentro en
la casa, la señora Doménica roncaba en un sueño feliz, mientras sus gatos hacían lo
mismo en un rincón del patio. No se escuchaba nada más aparte de esto, ni un solo
ruido de motor, es como si de un momento a otro la ciudad se hubiese acabado
para siempre.
En otra situación me hubiera metido a la cama, pero la inquietud que se
gestaba en mi interior era demasiado poderosa como para darme al abandono. Por
lo que proseguí con la lectura, previamente me advertí que aquella sería la última
por esa noche, de lo contrario la diana siguiente sería un problema, porque
acostumbraba dormir temprano, para levantarme temprano.
La situación no mejora, me atrevería a decir que está peor. Los almacenes han subido el precio
de los alimentos, no hay cómo paliar aquello, tampoco hay una explicación lógica a esto.
Hemos entrado a la etapa de los almacenes, las grandes empresas se han vuelto almacenes, la
gente ahora invierte en almacenes. Y todos estos no hacen más que acaparar, desplazando la
pequeñas distribuidoras que vendían productos basados en una legislación de mercado, en
cambio estos almacenes no se rigen por otra cosa que la desesperación del necesitado, no les
importa que el producto se venda o no, les importa ganar dinero y no hay nada mejor para
ellos como las especulaciones que lanza el gobierno. Su nefasta política de abolir los grandes
capitales es esto. El caos en su máxima expresión.
En cuanto a nosotros, Fernando tiene buen desempeño en el colegio, Luis en cambio tiene
inclinaciones al deporte, y Aldo ha congeniado estupendamente con su profesora de
estimulación. La profesora es una señorita de veinte años, ha hecho una brillante carrera
pedagógica en otro país, lo triste en ella es que no tiene madre, según dice la ha perdido a
causa de una enfermedad incurable. Su padre en cambio es militar. Cualquiera sea el caso,
tiene un carácter de ángel, y tiene una paciencia infinita con los niños; su desempeño me da
tanta seguridad que últimamente he decidido dejar al niño con ella, para poder ocuparme de
nuestros asuntos que no son pocos.
Matilde sufre de un desengaño, el novio le ha dejado con una cuantiosa deuda, no me extraña
que ese farsante estuviera viviendo con Matilde y una amante a escondidas. Su padre, el señor
Hermenegildo, le ha puesto precio a la cabeza de ese rufián, dice que ha mancillado el apellido
de su familia y lo ha dicho públicamente. En todas las grandes familias de la ciudad se corre
la voz de que don Hermenegildo tiene listo un mosquete para descargarlo sobre el miserable.
Matilde no hace más que llorar, imagínate, es su segundo fracaso de concubinato; el primero
le salió un haragán, pues el último le salió ladrón. Si estuvieras aquí, el señor Hermenegildo
ya te hubiese arrastrado a su locura, siempre dijo que eras su mejor amigo, que después que te
has muerto nunca más fue el mismo. Si antes Matilde solía decir que nuestra familia era la
familia que don Hermenegildo quiso tener, ahora no lo dice, viene a llorar a la casa, y yo no
hago más que consolarla como a una hermana. Creo que no ha nacido para el amor.
Te amo.
María.
CUATRO
Estoy vieja y cansada, el problema de las tierras ocupa mis días. El alcalde dice que ya no se
puede resolver en la jurisdicción del municipio, que probablemente lo remitan a la corte de la
judicial, una desconsideración total, ¿cómo puede ser posible que una entidad pública eleve al
fuero judicial un caso declarado como préstamo? El alcalde no pudo responder con propiedad,
aduce que tratándose de un terreno de extensión considerable “donado” hace más de veinte
años ha pasado hoy a ser considerado como propiedad del municipio. En eso estoy
completamente de acuerdo, el donativo se hizo y el Estado tiene todo el derecho sobre él, pero
la otra parte del acuerdo nunca fue donativo. Existe sobre el particular un documento que
hace las debidas aclaraciones, cien hectáreas como donativo, y las otras cien como préstamo,
en beneficio también del municipio. Al parecer malinterpretaron estas diferencias con
“aporte”, e insistí que esa malinterpretación no puede ser judicializada. Pero el alcalde se
opuso, dijo que basando el caso en las leyes actuales, no se podía desglosar el “aporte” en
“donativo” y “préstamo”, no hay lugar en la nueva legislación de propiedad horizontal, de
modo que favorece al que la posee en ese momento.
No sabes cuánta impunidad se ve en los ojos del alcalde, me contuve para no llorar, ¿es posible
que al final se queden con todo?, regresé a la casa pasado el mediodía y no quería sino
olvidarme por completo del episodio de la mañana en el municipio.
Por la tarde visité a un abogado, de apellido Roncales, un hombre muy joven, dice ser sobrino
de don Hermenegildo, ¡vaya uno a saber si eso es verdad!, me hubiera gustado preguntarle a
Matilde si es cierto lo que dice ese hombre pero hace mucho que no la veo, lo último que supe
de ella es que se había casado con un viejo acaudalado. El caso es que este señor Roncales me
atendió muy amabilísimo, dijo que la alcaldía estaba cometiendo un delito al querer
mantener con impunidad los aportes que yo hice como propiedades exclusivas del municipio,
“¿pero si usted ha donado más que nadie a esta ciudad?”, me dijo, “y más allá del vacío
jurídico con respecto al préstamo, se deberá discutir también los donativos que usted ha hecho
en beneficio de la ciudad. De otro modo no nos quedará más que acudir a la sociedad civil, y
no habrá un solo hombre en esta ciudad que no quiera ponerle su nombre y firma a una causa
tan justa como la suya señora Siegner. Déjelo en mis manos, les daremos una última
oportunidad al alcalde y a sus asesores para que se retracten.”
Salí de aquel despacho muy reconfortada, quizá al final encuentre la justicia en un anónimo
jovencito… no lo sé.
He contado los amaneceres como una niña, la luz siempre entra por la ventana derecha, da un
penoso recorrido por toda la habitación y se pierde en la otra ventana. He visto tantas veces el
mismo recorrido que me he aprendido a medir la hora en las losetas del piso. Pienso que el día
en que voy a morir, las ventanas se apagarán y mi cuerpo quedará tendido como una bolsa de
máquina sin repuesto; cuando esto suceda quisiera que mis hijos estén presentes aunque temo
y siento que no será así. Han pasado veinte años desde que se fueron yendo uno a uno, y a mí
desde entonces me ha perseguido la soledad como una enfermedad. La casa se fue cayendo
como un castillo de naipes, nuestras cosas se han ido descomponiendo con una velocidad
sorprendente. He visto partir a hermanos, vecinos… tanta gente, que no me sorprendería ser
la única viva de toda aquella generación.
Quizá me reproches, debería estar feliz. El doctor Roncales ha traído buenas noticias, la
alcaldía no se saldrá con la suya, el caso se resolverá en un referéndum, el dictamen se formuló
en la corte suprema regional, además de ello el abogado ha logrado recaudar diez mil firmas.
“Será una victoria, tendrán que devolverle sus tierras”, me dijo. Pero qué puede ser victoria, a
mi edad da lo mismo ganar o perder. He envejecido, mis huesos ya no son los de antes, tengo
dolores insoportables de cabeza que siento que me va explotar, no tengo apetito, y siento tanta
soledad…
El capataz ha traído algunas infusiones para los dolores de cabeza, luego me ha llevado a una
adivina para que me pronosticaran la salud, es una tontería eso de adivinar la salud. La
mujer que nos atendió puso en mi mano una moneda de plata y me la apretó al pecho,
dándome al mismo tiempo severas palmadas en la espalda, no sé lo que haya pretendido, pero
ahora también me duele la espalda, por ello tuve una seria discusión con el capataz. Pero el
hombre es tan noble que no me cabe duda que lo haya hecho realmente pensando en mi
bienestar, nunca dice nada para contrariarme, siempre está a mi lado con su pétrea mirada,
su lánguida respiración y sus modales taciturnos, dispuesto a todo para complacerme, una vez
le dije que podía hacer lo que quisiese, que cuando yo muera será libre, ya no será “el
capataz”, tendrá nombre y apellido, nunca más le servirá a nadie, al escucharme agachó la
cabeza y se quedó mirando el suelo como un borrico lastimado, me arrepentí de haberlo dicho,
unas horas más tarde le pedí perdón, sin embargo este me dijo que quería ser maestro, como la
señorita Martha, aquella muchacha que hizo de tutora por unos años a Aldo… ¡qué
disparate!, cuando lo dijo le brillaron los ojos como a un adolescente, es posible que haya
estado enamorado, nunca le vimos una novia, nunca tuvo hijos, ha vivido la mayor parte de
su juventud sirviendo al fundo, y desde que has partido no se ha separado de mí… en fin, el
asunto es que le tuve que reñir por aquella idea de la adivina. Para la próxima elegiré un
médico, no hay mejor remedio para los males que la ciencia.
Cuando empecé a leer las cartas, esperaba una versión mejorada en cada
página, y se puede afirmar que la historia lograba inquietarme, y ello por supuesto
mantenía en vilo el interés por saber qué le ocurriría a la anciana. La actitud que
tomé frente a esto fue el pasivo abandono de un vicioso. Desde mucho antes,
cualquier texto leído con desaforada pasión me desconectaba del mundo, como la
cerveza. Y no hay nada literalmente placentero como la combinación de ambas.
Contemplé los estantes que pensaba trasladar esa mañana. El percance de la
puerta violentada y el impedimento para poner una denuncia sobre ello, me arrojó
aun con más fuerza sobre la lectura, como un mecanismo de defensa contra la
hostilidad del mundo.
El siguiente escrito lo tomé de la página inmediata, sin fecha exacta, con dos
mil como único dato cronológico.
Mañana se realiza un referéndum, las organizaciones de los diferentes barrios han acordado
defender la causa de la familia Siegner. El doctor Roncales, como lo llaman los vecinos ahora,
hace de vocero, es probable que sea elegido en un plazo no muy lejano, representante vecinal
en el municipio, lo cierto es que ahora ha impulsado con eficiencia este referéndum. Me alegra
saber que sea así, aunque no puedo salir en persona a agradecer en público esta iniciativa,
mandaré por escrito un pequeño discurso a la ceremonia, dado que no podré por los motivos
que voy a referirte ahora.
El capataz me llevó al médico ayer, en el hospital de la prefectura fui recibido por el director,
éste derivó mi caso a un médico de especialidad. No conozco a ese señor, pero parece ser atento
y muy eficiente en su trabajo, me ha entrevistado largamente sobre los problemas que me
aquejan, hizo apuntes, luego me tomó algunas muestras de sangre y orina. Con lo vieja que
me veo no puedo esperar resultados buenos. El médico dice que aún tengo mucho por vivir, y
que los análisis sea cual fueren los resultados no harán más que confirmar mi vitalidad; ¡oh!,
detesto la mediocridad de los médicos, prefiero que me digan que la edad no tiene cura, y la
muerte es el mejor remedio para la vejez. Supongo que los médicos no están capacitados para
dar estas charlas… de todos modos me dijo que mañana tendré que volver a recoger los
resultados, a esto pregunté que si es posible que fuera el capataz a recogerlos puesto que tengo
un referéndum al cual asistir. Oh no, me dijo, deberá venir usted misma, será un momento,
luego podrá asistir sobradamente al referéndum para celebrar su triunfo… naturalmente todos
le darán la razón, el pueblo siempre tiene razón y debe usted considerarse afortunada por
contar con ello, terminó el doctor.
Inmediatamente pasé de página. Una hoja sin fecha, sin anotaciones al pie.
Por el contenido, data claramente del día siguiente.
Me levanté a las seis, desayunamos croquetas con avena. El abogado vino a las siete más
quince acompañado de algunos dirigentes vecinales, pasaron a la sala, y les di mi mayor
agradecimiento por la reunión que se llevaría, el señor Roncales me propuso asistir a la
ceremonia, dije que estaba indispuesta, les confesé que debía ir al hospital de la prefectura a
recoger unos análisis; les entregué un escrito para que se leyese en público. Accedieron
amablemente a mi petición y lamentaron mi salud, después de la media hora se marcharon.
A las ocho partí en un coche público al hospital. El doctor cepillaba unas probetas cuando
llegué, me recibió muy cordialmente, luego me sentó sobre un asiento sin espaldar, dijo que en
cuanto acabaría de cepillar las probetas me atendería de buen gusto. Una enfermera entró y
me hizo firmar algunos documentos de rigor, es para llevar el control, dijo ésta. En cuanto se
hubo marchado, esperé diez largos minutos para que el doctor se desocupara. Cuando entró, se
sacó los guantes, extrajo de una gaveta un folder con mi nombre escrito a mimeógrafo, dio un
suspiro preocupado y se sentó en el sillón detrás del pupitre.
Temo que tengamos un problema de consideración, dijo al tiempo que jugaba con un lápiz de
carbón recientemente afilado, ¿ha estado comiendo con normalidad en estos últimos días?, a
qué viene esa pregunta… contesté, porque recuerdo esa misma pregunta el día anterior, el
doctor prosiguió, definitivamente existe un problema en su salud, merecería darle algunos
detalles para explicárselo mejor, ¿con qué frecuencia va usted al retrete?, tres veces al día,
desde luego, después de cada comida, dije. El médico aguzó sus pestañas. Naturalmente, tiene
usted una rutina saludable, pero debo informarle que ha perdido líquido más de lo debido, por
lo menos al día ha perdido veinte por ciento más líquido que cualquier organismo sano. En
aquella parte cuando escuché cuerpo sano, deduje que no estaba bien. Mire, continuó el
doctor, la calcificación de nuestros huesos depende en gran medida del líquido, el hueso tal
como el tejido muscular tiene mil razones para estar hidratado, caso contrario un leve
movimiento fracturaría los huesos en cientos de pedazos… y si le he preguntado por su
alimentación, es porque necesito encontrar alguna incongruencia entre lo que usted ingiere y
lo que defeca. No respondí inmediatamente, no existía tal incongruencia, ingería tres veces e
iba tres veces al baño, y le hice saber; éste me dijo no esté segura, que la edad es muy voluble
con respecto a la memoria… ¿no lo habrá olvidado?, no, de ninguna manera, dije indignada.
Entonces me entregó aquel folio, al tiempo que me decía: sus huesos se están desintegrando
aceleradamente... hay una sustancia maligna que está provocando eso, y por ahora no
tenemos certeza de lo que exactamente sea… de todos modos se hará todo lo posible para
encontrarle remedio…
Tuve la sensación de que sus probetas estallaban contra mis ojos y un mareo me descompuso,
la habitación giraba como un trompo a mí alrededor, escuché gritos agudos como trompetas,
el capataz había corrido hasta el tópico para reanimarme, sin embargo no recuerdo nada.
Ahora me encuentro en casa.
El referéndum se llevó exitosamente a nuestro favor, veinticinco años y por fin se nos devolverá
lo que nos corresponde. No lo podremos disfrutar, tú porque te has ido del modo más extraño y
yo porque cuento mis últimos días… dejaré en un testamento la repartición de los bienes a
nuestros tres hijos. Eso será mi última tarea como madre… no tengo el valor de comunicarles
la noticia, será mejor así, es posible que tú pienses lo mismo, habrá menos sufrimiento, a lo
mucho llorarán uno o dos días frente a mi cadáver, luego volverán a lo suyo, lo que más
quiero es que mi muerte les afecte lo menos posible e intuyo que tienen el terreno preparado
para no sufrir, sólo seremos un recuerdo, un vago recuerdo destinado a desaparecer.
La alcaldía prepara la resolución para devolver las parcelas, encargué los trámites al señor
Roncales, es un hombre de confianza.
CINCO
Conté siete cuadras desde la avenida de los bares hasta las frondosas
palmeras de la avenida principal, desde aquí debía recorrer por lo menos otras siete
cuadras más para llegar a la vivienda Siegner. Hubiera sido preferible tomar una
ruta menos larga, eso implicaba perderme en un laberinto de calles llenas de autos,
gente atropellándose entre sí, vendedores de fritangas al paso y un sinnúmero de
eventualidades que no estaba dispuesto enfrentar. Uno, porque estaba
completamente ebrio, y otro porque tenía un arma escondida en el bolsillo derecho.
No imaginé si Mary habría previsto dejarme un arma con la disponibilidad para
matar, es decir que tuviera las cacerinas alimentadas de balas o que el cañón
estuviera debidamente aceitado en caso la usara inmediatamente; lo único que
había hecho como mandaba la situación fue entrar al baño, hacer lo que se hace en
el baño, luego rebuscar… siguiendo las indicaciones. Por supuesto el arma estaba
ahí, y me sorprendió que Mary tuviera esas precauciones, supuse que todo en su
vida estaba lleno de precauciones. Al salir del baño fui hacia la dependienta que en
ese momento estaba a cargo de la chica de las manos mojadas, ésta me ofreció un
cigarrillo, se lo acepté de muy buena gana, le pedí una ronda de cervezas para todos
los que estaban a la mesa, en consecuencia puse un billete de cien soles sobre la
repisa. Salí del bar sin despedirme de Mary y de Lucas.
Ahora estaba caminando sobre el tramo de las siete cuadras en dirección de
la avenida principal, por una calle desierta iluminada por escasos postes, como si
nadie viviera en aquellos parajes, en efecto, las calles que desembocan en la avenida
Industrial tienen un tránsito fluido de personas durante el día, en ella se encuentra
los depósitos industriales y los grandes almacenes; por lo tanto las fachadas en esa
parte de la ciudad están repletas de enormes puertas. Las costosas máquinas y
herramientas son vigiladas las veinticuatro horas, existen cables de seguridad en los
techos, sensores tras las puertas y cámaras de vídeo en las cornisas. De modo que la
zona durante la noche queda al cuidado de sensores, cuando las personas se han
marchado a sus casas las calles quedan desiertas. Los ladrones al verse impedidos
por la escrupulosa vigilancia de los grandes botines, se desquitan con los incautos
parroquianos que sin dinero en los bolsillos deciden retornar a pie a sus casas,
cruzando estos trechos.
La ebriedad no me impedía pensar en lo que me deparaba. Franco, sentado
en una de las sillas del ambiente del ala izquierda, con la oblicua barbilla en reposo,
la mirada en la enorme puerta de las manillas de bronce, me vería llegar, me
apuntaría con sus ojos antes de obrar. Por lo menos imaginaba que fuera así, que
dijera algo, que fuera un encuentro digno de una gesta caballeresca, fugaz
razonamiento extraído de las novelas de aventuras.
Al llegar a la avenida principal, volteé en dirección sur, por donde se
arrastraba un cálido viento de mar, las frondosas palmeras daban un aspecto
tubular a las veredas, árboles y matas de herbaje desconocido invadían las paredes
de las antiguas casas hasta llegar al suelo, las veredas desportilladas por el tiempo,
aún se alzaban las grandes chimeneas en las antiguas construcciones de los techos
ovales, los que en algún momento fueron grandes residencias de familias poderosas,
como la familia Siegner.
Pasé por el obispado, una construcción un tanto moderna donde un cura
decía misa los domingos, sólo los domingos, de modo que al ver a los feligreses en
el portal me dejó la conclusión de que no podía ser otro día. Unos metros más
abajo, en la misma avenida, se erigía la embajada de Francia, la oscuridad resaltaba
su imponente arquitectura y sus otoñales árboles moviéndose densamente en la
oscuridad al ritmo del viento, como un oleaje peligroso.
Avanzando otra distancia, la alcaldía, una soberbia edificación de seis pisos
revestida de vidrio con infinitas luces en el interior; tenía las puertas cerradas, un
hombre dormitaba en una de las gradas, al interior de la enrejada puerta de la
primera planta, es posible que se haya dormido, pero tenía una pequeña radio en
alto volumen, en ella se escuchó una ventosa frecuencia, la hora: ocho de la noche,
la temperatura: quince grados centígrados. Y me sorprendió que fuera esa la hora,
tenía los pies cansados, un sudor extraño humedecía mis axilas, como si de un
momento a otro me viera atacado por un resfrío.
Al llegar a la puerta de la casa Siegner, los sopores del cuerpo se
incrementaron, lo mismo que los latidos, las venas me hervían con una frecuencia
desmedida. La casa del hombre de la escalera estaba a unos metros, desde cuyas
alumbradas ventanas salió una ronca voz de un hombre mayor, seguidamente echó
una carcajada al tiempo que aplaudía, “¿se puede ser más idiota?, jajaja”, el reloj de
la misma casa sonó como un pájaro y las palabras del hombre también salieron por
la ventana con una claridad sorprendente: “todos los lunes viene a pedirme los
informes, cree que se los voy a dar…. jajaja…. a estos provincianos no se les puede
enseñar de otra forma… nunca entienden…”, “eso es doctor…” respondió otra voz
que al parecer era del hombre de las escaleras.
La casa que habitaba este hombre era una construcción de dos plantas, en
cuya blanca fachada resalta un letrero: PROCURADOR DE ASUNTOS
PÚBLICOS. Llamaba la atención por su atractiva arquitectura, sobre la puerta de
la primera planta un alero de tres o cuatro filas de tejado, sobre él una ventana
tragaluz en forma rectangular protegido por barrotes de aluminio, la segunda planta
empezaba un poco más arriba de los barrotes y terminaba en un techo invertido
geométricamente. Por lo tanto, los contrastes con la casa Siegner eran
significativamente opuestos. Si la casa Siegner era una sola vivienda con tres
ambientes uniformes, la casa del hombre de la escalera era como una compleja
gradería, como esos castillos medievales en miniatura resaltados por el fino ornato
estilo gregoriano. La blanca fachada de la casa vecina empeoraba aún más el fondo
gris de la casa Siegner. Pensé llamar la puerta del hombre de la escalera, pero ¿qué
diría?, ¿que alguien ha entrado a la casa Siegner?... pero aquello era obvio, el
mismo hombre por la mañana me propuso poner una denuncia.
La calle desierta era una débil señal de algo espantosamente confabulado en
mi contra. Me acerqué a la casa, un viento silbó en los rincones desnudos del falso
jardín arremolinando unos papeles que pestañearon en la oscuridad, empujé
suavemente la reja que protegía el jardín, caminé unos pasos hasta encontrarme con
los dos peldaños que antecedían a la puerta. El madero de la cerradura astillada
colgaba en la misma posición que en la mañana, aquello me convenció de que
Franco se encontraba en el interior, al girarla sonó como un armazón de oxidados
aceros, multiplicando el sonido. En el espacio del ambiente principal se dibujaba
una luz, una lumbre proyectada desde el ambiente del ala izquierda, me acerqué
con el corazón estallándome a mil revoluciones, sentía mis huesos a punto de caer
uno sobre otro, y el arma en el bolsillo similar a una granada a punto de estallar.
Atravesé el umbral que conduce el paso del ambiente derecho hacia el
ambiente principal. Alguien caminaba de un lado a otro, de tal modo que en la
proyección de la luz se dibujaba una figura deforme con largos brazos y cabeza
pequeña. Una nueva oleada de temor se adueñó de mi cuerpo, un temor ya no a
Franco, sino a mis suposiciones calificadas como inverosímiles o fantasiosas
dilucidaciones; un momento después la figura se detuvo al medio del reflejo, ahora
podía identificarla con precisión, sin duda era la sombra de una mujer con los pies
arcanos y con falda, ¿era posible que sea la señora Siegner?
Quizá haya enloquecido, uno nunca sabe lo que realmente está sucediendo
cuando se encuentra con un temor visceral. Lo increíble rebasa los dominios de la
razón y se convierte en espanto, capaz de arrancarle a uno la respiración.
Las sienes me apretaban, mi ebriedad estaba envuelta en una aterrorizada
desesperación, tuve miedo de que mis pies no me obedecieran, que mis manos
dejaran de erigirse. Por otro lado, el encontrarme en el ambiente oscuro hacía
doblemente difícil distinguir si la sombra correspondía a Franco o a la señora
Siegner, eventualmente resolví irrumpir en el ambiente iluminado con el arma
desfundada. Para tener un resultado eficaz, debía valerme del arma para no verme
sorprendido, además era la única salida viable puesto que de no ser así la
incertidumbre me perseguiría hasta aniquilarme. Irrumpí con violencia, una
maniobra ciega me arrojó fuera de mí mismo, no recuerdo ahora cómo
exactamente haya sucedido, ni lo recordaré nunca, debo admitir que el estado de
embriaguez ayudó a que la embestida resultara auténtica y exageradamente teatral.
Miré fijamente a la mujer cuya figura sólo había visto hace un momento por
intermedio de la sombra, ésta, al igual que yo, se estremeció al ver a un intruso
armado al frente, su reacción fue tan abrupta que una cafetera cayó al suelo y rodó
hasta los oscuros fondos de la mesa. Probablemente haya estado sentada, pero ante
la irrupción dio un salto maquinal, adoptando la postura de alguien que se
encomienda con las manos juntas debajo del mentón.
–¿Quién es usted?... ¿qué quiere?
No respondí, mis pensamientos eran tan confusos que no pude concebir
plenamente lo que estaba viendo; se me eclipsó la razón con la desnaturalizada
aparición y la tácita figura de la señora Siegner temblando de miedo tal como yo lo
estaba.
–Llévese lo que quiera, pero no es necesario que mantenga el arma, soy una
anciana…
No es necesario que mantenga el arma, un razonamiento evasivo, una forma
humana de ver el peligro, ahora estaba seguro de estar frente a la señora Siegner en
carne y hueso, la misma mujer del retrato, de ojos simiescos, nariz respingona y el
delgado rostro estirado; naturalmente, no de la misma edad, con el cabello rubio
sedoso, ahora un blanco deslumbrante cubría su cabeza, las arrugas colgaban de sus
pómulos, como flequillos maduros en la piel de los viejos árboles.
–Usted es la señora Siegner– repuse por fin.
–¿Cómo sabe mi nombre?
–Soy el arrendatario de esta casa.
–Vaya zopencos, debí suponerlo– murmuró al tiempo que se acomodaba un
chaleco burdo, tejido a mano, que le quedaba muy por arriba de la correa con que
tenía sujetada una sencilla falda.
–Eso no le da derecho a violentar la puerta– prosiguió.
–Quién sabe, tal vez fue usted… nadie más pudo haberla violentado.
–¿Entonces por qué trae un arma?– arremetió.
–No viene al caso dar explicaciones sobre ello, señora, de momento quisiera
saber ¿qué hace aquí una persona a la que enterraron hace tres días?
–Oh, ¿ha estado en mis funerales?
–Sí.
Rodeó la mesa paseando sus dedos por ella.
–¿Y por qué habría de asistir una persona a los funerales de alguien que no
conoce?
Su pregunta me cayó como un frío chorro de agua lanzado desde un
disparador de plástico, desde luego no le diría que me he valido de la sincera
amistad de la señora de los panes. Me mantuve en silencio.
–¿Acaso es usted amigo del alcalde?
Por el contenido de las cartas, vincular la presencia de un desconocido al
alcalde era una cuestión esperada. Debía inmediatamente responder con
objetividad.
–Firmé un contrato de arriendo con su hijo, si le satisface saber– soné tan
convincente que yo mismo dudé haberlo dicho en un tono tan preciso, en una
situación en la que aún no se podía descartar la irrealidad.
La mujer se sentó ciñendo torpemente su falda, le temblaban las manos no
tanto por el nerviosismo sino por la natural caución de los años.
–Hace un momento –empezó de nuevo– llegué y supuse que alguien había
movido todo. Marco dijo que la casa estaba hecha un desastre, –se refirió a Marco
como si yo lo conociese de antemano– ahora entiendo, se refería a esto.
Hablaba en voz queda, como si le molestara el pecho para elevar la voz, la
dejé continuar.
–Ahora usted, borracho, con un arma en la mano… qué es lo que pretendía
hacer.
–Fundar un negocio, huir de la miseria– dije sin poder evitar la voz vacilante
proporcionada por la embriaguez.
–Todos huimos de la miseria –dijo clavando la mirada en el techo– pero,
venir hasta aquí en ese estado, con un arma, no elogia de ningún modo su huida.
Por primera vez me miré de cuerpo entero y me avergoncé como me
avergonzaba de niño cuando mi madre solía reprender las vanas acciones de un
infante temperamental, enflaquecí buscando una verdad que compense o justifique
mi situación: la pistola enganchada en mi dedo, los zapatos aun con las suelas
manchadas de pintura, la ropa de hace tres días, la misma historia. Descansé el
cuerpo en una silla y contemplé a aquella mujer, buscando el recuerdo de una
mujer con ancha pollera, sombrero redondo, largas trenzas, suéter de largo cuello,
mirada pertinaz, ¿hace cuánto no recordaba a mi madre?, no sabía con exactitud,
en todo caso nunca la recordé como aquella vez, con esa nitidez primigenia de mis
años olvidados entre charcos de rojo barro, pájaros huidizos, pinos ciegos por la
neblina y hombres solitarios dados a una vida al azar.
–Vine únicamente a tomar el té, no pretendo tener problemas con nadie,
pero al descubrir los enseres fuera de su sitio. –Dicho esto caminó hacia el relicario
y destapó un termo de aluminio, mientras vertía el contenido en una taza– ¿Qué le
hace suponer que encontraría fortuna alquilando esta casa?
–No lo sé, hay mucha gente que ve rentable armar un negocio
–Naturalmente, todo el mundo se refugia en un negocio, creen que les
resolverá la vida, desde luego les resuelve en alguna medida, es el camino más fácil
para ignorar los temores de la existencia.
La escuché más serena y condescendiente, amenizaba sus palabras con
gestos moderados tratando con infatigable insistencia darse a entender. Y eso no
me daba oportunidad para abordarla con lo de su muerte, a oídos de cualquiera la
conversación seguía entre un abatido borracho y una mujer que estuvo muerta
desde hace tres días, pero como si me adivinara el pensamiento, lanzó el tema.
–¿Cuánto le cobraron mis hijos por el arriendo?
–Mil doscientas monedas –inmediatamente después agregué–, si usted no
hubiese estado en ese momento encajonada en un féretro, desde luego, no tendría
necesidad de estarle refiriendo sobre esto. El trato se hubiera hecho entre usted y
yo.
–No pretendo arrendarla, por más que me diera usted cien mil monedas de
oro, no lo haría– sentenció.
Luego puso la taza de café candente sobre la mesa y se sentó en un sillón.
–He vivido en esta casa más de cincuenta años, mi padre la compró a un
comerciante de recuas, yo era por supuesto una niña, a la que llamaron “la
francesita”… ignoro cuál haya sido el motivo para que llamen así, supongo que la
sangre de alguno de mis antepasados era francesa, pero lo dudo. Mi padre defendía
esta patria como suya, evitando a menudo su pasado probablemente extranjero,
poniendo especial énfasis en su nueva vida, la que se forjó apenas llegado a estas
tierras. No hay habitante en esta ciudad que no pueda respaldar eso. En cambio mi
madre insistía en los episodios de una espantosa guerra en un continente, entonces
desconocido para mí. Hombres dados a matarse por una causa que no he podido
descifrar nunca, y asumo que no lo sabe ni el historiador más ilustrado. ¿Sabe a lo
que me refiero?
Asentí vagamente.
–Es posible que mi padre haya huido de aquella barbarie en uno de esos
barcos a los que tiraban las mujeres a sus hombres para que dejaran de matarse
entre sí. Aquel débil argumento subsistió por mucho tiempo bajo la solapada
historia que mi padre masticaba con hastiado furor, cada vez que veía ondear la
bandera de esta patria. Cuando mi madre murió, desparecieron las viejas historias
familiares y nos sujetamos a la costumbre patriarcal de servir a estas tierras que nos
trataron bien.
El ambiente se enrareció, la taza de café vaporizaba el alumbrado, luego me
percaté que era el efecto de la borrachera manteniendo mis sentidos en una
enajenación nefasta.
–Con el pasar de los años, mi padre compró una extensión de terreno en la
zona más fértil, al norte de la ciudad, a la que llamamos Fundo Los Gutiérrez;
estaba orgulloso de su apellido, decía que su apellido nunca desaparecería, soñaba
con tener muchos nietos y eso que su único descendiente era yo, una mujer. Más
allá de todo, me amaba como ningún hombre me ha amado jamás.
En esta parte se detuvo bruscamente, su expresión cambió sustancialmente,
agrandó los ojos y retrocedió en sus afirmaciones para volver a preguntar:
–¿Cómo supo que yo era la señora Siegner?, ¿no irá a decir…?, ¿está usted
seguro de que no tiene nada que ver con el alcalde?
–No, –respondí, pero al ver que la señora requería una respuesta menos
corta, confesé– lo supe por la señora de los panes.
–Es una mujer estupenda, una verdadera santa, cuando supo de mi
enfermedad, dijo que contara con ella, yo, por supuesto, me negué a recibir favores,
era suficiente con Marco, pero ella insistió. Dejaba una bolsa de pan cada tarde y
supongo que la siguió dejando también a Francisca, –al decir esto, se dio cuenta
que pudo haberlo dicho sin pensar, pero logró intuir la honestidad de su
interlocutor– ella es la mujer que vio usted aquella mañana en el féretro, –escondió
la mirada, como si relatase una vergonzosa historia– parece usted una persona
confiable, no debo relatarle esto, sé que mañana querrá ir a denunciar la atrocidad
que va a escuchar, y está en su derecho de hacerlo. Pero guardo la esperanza de que
al confiarle esta historia, contaré con su silencio.
Me sentí incapaz de aprobar aquello, pero lejos de protestar dejé que
continuara.
–Hace más de un año contraje una enfermedad, el diagnóstico: mal de
huesos, dijeron que mis huesos estaban desintegrándose aceleradamente, que a lo
mucho viviría unos meses, ¿sabe qué significa unos meses? Desde luego no pasa de
un año. Cuando supe la noticia, fui víctima de la más desesperada lucha, una lucha
conmigo mismo, empecé a detestar este cuerpo, detestar la vida, quise dejar de
respirar en aquel mismo instante, ¡oh!, ¡si sólo supiera lo que significa estar
condenado!, no se atrevería a mover un solo dedo, se pasaría el día tumbado en la
cama esperando los atardeceres, para verse al fin cara a cara con aquel día… no hay
comparación. Marco se sentaba conmigo, como un padre se sienta con su hija,
prodigándome los mejores ánimos, pero las palabras no hacen efecto en estos casos.
El médico me impuso un régimen de fármacos. El alcalde, enterado del caso,
mandó a la casa un terapeuta para ayudar a restablecer mis huesos, ¡pero cómo
podían restablecer algo que estaba consumado, debía morir!… por lo tanto rechacé
al terapeuta –dicho aquello, hizo saltar dos gotas de lágrimas que cayeron sobre su
falda roja humedeciéndola como una gota de aceite–, quise comunicar a mis hijos
la noticia, ¿pero qué iban a hacer ellos?, debía conservar mi dolor en el pecho, dejar
que pasaran los días en los más absurdos razonamientos.
Aquel insólito dramatismo, más allá de convertirme en cómplice de una
siniestra historia me conmovió grandemente. No tuve valor para frenarla.
–Pero un buen día Marco advirtió, ¿acaso usted se siente mal?, y de hecho
no era para alarmarse, fuera del diagnóstico estaba perfectamente. Vayamos a
caminar dijo y ciertamente caminamos por los parques como dos adolescentes –
sonrió–, supe entonces que tenía los huesos más sanos que un niño, era imposible
que me fuera a morir en unos días… de ninguna manera. Podía saltar, subir las
gradas, ir al campo. Imposibles azares para una mujer que iba a morirse en unos
días. Por lo tanto empecé a dudar del médico. El capataz –llegué a la conclusión de
que Marco era el capataz– me dijo ¿acaso ese médico es su enemigo? No, cómo iba
a ser, pero tal parece que deseaba ver enterrada a la señora Siegner, para ello
inventó un diagnóstico falso, intencionalmente falso. ¿Quién podía ser sino el
médico? No soy una persona con enemigos, pero nunca sabemos de nuestros
enemigos hasta que nos encontramos frente a frente, cuando ya estamos perdiendo
la batalla. A pesar de todo, pasó el tiempo, y tuve como propósito buscar una
respuesta combativa al hostigamiento. En ese lapso dejé que el médico me siguiese
visitando como a una verdadera enferma, aunque sus intenciones ya habían sido
develadas por Marco, aun así se mantuvo en el papel de un buen empleado de la
salud; solía escribir sendas recetas, dictaba algunas recomendaciones caseras para
que se me previniese de comidas con alto grado de grasa, y se marchaba como una
persona de bien con el impecable profesionalismo de un hombre cultivado para
salvar vidas. Apenas se marchaba el médico, saltaba de la cama, Marco aseguraba
la puerta, llevaba las recetas para echarlas al fuego y planear nuestra secreta rutina.
En un principio nuestras caminatas fueron de una moderación senil, Marco insistía
en que se me tratara como a una verdadera enferma, para que se siga creyendo que
la señora Siegner sufría de una enfermedad incurable, con el correr de los días
perdimos el recato e hicimos de estas salidas una aventura de jovenzuelos,
visitamos los cafés, hicimos largas expediciones por las antiguas calles y por
muchos días nuestra cotidianidad revivió del hermetismo impuesto por el
mezquino proceder del médico.
Mantuvo la mirada en la taza puesta sobre la mesa, como en una especie de
premio inalcanzable.
–La fecha de mi muerte se acercaba y aun no habíamos descubierto los
motivos que tuviera el médico para semejante patraña. No existía modo de saberlo,
pasamos muchos días procurando desentrañar aquel misterio, hasta que se nos
ocurrió una idea. Más que mía la idea fue de Marco, ocurrencia que en un principio
cuestioné con amargura, porque defiendo la vida y el derecho fundamental a ella;
es la única solución, dijo éste, si me negaba me matarían tarde o temprano. Pero si
aceptaba el plan, podría desaparecer sin dejar huella, para ver el desenlace de todo,
sería como asistir a mi propio funeral. De modo que acepté a regañadientes,
imponiendo condiciones, advirtiendo que se hiciera todo de un modo tal que no se
tenga que afectar la vida de nadie y desde luego se hizo tal como lo previne. Marco
dijo conocer el caso de una anciana de más o menos ochenta años, viviendo en
completo abandono, en las afueras de la ciudad, él mismo se encargó de averiguar
su identidad. No tenía familia, se sustentaba de la caridad de algunos buenos
vecinos, en el departamento de salud registraba algunas visitas a iniciativa
naturalmente de la junta de vecinos, en el parte médico se encontró que la mujer
padecía de una enfermedad crónica. Se estableció contacto con toda la junta de
vecinos y se les propuso llevarla al centro de ancianos; queríamos tenerla en
observación. Ordené que se priorizara su salud y que sólo de ser el caso se usara
para nuestro plan. La casa de ancianos le hizo un examen previo, los resultados no
fueron nada alentadores, la mujer sufría de múltiples males, era imposible que
sobreviviese un mes. Dada la escasa información y las inmediatas atenciones que
requería la anciana, decidimos adoptarla, en realidad la adoptó Marco con el
sencillo argumento de que carecía de un familiar y un justificante piadoso del
prójimo; en ningún momento se hizo alusión al apellido Siegner, en otros términos
la trajimos en perfecto secreto. Todo ello fue hace sólo una semana, recuerdo
claramente su aspecto, se expresaba con balbuceos y le era difícil sostenerse en pie,
tenía definitivamente la salud arruinada. La postramos en mi propia cama, la
vestimos con la mejor ropa, le dimos buena alimentación, curamos algunas heridas
que pudo haberse hecho accidentalmente mientras vivía cautiva en la más absoluta
pobreza. Hecho esto me marché a una antigua propiedad que tengo reservada en la
zona más recóndita de la ciudad, dejando a cargo de todo a Marco, desde ese
momento la persona de María Siegner quedó suplantada en esta casa por una
anciana convaleciente. Y creo que tuvimos éxito. Un día después, el médico fue a
la casa, llamó a la puerta y al no recibir respuesta dejó las recetas en el portal, con
una nota que decía: encomiéndese a Dios. Marco, desde luego, permaneció en el
papel de Marco, se encargaba de llevar las riendas del plan, me informaba los
mínimos detalles, recibía la correspondencia, los recibos impagos, trataba en lo
posible, de generar versiones para que todos se convencieran de que me quedaba
pocos días de vida. Por mi parte no me cansé de reiterarle sobre el bienestar de la
anciana, ordené además que fuera al médico para cancelar las visitas,
argumentando que era incómodo recibirle tratándose de una condenada a muerte.
Un día después Marco recibió una represiva respuesta por escrito, insistiendo que
me suministrara las pastillas pasase lo que pasase, es para el dolor repetía la misiva;
como era de esperar seguimos el juego; Marco iba cada tres días a casa del médico
a recoger los medicamentos, medicamentos que no me suministré nunca. En lo
demás, el capataz trabajó infatigablemente con esa lealtad que conmueve. Venía
todas las noches a dejar alimento para la anciana, hacía limpieza del retrete,
cambiaba de vestimenta, y al parecer, por lo que ahora veo, sus precauciones han
sido un tanto exageradas –dirigió la mirada a las rejas instaladas en las puertas–, es
imposible suponer que la anciana tratara de escapar– acotó.
La señora proseguía con su relato, como alguien que compadece ante un
juez, se me ocurrió que sus ojos buscaban absolución como una criminal, sin
embargo estaba yo ante una persona con una dimensión moral superior al común
de los mortales. Esta opinión debía a sus cartas, escritas en la intimidad y con la
certeza de que no las leería nadie, esto la convertía a mis ojos en una mujer para
quien las leyes no estaban plenamente facultadas. La dejé seguir.
–Unos días más tarde murió, ni siquiera supimos de qué exactamente
padecía. Como muchos otros ancianos, murió sin decir nada, pero murió feliz,
sobre una cómoda cama, vestida con la mejor ropa, ¿quién no quiere una muerte
así…? Quizá el cielo me juzgue por esto y encuentre en mi propósito una
desalmada ambición por vivir, pero si se me juzgase por todo lo que hice, hasta
Dios se reprocharía por su error –hizo una pausa, vi que sus dedos seguían
temblando–, estuvo aquí dos días después de muerta, velamos su cuerpo y lloramos
como sólo dos personas amadas pueden hacerlo.
Aquello me recordó a Susy. No llegué a saber dónde terminó el cuerpo, es
posible que haya permanecido en la morgue durante semanas, tiempo que los
peritos de criminalística estudiaron minuciosamente la causa del deceso.
Me fue imposible imaginarla muerta, a lo mucho su cuerpo tendido sobre
alguna repisa de acero, con los ásperos labios violáceos, el cabello quieto, el busto
marchito y su largo cuerpo comido por los huesos. Luego, posiblemente fue
trasladada a alguna facultad de medicina, aunque por la complejidad del caso es de
suponer que haya terminado en una fosa común donde terminan los muertos sin
apoderados. En aquel instante tuve la necesidad de ir a su sepultura y llorarla por
algún motivo que no podría especificar.
La señora Siegner interrumpió mis pensamientos.
–Marco dio aviso del deceso al médico, éste se apresuró en lamentar,
seguramente disfrutaba la desgracia detrás de sus palabras. Unas horas después
llegó el alcalde, dos funcionarios del municipio y la encargada de la gubernatura. Se
acordó que las exequias debían llevarse lo más antes posible. Ninguna otra
información salió de estas paredes. A la mañana siguiente se hizo el velorio en la
casa Francia, con la presencia naturalmente del alcalde, la encargada de la
gubernatura, los doce regidores y toda la plana de empleados del municipio. ¿Cómo
se explicaba aquello?, ¿qué interés trajo a toda esa gente?, ¿es posible que en todo
aquel misterio estaban implicadas las altas autoridades?, por fin pude apreciar a la
humanidad como una obra monstruosa dejada sobre la Tierra para que expandiera
la ruindad en todos los rincones. Con un poco de astucia lo hubiera entendido
mucho antes, que mis peleas judiciales habían dado paso a la barbarie rapaz por
una sencilla razón: era necesario que la señora Siegner desapareciese… y por
supuesto lo tomaron como la causa jurídica menos deleznable.
Movió sus pestañas bajo la cavidad de su frente desmesuradamente brillosa,
como si no existiese más piel que hueso en ella.
–Naturalmente, han esperado veinte años para finiquitar su objetivo…
mientras tanto estuvieron jugando conmigo, como un gato juega con el ovillo… el
ovillo me lo proporcionaban los magistrados… sólo lo dejaban rodar y yo corría
tras él… jugaba ante una rueda de codiciosas miradas sobre cuyas espaldas se
extendían mis tierras, aquellas parcelas fértiles que entregué en la peor época del
país a la gubernatura municipal para que se las administrase en beneficio del
pueblo, recurso que no se usó nunca, muy al contrario, se las sometió al usufructo
de oscuros beneficiados, cuyas prácticas fueron siempre solapadas por la
gubernatura, por los fiscales y por jueces… el gato siempre pierde mientras juega, la
justicia es un juego perverso donde se resuelve la derrota de los inocentes.
Se alisó el cabello, giró a la pared donde se encontraba el relicario, y observó
la sombra de los muebles como si mirara su propia imagen dibujada por un inepto
dibujante.
–He aprendido a odiar todo lo que me rodea, y no tengo arrepentimiento
alguno. Temo que sea indistintamente un problema que no resolveré mientras la
humanidad exista.
–Sin embargo, era muy respetuosa del amor y de la justicia– intervine sin
pensar.
La anciana se recompuso de las metáforas y me lanzó la fiera postura de
alguien que ve una intromisión en la menor de las objeciones
–¿Cómo lo sabe?
–Leí sus cartas– confesé, y ella cayó en el silencio.
Me puse a pensar torpemente en el ejemplo del gato, cuyo ovillo había
dejado rodar y perdido al mismo tiempo, ahora al ver de mis manos otro ovillo, me
miraba compasiva y solícita pidiendo algo mucho más grande que un insignificante
ovillo. Sin embargo, aquello no era sino su propio ovillo, tejido y entretejido en sus
cartas.
–Oh, no hay sino pena en esas cartas… no tienen valor alguno. ¿Se refiere al
amor? Ah, tampoco.
–Siento lo de su esposo.
–También lo sentí en su momento, y debo decirle que escribí todas esas
cartas para sobrevivir sin él. Es penoso ver marchar al ser amado hacia la eternidad
sepultando su cadáver, pero es doblemente triste no tener siquiera la certeza de que
su cadáver aparecerá algún día. Fernando se fue de viaje, sin decir nada, y de la
noche a la mañana corrió el rumor de su muerte ocurrida en una embarcación. Más
de un centenar de desaparecidos, y ninguna noticia de Fernando… pero ocurrió
hace treinta años y desde entonces el mundo ha cambiado con una despiadada
ligereza, mis hijos se han marchado, he envejecido y naturalmente han envejecido
mis convicciones.
Volvió repentinamente a perfilar la mirada.
–Si intenta recordarme el pasado para ganarse mi aprobación, debo señalarle
que no lo conseguirá en absoluto… lo siento por usted, puesto que me parece un
tipo de reiterada confianza, además de apasionado por haber leídos esos escritos…
debe saber que no podrá establecerse en esta casa bajo ningún pretexto, y no me
interesa si el secreto corre el riesgo de acabar en manos de la justicia.
El sonido de una campana atravesó los tres ambientes, esto me devolvió a la
embriaguez. Indicaba el final de la misa dominical. Un auto bajó por la avenida
llamando pasajeros con sendos bocinazos. El murmullo en la casa del hombre de
las escaleras prevalecía, es posible que estuvieran borrachos. Me levanté, guardé el
arma en el bolsillo y me apresté para marcharme.
–Perdone, pero ¿está seguro que no tiene nada que ver con el alcalde?
Porque de ser así me vería obligada a impedirle la salida, aunque me matase en el
acto.
–No– repuse y caminé a la puerta.
–Si usted pudiera esperar a Marco –al no entenderla, la dejé continuar–,
estará aquí en unos minutos. Sería estupendo que conversara con él, para que le
sean devueltos los gastos del alquiler, se encarga de llevar las cuentas… además
tendrá que explicar la puerta violentada… si no fue usted, ¿quién pudo forzarla,
aparte de él?
–De todos modos lo averiguará usted, y no se preocupe por el secreto, no
saldrá de esta boca.
Antes de salir, me interpeló con una última recomendación.
–Las cosas suceden por algo, quizá no era este precisamente su sitio… el
destino no es algo que se quiere a viva fuerza… es un impulso imperecedero cuya
naturaleza desconocemos, a lo sumo es una simple conclusión a la que llegamos
con la muerte.
Y creí que hablaba una muerta desde el más allá. Me ardía el pecho, exigía
seguir bebiendo. Caminé sin decir más, la oscuridad invernal sepultaba los aleros de
los muros de las antiguas fachadas, en alguna ventana bailaba una lámpara
eléctrica. En la casa del hombre de las escaleras se escuchó una conversación. “Esta
ciudad está llenándose de provincianos, cada que aparece un provinciano
retrocedemos veinte años de feliz hermandad, ya no existen ciudadanos netos del
distrito de la prefectura, se van muriendo para dar paso a dos o tres provincianos
que luego se multiplican como moscas”, “oh, sí doctor, tiene usted mucha razón”.
Esperé cinco minutos oyendo la monótona vibración de conversaciones
ininteligibles, autos en marcha y el roce otoñal de las palmeras… una avenida en la
que valen lo mismo los efluvios de una borrascosa noche y los anonadados sentidos
de un borracho pertinaz. Luego me fui.
SEIS
SIETE
OCHO
Dejé la nota sobre la cama, caminé sin sentido por toda la habitación,
repitiendo de memoria y en silencio aquel escrito, las palabras sonaban en mi
cerebro como una ráfaga de lluvia en una cavidad vacía. Mary me hablaba sentada
desde el borde de la cama, viéndome ir y venir con ojos suplicantes, atisbando en
sus labios el fresco color del lápiz carmín
En un rincón, el perro, después de haber examinado el vacío más allá de la
ventana, se había recostado con las patas extendidas, pero seguía mis pasos con los
ojos abiertos.
El ritmo de mis pulmones varió de repente, desembocando en una agitación
que me provocó tos. Sentí cansancio y me recosté en la cama sin decir palabra. Y
no supe en qué momento me pude haber dormido y en qué momento se habría
marchado Mary.
NUEVE
Una luz griega entraba por la ventana, en la mesa un vaso de leche, unas
galletas y un trozo de pollo asado. En el ropero un maletín abierto, con algunas
prendas nuevas, un libro sobre el pequeño velador y un teléfono portátil junto a
este.
Un gruñido se desplazó desde debajo de la cama. Mi estómago se revolvió,
tuve un ataque de tos, seguido de escalofríos. La imagen de Susy, de Luz, y ahora
de Mary, rondándome la cabeza como un signo siniestro de todo lo vivido. Quise
huir de allí, pero la habitación se encontraba enrejada, me hice para atrás, el vaso
de leche cayó, el perro ladró y la persiana ondeó hasta descubrir los vidrios rotos
del vaso en el suelo. Es sólo una impresión, ya amanecerá, me dije, y esperé con las
manos cruzadas hasta que se ocultara la luna y amaneciera.
Cuando el claro de la mañana entró por la ventana, me vestí con la nueva
ropa, arrojé en el nuevo maletín el libro. Luego esperé unos minutos hasta que se
instalara el sol. Antes de esto sonó el teléfono móvil, “hola”, “soy Mary, ¿te
desperté?”, “no”, “¿estás mejor?”, “sí”, “ayer te encontrabas mal… temblabas,
cuando leíste esa nota de Franco los temblores se incrementaron, entonces
realmente pensé que estabas mal, te tendiste en la cama y permanecías con los ojos
abiertos… ¿aló?, ¿me escuchas?”, “sí”, “cuando regresé tres horas después, seguías
en la misma posición y no me atreví a despertarte… te traje comida… ¿comiste?”,
“sí”, “te compré ropa nueva, ah y un libro, pensé que te gustaría leer… ¿estás
seguro que estás bien?”, “sí, han cerrado la puerta con reja”, “la señora Siegner…
pero no tengas miedo, espérame un momento, media hora y estaré ahí contigo”,
cortó.
¡Siegner! Me evocó el recuerdo de una muerta sin rostro, el cuerpo me
tembló de nuevo y corrí hacia la puerta con la maleta en la mano, tiré de la reja,
esta se abrió. Bajé las gradas del hotel. No había nadie en el dispensador. La puerta
del hotel tenía reja. Llamé para que me abrieran. Al ver que no era escuchado,
golpeé la reja, el perro ladró, quiso golpear conmigo la puerta, pero no pudo, se
limitó a ladrar, me puse a golpear de nuevo con las dos manos. Un viejo vino y dijo
¡basta!, ¡basta!, me miró con ojos desorbitados. Llamaré a la policía, dijo, entonces
me puse a golpear con más fuerza hasta que me estallaran las manos, el sonido del
metal me produjo mareos, el perro mordió al anciano, y éste pidió auxilio, bajaron
varias personas a la sala del hotel. ¿Quién es?, dijeron, ¿quién es…? Al no obtener
respuesta, me sujetaron de los brazos para impedir que siguiera golpeando la reja,
escuché una voz de mujer, porque a esas altura había hombres y mujeres en la sala,
¡déjenlo!, abran la puerta, ¿no ven que quiere irse?
Me soltaron, y caminé sin mirar atrás, caminé por calles desiertas, por ferias,
caminé entre lujosos edificios, caminé entre autos, entre voces, miradas inciertas,
entre obesas señoras, entre hombres demacrados, caminé dibujando cometas en las
paredes, a mano y carbón rojo.
Pregunté ¿cómo puedo salir de esta ciudad?, vaya al terminal, me dijeron, ¿y
dónde está el terminal?, a siete cuadras por allá, señaló alguien, y caminé otras siete
cuadras buscando el terminal. No puede entrar con su perro al terminal, dijo un
guardia, bien, entraré solo y dígale a mi perro que no entre. Entonces entré solo,
pero mi perro también entró porque el guardia no supo retenerlo. En la ventanilla,
pregunté a una señorita si podía salir de esta ciudad, me dijo que sí, pero luego me
preguntó ¿dónde?, y no supe qué decir, y me fui a pensar en ese ¿dónde?, dónde,
dónde, dónde, dónde... Me dio otro ataque de tos, se revolvió mi estómago, y el
escalofrió hizo sonar mis huesos.
Dos guardias me sujetaron del brazo, uno desconocido y el otro, el que no
supo hablar con mi perro. El perro les mordió fieramente, pero los hombres no
sintieron la mordida y me quisieron sacar a rastras. Está mal, déjenlo, dijo alguien,
los hombres me dejaron y la que dijo déjenlo, déjenlo, se sentó conmigo en un
asiento. ¿Cómo te llamas?, no lo sé, bien, dijo ella, yo me llamo Mónica y tú te
llamas…. Franco, dije, oh muy bien, dijo, y mi perro ladró con la vista en los dos
guardias que se alejaban, luego miró a aquella que dijo llamarse Mónica y movió la
cola como un buen perro. Una mujer abultada del tamaño de un buey pasó muy
cerca, ¿qué le pasó?, dijo, tomó mis manos, y yo se las enseñé, ¿y por qué estás
sangrando?, miré mis manos, dije no es sangre, otro ataque de tos y escalofríos.
Alguien me ofreció un vaso de agua, luego se marchó, bien Franco, ahora dime
¿cómo se llama tu madre?, Doménica dije, sí y ¿dónde está tu madre?, y yo
respondí está viva, ¿dónde vive?, ¿puedes llevarme con ella?, no, no puedo, debo
salir de esta ciudad, ¿a dónde quieres ir? No dije nada, pero luego dije que no
recordaba dónde, entonces dijo que en cuanto lo supiese le dijera… y fue a la
ventanilla de pasajes a preguntar lo mismo a mucha gente, y toda esa gente supo
responder y Mónica supo enviarlos a sus destinos, con la gentileza de un ángel…
sin embargo, yo no recordaba… dónde… tuve más escalofríos, un ataque de tos, el
perro fue a buscar comida y regresó con un hueso, masticó y ladró. La que dijo
llamarse Mónica vino de nuevo, acarició al perro y preguntó lo mismo, y otra vez
dije que no sabía, pero cuando se puso de nuevo a la ventanilla, recordé; el perro
ladró, dije que ya recordaba dónde, y a ella le brillaron los ojos, amplió sus labios
mostrando una sonrisa que a ningún otro había mostrado y repitió ¿a dónde?, al
valle de los doce pinos, con pájaros, cultivos, un río que surca los cultivos, las rocas
que se interponen a los ríos, la soledad de los ancianos, la orfandad de los niños, y
aquella laboriosidad silvestre de los hombres.
Desperté con un escozor en el cuerpo, con las sábanas revueltas, miré sobre
la vacía mesa, el ropero también vacío en su sitio, las ventanas sin abrir, y las
persianas bajadas mostrando una calurosa mañana sobre la ciudad. El perro, al ver
mis movimientos, se incorporó, estiró las patas y abrió las fauces en señal de
hambre. Me puse de pie, revisé cada rincón de la habitación, como si el sueño
hubiera arrojado a la realidad algún trozo de recuerdo tácito. Luego me senté, tomé
el mando remoto, y encendí el televisor.
“Caso Siegner: el caso que conmociona la ciudad sigue estremeciendo las
buenas almas después de veinticuatro horas de sucedido. La policía aún no logra
capturar al culpable que a estas alturas se da por hecho que se trata de la persona de
Bernardo... Aún no sabemos el móvil de este crimen, pero ciertamente tenemos el
parte del forense… las muertes fueron por desgarro provocado por un arma punzo-
cortante en ambos casos. Con la diferencia de que la señora presenta dicho corte en
la zona abdominal y su empleado en el cuello. Es preciso señalar que este último
tiene signos de tortura post mortem, y fue encontrado atado a una silla de fieltro,
con un profundo corte en la yugular y diversas escoriaciones post mortem, es decir
después de muerto en diferentes partes del cuerpo. Sea cual fuere el móvil, no deja
de ser una práctica de perversa saña, cometida por un demente que no tiene
ninguna consideración por un ser humano.”
La narración de los hechos alternaba con imágenes fragmentadas, muy
ilustrativas, la fachada de la casa Siegner resguardada por los barrotes, a la derecha
secundada por la casa del hombre de la escalera, y a la izquierda una moderna
edificación. Una cinta de precaución colocada en la vereda de los transeúntes.
Luego se mostró el interior, las paredes, que pinté unos días antes, la mesa, el
relicario, los muebles, nuevamente la misma cinta de precaución en el endosado
piso, y las rejas interiores. El narrador prosiguió.
“La sociedad del distrito de la prefectura puso su voz de manifiesto,
condenando este crimen y solicitando a las autoridades competentes dar con el
criminal lo antes posible y someterlo a juicio. Por otro lado, la alcaldía ha
desmentido tajantemente los rumores sobre la doble identidad de la señora Siegner,
como es de conocimiento existen versiones de una parte de la prensa que culpan al
alcalde por la muerte de la señora Siegner, basándose en probables y oscuros
intereses del municipio en las propiedades de la señora que hayan propiciado que
ésta intentase ocultar su verdadera identidad detrás de la muerte de una anciana
que se presentó hace sólo una semana como la señora Siegner. Hay una
investigación periodística en curso. Pero las palabras del alcalde fueron respaldadas
hace sólo unas horas por los herederos de la familia Siegner, estos manifestaron
estar sorprendidos por lo que pretende la prensa maliciosa, textualmente dijeron
“no permitiremos que se mancille la honra de la familia Siegner, nuestra madre ha
sido asesinada sin motivo alguno, y no existe otro atenuante por ahora que
justifique los chismes baratos… mi madre nunca hizo nada malo, excepto luchar
por esta ciudad como ningún otro igual”. El alcalde presidirá el cortejo fúnebre
hasta la catedral, luego se dirigirán al municipio donde se ha preparado un
homenaje merecido, y se reconocerá el apellido Siegner como símbolo de una
tradición filantrópica y altamente patriótica. Las exequias se llevarán en el
camposanto de La Merced, presidido por el párroco Juan de Dios Anselmo. El
general de policía a cargo del departamento regional, ha insistido en que trabaja
incansablemente para dar con el criminal. Esto sin descuidar la seguridad de los
vecinos, ha dado algunas recomendaciones para reconocer al psicópata. Además ha
garantizado un cordón policial que acompañará al féretro en todo su recorrido,
para mantener el orden. En ese sentido, se recomienda, dada la inmensa cantidad
de personas, ir sin niños, llevar agua de ser necesario, y no portar objetos costosos
para no ser presa de los delincuentes. Nuestra casa televisora le mantendrá
informado al milímetro sobre el caso Siegner.”
Apagué el televisor y me senté al borde de la cama, ¿era posible que los hijos
y el alcalde hayan llegado a un acuerdo para ocultar…?, ¿o es que la estruendosa
muerte de la señora Siegner sepultaba el oscuro historial de una madre afanada en
vengarse de sus adversarios tramando una falsa identidad y ocultándose detrás de
una anciana? Desde luego todo era posible. Unos minutos después alguien tocó la
puerta, el perro paró las orejas. No respondí, después del segundo toque escuché a
Mary y abrí la puerta. Mary, muy jovial, vestida escasamente, traía en la mano una
bolsa de compras, y en la otra mano una maleta. Acomodó la maleta en la silla y se
puso a vaciar la bolsa de compra.
–Te traje comida… ayer no pude venir… la policía ronda todos los bares de
la avenida Industrial … y cuanto menos tiempo esté aquí mejor… siento que me
vigilan.
Apuró en sacar todo de la bolsa y colocarlo sobre la cama en desorden:
Conservas, leche, fruta, tres botellas de cerveza, cigarro, y un trozo de carne asada.
–Es para Kan –dijo, para luego proseguir–, todo saldrá bien, en cuanto no te
encuentren… y el tiempo pase… podrás salir de aquí… y podremos estar juntos
más tiempo… ahora debo irme.
Me besó en los labios y salió dejando un aire perfumado detrás de ella.
Cuando me aprestaba a cerrar la puerta, regresó, y me avisó de unos periódicos en
la maleta.
–Para que te distraigas, mientras te enteras… ah y también hay un billete
para que le des al anciano si es que te cobra por el servicio de hoy…
Me dio un nuevo beso y se marchó.
Bebí un poco de leche y arrojé el trozo de carne al perro, este olisqueó con
desgano, pero prefirió descansar el hocico entre sus patas. Seguidamente rebusqué
la maleta, había ropa nueva, cogí el fajo de periódicos. Los titulares saltaron con la
unanimidad que sólo una noticia de magnitudes podía causar. Mi nombre y una
foto trastocada para la ocasión invadían las páginas como una estampa comercial
altamente lucrativa. Titulares rudimentarios como: “asesinato de película”, “muere
degollada la señora Siegner, destacada mujer”, “el pueblo llora a la señora Siegner
ejemplo de mujer, prefecturana”, “asesinan a la madre del distrito de la prefectura”,
“malditos degüellan a la mujer prefecturana”. Además resaltaban un reporte de
fotos de los ambientes de la casa Siegner, del maletín con las herramientas
ensangrentadas, la casa de la señora Doménica tal como la había visto un día antes
por televisión.
El plato fuerte ofrecido por los periódicos estaba en la entrevista a los
testigos directos. Reconocí al hombre de las escaleras, por una foto, éste, más que
responder preguntas, dio una versión muy particular.
“Mi mujer dice haberlo visto tres días antes. Personalmente tuve un
encuentro con él ayer, era un tipo extraño, me respondió el saludo. Pero cuando le
referí sobre la casa, que había amanecido con la cerradura violentada, se mostró
intolerante. Vi que tramaba algo, probablemente ya tenía planeado todo. Es posible
que haya entrado por la noche buscando a la señora, y al verse descubierto haya
fingido ser inquilino. ¿Si pienso que veía algo anormal en sus ojos…? Su aspecto no
indicaba que fuera capaz de todo este latrocinio. ¿Desde cuándo soy vecino de la
casa Siegner?, hace mucho tiempo, su esposo fue director del banco de la ciudad,
luego murió en un accidente de barco, en las costas de Argentina, enviudada, la
señora se dedicó a criar a sus hijos y a administrar sus propiedades, y lo hizo para
bien de ella con mucha eficiencia. Era una mujer cuidadosa, no gustaba de la vida
social, y en cuanto crecieron sus hijos les mandó a la capital para que tuvieran
acceso a una enseñanza de calidad. En lo demás, vivió con recato, y con suma
modestia, ¿si conocía al empleado?, desde luego, un hombre hecho para el campo,
era la persona de más confianza de la familia, pasaron los años y no se despegó del
apellido Siegner, era un hombre muy leal, siempre se le veía haciendo algo,
limpiando, barriendo, mi esposa dice que hasta cocinaba, planchaba y cosía.
¿Cómo me deja esta noticia…?, como dejaría a un vecino, una muerte de un
familiar, puesto que la señora como vecina era como de la familia, para todos.”
En la misma página se mostraba un cuadro comparativo de fotos mías: tres
retratos. La primera de hace diez años atrás, cuando declaré en el registro civil ser
mayor de edad, con derecho ciudadano; una huesuda cabeza, con los pómulos
salientes, nariz recta, labios gruesos, cabello abundante peinado de lado, no había
personalidad en aquel retrato, excepto por los ojos, unos ojos hundidos y tímidos
que parecían huir de las miradas. La segunda foto de hace siete o seis años, de mi
época universitaria, a diferencia del primer retrato, presentaba el cabello corto, unos
bigotes ralos con más de diez días sin afeitar, vestido con una polera deportiva, en
ese tiempo no era necesario portar la formalidad de estos días. Y el tercer retrato
era en sí un dibujo, una conjugada demostración de las anteriores por algún
mediocre dibujante del departamento forense, pero que me mostraba con la mayor
fidelidad, me pintaba con abundante cabello, bigote, mirada tímida, el ceño
regularmente fruncido para dar mayor énfasis al crimen, y los mismos labios
gruesos quietos en una posición burlesca.
En el reverso de aquella página, la opinión de un docto psicoanalista
(titulada: “el asesino, producto de los últimos tiempos”) decía: “el asesino puede ser
cualquiera, todos llevamos un asesino dentro, nuestro asesino interior depende en
gran medida del cerco cultural en el que nos desenvolvemos, y de cuán solidas
están esas costumbres. En lo que concierne a la elevada tasa de crímenes que se ven
en nuestros tiempos, naturalmente los progresos materiales tienen mucho que ver
con nuestros asesinos, los avances han facilitado la vida, pero también han
aligerado nuestras formas de ser, el ser humano ahora más que antes busca con
desespero las soluciones a lo cotidiano, urge satisfacer sus necesidades
inmediatamente, porque en menos de lo que sepa ya tendrá nuevas necesidades, un
análogo efecto a lo que sucedía hace cincuenta o setenta años. Esto en términos
científicos anula nuestros cercos culturales y va más allá de las simples necesidades,
generando contactos fatales como un crimen, en ese sentido no sólo es culpable el
asesino, también la víctima, ambos fuera del cerco cultural, si me dejo entender…
cuanto más debilitados estén nuestros vínculos emocionales y culturales tendremos
mucha más gente al margen del cerco cultural, por lo tanto mucha más gente
matándose entre sí.”
Otro periódico se encargaba de mi vida, en una página entera había logrado
bosquejar una pintoresca biografía con datos probablemente escasos: Bernardo Q.
Nacido el veinticinco de febrero de mil novecientos… natural del departamento…
provincia y distrito del mismo nombre. Vio la luz en una época traumática y en el
peor sitio del país. Es posible que parte o toda su infancia esté marcada por hechos
como la matanza de policías ocurrida el 26 de octubre de mil novecientos… o la
derrota definitiva de los insurgentes en la misma provincia, el doce de noviembre de
mil novecientos… es natural suponer que el germen de su personalidad proviene de
esta época. Hay pocos aspectos destacables de sus primeros años académicos.
Llegó al distrito de la prefectura en un camión militar, fue declarado para hacer
servicio en la guarnición de artillería, puesto en el que llegó al grado de sargento.
Culminado el servicio, trabajó en una orfebrería, seguidamente en una granja
cebando puercos. Hace siete u ocho años se presentó a un empleo regular, que
consistía en encuadernar archivos para la casa museo. Dos años más tarde
renunció, inmediatamente después empezó a asistir a la Facultad de Letras en la
rama de Sociología, obtuvo las peores calificaciones que un estudiante universitario
pudo tener, sin embargo frecuentó tertulias literarias de poca monta y publicó dos
libros de relatos de escasa calidad. Tres años después, abandona la universidad y se
dedica a beber. Consigue un trabajo como mecánico, se ve implicado en la fuga de
presos, cuya culpabilidad no se ha demostrado. Y recientemente se encontraba con
comparecencia restringida por la muerte de dos prostitutas asesinadas. Los últimos
cinco años ha vivido en la parte sur de la ciudad, como inquilino de una viuda, los
vecinos dicen conocerlo pero no refieren nada más, al parecer fue huraño, de
complicada personalidad. La viuda sostiene: “no le he conocido familia, era como
un huérfano. Por demás, un muchacho recto, con una enfermedad incurable que
tenía mucho que ver con los libros, pagaba puntualmente el arriendo, era muy
celoso de sus asuntos, tenía un gran corazón, uno de esos tipos al que no se le
puede negar nada, pero no le gustaba pedir, no era partidario de aceptar nada
gratis. Su peor mal como le dije era beber y los libros. No se cómo ha podido hacer
esto, pero mi concepto de él no cambiará nunca, todos están en su derecho de
juzgarlo, yo tengo un juicio sobre él y no cambiará”.
El perro se acercó a la puerta, dio agudos gruñidos. La carne asada estaba en
el mismo lugar. Y supuse que necesitaba salir que vivir en ese hotel encerrado, una
necesidad que estaba en mis manos resolver. Miré por la ventana a la calle, el trajín
resuelto del mundo: el auto estacionado en la esquina, una señora lavando ropa en
una azotea, las paredes olvidadas de un edificio antiguo, dos niños jugando a las
escondidas en el patio de una vivienda aledaña, el semáforo en rojo de esta otra
avenida, el monótono vaivén de las palmeras enanas al empezar la avenida
principal… es decir, todo ubicado en la posición inalterable de un juego calculado,
en cuyo diseño no estaba el perro, tampoco yo.
Miré el maletín que trajo Mary, vi en él una última esperanza, esperanza que
no esperaría un minuto más, esperanza por aquel sitio remoto donde la justicia de
los hombres no me alcanzaría.
Puse el teléfono móvil sobre la desnuda mesilla, como un mensaje de
consuelo para Mary; luego metí en el maletín todo, con una sensación única de
libertad. Bajé apresuradamente los peldaños de los tres pisos del hotel, seguido por
el perro. Y Salí a la calle. El perro al verse libre corrió por su vida calle abajo en
dirección del pasaje Los Geranios, a estirar su cuerpo bajo el limonero, a buscarse
carne asada en los basurales, antes de desaparecer volvió la mirada para dar un
ladrido, bajar la cabeza y dejar atrás lo que sería sólo un recuerdo.
Tomé un taxi, “¿a dónde?”, “al terminal”. El trayecto, el mismo sueño, sólo
que ahora iba sobre ruedas, sabiendo dónde quería ir. El taxi me dejó a unos pasos
de la puerta. El mismo hombre de los sueños que quiso rechazarme por el perro,
ahora espantaba moscas con un periódico en cuyas páginas estaba mi retrato en tres
formas. Avancé a los pasillos de las ventanillas, la misma dependienta, “un boleto
por favor”, “¿para dónde?”, y me reservé aquello de: los pinos, los pájaros, los
cultivos, el río que surca los cultivos, la soledad de los ancianos, la orfandad de los
niños y aquella laboriosidad silvestre de sus hombres… en vez de ello dije una sola
palabra, un término real que describiera algún país de ensueño.