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Los museos en la noche larga del

patriarcado
January 19, 2017
Francisco Lemus
Publicado en el N° 12 de la revista Jennifer

Hace poco, en esta misma revista, leí un artículo sobre la retrospectiva de


Ernesto de la Cárcova curada por Laura Malosetti Costa en el Museo Nacional
de Bellas Artes. Allí se criticaba la selección de obras contemporáneas que
revisitan al artista y el dudoso gusto de un recurso, bastante extendido en los
museos, como la gigantografía. Si bien no es de mi interés hacer una valoración
de la exposición, y si la hiciera tampoco iría por ese camino, la omnipresencia
del pintor varón en la programación del museo me llevó a preguntarme:
¿cuándo tendrán lugar las mujeres? Sé que mi inquietud no es nada original,
pero sí insistente, al igual que el impulso historiográfico que han tenido la
crítica e historia del arte feministas a lo largo del tiempo.
Según los listados del MNBA, en la distribución de muestras temporarias
tuvieron lugar dos exhibiciones de mujeres en los últimos diez años: María
Helguera (2007) y Adriana Lestido (2013). Obviamente, vale incluir una
exposición que problematizó las relaciones de género y el erotismo del siglo
XIX como La seducción fatal (2014-2015), también curada por Malosetti. En
este período, se pudo ver una excesiva cantidad de exposiciones monográficas
de artistas hombres, locales y de otras regiones, entre ellas dos veces Botero –
¡sí, dos!– y las típicas que conservan ese tic moderno de llamar a los hombres
“maestros”. A continuación, algunos ejemplos argentinos: Aurelio Macchi
(2005); Ricardo Garabito (2007); Retratos y lugares. Obras de Rómulo
Macció (2007); Curatella Manes y Sibellino (2008); Ernesto Deira (2008);
Jacques Bedel. Aproximaciones (2008-2009), Tomás Maldonado (2009); Luis
Felipe Noé (2009-2010), Berni: narrativas argentinas (2010), Collivadino
(2013), Enrique de Larrañaga (2013-2014); Pérez Celis (2015); Eugenio Cuttica
(2015) y Roberto Plate. Buenos Aires-París-Buenos Aires (2016). Una
presencia masculina que se vio alternada con muestras tesis de distintos temas
como Los primeros modernos (2007); Mirar, saber, dominar, imágenes de
viajeros (2007); Real/Virtual. Arte cinético argentino en los años sesenta (2012);
Memoria de la escultura. 1895-1914 (2013) y La hora americana (2014), esta
última inscripta dentro de cierto revisionismo nacionalista. A esta altura ¿puede
ser exhibida La chola (1924) de Alfredo Guido sin un llamado a la reflexión
que traspase los límites históricos de un programa cultural como el
americanismo? Un cuerpo sexualizado bajo los códigos de la biopolítica
moderna, capturado por el ojo del pintor voyeurista, retratado desnudo y repleto
de atributos comestibles, casi para comérselo. Si bien esta imagen es una de las
miles que circulan tanto por los museos como por los libros, mi énfasis en los
primeros es porque encuentro en ellos un fuerte carácter pedagógico a escala
masiva, la chance ideal para combatir el machismo. La pregunta temprana que
abrieron las Guerrilla Girls, “Do women have to be naked to get into the Met
Museum?”, sigue teniendo una potencia arrolladora. Nada de mujeres en el
museo, salvo como modelos o integrantes minoritarias en exposiciones
colectivas –situación que mejoró en un ciclo interrumpido como los Bellos
Jueves– y ni que hablar de la falta de curadurías que intenten poner en relieve
las hipótesis del feminismo para desmantelar un sistema de significación que
produce hegemonía en el medio artístico resistiendo, por motivos que
desconozco, indicadores históricos, políticos, económicos, geográficos, etcétera.
Las imágenes, dentro y fuera de una organización específica propia de la
historia del arte, son símbolos del poder, maximizan la vida. Su opacidad –
dependiendo del dispositivo en el que estén inmersas– es un contrapunto que
puede devenir aplanador o, todo lo contrario, emancipador. Es decir, asumen el
carácter ilustrativo de los saberes de una comunidad de sentido y al mismo
tiempo los contradicen, nos revelan las claves para ponerlos en discusión y
demostrarnos que toda representación es de antemano una traición. Claro que
siempre se necesitan palabras para acompañar este proceso. Sin adentrarnos
completamente en la vida de las instituciones, podemos sostener que un relato
curatorial, una pintura, incluso los planteos de un movimiento artístico, también
funcionan como tecnologías del género. Como bien nos enseñó Teresa de
Lauretis estas tecnologías son prácticas que trabajan sobre la cultura dominante
para nombrar, definir y representar el género, asignan significado (identidad,
valor, prestigio, jerarquía social, etcétera.) y al mismo tiempo que lo hacen,
también lo crean. La programación de un museo tiene la capacidad de actuar
como interferencia en este desarrollo o, como podemos ver, lo puede naturalizar
y volver a fijar. Algo similar sucede en las exposiciones de Pablo Picasso y
Antonio Berni en el Museo de Arte Moderno, donde Cristina Pérez Cochrane –
véase en esta revista su artículo “Muestras de verano de cerdos machistas”,
publicado el 14 de diciembre de 2016– localiza un gesto retrógrado que evade
la reescritura crítica de la historia y contribuye a la objetualización sexual de la
mujer, gesto que se vuelve más conservador si pensamos en un Berni auratizado
hasta en su papel higiénico. Una vez colgada la nota de Pérez Cochrane,
Facebook se llenó de comentarios reaccionarios y de miradas que tienden a
relativizar el peso de las formas históricas que tomó la sociedad patriarcal, en la
cual, como dijo la historiadora del arte Joan Kelly a finales de los años setenta,
el sistema sexo-género y las relaciones productivas trabajan en simultáneo.
En un contexto como el nuestro, violento y empoderador, las agendas de los
museos, en especial la del MNBA, no han hecho demasiado –el Malba
pareciera llevar la posta en sus curadurías, programas públicos y adquisiciones–.
Resulta llamativo pensar por qué no se articularon líneas de trabajo conjunto
que pongan en relieve las distintas investigaciones en arte de los últimos años.
Ahí encontramos tesis, papers, ensayos y proyectos de trabajo colectivo, por
todo el país, que proponen un conjunto de miradas alternativas a los relatos que
siempre protagonizan los hombres blancos, heterosexuales y metropolitanos.
(Las actuales muestras de Norberto Gómez y Gyula Kosice, más la mencionada
retrospectiva sobre de la Cárcova y las próximas de Xul Solar, Luis Felipe Noé
y Joan Miró me llevan a pensar que nada ha cambiado con la actual gestión del
MNBA, que no mantiene tampoco una coherencia historiográfica como la
anterior.) Desde ya, no se trata de reconstruir un panteón de artistas mujeres
bajo las mismas coordenadas consagratorias que involucraron a los artistas del
siglo XIX y las primeras décadas del XX, tampoco de recrear biografías
románticas que exalten nuestros sentimentalismos, sino de agrietar los relatos
totalizantes, señalar y activar sus marcas sexo-genéricas y recuperar aquellas
trayectorias invisibilizadas que por supuesto también incluyen a muchos
hombres. Para esto, es necesario desmarcar las escrituras del arte de categorías
que fetichizan los nombres propios y los artefactos culturales únicos, regular la
manía por la representatividad nacional que vuelve escarapela hasta lo marginal
y también desandar los modos de construcción del saber enciclopédico que, si
bien genera efectos sorprendentes cuando es divulgado, poco hace por el
pensamiento crítico. Otra línea de salida, entre las varias que podemos seguir
mencionando, es comenzar a torcer el historicismo desde proyectos artísticos y
políticos que nada han tenido que ver con el imperativo modernista de la
innovación trazado por los hombres en un tiempo teleológico y por sobre todo
repensar algunas prácticas artísticas por fuera de las narrativas canónicas del
éxito.

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