Quizás cuántos Bartolo había en el Chillán de 1903, pero ese nombre tan
común en esos años era la única pista que tenían los oficiales de la prefectura
de Ñuble, para dar con quien sería el mayor asesino de la historia de nuestro
país: Juan de Dios López. Para la policía fiscal y aún no profesionalizada de
la época, su captura era una obsesión debido a que se le responsabilizaba por
la muerte de al menos 16 personas entre baqueanos, comerciantes,
agricultores, policías y un juez, además de a lo menos cuatro violaciones e
innumerables robos a mano armada.
Fue en esa misma esquina donde cometió su primer homicidio, con 15 años
de edad, tras salir bajo fianza de su primera reclusión, a la que cayó por robo
de ganado. Con una piedra, le partió la cabeza a un comerciante de frenos y
espuelas a quien le sustrajo su mercancía y 95 pesos de la época. Otro
contingente lo esperaba en el llamado puente Los Chanchos, (Avenida
España con Argentina), puesto que generalmente huía a la cordillera para
esconderse con sus bandoleros, quienes por cierto le tenían un miedo
supremo, según el autor del libro.
Encañonado volvió a la casa y tras obligar a sus hijas a cocinar para ellos, les
robaron $1.500 de la época (una fortuna) y violaron a las mujeres frente a sus
ojos. “Con esto ya perdió hasta el apoyo de los rurales, quienes solían
celebrar los robos y engaños a sus patrones, comunmente tiranos. En esa
época, los rurales le tenían cierta simpatía a los bandoleros, pero a los
violadores y a quienes golpeaban ancianos, que también era el caso de López,
sencillamente les parecía satánico”, apuntó Campos.
Fue un sargento quien llegó con el dato que un tal Bartolo Baeza era amigo
de López y fue en su casa de calle O´Higgins donde encontraron el caballo
negro del fugitivo. Pero el bandolero no estaba. Y otro oficial que participó
de la captura de sus dos fieles compinches semanas antes, recordó que se
hacía llamar Juan Javier Aldunate y que se había casado bajo el delito de
bigamia con Jenoveva Alanís, domiciliada en calle Carrera.
Dejando los caballos a dos cuadras de distancia de esa vivienda, fueron a pie.
Cuando el prefecto Arce daba las últimas instrucciones para perpetrar el
allanamiento, el subinspector Sartorio Yáñez, advirtió ruidos en la casa por
lo que avanzó primero. Justo cuando estaba por llegar se abrió la puerta y un
joven veinteañero salía de ella.
Le puso la mano en el pecho y la pistola en la cara y nervioso gritó: “¡Acá
está el bandido, mi comandante!”.