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“‘Ellos vienen sin Dios, tú, Dios, nos guías’:


Acerca de los infieles, traidores y arrepentidos
en La Dragontea de Lope de Vega”

–I–
Bien conocidos son, por parte de la crítica, las coyunturas vitales y comunitarias que
determinan sin medias tintas que Lope de Vega entrevea, entre 1596 y 1598, la ineludible obligación
de decantar la propia producción a un molde poético diverso del acostumbrado 1. Pudo conjeturar,
desde el exilio generado por el proceso de los libelos, que su retorno a Madrid consolidaría el prestigio
ganado como el más importante dramaturgo de los corrales mas debió lidiar –como los especialistas lo
señalan– con el desengaño de no poder apuntalar su prestigio in absentia con una renovada praxis
consagratoria en el universo de la representación. Pues si primero debió enfrentar el luto público por el
deceso de la hija de Felipe II que obstaba a este tipo de espectáculos, luego debió aceptar, a contrapelo
de sus deseos, que lo accidental devenía sustantivo ya que en 1598 se promulgaba la Real Disposición
que prohibía, por razones de moralidad, todo tipo de representación dramática.
Por ello bien se entiende que las variaciones escriturarias del Lope de estos años distan mucho
de ser fortuitas, ocasionales e impensadas dado que lo que está en juego, al menos a nivel individual,
es la necesidad de conservar el propio capital simbólico a nivel autorial en una coordenada que, a
priori, deslegitimaba la incipiente profesionalización mercantil. A lo cual, por otra parte, se le suma el
detalle de que, a título personal, subyacía una expectativa que hoy día no vacilaríamos en tildar de
paradójica: que su reingreso al campo cultural más preciado de su tiempo obrara lo que no se le había
reconocido a ningún otro ingenio popular de entonces, la consagración en Palacio2. Lope se encuentra
ante la ley de la cultura alta más debe aceptar que las credenciales que porta para ingresar en el
prestigiado cenáculo de los poderosos no bastan con lo cual toda su dilatada producción previa sólo
sirve para confirmarle que, en lo que a ese anhelo respecta, está en fojas cero.
Razón por la cual no asombra que el cultivo de la épica –en un sentido estricto en términos
retóricos pero también derivado, en la línea de las tonalidades épicas rastreables en producciones que,
argumentalmente, distarían mucho de un canto épico clásico3– haya sido la estrategia de escritura que
la propia vena encontrara más a mano para zanjar la distancia hipotética entre las propias condiciones
y el norte buscado.
En efecto, no puede soslayarse, en lo que al interés de Lope por el molde épico respecta, el
detalle de que, al haberse legitimado la escritura sobre gloriosos hechos contemporáneos, el poeta que
a ellos se consagraba gozaba, en cierta medida, de una certificación previa del futuro favor del público.
Pues el universo épico, empleado siempre estratégicamente para celebrar el status quo de una cultura
determinada, consagraba las bases sólidas de un mundo predecible cuya fisonomía apuesta, en todo
momento, al reencuentro gustoso de los lectores que desean ser parte de la glorificación del presente
que les cupo en suerte4.

1
Véase, al respecto, Wright, Elizabeth R. Pilgrimage to Patronage: Lope de Vega and the Court of Philip III, 1598–1621,
Lewisburg, Pennsylvania, Bucknell University Press, 2001.
2
Sobre los anhelos clientelares de Lope de Vega y su particular expectativa de resultar objeto de una consagración
monárquica son de notoria utilidad los asertos de Julio Vélez–Sáinz en “Lope de Vega como poeta laureado” en su El
Parnaso español: Canon, mecenazgo y propaganda en la poesía del Siglo de Oro, Madrid, Visor Libros, 2006, pp.159–
192.
3
Para una cabal intelección de lo profuso y vario que puede resultar este corpus en la producción de Lope de Vega, al igual
que para la comprensión meditada de la interacción con los modelos italianos y el conocimiento de preceptivas y debates de
la época sobre el poema heroico véase José María Micó “Épica y reescritura en Lope de Vega”, Criticón, 74, 1988, pp.93–
108.
4
Pierce, Franck, La poesía épica del Siglo de Oro, Madrid, Gredos, 1961.
2

La épica podía consagrarse a materias bien variadas –no sólo la historia sino también la religión
o incluso materias amorosas– mas se consolidaba en una constante ineludible: el dato certero de que
los desenlaces argumentales rechazaban, por ser fallo que aniquilaba la valía del todo, la sola
posibilidad de que éste no resultara positivamente valorable por parte del público. Ya que si en algo se
hermanaban los protagonistas de estas composiciones y sus lectores era en la satisfacción
continuamente apuntada por el optimismo de que el bien siempre triunfa. El universo épico no es
relativista ni admite en sus ecuaciones argumentales la claudicación en la negatividad. Razón por la
cual debe recordarse cómo la épica barroca propinó las dosis de triunfalismo necesarias para que las
coordenadas ideológicas del Imperio se viesen defendidas y, en su celebración escrita, el lector se
reencontrara gustoso con la ilusión tética de que los valores que se defienden y se consagran son los
propios.
Por ello no es difícil comprender que un Lope habituado a medir el pulso y el gusto al público
en sus experiencias previas de dramaturgo se decantara, en la disyuntiva prohibicionista referida, por el
cultivo de la épica. Podía intuir que los objetos a celebrar en esta matriz lo inmunizarían de toda
censura en materia de gusto o valoración poética, podía suponer, en última instancia, que al ser la épica
un tipo de relato sobre los hombres primeros de ciertos ámbitos, suscitaría la necesaria curiosidad del
poder para que entre su figura y los esquivos protectores las distancias se zanjaran.
De haber triunfado plenamente con su propósito, en el cual el control del favor popular, por un
lado, y la vanidad y ansias de glorificación de terceros en su escritura, por el otro, tenían un peso y una
funcionalidad ideológica inequívoca, muy otro, quizás, habría sido el decurso productivo del Fénix.
Más lo cierto fue que tras dos primeros pasos auspiciosos –le edición de La Arcadia y de El Isidro–
sobrevino lo impensado. Dado que La Dragontea no estuvo exenta de controversias editoriales previas
de tenor político e histórico5 en Madrid y el ardid libresco de su publicación ulterior en Valencia por
Pedro Patricio Mey en 1598 muy lejos estuvo de aquietar las aguas. Pues la difusión del volumen
supuso, para muchos, un triunfo pírrico.
Confirmaba su maestría y pericia en los laberintos burocráticos del mundo editorial –variable
que a muy pocos habría asombrado–, rememoraba, en el inconsciente de muchos otros, una muy
opinable habituación con las trasgresiones de diversas legalidades –no perdamos de vista que éste era
un Lope que buscaba recuperar prestigio y espacio local tras el exilio impuesto y esta meditación
minaba su propósito– y habilitaba la posibilidad de que el consumo de La Dragontea distara, y mucho,
del placet perseguido por tales condicionamientos de su lectura. De lo cual se sigue que no es
infundado sostener que, con La Dragontea, Lope supo granjearse un nuevo escándalo que impactaba
en su valía pública pues a las debatibles censuras de tenor histórico que habían sido tenidas en cuenta
en los pormenores previos vino a sumarse la eventualidad del descrédito poético por boca de quien sí
ya había logrado interesar a la Corte con su arte: don Luis de Góngora.

–II–
Perfectamente elucidadas por Antonio Sánchez Jiménez, al menos en su gran mayoría, están las
piezas documentales que pudieron labrar, en tiempos y escenarios diversos, la gran controversia de
tenor historiográfico6 que suscitó para los contemporáneos de Lope de Vega la edición de La
Dragontea. Álgido y acalorado debate en el cual –detalle nada menor– lo que está en entredicho es la
legitimidad del triunfador laureado. Y ello importa –más allá del dato histórico de que Felipe II zanjó
el diferendo a favor de Sotomayor y no por Suárez de Amaya como Lope había señalado– porque la
misma categoría cuestionada –el protagonista del canto épico– reenvía, inexorablemente, a una zona de

5
El más logrado estado de la cuestión sobre el punto es el que provee la introducción de Antonio Sánchez Jiménez a su
edición de La Dragontea.
6
Sánchez Jiménez, Antonio, “„Muy contrario a la verdad‟: los documentos del Archivo General de Indias sobre La
Dragontea y la polémica entre Lope y Antonio de Herrera”, Bulletin of Spanish Studies, LXXXV, 5, 2008, pp. 569–581.
3

evidente inestabilidad en términos retórico–poéticos en la propia composición a la hora de evaluar sus


méritos literarios.
Puesto que –justo es reconocerlo– aun cuando hoy día se puedan aceptar diversas explicaciones
que orientan plausibles lecturas de hibridación formal, expresiva o funcional en el caso de La
Dragontea ellas no bastan para desnaturalizar la evidencia de un claro horizonte de expectativas
diverso de aquel del eventual destinatario –el príncipe Felipe III–, más amplio numéricamente –los
lectores anónimos– y que ha quedado frustrado.
Puede aceptarse, tal como lo propone Elizabeth Wright 7, que un dispositivo pedagógico ex
contrariis oriente lo que podría haber sido el designio lopesco de tributar, con su composición, un
manual de príncipes sui generis para el futuro soberano, más esta lectura no desarticula la evidencia de
que, para validarse en tanto canto épico, el texto tiene necesidad de poder responder, sin hesitaciones,
quién es el verdadero protagonista con el cual todo lector debería poder identificarse, y esta respuesta,
evidentemente, no la brindan ni el ensalzado Suárez Amaya 8 ni el depreciado Sotomayor. Razón por la
cual no resulte vano el retorno a la lectura que le propinó uno de sus más descarnados adversarios.
Que La Dragontea supuso para Góngora mayúscula oportunidad que trascendió la ocasional
invectiva literaria parece confirmarse por la notoria y sostenida atención propinada por el cordobés a
esta composición. Ya que si bien Profeti9 ha demostrado cómo uno de los vectores de la interacción
polémica de don Luis para con el Fénix es el sencillo recurso a la enumeración infinita de las varias
obras del adversario poético para insistir en la noción de un talento depreciado por la facilidad
expresiva y la prodigalidad argumental, no se ha reparado con la debida atención cómo, de soneto en
soneto, se va configurando, cual neurosis polémica, una progresiva variación de lo risible que encierra
el canto épico consagrado, supuestamente, a Sir Francis Drake.
Es más, si bien La Dragontea comparte con La Arcadia el dudoso privilegio de haber generado
sendos sonetos de mofa y escarnio, coyuntura escrituraria que permite colegir que las estrategias
mercantiles labradas a su respecto por el mismo Lope terminaron parangonando a sendos volúmenes,
en la obsesión gongorina, a la categoría de hitos insoslayables –máxime cuando en otros sonetos
adoptará la tónica enumerativa de las varias obras del castellano– no son menores las diferencias que
median en la organización de los respectivos ataques.
La Arcadia –quizás por el fervor lector que supo despertar entonces– fue denostada,
básicamente, por la disposición publicitaria que predicaba una fingida nobleza de Lope en su portada,
vicio en virtud del cual sólo se censura, a nivel narrativo, la mixtura del texto como si éste fuese un
corolario expresivo de tan inaudita “invasión”. Góngora no nos da más datos sobre el valor literario de
La Arcadia, recorte significante que explica por qué, salvo alguna menor alusión en otro soneto que
apela a la mención de una ristra de obras que a juicio del autor de Las Soledades resulta execrable, no
sea objeto de un ataque más sustantivo.
A lo cual cabe agregar, como segunda diferencia, la variable alocutiva que se imposta en las
dos composiciones. Mientras que en el soneto dedicado a La Arcadia señorea la fingida familiaridad
entre contendientes que vuelve lícito el uso de un diminutivo (“Lopillo”) que, a su vez, jerarquiza el
vínculo en una tensión paterno–magistral, en la composición consagrada a La Dragontea se teatraliza
un juicio poético cuyo cometido último es explicitar que “cierto señor” poderoso reconoce en Góngora
7
Wright, Elizabeth, “El enemigo en un espejo de príncipes: Lope de Vega y la creación del Francis Drake español”,
Cuadernos de Historia Moderna, 2001, 26, pp.115–130.
8
No se me escapa, en este punto, que el mismo Lope de Vega insiste en reiteradas ocasiones en que el verdadero líder de la
resistencia a la invasión británica es Suárez de Amaya, pero este aspecto historiográfico, cercano en cierta medida a una
hibridación con los textos de relaciones americanas, no contribuye, plenamente, a brindarle la jerarquía propia de un
protagonista épico. Numerosos son los interludios en que esta figura desaparece, no puede, por lo demás, reducirse a la
insignificancia o a la nada misma los pasajes en que el contendiente legítimo participa y, en términos de modelos poéticos,
en poco se asemeja este “protagonismo” al de un Eneas en la obra virgiliana.
9
Profeti, María Grazia, “El micro género de los sonetos de sátira literaria y Quevedo”, La Perinola, 8, 2004, pp. 133–178.
Consúltese también Chivita Tortosa, Eduardo, La sátira contra los malos poetas (1554–1619): Textos y estudio, Córdoba,
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, 2010.
4

la posibilidad de juzgar a Lope. “Señor” cuya atención la composición solicita de cara al dictamen a
emitirse y en función del cual se le recuerda al advenedizo comediógrafo –verdadera no–persona de la
burla– que no otro, sino quien lo censura, es el que ha triunfado en el combate simbólico que se le
muestra esquivo. Pues Góngora –a diferencia del Lope con tantas torres de La Arcadia– no vacila en
enrostrarle que el verdadero prestigio es el que se obtiene de una formulación contractual según la cual
la propia sumisión jerárquica al misterioso otro noble queda neutralizada por la institución de la propia
voz en arma autorizada de combate. Góngora, al fin de cuentas, puede reírse de los delirios nobiliarios
de Lope porque disfruta dando a entender que la jerarquía que cuenta, en la arena literaria, es la del
arte.
Por eso llama la atención, y mucho, todo lo que respecto de La Dragontea se permite sugerir
tanto en la composición que le consagra –“A cierto señor que le envió „La Dragontea‟ de Lope de
Vega”– como en los recordatorios de otras invectivas:
“Señor, aquel Dragón de inglés veneno,
Criado entre las flores de la Vega
Más fértil que el dorado Tajo riega,
Vino a mis manos: púselo en mi seno

Para rüido de tan grande trueno


Es relámpago chico: no me ciega.
Soberbias velas alza: mal navega.
Potro es gallardo, pero va sin freno.

La musa castellana, bien la emplea


En tiernos, dulces, músicos papeles,
Como en pañales niña que gorjea.

¡Oh planeta gentil, del mundo Apeles,


Rompe mis ocios, porque el mundo vea
Que el Betis sabe usar de tus pinceles!”10
Orientado, todo él, hacia el remate contrastivo que se obra en el segundo terceto en el cual el
poeta implora a Apolo pintor que se permita distraerlo de su ocio para demostrar al mundo cómo hay
que “pintar” en le épica culta, se advierte cómo el soneto va consagrado todas las estrofas previas a
formular una disección de ese volumen que se le habría ofrecido como si un poema se tratara y
respecto del cual, sin embargo, nunca se certifica el estatuto literario.
Que La Dragontea mute en animalizaciones (“Dragón”, “Potro”), personificaciones de lo
humano menor (“niña que gorjea”) concreciones materiales inanimadas –el poema épico como navío–
o realidades contrastantes de las apariencias –la tensión entre el trueno escuchado y el relámpago que
no lo enceguece– es el eje en torno al cual se organiza un efímero arte de la predicación reticente. No
sólo porque todas las analogías y metáforas aparentemente enaltecedoras tienden a revelarse menores
ante el estatuto humano adulto –que sería propio del dictaminador cuyo ocio se ha alterado–, sino
también porque la sucesión de equivalencias tiende a instituir, con la enumeración envenenada, la
certeza lectora de que el volumen a calificar resulta impredicable de resultas de tan variadas y
disparatadas equivalencias.
Por cierto, que la esencia de La Dragontea se esconda en la sucesión de pareceres defraudados
o en la constatación de detalles que se realizan de modo impropio, supone una focalización aguda y
progresiva de una identidad que, sin ambages, podría reputarse próxima a lo monstruoso. Dado que lo
inventariado en los ágiles versos sugieren que todo, en el texto de Lope, convocaría ese desequilibrio
epistémico. Fractura que convoca al unísono lo reputado por certero y lo ignorado por inclasificable,

10
Góngora, Luis de, Sonetos completos, edición de Biruté Ciplijauskaité, Madrid, Castalia, 1985, p.262.
5

confín singular en que lo propio y lo extraño se maridan tanto para señalar la inadecuación objetual
cuanto para pontificar la supremacía del sujeto que describe.
Razón por la cual no es variable ínfima el que todo el primer cuarteto se decante por la
sugerencia solapada de que el encuentro del texto con su lector–juez es perfectamente homologable a
la oposición que se podría tensar entre un infiel extranjero, encarnación más radical del otro, y el sujeto
lírico leal a la corona que ofrenda el dictamen de su corazón para contrarrestar el tósigo invasor, tal
como la rima “veneno” (v.1) / “seno” (v.4) lo clarifica.
Góngora, por lo demás, no se está limitando a configurar el propio lugar como el del afecto leal
(“púselo en mi seno”) sino que también discrimina que la singularidad de “aquel Dragón de inglés
veneno” no pende de otra propiedad que del haber sido gestado por el adversario poético, con lo cual –
a través del “criado entre las flores de la Vega” (v.2)– se emplaza a Lope, sin medias tintas, en la
abyecta posición de un traidor.
El gesto de denuncia es claro y tiene múltiples concreciones. No sólo señala que esta flor no es
la única germinada con semilla de maldad por una negatividad que señorea sobre el nacional, en
términos ideológicos, y paterno, en condiciones estéticas, “Tajo” (v.3), sino que se permite insistir en
el detalle de que su parecer ha sido posible por cuanto el propio ojo avizor de la ortodoxia no ha
resultado cegado ni por el cotilleo vulgar respecto de la obra ni por la parafernalia mercantil dispuesta
para beneficiarlo.
De donde se sigue que todo el segundo cuarteto emplee una técnica contrapuntística que
permite descubrir presuntas valías de un novato impostor. La Dragontea puede sugerirle al
desprevenido un recorrido (narrativo) magistral que dista mucho de ser tal al tiempo que la novedad u
originalidad de la temática descubre la incapacidad rectora del autor. Ya que Lope, como todo infiel
que consagra su pluma al inglés, sirva para clarificar que lo propio de todo traidor es la sublevación del
natural principio rector de cada cual.
Motivo que explica, entonces, muy probablemente, el que el último terceto que se dedica al
texto juzgado trabaje todo él sobre la minusvalía. No sólo porque sólo se reconoce el auxilio de una
única de las nueve musas y se le niega el socorro de Apolo que con él sí se relaciona sino también
porque el poco valor que se le concede –“la musa castellana, bien la emplea”– resulta relativizado por
la evocación in absentia de las propias competencias y por la homologación última del producto con la
infantilidad. Giro postrero de marcado sesgo cazurro que permite dar a entender que si la escritura de
La Dragontea es como una “niña que gorjea” (v.11) ello obedezca, probablemente, a que la criatura –
ambiguamente minimizada por la feminización (“niña”) y presumiblemente loada con el recupero de
adjetivaciones que también especifican lo inofensivo de su talante: tierno, dulce, musical– se ha
defecado encima con lo cual los pañales se corresponden con las planas de escritura y la misma caca
con la tinta empleada. La Dragontea, parece reírse don Luís, es una llamativa cagada.
Por eso no contrasta, sino que se ve reforzado singularmente por la isotopía de las máculas a
esconder y ocultar, el que en otro soneto consagrado a todas las composiciones denostadas de Lope de
Vega, resulte ser La Dragontea la primera obra integralmente llamada a resultar borrada del campo
poético coetáneo –“También me borrarás La Dragonte–” – y que esta clausura de una comarca poética
otra se engarce, en postrer composición tributada al reconocimiento de quiénes pueden consumir las
obras de Lope –“A los mismos”– al señalamiento de que el único lector viable sea “Vinorre, Tifis de
La Dragontea”11.
El tiempo, según desliza en este último soneto, ha hecho lo propio y ha puesto las valías en su
lugar y por eso es perfectamente comprensible que sólo a un loco –“Vinorre”– se le pueda ocurrir
insistir en su frecuentación. Consumo gustoso que en el campo intelectual del siglo XVII el mismo
Lope bregó por instalar con variadas tácticas de reedición y que el texto gongorino clarifica desde la
revelación de que “Vinorre” es el “Tifis” del texto, es decir, el capitán de la nave de los Argonautas.
11
Estos dos sonetos, junto con el analizado, se encuentra en la sección consagrada por Ciplijauskaité a los “atribuidos” –
fenómeno comprensible en el horizonte de pugnas poéticas–: pp. 266 y 296 respectivamente.
6

Lope, como ese otro marino que comandaba la nave, no llegó a buen puerto en comarcas extrañas.
Pues Lope, que duda cabe, está loco.

–III–
Ahora bien, si recuperamos de esta retahíla de ataques el detalle de que el soneto principal
como las referencias accesorias en otras piezas poéticas tenían por cometido insistir en el mensaje
evaluativo de un canto épico, se podrá compartir que sobresale cierta inadecuación del veredicto para
con las leyes del género: ¿por qué nada hay para decir del protagonista de la peripecia bélica? ¿Por qué
en un contexto cultural en que eran sonados los casos polémicos en que conquistadores y guerreros
bregaban en la metrópoli por el justo reconocimiento de su labor en tierras indianas o por el agravio de
lo que, en muchos casos, sugería una damnatio memoriae de la propia valía en las producciones épicas
y cronísticas que referían sus gestas 12 no se atendió, respecto de La Dragontea, a la controversia
historiográfica ocurrida por la pugna de Sotomayor contra Amaya? ¿Por qué no explotar el filón de
Lope mal historiador?
No por sencilla debería menospreciarse la hipótesis de que la respuesta más próxima a la
realidad no sea otra que Góngora consideró –como muchos otros– que La Dragontea, si fue epopeya,
fue epopeya impropia o defectuosa. Y que eso lo expresó con toda claridad cuando da a entender que
el canto todo no es otra cosa que una res gestae del anatemizado Drake. Un canto épico sometido a una
trasgresión decisiva que en tanto tal lo pulveriza cual fue, precisamente, la concesión de un
protagonismo inaudito y extremo al enemigo mayor del Imperio. Circunstancia fáctica que,
inimaginablemente, parece reforzarse por un paratexto insoslayable, el “Prólogo de don Francisco de
Borja, comendador mayor de Montesa”.
En efecto, si algo llama la atención de este texto que, usualmente, debería ordenarse según una
disposición meramente encomiástica del poeta a celebrar y su obra es que el príncipe de Esquilache
aúne a propósito de la obra a presentar dos líneas argumentales inesperadas por diversas razones.
En primer término la puntillosa explicitación del género y de sus características rectoras con
cuyos parangones parece querer adelantarse a un potencial estado de confusión por parte del público
ante tan peculiar épica. Esquilache necesita diagramar las variaciones taxonómicas que autorizan tales
o cuales supuestos, se esfuerza por autorizar la pluma del protegido y relativiza, en la apertura
categorial dispuesta, lo que, quizás, a la ligera, podrían conceptualizarse como pasos fallidos de un
novel poeta épico.
Que parte de su prólogo se asemeje más a un protocolo sobre correcto consumo del texto a
seguir que a un desembozado elogio estético es, en sí mismo, significante. Pues deja entrever que la
pregunta por cómo leer La Dragontea no haya sido materia ociosa. Todo parece significar que a su
propósito podrían edificarse, infaustamente, lecturas infieles, discordantes en un todo del ánimo que
las habría informado. Pues el prologuista no tiene pruritos en mostrar que la instrucción del texto no se
encierra, tan sólo, en la novedad de las Indias que el cantar de Lope evoca sino, antes bien, en la guía
que, esforzadamente, no duda en componer para adosarle.
Mas también resalta –en gesto inverso– que se vea obligado, por el tenor de las acciones
cantadas, a obrar una concesión que es necesario interpretar. Pues respecto de la praxis estética de
Lope –también Esquilache lo nota y no puede pasarlo por alto– más de uno podría preguntarse “¿Por
qué se hace historia en España de este vencimiento?”13.

12
El ejemplo mayor de este fenómeno fue el suscitado con las tres partes de La Araucana, texto modélico de los cantos
épicos de inspiración indiana que, no obstante, fue tipificado como “tronco sin cabeza” por la ausencia de encumbramiento
de un claro protagonista virreynal conquistador.
13
Vega y Carpio, Lope, La Dragontea, edición de Antonio Sánchez Jiménez, Madrid, Cátedra, 2008, “Prólogo de don
Francisco de Borja, Comendador Mayor de Montesa”, p.124. La Dragontea se cita siempre por esta edición y se precisan
sus referencias consignando el canto y la estrofa –en números romanos, y los versos –en itálicas–. Otras piezas textuales,
tan sólo, llevan el título individuatorio.
7

Tan evidente resulta ser que el protagonismo de Drake es lo que desentona que la pregunta
mimada como ocasión de un escándalo expresa, en la obturación del agente rector de tantos desastres y
sufrimientos, el vejamen que se sigue de animarse a la memoria del fracaso y de la defección. Y aún
más, ¿existe una historia de las propias derrotas? ¿Es anejo al discurso de la historia la explicitación de
un protagonista? ¿Cómo, entonces, pueden los españoles del XVII pensarse en el crisol de la
imperfección que Drake parece consagrado a señalarles? ¿Es Lope de Vega un infiel a la lógica de la
memoria imperial? ¿Cuál es el sentido de inventariar defecciones?
No se me escapa que la pregunta que contextualiza el cierre del prólogo de Esquilache es,
decididamente, anfibológica. Podría significar, al menos a nivel semántico, que la indeterminación del
complemento de “este vencimiento” encubre tanto la posición agentiva de los españoles cuanto la
posibilidad de que éstos sean los vencidos y los ganadores obturados los ingleses. Y ello importa
porque el borrado –con independencia de que el lector pueda desambiguarlo por las concesiones
oracionales ulteriores– permite inferir también, en contra de toda ley épica, que en la realidad es harto
relativo quien gana y quien pierde. Y que la historia, como se preguntará más de uno, es siempre
cuestión de recortes sobre un flujo vital de acontecimientos y experiencias que, a priori, no están
siempre jerarquizadas entre sí.
Por eso no puede dejar de notarse como la explicación sugerida por Esquilache se ve
imposibilitada de ignorar la evidencia que el sentido común de “alguno” incómodamente ha
recuperado con su curiosidad y que ello es lo que determina que el encomio de los guerreros se
organice según la enumeración de una serie de circunstancias atenuantes que difuminarían el mérito
previo del oponente:
“A esto se responde que nunca los ingleses, si no es por inclemencia del mar o por grandes
desigualdades en la gente, han tenido buen suceso, o por haber venido estando las costas
seguras, o viniendo las flotas desarmadas, y que esta vez que llegaron a las manos, cien
hombres desbarataron mil y mataron trescientos, fuera de las honradas resistencias que les
hicieron Canaria y Puerto Rico, en que les mataron otros tantos”14
Que las inclemencias climáticas no afectaban, tan sólo, a los españoles inútil es reiterarlo, como
también es ocioso precisar que una guerra –así sea la de piratería15– no supuso jamás un combate
deportivo en que el mérito de un triunfo se sustentara en la valía previa de igualdad de oportunidades y
contendientes en determinado juego. A lo cual cabe agregar, asimismo, que el recupero cuantitativo de
combates o escaramuzas favorables añade un plus de inestabilidad en términos ideológicos a la
empresa del Imperio: el efecto de lectura insoslayable de que la soberanía ultramarina pende de pocos,
muy pocos, y el dato no controvertido de que España, por doquier, se veía asediada.
Por eso no puede compartirse que al presentar el tema de La Dragontea Esquilache opte por
una vía argumental eficaz y que la opción de realzar lo minorizado opere, en el interés del público,
como un acicate decisivo –en términos publicitarios– y como un amparo solvente ante las polémicas
burocráticas legales que comenzaba a hacerse oír:
“Y no es esta victoria tan pequeña que no sea de mucha consideración pues detuvo su furia con
tan felicísima osadía española, y acabó sus dos generales de mar y tierra, destruyendo su
armada de suerte que de cincuenta y cuatro velas que salieron de Inglaterra volvieron cinco”16
Es cierto que se concluye el prólogo alabando la “felicísima osadía española” pero incluso en
este contexto no deja de incomodar el detalle de que la reconstrucción fantasmagórica del enemigo que
fue y ya no es vuelve a echar sombras sobre la figura vacante del responsable primero de tal desenlace.
Lo cual nos fuerza a evocar, también, que si ley de la épica era el aserto retórico de que el vencedor

14
“Prólogo de don Francisco de Borja, Comendador Mayor de Montesa”, p.124.
15
Sobre la piratería en el texto consúltese García Rodrigo, María Luisa, “Algunas notas sobre la piratería en La Dragontea
de Lope de Vega”, Studia Aúrea. Actas del III Congreso de la AISO, Toulouse–Pamplona, 1996, pp.329–337.
16
“Prólogo de don Francisco de Borja, Comendador Mayor de Montesa”, p.124.
8

vale más cuanto mayor es el vencido, tal conceptualización jamás habría autorizado un diseño
beligerante en que todo se dirimiese a nivel popular anónimo.
Y si la ocasión de la escritura, esa serie de triunfos menores que se nos aconseja mirar con lupa
y resignificarlos, parece desautorizar –en tanto ejemplo– los protocolos épicos previos que se han
detallado, no menos ambigua es la coda en la cual el prologuista sustenta la veracidad de los hechos no
en el tenor epifánico del vate poeta que las comparte sino, por el contrario, en una Relación gestada
por autoridades coloniales.
¿Qué tipo de épica es esta en que el protagonista está en entredicho? ¿Qué tipo de verdad, en la
tensión Poesía–Historia, es la que se está cantando cuando sus hechos dependen de anónimos testigos e
instancias burocráticas que con igual capricho o justicia conceden o niegan el mérito de los esforzados
conquistadores convirtiéndolos, a su antojo, en soldados leales o traidores al Imperio? ¿Es que, acaso,
la empresa de Lope resulta sintomática de un quiebre epistémico que se está gestando en el Imperio,
cuando lo real, en el universo tipográfico, deja de depender de la necesaria fidelidad existente entre
hechos y escritura?

–IV–
Que la noción de fidelidad resulte sustantiva, respecto de La Dragontea, es un aspecto que
puede ser corroborado en muy diversos abordajes y planos de análisis. Sería evidente, en un primer
nivel propio de la coordenada de recepción primigenia, que lo que agitó la controversia literaria pero
también historiográfica fue la posibilidad de confrontar múltiples interpretaciones del texto, polisemia
que, necesariamente, en una obra que aspiraba a presentarse informada por el principio rector de la
Verdad obstaba a tan ecuánime y aleatoria combinación de posibilidades. No sólo porque resultarían
impensables efectos de lectura contrapuestos donde campeara la tolerancia entre versiones disímiles de
lo acontecido, sino también porque esa inadecuación o infidelidad resultaba ponderada no sólo en
términos fácticos referenciales sino también, y muy particularmente, en virtud del plan poético general
para transmitir el mensaje deseado.
De donde, en consecuencia, el estatuto controversial respecto del verdadero protagonista. La
Dragontea no sólo resultó sancionada adversamente por el parecer real de Felipe II que legitimó las
aspiraciones de Sotomayor, sino que debió enfrentar ironías como la de Luís de Góngora en las cuales
la traición para con el responsable del triunfo quedaba explicitada en el privilegio conferido al pirata
inglés y la consecuente posibilidad de que la composición fuese el testimonio más inequívoco de que
Lope de Vega era un traidor a la corona.
A lo cual cabe agregar, en esta cadena de infidelidades que hermana efectos de lectura y praxis
poético–autorial, un eslabón usualmente desatendido por la crítica, la evidencia de que, a nivel
argumental, La Dragontea busca legitimarse como una varia y bien calibrada gramática de hombre
fieles e infieles, un laberinto controvertido en el que el progreso de la acción pende, una y otra vez, de
las acciones de varios traidores y de la providencial emergencia de arrepentidos en el horizonte
americano de beligerancia contra Drake.
Y ello importa sobremanera porque aún cuando pueda aceptarse la evidencia documental
bibliográfica de que, en el contexto del propio proyecto vital, la redacción de Lope podría minimizarse
según el aserto de que lo que primó fue la voluntad de agradar a un comitente poderoso en la
fluctuante e inestable constelación cortesana ante un inminente recambio de poderes, ello en nada
obsta a la corroboración de que aún cuando se hubiese propuesto cumplir con tal encargo éste resultó
malogrado por la obsesión lopesca del merecimiento.
En efecto, si algo explicaría –a nuestro juicio– tan pletórica galería de esforzados y, hasta
entonces, anónimos varones en la justa defensa de los valores imperiales en tierras americanas no sería
otro fenómeno que la necesidad inconsciente o solapada de legitimar el realce de todos cuantos sufren
por la compenetrada lucha de lo que han aprendido que es justo. A punto tal que, en bizarra galería de
9

juegos de espejos, muchos de ellos parecen resultar recuperados para reinscribir jerarquías otras en la
episteme metropolitana.
Puesto que La Dragontea, con independencia de que se decante por conferir el privilegio a
Suárez de Amaya, muy particularmente en los cantos finales, atiende, con mucho más empatía
historiográfico–poética a todos aquellos que, a priori, no habrían estado llamados a ser protagonistas
de nada en el imperecedero y sublime orden de las letras. Y ello bien puede constatarse, además, por el
detalle de que el texto de Lope legitima pasajes y realces pre–protagónicos en figuras que, por
definición, no parecían idóneas para certificar la magia simbólica de un portentoso rito de institución
que predicara „conviértete en quien eres‟.
A punto tal que se podría sostener cómo esta neurosis autorial por el merecimiento es lo que
determina un trabajo quiasmático entre los esperables defensores del sistema y los legítimos garantes
de una soberanía en cuestión por la guerra y el saqueo. En efecto ni Suárez de Amaya ni Sotomayor –
potencialmente legítimos aspirantes a la palma del triunfo gestado e igualmente funcionarios de la
Corona– resultan construidos, ficcionalmente, según un progreso secuencial en el que la propia
biografía y sus obras aquilaten y justifiquen el privilegio ulterior de ser protagonistas integrales del
canto épico. Como mucho –y quizás tendenciosamente como lo demuestra la crítica– de algunos
cantos finales pero no de todos. Serían el rostro polémico de dos funcionarios ennoblecidos por su
carga institucional cuyos cursus honorum previos se han escamoteado y no se han delineado
acabadamente. Y ello incide en el hecho de que, entonces, la opción de uno u otro para el privilegio
final de la consagración bélica deviene materia cuestionable. Máxime si se retiene que mucho del
privilegio conferido lo es en términos reactivos ante la coacción del otro invasor.
En tanto que, en las antípodas de la preeminencia primera que labraban sus cargos, muchos
otros desfilan cuyas prácticas y padecimientos en la defensa de las posesiones ultramarinas deberían
orientar la consideración lectora en sintonía con las palabras del mismo Lope de Vega a su dedicatario,
el príncipe y futuro rey Felipe III:
“Dos cosas me han obligado a escribir este libro, y las mismas a dirigirle a Vuestra Alteza: la
primera que no cubriese el olvido tan importante victoria, y la segunda que descubriese el
desengaño lo que ignoraba el vulgo, que tuvo a Francisco Draque en tal predicamento, siendo
la verdad que no tomó grano de oro que no le costase mucha sangre. En la una verá Vuestra
Alteza qué valor tienen los españoles, y en la otra cómo acaban los enemigos de la Iglesia; y en
entrambas lo que debe a quien le ofrece su vida. La de Vuestra Alteza guarde el Cielo para bien
nuestro”17
Lope pudo haber escrito por encargo pero se cuida, puntualmente, de ensalzar al supuesto
comitente en su prefación al tiempo que, con claridad, abre el espectro del merecimiento (“lo que debe
a quien le ofrece su vida”) a un colectivo mayor que resulta connotado por dos variables bien claras,
ser español y amigo de la Iglesia. Que el mismo Lope, en tanto poeta memorialista, podrá arrogarse en
un futuro la potestad de resultar reconocido por tal victoria pues ha sido quien la desempolvó del
“olvido”, es gesto preciso del envío al príncipe. Y de un calibre análogo es también el cálculo de que
toda su escritura deba obrar un desengaño que, traslaticiamente, a él también debería alcanzarlo.
Desengaño que, no casualmente, se dramatiza como la contraposición del nombre público celebrado
(“Draque”) de quien se predican hurtos que implicaron mermas sanguinolientas y corporales frente a,
en el punto polar opuesto, el anónimo conjunto de “los españoles” sin nombre ni otra calidad previa
que el espiritual “valor”.
Ahora bien, que el amparo de “los españoles” a “la Iglesia” se complemente, en el envío de la
dedicatoria, con el anhelo autorial de que sea “el Cielo” quien proteja a “Vuestra Alteza”, permite
comprender en toda su extensión cómo la tutela del futuro monarca al autor sería el legado vacante que
cerraría el círculo virtuoso que ordena esta escritura y ello apuntala la idea de que antes que una épica
de humano protagonismo La Dragontea merezca ser interrogada –contra toda evidencia de ocasional

17
“Al príncipe, Nuestro Señor”, p.120.
10

historiografía– como canto taumatúrgico que celebra el triunfo de la Religión cristiana gracias a la obra
abnegada de sus fieles en Indias.

–V–
En efecto, tras un comienzo tópico concorde en un todo a las leyes del género: reescritura del
topos épico virgiliano del “arma virumque cano”, el reclamo de atención del soberano –Felipe III– y
la anticipación de que Suárez de Amaya será el novel San Jorge que combata al fiero Dragón de
Inglaterra en soledad y valentía análoga a la de un redivivo Horacio, el poema se decanta por un inicio
conceptual de corte alegórico. Pues a la descripción de “Una dama divina, hermosa y bella” (I, VII,
v.49) sucede el anuncio de que esta alegoría de la Religión cristiana viene en compañía de “otras tres
bellísimas con ella” (I, VII, v. 53) que se presentan en conjunto “a las puertas de Oriente, / llamando
con su llanto al Sol ausente” (I, VII, vv. 55–56). España, Italia y las Indias son las tres alegorías
restantes que vienen a expresar, con su prédica ante el “autor del Cielo” (I, XIII, v. 97) cómo la fuerza
que se les hace a las posesiones coloniales españolas significa, ante todo, una nueva actualización del
inmemorial combate confesional por la justa y recta Religión:
“Mira en mi rostro, de mi llanto ciego,
La Religión Cristiana perseguida,
A España, a Italia, a América turbadas
De propias y de bárbaras espadas” (I, XIV, vv.109–112).
La perspectiva teológica, hilvanada desde el combate primero con “la sinagoga de la gente
vana” (I, XVI, v. 125), es la que brinda un marco contenedor a todas las acciones que serán narradas
puesto que antes que la miopía de lecturas geopolíticas o económicas lo que se desea privilegiar es, por
un lado, la idea de que lo que cuenta sobre la coyuntura histórica es la división entre fieles e infieles y,
por el otro, el detalle de que la empresa colonial se legitima en tanto continuación de la reconquista y
en virtud del supuesto sesgo evangelizador que animaría a los españoles.
De ahí que, con claridad, la llamada de alarma de las cuatro damas, en esa suerte de escena
fuera del devenir histórico en que las abstracciones alegóricas se hacen presentes ante la manifestación
pura e inmutable de lo Uno, tenga por cometido alertar como la uniformidad confesional –antes que las
posesiones en sí mismas– es lo que está en juego. Hipótesis de lectura que se ve reforzada por el
privilegio conferido a la emergencia del anglicanismo en tanto traición o infidelidad al credo romano.
Y por ello no extraña que este núcleo conceptual sea, precisamente, el que se exprese a continuación:
“Ansí viven los siervos de Mahoma,
Los de Lutero y su Dragón caminan
Al puerto que del vuestro el nombre toma,
Por donde a Panamá su armada inclinan,
Del moro Italia, y su cabeza Roma,
España de corsarios que la minan,
América de aqueste Dragón fiero
Se quejan al remedio verdadero” (I, XXVI, vv. 201–208)
La batalla por la captura del puerto caribeño de Nombre de Dios puede hacer pensar que esa
clave histórica de carácter sinecdóquico justificaría en términos históricos el sentido primero de La
Dragontea, mas este diseño alegórico dista de tal jerarquización y no admitiría el supuesto de que
logrado el triunfo habría algo en concreto que festejar, a no ser una de las múltiples y anunciadas
batallas de la Religión. Ya que lo que se está escenificando en los albores del relato épico no es otra
cosa que el claro testimonio de dos historias, dos temporalidades, dos tipos de escenarios beligerantes
–el humano y el divino– ante los cuales, con claridad, las jerarquías no deben confundirse. Puesto que
lo propio de los hombres, antes que consagrar cualquier contingente plan humano en la acotada
historia, es certificar el designio transindividual de la divinidad respecto de ellos.
11

Y por eso se vuelve en un todo verosímil que tras el vencimiento de Drake y su muerte en el
Canto X, el relato épico–historiográfico vuelva a ceder su preeminencia, en la clausura, a la
coordenada confesional. Esa historia humana que tendría su alfa y omega en la defensa y conservación
del puerto de Nombre de Dios y por la cual, limitadamente, los hombres pueden creer en el
advenimiento de un final, no es sino un simple escaño de lo que Dios reserva a la religión cristiana. Y,
por eso mismo, se vuelve a recurrir a la descripción del retorno de “La Religión Cristiana con sus
hijas” (X, XLVIII, v.5753) para agradecer a Dios las mercedes hechas:
“Gracias te doy, Señor de Cielo y tierra,
Que al gran Dragón y la mujer sentada
Que la abominación infame encierra
En la copa del tósigo dorada,
Con el Cordero tuyo hiciste guerra
Y con la cruz de su sangrienta espada
España, Italia, América, contentas,
Están a tu servicio siempre atentas” (X, XLIX, vv. 5761–5768)
Drake e Isabel I de Inglaterra –alegorizados aquí como el “Dragón y la mujer sentada”, es
decir, la prostituta de Babilonia18– han sido derrotados lo que clarifica, entonces, que el reclamo a la
divinidad se oriente, en esta ocasión, a una nueva y renovada atención para con el problema de los
españoles con los turcos en el mediterráneo.
La historia de la verdadera Religión y de la Fe de sus creyentes no se agota en los ocasionales
traspiés que los hombres y comunidades puedan dar, circunstancia por la cual lo que podría haberse
diseñado como un sencillo triunfo de tal o cual guerrero culmina con clarísimo Te Deum de inspiración
apocalíptica:
“Alábente los ángeles del Cielo,
Los hombres, aves, peces y animales,
Agua, aire, tierra, plantas, fuego, yelo,
Montes, valles, peñascos, minerales.
Cuanto criaste en cielo, aire, mal, suelo,
Con gracias y alabanzas inmortales,
Con incesante voz, con dulce canto,
Digan eternamente:„Santo, Santo‟” (X, LX, vv. 5849–5856)
La Dragontea, entonces, se organiza, en tanto canto épico y en lo que respecta a su dispositio
narrativa, como una gran caja negra que impone dirimir, al interior de su fábula, cómo la inmutabilidad
de la Religión cristiana, en la apertura y cierre simbólicos de la enunciación, jerarquiza el acontecer
histórico propio de los hombres y desarrolla el tema de la infidelidad anglicana como la crónica de una
defección anunciada. Dado que, claramente, este movimiento interno es lo que justificaría la tesis de
Cecilia Pisos19 según la cual La Dragontea se configuraría como una epopeya fallida por cuanto antes
que el necesario privilegio del héroe épico por antonomasia tiende a cristalizarse como una gran
etopeya amplificada del talante de Sir Francis Drake.
Que la etopeya sea el tropos privilegiado en la configuración de Drake cual anatemizado
antagonista al que la colectividad creyente fielmente habrá de oponerse resulta de peculiar interés
puesto que descubre, en gran medida, la firma de Lope en su modelado. Pues claro, la etopeya sería la
estrategia por medio de la cual todo autor intenta dotar de interioridad a sus criaturas. Privilegia, por
medio de discursos o acciones, el proceso de verosimilización respecto de la posesión de tales o cuales
virtudes o defectos de carácter psíquico, moral o espirtual. Y ello, como no podía ser de otro modo, es
18
Sobre el biblismo de este pasaje y, particularmente, del grabado que acompaña la primera edición donde se ilustra el
combate del águila con el dragón –es decir de España con Inglaterra– consúltese el ya referido artículo de Elizabeth Wright.
19
Pisos, Cecilia, “La Dragontea de Lope de Vega: una epopeya fallida”, Actas del III Congreso Argentino de Hispanistas,
Buenos Aires, Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso”, 1992, pp. 816–826.
12

lo que la parangona como recurso privilegiado en toda praxis dramática. Lope, a las claras, pintaría el
mundo interior de Drake como si estuviese naturalizando el equívoco o error de todas sus acciones en
función de la posibilidad de leer éstas como la clara expresión del propio y privado mundo interior del
pirata.
Y esto es lo que determina, necesariamente, un desequilibrio estructural ineludible a la hora de
sopesar los logros de Lope en su Dragontea. En primer lugar porque la alternativa de conferir una voz
propia que pueda sonar como el decir del enemigo trae consigo el daño colateral de resquebrajar el
monologismo habitual de la tonalidad épica. En todo canto épico el enemigo debe existir pero nunca
con una claridad y honestidad conceptual tal que, potencialmente, su punto de vista sobre el diferendo
que los enfrenta pueda resultar aceptable en la consideración lectora. Y ello, en otra usual trasgresión
del Fénix, no ocurre aquí. Fenómeno que bien podría habilitar un cauce exculpatorio a todos cuantos
del vulgo se sintieron subyugados por las versiones legendarias que en tiempo de los actores
circulaban por doquier. ¿Es muy sincera la crítica de Lope a los desinformados que creen a pie juntillas
la supremacía de Drake cuando, en su canto épico no habría nadie con un protagonismo equivalente a
aquel que, supuestamente, se despliega como exemplo vitando?
Drake, sin medias tintas, es el principio cohesivo de toda La Dragontea, pues es el que permite
legitimar la concatenación de escenarios y tiempos diversos como serían, entre otros puntos de sus
correrías marítimas, Nombre de Dios, las Bahamas, San Juan de Puerto Rico, las islas Canarias, el Mar
del Sur. Y es este mismo protagonismo que no resulta conferido a ninguno de los contendientes por el
triunfo histórico de su vencimiento, el que permite desplazar –en eje isotópico notorio– la atención
lectora a otras figuras, disímiles y semejantes a la vez: los anónimos que resisten vejámenes y torturas,
los indianos, esclavos, habitantes, guerreros y representantes institucionales menores que vienen a
recordarle al lector que ante la ausencia de un único y definido paladín al cual todo le es debido y del
cual todo dependería en la resolución del combate, que España ha sembrado en el Nuevo Mundo una
miríada infinita de fieles a la Religión cristiana. De donde, claro está, la obsesión y el cuidado lírico
consagrado en La Dragontea a la edificación de una certera gramática de la infidelidad. Pues el logro
mayor de Lope en su canto épico, contra todo efecto de lectura impensado, ha sido pautar qué funda y
organiza la fidelidad religiosa, qué caracteriza al infiel y cómo, en cierta medida, es posible pensar en
la figura de arrepentidos de fe.
E innecesario se vuelve precisar que aunque esta cartografía de la fidelidad se delinee a
propósito de la defensa de Panamá ella adquiere, en la modulación deseada, vocación de eternidad.
Puesto que si lo que define la infidelidad es el objeto sobre el cual se aplica –la Religión cristiana–
forzoso ha de ser que su tipificación resista lo accesorio de lo histórico. Y esto explica, también, las
razones de la envergadura del escándalo suscitado a propósito de la publicación del volumen: Lope,
quizás sin imaginárselo y ni siquiera desearlo, había alentado con su escritura el delineado preciso de
un centinela hispánico contra los infieles.

–VI–
¿Qué dice la constitución de un infiel? ¿Qué organiza la portentosa e indeseable transformación
de un fiel en infiel? ¿Cómo leer y en dónde la potencial traición que engrosaría el número de los
enemigos? ¿Cómo pensar, en una cultura que hace de la permanencia de lo mismo la condición
ineludible de toda identidad, la posibilidad de un cambio? ¿Cómo aceptar, al fin de cuentas, que la
estabilidad y fidelidad añorada en tiempos aciagos pueda fungir tanto para explicar los desvíos de la
propia norma como para las trasgresiones de la enemiga?
Éstos y tantos otros interrogantes, desembarazados ya de la incomodidad resultante de la
ausencia de un único protagonista bueno en el canto épico, son las que confieren actualidad y
modernidad al texto de Lope. Ya que, so pretexto de una épica de materia contemporánea, desgrana,
restituye y vuelve visibles las usualmente impredicables condiciones de pertenencia al quantum
simbólico de la ortodoxia porque en lo que ésta se afana es en la enumeración de desvíos.
13

El prolijo laberinto de fieles y traidores que La Dragontea enfoca desdice cualquier


constitución azarosa en términos ideológicos puesto que a poco que se lo analice se advertirá cómo,
además, su análisis permite la emergencia de un contra discurso bien ejemplificado que parecería tener
por cometido el desprestigio y la aniquilación de la denominada leyenda negra de la conquista
española. Cauce expresivo no carente de significación por cuanto configuraría –en otro nivel
semántico– la posibilidad exegética de que su cantar tuviese por finalidad última la plasmación de una
etopeya que desarticulara, o restara entidad, a la gran etopeya nacional que los enemigos del Imperio
supieron fraguar para resquebrajar su valía y prestigio. La interioridad de Drake, sinécdoque magistral
de la reina Isabel I y del anglicanismo en su conjunto, sería el espejo sombrío en el cual se
difuminarían todas y cada una de las lacras atribuidas a los españoles so pretexto de la conquista y
evangelización de América.
¿O, acaso, no es evidente cómo cada secuencia que pauta la existencia de un comportamiento
virtuoso por parte de un leal a la corona se le suele adosar, con finalidad dramática expresa, una
secuencia vicaria sobre inscripta en la que se describe cómo toda fidelidad se dice en la ordalía mayor
del tormento y el vejamen humano que las tropas inglesas acometen? ¿No es evidente que La
Dragontea ejemplifica, en su varia galería de situaciones recuperadas del olvido, cómo la fidelidad se
pondera en el crisol de la crisis contrastiva de impronta confesional?
Es bien relevante, por lo pronto, que el recupero de las correrías beligerantes de Drake y los
ingleses resultan enmarcadas por dos conversiones ejemplares. En primer lugar por el recuerdo, en el
Canto III, del pasaje confesional del hijo de Hawkins quien al ser derrotado por don Beltrán de Castro
resulta transformado a la verdadera fe, al pedir clemencia y confesar aquello que lo movió a participar
en tal incursión de rapiña, por la grandeza del cursus honorum del clan virreynal de los Mendoza.
“Engañado me había la venganza
Del agraviado padre, por quien vengo,
Que menos, gran Marqués, tu fama alcanza
De la que en obras conocida tengo” (III, XXX, vv. 1409–1412)

“Suplícoos me digáis, don Beltrán caro,


Noble honor de Galicia, Castro y Lemos,
Del Marqués, mi señor ilustre y caro,
La condición en que esperar debemos;
Que a la virtud de su glorioso ampara
Por tan viciosos y ásperos extremos
No he venido sin causa, pues recelo
Que de mi perdición se duele el Cielo” (III, XXXIII, vv. 1433–1440)

“Esto decía don Beltrán, en tanto


Que lloraba Ricardo enternecido,
A quien movía un pensamiento santo,
El corazón del mismo Dios movido;
Y no fue vano el fruto de aquel llanto,
Que, su estéril terreno humedecido,
La simiente evangélica recibe,
Y en el gremio católico se escribe” (III, XLII, vv. 1505–1513)
Y, finalmente, por la recuperación, en el Canto IX, de la historia de Guillermo el inglés
arrepentido, de familia católica previa al cisma confesional del anglicanismo. Guillermo, cuyo
hermano clérigo había muerto heroico y glorioso por no avenirse a abjurar en el patíbulo, ejemplifica a
aquellos que, indolentes en materia de fe, creyeron un dato menor las decisiones de Enrique VIII sobre
el punto. Y si bien el despecho amoroso lo habría orientado a participar activamente en la piratería
comandada por Drake, es el fragor de la batalla y el hallazgo de un crucifijo que había sido escondido
14

por el cura de Nombre de Dios en plena selva ante la inminencia de la invasión lo que lo convence del
propio error y del mensaje salutífero de corte providencial que le depara la reliquia.
En el eje de las conversiones que La Dragontea plantea las historias del hijo de Hawkins y de
Guillermo tienen el privilegio de un desarrollo argumental mayor puesto que, a las claras, permiten
iluminar un camino de perfección no exento de tropiezos y errores. En efecto, sendas conversiones se
ven privilegiadas porque pontifican la supremacía y el estatuto de verdad de la fe hispana frente al
previo error del anglicanismo británico. Y su focalización se vuelve productiva porque, al ser éste un
tránsito identitario virtuoso de corte confesional, Lope puede desgranar estrategias de verosimilización
de las vidas previas conforme las cuales se connote y caracterice la confesión rival.
Gesto que, en trazo inverso, sólo se colma por el silencio y una muy sugerente praxis de
síntesis y elisión biográfica en lo que respecta a las motivaciones que podrían haber tenido tanto el
mulato Andrés Amador –Canto IV– como el anciano Alberto de Ojeda –Canto V– en preferir el bando
de Drake y, consecuentemente, rebelarse contra el monarca hispano y la propia comunidad confesional
que los acogía previamente.
Resulta sintomático, no obstante, cómo, en este juego retórico de tránsitos fastos y nefastos que
contravienen el presupuesto previo de fidelidades religiosas, aquello que reverbera contextualmente en
los pasajes positivos orienta, a las claras, el sentido de las ausencias y vacíos que el canto épico
confiere a los desangelados traidores. Diálogo del cual se pueden interpretar tanto las condiciones de
posibilidad de las mutaciones, según resultan noveladas, cuanto, por otra parte, las variables sujetivas
de aquel que carecerá de toda redención espiritual.
Un primer detalle significativo es que el estatuto de grey autorizada con que se instituye a los
católicos resulta justificado, a nivel argumental, por el despliegue explícito de condiciones de
integración familiar y comunitaria previas. Ser de una religión, existir al interior de un mismo credo –
parecería sugerir La Dragontea– se comprende desde la religación virtuosa a los afectos primarios –la
familia– y, por extensión, a un grupo de fieles socialmente más amplio. Dado que la espiritualidad que
se desgrana de este canto épico sobre el triunfo de la verdadera religión en las Indias resiste, por
cuestiones políticas, el relativismo de una libertad de conciencia impensable en la España
metropolitana de entonces.
Por ello no asombra que el amor familiar campee como atributo positivo de los conversos al
catolicismo, pues fundan las condiciones de posibilidad de devenir del otro bando, en tanto que, por el
contrario, lo propio de los traidores resulte ser la insinceridad y la hipocresía vincular preexistente de
lo cual se seguiría, lógicamente, la posibilidad de devenir infieles. Es el amor a un padre lo que
inflama la conducta previa del hijo de Hawkins, del mismo modo que el recuerdo de las quejas de la
esposa por el abandono tributado a ella y su hija lo que retornan del propio pasado del futuro converso
para facilitar el disciplinamiento espiritual a un nuevo credo. Deriva íntima que, en el caso del inglés
Guillermo, se certifica, también, a dos puntas. Recuerda, vivamente, el martirio de Cristiano
“Lloré, en efecto, oyéndole decirme:
„Guillermo, toma ejemplo en propia sangre;
Al Vicario de Cristo adora firme
Cuando el tirano a azotes te desangre;
Que si en esta opinión no has de seguirme,
Haré que mis fraternas venas sangre
De suerte que no tengas parte en ellas,
Pues no la has de tener de las estrellas” (IX, XXVII, vv. 5001–5008)

“Matar pudiera el fuego el agua amarga


No le mató, que la lloraba lejos
Él desde allí su mano santa alarga,
Y de su sol me tocan los reflejos;
Que no obedezca al fiero Rey me encarga,
15

Oyendo yo sus lastimosos dejos,


Puesto a mi cuello tan extraño ñudo
Que iba el alma a salir, pero no pudo.

Rompe del cruel verdugo el vil cuchillo


El pecho santo, de aquel alma velo,
De donde saca el corazón sencillo
Y, palpitando, se le arroja al suelo.
„Jesús‟ –dijo tres veces que de oíllo
Se alegraron los ángeles del Cielo,
Que a un tiempo abrieron el cuchillo y alma
El pecho y Cielo en que le dieron palma” (IX, XXXI–XXXII, vv. 5033–5048)
mas no olvida, no obstante, la perfidia del falso amor y engañoso proyecto familiar que constituyó el
amor de esa “dama que entre yelo y nieve / en el Septentrión crió Süecia” (IX, XXXIV, vv. 5057–
5058) por cuanto lo abandona “por quien yo jamás pensara / que en su lealtad acogimiento hallara”
(IX, XXXVI, 5079–5080).
Con lo cual la prehistoria de los buenos conversos se dirime en la tensión resultante de la
oposición de buenas y malas ligazones afectivas. Pues si el sino de Hawkins padre es el que transmite
la sinrazón de la venganza al hijo y Claudia la infiel es quien torsiona la débil espiritualidad de
Guillermo a punto tal que el se rememora como “su cómplice y soldado / de amor y de Lutero la
divisa” (IX, XXXV, vv. 5069–5070), el matrimonio del hijo de Hawking resulta enaltecido por la
valorización que le confiere a este sacramento la esposa en sus quejas al tiempo que, en el caso de
Guillermo, todo se concentra en el olvidado ejemplo “del santo hermano que la luna pisa / de la palma
de mártir adornado” (IX, XXXV, vv. 5066–5067).
Frente a estos buenos conversos Amador y Ojeda son vistos como células infectas de un tejido
social que, sugestivamente, puede ser repuesto por el lector en función del aislamiento y
desvinculación previa con las que resultan pintados. El infiel, susurra el poema, no tuvo familia ni la
formará. Y ello explica que en sus delineados prime la voz del narrador antes que las fluctuantes
interlocuciones de familiares o amigos. Dado que el traidor –a diferencia del futuro buen converso que
resulta cantado como readmisible– debería carecer de voz propia pues imperial también es el uso del
lenguaje, diferencia que no se le negará a los noveles fieles. Lo cual explica por qué, en los traidores,
todo se resuelve, en la gran mayoría de las ocasiones en que intervienen, desde la mirada superior,
cuasi divina, de un poeta aedo que sabiamente discrimina fieles de infieles20.
Que una sincera religación familiar y espiritual sea lo que orienta la primera variable
constructiva de los fieles y de los conversos a admitir en la propia grey se ejemplifica, por la negativa,
en los bosquejos tendenciosos que orientan los trazos en fuga sobre Amador y Ojeda.
En el caso de Andrés Amador esto comienza con el sencillo empleo de una diferencia racial
estereotipada (“Un mulato”) que resulta certificada en tanto y en cuanto el traidor descripto no aplica a
las condiciones excepcionales de “algunos que hay de su color honrados”, se prolonga en la ironía
escandalosa de la falsedad nominal, sugiriendo que entre los infieles el lenguaje se ha desligado de los
individuos nombrados (“este, que Andrés, gran Príncipe, se nombra, / y Amador, aunque ingrato, se
apellida”) y culmina, como no podía ser de otro modo, con la condensación vital de su individualidad
como figura del beato hipócrita, ese enemigo que imposta, continuamente, morar en la ortodoxia
religiosa pero que, agazapado, en las márgenes y resquicios que cree propicios, desnaturaliza ese modo
de ser virtuoso que le place representar para engañar a los otros:

20
En la baja figura de Andrés Amador la posibilidad de expresar el propio punto de vista es diametralmente negada. En el
caso de Ojeda, en cambio, quizás para incrementar la malicia y lo artero de la traición ideada, se constata el recupero de
discursos en los cuales el traidor español labra, con sus dichos, lo que debería orientar la ejemplar condena del público para
con su figura.
16

“De cuentas gruesas un rosario al cuello


Trae por banda el Olfos de Etiopía
–no se quién fía un átomo o cabello
De hipocresía o santidad impropia–.
Con muestras de rezar o de ofrecello
Por el remedio de su gente propia
Pasaba el oloroso calambuco
Sino era acaso de Escariot saúco.

Hombre que va rezando por la calle


Con reverencias a cualquier distancia;
Hombre de risa falsa, con mal talle,
Que huye en falta y sirve en abundancia,
Dicen que hablalle bien y no fialle
Es de su cambio la mejor ganancia.
Pasose Andrés al Draque en acabando
El rosario que véis que va rezando” (IV, LXXII–LXXIII, vv. 2449–2464)
Resulta, asimismo, de interés que Lope retome la caracterización de Andrés Amador como
encarnación del mal ejemplo en el propio bando puesto que esta potencialidad no sólo connota aún
más negativamente al traidor e impone, socialmente, la urgencia de su detección, sino también porque
cohesiona argumentalmente La Dragontea sugiriendo un rosario de negatividades que se suceden. De
donde, en consecuencia, la potencialidad tumoral del enemigo interno a individualizar:
“Guiólos el traidor mulato haciendo
Contra su mismo rey cosas que admiran,
Que estrella tan ñublada no podía
Sino a gente sin Dios servir de guía.” (V, VI, 2529–2536)
El traidor es, oximorónicamente, un resplandor caliginoso, luz de menor cuantía que se intuye
entre nubes y que contrasta, claramente, con la luminosidad propia del fiel, metaforía que se cohesiona,
ulteriormente, en la presentación de Alberto de Ojeda, segundo secuaz de Drake:
“También por imitar su engaño fiero
Otro, Alberto de Ojeda, el brazo ensaya,
Que con años setenta fue tan ciego
Que al Draque se pasó contra don Diego.

Y como dañe tanto el mal consejo


Del que es ladrón de casa ejercitado,
Más que si por los años diera el viejo
Otros tantos soldados fue estimado.
Mirándose el inglés en este espejo,
De todos los peligros avisado,
Tan de veras le amó que en esta empresa
Le dio lugar en su consejo y mesa” (V, VII–VIII, vv. 2541–2552)
Ojeda, como sugieren las octavas, es quien “ciego” resulta guiado por “estrella tan ñublada”.
Como el mulato también carece de lazos de amor o amistad con el propio entorno –refracción que
hermana la hipocresía e insinceridad del supuesto interés “Por el remedio de su gente propia” con la
preferencia desviada del viejo que suscita el amor del invasor– aunque lo que realmente es
significativo a su respecto es el plus diferenciador que se le adosa para tornar verosímil la traición de
quien, por su nacionalidad, raza, religión, años y condiciones ciudadanas debería resultar percibido
como incontrovertible ante los embates del enemigo:
“Cantero fue el autor de esta cantera
17

Que de San Juan de Lúa había venido,


Donde el mayor del edificio era,
Y que al Nombre de Dios vino perdido.
Quejábase del César que pudiera
Haber remunerado y conocido
Sus servicios y gastos, que esta queja
Contento al noble con tenerla deja” (V, IX, vv. 2553–2560).
No es un guiño menor la causal mentada y mucho menos aún que quien la pergeñe sea el
obsesionado Lope de Vega siempre preocupado por las justas y anheladas retribuciones que los
poderosos deberían propinarle. Ojeda –según lo testimonia la Relación de lo sucedido en la venida de
la armada inglesa– habría sido un “arquitecto que tuvo a su cargo las obras de la fuerza de San Juan de
Lúa, que se fue con el inglés, y dicen que comía con Draque y era muy su amigo” 21. Punto respecto del
cual vale la indicación de cómo, ante la ausencia de motivaciones que orienten las afinidades electivas
finales, el Fénix se las ingenia para reorientar, en beneficio propio, el antecedente.
Pues Ojeda servirá para naturalizar, a nivel argumental, que algún fiel católico pudo no hesitar
y mudar de bando, mas también para coaccionar, a nivel comunicativo, al dedicatario. Pues podría
haberse conjeturado que la evocación de tal paso histórico podría resultar inapropiado para el labrado
del testimonio en proceso que el canto épico tributaría –al menos en términos de cohesión ideológica–,
pero resulta en un todo oportuno para que el acto de celebrar la gesta imperial condicione, de
antemano, una retribución del poderoso para con quien su voz y pluma se aplica.
La emulación, con todo, no es lo único que fusiona a los dos traidores, puesto que si en esta
coordenada puede pensarse que Andrés Amador es quien funge de modelo viciado para el desastrado
anciano Ojeda, importa enfatizar cómo uno y otro son también dos concreciones diversas del mismo
delito de traición. Dado que si Amador encarna la praxis oculta de quien delinque contra los propios
desde el mismo territorio, Ojeda habrá de ser aquél que, traspasando la frontera comunitaria, se
extranjeriza por la misma insumisión a la ley pretérita que lo regía: Felipe II y la religión católica. Y
por eso no desentona que el que persiste en el mismo confín de los españoles –Amador– resulte
recuperado en escenas ulteriores como guía artero de la comarca hispánica a las tropas invasoras y que,
en cambio, la potestad de decir mal contra el Imperio lo asista a Ojeda en su calidad de consejero
extranjero del pirata Draque:
“Setenta hombre no más, don Diego tiene
Sin armas, sin cabeza y sin milicia,
Y, si de Panamá socorro viene,
Más saben que de guerra de codicia.
Es gente que del trato se entretiene
La Audiencia, de gobierno y de justicia;
Y con Mercurio y Júpiter no hay parte
Que más se aleje de Belona y Marte” (IX, III, vv.4809–4816)
Sugestivamente equívocas son las lacras que el traidor Ojeda aplica a su presentación de las
tropas defensivas de la colonia hispana. No sólo porque enfatiza la noción de desgobierno –temática
que, al fin de cuentas, también sería plenamente propicia para significar los propios actos de traición–
sino también porque insiste en uno de los achaques más reiteradas de la eventual evangelización
hispana en el Nuevo Mundo: la codicia rectora y la razón económica como única variable reguladora
de las peores crueldades. E interesa porque la maestría lírica de Lope transforma lo que bien podría ser
una censura al ejercicio conquistador metropolitano en mera proyección delirante de un senil consejero
que, solapadamente, lisonjea a Drake con los potenciales dividendos que se seguirían de sus acciones
para ocultar, al fin de cuentas, su más prístino interés: la riqueza.
21
Relación de lo sucedido en la venida de la armada inglesa, general el capitán Francisco, al Reino de Tierra Firme y
puerto del Nombre de Dios, desde que Su Majestad invió aviso de que en Inglaterra Se armaba para las Indias y que se
estuviese con cuidado y prevención, RAH, M.S. Colección Salazar N–9, fols. 154–161.
18

“„No dudes de gozar tanta riqueza


Como de Panamá te ofrece el hado,
Que a su triunfo tus pasos endereza
Por Chagre, desde el Támesis helado‟
Draque con bajos ojos y cabeza
Oye al traidor, que la razón de estado
Ha puesto en la lisonja que se usa
De donde viene a ser razón confusa” (IX, V, vv. 4825–4832)
Que el rédito mercantil y el expolio de las riquezas nativas –cuya legitimidad en manos del
conquistador hispano Lope jamás problematiza– se expresen con toda claridad en la figura del español
que cambió de bando es un detalle que trasciende la anecdótica anatemización del desertor de las
propias filas pues es claro término del segundo eje polar que reticula la dicotomía fidelidad/infidelidad.
En efecto, un segundo detalle que hermanaba al hijo de Hawkins y al inglés Guillermo era el
reconocimiento compartido por ambos, en secuencias previas a la conversión, del sentimiento del
honor. Lo cual equivale a decir que los verdaderos fieles católicos –como aquellos que a su gremio se
allegan– son aquellos que se ven regidos por la dinámica propia de la honra y el percipi comunitario en
tanto que, como bien lo demuestran el hipócrita Andrés Amador y Alberto de Ojeda, infieles serían
aquellos que sucumbieron al pecado de avaricia y a la razón moderna de un mercantilismo sin
escrúpulos y límites como los que, aparentemente, se pretende sugerir que orientan el accionar de los
legítimos colonizadores de América.
¿O acaso no es ese el sentido de la estrategia de atenuación que el mismo Ojeda emplea para
minorizar, ante Drake, la preexistencia de los colonos en Panamá? ¿No es evidente la tensión entre el
señalamiento de que los españoles se aplican al trato con los nativos y que lo que a él se le ofrece, en
cambio, es la ocasión de una riqueza sin límites ni necesario reconocimiento del otro? ¿No es
llamativo, también, que la práctica de la guerra sólo la sindique como variable caracterizadora de la
presencia inglesa en esos confines y que, en cambio, nada recupere de los acontecimientos que en sus
largos años él debería haber compartido como integrante jerarquizado de una fuerza colonial?

–VII–
Si el universo de los conversos en La Dragontea, aquellos que se reorientan hacia la ortodoxia
loable y los otros que se aplican al indeseable desvío del Ser hacia la Nada, resulta ordenado por leyes
compositivas, en términos estéticos y argumentales, que naturalizan el maravilloso triunfo de la
Providencia católica a su respecto o la censurable consustanciación con el mal de aquellos que optan
por dar sus espaldas al verdadero Dios, no menos trabajoso y arduo demuestra haber sido la
edificación del triunfante contingente de los fieles. Aquellos cuya única felicidad y razón de ser
parecería ser haber comprendido a la perfección la dicha y las condiciones de tal pertenencia.
Que el delineado de esta pléyade varia y aleatoria, que el lector debería presuponer mayor
cuantitativamente y mejor cualitativamente, no se decante por el sendero obvio de las preeminencias
que enaltecerían, de antemano, a los recuperados del olvido cronístico, es gesto singular de la empresa
épica de Lope pues si bien es evidente que relativiza el tenor mayestático que cabría haberle conferido
a quien supuestamente encargó su escritura –Suárez de Amaya–, ello no obsta a que se indague por
qué, al fin de cuentas, esta atenuación del protagonista o ensalzamiento opacado se traslada,
claramente, a quienes de antemano serían vistos como insignificantes. O, dicho de otro modo, ¿por qué
el crisol de la mayor fidelidad se estructura no en los representantes del Imperio sino en sus anónimos
súbditos?
Creo no equivocarme si reputo que en eje afín al tópico de la maravilla de las Indias esté
operando la expectativa estilística de un goce mayor entre los lectores por el triunfo inaudito e
inesperable del vencimiento de quienes, previamente, serían los desangelados de las escenas narradas.
Torsión que apuntala la epicidad del canto al postular que si lo propio de un militar o funcionario es la
19

compenetración con la razón imperial, y, en consecuencia, defender y bregar por España y la religión
católica, no puede naturalizarse en los menores, aquellos que sustantivamente no han sido pensados
como distintos o figuras de destaque de la propia colectividad, prácticas y acciones de combate que
sugieran, maravillosamente, un confín de hermanos en la fe.
La Dragontea ha enfatizado en numerosos pasajes la noción de asimetría en términos militares.
Diferencia que catapulta el triunfo de los españoles ante Drake a la dimensión parabólica del
vencimiento de David a Goliat. Pero esta variable beligerante, con todo, carece de sorpresa, porque
propio del universo de la guerra es que, con independencia de los pertrechos y hombres que se
disponen en cada bando, resulte perfectamente posible que el triunfo de todo combate no sea una
simple ecuación lógica que insista en la necesaria correspondencia de la victoria con los mayores
bienes disponibles para el combate.
Importa, en cambio, que Lope incursione en otras focalizaciones del diferendo bélico porque a
los fines propagandísticos de la propia religión lo que cuenta no es la supremacía cuantitativa de fieles
sino, antes bien, la maravilla cualitativa de todos y cada uno de ellos. Puesto que si la ley de la fuerza
no siempre corona los vencimientos anhelados, otro, muy otro, inexorable e ineludible, es el triunfo del
espíritu de esos católicos que por doquier y por ser tales están siempre dispuestos a inmolarse en
gestos que pontifiquen, en última instancia, que la fidelidad hermana, que la fe iguala y que señorea la
confianza en un verdadero Dios que los ampara por igual a todos.
Criterio que explica, en definitiva, por qué en La Dragontea la fidelidad se vuelve legible, en
toda su extensión, con todas sus implicancias, y a diferencia de los guerreros que realizan su esencia en
combate, en aquellos que sólo tienen la propia vida y no dudan en ponerla en riesgo por un bien
superior. Pues para leer qué sea la fidelidad es menester adentrarse, cual perversos voyeurs, en todas
las situaciones extremas que la imaginación lopesca desgrana en materia de tormentos, vejaciones y
humillaciones físicas infinitas de los lugareños de Nombre de Dios. Enaltecidos hombres y mujeres
que comprenden la inminencia de la propia muerte y, ni aún así, privados de toda libertad u horizonte
de subsistencia, se avienen a considerar la posibilidad de traicionar a los suyos, de desdecirse del
propio credo, de envilecerse.
Se advierte, no obstante, que hay una decisión estratégica en este posicionamiento de los
colonos cual mártires de la religión católica dado que Lope parece recordar que si el proyecto
evangélico de la conquista pudo resultar censurado so pretexto de que los nativos resultaban
martirizados y que, para lograr sus nobles cometidos, además, habían recurrido al tráfico de esclavos,
aquí, con claridad, instala que los verdaderos sufrientes son los propios transterrados. Ya que, en lo
que a las alteridades tuteladas respecta, nuestro comediógrafo se reserva una torsión aún más
magistral. Pues, créase o no, signo de fidelidad extrema serán también los cimarrones de Puerto
Príncipe, esclavos que se habían rebelado del dominio primigenio que le impusieron sus amos
españoles y que, en el contexto de las acciones militares entre ingleses y españoles, ya han aprendido a
cohabitar con estos últimos y, por ende, coadyuvarán valientemente en la defensa del confín colonial 22.
Con lo cual advertimos que si para decir el universo de los conversos –buenos y malos–, la
escritura diseñaba una combinación de constantes y diferencias que fundaban el en sí de nuevos fieles
e infieles, en el caso de aquellos que se mantienen incólumes en sus creencias el dispositivo narrativo
habrá de ser doble e igualmente arriesgado. La homologación ideológicamente trasgresora de que
creyentes de la primera hora pueden ser equiparados, en términos de fidelidad, a insumisos esclavos
que ejemplifican el beneficio de la conquista y la evangelización. Punto llamativo si lo hay pues
habilita la consideración de que esto resulte posible porque, quizás, al fin de cuentas, un fiel no sea
otra cosa que el individuo que, gustoso, se aviene a la esclavitud de una creencia.

22
Un brillante análisis sobre la dimensión histórica del episodio de los cimarrones al igual que un lúcido señalamiento de
las implicancias ideológicas de tal protagonismo puede leerse en Sánchez Jiménez, Antonio, “Raza, identidad y rebelión en
los confines del Imperio hispánico: Los cimarrones de Santiago del Príncipe y La Dragontea (1598) de Lope de Vega”,
Hispanic Review, 2007, pp. 113–133.
20

La isotopía de los fieles se desgrana entre los cantos IV y VII puesto que preludian, en cierta
medida, el combate final de los últimos cantos, verdadera coda veridictiva en que la religión católica se
sobrepone con fe, solidaridad, denuedo e inteligencia al número mayor de los invasores anglicanos. Y
esto se explica, entre otras razones, porque los tormentos a los fieles y la coacción a los cimarrones
obran aplazamientos que dicen las condiciones de posibilidad del vencimiento final. Circunstancia por
la cual no es exagerado sostener que el mérito de tales sacrificios al igual que el riesgo de las
convicciones expresadas obtiene una confirmación retrospectiva en el mismo desenlace de la
composición. Enfrentar la muerte y el temor de las controversias tuvo su razón de ser pues en ese
tiempo perdido, ante lo que habría sido un golpe mortal y decisivo, se jugó la posibilidad de que las
fuerzas defensivas, con todas sus limitaciones, tuviesen una organización efectiva de cara al logro
final.
Ahora bien, como fácilmente comprendería Lope, la fidelidad es, ante todo, una disposición
anímica y no un objeto en sí mismo. Se es, en todo caso, fiel a algo. Y ello es lo que explica por qué,
justamente, la primera secuencia de tortura –Canto IV– no se ejecuta sobre españoles sino en ingleses
por cuanto como bien lo explica Sánchez Jiménez al anotar un juego verbal de una de las octavas, a
Lope le interesa también sostener que “como protestantes los ingleses rechazan el sacramento de la
confesión pero no se muestran remisos a confesar lo que se les pregunta en el patíbulo bajo tortura”:
“Al tormento confiesan los que tienen
Tan gran odio, señor, al confesarse
Que de Plémua con el Draque vienen,
Queriendo por su mal adelantarse;
Que los demás entonces se detienen,
Como los que pretenden ensayarse
En Canaria y su puerto e islas,
Donde el ensayo con obras se responde” (IV, XV, vv. 1993–2000)
La tortura, como bien se advierte, no resulta puesta en entredicho ya que su práctica se ve
legitimada en la evocación memoriosa por la evidencia de que, en términos de estrategia militar, ofrece
información valiosa sobre posicionamientos y tránsitos del enemigo en constante asedio de quienes
sólo defenderían lo propio. Y tampoco se explaya, cuando son los españoles los torturadores, sobre
mayores detalles del tipo de vejámenes que se han empleado. Este reparo, no obstante, se abandona de
cuajo cuando se inicia la serie de los tormentos padecidos en las propias filas de civiles y puede
advertirse, con claridad, como una calculada gradación en ascenso y otra en descenso se combinan.
En efecto, si se atiende al tipo de sujeto que resulta martirizado y a las motivaciones que
orientan el tormento, puede decirse que la secuela de padecimientos en confines hispánicos comienza
por el caso más notorio, el de la mujer heroína que protege al marido enfermo, al anciano padre y a sus
dos criaturas de los vejámenes que las tropas de Drake acometen guiados por la codicia y un afán de
lucro bien explícito. Desde esta atalaya en que el sujeto y la motivación se unen para marcar el escaño
más grave del recurso el texto irá desgranando caso tras caso hasta que se llegue, finalmente, al
martirio de Cano, varón que enfrenta la muerte por cuanto comprende, cabalmente, que si habla su
comunidad estará perdida. Cano, como varón adulto, podría ser el sujeto en quien mejor se naturalizara
la aplicación del tormento, razón por la cual el eje se revela decreciente. Cano, asimismo, es
plenamente consciente de que lo que buscan sus captores no es el vil metal sino algo mucho más
valioso: información.
Pero si en cambio se atiende a la pormenorizada descripción de las prácticas ultrajantes la
progresión de casos se revelará ascensional. La madre heroína, por caso, se muestra bien capaz de
convencer y disuadir a los soldados enemigos. Padece la coacción de los golpes a sus criaturas pero,
con todo, puede calibrar los medios necesarios para que, presentada la oportunidad, obre la liberación
de la familia y habilite su éxodo.
Esto, en el otro extremo de la serie polar, será imposible ya que la voz poética despliega, en
detalle, la aplicación del garrote como tormento y desgrana, verso tras verso, el escándalo de cómo se
21

puede conducir hasta la muerte a un inocente que, inflamado de patriotismo, prefiere el mutismo y los
sucesivos y crecientes padecimientos antes que la eventualidad de tener que aceptar que su vida
pudiese haber sido más importante que la del resto de la comunidad, particularmente los soldados que
se están preparando para expulsar al invasor. Cano comprende en todo momento que no habrá
negociación posible y que la muerte, al fin de cuentas, es la liberación más gloriosa que tiene a su
alcance.
La mujer heroína –con independencia de su condición femenina– es construida desde el inicio
como una suerte de emblema viviente del valor español, y estará dotada –como se verá– de una
capacidad discursiva harto llamativa para figura de simpleza evidente. Y esta inadecuación del
verosímil lo que permite sugerir es que, posiblemente, el sino de la mísera española como pórtico de
las penurias de la guerra se encuentre imbuido de lo que bien podría tipificarse como una alegoría
encarnada del valor que se desea predicar como propio.
“Llegaron a una choza los ingleses
Hecha de las reliquias de las mieses.

En ella estaba una mujer hermosa,


Con el valor de España por espejo
De su indispuesto esposo recelosa,
Y de la vida de su padre viejo.
(…)
La mísera española, enternecida,
Entre el enfermo esposo y viejo padre,
Mira la furia bárbara encendida,
Sin ver remedio que a impedirla cuadre,
Y, a dos hijuelos tiernamente asida,
De que era apenas medio lustro madre,
Los apretó con un abrazó estrecho,
Pensándolos guardar dentro del pecho.

Llegan furiosos a buscalle el oro,


Con las desnudas puntas señalando
El pecho donde estaba su tesoro
En dos tan tiernos ángeles llorando.
Como están al furor del Euro o Coro
Las hojas de los álamos temblando,
Ansí temblando en yelo, están deshechos
Cabellos, manos, pies, niños y pechos” (V, XLVI–L, vv. 2855–2888)
La “mísera española” se encuentra ante situación inimaginable para simple mujer cuya
existencia se ordena por el ciclo de cosechas en que la familia se aplica y como resulta evidente que los
varones del hogar pueden ser fácilmente reducidos en su voluntad de defensa el canto llega al infausto
trance en que ella resultará coaccionada no con su propia vida sino con la de sus hijos. Primero les han
apuntado con las “desnudas puntas” de sus armas, luego, cuando el hallazgo de oro y plata se les
dificulta,
“Para buscar las joyas inclementes
Como de Herodes los ministros duros,
Arrojan los muchachos inocentes
De los pechos que tienen por seguros;
Descúbranse las dos hermosas fuentes
Vertiendo perlas y cristales puros
Con sola aquella joya de gran fama
Que el pecho honesto en la mujer se llama” (V, LIII, vv. 2905–2912)
22

La mujer española toma la palabra y eslabona un bien trabado argumento. En primer lugar
desnaturalizará las riquezas que los ingleses buscan pues el oro, plata y perlas que persiguen serán los
referentes metafóricos con que oculte al marido llamándolo hermano, las sienes del anciano padre y
sus llorados hijos. Ardid con el cual se sugiere la tesis de que para un verdadero creyente no hay mayor
riqueza que la propia familia, siendo lo propio del extranjero infiel la alteración de jerarquías humanas
en beneficio del vil metal.
Y a ello le agrega, como prenda de unión, la invocación de la “Reina del Cielo, que bendita /
han de llamar por fuerza las naciones” (V, LVIII, vv. 2945–2946). Ella no busca otra cosa que le sea
conferida la oportunidad de criar a sus hijos y por ello mismo les sugiere, en contexto sacralizado por
la intercesión metafísica, que se avengan de buen grado al mayor vencimiento, el que se obtiene de
haberse permitido hacer el bien. Objetivo que –como es de esperar– se concreta en la alternativa
suplicada de poder desarrollar, sin alteraciones, la propia familia:
“Vencidos quedaréis mas victoriosos
Creciendo vuestra gloria la voz mía.
Mirad lo que os obliga a tal victoria:
Dios, niño, viejo, hermano, madre y gloria” (V, LX, vv. 2965–2968).
Los soldados ingleses se dividen. La mitad de ellos seguirá asediando la comarca en busca de
riquezas en tanto que el resto aceptará el pacto materno a condición de ser alimentados. Escena gracias
a la cual los captores sucumben a una borrachera que los adormece y que permite, ulteriormente, la
fuga del clan familiar:
“La dama sale y, como lleva el oso
Por los campos de Misia las colmenas,
Cargada de sus hijos va a su esposo,
No de olvido de sus largas penas.
Desliga al viejo padre temeroso,
Volviendo sangre las heladas venas,
Y de común consejo los tres luego
A la casa de paja ponen fuego” (V, LXXIII, vv. 3065–3072)
El saqueo prosigue en “la choza de un mísero tendero” que, al no haberse animado a
desamparar su posesión, expone a su “mujer e hijuelos” al padecimiento compartido. Todo, en la
propiedad asolada, parece confirmar la pobreza alegada por el aterrado propietario mas el hallazgo de
un manojo de llaves termina autorizando la presunción de una mentira y la inexcusable aplicación de
torturas para que lo que no se tiene se confiese:
“Negaba el desdichado, pero en vano,
Aunque su oficio y tienda les decía,
Que, desnudo, al furor del luterano
Mostraba la inocencia que tenía.
Pretina, cuerda, vara, soga y mano,
Le labraron las carnes de ataujía
De suerte que al salir de las veredas
Quedó, como salmón, partido a ruedas” (V, LXXXVIII, vv. 3105–3112)
Las carnes del tendero terminarán figurando, metafóricamente, la labor de ataujía propia de los
moriscos, con lo cual la voz poética certifica que esa carne martirizada, surcada de heridas y llagas, es
el verdadero tesoro de los que padecen. No otro oro y plata hay en la escena del padecimiento que esa
corporeidad sojuzgada por el “furor del luterano” cuyo error doctrinal –se sugiere– es el que determina
la incapacidad valorativa que se sigue del símil sólo legible y apreciado por los fieles.
Un sacristán medroso y amancebado podría ser la víctima subsiguiente mas la condición
grotesca y censurable de este tipo –verdadera figura negativa de los teatros medievales y áureos– es lo
23

que determina que el castigo a la inobservancia del voto de castidad se traslade no sobre su persona
sino, antes bien, sobre la ocasión de su trasgresión:
“Éste la desnudó lo que le había
La piedad del primero concedido,
De suerte que la triste parecía
La compañera del primer marido.
Volviendo el sacristán como solía,
Halló del Templo el velo dividido,
Robados los altares de su pecho
Y la pila del agua sin provecho” (V, LXXXI, vv. 3129–3136)
La descripción de la violación de la esposa del sacristán se ve atravesada, toda ella, de
correspondencias religiosas. El cuerpo de la esposa, abusado por los ingleses, es como la Iglesia
profanada previamente en el saqueo. Pero –como resulta previsible– la gravedad del hecho no impone
un enaltecimiento de la víctima por cuanto, en sintonía con la animadversión lectora de estas figuras,
Lope diseñará una coda en la cual el ultraje padecido resulta, ridículamente, infravalorado por la
misma víctima ante la sola eventualidad de que sus violadores capturen, para futuros y semejantes
menesteres, a una “negra” que cumplía tareas domésticas en casa del sacristán.
“„Esta‟ –les dijo– „que mi afrenta ayuda,
Cuyas manos me sirven, guisan, lavan,
Por las llagas de Cristo eterno y fuerte,
Que no me la llevéis, o me deis muerte‟” (V, LXXXIII, vv. 3149–3152)
La virulencia del pasaje es notoria y es muy posible que el contrapunto tragicómico sea, a las
claras, lo que autorice, estéticamente, el ultraje de un cuerpo femenino potencialmente sacralizado por
lo que podría pensarse como un vínculo matrimonial espurio. Muy otro, por cierto, habría sido el
efecto si la esposa vencida por anónimos soldados hubiese sido la “mísera española”. Aquella, no hay
duda sobre el punto, es una “dama”. Y es el diverso ejercicio de la palabra lo que también enaltece a la
primera y envilece a la última. Pues si la primera es emblema de la España que se desea, la última
opera como contrafactum degradado, en sintonía con los valores de la leyenda negra: carece de
valores, ha hecho del Nuevo Mundo un territorio expoliado y su único interés por el otro esclavizado
se orienta al propio beneficio. Alega, muy hipócrita y oportunamente, las “llagas de Cristo eterno y
fuerte” pero envilece el don sagrado de la vida a condiciones en un todo impropias.
A lo cual cabe agregar, además, que el hito de la mujer violada obra dos lindes bien claros. En
primer término, y a nivel argumental, el de la culminación de lo que hoy día podríamos llamar “daños
colaterales” de los procesos beligerantes. Entre la familia labradora y los consortes amancebados se
concentran, figurativamente, diversos representantes de los lugareños que padecen, sin ningún tipo de
preaviso ni conciencia del litigio en que están inmersos, los flagelos de la guerra. En tanto que, en
segunda instancia, sirve también, a nivel simbólico, para sugerir un más allá proscrito. Ya que al
mostrar la violencia en un cuerpo femenino envilecido se sugiere en la consideración lectora la
eventualidad de aquello que quedará cautamente fuera de foco: la alteración sustantiva del sagrario de
la honra usualmente cifrado en la virginidad de las mujeres de toda familia.
Todas estas víctimas, además, son buenos fieles, incluso, aunque suene irónico, nuestra última
manceba que claramente invoca el nombre de Dios en vano. Circunstancia que, no obstante, impone la
hipótesis de que la fidelidad se diga con prescindencia de las inobservancias vitales de cada cual. Vía
que ilumina la tesis de que la fidelidad puede ser una disposición anímica pero resulta condicionada en
cada enclave por las características del objeto al que se aplica. Pues el dilema de la fidelidad en La
Dragontea no se limita a la auscultación de las disposiciones anímicas de los súbditos ultramarinos
sino, antes bien, al aserto de que el dogma –de uno y otro lado del Atlántico– es uno solo. La lacra de
un sacristán amancebado –bien lo sabía Lope– no impactaba sobre la religión en sí misma sino sobre
los individuos que participaban institucionalmente de ella.
24

Por ello resulta muy evidente cómo todas las octavas que a los tormentos se consagran no
olvidan sugerir –por la caracterización de los dichos de las mismas víctimas o por la siempre propicia
aclaración de la voz poética– el diferendo confesional. Y en todos estos casos, huelga insistir, nada
permite colegir que el sufrimiento los induzca a desregularse, a sujetarse a otro credo, a considerar la
alternativa de que, al fin de cuentas, la vida y la salvación se obtenga en el anglicanismo.

–IX–
La serie de los mártires hispanos culmina con los tormentos aplicados al arriero Cano “valeroso
viejo español” que a diferencia de los restantes es plenamente consciente de la situación en que se
encuentra. Está al tanto de la beligerancia reinante y no se le escapa que su aprisionamiento obedece al
anhelo pirata de obtener la primicia de un sendero no oficial que favorezca sus operaciones guerreras y
de saqueo.
“Viéndole firme, a un capitán le entrega
Que, con palabras blandas y feroces,
A un tiempo mismo le amenaza y ruega,
Mas era como dar al viento voces.
Que no sabe las sendas jura y niega,
Y a los tormentos se apercibe atroces,
Fijan un palo, a ver si de esta suerte
Cantaba como cisne con la muerte.

Atan al viejo noble, y en el cuello,


Ponen la cuerda, y tuercen el garrote
Y aunque los ve coléricos torcello,
No hay cosa que le mueva y alborote.
„Confiesa‟ –dice, asiéndole el cabello
Y el viejo, haciendo al cielo sacerdote,
Sus culpas y pecados le decía,
Pero no las veredas que sabía” (VII, XIX–XX, vv. 3849–3864)
Las coacciones descriptas iluminan con claridad la habituación del captor a tales prácticas.
Sabe cuando emplear palabras y cuando pasar a los hechos. Comprende, a su vez, la calculada
combinación de técnicas de amedrentamiento o de cooptación de la víctima. Mas el diseño estético de
esta verdadera fortaleza de ortodoxia nacional y teológica impone un desvío nunca previsto, la
posibilidad de que –como se nos refiere– la mente del sometido esté siempre un paso delante de la
contingencia angustiosa en que el captor lo tiene. Cano –Lope lo canta– no barrunta las respuestas
urgidas ni pierde su tiempo en considerar alternativas disuasorias que no podría aprovechar. Se aplica,
como buen cristiano, a la confesión de sus pecados. A Cano no le importa morir sino que le preocupa
hacerlo sin confesión.
Ergo, es la certeza de que no podría hallarse ejemplo más logrado de compenetración
confesional en términos de fidelidad dogmática lo que mueve al cantor aedo de la gesta a interpelar a
los lectores. Es oportuno advertir al público que
“A nadie le parezca barbarismo
Querer morir así Francisco Cano,
Pues fue morir por Dios su intento mismo,
Librando tantas almas de un tirano” (VII, XXI, vv. 3865–3868)
Y si algo faltara a esta ejemplar vida dispuesta al sacrificio, Lope le adosa el virulento recurso
dramático de que “entre dientes”, cumplidas sus obligaciones de creyente, Cano despliega el más
logrado discurso sobre la interpenetración de lo nacional y lo confesional en sus actitudes.
25

“„Señor, si yo confieso este camino,


Segura en Panamá pongo esta gente,
Donde el inglés furor y desatino,
Vertiendo sangre triste e inocente,
Profanara los templos y el divino
Sagrario santo en que vivís presente
Como en el Cielo, haciendo excesos tantos
En reliquias e imágenes de santos.

¿Ha de poner la mano rigurosa,


Sacrílega y cruel en vuestra Madre?
¿En aquella purísima y hermosa
Que os tuvo por su Hijo, Esposo y Padre?
¿Seré total rüina lastimosa,
Porque la vida mísera me cuadre,
De todo aqueste reino, siendo un hombre
De muchos años y de poco nombre?

Sirvo a Filipo, rey y señor mío;


Conservo un reino a costa de una vida,
En cuya sin igual piedad confío
Que la tendrá del alma en la partida‟
En este tiempo el draconario impío
La cuerda aprieta, al cuello flaco asida,
Que, viéndole sacar toda la lengua,
Vio su lealtad y conoció su mengua.

Volviendo el Coronel a donde estaba


El valiente español semidifunto,
Creyó que las veredas ignoraba,
Por verle reducido al postrer punto.
Mandole desatar cuando expiraba,
Y un irlandés católico que junto
Estaba al palo, le volvió la vida
Ya casi de los miembros desasida” (VII, XXII–XXV, vv. 3873–3904)
Todo, por cierto, engalana lo que Cano intuyó como su postrer parlamento. Expresa con
claridad la disyuntiva en la que ha sido apresado, comprende, acabadamente, los riesgos de hablar para
sí y para terceros. Religión y realeza hispánica signan sus últimos minutos y es en ese instante
definitivo en que el arriero accede a su verdad más profunda, la conciencia de la limitación y el
recupero evidente de otras jerarquías que lo trascienden. Y es en ese poder pensar la propia muerte
como paga simbólica justa para un bien mayor en donde se juega la necesidad de su postrera salvación
cuando todo parece perdido. Cano se sobrepone al suplicio que habría sido definitivo porque un
“irlandés católico” lo asiste in extremis mas ello no debe distorsionar la crueldad de la escena en la
cual el mejor fiel logra brillar triunfante, aún en la defección corpórea, porque confía, aún mísero e
ínfimo como se sabe, en la intercesión oportuna del vicario de Cristo en España.
Ya que como lo ensalza la coda consagrada a ilustres precedentes de mártires por la propia
patria, el “fuerte Cano” no debe olvidar que “aunque hombre bajo y de tan bajo oficio, / se preciarán de
tu valor cristiano”.

–X–
26

Si la tortura escribe la fidelidad de los españoles en el propio cuerpo, todos ellos reducidos a
una materialidad que resuma ortodoxia, quizás porque se desea dar a entender que la Ley ha devenido
carne en los fieles, muy otro es el territorio en el cual la adhesión de los negros de Santiago de Príncipe
a los valores imperiales y religiosos se expresará. En efecto La Dragontea ha explicitado tanto su
condición originaria de esclavos cuanto su ulterior estatuto de rebeldes libertos que cohabitan en paz
con las fuerzas hispánica y ello es lo que condiciona que la prueba no se inscriba en la consabida
materialidad del otrora sojuzgado por la fuerza sino, antes bien, en su espiritualidad, en su discurso.
El cuadro “exótico” comienza con la presentación de un líder guerrero –“Yalonga”– y se
combina con la aclaración subsiguiente de que el enclave de cuarenta negros ha sabido autoasignarse,
muy sugestivamente, un monarca –“don Luis de Mazambique”– “que a la guerra y paz su ingenio”
(VI, XVI, v. 3298) consagra. El distingo de esto dos referentes comunitarios no es ocioso y resulta
enfatizado desde la introducción misma de sus figuras.
Del negro “Yalonga” se enfatizará que “en obras y razones / como si natural fuera de Europa”
(VI, XV, v. 3295) destaca en los “asaltos a la inglesa tropa” (VI, XV, v. 3296) en tanto que, llegado el
turno de don Luis de Mazambique se enfatizará la posibilidad de reconocerlo como el “gran Licurgo /
de aquella fuerza, ciudadela y burgo” (VI, XVI, vv. 3303–3304). Y es esta bimembración de valores –
la fuerza y la razón–, justificadas desde los patrones de intelección metropolitanos lo que incidirá, en la
estructuración del episodio, en el ajuste de protagonismos diversos. Ya que el diverso destaque de esas
figuras permite que se recupere de la anécdota dos momentos bien diversos: el combate retórico con un
embajador inglés que desea proponerles a los cimarrones una alianza de paz contraria a los interese de
los legítimos colonos hispanos y, en un segundo paso, la batalla en la cual los valores defendidos
previamente se acrisolan con el ajusticiamiento, en el campo de batalla, del sobrino de Drake, juvenil
guerrero cuyo deceso producirá un evidente desequilibrio emotivo en el capitán de las fuerzas
invasoras e incidirá, de este modo, en la necesaria clarividencia faltante para el triunfo que no obtuvo.
La escena del embajador inglés es, desde nuestro ángulo de lectura, medular pues su trabazón
argumental articula, con calibrado equilibrio, el proceso fallido de cooptación de una tercera fuerza en
los diferendos preexistente entre españoles e ingleses. Por ello no asombra que el eje lógico parta de
una alabanza de la noción de amistad, se desplace, a continuación, a un ensalzamiento de la figura de
Drake como potencial gran amigo para cualquier enclave minoritario y culmine, estratégicamente, en
el contraste intencionado de los beneficios prácticos que se obtendrían para la vida cotidiana de los
alternos alineamientos políticos.
Es comprensible, en este sentido, que el embajador deba contrastar a Felipe II con la reina
Isabel I, mas no puede dejar de notarse el riesgo estético–político que pudo implicar para el mismo
Lope y su anhelo estético consagratorio la opción no censurada de una alocución explícita de las lacras
y vicios de la monarquía hispana para con sus súbditos ultramarinos:
“„¿Qué merced os ha hecho el rey de España
Que no se acuerda de que hayáis nacido
Ni sabe si habitáis esta montaña,
En mayores cuidados divertido?
¿Quién como el español ofende y daña
Vuestra nobleza y libertad que ha sido
Aquel que trujo a mísera bajeza
Vuestra libre e igual naturaleza?

Este cruel que vuestras costas corre


Engaña vuestra crédula inocencia,
Y del cebo que os pone se socorre
Para fingir su trato y conveniencia.
¿Qué puede ser que no os afrenta y corre
De vuestra patria la llorosa ausencia,
27

La esclavitud sin armas engañosa,


La vida miserable y trabajosa?

Pues, desde que Filipo os dio la crisma


Por el eunuco, y predicó Mateo
En vuestra India y Trapobana misma,
El Evangelio recibido veo.
Dejando aquella bárbara morisma
De Telme hasta Zaquén, del eritreo
¿en qué os diferenciáis? ¿en qué sois viles,
Siendo inocentes donde sois gentiles?

Seguid a nuestra Reina como ingleses,


Dejad los españoles desvaríos,
Huyendo los engaños portugueses,
Que lastran con vosotros sus navíos,
Que de los muertos anglos y escoceses
Que desde vuestros montes y buhíos
Habéis tirado mal, Draque os absuelve,
Y a la paz y amistad primera os vuelve” (VI, XXX–XXXII, vv. 3409–3432)
La anatemización de la conquista española es bien clara y no omite tachas censuradas por sus
detractores. Enfatiza la impropiedad de la conquista en el desinterés monárquico primero, sugiriendo
que la misión pastoral con que se lo exculpa resulta impugnada desde la misma constatación del
desconocimiento palmario de las necesidades de la grey por parte del pastor político; Se recupera la
tesis de que la esclavitud es un avasallamiento del estatuto originario libre del otro, como si en la
práctica el colonialismo inglés no hubiese apelado, también, a este recurso para sostener y apuntalar la
expoliación mercantil de diversos enclaves; Se insiste, finalmente, en la necesidad de un ejercicio de
memoria sobre la libertad perdida como si, eventualmente, la afiliación al bando británico pudiese
suprimir el tráfico esclavista y la mísera actual condición en que han quedado sumidos.
La explicitación de la reina Isabel I como alternativa reparadora de los agravios padecidos y
subsistentes culmina la arenga y labra las condiciones necesarias para que la réplica de don Luis de
Mazambique resulte connotada, previamente, como el crisol en el cual habrá de medirse la fidelidad de
estos aliados americanos.
La palabra, en toda la escena, es la verdadera herramienta de combate. Y el discurso previo
funciona, sin medias tintas, como una encerrona lógica de aquellos que, presumiéndose libres por el
acuerdo labrado con los colonos hispanos, se ven compelidos por la evidencia de tener que optar entre
dos potencias en combate. Y en tanto discurso de marcadas implicancias políticas el rey de los
cimarrones deberá enfrentar que, en esas lides, la neutralidad axiológica no es un valor ni, mucho
menos, una opción. Pues el combate podrá suscitarse entre españoles e ingleses, pero no los asiste –
como la experiencia se los demuestra– la posibilidad de conjeturar que tal diferendo no les incumbe.
Por eso es relevante que don Luis de Mazambique sepa volver legibles –para el embajador
inglés, pero más aún para el conjunto más amplio de los lectores del texto– la legitimidad de tal alianza
real, en Panamá, entre unos esclavos negros, fugitivos y libertos, y los legítimos colonos españoles. De
su éxito o fracaso pende, inexorablemente, la epifanía de la fidelidad.
Que la réplica del monarca local estará en sintonía con el desafío lanzado por el invasor se le
adelanta al ansioso público en una serie de signos físicos que determinan, en su variación, el efecto
causado por la propuesta del embajador. Lo blanco de los ojos del portavoz se ha encendido, el rostro
se revela “severo” y no sucumbe al asombro propio de quienes se ven apresados por una encerrona
trágica. Pues don Luis responde, “como orador discreto” (VI, XXXIV, v. 3445) que sabe proferir,
28

cuando es necesario, un parecer legal que, de antemano, se dice propio “del moreno consejo” (VI,
XXXIV, v. 3446).
Jerarquiza, en primera instancia, la legitimidad de Felipe II:
“Buen rey tenemos. Si amistad hicimos
Con enemigos suyos, fue ignorancia,
De que perdón a su piedad pedimos
Con fe jurada de inmortal constancia.
Si entonces su grandeza deservimos,
No sabiendo del caso la importancia,
Agora es tiempo de cobrar aquello,
Que entonces no supimos conocello.

Que no sepa quién somos poco importa,


Si sabemos quién es, ni que tú digas
Que tiene para vernos vista corta,
Que no repara un águila en hormigas.
Y solo el ser embajador reporta
Que el poder de Filipo contradigas,
Que de otra suerte tan sin lengua fueras
Que por señas al Draque respondieras”. (VI, XXXVI–XXXVII, vv. 3457–3473)
Que la legitimidad de un discurso contra monárquico es lo que está en juego se advierte en el
señalamiento de que la alocución del embajador solo pudo ser tolerada por admitirse su función. En
caso contrario –como se lo enrostra– quedar “sin lengua” sería el pago padecido por tal insumisión y
quedaría confinado en el silencio de intentar significar la respuesta por medio de “señas”. No hay
cabida, incluso muy lejos de la metrópoli, para la insumisión y la rebeldía. Se es Imperio porque es
dable predicar la preexistencia de un principio cohesivo que suelda lingüísticamente las partes del
todo.
Don Luis, por otra parte, es capaz de demostrar que es la justa interpretación de los hechos y el
reconocimiento regulador de la palabra lo que dimensiona el posicionamiento de cada cual en la arena
pública por ello no vacila en distinguir, a diferencia de la intencionada evocación de vínculos
propuesta por el embajador inglés, que la historia de su comunidad no arranca en el olvido de la
tolerancia con el invasor sino, por el contrario, en la configuración de un crimen primero de diversa
naturaleza que fue el apego defendido como ejemplo y que él mismo calificará de error.
Aunque, con todo, lo más llamativo es la metáfora del imaginario natural que jerarquiza a los
suyos como las hormigas no atendidas por el águila. No sólo porque la ecuación animal se reinscribe
en el determinismo de los seres y en la necesaria ausencia de libertad de las criaturas para con el
modélico designio del creador, sino también porque, en la prédica de la propia autonomía recurre,
impensadamente, a la metaforía más violenta, aquella que sostiene que se puede ser libre por la
sumisión gustosa a la jerarquía del otro. Los cimarrones serían las pacientes, anónimas y masificadas
hormigas cuya razón de ser en el mundo es el trabajo continuo en tanto que, sin advertirse la menor
incomodidad ideológica con la relativa autonomía de la que se benefician a este respecto, Felipe II
resulta ser el águila consagrada, por la misma naturaleza, a ser primus inter pares del lejano y divino
orbe celestial.
Es claro, de esta voluntaria sujeción a un otro distinto, diverso y superior pende el
hermanamiento entre españoles y cimarrones, y ello es lo que naturaliza, a renglón seguido, que la
propia historia comunitaria de tráfico, dominio y liberación sea reformulada desde la negación
explícita de responsabilidades del conquistador y en función de la asunción compensatoria de corte
imaginario de la incultura e incivilidad reinante en el origen.
“El cautivarnos es en buena guerra
29

Que unos con otros en Guinea tenemos,


Donde los naturales de la tierra
Al mercader extraño nos vendemos.
Si engaño imagináis que nos destierra,
Nunca a menor de edad le llamaremos,
Que es rico engaño, y no fingido celo,
Mejorarnos de tierra y darnos Cielo.

Pobres, sin Dios, sin leyes y desnudos,


Vivimos en desiertos arenales
Como animales rústicos y rudos,
Y a su silvatiquez en todo iguales.
En fin, aquí, dejando de ser mudos,
Conocemos las almas racionales;
Si es nuestra vida esclavitud o empeño,
Es el mejor del mundo nuestro dueño” (VI, XXXVII–XXXVIII, vv. 3465–3480)
La dominación española es lo que ha permitido que los cimarrones dejen de “ser mudos”. El
buen discurso aprendido del mejor “dueño” es lo que ha determinado el pasaje de la naturaleza a la
cultura pero también lo que cifra, mudados los horizontes, la posibilidad de obtener la salvación
ultraterrena. Dado que en la anomia originaria resultaba inviable para ellos reconocerse como “almas
racionales”.
Si estéticamente los argumentos del rey don Luis pudieron o no resultar asombrosos para los
primeros destinatarios es materia de debate, pero no ocurre lo mismo con el oportunismo de la
reescritura del tópico de la buena guerra colonial. A punto tal que no es sencillo pasar por alto cómo
este desvío tendencioso de uno de los temas más controversiales de la lógica imperial en el Nuevo
Mundo se revela en un todo funcional al borrado decisivo de la gran figura ausente de este canto épico:
las poblaciones originarias cuyo sino y existencia en nada se asemejó al idílico embelesamiento
argüido que el portavoz del senado de africanos en Panamá esgrime.
Adviértase, con todo, que este aminoramiento protocolar de la propia entidad de cara a los
lectores de la obra se inscribe en la necesidad contextual de optimizar la dominación española ante los
dichos del embajador y que, por ello, la respuesta habrá de insistir en la más ferviente adhesión a la
religión católica y al poder hispano.
“Católico señor obedecemos”, dictaminará el encumbrado don Luis, y aclarará, a renglón
seguido, que, a pesar de ser negros, no son “hombres viles”. Comprende que, en este conflicto, su
raciocinio lo orienta a darse cuenta que el mayor pecado no ha sido matar ingleses, sino no haberse
esforzado en causar más víctimas de esa bandería, y culminar su intervención con una alabanza de la
casa de Austria –gesto político previsible pero en un todo inverosímil para tal sujeto– al tiempo que
clarifica que
“„Santiago‟ es de este pueblo el apellido
Y „del Príncipe‟ a honor del gran Tercero;
Pues hoy a tal patrón le pido,
Y por mis dos Filipos morir quiero‟” (VI, XLII, vv.3505–3508)
La legitimidad de tal clausura no se sustenta simplemente en la virtuosa orfebrería de palabras
pues el rey obtendrá el apoyo alborozado y unánime de todo su consejo. Y esto incide, a la postre, en
la posibilidad de que el interludio guerrero entre Yalonga y el sobrino de Drake (VI, LV–LVI) pueda
ser simplemente mentado como acaecido y que ello se haga sin mayores aditamentos conceptuales,
puesto que –contrariamente a lo que podría suponer cualquier habitante peninsular– los asentados
cimarrones han servido para dar cuenta al mundo que la sujeción católica de la monarquía española en
América es lo que dice las condiciones de posibilidad de una novel civilidad. Y muy poco importa que
ello sea, o no, comprobable en los hechos. Ya que lo que cuenta es que los cimarrones se han
30

granjeado, junto a los mártires españoles, un bien merecido escaño para decir la fidelidad religiosa –y
política– en el Nuevo Mundo.

–XI–
Ahora bien, que La Dragontea pueda ser interpelada –como aspiro haberlo demostrado– como
una concienzuda gramática simbólica en que la fidelidad y su contratara son trabajadas para apuntalar
sino el más trascendente uno de los más significativos mensajes del texto –la importancia de la lealtad
y el auxilio divino a los fieles– ayuda a resignificar, en parte, el ulterior decurso metropolitano y
virreynal del texto. Puesto que si bien la obra puede resultar minimizada en sus logros desde la
hipótesis de que el genio de Lope se habría visto condicionado por las aspiraciones de medro de un
comitente eventual (Suárez de Amaya) o un círculo más amplio de poderosos afines, ello no alcanza a
explicar por qué tras la ofrenda autorial y el posterior escándalo burocrático gestado por el Cronista
Mayor de Indias, don Antonio de Herrera, el número de ejemplares disponibles no se vio
sustantivamente reducido como sugerían las disposiciones legales gestadas por tal polémica
historiográfica y, lo que es aún más llamativo, por qué Lope habrá de insistir contra todo mandato
legal en reediciones de su canto épico.
El notorio fenómeno del insistente apego de Lope a una obra que, como mínimo, podría
emplazarse en las cenagosas arenas de lo controversial, no logra despejarse, integralmente, por la
hipótesis clientelar ya que si bien sugiere que la inobservancia de la manda real –“Yo ordenaré esto al
Consejo (de Castilla) y al vicecanciller que recoja los (ejemplares) que hubiere en este reino” 23– puede
explicarse por el fenómeno de que el duque de Lerma en 1599 no habría aceitado su poder en el
Consejo de Indias pero sí tenía controlado, en cambio, el Consejo de Castilla, no basta para clarificar
por qué, con su insistencia se reinscribiría, una y otra vez, en la angustiosa necesidad de amparo para
habilitar sin interferencias ni polémicas nuevas versiones de una obra que ya había sabido propinarle
algún que otro sinsabor.
Es claro, que Lope haya gozado de tales o cuales protectores sirve para responder cómo salió
indemne del litigio pero no ilumina, en toda su extensión, el sinsentido de reincidir en lo mismo,
máxime cuando –como su ingente producción bien lo significa– no era el suyo el caso de un ingenio
menguado en originalidad y nuevos emprendimientos. ¿Por qué tal sobreexposición propia y de sus
mecenas?
Creo no equivocarme si insisto en el detalle de que, con independencia de los delineados
dictados por el posicionamiento historiográfico que hubiere aceptado defender, no debe minimizarse el
grado de satisfacción que tuvo el autor en su empresa. A lo cual debe sumarse el detalle de que, muy
posiblemente, la isotopía temática trabajada –el universo de los fieles, traidores, conversos y
arrepentidos– significara el más acabo ejemplo de un ideario cortesano en continuo cuestionamiento en
tiempos de recambios por la sucesión monárquica: la premisa de la lealtad.
La Dragontea cantaría la fidelidad de anónimos súbditos coloniales a la par que el desvío
augurioso o execrable de otros tantos, serviría para colocar en un primer plano las premisas
constituyentes de lo que entendía, en términos de ortodoxia religiosa y fervor patriótico, por lealtad, y
funcionaría, en el nivel de los mensajes políticos cortesanos, como renovada e insistente carta de
presentación sobre el rostro que más le interesaba publicitar de sí mismo 24: la posibilidad de ser,
mediando apoyo, el escriba más fiel de cuanta grandeza real o imaginaria deseara el mecenas de turno
arroparse.

23
Sobreescrito en la consulta girada al monarca que expresaría su resolución práctica.
24
La posibilidad de que el mismo Lope de Vega haya sido un conspicuo publicista de sus producciones ha sido original y
convincentemente demostrada por María Grazia Profeti “Estrategias editoriales de Lope de Vega”, Actas del XIII Congreso
de la AIH (Madrid, 1998), Madrid, Castalia, Asociación Internacional de Hispanistas, Fundación Duques de Soria, 2000,
pp. 679–685.
31

Pensarse como el autor que mejor habría coadyuvado a la popularización de una temática
medular de la ideología imperial –la autoestima individual nunca fue un déficit en el Fénix y el
formato genérico elegido bastaba por sí mismo para inferir intereses altos y apegos populares– bien
podría explicar por qué contra todo anhelo prohibicionista La Dragontea llegó a las Indias en 1601 y,
básicamente, por qué resultó reeditada como “Tercera Parte” de la edición de La hermosura de
Angélica que salió en dos ocasiones (1602 y 1605) en Madrid.
Creo no errar si infiero que, contra toda evidencia polémica y con prescindencia de los
argumentos vertidos en la ocasión, Lope reformuló el diferendo como evidente circunstancia envidiosa
gestada por un cenáculo de oscuros ingenios que, como él lo había hecho, advertían la oportunidad de
un reposicionamiento simbólico en la esfera de los poderosos. Hexis anímica que apuntalaría, por vía
negada, una notoria preeminencia sobre detractores sistémicos y ocasionales censores y que ello es lo
que explicaría, también, que años más tarde rememore el incidente de La Dragontea como ocasión
enteramente positiva para la propia trayectoria.
“De este feliz suceso
Pasé a La Dragontea,
Y las cerdas del arco,
A pesar de Aristarco,
En la resina indiana;
Allí, dulces e infusas,
Las antárticas musas
Ciñeron de corales, como grana
Del rojo pez de Tiro,
Mis sienes españolas,
Y codició su mar con altas olas
Agradecer al Tajo
Tan lúcido trabajo
En término tan breve”
Gesto en el cual, de más está decirlo, bien puede leerse una réplica por elevación y a la
distancia al dictamen del soneto gongorino –toda La Filomena tiende a ser leída hoy día como un
cancionero metapoético en el cual el problema de la nueva poesía es central 25–, más ello, como en el
tema de esta indagación lo demuestra, nos convertiría en infieles. Conformémonos, pues, con la
imagen final de despedida para esta polémica que Lope quiso legarnos, la del poeta cuyas sienes están
ceñidas de “corales” dados por las “antárticas musas” y por cuya existencia el mar se ve obligado a
“agradecer al Tajo”.

Juan Diego Vila


Instituto de Filología y
Literaturas Hispánicas
“Dr. Amado Alonso”

BIBLIOGRAFÍA:

25
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1998), Madrid, Castalia, Asociación Internacional de Hispanistas, Fundación Duques de Soria, 2000, pp. 425–432.
32

Campana, Patrizia, “La Filomena de Lope de Vega como género literario”, Actas del XIII Congreso de
la AIH (Madrid, 1998), Madrid, Castalia, Asociación Internacional de Hispanistas, Fundación Duques
de Soria, 2000, pp. 425–432.
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(Madrid, 1998), Madrid, Castalia, Asociación Internacional de Hispanistas, Fundación Duques de
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–––, “„Muy contrario a la verdad‟: los documentos del Archivo General de Indias sobre La Dragontea
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–––, “El enemigo en un espejo de príncipes: Lope de Vega y la creación del Francis Drake español”,
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