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Somos hijos de Dios. Las escrituras lo mencionan continuamente.

En romanos 8:16
“Porque el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de
Dios.”

Aquí, en la tierra, definimos nuestra identidad en función de muchas cosas, entre


ellas nuestro lugar de nacimiento, nacionalidad o idioma. Algunos incluso definen su
identidad en función de su ocupación o afición. Estas identidades terrenales no están
mal a menos que reemplacen o interfieran con nuestra identidad eterna: la de hijo o
hija de Dios.

En la vida real hacemos frente a dificultades reales, no imaginarias. Existe el dolor


físico, emocional y espiritual. Hay sufrimiento cuando las circunstancias son muy
distintas a lo que habíamos esperado. Hay injusticia cuando no nos parece que
merezcamos nuestra situación; hay desilusión cuando alguien en quien confiamos nos
falla. Hay problemas económicos y de salud que pueden confundirnos. Puede haber
momentos de duda cuando un asunto de doctrina o historia está más allá de nuestra
comprensión actual.

Cuando suceden cosas difíciles en nuestra vida, ¿cuál es nuestra reacción inmediata?
¿Es confusión, o duda, o renuncia espiritual? ¿Representa un golpe para nuestra fe?
¿Culpamos a Dios o a los demás por nuestras circunstancias? ¿O es nuestra primera
reacción recordar quiénes somos, que somos hijos de un Dios amoroso? ¿Viene eso
acompañado de una confianza absoluta en que Él permite algo de sufrimiento en la
tierra porque sabe que eso nos bendecirá, para que lleguemos a ser como Él y
obtengamos nuestra herencia eterna9?

Vivimos en un mundo que puede hacernos olvidar quiénes somos realmente. Cuantas
más distracciones nos rodean, más fácil es tratar con indiferencia, luego ignorar y
después olvidar nuestra conexión con Dios.

Si realmente sabes que eres un hijo de Dios, también sabrás que Él espera mucho de
ti porque eres Su hijo. Él espera que sigas Sus enseñanzas y las enseñanzas de Su
amado Hijo Jesucristo. Él espera que seas generoso y bondadoso con los demás.

En el mundo de hoy, no importa dónde vivamos ni cuáles sean nuestras


circunstancias, es fundamental que nuestra identidad suprema sea la de hijos de Dios.
El saber eso permitirá que nuestra fe florezca, nos motivará a arrepentirnos
continuamente y nos dará la fuerza para ser firmes e inmutables” a lo largo de
nuestra vida terrenal.

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