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El perro de mi infancia

Mi hermano se fue y nos dejo solos

Carta a mi perro de la infancia


Te escribo esta carta a ti, a lo que más he querido en mi vida, con quien
más he jugado en mi infancia, quien me acompañaba a todos los lugares
donde iba y aliviaba mi soledad por vivir en el campo alejado de todos los
chicos de mi edad, a ti a quien salvó a mi primo de morir en la piscina y
me protegía.

Te escribo para decirte que no te olvido, a mi más fiel compañero que


todo lo daba sin pedir nada a cambio, parece mentira que hayan pasado
ya 14 años desde ese día en que me dejaste, ese día que provoco un
vacío que nadie ha podido llenar, he podido superar desamores,
traiciones y decepciones de gente a quien he querido, pero no superaré
que te fuiste para no volver.

Me mudé a la ciudad , hice amigos, tuve novias, salí a muchas fiestas, la


familia prosperó económicamente y tengo un trabajo estable y aún así
añoro las tardes bajo el lidonero jugando contigo, eras como 6 veces más
grande y 18 veces más fuerte que yo, pero sabías como tratarme para no
hacerme daño inconscientemente. Entre nosotros sobraban las palabras
(y tanto si es imposible hablarnos) pero eso aún lo hacía mas especial (no
en vano tu retrato será mi primer tatuaje) y aunque mi padre te puso un
nombre un tanto ridículo (whisky) te quería y te querré más que a todo.

Recuerdo esos 12 cachorros hermosos hijos tuyos que tuvimos que


regalar a conocidos, eran negros como el tizón y respiraban vida... sentí
como que arrancaban una parte de ti cuando partían a otros hogares...

Luego llegó el día en que enfermaste... no lo podía creer... recuerdo la


semana antes de morir que no te separabas de mí y no parabas de llorar
mientras restregabas tu cabeza en mi brazo, yo era demasiado pequeño y
no lo entendía, preguntaba a papá que te pasaba y el no me quería decir,
pocos días después comprendí lo que pasaba, mi ángel negro se iba a ir
de mi lado y no se podía hacer nada... solo me queda darte las gracias por
haber sido tan importante en mi infancia y por tantos buenos momentos
que hemos pasado juntos, siempre estarás conmigo.

LOS PERROS DE MI INFANCIA


por elcantodelcuco
Andaba yo perdido, dándole vueltas a la cabeza, que era como una noria con arcaduz sin agua, cuando
he tropezado inesperadamente con don Miguel de Unamuno y su “Elegía en la muerte de un perro”.
Sin duda, el suyo. Me ha conmovido. Y todo ha empezado a fluir de nuevo dentro de mí. Al conjuro
de los versos extrañamente tiernos del tremendo rector de Salamanca, han regresado, saltando y
lamiendo mi cara, los olvidados perros de mi infancia: el “Franquillo”, la “Alita”, el “Ton” y la
“Canela”. Es imperdonable que hasta ahora los haya tenido en el olvido aquí cuando cualquiera puede
corroborar que fueron parte de mi vida. Hoy quiero reparar esa injusticia del olvido y honrar por
extensión a todos estos animales tan cercanos, tan apaleados, tan amigos del hombre, que en la ciudad
caminan por los espacios libres atados de una correa a la mano del dueño. Unamuno contempla a su
pobre perro, antes inquieto, ahora quieto, muerto, acostado en su madre, la piadosa tierra, y medita
para sí: “Sus ojos mansos / no clavará en los míos / con la tristeza de faltarle el habla;/ no lamerá mi
mano / ni en mi regazo / su cabeza fina reposará. / Y ahora, ¿en qué sueñas? ¿dónde se fue tu espíritu
sumiso? / ¿no hay otro mundo/ en que revivas tú, mi pobre bestia, / y encima de los cielos / te pasees
brincando al lado mío?”. No es mala idea. Sería estupendo que los amables perros encontraran un sitio
en algún lugar del cielo.

El primer perro familiar del que tengo memoria se llamaba nada menos que “Franco”, pero solíamos
llamarle “Franquillo”. Nacido en la posguerra, era pardo con pintas, de mediana estatura, engendrado
en la calle, más de caza que de ganado, mezcla indescifrable de razas, amable y cariñoso. No tenía mal
olfato, le alegraba la escopeta y nada más verla saltaba alborozado, pero era incapaz de aguantar una
muestra cuando barruntaba la huidiza codorniz en el rastrojo, el bando de perdices en la entrada del
monte o en el cogote del ulagar o cogía el rastro de la liebre en el teso. Pero al cazador le hacía un
buen avío y con el tiempo se acostumbró a cobrar las piezas abatidas. Nunca olvidaré el día que murió.
Era un día de verano por la mañana. Estábamos trillando en la era.Yo acompañé al tío Sotero, el mejor
cazador de la familia, durante la agonía del animal. Murió de viejo. Estaba el pobre perro echado en
el suelo del gallinero que daba a la herrañe, rodeado de moscas, y nos miraba con mirada triste como
despidiéndose. Después de un último estertor, estiró la pata y se quedó yerto. Fue entonces cuando vi
que el tío Sotero estaba llorando. El “Franquillo”, por esa afición que tenía el abuelo a la política,
había sucedido al “Sagasta”, un animal servicial e inteligente, casi legendario, del que apenas guardo
recuerdo, que, entre otros servicios y habilidades, hacía de correo por veredas y campo a través entre
Sarnago y La Ventosa, a legua y pico de camino, donde el tio Felipe, el hermano mayor, ejercía de
secretario del Ayuntamiento. Del “Sagasta” cazador se cuentan hazañas memorables, que yo escuché
cien veces junto a la lumbre de la cocina en las largas noches de invierno.
En pleno invierno llegó la “Alita”. Los tíos subían de Navarra por el itinerario acostumbrado con los
caballos cargados de vino, laurel, palodulce, pan blanco y aceite para la matanza, pagado todo con el
sueldo del trujal. Viajaban de noche, por rutas secundarias, para esquivar a los tricornios, que podían
confiscar la carga y llevar la ruina a la familia en aquellos tiempos de racionamiento y pan negro. Iban
por Canejada -”Canejá” la llamaban-, en el valle del Alhama, cuando notaron que un animal les seguía.
Era una perrita blanca. Trataron inútilmente de alejarla de su compañía y con el paso de las horas
llegaron a encariñarse con ella. Cuando se sintieron libres de sobresaltos mayores, hicieron un alto en
un abrigo para darle un tiento a la fiambrera y a la bota y, ya rendidos, compartir con la pertinaz
seguidora un cantero de pan. Desde ese momento, el animal se sintió uno más de la familia. Llegaron
a casa, envueltos en nieve, cuando apuntaba la mañana después de pasar la noche, una noche perra,
andando por caminos escabrosos. Al ruido de la puerta y los caballos nos despertamos todos. Para
nosotros, los niños, la perra fue el mejor regalo, el más inesperado, de aquel viaje. Era una perrita
blanca, pequeña, de ancho lomo con alguna mancha oscura en la piel. Era un animal sin nombre y yo
la llamé “Alita”, no sé por qué, y la consideré desde entonces un poco mía. No tardó mucho en
quedarse preñada. Entre los perros, seres de la calle, seres libres sin collar ni correa, funcionaba en el
pueblo el amor libre a la intemperie. Nacieron seis perritos lustrosos y variados, de distintos colores y
pelajes, una hermosa camada. Me dijeron que eligiera uno, el único que se iba a salvar de morir
golpeado contra las peñas del rio. Opté por uno de pelo pardo, al que llamé “Ton”. Con el tiempo se
convirtió en un perrazo poderoso, impetuoso y noble, que no se parecía nada a su madre, que arrasaba
en el estepar cuando saltaba la liebre y que acabó siendo una de los más leales compañeros de mi
niñez. La “Alita” y el “Ton”, madre e hijo, vivieron muchos años y fueron complementarios. Después,
cuando yo alcancé la edad reglamentaria para sacar licencia de caza, llegó a casa la “Canela”, una
perrita fina, de buena raza y del color del melocotón, una perra de capricho, que murió pronto, de
repente, después de comer un maldito cebo con estricnina colocado al pié de un ribazo contra zorros
y otras alimañas por un desaprensivo. No sé dónde leí que el eslabón, tanto tiempo buscado, entre el
animal y el hombre verdaderamente humano, somos…nosotros.

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