La concepción humanista de cultura tiene sus raíces en distintos procesos que se dan en Europa
desde el siglo XVIII en adelante. Partiendo de la etimología misma del concepto [del latín cultus,
colere: cultivar, cultivo, cultivado], se asocia a ésta con un proceso de cultivo, para efectos de esta
postura, del intelecto, las artes, etc. Como señala Amelang, el devenir del concepto surge como
sinónimo de conocimiento y superioridad. Está vinculada con las clases altas y el proceso de
educación que éstas recibían. Desde esta perspectiva, Cultura era el extremo opuesto de lo vulgar,
lo inculto, etc. Elias, en su investigación sobre el surgimiento de la civilización occidental, describe
la concepción alemana de cultura (el Kultur), que está fuertemente vinculada con la actividad
intelectual, la sensibilidad estética y el conocimiento de las ciencias. De esta forma, cultura aparece
como un elemento susceptible de ser adquirido, aunque –he aquí una distinción importante- no se
vincula necesariamente con las clases altas. Civilización y cultura, por lo tanto, no están
estrictamente ligadas.
Hacia final de este apartado describe ocho características de qué sería cultura desde la concepción
humanista: (1) es procesual, (2) selectiva, (3) normativa, (4) carismática, (5) jerarquizadora, (6)
crítica, (7) frágil y vulnerable y (8) restrictiva. [ver con más profundidad en el texto]
“la cultura es todo lo creado por los seres humanos, la generalidad de la vida de una sociedad, el
modo de vida específicamente humano, la totalidad de la experiencia humana acumulada y
transmitida socialmente y que en cada grupo humano tiene una concreción y una singularidad” (p.
28)
Esta cultura como un todo se traduce en que ésta constituye las prácticas sociales y el sentido que
tienen dentro de un todo social específico. Ruth Benedict, que se dedicó a estudiar tribus
premodernas, profundiza en esta idea: “la cultura, se dice, es una pauta o conjunto de patrones
coherentes de pensamiento y acción, una organización coherente de la conducta que abarca la
totalidad de una sociedad. La cultura es hereditaria y aprendida, no genética; tiende a la integración
y coherencia, constituye configuraciones articuladas, es plástica, realiza la función de atar y unir a
los seres humanos” (p. 29). No hay que dejar de tener en cuenta, sin embargo, que esto se aplica
para sociedades menos complejas que la sociedad Occidental, al menos en la forma que adquiere
desde el siglo XVIII en adelante.
Un autor que va a hacerse cargo del problema de la Cultura en términos más o menos similares es
Parsons. Dice Ariño: “el mantenimiento de los patrones (que proporciona a los actores las normas y
valores que les motivan para la acción) es atribuido al sistema cultural”. Como se ve, el hilo
conductor de ambas ideas coloca a la cultura como un elemento que permite la integración social,
correspondiéndose con la idea homogeneidad y pautas comunes. Otra cita: “los sistemas culturales
son esenciales para la teoría de la acción porque los sistemas estándares de valor (…) y otras pautas
culturales, cuando se hallan institucionalizados en los sistemas sociales e internalizados en los
sistemas de personalidad, guían al actor en relación tanto a la orientación hacia los fines como a la
regulación normativa de los medios y las actividades expresivas” (p. 32).
Geertz va a aportar una idea que complejiza la visión Parsoniana: la Cultura también puede operar
como un horizonte de sentido que impulse hacia el cambio social, hacia la transformación. Se
tensiona, de esta forma, la idea de que solamente opera estructuralmente en términos
homeostáticos.
Para definir estos rasgos es necesario, en primer lugar, dejar claro que este concepto
multidimensional surge como una forma de superación teórica de la concepción antropológica,
especialmente en torno a temas tan espinosos como el relativismo cultura, por citar uno. A
propósito dirá Ariño: “si, como sostenía Benedict, una concepción antropológica de cultura era un
instrumento eficaz contra toda pretensión de superioridad racial, no es menos cierto que el
relativismo extremo (…) nos puede dejar inermes, sin argumentos ni criterios frente a las ‘fuerzas
satánicas’ que anidan en la sociedad” (p. 50). Además, tensión que ya aparecía anteriormente, la
realidad de las sociedades complejas desde la segunda mitad del siglo XX en adelante [pensemos,
por ejemplo, en el giro lingüístico en los 60, en la reestructuración del modo de producción basado
en la industria hacia un capitalismo desterritorializado; el surgimiento de conceptos como el de
reflexividad tal como lo plantea Bourdieu, entre otros] ponen necesariamente en jaque ideas como
las de la “cultura como un todo interrelacionado”.
Un aporte es el de Williams. Cito: “en la visión de Williams, la cultura impregna todo en sentido
antropológico, pero también configura un campo de acción específico (C), junto a otros: economía
(E), política (P), reproducción (R), hallándose dichos campos internamente estratificados según
determinados criterios. Si en la concepción antropológica todos los ámbitos pueden explicarse
desde una matriz común [cultura], Williams –al igual que va a hablar Bourdieu más adelante con la
idea de los campos- introduce la idea de que la Cultura opera también como un espacio autónomo
que se interrelaciona con otros en una interacción más compleja de hegemonías y subordinaciones.
Así mismo, Bourdieu hablará del campo de producción cultural para referirse al campo específico de
producción cultural: el arte, la literatura, el cine y todo el devenir en que se instala la idea del arte
por el arte y el artista especializado. Esto es coherente con la idea de Williams de que la Cultura es
un campo específico susceptible de ser estudiado en sus propias particularidades, que además se
encuentra en una relación compleja con otros campos que gozan de autonomía.
1. Ontológica
2. Fenomenológica
3. Carismática
4. Sociohistórica