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La época del Cid

La Edad Media constituye el período histórico que se extiende desde la caída del imperio romano (476 d.J.C.)
hasta la toma de Constantinopla por los turcos (29 de mayo de 1453). Esta rápida definición incluye en sí
misma cuán específico y, también, cuán inexacto es su nombre. En efecto, los intelectuales renacentistas se
encargaron de dar a casi un milenio de historia tan desafortunado nombre, haciendo referencia a que era un
período situado entre el esplendor de las culturas clásicas y el nuevo período que las tomaba como inspiración.
El Renacimiento dejaba a la Edad Media como un período oscuro.

Pero, más allá de motivaciones ideológicas, las fechas que comprenden el amanecer y ocaso de esta época
hacen referencia a acontecimientos puramente europeos o, si se quiere, euroasiáticos, en cuanto que tanto la
caída de Roma como la de Constantinopla tuvo como artífices a hombres venidos del Este (tanto bárbaros como
musulmanes) y, obviamente, ambos momentos tuvieron una importante repercusión en ambos continentes. Es
por ello que nadie entiende la existencia de una Edad Media en la América precolombina, ni en los países de la
actual Oceanía o en el África negra. En este último caso, su contacto con el medievo radica únicamente en
aquellas regiones islámicas que estuvieron en convivencia o conflicto con los países donde se dio la Edad
Media tal y como la concebimos.

El medievo, como tal, es un momento histórico euroasiático, mientras que las otras culturas se mantenían
aisladas, a su propio ritmo, hasta la llegada de descubridores y conquistadores. De hecho, sólo a partir de la
llegada de los descubridores podemos conocer con cierta precisión la historia de estos pueblos, y en muchas
ocasiones, desgraciadamente, la historia de su final o su corrupción, pues la llegada del hombre blanco,
inevitablemente, alteraba el natural desarrollo de las culturas autóctonas. Es gracias a la arqueología que un
buen número de datos sobre aquellos pueblos ven de nuevo la luz para, en más de una ocasión, sorprendernos
de mil maneras, bien por su refinamiento artístico, bien por su grado de desarrollo técnico-científico, o en
cualquier aspecto que pueda resultar fundamental para el feliz desarrollo de una civilización.

Si hacemos referencia al mundo en la Edad Media, la arqueología es más necesaria conforme nos alejamos del
contexto euroasiático. En efecto, la cultura del medievo nos dejó un buen número de datos recogidos de
diversas maneras: en su arquitectura, sus manuscritos, sus artes... Pero las culturas más alejadas, en grados de
desarrollo más primitivos que el medieval, sufrieron una degradación en cierto modo comparable al de las
ruinas que hoy conservamos de las culturas clásicas. En resumen, la arqueología resulta fundamental no sólo
para comprender épocas alejadas en el tiempo, sino también en el espacio.

Es por ello que el recorrido que ahora se inicia por el mundo entre los siglos IX y XIII d. J. C. se realizará desde
los países más remotos para, posteriormente, ir aproximándonos a Europa y Asia. Por desgracia, la ingente
cantidad de culturas que poblaron ya por aquel entonces el globo harían necesario un trabajo que se alejaría de
nuestro propósito, que no es otro que ofrecer una visión ilustrativa y, por tanto general, de los pueblos de
aquellos siglos, haremos referencia únicamente a las culturas más importantes y representativas.
El mundo en tiempos del Cid. Territorios exteriores a Eurasia: Oceanía, África Negra y América (siglos
IX-XIII)

Excepto en el caso de Centro y Sudamérica, tanto en Oceanía como en el África Negra hemos de hablar de la
existencia mayoritaria de tribus que, en buen número, eran nómadas, lo cual remite al primitivismo en el que
todavía se encontraban. En el caso de Oceanía, quizá movidos por ese nomadismo, o tal vez por la curiosidad
innata de todo ser humano, los malayopolinesios se lanzaron a la conquista del Pacífico en el siglo XI, lo cual
les llevó a descubrir innumerables islas que fueron poblando paulatinamente.

Por su parte, la historia de África requeriría una auténtica enciclopedia, pues es tan variada como la multitud de
tribus que la poblaron, cada una con sus rasgos propios, además son nómadas en muchos casos, lo cual muestra
la diferencia de evolución con Europa o Asia. Existían ya reinos, como Nubia, Aksum, Kanem-Bornu,
Zimbabwe, o estados como los Hausa, Mossi o Yoruba. Todos y cada uno de ellos poseían su propio grado de
desarrollo, pero, centrando nuestro interés en el medievo, sin duda lo más interesante de África, especialmente
en cuanto a su repercusión en la historia de Asia y Europa, fue el Islam, al cual nos referiremos más tarde.

En el caso de Norteamérica, la distribución tribal de sus pobladores es evidente, pues es la que se encontraron
los colonizadores. Cabe destacar, por ser la primera presencia europea en el continente, la llegada de Erik el
Rojo a Groenlandia en 982. Con respeto a lo que, siglos después, se denominaría Hispanoamérica, se
encontraban allí diversas culturas con diversos grados de desarrollo, aunque en su mayoría alcanzaron un
esplendor que hoy nos sorprende gracias a las maravillas que la arqueología ha revelado. Las culturas más
representativas del período que nos ocupa, y a las que haremos referencia, son las de los mayas, aztecas e incas.

En el caso maya, su civilización alcanzó un enorme grado de desarrollo en sus ciudades desde el siglo VII hasta
la primera mitad del IX, período tras el cual siguió una decadencia cuyas causas todavía no han sido aclaradas.
A fines del siglo X llegaron los invasores itzaes, que, aunque militaristas, irían adoptando la cultura maya con
el paso del tiempo. De 1200 a 1450 se formó un imperio de doce ciudades, tras lo cual sobrevino una progresiva
decadencia.

Los aztecas alcanzaron el México tolteca en la segunda mitad del siglo X junto con otros grupos nómadas –
justo en plena Edad Media, lo cual es muestra evidente de la diferencia evolutiva de culturas intercontinentales–
. Su caudillo Xolotl se enfrentó a los culhuas y toltecas y, tras vencerles, repartió las tierras entre los suyos. En
1168, siete clanes marcharon comandados por varios caudillos y sacerdotes, marcharon hacia el valle de
México, donde llegaron en la segunda década del siglo XIII.

Por su parte, a principios del siglo XII los incas, desde el Titicaca, llegaron al valle de Cuzco: Su economía era
fundamentalmente agrícola, y no contaban con el desarrollo de los mochica o la cultura de Nazca, aunque su
desarrollo sería uno de los mayores conseguidos por las culturas de la posterior Hispanoamérica. Su primer rey
fue legendario, Manco Cápac I (inicios del siglo XII). Desde él, sus descendientes ampliaron y consolidaron el
imperio inca –primero, extendiéndose más allá del valle, gracias principalmente a Inca Roca y Cápac
Yupanqui; luego, por el dominio militar, principalmente desarrollado por Viracocha Inca.

Asia (siglos IX-XIII)

Las vicisitudes que sufrió Asia entre los siglos IX y XIII, cuando sus tierras se plagaron de conflictos bélicos
sus cortes de intrigas, hacen imposible no pensar en la también convulsa Europa de los siglo IX-XIII. Al fin y al
cabo, la presencia de grupos humanos con ansias de conquista amenazaban tanto a los grandes reinos asiáticos
como a los europeos, y esto conllevaba inestabilidades sociales y políticas, de ahí que las similitudes que
puedan encontrarse entre Asia y Europa no sean meramente casuales.

Así pues, el mundo asiático es, en ciertos aspectos, semejante al europeo, con el que coincide, por ejemplo, en
la aparición del feudalismo. Sin embargo, establecer una similitud exacta con Europa sería descabellado, pues
los pueblos orientales dieron a su Edad Media sus características propias, únicas, que lo diferencian claramente
del medievo europeo.

El gran reino asiático del medievo, del que tan fascinantes retratos nos dejó Marco Polo, fue China. Los siglos
IX al XIII contemplarían en ella el final de la dinastía T’ang, el período Sung y la llegada de los mogoles.

China

El período T’ang se caracterizó por su cosmopolitismo, pues China importó costumbres de otros países
asiáticos, desde alimentos a danzas, lo cual enriqueció su cultura y artes. Pese a todo, las amenazas de
invasiones en las fronteras y los elevados impuestos llevaron a China a sufrir diversos alzamientos, que
acabaron por destruir el dominio de la dinastía T’ang y desembocó en el caótico período de las 5 dinastías y los
diez reinos, donde la desestructuración de China fue más que evidente. Aquella época concluyó con la subida al
poder de Chao K’uang-yin, caudillo militar que fue elevado a emperador por sus lugartenientes, dando inicio a
la dinastía Sung (año 960). A veces pacíficamente, a veces por ayuda de las armas, el nuevo emperador inició la
unificación de China, deponiendo a las dinastías reinantes y anexionando los diez reinos, proceso que concluyó
en 979, bajo el reinado de T’ai-tsung.

En el siglo XI se desarrolló la navegación, siendo prueba de ello el descubrimiento fundamental de la brújula a


fines del siglo XI. Se produjo igualmente un importante perfeccionamiento de los aperos y técnicas agrícolas, lo
cual repercutió en una mejora alimenticia y en un aumento poblacional. Estos progresos en materia agrícola
conllevaron un desarrollo de las ciudades debido a un éxodo rural principalmente hacia el sudeste, donde las
chuang-yüan, grandes explotaciones agrarias, habían alcanzado un poderoso desarrollo, y a ellas acudían los
pequeños campesinos, que adoptaban una situación servil que semeja en cierto modo a la de los siervos del
feudalismo europeo.

Ya en el siglo XII, la amenaza de los kitanes hizo que la dinastía Sung se aliase con los Chin para combatir al
enemigo (1115). La guerra con los Chin tardó siete años en llegar, desatándose en 1122. Tras la victoria de los
Sung y Chin, estos últimos advirtieron el grado de debilidad en que se hallaba su aliado, por lo que marcharon
hacia la capital y sometieron al emperador Ch’in-tsung (1126), abriéndose de este modo un nuevo período
caótico de guerras continuas que vieron su final con el pacto de 1142, por el cual China debía entregar un
fortísimo tributo a los Chin a cambio de mantener la paz, la cual perduraría –con excepción, como principales
conflictos entre ambos pueblos, del ataque Chin a los Sung que terminó en la paz de 1165 y la guerra lanzada
por Han T’o-chou contra los Chin, finalizada ya en el siglo XIII– hasta la llegada de los mogoles.

Japón

Otro gran imperio, representativo de aquellos tiempos, es el japonés. El siglo IX nos lleva al período Heian
(794-1185). Frente al caso del período Nara, los cambios sufridos en las estratos de poder japoneses durante el
siglo IX se reflejaron en el distanciamiento del Japón con respecto a China. En efecto, la influencia de la cultura
China en Japón a lo largo de todo el período Nara fue enorme, pero parece ser que los mandatarios prefirieron
apartarse del influjo de su poderoso vecino. No es éste el único hecho relevante que nos muestra cambios en el
inicio de Heian, y según parece, eran cambios para mal: no se acuñaba moneda ni se redistribuía la tierra, lo
cual eran, obviamente, puntos fundamentales en la economía japonesa hasta el momento.

El clan Fujiwara ascendió poderosamente en la corte imperial a partir del siglo VII, aunque sin llegar a detentar
el poder absoluto, que residía en el emperador. Las rivalidades internas en la familia les separó en distintos
frentes y, hacia mediados del siglo X y hasta el siglo XI, ya en pleno período Heian, los Fujiwara alcanzaron su
máximo poder, sobre todo durante el reinado de Michinaga.

Pero los conflictos no terminaban aquí. La aristocracia territorial, que tenía privilegios en los impuestos,
experimentó un importante auge. Eran familias eminentemente militares, y su aumento de poder conllevó la
aparición del feudalismo en Japón, pues estas familias se relacionaban entre pactos de armas, con lo que se daba
una relación señor-vasallo, relaciones ésta fundamentales para la pervivencia de estos clanes, pues las familias
guerreras se combatían entre sí.

Entre 1150 a 1185 acontece un período muy convulso en la corte, con continuas luchas e intrigas por el poder,
que culminarían en 1180 con el inicio de la famosísima guerra Gempei, tan importante en el imaginario japonés
por su aura romántica, y en la que se enfrentaron los Taira, que se hallaban en el poder, y los Minamoto –
originalmente, ambas familias estaban emparentadas con la familia imperial del período de Nara–. Tras la
victoria de Danno-ura (1185), los Minamoto prevalecieron y Yoritomo, jefe del clan, se declaró shogun,
inaugurando así el shogunado, régimen que pervivió hasta el siglo XIX.

Tanto China como Japón sufrirían, en el siglo XIII, el embate del pueblo que sacudió el Asia entera: los
mogoles, comandados por Gengis Khan, se lanzaron a la conquista de Asia: serían los sucesores del legendario
caudillo mogol quienes, en el siglo XIII, acabarían con las dinastías reinantes en China... pero Japón resistiría
bravamente, y Qublai Kan no pudo doblegar a los japoneses. Emprendió contra ellos dos expediciones: la
primera, en 1274, logró desembarcar cerca de Hakata, pero la resistencia japonesa en aquel punto y una
oportunísima tormenta obligaron al frente mogol a retirarse hacia Corea; en la segunda (1281), se cree que pudo
constar de hasta 140000 soldados, y fue rechazada con éxito por los japoneses, logrando una de las derrotas más
sonadas del imperio mogol. Mientras preparaba una tercera expedición, Qublai kan falleció (1294) y sus
sucesores determinaron no seguir en aquel empeño, que ya tantas pérdidas había costado. La victoria japonesa
era total.

Imperio Khmer

El imperio khmer de la actual Camboya ocupó lo que se conoce como época angkoriana, así llamada por ser la
época en que se estableció su capital Angkor, fundada por Yaçovarman (años 889-900). A inicios del siglo IX,
Jayavarman (802-850) liberó al reino khmer del dominio que ejercía Java sobre él y unificó su país. Comenzaba
así el brillante período del imperio khmer, que perduraría hasta el siglo XIV.

La sociedad khmer estaba dividida en estratos sociales, siendo el grado máximo el ocupado por el rey, mientras
que la aristocracia –los brahmanes– ocupaban los puestos más altos de la sociedad. Incluso existía una jerarquía
de funcionarios fuertemente establecida. Igualmente bien organizado estaba cualquier aspecto de la vida, desde
la religión a los medios de comunicación –amplias y largas carreteras– o medios de transporte, desde carros a
barcas fluviales. Sin duda, el rasgo más espectacular lo constituían sus famosos y colosales templos de piedra.

Hasta el siglo XII, los reyes khmers dominaron la cuenca del Gran Lago y del bajo Mekong, alcanzando el
Menam, y logrando su máximo esplendor, concretamente, en el reinado de Jayavarman VII (1181- c. 1219),
bajo cuyo reinado Angkor sufrió su última urbanización, incluyendo los doce kilómetros de muralla, las cinco
puertas monumentales y el templo de 820000 m2, así como las estructuras monumentales de máxima
envergadura.

Imperio Mogol

El artífice del imperio mogol fue Gengis Kan (nacido entre 1155-1167 y fallecido en 1227). Tras ascender al
poder (1196) sometió a los distintos pueblos de Mongolia y, tras unificarla (1206) se lanzó a la conquista de
Asia. Relatar todas sus campañas excedería ampliamente los propósitos de este artículo. Baste decir que, a su
muerte en 1227, controlaba prácticamente toda Asia. Antes de morir repartió su reino entre sus hijos Yuci,
Yagatay, Ogoday y Tuli.

Ogudai amplió la conquista china, tomó Corea y emprendió la conquista de Persia. Sus lugartenientes fueron
enviados a combatir Georgia y Armenia, y, entre 1236 y 1242, cargaron por fin contra Europa oriental,
alcanzando el Adriático y plantándose ante la Europa central. A la muerte de Ogudai, se replegaron hasta el
Volga, pero Guyuk, su sucesor, siguió en el empeño. Según parece, Guyuk pretendía conquistar los reinos
cristianos pero, afortunadamente para Europa, su breve reinado (1242-1248) impidió tales propósitos, y los
mogoles se centraron en la conquista asiática, que culminaría Qublai Kan.

Sería Qublai Kan quien daría al imperio mogol su máxima extensión, culminando la conquista de China y
alcanzando Corea. China, el mayor país bajo dominio mogol, se convirtió en la joya del imperio, estableciendo
allí la capital –Dadu o Janbalik, actual Beijing o Pekín–. Potenció así mismo el comercio con Europa, pues la
enorme riqueza china le permitía contar con un inmenso caudal de materias con las que mercadear, y todo esto
repercutió en el desarrollo de vías de comunicación –tanto con Europa como en el seno de la propia Asia– y el
desarrollo de papel moneda. De su fastuosa corte y de aquel mundo entre la barbarie y el lujo nos dejó unas
vívidas impresiones el mercader Marco Polo.

El Islam

El Islam del siglo IX tiene su principal foco en el califato abbasí, heredero del usurpado califato omeya. De
hecho, este siglo contempla el máximo esplendor de la dinastía abbasí, primero gracias a Harun al-Rasid,
quien forzó a Bizancio a pagarle tributo y estableció contactos con el poderoso imperio carolingio, y luego por
obra de su hijo al-Ma’mun (813-833), con quien el califato alcanzó su cénit.

Las enormes dimensiones del imperio califal –controlaba Persia, Jurasán, Siria y Egipto, y sus límites
alcanzaban a Yemen, Armenia, Cachemira y Bizancio– conllevaban dos peligros de los que el califato nunca se
vería libre: por un lado, era muy complicado controlar perfectamente todas las líneas fronterizas, por lo que
éstas se veían en múltiples ocasiones atacadas por pueblos extranjeros; por otro lado, la inclusión de una
multitud de pueblos y razas bajo el dominio de los abbasíes conllevaba la aparición de movimientos
nacionalistas. Fueron éstos los que, a lo largo del siglo IX y posteriormente, fragmentaron el califato al obtener
sus respectivas independencias o semi-independencias. Sin embargo, la secesión territorial no se correspondía
con la religiosa y cultura, ya que todos los pueblos islámicos se sentían como parte de un todo, de ahí que pueda
hablarse, por un lado, del califato y el resto de países y reinos en un sentido político, y del Islam como unidad
cultural.

Durante los reinados de al-Ma’mun y al-Mu’tasin (833-847) se consituyó una guardia pretoriana al servicio del
califa, conformada por soldados-esclavos procedentes del Asia Central. Estos soldados pasarían a tener cada
vez mayor relevancia e influir de manera decisiva en el califa. Añadiendo a este factor la corrupción
burocrática, consecuencia del poder creciente que el funcionariado había ido adquiriendo, y el hecho de que no
era rara la sucesión a raíz de hechos de sangre –así, por ejemplo, al-Ma’mun había llegado a la soberanía tras
una guerra civil en la que murió el otro pretendiente al trono, su hermano Amin–, y la presencia de revueltas
que requerían de la intervención del ejército para ser controladas. Aquí se entró en un círculo vicioso, pues se
requería de importantes sumas pecuniarias a la hora de pagar estas tropas, por lo que se subían los impuestos, lo
cual a su vez traía detrás nuevas revueltas.

A punto de entrar en el siglo X, todos los factores enumerados –inclúyanse los citados movimientos
nacionalistas y los ataques fronterizos– habían dejado al califato sólo con el control absoluto de Iraq –
recuérdese que la capital del califato era Bagdad desde la segunda mitad del siglo VIII, cuando la dinastía
reinante instaló allí su capital (762)–, mientras que el resto del antiguo califato se había disgregado en
territorios independientes y semi-independientes.

El siglo X vería la caída de los abbasíes. En la primera mitad del siglo, diversos hechos marcarían la historia
del Islam: por un lado, la existencia del califato si’í-fatimí en el Magreb (fundado por Ubayd Alla en 910); por
otro, la separación total de Al-Ándalus con respecto al califato en 929, con la proclamación del califato de
Córdoba por Abd al-Rahman III. Y, la más importante para el califato, la aparición de Ahmad ibn Buwayh,
iraní que entró en Bagdad, fundando la dinastía buyí y arrebatando el poder a los abbasíes, quienes dejarían de
ejercerlo de facto para figurar únicamente de manera nominal hasta 1258, cuando, ya oficialmente, el califato
abbasí se extinguiría definitivamente.

En el año 969, Yahwar, califa de los si’íes-fatimíes de el Magreb, conquistó Egipto y fundó El Cairo. Este
hecho tendría, a la larga, una importancia fundamental en toda la historia del Islam, pues la relevancia de
Egipto en el devenir del mundo islámico del medievo sería crucial.

El traslado del poderío fatimí desde el Magreb a Egipto obligó a los nuevos señores egipcios a desproteger sus
antiguos dominios, que finalmente perdieron. Los fatimíes impulsaron dos políticas de manera fundamental: la
comercial y la de conquista.

En el terreno comercial, Egipto constituía un lugar privilegiado al tener el Nilo, el Mediterráneo, el Mar Rojo y
el desierto. A nivel fluvial y marítimo, poseían importantes rutas comerciales, por lo que se potenció
enormemente el comercio con Europa por el Mediterráneo mientras que el Mar Rojo permitía las relaciones con
la India. Por el otro lado, las rutas desérticas proveían a Egipto de esclavos y del oro llegado desde las minas
sudanesas.

Pero también, como se ha dicho, los fatimíes egipcios se aplicaron a una política conquistadora, apoyada ésta en
sus ejércitos conformados por bereberes norteafricanos, turcos –aparecidos en los ejércitos a partir del 969– y
las tropas negras sudanesas. Esta mezcla de grupos en el seno del ejéricio hacía surgir rivalidades entre ellos, lo
cual culminó en la guerra civil de 1062, por la que los nubios se quedaron el Alto Egitpo mientras que los
turcos tomaron El Cairo. Poco después, una sucesión de malas cosechas que perduró casi una década (1062-
1074) condujo a Egipto a una profunda crisis que derivó en anarquía. El cisma entre drusos y nizaríes (siglos
XI-XII) no haría sino debilitar todavía más el poderío egipcio.

Todos estos factores que dañaban en buena medida la estructura del califato fatimí iba a ser aprovechada por
sus enemigos: el siglo XI vería cómo los turcos exteriores al dominio islámico lanzaban incursiones contra el
Islam, siendo fundamental la toma de la Transoxiana por los karajinies, que abrían así el paso a los turcos al
oriente europeo, de ahí que los selyúcidas atacasen Bizancio, al que infligieron la dolorosa derrota de
Manzikert. Por el norte de África se desplegaba los almorávides, cuyo imperio tanto daño haría a musulmanes y
cristianos en España.

En 1169, Salah al-Din ibn Ayyub, el legendario «Saladino», llegó al poder para, en 1171, abolir el califato
fatimí. Atacó en Siria y golpeó duramente en los cruzados, hasta el punto de tomar Jerusalén. En 1193, la
muerte de Salah al-Din provocó nuevos problemas sucesorios. Al-‘Adil, hermano de Salah al-Din, tomó el
control del ejército y fundó la dinastía de los yubbíes, entre quienes siguieron habiendo disensiones, agrietadas
todavía más por los cruzados, que, viendo en Egipto el corazón del Islam y la clave para liberar Tierra Santa,
desencadenaron varias cruzadas en el país del Nilo.

A mediados del siglo XII se produjo un cambio de poder en el norte de África: un nuevo imperio, los
almohades, se enfrentan a los almorávides, venciéndoles en 1147, cuando tomaron Marrakech. Los almohades
saltarían a la península ibérica y su imperio perduraría hasta el siglo XIII, cuando su derrota en Las Navas de
Tolosa selló su destino y desaparición. Sería el mismo siglo en que los mamelucos, que habían desplazado a los
ayyubíes en el poder, vencerían a los mogoles en ‘Ayn Yalut, resistiendo el empuje del gran imperio del siglo
XIII. Sin embargo, no correría la misma suerte Bagdad, que en 1258 cayó para los ejércitos mogoles
terminando con el que había sido el califato abbasí, de facto o nominalmente, durante más de cuatrocientos
años.

Autor: Alfonso Boix Jovaní


Una breve mirada a Europa en la Edad Media

Entre Europa y Asia: el Imperio Bizantino (siglos IX-XIII)

El inicio del siglo IX contempla el final de la dinastía isáurica (que gobernaba desde el 717 y finalizó en 802).
La centuria se halla englobada en el período del imperio romano helénico (641-1204), cuando se orientaliza y
heleniza el imperio.

La primera crisis iconoclasta, por la que se condenaban las imágenes religiosas y su culto, había sido superada
por Irene, quien las restauró. Sin embargo, el golpe de estado de Nicéforo en 802 abrió un período de
inestabilidad dentro del cual tuvo lugar un concilio en Santa Sofía (815) por el que se abría el segundo período
iconoclasta, que perduraría hasta el sínodo que tuvo lugar, una vez más, en Santa Sofía, y que terminó con la
crisis el 11 de marzo de 843.

En el año 820 ascendió al poder la dinastía amoriana, por la que se consolidaron las conquistas que el imperio
ya había obtenido. El problema más grave tal vez fuese el cisma de Focio, por el que se condenaban de nuevo
las imágenes religiosas y que llevó a romper relaciones con Roma. Afortunadamente para el imperio –como se
verá, el apoyo de Roma era fundamental, y eso se notaba especialmente cuando Bizancio no contaba con él–, el
cisma terminó rápidamente y reinstauraron las buenas relaciones con la Santa Sede.

En el año 863, la victoria de Petronas inició en avance de Bizancio hacia Asia Menor, avance jalonado de
diversas victorias, entre las que destaca la destrucción de Tefriké (872), ya bajo el reinado de la dinastía
macedonia iniciada por el usurpador Basilio I en 867. Sin embargo, y retomando las campañas en Asia Menor,
las victorias no caían únicamente del lado bizantino. Los árabes conquistaron Malta en 870; en 878, Siracusa; y
el siglo X se abría con las pérdidas de Taormina, Sicilia y el saqueo de Tesalónica entre 902 y 904.

Bulgaria mantenía relaciones con Bizancio desde el año 864 con Boris de Bulgaria. Mas, a la muerte del zar de
Bulgaria Simeón (927), Bizancio tomó la determinación de atacar la Europa Oriental, expandiéndose así
enormemente a lo largo de esta centuria y la siguiente tanto por dicha zona europea como por el próximo
Oriente (en 975, Juan Tzimisces conquistó parte de Palestina). Los rusos tampoco habían perdido la ocasión de
atacar el este y tomaron Bulgaria en 968, siendo derrotados una vez más ante la máquina de guerra bizantina –al
igual que en las dos ocasiones anteriores, frente a Constantinopla, en 860 y 941–, siendo Basilio II quien,
abriendo el camino en la gran victoria de los puertos de Clidion (1014), lograba anexionar Bulgaria al imperio,
dándole la extensión máxima que llegó a alcanzar.

Como ha sucedido ya en muchas ocasiones, el imperio macedonio inició su ocaso por una combinación fatal de
factores, esto es, a causa de la intervención de enemigos exteriores como por problemas internos. En efecto, a la
muerte de Basilio II (1025) se produjeron los primeros síntomas de fragmentación, sin duda impulsados en
buena medida por la incompetencia y desinterés en cuestiones de estado que mostraron los máximos
gobernantes del imperio entre 1025 y 1055, quienes además tomaron diversas medidas impopulares, entre ellas
algunas relacionadas con la recaudación de impuestos, todo lo cual devino en varias revueltas. A esta situación
hay que unir los ataques en las fronteras de los temibles turcos selyúcidas y otros pueblos como los normandos
y pechenegos.

Un factor adicional iba a dejar al imperio debilitado para siempre: el cisma de Miguel Cerulario en 1054, que
culminaba con la creación de la iglesia ortodoxa, dejaba al imperio sin el apoyo del resto de la cristiandad,
como se vería más tarde con las intervenciones de los cruzados –caso de la tristísima cuarta cruzada–. Todo
esto llevó a la desaparición de la dinastía macedonia, que llegó durante el reinado de Teodora (1055-1056). Se
formaron dos partidos, el militar y el civil, siendo el último quien puso al frente del imperio a Miguel VI,
destronado a su vez por el general Isaac Comneno, del partido militar, quien fracasó en sus intentos de mejorar
la situación. El partido civil situó de nuevo en el poder a uno de los suyos, Constantino X, quien prestó poca
atención a los asuntos militares, lo cual fue aprovechado por los enemigos del imperio para atacarle.
Romano VIII Diógenes intentaría reparar el daño inflligido militarmente a Bizancio, pero el imperio ya estaba
muy dañado, y sin duda el desastre de Mantzikert fue la prueba más evidente de ello. Durante el gobierno de
Miguel VII Ducas, los selyúcidas entraron en Asia Menor, mientras que los normandos tomaron la Italia
bizantina (Bari), degenerando todo ya no en una crisis militar sino económica. Y fue Alejo Comneno, en
semejante situación, accedió al poder con la esperanza de mejorar la situación cuanto fuese posible.

Alejo I combinó magistralmente la diplomacia con los recursos militares para frenar a los enemigos por todos
los frentes. A ello hay que añadir la feliz presencia de los cruzados, quienes aliviaron al imperio de la presión
que los turcos ejercían sobre él. Alejo I, además, supo renovar el estado reorganizando la administración, y la
crisis económica pudo ser paliada mediante la devaluación de la moneda, aunque aumentaron también las
cargas fiscales por los gastos invertidos en la diplomacia y la guerra.

Juan II Comneno (1118-1143) se dedicaría con éxito a combatir a los enemigos militares de Bizancio. Pero ni
siquiera la dinastía comnena iba a salir impune de la caída final del imperio. Por un lado, ciertas campañas
acabaron en verdaderos desastres, como el intento de conquista de Italia que, pese a las tomas de Ancona, Bari
y Tarento, se saldó con la intervención de Guillermo de Normandía, quien destrozó la flota bizantina en
Brindisi; por otro, algunas victorias, como la toma de Antioquía por Manuel I en 1158, dañaban en gran medida
las relaciones entre Bizancio y la Iglesia católica; finalmente, la ascensión al poder del brutal Andrónico
Comneno, con sus medidas salvajes, desató las iras de su pueblo, quienes, en la revuelta del 12 de septiembre
de 1185, le desmembraron, siendo sucedido por Isaac II Ángelo (1185-1195), bajo cuyo gobierno se desató la
anarquía total, por lo que los enemigos del imperio lo tuvieron verdaderamente fácil para golpear de nuevo.

Con Alejo III (1195-1203) el imperio se desplomaría, y, al ser sucedido por Isaac II acontecerían los tristes
avatares que culminaron con el ataque de los cruzados a Constantinopla durante la cuarta cruzada (véase el
apartado dedicado a la misma) y el desmembramiento del imperio, que se dividió en el Imperio latino de
oriente, el Imperio Bizantino de Nicea, el Imperio Bizantino de Trebisonda y el Despotado Bizantino de Epiro.

El principado de Nicea fue el más importante de todos los reinos surgidos a partir de la división, pues logró
restaurar hasta cierto punto el antiguo esplendor bizantino. Fue fundado por Teodóro Láscaris al huir de la
conquista de Constantinopla por los cruzados. Para convertirlo en un principado poderoso, se tomó como
ejemplo al antiguo y esplendoroso imperio bizantino, y fruto de ello fue la sucesión de victorias militares que
permitieron al principado ampliar en buen grado sus dimensiones, así como la adecuada política comercial que
llevó a un tratado entre Nicea y Venecia, tradicional competidora de Bizancio en el comercio mediterráneo.

A partir de aquel momento, el principado mantendría siempre una ascensión continua de poder que alcanzaría
su puntos culminantes en las victorias y conquistas de Juan II Vatatzes (1222-1254) y la gran victoria de
Pelagonia (1259) con Miguel Paleólogo, triunfo que dejaba el camino expedito hacia la capital. Y así, con los
enemigos prácticamente retirados y casi sin lucha, Miguel VIII reconquistó Constantinopla. Por desgracia, la
guerra con los latinos, que conservaban sus posiciones en el Peloponeso, obligó a Nicea a desproteger Asia
Menor, que cayó para los turcos.

El nuevo auge del ya Imperio de Nicea hizo que el resto de países le viesen como un peligroso rival,
especialmente en el caso de Carlos de Anjou, quien deseaba vencer a Bizancio a toda costa, llegando a
conseguir una alianza conjunta entre su país y los reinos de Serbia, Bulgaria, y Venecia, problema que Miguel
VIII supo capear. Serían estas rivalidades, junto con los enemigos externos –turcos principalmente, quienes
tomaron Constantinopla el 29 de mayo de 1453 y Trebisonda en 1461– los que acabarían de manera definitiva
con Bizancio en el siglo XV.

Europa durante los siglos IX a XIII

El siglo XI, el mismo que contempló al Cid, fue uno de los más convulsos de todo el medievo. Ello se debió a
que fue el resultado de un cúmulo de acontecimientos acaecidos a lo largo de los siglos previos y, como éstos,
el siglo XI fue también la base para los siglos posteriores. Por ello, no es conveniente analizar la época del Cid
sin tener en cuenta cómo era la Europa de los siglos IX al XIII, la que rodeó la época de Rodrigo Díaz, un
hombre que fue, como todos, estuvo condicionado por las circunstancias que le tocó vivir, las mismas que le
dieron la oportunidad de convertirse en un hombre que dejase una huella indeleble en la memoria, y que él supo
aprovechar. a lo largo de los siglos previos.

Llegamos, pues, por fin a la Europa medieval, la que dio nombre a toda la Edad Media, como dijimos más
arriba. Pese a la fama de época oscura del medievo, la guerra y la superstición no eran lo único que
contemplaban los pueblos europeos. La cultura, el arte, estaban también presentes en aquella Europa de los
tiempos del Cid.

El feudalismo

La sociedad feudal ha sido representada tradicionalmente como dotada de una estructura piramidal, cuyos
diversos pisos o estratos estaban compuestos por los diversos estamentos sociales, situándose los privilegiados
en las zonas superiores de la pirámide y los más desfavorecidos en la base o en los estratos cercanos a la misma.
Los rangos de sus miembros eran hereditarios, y, puesto que indicaban la posición del individuo dentro de la
pirámide, conllevaban así mismo unos derechos y obligaciones, las que conllevaban las relaciones señor-
vasallo. En efecto, un individuo podía ser señor de aquellos que se encontraban en escalafones sociales
inferiores al suyo, pero a su vez era vasallo de quienes se hallaban por encima de él, a quienes debía obediencia
y servicio. Por su parte, debía ayudar a quienes fuesen sus vasallos, por ejemplo, a la hora de protegerlos en
tiempos de guerra.

La Cristiandad

El medievo es un período teocentrista –frente al antopocentrista que le seguiría, el Renacimiento–. Esto indica
la importancia que tenía la religión para aquellas gentes. La Iglesia Católica Apostólica Romana detentaba el
poder en la Cristiandad, esto es, el conjunto de países cristianos. De hecho, el Papa era la figura máxima de la
pirámide feudal, por encima de reyes y emperadores. No era para menos, siendo el vicario de Dios en la tierra
en una época en la que la fe era tan importante no sólo en el día a día, sino a la hora de acogerse a un poder
superior que protegiese a los cristianos frente al invasor musulmán –caso de la Reconquista en España, o de las
cruzadas en Tierra Santa–.

A su vez, esta concepción de los diversos países unidos por la regia papal explica la importancia de los cismas
religiosos, que hacían temblar toda la estructura de la Cristiandad con escisiones que, más allá de cuestiones
meramente religiosas, debilitaba a la Cristiandad al producirse conflictos en su propio seno, tanto por la propia
escisión territorial que separaba las relaciones entre los países católicos de aquellos donde los cismas triunfaron
–caso del cisma de Oriente, que concluyó con la fundación de la iglesia ortodoxa– como por los medios con que
los cismáticos solían ser combatidos, a sangre y fuego. Las cruzadas eran para todos los enemigos de la fe, y
puede afirmarse, por tanto, que las guerras contra herejes fueron también un tipo de cruzada, como sucedió en
la guerra contra los cátaros, predicada en 1208 por el Papa Inocencio III, y que tendría sus dos momentos más
dramáticos en la batalla de Muret, donde murió el rey Pedro el Católico, y en Montsegur, donde la lucha de los
cátaros hizo de aquel bastión un emplazamiento recordado por su heroica defensa.

El siglo IX

El siglo IX se inició con la coronación de Carlomagno como emperador por el Papa León III en la Navidad del
año 800. El imperio carolingio amalgamó perfectamente los rasgos antes descritos sobre el medievo: guerra,
poder político y militar, pero también cultura, de ahí la conocida denominación de Renacimiento carolingio
para el esplendor cultural de la corte de Aquisgrán. Los logros culturales de eruditos como Alcuino de York
tenían una talla tan grande como la del poderoso imperio que extendía sus fronteras casi a la par de las que
abarcaba la Cristiandad.

Por supuesto, tan extraordinaria extensión de dominios conllevaba la inevitable necesidad de proteger sus
límites, continuamente amenazados por los diversos invasores que, por uno u otro lugar, asaltaban las fronteras
del imperio. Las costas occidentales, por ejemplo, requerían especial protección, pues los vikingos las atacaban
a menudo. Por tierra, más allá de los clásicos cinturones defensivos constituidos por fortalezas, encontramos
auténticas regiones enteras dedicadas a la protección de la frontera imperial. Un caso evidente de ello de esto
fue la creación de la Marca Hispánica: en el año 801, Carlomagno conquistó Barcelona y mantuvo su avance
hacia el sur, siendo frenado por los musulmanes entre Tortosa y Huesca. Con ello, el noreste quedaba en manos
francas y se convertía en la Marca, que constituía así un poderoso sector de defensa contra a los musulmanes y
que, obviamente, superaba ampliamente la definición de cinturón defensivo.

El reinado de Carlomagno duró hasta septiembre de 813, cuando él mismo coronó a su hijo y sucesor Ludovico
Pío. Sin duda Carlomagno veía cercana su muerte, pues ésta acudió a cobrarle su doloroso tributo el 28 de
enero de 814. En 817 se producía la Ordinatio imperii, por la que quedaba establecida la división del imperio
entre los hijos del rey. No culparemos aquí a Ludovico Pío por haber logrado una división que, al fin y al cabo,
ya dispuso su padre en Diedenhofen (806) y que sólo fue frustrada por la muerte de sus hijos Carlos y Pipino.
Pero no es menos cierto que la división imperial, ejecutada en el Tratado de Verdún (843), así como los tratados
de Meersen (870) y Ribemont (880) debilitarían al imperio, pese a los intentos de reunificación de Carlos el
Gordo y el resurgir del período otoniano –a partir de Oton I, en 936, con quien el Sacro Imperio alcanzó su
máximo esplendor–.

Fue el siglo IX el que vio la unificación de Inglaterra, pues Egberto de Wessex obtuvo el homenaje de todos los
reyes ingleses. La vida en Inglaterra no era fácil, y no sólo por las condiciones en que vivía el pueblo durante el
feudalismo. Unas islas eran presa interesante para los vikingos, por lo que los ataques de los hombres del norte
no eran extraños, hasta el punto de que llegasen a dominar la Northumbria en el 866. Los vikingos se
desplazaban no sólo por el norte de la Europa Occidental (destaca, entre otros, el ataque a Hamburgo en 845),
sino también por costas más alejadas (Lisboa en 844). En el año 800 otra rama vikinga, la de los varegos, se
había desplazado hacia el este desarrollando actividades principalmente de carácter comercial. Su presencia en
el este sería fundamental para Rusia: fundaron el reino de Kiev, su gran duque Oleg de Kiev, descendiente del
legendario Rúrik (fundador del principado de Novgórod) unificó Rusia al dominar a todos los eslavos de uno y
otro lado del Dniéper.

El siglo X

Fundamentalmente, dos acontecimientos marcan al siglo X, y algunos de ellos iban a ser determinantes para lo
que acontecería en las centurias siguientes: por un lado, la ascensión al poder del antiguo imperio carolingio de
los capetos (con Hugo Capeto, 987-996). Sería con esta dinastía que el imperio vería su desintegración final, ya
en el siglo XII, reemplazando a los carolingios.

Por otro lado, en el año 910 comenzó levantarse Cluny. Sus miembros pertenecían a los benedictinos de la
reforma de San Benito de Aniano, y se basaban en el ora et labora. La regla de Cluny contó desde su fundación
con el privilegio de exención, esto es, dependía directamente del Papa, lo cual le evitaba cualquier tipo de
tributo o impuesto a señores feudales. Más al contrario, se le otorgaron diversos monasterios que contribuyeron
a iniciar una expansión que acabaría por convertirla en la orden más influyente de la Alta Edad Media, pues
llegó a convertirse en la más poderosa orden de su tiempo, sin ningún género de dudas, extendiéndose por todos
los países de Europa –en España, por ejemplo, substituyó al rito mozárabe en el siglo XI–.
Siglo XI

En el siglo XI se consigue una mejora sustancial en la obtención de alimentos gracias a las mejoras agrícolas,
especialmente por el sistema de rotación de siembra, por el que las parcelas a cultivar se dividían en tres
porciones, dos se dedicaban a distintos tipos de alimento –cereales propios del invierno en una, de primavera en
otra– y la tercera se dejaba en barbecho, lo cual implicaba el poder contar con alimento todo el año, y con una
producción ligeramente mayor que la conseguida hasta entonces.

El siglo XI fue convulso en toda Europa, sin excepción. Convulso a nivel religioso y militar,
fundamentalmente. Esto se observa principalmente en tres acontecimientos fundamentales: la conquista
normanda de Inglaterra, los cismas y las cruzadas.

El militarismo del siglo XI se observa también en los acontecimientos acaecidos en Inglaterra, donde Guillermo
el Bastardo venció a los anglosajones en la Batalla de Hastings (14 de octubre de 1066) y pasó a convertirse en
Guillermo el Conquistador al ser coronado rey (Navidad de 1066). Los franceses tomaron los escalafones de
poder en la pirámide feudal inglesa, y su influencia afectaría en todos los aspectos posibles a Inglaterra, desde
sus costumbres a su idioma, cambiando así el curso de su historia para siempre.

Pero si la conquista de Inglaterra se entiende meramente por la ambición de un hombre por poseer un reino
propio, la guerra busca normalmente razones de peso que la justifiquen, y, en el siglo XI una buena razón para
guerrear era la religión. Un importante problema en el seno de la Cristiandad fue el cisma de Miguel Cerulario
(1054), esto es, el conocido cisma de Oriente, del cual surgieron los ortodoxos cristianos. Pero, sin duda, el gran
acontecimiento religioso, político y militar del siglo XI, cuyos efectos se prolongarían a los largo de varios
siglos, fue el nacimiento de las cruzadas.

La Primera Cruzada se inició a raíz del llamamiento que el Papa Urbano II realizó en Clermont-Ferrand (1095),
por el que conminaba a los cristianos a marchar sobre Tierra Santa para liberar los lugares sagrados, que se
hallaban bajo dominio musulmán. El teocentrismo explica que llamamientos por la fe a emprender campañas
como la cruzada fuesen obedecidos de manera tan unánime y, más allá de los intereses políticos o de
enriquecimiento que impulsasen a los cruzados, es obvio que un profundo sentimiento religioso animaba a
aquellos hombres y mujeres que se encaminaron, bien en peregrinación, bien impulsados por vientos de guerra,
hacia los Lugares Santos.

Así pues, los unos por cuestiones religiosas, los otros por afán de aventura y la esperanza de riquezas, los
cruzados se armaron y tropas de todos los confines europeos se desplazaron hacia Tierra Santa. El triunfal
asedio de Nicea fue el primer paso importante hacia el objetivo principal cruzado, al cual se llegó tras las
victorias en Dorilea y la fundamental toma de Antioquía (1098).

La primera cruzada alcanzó su mayor esplendor al alcanzar la ansiada meta final: el 15 de julio de 1099, en una
de las conquistas más aterradoramente sangrientas que se recuerdan del medievo por la crueldad con que los
cruzados trataron a los vencidos, Jerusalén cayó en manos cruzadas, y Godofredo de Bouillon se convirtió en
Protector del Santo Sepulcro, título que utilizó para no utilizar el de rey pues, como él mismo decía, no quería
lucir corona de oro donde el Rey de Reyes la portó de espinas. Sería en el transcurso de las cruzadas cuando
surgirían órdenes militares como la del Hospital, o la legendaria Orden de los Templarios.

El siglo XII

Fue éste el siglo en que terminó la conocida como Alta Edad Media. A lo largo de él, diversos aspectos
experimentaron cambios o desarrollos importantes en esta centuria, desde el comercio a la guerra, pasando por
política y religión.
El mundo religioso iba experimentar cambios que afectarían al devenir del mundo a partir de aquel siglo. Fue a
inicios de aquel siglo (1115) que Bernardo de Claraval lanzó la revolución cisterciense, que acabaría
reemplazando a Cluny y cuya orden perdura hasta nuestros días. Por otro lado, fue en los círculos monásticos
donde nacieron universidades como Bolonia y Oxford. Precisamente, el mundo de la cultura, y en especial la
filosofía, se verían conmovidos por las primeras traducciones de la obra aristotélica, que se darán en esta
centuria y desplazarán las teorías platónicas.

En comercio iban a darse importantes novedades. En las ciudades apareció una nueva clase social, la burguesía,
que se situaba fuera de la pirámide feudal, que no contemplaba a este nuevo grupo, pues no requerían servir a
nadie por ser comerciantes. Con ellos aparecieron los gremios, en los que se asociaban los miembros de los
diversos ramos de artesanos y comerciantes que podían encontrarse en una localidad, siendo todavía hoy
posible encontrar algunas calles en nuestras ciudades que recuerden el antiguo emplazamiento de algún gremio
en ella. Todo esto, por supuesto, potenció el desarrollo económico de las ciudades, llegando a la aparición de la
banca, así como los primeros salarios para los trabajadores. La agricultura también sufrió mejoras importantes,
como el desarrollo de aperos (arado, yugo frontal), lo cual llevó a un aumento de la producción y, con ella, a
mejoras económicas.

A mediados de siglo (1146-1149), a raíz de la toma de Edesa por los turcos (1144) se dio la segunda cruzada.
Los cruzados, tras una penosa marcha por Asia Menor, decidieron intentar finalmente no la reconquista de
Edesa sino la de Damasco, pero fracasaron estrepitosamente. Desgraciadamente para el bando cristiano,
Jerusalén cayó en manos del magnífico Saladino (1187), por lo que se desencadenó la tercera cruzada sólo dos
años más tarde, perdurando hasta 1192, cuando Saladino logró mantener la ciudad bajo su dominio. Eran los
líderes cruzados Felipe II Augusto de Francia, Federico I Barbarroja de Alemania y el legendario Ricardo
Corazón de León de Inglaterra. Durante la ausencia de este último –lo cierto es que apenas residió en Inglaterra
durante su reinado– tomó el control del país su hermano Juan Sin Tierra. Ha querido la leyenda posterior dar
mala fama a éste último, siendo injusta a nuestro parecer, pues Inglaterra vivió una época de prosperidad y
mejoras que, sin duda, no hubiesen acontecido si nadie hubiese asumido el gobierno de un país cuyo legítimo
rey estaba más interesado en Tierra Santa que en el buen destino de sus compatriotas.

El siglo XIII

Con el siglo XIII se inicia la Baja Edad Media. Por aquel entonces, la población europea sigue creciendo, como
venía haciéndolo desde siglos anteriores, y, pese a las mejoras agrarias, estas no implicaban precisamente una
mejora sustancial de las condiciones de vida, en cuanto que también había más bocas que alimentar a causa del
crecimiento demográfico. Además, el sistema ya surgido en el siglo XI por el que las parcelas cultivables se
dividían en tres porciones para distintos tipos de alimento se expandió por Europa, y daba mayor producción al
principio, pero como agotaba más rápido la tierra que los antiguos sistemas agrarios, el aumento de alimento
tampoco fue tan grande a la larga.

Debido al aumento poblacional fue necesario ampliar las áreas cultivables, pero, pese a los esfuerzos, la tierra
disponible comenzó a ser escasa en este siglo, lo cual implicaba un aumento de las rentas por la demanda de
tierra, lo cual hizo que muchos campesinos se viesen obligados finalmente a marchar a las ciudades, donde los
gremios y la burguesía seguían prosperando.

El siglo XIII fue, además, el que vería más cruzadas: todas las que quedaban por suceder, de la cuarta a la
octava. La cuarta cruzada (1202-1204) fue motivada por el fracaso de la tercera cruzada, que no consiguió
recuperar Jerusalén. Los ayyubíes de Saladino tenían el control de la capital hebrea, por lo que se pensó en
atacar el corazón del poder ayyubí: Egipto. Los cruzados marcharon a Venecia y se pidió a Enrico Dandolo,
dogo de la ciudad, que se ocupase del transporte, pues los cruzados se desplazarían por mar hasta Egipto. Por
desgracia, a la hora de pagar, los cruzados no tenían bastante dinero. El dogo les pidió a cambio de sus servicios
que conquistasen Zara, en Hungría, para Venecia. Un mes más tarde, los cruzados lo conseguían pero, estando
allí, se enteraron de los graves acontecimientos que sufrían los Angelos, que gobernaban Bizancio, pues el
emperador Isaac II estaba ciego y el trono había sido usurpado por su hermano Alejo III.

El príncipe Alejo IV, hijo de Isaac, pidió que le ayudasen a recuperar el trono, ofreciéndose a cambio a acabar
con el cisma, ayudar a los cruzados y entregar una cuantiosa suma a Venecia. Los cruzados así lo hicieron pero,
en lugar de hacer lo pactado, saquearon salvajemente Constantinopla. Esta cruzada desgarraba no sólo al
imperio bizantino en cuarto imperios menores (véase el apartado dedicado a Bizancio), sino que resultaba
absolutamente ineficaz en sus objetivos primordiales.

La quinta cruzada (1217-1221) buscó golpear de nuevo en Egipto, el centro del poder ayyubí, para recuperar
Jerusalén. Comenzó con una desorganización absoluta, y sin un plan de maniobra claro, aunque finalmente se
estableció como objetivo la conquista de Damietta, ciudad costera del delta del Nilo. El asedio, ejecutado por
Juan de Brienne, rey de Jerusalén, y por el legado Pelagio, fue durísimo para los musulmanes, e incluso el
sultán al-Kamil ofreció cambiar Damietta por Jerusalén, con lo que la reconquista de la Ciudad Santa se hubiese
logrado. Sin embargo, los cruzados no aceptaron la propuesta y, tras la toma de la ciudad, optaron por seguir el
avance por Egipto. El delta, con sus dificultades naturales estivales, época de crecidas, les puso en serios apuros
hasta llegar a una sonada derrota ante El Cairo, lo cual les obligó a abandonar Egipto y, con él, Damietta.

La sexta cruzada (1228-1229) fue exitosa, al menos temporalmente, pues Federico II de Alemania consiguió un
pacto con el sultán al-Kamil por el que Jerusalén volvía a ser cristiana, pero se permitía a los musulmanes estar
en la explanada del Templo. Esto duró hasta 1244, cuando los tártaros reconquistaron Jerusalén (23 de agosto
de 1244).

En la septima cruzada (1248-1250) impulsada fundamentalmente por Luis IX de Francia, los cruzados tomaron
Damietta con facilidad (1249) y avanzaron por el Nilo con precaución, pues recordaban el castigo que el gran
río había infligido al contingente de la quinta cruzada. Una derrota militar en al-Mansurah puso a los cruzados
en retirada, la cual fue desastrosa hasta el punto de poner al monarca en manos musulmanas, siendo liberado el
6 de abril de 1250 a cambio de la ciudad de Damietta.

Con toda esta situación, por la que recuperar Jerusalén parecía tarea excesivamente dificultosa, el occidente
europeo miró hacia el este, buscando nuevas soluciones: se plantearon establecer alianzas con el imperio
mogol, cuya imparable fuerza militar sin duda les permitiría conquistar Tierra Santa. Sin embargo, tan
estupenda idea no dio frutos, por lo que hubo que optar por seguir con una nueva cruzada puramente europea.

Fue en 1270 cuando acaeció octava y última cruzada, principalmente motivada no ya por recuperar Jerusalén,
sino por pérdidas como la de Antioquía (1268). Luis IX partió hacia Egipto de nuevo e intentó convertir al
cristianismo al rey tunecino, muriendo ante las murallas de Túnez el 25 de agosto de 1270. Con su final
terminaban también casi dos siglos de cruzadas.

Autor: Alfonso Boix Jovaní


La Península Ibérica en tiempos del Cid. El siglo IX

Al-Andalus

Al-Andalus era emirato independiente omeya con respecto al califato abbasí desde 756. Tras un período inicial
de relativa paz –la lucha con los cristianos nunca se había detenido, aunque probablemente nadie sospechaba la
longevidad y proporciones que la contienda alcanzaría–, durante el reinado de al-Hakam I se produjeron
sangrientas revueltas promovidas por los alfaquíes, quienes habían gobernado de acuerdo con su antecesor, el
emir Hisam I, y a quienes ahora al-Hakam cuestionaba su poder.

A lo largo del siglo existirían revueltas de todo tipo, como las de muladíes y mozárabes en Bobastro, que
desestabilizaban el emirato junto con la amenaza constante de los enemigos exteriores, principalmente los
cristianos que desde el norte de la península golpeaban en la frontera con Córdoba, y los francos y normandos.
Todo esto constituía un caldo de cultivo idóneo para llevar al emirato a crisis y fragmentación, la cual alcanzó
su apogeo en el reinado de Abd-Allah (888-912). Obviamente, los máximos beneficiarios de esta inestabilidad
eran los cristianos, que a lo largo del siglo lograrían importantes conquistas.

Reinos cristianos

En efecto, los cristianos aprovecharon los defectos de sus contrarios, sus continuas crisis, y, uniéndolas al cada
vez mayor poderío militar, emprendieron una serie de campañas que ampliaron notablemente los dominios
cristianos en la península: Ordoño I (850-866), aprovechando las sublevaciones que sufría el emirato, lanzó una
potente campaña que desembocaría en una sonada victoria en Guadalete, además de conquistar León, Astorga,
Tuy y Amaya, y otras victorias como la que el conde Rodrigo logró en Talamanca; aún así, su reinado no se vio
libre de fracasos, como el desastre de la batalla de la llanura de Miranda (865), en la que murió el conde
Rodrigo que había derrotado a los musulmanes en Talamanca. Tanto durante su reinado como en el de su hijo
Alfonso III se acometió una importante repoblación del valle del Duero, utilizando principalmente la pressura,
esto es, las tierras sin dueño pasaban al poder regio que, a su vez, las distribuía a su antojo.

Alfonso III (866-910) destrozó a los musulmanes en una campaña en la que los moros se desplazaron hacia
Galicia y León con un enorme contingente. Bajo su reinado quedaron bajo control cristiano el norte de Portugal
y Oporto, mientras que el conde asturiano Hermenegildo tomó Coimbra para el rey Alfonso. El monarca llegó
incluso a fijar la frontera sobre el río Mondego, y logró un tratado de paz con Córdoba por tres años.

El siglo X. La Península Ibérica en tiempos del Cid

Al-Andalus

Fue el genial Abd al-Rahman III quien, en 929, instauró el califato de Córdoba, durante cuya existencia vivió
Al-Andalus sus momentos de máximo esplendor. A partir de sus dotes militares y diplomáticas, Abd al-
Rahman III supo reconducir la situación, derrotando a los rebeldes y frenando a sus enemigos, así como
manteninedo las rutas transaharianas –que eran las vías por las que llegaba el oro en grandes cantidades a
Córdoba– y combatiendo a los cristianos del norte.

La subida de Hisam II (976) quizá no hubiese pasado con importancia a la historia si no fuese porque no fue el
califa quien ejerció el poder, sino Almanzor, quien realmente gobernaba el califato y relanzó la guerra. Saqueó
Barcelona (985) y Santiago de Compostela, llevándose las campanas y arrasando la ciudad y sus habitantes
(997). No cabe duda que su muerte en 1002 debió de suponer un verdadero alivio para los cristianos, pues les
supuso una verdadera pesadilla.

Reinos cristianos

Alfonso III repartió su reino entre sus hijos, con la siguiente división: a García, su primogénito, le dejó la
foramontana y el título de emperador; a Ordoño le dejó Galicia; y, a Fruela, Asturias. Como ya había sucedido
en otras ocasiones –y no sería la última, como demostrarán los hijos de Fernando I en el siglo XI–, esta decisión
no contentó a todos, y García ideó un complot contra su padre.

Alfonso III logró encerrarle en prisión, pero Munio Fernández, suegro de García, le liberó. García alentó una
rebelión que obligó al rey a abdicar y exiliarse, pero pediría licencia a su hijo para desatar una campaña contra
los moros. Concedido el permiso, Alfonso desató una brillante campaña que le llevó a derrotar por última vez a
los musulmanes. Al terminarla, regreso a Zamora, donde al poco de su regreso cerró sus ojos para siempre.

A la muerte de Alfonso III de León, quiso la fortuna no ser clemente con García, el usurpador, y murió sólo
cuatro años después, sin descendencia. Tomó el cetro entonces Ordoño II (914-924), que había ayudado a
García en sus propósitos, razón por la cual había recibido el reino de Galicia. El nuevo rey estableció la capital
en León nada más acceder al trono. Mantuvo la guerra a los musulmanes, siendo derrotado en Mudonia,
Guadalajara, Alcolea y Valdejunquera.

A partir de entonces desató campañas de saqueo que le llevaron a penetrar en territorio andalusí, logrando una
gran expansión. A su muerte se volvieron a dar problemas sucesorios, que no serían sino la tónica dominante a
lo largo del siglo. En efecto, el reino pasó a Fruela, que moría al año siguiente, dividiéndose sus dominios entre
sus hijos Sancho y Alfonso. Sancho murió, y Alfonso, ahora ya Alfonso IV, pasó a ostentar el poder, aunque
abdicó en 931, pasando el trono a Ramiro II (931-951). Pero Alfonso decidió un año más tarde volver al trono,
más Ramiro II lo supo a tiempo, haciéndolo preso y dejándole ciego.

A nivel territorial, no puede negarse que la trayectoria del rey Ramiro II fue fructífera en cuanto a su lucha
contra los musulmanes, pues extendió la frontera hasta el Tormes. Sin embargo, a nivel interno, no pudo evitar
que Fernán González lograse la independencia para Castilla. Fernán González adquiriría posteriormente un
enorme poder entre la nobleza, siendo sin duda su miembro más destacado e influyente.

Esto se pudo advertir a la muerte de Ramiro II, sucedido por Sancho I (956-958). El rey, al ser derrotado por los
moros, fue depuesto por la nobleza comandada por Fernán González, dando el poder a Ordoño IV el Malo
(958-960). Su breve reinado es muestra de lo desastroso de su gobierno. Pero, en esos dos años, Sancho I no se
había quedado inactivo, y retomó el poder gracias a sus alianzas con Abd al-Rahman III y los navarros,
iniciándose así su segundo período de reinado (960-966), y contando esta vez con el apoyo de la nobleza, a
quienes puso de su lado.

Murió envenenado Sancho I, sucediéndole su hijo Ramiro III (966-984), quien, tras las derrotas de Gormaz y
Rueda, fue depuesto, pasando a reinar su hermano el usurpador Vermudo II (985-999), que se había
confabulado con varios nobles, entre ellos Gonzalo Núñez, el asesino de Sancho I. Se enfrentó con Ramiro III
quien, a su vez, se alió con Almanzor. Por desgracia, la muerte del legítimo monarca en 985 dejó el paso libre a
Vermudo II y su desastroso reinado. En efecto, tras la muerte de Ramiro III pasó el poder a su madre, la regente
Teresa Ansúrez, pero Vermudo había logrado una nueva alianza, esta vez con Almanzor, para dominar todo
León.

Tras lograr que la regente se retirase al monasterio de San Pelayo (Oviedo), quiso el usurpador expulsar a los
moros, quienes se vengaron terriblemente con los ataques a Coimbra (987), Zamora y León (988). Vermudo II
entregó su hija a Almanzor para reparar su relación, y según parece lo logró pero, una vez más, se creyó capaz
de enfrentarse al poder del legendario musulmán y rompió de nuevo relaciones con él, por lo que los
musulmanes reabrieron las hostilidades atacando Zamora, León y Astorga. El rey huyó a Galicia mientras
Almanzor saqueaba Santiago (10 agosto 997).

El siglo XI. La Península Ibérica en tiempos del Cid

Al igual que sucedía en Europa, donde el siglo XI fue verdaderamente convulso, también España sufrió
enormes cambios y gran actividad, especialmente militar, a lo largo de esta centuria.

Al-Andalus

El siglo XI fue testigo de tres cambios radicales en la estructura de al-Andalus. En primer lugar, el califato
acabó desmoronándose (1031) y el territorio andalusí se dividió en los reinos de taifas, donde los reyezuelos se
combatían entre sí movidos por su afán de poder, ambiciones que muy bien supieron aprovechar los cristianos.
En efecto, el poder cristiano era de sumo interés para los musulmanes, por lo que los reyes taifas pagaban
ingentes cantidades de riquezas en parias –tributos– a los grandes señores cristianos, quienes, a cambio, les
ofrecían su protección frente a sus enemigos.

Está claro que no era la religión únicamente, sino el poder político, lo que impulsaba a aquellos hombres, y que,
por tanto, las relaciones entre ambos bandos eran mucho más complejas que la maniqueísta visión entre
cristianos y moros como “buenos” o “malos”.

Fruto de estas alianzas era el que puedan encontrarse a grandes señores entre musulmanes –como el Cid, que
sirvió a los reyes de Zaragoza–, o al rey Alfonso VI, como se verá en breve.

Los reinos de taifas eran mucho más débiles que el antiguo califato, lo cual facilitó el avance cristiano hacia el
sur. Sin embargo, hacia finales de siglo, el empuje cristiano obligó a los reyes taifas de Sevilla, Badajoz y
Granada a pedir ayuda a los almorávides.la situación iba a cambiar con la llegada de los almorávides, quienes
no sólo infligieron terribles derrotas a los cristianos, sino que, convirtiéndose en enemigos de sus propios
correligionarios, anexionaron los reinos de taifas. Fue así como, en menos de un siglo, al-Ándalus pasó de estar
unido a disgregarse como reinos de taifas para, de nuevo, quedar fusionado, esta vez ante la llegada de un
temible adversario para los cristianos.

Reinos cristianos

A la muerte de Vermudo II le sucedió Alfonso V, que reconstruyó León, le dio su fuero y recuperó las
posiciones perdidas al sur del Duero. Casó con Urraca, hermana de Sancho III de Pamplona, que era reina
regente –Vermudo III se encontraba en minoría de edad– a fin de resolver los problemas entre Navarra y León.
El rey murió en el asedio de Viseo (1028).

Es aquí donde una nueva casa hace fundamental acto de presencia: Pamplona. Sancho III el Mayor, como se ha
dicho, había casado a su hermana Urraca con Alfonso, pero él se casó con Mayor de Castilla, hija del conde
García Sánchez, lo cual le llevaría a dirigir los destinos de Castilla al morir su suegro (mayo de 1029). El rey
llegó a reconquistar León (en enero de 1034, recibiendo así mismo el título de emperador) y, al morir, repartió
sus reinos entre García, Ramiro, y Gonzalo. Su segundogénito, Fernando, a quien había correspondido la mayor
parte de Castilla, estaba llamado a ser el unificador de los reinos.

En efecto, Fernando combatió a sus hermanos y se convirtió en Fernando I de Castilla y León. Su reinado fue
enormemente fructífero para los cristianos, pues reconquistó diversas localidades, entre las que destacan Viseo,
San Esteban de Gormaz o la histórica toma de Coimbra –según la leyenda, gracias a la intervención del apóstol
Santiago–, así como su victoria sobre Vermudo III en la batalla de Tamarón (1 de septiembre de 1037), y
sometió a varios reyes taifas al pago de parias.

Antes de morir el rey Fernando, el monarca dejó establecida la repartición de su reino entre sus descendientes
Sancho (Castilla y las parias de Zaragoza), Alfonso (León y las parias de Toledo), García (Galicia y la zona
reconquistada de Portugal, además de las parias de Sevilla y Badajoz), Urraca (Zamora) y Elvira (Toro). A las
dos hijas correspondía además el señorío sobre todos los monasterios del reino a condición de no desposarse
nunca. La división no agradó en absoluto a Sancho, por lo que, al morir su padre, y aprovechando que García
había atacado a Urraca, utilizó aquella acción como excusa para iniciar una guerra contra sus hermanos.

García, pues, fue el primero en perder sus posesiones, mientras que, en el caso de Alfonso, la batalla de
Llantada (1068) fue una advertencia de lo que estaba por suceder, pues la victoria de Sancho fue incontestable,
así como la de Golpejera (1072), que resultó definitiva y obligó a Alfonso a buscar refugio como exiliado en la
corte del rey taifa de Toledo.

Sólo quedaba Zamora como resistencia final a Sancho. Pese al asedio y los ataques, el pueblo zamorano se
defendía bravamente, pero estaba claro que, tarde o temprano, la ciudad acabaría claudicando. Así hubiese
sucedido de no ser por Vellido Dolfos, haciéndose pasar por desertor del frente zamorano, no hubiese engañado
al rey Sancho diciéndole que sabía de la existencia de un paso oculto para acceder a Zamora. El rey,
creyéndole, le siguió a donde, pretendidamente, Dolfos le mostraría aquel acceso. Pero lo único que halló el
monarca fue la muerte, propiciada por la mano artera de Dolfos.

Tuvo aquí un papel relevante el Campeador, hombre de confianza de Sancho, pues, advirtiendo la ausencia de
su rey y viendo huir al traidor, temióse lo ocurrido y salió en persecución del asesino, quien tuvo la fortuna de
hallar refugio en Zamora, escapando del Cid. Aunque nunca se ha sabido, en el pueblo existió la sospecha, que
ha pervivido hasta hoy, de que la infanta Urraca conocía el complot y pidió a Dolfos que cometiese el
magnicidio.

Sin Sancho, con García en prisión y teniendo en Urraca una incondicional partidaria, así como un reino sin rey,
Alfonso se encontró pasando del destierro a ser amo y señor de los reinos que su propio padre había dividido y
que, de nuevo, quedaba unificado. El rey Sancho, de quien el Cantar de Mio Cid no ofrece una visión negativa,
fue además un gran rey y guerrero y a quien, pese a derrotas como la de Sagrajas (1086), no puede negársele el
haber sido un enorme impulsor del empuje contra los musulmanes. De hecho, fue él quien recuperó Toledo,
reconvirtiéndola en la capital que ya había sido en tiempo de los visigodos.

El siglo XII. La Península Ibérica en tiempos del Cid

Al-Andalus

El imperio almorávide se extendió barriendo taifas y conquistando Valencia en 1102 (regida por Jimena tras la
muerte del Cid), mientras que en 1110 conquistan la hasta aquel momento irreductible taifa zaragozana y
Lisboa.

Sin embargo, A mediados de siglo los almohades sustituyeron a los almorávides, conquistando Sevilla (1147),
ocupando Andalucía y recuperando Almería (1157), conlo cual lograron una nueva unificación de Al-Andalus
en 1172.
Reinos cristianos

En vida del rey, su hija casó con Don Raimundo de Borgoña –el «Don Remont» que cita el Cantar de Mio Cid
con motivo de las cortes de Toledo–, de quien tuvo al futuro emperador Alfonso VII. A la muerte de Alfonso
VI (1109), y siendo viuda Urraca, se desposó en segundas nupcias con Alfonso I el Batallador, lo cual devino
en una terrible guerra civil. El matrimonio recibió la nulidad en 1114, con lo que se rompieron las relaciones
entre Aragón y Castilla. La muerte de Urraca en 1126 trajo la paz definitiva, pero conllevó una rectificación de
fronteras a favor de Navarra (1127) y la independencia del reino portugués.

El trono quedó en disputa entre Alfonso I y Alfonso VII, quien obtendría finalmente el trono en la paz de
Tamara (1127). Sería bajo el reinado del Emperador que se firmaría el tratado de Tudellén con Ramón
Berenguer IV, por el que se establecían las zonas de reconquista: el levante, hasta Murcia, para Aragón,
mientras que el resto de la península quedaba para Castilla y León.

El reinado del emperador Alfonso VII fue prolífico en conquistas, sometiendo a todos los reinos de la península
a excepción de Portugal, e incluso a muchos señores del sur de Francia. Entre sus victorias destaca la toma de
Almería (1147), lo cual nos muestra hasta qué punto alcanzó ya la reconquista territorio andalusí. Los
almohades reconquistaron la plaza en 1157 y Alfonso VII ya no pudo volver a tomarla, falleciendo aquel
mismo año.

A su muerte volvió a producirse una división del reino: Fernando II se quedaba León y Sancho III Castilla, tras
cuyo breve reinado (1157-1158) fue sucedido por su hijo Alfonso VIII. Frente a lo acontecido con su padre, el
reinado de Alfonso VIII fue muy largo (1158-1214), a lo largo del cual tuvo la oportunidad de combatir en
diversas ocasiones a los almohades, así como de establecer pactos con ellos cuando fue menester. Sin embargo,
parece que los cristianos respetaban los tratados sólo cuando les convenía, pues mantuvieron los ataques sobre
Al-Andalus.

Tras la reconquista de Cuenca en 1177 con el apoyo aliado de Aragón, se produjo el tratado de Cazorla (1179),
por el que se reestructuraban las líneas de expansión de la reconquista, dejando Murcia también para Castilla.
Pero, si por algo pasó a la historia Alfonso VIII, fue por un acontecimiento crucial acaecido en la siguiente
centuria.

El siglo XIII. La Península Ibérica en tiempos del Cid

Este fue el siglo en el que el avance cristiano recibió su máximo empuje: el 16 de julio de 1212, las huestes de
Alfonso VIII de Castilla, junto con Sancho VII de Navarra y Pedro II el Católico de Aragón, se enfrentaron al
temible ejército almohade.

La victoria de la alianza cristiana marcaría un hito en la historia, así como el definitivo principio del final de Al-
Andalus, que se partía de nuevo en taifas y el imperio almohade se desplomaba sin remedio, todo lo cual
facilitó enormemente el empuje cristiano. A todo esto hay que añadir que Fernando III se convirtió en rey de
León en 1230 –había estado gobernada por Alfonso IX tras la muerte de su padre Fernando II en 1188–, con lo
que los ejércitos castellano-leoneses se constituían como una fuerza terrible, hasta el punto de dejar sólo el
reino granadino por reconquistar.

Al tocarse, por fin, las fronteras del reino aragonés con el castellanoleonés –el empuje de Jaime I le había
llevado a dominar ya todo el levante– se dio un nuevo pacto, el de Almizra, que ratificaba el de Cazorla. Tras el
rey Fernando III, su hijo Alfonso X pasaría a la historia más por sus enormes logros culturales que los militares
–pese a que los hubo, como sucedió con las conquistas de Jerez o Cádiz–. El rey Alfonso X permitió que el
reino granadino resistiese, pero no a causa de sus intereses culturales, sino preocupado en resolver asuntos
internos.
Le sucedería Sancho IV, quien rivalizaba por el trono con los infantes de la Cerda –sobrinos y, por tanto,
herederos legítimos de Fernando de la Cerda, hermano mayor de Sancho, y que murió sin reinar–. Pactó con
Francia y Aragón para mantenerle a él y a sus descendientes en el poder. Sin embargo, las relaciones no fueron
especialmente buenas con Aragón, que llegó a vencer a Castilla en Pajarón (1290). Ni siquiera la boda de Jaime
II de Aragón con a primogénita de Sancho, Isabel, evitarían varios enfrentamientos. El sucesor del rey Sancho
IV fue su hijo Fernando IV, quien fracasaría en su intento de reconquistar Granada a principios del siglo XIV.
Granada todavía resistiría hasta la llegada de los Reyes Católicos, pero el final de la Reconquista ya sólo era
cuestión de tiempo.

Corona de Aragón: Jaime I

Es en el siglo XIII cuando la Corona de Aragón alcanza su máximo esplendor. Hasta entonces, su política había
sido fundamentalmente dedicada a asuntos políticos dentro de los actuales condados catalanes y con sus
vecinos castellano-leoneses y francos, pero su expansión no había sido en absoluto tan grande como la de
Castilla y León, pese a que habían sido aliados en diversas campañas a lo largo de los siglos (como en la toma
de Almería en 1147 o la ya citada batalla de las Navas de Tolosa).

Pero la cosa iba a cambiar a partir de la muerte de Pedro II el Católico en la batalla de Muret (1213) y la subida
al trono de su hijo, Jaime I, cuyo reinado se extendería desde 1213 hasta 1276. A causa de su minoría de edad –
había nacido en 1208, en Montpellier– hubo problemas durante la primera parte de su reinado. Mas, tras frenar
las revueltas de los nobles aragoneses (1227), actuó como los castellano-leoneses y se concentró en la
reconquista.

El que fue, sin lugar a dudas, el más grande de los reyes de la Corona de Aragón, debía de impresionar a sus
contemporáneos por sus cabellos pelirrojos y su enorme altura, sin duda heredada de su padre. Tanto su
aspecto, que sin duda haría pensar a sus hombres que se encontraban junto a una especie de ser superior, como
su genio político y militar, le hicieron desarrollar un avance imparable por el levante y las Islas Baleares:
Mallorca fue sometida en 1232, e Ibiza en 1235.

La campaña hacia Valencia fue testigo de cómo las diversas poblaciones, una tras otra, caían inexorablemente
en sus manos, hasta llegar a su culmen en la más grande de sus conquistas, Valencia, que contempló su enseña
el 22 de agosto de 1238. Alcanzó Alicante y ayudó a Alfonso X a controlar las revueltas en Murcia,
conquistándola y entregándola a Castilla, como se establecía en los pactos existentes sobre el reparto de
conquista de Cazorla y Almizra. A todo esto hay que unir su capacidad diplomática y las campañas por el
Mediterráneo, que abrieron enormemente las perspectivas comerciales y militares de la Corona en el campo
marítimo –bajo su reinado actuaron por primera vez los temibles y legendarios almogávares–. Sin duda, el
sobrenombre de «el Conquistador» con que le recuerda la historia es sobradamente merecido.

Portugal

Como se ha podido observar, la historia de Portugal en la Edad Media corre pareja en buena medida a la de
Castilla y León, tanto por las reconquistas realizadas por los monarcas castellano-leoneses como por las
agresiones sufridas desde los frentes musulmanes como agresiones no ya a Portugal sino al reino leonés, del
que durante tanto tiempo fueron parte.

A principios del siglo XI, Alfonso VI entregó Portugal a Enrique de Borgoña. Entonces era Portugal un
condado, pero el noble francés, que aparece en las cortes de Toledo según el Cantar de Mio Cid, lo declara
independiente al morir el monarca a principios del siglo XII. En las dos centurias siguientes, Portugal crecerá
hacia el sur, llevando a cabo su propia reconquista, y adquiriendo leyes, estructuras gubernamentales y
características propias.
La historia de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador

Los héroes de las epopeyas y gestas antiguas y modernas son en muchos casos fruto de la imaginación
individual o colectiva. Algunos de ellos, no obstante, se basan de manera más o menos lejana en personas de
carne y hueso, cuya fama las convirtió en figuras legendarias, hasta el punto de que resulta muy difícil saber
qué hay de histórico en el relato de sus hazañas. En este, como en tantos otros terrenos, el caso del Cid es
excepcional.

Aunque su biografía corrió durante siglos entreverada de leyenda, hoy conocemos su vida real con bastante
exactitud e incluso poseemos, lo que no deja de ser asombroso, un autógrafo suyo, la firma que estampó al
dedicar a la Virgen María la catedral de Valencia «el año de la Encarnación del Señor de 1098». En dicho
documento, el Cid, que nunca utilizó oficialmente esa designación, se presenta a sí mismo como «el príncipe
Rodrigo el Campeador». Veamos cuál fue su historia.

Infancia y juventud de Rodrigo: sus servicios a Sancho II

Rodrigo Díaz nació, según afirma una tradición constante, aunque sin corroboración documental, en Vivar, hoy
Vivar del Cid, un lugar perteneciente al ayuntamiento de Quintanilla de Vivar y situado en el valle del río
Ubierna, a diez kilómetros al norte de Burgos.

La fecha de su nacimiento es desconocida, algo frecuente cuando se trata de personajes medievales, y se han
propuesto dataciones que van de 1041 a 1057, aunque parece lo más acertado situarlo entre 1045 y 1049. Su
padre, Diego Laínez (o Flaínez), era, según todos los indicios, uno de los hijos del magnate Flaín Muñoz, conde
de León en torno al año 1000. Como era habitual en los segundones, Diego se alejó del núcleo familiar para
buscar fortuna. En su caso, la halló en el citado valle del Ubierna, en el que se destacó durante la guerra con
Navarra librada en 1054, reinando Fernando I de Castilla y León.

Fue entonces cuando adquirió las posesiones de Vivar en las que seguramente nació Rodrigo, además de
arrebatarles a los navarros los castillos de Ubierna, Urbel y La Piedra. Pese a ello, nunca perteneció a la corte,
posiblemente porque su familia había caído en desgracia a principios del siglo XI, al sublevarse contra
Fernando I. En cambio, Rodrigo fue pronto acogido en ella, pues se crió como miembro del séquito del
infante don Sancho, el primogénito del rey. Fue éste quien lo nombró caballero y con el que acudió al que
posiblemente sería su primer combate, la batalla de Graus (cerca de Huesca), en 1063.

En aquella ocasión, las tropas castellanas habían acudido en ayuda del rey moro de Zaragoza, protegido del rey
castellano, contra el avance del rey de Aragón, Ramiro I, quien murió precisamente en esa batalla.

Al fallecer Fernando I, en 1065, había seguido la vieja costumbre de repartir sus reinos entre sus hijos, dejando
al mayor, Sancho, Castilla; a Alfonso, León y a García, Galicia. Igualmente, legó a cada uno de ellos el
protectorado sobre determinados reinos andalusíes, de los que recibirían el tributo de protección llamado parias.
El equilibrio de fuerzas era inestable y pronto comenzaron las fricciones, que acabaron conduciendo a la guerra.

En 1068 Sancho II y Alfonso VI se enfrentaron en la batalla de Llantada, a orillas del Pisuerga, vencida por el
primero, pero que no resultó decisiva. En 1071, Alfonso logró controlar Galicia, que quedó nominalmente
repartida entre él y Sancho, pero esto no logró acabar con los enfrentamientos y en 1072 se libró la batalla de
Golpejera o Vulpejera, cerca de Carrión, en la que Sancho venció y capturó a Alfonso y se adueñó de su
reino. El joven Rodrigo (que a la sazón andaría por los veintitrés años) se destacó en estas luchas y, según una
vieja tradición, documentada ya a fines del siglo XII, fue el alférez o abanderado de don Sancho en dichas lides,
aunque en los documentos de la época nunca consta con ese cargo. En cambio, es bastante probable que
ganase entonces el sobrenombre de Campeador, es decir, «el Batallador», que le acompañaría toda su vida,
hasta el punto de ser habitualmente conocido, tanto entre cristianos como entre musulmanes, por Rodrigo el
Campeador.
Después de la derrota de don Alfonso (que logró exiliarse en Toledo), Sancho II había reunificado los territorios
regidos por su padre. Sin embargo, no disfrutaría mucho tiempo de la nueva situación. A finales del mismo año
de 1072, un grupo de nobles leoneses descontentos, agrupados entorno a la infanta doña Urraca, hermana del
rey, se alzaron contra él en Zamora. Don Sancho acudió a sitiarla con su ejército, cerco en el que Rodrigo
realizó también notables acciones, pero que al rey le costó la vida, al ser abatido en un audaz golpe de mano por
el caballero zamorano Bellido Dolfos.

El Cid al servicio de Alfonso VI. Las causas del destierro

La imprevista muerte de Sancho II hizo pasar el trono a su hermano Alfonso, que regresó rápidamente de
Toledo para ocuparlo. Las leyendas del siglo XIII han transmitido la célebre imagen de un severo Rodrigo que,
tomando la voz de los desconfiados vasallos de don Sancho, obliga a jurar a don Alfonso en la iglesia de Santa
Gadea (o Águeda) de Burgos que nada tuvo que ver en la muerte de su hermano, osadía que le habría ganado la
duradera enemistad del nuevo monarca. Por el contrario, nadie le exigió semejante juramento y además el
Campeador, que figuró regularmente en la corte, gozaba de la confianza de Alfonso VI, quien lo nombró juez
en sendos pleitos asturianos en 1075. Es más, por esas mismas fechas (en 1074, seguramente), el rey lo casó
con una pariente suya, su prima tercera doña Jimena Díaz, una noble dama leonesa que, según las
investigaciones más recientes, era además sobrina segunda del propio Rodrigo por parte de padre. Un
matrimonio de semejante alcurnia era una de las aspiraciones de todo noble que no fuese de primera fila, lo cual
revela que el Campeador estaba cada vez mejor situado en la corte.

Así lo muestra también que don Alfonso lo pusiese al frente de la embajada enviada a Sevilla en 1079 para
recaudar las parias que le adeudaba el rey Almutamid, mientras que García Ordóñez (uno de los garantes de las
capitulaciones matrimoniales de Rodrigo y Jimena) acudía a Granada con una misión similar. Mientras Rodrigo
desempeñaba su delegación, el rey Abdalá de Granada, secundado por los embajadores castellanos, atacó al rey
de Sevilla. Como éste se hallaba bajo la protección de Alfonso VI, precisamente por el pago de las parias que
había ido a recaudar el Campeador, éste tuvo que salir en defensa de Almutamid y derrotó a los invasores junto
a la localidad de Cabra (en la actual provincia de Córdoba), capturando a García Ordóñez y a otros magnates
castellanos. La versión tradicional es que en los altos círculos cortesanos sentó muy mal que Rodrigo venciera a
uno de los suyos, por lo que empezaron a murmurar de él ante el rey.

Sin embargo, no hay seguridad de que esto provocase hostilidad contra el Campeador, entre otras cosas porque
a Alfonso VI le interesaba, por razones políticas, apoyar al rey de Sevilla frente al de Badajoz, de modo que la
participación de sus nobles en el ataque granadino no debió de gustarle gran cosa.

De todos modos, fueron similares causas políticas las que hicieron caer en desgracia a Rodrigo. En esos
delicados momentos, Alfonso VI mantenía en el trono de Toledo al rey títere Alqadir, pese a la oposición de
buena parte de sus súbditos. En 1080, mientras el monarca castellano dirigía una campaña destinada a restaurar
el gobierno de su protegido, una incontrolada partida andalusí procedente del norte toledano se adentró por
tierras sorianas. Rodrigo hizo frente a los saqueadores y los persiguió con su mesnada hasta más allá de la
frontera, lo que, en principio, era sólo una operación rutinaria.

Sin embargo, en tales circunstancias, el ataque castellano iba a servir de excusa para la facción contraria a
Alqadir y a Alfonso VI. Además, los restantes reyes de taifas se preguntarían de qué servía pagar las parias, si
eso no les garantizaba la protección. Al margen, pues, de que interviniesen en el asunto García Ordóñez (que
era conde de Nájera) u otros cortesanos opuestos a Rodrigo, el rey debía tomar una decisión ejemplar al
respecto, conforme a los usos de la época. Así que desterró al Campeador.
El primer destierro del Cid. Sus servicios a la taifa de Zaragoza

Rodrigo Díaz partió al exilio seguramente a principios de 1081. Como otros muchos caballeros que habían
perdido antes que él la confianza de su rey, acudió a buscar un nuevo señor a cuyo servicio ponerse, junto con
su mesnada. Al parecer, se dirigió primeramente a Barcelona, donde a la sazón gobernaban dos condes
hermanos, Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II, pero no consideraron oportuno acogerlo en su corte.

Ante esta negativa, quizá el Campeador hubiera podido buscar el amparo de Sancho Ramírez de Aragón. No
sabemos por qué no lo hizo, pero no hay que olvidar que Rodrigo había participado en la batalla donde había
sido muerto el padre del monarca aragonés. Sea como fuere, el caso es que el exiliado castellano optó por
encaminarse a la taifa de Zaragoza y ponerse a las órdenes de su rey.

No ha de extrañar que un caballero cristiano actuase de este modo, pues las cortes musulmanas se convirtieron
a menudo, por una u otra causa, en refugio de los nobles del norte. Ya hemos visto cómo el mismísimo don
Alfonso había hallado protección en el alcázar de Toledo.

Cuando Rodrigo llegó a Zaragoza, aún reinaba, ya achacoso, Almuqtadir, el mismo que la regía en tiempos de
la batalla de Graus, uno de los más brillantes monarcas de los reinos de taifas, celebrado guerrero y poeta, que
mandó construir el palacio de la Aljafería. Pero el viejo rey murió muy poco después, quedando su reino
repartido entre sus dos hijos: Almutamán, rey de Zaragoza, y Almundir, rey de Lérida.

El Campeador siguió al servicio del primero, a quien ayudó a defender sus fronteras contra los avances
aragoneses por el norte y contra la presión leridana por el este. Las principales campañas de Rodrigo en
este período fueron la de Almenar en 1082 y la de Morella en 1084. La primera tuvo lugar al poco de acceder
Almutamán al trono, pues Almundir, que no quería someterse en modo alguno a su hermano mayor, había
pactado con el rey de Aragón y el conde de Barcelona para que lo apoyasen.

Temiendo un inminente ataque, el rey de Zaragoza envió a Rodrigo a supervisar la frontera nororiental de su
reino, la más cercana a Lérida. Así que a fines del verano o comienzos del otoño de 1082, el Campeador
inspeccionó Monzón, Tamarite y Almenar, ya muy cerca de Lérida. Mientras les tomaba a los leridanos el
castillo de Escarp, en la confluencia del Cinca y del Segre, Almundir y el conde de Berenguer de Barcelona
pusieron sitio al castillo de Almenar, lo que obligó al Campeadora regresar a toda prisa.

Tras negociar infructuosamente con los sitiadores para que levantasen el asedio, Rodrigo los atacó y, pese a su
inferioridad numérica, los derrotó por completo y capturó al propio conde de Barcelona. La campaña de
Morella en 1084 sucedió de forma muy similar. El Campeador, después de saquear las tierras del sudeste de la
taifa de Lérida y atacar incluso la imponente plaza fuerte de Morella, fortificó el castillo de Olocau del Rey, al
noroeste de aquella.

La posibilidad de tener tan cerca y tan bien guarnecidos a los zaragozanos hizo que Almundir, esta vez en
compañía de Sancho Ramírez de Aragón, se lanzase contra ellos. El encuentro debió de producirse en las
cercanías de Olocau (seguramente el 14 de agosto de 1084) y en él, tras duros combates, la victoria fue de
nuevo para Rodrigo, que capturó a los principales magnates aragoneses.

La reconciliación con Alfonso VI. Las campañas levantinas

Almutamán murió en 1085, probablemente en otoño, y le sucedió su hijo Almustaín, a cuyo servicio siguió el
Campeador, pero por poco tiempo. En 1086, Alfonso VI, que por fin había conquistado Toledo el año anterior,
puso sitio a Zaragoza con la firme decisión de tomarla. Sin embargo, el 30 de julio el emperador de Marruecos
desembarcó con sus tropas, los almorávides, dispuesto a ayudar a los reyes andalusíes frente a los avances
cristianos. El rey de Castilla tuvo que levantar el cerco y dirigirse hacia Toledo para prepara la contraofensiva,
que se saldaría con la gran derrota castellana de Sagrajas el 23 de octubre de dicho año.
Fue por entonces cuando Rodrigo recuperó el favor del rey y regresó a su patria. No se sabe si se reconcilió con
él durante el asedio de Zaragoza o poco después, aunque no consta que se hallase en la batalla de Sagrajas. Al
parecer, le encomendó varias fortalezas en las actuales provincias de Burgos y Palencia. En todo caso, don
Alfonso no empleó al Campeador en la frontera sur, sino que, aprovechando su experiencia, lo destacó
sobre todo en la zona oriental de la Península.

Después de permanecer con la corte hasta el verano de 1087, Rodrigo partió hacia Valencia para auxiliar a
Alqadir, el depuesto rey de Toledo al que Alfonso VI había compensado de su pérdida situándolo al frente de
la taifa valenciana, donde se encontraba en la misma débil situación que había padecido en el trono toledano.

El Campeador pasó primero por Zaragoza, donde se reunió con su antiguo patrono Almustaín y juntos se
encaminaron hacia Valencia, hostigada por el viejo enemigo de ambos, Almundir de Lérida. Después de
ahuyentar al rey leridano y de asegurar a Alqadir la protección de Alfonso VI, Rodrigo se mantuvo a la
expectativa, mientras Almundir ocupaba la plaza fuerte de Murviedro (es decir, Sagunto), amenazando de
nuevo a Valencia. La tensión aumentaba y el Campeador volvió a Castilla, donde se hallaba en la primavera de
1088, seguramente para explicarle la situación a don Alfonso y planificar las acciones futuras. Éstas pasaban
por una intervención en Valencia a gran escala, para lo cual Rodrigo partió al frente de un nutrido ejército en
dirección a Murviedro.

Mientras tanto, las circunstancias en la zona se habían complicado. Almustaín, al que el Campeador se había
negado a entregarle Valencia el año anterior, se había aliado con el conde de Barcelona, lo que obligó a
Rodrigo a su vez a buscar la alianza de Almundir. Los viejos amigos se separaban y los antiguos enemigos se
aliaban. Así las cosas, cuando el caudillo burgalés llegó a Murviedro, se encontró con que Valencia estaba
cercada por Berenguer Ramón II. El enfrentamiento parecía inminente, pero en esta ocasión la diplomacia
resultó más eficaz que las armas y, tras las pertinentes negociaciones, el conde de Barcelona se retiró sin llegar
a entablar combate.

A continuación, Rodrigo se puso a actuar de una forma extraña para un enviado real, pues empezó a cobrar
para sí mismo en Valencia y en los restantes territorios levantinos los tributos que antes se pagaban a los
condes catalanes o al monarca castellano. Tal actitud sugiere que durante su estancia en la corte, Alfonso VI
y él habían pactado una situación de virtual independencia del Campeador, a cambio de defender los intereses
estratégicos de Castilla en el flanco oriental de la Península. Esta situación de hecho pasaría a serlo de derecho
a finales de 1088, después del oscuro incidente del castillo de Aledo.

El segundo destierro. El Cid, señor de la guerra

Sucedió que Alfonso VI había conseguido adueñarse de dicha fortaleza (en la actual provincia de Murcia),
amenazando desde la misma a las taifas de Murcia, Granada y Sevilla, sobre las que lanzaban continuas algaras
las tropas castellanas allí acuarteladas. Esta situación más la actividad del Campeador en Levante movieron a
los reyes de taifas a pedir de nuevo ayuda al emperador de Marruecos, Yusuf ben Tashufin, que acudió con sus
fuerzas a comienzos del verano de 1088 y puso cerco a Aledo.

En cuanto don Alfonso se enteró de la situación, partió en auxilio de la fortaleza asediada y envió instrucciones
a Rodrigo para que se reuniese con él. El Campeador avanzó entonces hacia el sur, aproximándose a la zona de
Aledo, pero a la hora de la verdad no se unió a las tropas procedentes de Castilla. ¿Un mero error de
coordinación en una época en que las comunicaciones eran difíciles o una desobediencia intencionada del
caballero burgalés, cuyos planes no coincidían con los de su rey? Nunca lo sabremos, pero el resultado fue que
Alfonso VI consideró inadmisible la actuación de su vasallo y lo condenó de nuevo al destierro, llegando a
expropiarle sus bienes, algo que sólo se hacía normalmente en los casos de traición. A partir de este
momento, el Campeador se convirtió en un caudillo independiente y se dispuso a seguir actuando en
Levante guiado tan sólo por sus propios intereses.
Comenzó actuando en la región de Denia, que entonces pertenecía a la taifa de Lérida, lo que provocó el temor
de Almundir, quien envió una embajada para pactar la paz con el Campeador. Firmada ésta, Rodrigo regresó a
mediados de 1089 a Valencia, donde de nuevo recibió los tributos de la capital y de las principales plazas
fuertes de la región. Después avanzó hacia el norte, llegando en la primavera de 1092 hasta Morella (en la
actual provincia de Castellón), por lo que Almundir, a quien pertenecía también dicha comarca, temió la ruptura
del tratado establecido y se alió de nuevo contra Rodrigo con el conde de Barcelona, cuyas tropas avanzaron
hacia el sur en busca del guerrero burgalés.

El encuentro tuvo lugar en Tévar, al norte de Morella (quizá el actual puerto de Torre Miró) y allí Rodrigo
derrotó por segunda vez a las tropas coligadas de Lérida y Barcelona, y volvió a capturar a Berenguer
Ramón II. Esta victoria afianzó definitivamente la posición dominante del Campeador en la zona
levantina, pues antes de acabar el año, seguramente en otoño de 1090, el conde barcelonés y el caudillo
castellano establecieron un pacto por el que el primero renunciaba a intervenir en dicha zona, dejando a
Rodrigo las manos libres para actuar en lo sucesivo.

En principio, el Campeador limitó sus planes a seguir cobrando los tributos valencianos y a controlar algunas
fortalezas estratégicas que le permitiesen dominar el territorio, es decir, a mantener el tipo de protectorado que
ejercía desde 1087. Con ese propósito, Rodrigo reedificó en 1092 el castillo de Peña Cadiella (hoy en día, La
Carbonera, en la sierra de Benicadell), donde situó su base de operaciones. Mientras tanto, Alfonso VI
pretendía recuperar la iniciativa en Levante, para lo cual estableció una alianza con el rey de Aragón, el conde
de Barcelona y las ciudades de Pisa y Génova, cuyas respectivas tropas y flotas participaron en la expedición,
avanzando sobre Tortosa (entonces tributaria de Rodrigo) y la propia Valencia en el verano de 1092. El
ambicioso plan fracasó, no obstante, y Alfonso VI hubo de regresar a Castilla al poco de llegar a Valencia, sin
haber obtenido nada de la campaña, mientras Rodrigo, que a la sazón se hallaba en Zaragoza negociando una
alianza con el rey de dicha taifa, lanzó en represalia una dura incursión contra La Rioja.

A partir de ese momento, sólo los almorávides se opusieron al dominio del Campeador sobre las tierras
levantinas y fue entonces cuando el caudillo castellano pasó definitivamente de una política de protectorado a
otra de conquista. En efecto, a esas alturas la tercera y definitiva venida de los almorávides a Alandalús, en
junio de 1090, había cambiado radicalmente la situación y resultaba claro que la única forma de retener el
control sobre el Levante frente al poder norteafricano pasaba por la ocupación directa de las principales plazas
de la zona.

La conquista de Valencia

Mientras Rodrigo prolongaba su estancia en Zaragoza hasta el otoño de 1092, en Valencia una sublevación
encabezada por el cadí o juez Ben Yahhaf había destronado a Alqadir, que fue asesinado, favoreciendo el
avance almorávide. El Campeador, no obstante, volvió al Levante y, como primera medida, puso cerco al
castillo de Cebolla (hoy el El Puig, cerca de Valencia) en noviembre de 1092. Tras la rendición de esta fortaleza
a mediados de 1093, el guerrero burgalés tenía ya una cabeza de puente sobre la capital levantina, que fue
cercada por fin en julio del mismo año.

Este primer asedio duró hasta el mes de agosto, en que se levantó a cambio de que se retirase el destacamento
norteafricano que había llegado a Valencia tras producirse la rebelión que costó la vida a Alqadir.

Sin embargo, a finales de año el cerco se había restablecido y ya no se levantaría hasta la caída de la ciudad.
Entonces, los almorávides, a petición de los valencianos, enviaron un ejército mandado por el príncipe Abu
Bakr ben Ibrahim Allatmuní, el cual se detuvo en Almussafes (a unos veinte kilómetros al sur de Valencia) y se
retiró sin entablar combate. Sin esperar ya apoyo externo, la situación se hizo insostenible y por fin Valencia
capituló ante Rodrigo el 15 de junio de 1094. Desde entonces, el caudillo castellano adoptó el título de
«Príncipe Rodrigo el Campeador» y seguramente recibiría también el tratamiento árabe de sídi «mi
señor», origen del sobrenombre de mio Cid o el Cid, con el que acabaría por ser generalmente conocido.
La conquista de Valencia fue un triunfo resonante, pero la situación distaba de ser segura. Por un lado, estaba la
presión almorávide, que no desapareció mientras la ciudad estuvo en poder de los cristianos. Por otro, el control
del territorio exigía poseer nuevas plazas. La reacción norteafricana no se hizo esperar y ya en octubre de 1094
avanzó contra la ciudad un ejército mandado por el general Abu Abdalá, que fue derrotado por el Cid en
Cuart (hoy Quart de Poblet, a escasos seis kilómetros al noroeste de Valencia).

Esta victoria concedió un respiro al Campeador, que pudo consagrarse a nuevas conquistas en los años
siguientes, de modo que en 1095 cayeron la plaza de Olocau y el castillo de Serra.

A principios de 1097 se produjo la última expedición almorávide en vida de Rodrigo, comandada por
Muhammad ben Tashufin, la cual se saldó con la batalla de Bairén (a unos cinco kilómetros al norte de
Gandía), ganada una vez más por el caudillo castellano, esta vez con ayuda de la hueste aragonesa del rey Pedro
I, con el que Rodrigo se había aliado en 1094.

Esta victoria le permitió proseguir con sus conquistas, de forma que a finales de 1097 el Campeador ganó
Almenara y el 24 de junio de 1098 logró ocupar la poderosa plaza de Murviedro, que reforzaba
notablemente su dominio del Levante. Sería su última conquista, pues apenas un año después, posiblemente en
mayo de 1099, el Cid moría en Valencia de muerte natural, cuando aún no contaba con cincuenta y cinco
años (edad normal en una época de baja esperanza de vida).

Aunque la situación de los ocupantes cristianos era muy complicada, aún consiguieron resistir dos años más,
bajo el gobierno de doña Jimena, hasta que el avance almorávide se hizo imparable. A principios de mayo de
1102, con la ayuda de Alfonso VI, abandonaron Valencia la familia y la gente del Campeador, llevando
consigo sus restos, que serían inhumados en el monasterio burgalés de San Pedro de Cardeña.

Acababa así la vida de uno de los más notables personajes de su tiempo, pero ya entonces había comenzado la
leyenda.
El Cid mítico y legendario

Es algo excepcional que podamos conocer con tanto detalle la vida de Rodrigo el Campeador, y no es menos
extraordinario el éxito del Cid como personaje literario. Desde sus propios días hasta ahora mismo, su figura no
ha dejado de inspirar toda suerte de manifestaciones artísticas, literarias principalmente, pero también plásticas
y musicales, llegando en nuestros días, tanto a la gran pantalla, con la célebre película El Cid, como a la
pequeña, con la serie de dibujos animados emitida a principios de los ochenta, Ruy, el pequeño Cid. Pero no
adelantemos acontecimientos.

Las fuentes árabes

Quizá resulte paradójico, pero los textos más antiguos sobre la figura de Rodrigo el Campeador son los árabes,
que (nueva paradoja) nunca se refieren a él mediante el título de Sídi en la veintena de obras en que se lo
menciona. Nada de ello debe extrañar. En la Península Ibérica, durante la Alta Edad Media, la literatura se
cultivaba mucho más en árabe que en latín o en las lenguas romances. Particularmente, el siglo XI es uno de sus
períodos más florecientes en Alandalús, tanto en su vertiente poética como histórica.

Por lo que hace al tratamiento de Sídi, dos razones explican su ausencia de los textos árabes: que era un término
tradicionalmente reservado a los gobernantes musulmanes y que las referencias al Cid en ellos son ante todo
negativas. Pese a reconocer alguna de sus grandes cualidades, el Campeador era para ellos un tagiya «tirano»,
la‘in «maldito» e incluso kalb ala‘du «perro enemigo», y si escriben sobre él es por el gran impacto que causó
en su momento la pérdida de Valencia.

En tales circunstancias, ya es asombroso que Ben Bassam en la tercera parte de su Dajira o Tesoro (escrita
hacia 1110) dijese de él que «era este infortunio [es decir, Rodrigo] en su época, por la práctica de la destreza,
por la suma de su resolución y por el extremo de su intrepidez, uno de los grandes prodigios de Dios», si bien
«prodigio» aquí no se toma del todo en buena parte. Este autor es uno de los que se ocupan en árabe más
extensamente del Cid, de quien refiere varias anécdotas transmitidas por testigos presenciales.

A esta última categoría pertenecen los autores de las obras más antiguas sobre el Campeador, hoy conocidas
sólo por vías indirectas: la Elegía de Valencia del alfaquí y poeta Alwaqqashí (muerto en 1096), compuesta
durante la fase más dura del cerco de la ciudad (seguramente a principios de 1094), el Manifiesto elocuente
sobre el infausto incidente, una historia del dominio del Campeador escrita entre 1094 y 1107 por el escritor
valenciano Ben Alqama (1037-1115) y otra obra sobre el mismo tema, cuyo título desconocemos, de Ben
Alfaray, visir del rey Alqadir de Valencia en vísperas de la conquista cidiana. Estas dos obras, citadas o
resumidas por diversos autores posteriores, son la base de casi todas las referencias árabes al Cid, que llegan
hasta el siglo XVII.

Las fuentes cristianas. Los textos medievales

Mucho se ha especulado sobre la posible existencia de cantos noticieros sobre el Campeador; se trataría de
breves poemas que desde sus mismos días habrían divulgado entre el pueblo, ávido de noticias, las hazañas del
caballero burgalés. La verdad es que ningún apoyo firme hay al respecto y lo único seguro es que los textos
cristianos más antiguos que tratan de Rodrigo son ya del siglo XII y están en latín.

El primero, ya citado, es el Poema de Almería (1147-1148), que cuenta la conquista de dicha ciudad por
Alfonso VII y donde, a modo de inciso, se realiza una breve alabanza de nuestro héroe según la cual, como se
ha visto, se cantaba que nunca había sido vencido. Esta alusión ha hecho pensar que por estas fechas ya existía
el Cantar de mio Cid o, al menos, un antepasado suyo, pero (tal y como he explicado) tal expresión parece
querer decir solamente “es fama que nunca fue vencido”.
Frente a este aislado testimonio a mediados del siglo XII, a finales del mismo asistimos a una auténtica eclosión
de literatura cidiana. El detonante parece haber sido la composición, hacia 1180 y quizá en La Rioja, de la
Historia Roderici, una biografía latina del Campeador en que se recogen y ordenan los datos disponibles
(seguramente a través de la historia oral) sobre la vida del héroe. Basada parcialmente en ella, pero dando
cabida a componentes mucho más legendarios sobre la participación de Rodrigo en la batalla de Golpejera y en
el cerco de Zamora, está la Crónica Najerense, redactada en Nájera (como su propio nombre indica) entre 1185
y 1194.

Muy poco después se compondría la primera obra en romance, el Linaje de Rodrigo Díaz, un breve texto
navarro que hacia 1094 ofrece una genealogía del héroe y un resumen biográfico basado en la Historia y en la
Crónica. También por esas fechas y a partir de las mismas obras se compuso un poema latino que, en forma de
himno, destaca las principales batallas campales de Rodrigo, el Carmen Campidoctoris. Ya en pleno siglo XIII,
los historiadores latinos Lucas de Tuy, en su Chronicon mundi (1236), y Rodrigo Jiménez de Rada, en su
Historia de rebus Hispanie (1243), harán breves alusiones a las principales hazañas del Campeador, en
particular la conquista de Valencia, mientras que (ya en la segunda mitad del siglo) Juan Gil de Zamora, en
sus obras Liber illustrium personarum y De Preconiis Hispanie, dedicó sendos capítulos a la vida de Rodrigo
Díaz, y lo mismo hará, ya a principios del siglo XIV, el obispo de Burgos Gonzalo de Hinojosa en sus
Chronice ab origine mundi.

Los cantares de gesta del ciclo cidiano

Los textos latinos dieron carta de naturaleza literaria al personaje del Cid, pero serían las obras vernáculas las
que lo consagrarían definitivamente, proyectándolo hacia el futuro.

El núcleo fundacional de dicha producción lo forman los cantares de gesta del ciclo cidiano. Se trata
básicamente de tres poemas épicos (algunos con varias versiones) que determinarán de ahí en adelante otros
tantos bloques temáticos: las Mocedades de Rodrigo, que cuentan una versión completamente ficticia de su
matrimonio con doña Jimena (tras haber matado en duelo a su padre) y sus hazañas juveniles (que incluyen una
invasión de Francia); el Cantar de Sancho II, en el que se narra el cerco de Zamora y la muerte de don Sancho a
manos de Vellido Dolfos, y el Cantar de mio Cid.

El más antiguo y el principal es éste último, redactado hacia 1200, como ya se ha visto; le siguen el Cantar de
Sancho II, que se compuso seguramente en el siglo XIII y se conoce sólo de forma indirecta, y las Mocedades
de Rodrigo, que presentaron una primera versión (hoy perdida) en torno a 1300 y otra (que sí ha llegado hasta
nosotros) de mediados del siglo XIV.

A ellos han de añadirse tres poemas breves, uno conservado, el Epitafio épico del Cid (quizá hacia 1400), que
es un breve texto en verso épico de catorce versos en el que se resume la carrera heroica del Campeador, y dos
perdidos y quizá algo más largos, pero de existencia discutida: La muerte del rey Fernando (o La partición de
los reinos) y La jura en Santa Gadea, ambos posiblemente de finales del siglo XIII y al parecer concebidos
como puente entre los tres cantares extensos ya citados, para crear una sólo y extensa biografía épica del Cid.

La Estoria de España y sus "descendientes"

Los poemas que acabamos de dar por perdidos en realidad no lo están del todo, pues todos ellos se conservan
en forma de relato en prosa. Esto ha sido posible porque a finales del siglo XIII, cuando Alfonso X el Sabio
planificó su Estoria de España (hacia 1270), sus colaboradores decidieron incluir entre sus fuentes de
información versiones prosificadas de los principales cantares de gesta.
Gracias a ello hoy no sólo sabemos de su existencia y conocemos su argumento, sino que nos han llegado
íntegros algunos versos suyos, si bien es muy peligroso ponerse a reconstruir los poemas a partir de las
redacciones en prosa. La parte relativa al Cid en la versión primitiva alfonsí de la Estoria de España no se ha
conservado, y es bastante probable que no alcanzase una redacción definitiva, aunque al menos la parte previa a
la conquista de Valencia se hallaba casi concluida.

No obstante, se han conservado dos reelaboraciones posteriores que sí contienen dicha parte. Una de ellas es la
“versión crítica”, una revisión de la Estoria mandada hacer por el propio Alfonso X al final de su reinado (hacia
1282-1284) y que se ha perpetuado en la Crónica de Veinte Reyes. La otra es la “versión sanchina o
amplificada”, realizada bajo el reinado de Sancho IV y concluida en 1289, y bien conocida gracias a la edición
de Menéndez Pidal, bajo el título de Primera Crónica General.

La tendencia a prosificar cantares de gesta se mantuvo en los historiógrafos que siguieron el modelo de Alfonso
X, por lo cual sus obras son denominadas crónicas alfonsíes: la Crónica de Castilla (hacia 1300), la Traducción
Gallega (poco posterior), la Crónica de 1344 (redactada en portugués, traducida al castellano y luego objeto de
una segunda versión portuguesa hacia 1400), la Crónica Particular del Cid (del siglo XV, publicada por vez
primera en Burgos en 1512) y la Crónica Ocampiana (publicada por Florián de Ocampo, cronista de Carlos
V, en 1541).

Las dos versiones, crítica y sanchina, de la Estoria de España prosifican La muerte del rey Fernando, el Cantar
de Sancho II y el Cantar de mio Cid, a los cuales las posteriores crónicas alfonsíes añaden La jura en Santa
Gadea y la versión primitiva de las Mocedades de Rodrigo. Por ejemplo, de esta última se han conservado casi
intactos algunos pares de versos, como: «E hízole caballero en esta guisa, ciñéndole la espada / y diole paz en la
boca, mas no le dio pescozada» (es decir, que le dio el beso de paz, pero no el espaldarazo) o «que nunca se
viese con ella en yermo ni en poblado, / hasta que venciese cinco lides en campo».

La historia de Alfonso X y sus descendientes, además de emplear los poemas épicos, se basaron en las obras
latinas ya citadas de Lucas de Tuy y de Rodrigo Jiménez de Rada, así como en la Historia Roderici y quizá en
la Crónica Najerense, pero también en el perdido tratado de Ben Alfaray y tradujeron la Elegía de Valencia de
Alwaqqashí, conservando así el recuerdo de otras dos obras cuya versión original no se ha conservado.
Emplearon además el Linaje de Rodrigo Díaz y (salvo la versión crítica, seguida por la Crónica de Veinte
Reyes) remataron la completa biografía legendaria del Cid con materiales procedentes de las tradiciones de tipo
hagiográfico desarrolladas en torno a la tumba del Campeador en San Pedro de Cardeña, como la célebre
victoria del Cid después de muerto.

En general, se ha pensado que en dicho monasterio se redactó una Estoria del Cid, señor que fue de Valencia,
incorporada a las crónicas alfonsíes, que relataría de forma bastante fantasiosa la parte final de la vida del
Campeador, desde la conquista de Valencia, mezclando datos procedentes del Cantar de mio Cid y de la obra
de Ben Alqama con las citadas leyendas monásticas sobre la muerte y el entierro del héroe, muy influidas por el
género de las vidas de santos.

Sin embargo, Cardeña no registra una actividad historiográfica de cierta envergadura hasta el siglo XVII,
cuando Fray Juan de Arévalo (muerto en 1633) compone su inédita Crónica de los antiguos condes, reyes y
señores de Castilla. También se pone la Historia del Cid Ruy Díaz, por lo que resulta muy poco probable que
una obra como la Estoria del Cid, con su relativamente elaborada fusión de fuentes, se produjese allí, o más
probable es que los materiales legendarios cardeñenses se sumasen en el propio taller alfonsí o sanchino a un
texto que combinaba el Cantar con la perdida obra de Ben Alfaray (no la de Ben Alqama) y que la Estoria del
Cid allí aludida no sea otra cosa que la propia sección cronística dedicada a la vida del héroe. Del mismo modo,
en la Crónica de Castilla, redactada posiblemente en el entorno de Sancho IV, se deja sentir de nuevo el influjo
de otras tradiciones de Cardeña, sin que eso permita ligar su redacción directamente al propio monasterio.
El romancero

Las crónicas alfonsíes fueron una de las grandes vías de transmisión de los temas cidianos a la posteridad, sobre
todo entre el público culto; la otra fue el romancero. Los romances, cantados en las plazas, aprendidos de
memoria por la gente y transmitidos de generación en generación, tomaron el relevo de los antiguos cantares de
gesta a la hora de mantener viva la fama popular del Cid.

Una parte de estos romances se inspira más o menos directamente en los poemas épicos y se compuso a finales
de la Edad Media, por eso se llaman «romances viejos»; los demás son creaciones más modernas, debidas a la
renovada popularidad del género a partir de mediados del siglo XVI, por lo que se denominan «romances
nuevos». Éstos, a su vez, pueden inspirarse en el relato de las crónicas, dando lugar a los llamados «romances
cronísticos», o bien ser tanto reelaboraciones más libres de episodios presentes en las anteriores fuentes
cidianas como invenciones completamente originales, hablándose entonces de «romances novelescos».

Estos poemas se compilaron en diversos romanceros, de los cuales destaca, por centrarse sólo en nuestro héroe,
el Romancero e historia del Cid, recopilada por Juan de Escobar, que se imprimió por primera vez en Lisboa
en 1605 y ha sido reeditado muchísimas veces e incluso fue traducido al francés en 1842.

El Cid en la literatura del Siglo de Oro. La comedia nueva

Los temas cidianos recogidos por las crónicas y por el romancero pasaron a través de ellos a la literatura del
Siglo de Oro. A mediados del siglo XVI, el argumento cidiano fue desarrollado en una extensa epopeya, un
poema narrativo en octavas reales en el típico estilo de la épica renacentista, pero con un fuerte tono
moralizante: Los famosos y heroicos hechos del Cid Ruy Díaz de Vivar, de Diego Ximénez de Ayllón,
publicados en Amberes en 1568 y reimpreso en Alcalá en 1579.

Sin embargo, el género donde las proezas del Cid alcanzarían mayor desarrollo y altura literaria sería en el
teatro. Fue Juan de la Cueva, pionero en la adopción para la escena de los viejos motivos épicos españoles,
quien primeramente compuso un drama sobre el Cid, La muerte del rey don Sancho (estrenada en Sevilla en
1579), en que recrea el tema del cerco de Zamora y sigue de cerca los romances sobre el mismo, a veces de
modo casi literal, lo que se hará una costumbre en el teatro de la época.

Ya en el siglo XVII, período de auge de la comedia nueva, se dedican al tema de las guerras entre don Sancho y
sus hermanos la Comedia segunda de las Mocedades del Cid, también conocida como Las Hazañas del Cid
(impresa en 1618) de Guillén de Castro (centrada en el cerco de Zamora) o En las almenas de Toro (publicada
en 1620) de Lope de Vega, entre otros. También el tema de Valencia halla cierta traducción dramática en Las
hazañas del Cid anónimas, aparecidas en 1603 y en El cobarde más valiente, de Tirso de Molina, en el que a
su vez se inspiran El amor hace valientes (1658) de Juan de Matos Fragoso y El Cid Campeador y el noble
siempre es valiente (1660), de Fernando de Zárate (seudónimo bajo el que se ocultaba Antonio Enríquez
Gómez, un converso perseguido por la Inquisición).

Sin embargo, el motivo central de estas piezas no es propiamente la conquista de la ciudad, sino un episodio
procedente de la Crónica de Castilla, el de Martín Peláez, un timorato caballero del Cid al que su señor
consigue volver valeroso. En cambio, al conflicto central de la segunda parte del Cantar de mio Cid, la afrenta
sufrida por sus hijas, se consagra tan sólo El honrador de sus hijas (1665), de Francisco Polo.

Las Mocedades del Cid. La difusión francesa del mito. El Barroco

El verdadero tema estrella en este período será el de la juventud de Rodrigo y su matrimonio con Jimena,
después de dar muerte a su padre en un duelo, lo que permitía escenificar los conflictos personales de los
protagonistas (debatiéndose entre el deber y el amor) en un marco más cortesano que guerrero, en el que la
justicia del rey introducía a su vez el problema de la razón de estado.
Esta visión del argumento, sólo apuntada en algunos romances, se consagra gracias a la célebre Comedia
primera de las Mocedades del Cid (también publicada en 1618) de Guillén de Castro, que a su vez sirvió de
inspiración a El Cid (1637) de Pierre Corneille, una de las obras cumbre del teatro francés, con la que el héroe
se convierte en patrimonio de la literatura universal, tarea en la que lo había precedido la novela de caballerías
francesa Las aventuras heroicas y amorosas de don Rodrigo de Vivar (París, 1619) , de François Loubayssin.

A raíz de El Cid y de la polémica que desató en los círculos literarios franceses (alentada por el mismísimo
cardenal Richelieu), conocida como «La querella del Cid», surgen las imitaciones francesas de Chevreau,
Desfontaines y Chillac (1638-1639), que pretenden adaptar el drama a las «reglas» propugnadas por la
preceptiva teatral del momento. Algo más tarde se producirá la adaptación española El honrador de su padre
(1658), de Juan Bautista Diamante. El tema se hizo tan popular que, siguiendo una tendencia muy acusada del
Barroco, existen incluso versiones paródicas, como las comedias burlescas El hermano de su hermana (1656)
de Bernardo de Quirós, y Las Mocedades del Cid (hacia 1655), de Jerónimo de Cancer, que se basa sobre
todo en Diamante, o como La mojiganga del Cid, una pieza burlesca anónima en un acto sobre los romances
del ciclo de mocedades.

También El Cid de Corneille suscitó versiones paródicas, entre las que destaca Chapelain despeinado (1664),
en alusión a un ministro de Luis XVI ridiculizado en el texto. El toque cómico está presente además en un par
de sarcásticos romances de Quevedo, mientras que el anónimo Auto sacramental del Cid retoma el mismo
argumento en clave alegórica, en la que Rodrigo simboliza a la Verdad y Jimena a la Iglesia.

El siglo XVIII

El siglo XVIII no fue muy proclive a los asuntos de nuestro personaje. Entre las escasas obras cidianas del
período pueden citarse las célebres quintillas de la Fiesta de toros en Madrid, de Nicolás Fernández de
Moratín, en las que el Cid se presenta de improviso en una fiesta mora y deja a todos boquiabiertos con sus
habilidades como rejoneador. También puede recordarse la Historia del Cid (París, 1783), una adaptación
francesa anónima en prosa de los romances sobre el héroe castellano, con influjos de Corneille, que sería
parcialmente traducida al alemán en 1792 como Historia romántica del Cid.

Sin embargo, a finales de siglo se produce un hecho fundamental para la evolución de la materia cidiana. En
1779, el erudito bibliotecario Tomás Antonio Sánchez publica la primera edición del Cantar de mio Cid, en su
trascendental Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, que supuso la recuperación para los
lectores modernos de la tradición poética medieval. A partir de este momento, el Cantar será objeto de la
atención de los filólogos, pero además pasará a ocupar entre los literatos el lugar privilegiado que las crónicas y
romances habían desempeñado hasta entonces como fuente de inspiración sobre el Cid.

La visión romántica del Cid

Será ya el romanticismo el que dé un nuevo impulso a la literatura sobre el héroe de Vivar. En 1805, el célebre
poeta romántico alemán Johann Gottfried Herder, al que la citada Historia romántica del Cid había puesto
sobre aviso del interés del personaje, publica su obra El Cid, una imitación del romancero basada más en el
texto francés de la Historia que en los romances españoles, pero que unifica sus modelos mediante el concepto
unitario de honor caballeresco y divino. Esta nueva visión heroica de Rodrigo, idealizada de acuerdo con los
gustos del romanticismo, favorecerá una nueva eclosión de obras sobre el mismo. Así, en 1830, el liberal
español exiliado en Inglaterra, Joaquín Trueba y Cosío, publica en inglés El caballero de Vivar como parte de
La novela de la historia: España, obra pronto traducida al francés (1830), al alemán (1836) e incluso al español
(1840). Por las mismas fechas se componen en Francia el drama El Cid de Andalucía (1825) de Lebrun y la
tragedia La hija del Cid (1839) de Delavigne, y en Alemania se producen las primeras adaptaciones musicales:
Grabbe realiza su ópera paródica El Cid (1835), a partir de los romances de Herder, mientras que Peter
Cornelius ofrece en El Cid (1865) un drama lírico de complejas connotaciones religiosas. El héroe también
llega por entonces a Italia, con El Cid (1844) de Ermolao Rubieri, e incluso a Estados Unidos, con el Velasco
(1839) de Epes Sargent.

La producción romántica española llevará de nuevo a Rodrigo a los escenarios, con Bellido Dolfos (1839), de
Tomás Bretón de los Herreros; La jura en Santa Gadea (1845) de Juan Eugenio Hartzenbusch, donde el
héroe aparece como el adalid romántico de un juramento casi constitucional, y Doña Urraca de Castilla (1872),
de Antonio García Gutiérrez. Sin embargo, fue en el campo de la novela histórica típica del período donde la
materia cidiana encontró entonces mayor desarrollo y aceptación. A este género pertenecen La conquista de
Valencia por el Cid (1831), de Estanislao de Cosca Vayo, en la que el tema se trata en clave de relato de
aventuras; El Cid Campeador (1851) de Antonio de Trueba, que noveliza los ciclos de mocedades y del cerco
de Zamora, y El Cid Rodrigo de Bivar (1875), de Manuel Fernández y González, que abarca la vida completa
del héroe en el tono de las novelas por entregas.

Por su parte, José Zorrilla desarrolla en verso una biografía poético-legendaria en su extensa La leyenda del
Cid (1882). Frente a esta recuperación de la poesía narrativa, tradicional vehículo de las hazañas del Cid, una
novedad del período es la aparición del Cid en la poesía lírica de la segunda mitad de siglo, con El romancero
del Cid (1859) del célebre Víctor Hugo (luego incluido en La leyenda de los siglos, de 1883) y El Cid (hacia
1872) de Barbey d’Aurevilly, así como sendos poemas dedicados por Leconte de Lisle en sus Poemas
bárbaros (1862) y Hérédia en Los Trofeos (1893).

Esta tendencia llegará a España ya con el modernismo de fin de siglo, al que responden las «Cosas del Cid»
incluidas por Rubén Darío en sus Prosas profanas (1896) o los poemas de Manuel Machado «Castilla» y
«Álvar Fáñez», de su libro Alma (1902) . El primero es una sentida variación sobre el episodio de la niña de
nueve años en el Cantar, el mismo que más tarde inspiraría al poeta norteamericano Ezra Pound el tercero de
sus Cantos (1925). También pertenecen al período finisecular la ópera francesa El Cid (1885) de Jules
Massenet y el drama modernista español Las hijas del Cid (1908) de Eduardo Marquina, que ofrece la
novedad de presentar a Elvira disfrazada de hombre para poder vengar su afrenta, frente a un Campeador más
bien senil.

El Cid en el siglo XX

Si los inicios del siglo XX fueron propicios al cultivo de los temas cidianos, el resto del siglo no ha desmentido
ese impulso inicial. En el ámbito de la narrativa, puede destacarse el singular Mío Cid Campeador (1929) del
poeta creacionista chileno Vicente Huidobro, que ofrece una obra vanguardista en la que adereza la vieja
tradición argumental tanto con elementos paródicos como con datos rigurosamente históricos (obsérvese que
ese mismo año publicó Ramón Menéndez Pidal su monumental estudio La España del Cid). En cambio,
María Teresa León adopta la perspectiva de la mujer del héroe en Doña Jimena Díaz de Vivar: Gran señora
de todos los deberes (1968).

También el teatro se ha ocupado de nuevo del Cid, retomándolo en clave de conflicto existencial, como se
advierte en El amor es un potro desbocado (1959), de Luis Escobar, que desarrolla el amor de Rodrigo y
Jimena, y en Anillos para una dama (1973), de Antonio Gala, en el que Jimena, muerto el Cid, debe renunciar
a su auténtica voluntad para mantener su papel como viuda del héroe. No obstante la vitalidad del argumento,
en parte de estas manifestaciones el tema no deja de tener cierto tono epigónico, de etapa final. Será, en cambio,
a través de los nuevos medios como la figura del héroe logre una renovada difusión.

En esta línea hay que situar la conocida película El Cid (1961), una auténtica «epopeya cinematográfica» de
tres horas de duración, dirigida por Anthony Mann y protagonizada por Charlton Heston en el papel del Cid
y Sofia Loren en el de doña Jimena. Al año siguiente se rodó, bajo la dirección de Miguel Iglesias, la
coproducción hispano-italiana Las hijas del Cid, pero, frente a la estilización argumental de que hace gala la
película americana, ésta resulta una burda adaptación de la parte final del Cantar de mio Cid.
En el terreno de la historieta visual (llámese cómic o tebeo) destaca la labor pionera, a finales de los setenta, de
Antonio Hernández Palacios, con El Cid, aparecido por entregas en la revista Trinca y luego publicado en
álbumes en color. Una versión más netamente infantil produjo la compañía Walt Disney en 1984, con El Cid
Campeador, en el que nada menos que el pato Donald (trasladado por una máquina del tiempo) sirve de testigo
y narrador a las andanzas de Rodrigo.

Pocos años antes, como ya he dicho, se había realizado Ruy, el pequeño Cid, una serie de dibujos animados en
que, siguiendo una técnica que más tarde Steven Spielberg aplicaría a los célebres personajes de la Warner
(Buggs Bunny y compañía), se mostraba en su infancia a los principales personajes de la acción (Ruy, Jimena,
Minaya), en este caso como niños que apuntaban ya las actitudes que luego los caracterizarían de mayores,
aunque viviendo sus propias aventuras en las cercanías de San Pedro de Cardeña.

El Cid en el siglo XXI

Si el siglo XX se inició con la plena vigencia de la historia del Cid, a su final las cosas no habían cambiado
mucho. Eran numerosas ediciones disponibles de las obras clásicas sobre el héroe (especialmente el Cantar de
mio Cid, Las mocedades del Cid de Guillén de Castro o El Cid de Corneille), la película de Anthony Mann
resultaba fácilmente accesible en vídeo (y ahora en DVD) y el personaje seguía siendo plenamente popular, a lo
que contribuyó la celebración del centenario de su muerte en 1999.

Buena muestra de ese permanente interés por el famoso guerrero del siglo XI es que en ese mismo año el grupo
riojano de rock Tierra Santa grabase un disco compacto cuyo tema principal, Legendario, se refiere al héroe
burgalés, o que en el año 2000, al concluir el siglo y el milenio, la biografía novelada El Cid de José Luis
Corral alcanzase las listas de libros más vendidos al poco de aparecer.

De igual modo, el largometraje español de dibujos animados El Cid, la leyenda, premiado con el Goya 2004 a
la mejor película de animación, dejó patente, con su éxito de crítica y público, la perfecta vitalidad de la que
goza la figura del héroe en los umbrales del tercer milenio.

Autor: Alberto Montaner Frutos


El Cantar de mío Cid: el gran cantar de gesta hispánico

Fecha y lugar de composición

El mayor de los cantares de gesta españoles de la Edad Media y una de las obras clásicas de la literatura
europea es el que por antonomasia lleva el nombre del héroe: el Mio Cid. Compuesto a finales del siglo XII o
en los primeros años del siglo XIII, estaba ya acabado en 1207, cuando cierto Per Abbat (o Pedro Abad) se
ocupó de copiarlo en un manuscrito del que, a su vez, es copia el único que hoy se conserva (falto de la hoja
inicial y de dos interiores), realizado en el siglo XIV y custodiado en la Biblioteca Nacional de Madrid.

La datación del poema allí recogido viene apoyada por una serie de indicios de cultura material, de
organización institucional y de motivaciones ideológicas. Más dudas plantea su lugar de composición, que sería
Burgos según unos críticos y la zona de Medinaceli (en la actual provincia de Soria), según otros. La cercanía
del Cantar a las costumbres y aspiraciones de los habitantes de la zona fronteriza entre Castilla y Alandalús
favorece la segunda posibilidad.

La trama

El Cantar de mio Cid, como ya hemos avanzado, se basa libremente en la parte final de la vida de Rodrigo
Díaz de Vivar, desde que inicia el primer destierro en 1081 hasta su muerte en 1099. Aunque el trasfondo
biográfico es bastante claro, la adaptación literaria de los sucesos es frecuente y de considerable envergadura, a
fin de ofrecer una visión coherente de la trayectoria del personaje, que actúa desde el principio de un modo que
el Campeador histórico sólo adoptaría a partir de 1087 y, sobre todo, del segundo destierro en 1088.

Por otra parte, el Cantar desarrolla tras la conquista de Valencia toda una trama en torno a los
desdichados matrimonios de las hijas del Cid con los infantes de Carrión que carece de fundamente
histórico. Así pues, pese a la innegable cercanía del Cantar a la vida real de Rodrigo Díaz (mucho mayor que
en otros poemas épicos, incluso sobre el mismo héroe), ha de tenerse en cuenta que se trata de una obra
literaria y no de un documento histórico, y como tal ha de leerse.

El estilo

Métrica: En cuanto a las posibles fuentes de información sobre su héroe, el autor del Cantar se basó
seguramente en la historia oral y también parece bastante probable que conociese la ya citada Historia Roderici.
No hay pruebas seguras sobre la posible existencia de cantares de gesta previos sobre el Cid que hubiesen
podido inspirar al poeta, aunque parece claro que tuvo como modelos literarios, ya que no históricos, otros
poemas épicos, tanto castellanos como extranjeros, recibiendo en particular el influjo del célebre Cantar de
Roldán francés, muy difundido en la época. Por ello, la constitución interna del Cantar de mio Cid es la
típica de los cantares de gesta.

Un rasgo esencial es su empleo de versos anisosilábicos o de medida variable, divididos en dos hemistiquios,
cada uno de los cuales oscila entre cuatro y once sílabas. Los versos se unen en series o tiradas que comparten
la misma rima asonante y suelen tener cierta unidad temática. No existen leyes rigurosas para el cambio de rima
entre una y otra tirada, pero éste se usa a veces para señalar divisiones internas, por ejemplo al repetir con más
detalle el contenido de la tirada anterior (técnica de series gemelas) o cuando se pasa de la narración a las
palabras que pronuncia un personaje (estilo directo). Por último, las tiradas o series se agrupan en tres partes
mayores, llamadas también «cantares», que comprenden los versos 1-1084, 1085-2277 y 2276-3730,
respectivamente.

El segundo se centra en la conquista de Valencia y en la reconciliación del Cid y del rey Alfonso, y acaba con
las bodas entre las hijas de aquél y dos nobles de la corte, los infantes de Carrión.El primer cantar narra las
aventuras del héroe en el exilio por tierras de la Alcarria y de los valles del Jalón y del Jiloca, en los que
consigue botín y tributos a costa de las poblaciones musulmanas.

El tercero refiere cómo la cobardía de los infantes los hace objeto de las burlas de los hombres del Cid, por lo
que éstos se van de Valencia con sus mujeres, a las que maltratan y abandonan en el robledo de Corpes. El Cid
se querella ante el rey el rey Alfonso, quien convoca unas cortes en Toledo, donde el Campeador reta a los
infantes. En el duelo, realizado en Carrión, los infantes y su hermano mayor quedan infamados; mientras tanto,
los príncipes de Navarra y Aragón piden la mano de las hijas del Cid, que las ve así casadas conforme merecen.

Este rasgo se liga a la difusión oral del Cantar (por boca de los juglares que lo recitaban o cantaban de
memoria, acompañándose a menudo de un instrumento musical), pero también responde a un efecto estético (el
gusto por ver tratados los mismos temas de una misma forma).Otro de los aspectos característicos de los
cantares de gesta es su estilo formular, es decir, el empleo de determinados clichés o frases hechas, por ejemplo
en la descripción de batallas o bien para referirse a un personaje. Así, el Cid es llamado a menudo «el bueno de
Vivar», «el que en buena hora nació» o «el de la luenga barba», mientras que a Minaya Álvar Fáñez se lo
presenta varias veces en el fragor del combate con la fórmula «por el codo abajo la sangre goteando».

Otros recursos estilísticos de los cantares de gesta son la gran alternancia y variedad de tiempos verbales; el uso
de parejas de sinónimos, como «pequeñas son y de días chicas», y también de parejas inclusivas, como «moros
y cristianos» (es decir, todo el mundo); o el empleo de las llamadas frases físicas, al estilo de «llorar de los
ojos» o «hablar de la boca», que subrayan el aspecto gestual de la acción.

Las diversas tramas

En cuanto al argumento, como se ha visto, abarca dos temas fundamentales: el del destierro y el de la
afrenta de Corpes. El primero se centra en la honra pública o política del Campeador, al narrar las
hazañas que le permiten recuperar su situación social y, a la vez, alcanzar el perdón real; el segundo, en
cambio, tiene por objeto un asunto familiar o privado, pero que tiene que ver también con el honor del Cid y
de los suyos, tan realzado al final como para que sus hijas puedan casar con los príncipes de Navarra y Aragón.
De ahí que el Cantar hay podido ser caracterizado como un «poema de la honra».

Esta honra, sea pública o privada, tiene dos dimensiones: por un lado, se relaciona con la buena fama de una
persona, con la opinión que de ella tienen sus iguales dentro de la escala social; por otro, tiene que ver con el
nivel de vida de una persona, en la medida en que las posesiones materiales traducen la posición que uno ocupa
en la jerarquía de la sociedad. Por eso el Cid se preocupa tanto de que el rey conozca sus hazañas como de
enviarle ricos regalos que, por así decir, plasmen físicamente las victorias del Campeador.

La doble trama del destierro y de la afrenta describe una doble curva de descenso y ascenso: desde la
expropiación de las tierras de Vivar y el exilio se llega al dominio del señorío de Valencia y a la recuperación
del favor real; después, desde la pérdida de la honra familiar provocada por los infantes se asciende al máximo
grado de la misma, gracias a los enlaces principescos de las hijas del Cid.

En ambos casos, la recuperación del honor cidiano se logra por medios casi inéditos en la poesía épica, lo
que hace del Cantar no sólo uno de los mayores representantes de la misma, sino también uno de los más
originales. En efecto, el héroe de Vivar, que es desterrado a causa de las calumnias vertidas contra él por sus
enemigos en la corte, nunca se plantea adoptar alguna de las extremadas soluciones del repertorio épico,
rebelándose contra el monarca y sus consejeros, sino que prefiere acatar la orden real y salir a territorio andalusí
para ganarse allí el pan con el botín arrancado al enemigo, opción siempre considerada legítima en esa época.

Por eso es característico del enfoque del cantar el énfasis puesto en el botín obtenido de los moros, a los que el
desterrado no combate tanto por razones religiosas, como por ganarse la vida, y a los que se puede admitir en
los territorios conquistados bajo un régimen de sumisión. Eso no significa que el Cid y sus hombres carezcan de
sentimientos religiosos. De hecho, el Campeador se encarga de adaptar para uso cristiano la mezquita mayor de
Valencia, que convierte en catedral para el obispo don Jerónimo. Es más, la relación del héroe con la divinidad
es privilegiada, según se advierte en la aparición de San Gabriel para confortar al Cid cuando inicia la incierta
aventura del destierro.

Lo que no hay es un claro ideal de Cruzada, nada de «conversión o muerte». Los musulmanes de las plazas
conquistadas, aunque no son vistos como iguales, tampoco se encuentran totalmente sometidos. Encuentran su
lugar dentro de la sociedad ideal de la Valencia del Cid como mudéjares, es decir, como musulmanes que
conservan su religión, su justicia y sus costumbres, pero bajo la autoridad superior de los gobernantes cristianos
y con ciertas limitaciones en sus derechos. Sin caer en la tentación de ver en ello una convivencia idílica, está
claro que no se aprecia en el ideario del Campeador ningún extremismo religioso.

Por lo que hace a la afrenta de Corpes, la tradición épica exigía que una deshonra de ese tipo se resolviese
mediante una sangrienta venganza personal, pero en el Cantar de mio Cid se recurre a los procedimientos
legales vigentes, una querella ante el rey encauzada por la vía del reto entre hidalgos. Se oponen de este modo
los usos del viejo derecho feudal, la venganza privada que practican los de Carrión, con las novedades del
nuevo derecho que surge a finales del siglo XII y a cuyas prácticas responde el uso del reto como forma de
reparar la afrenta.

Con ello se establece una neta diferencia entre los dos jóvenes y consentidos infantes, que representan los
valores sociales de la rancia nobleza del interior, y el Campeador y los suyos, que son miembros de la baja
nobleza e incluso villanos parcialmente ennoblecidos por su actividad bélica en las zonas de frontera. Tal
oposición no se da, como a veces se ha creído, entre leoneses y castellanos (García Ordóñez, el gran enemigo
del Cid, es castellano), sino entre la alta nobleza, anquilosada en valores del pasado, y la baja, que se sitúa
en la vanguardia de la renovación social.

La acción prudente y comedida del héroe de Vivar manifiesta el modelo de mesura encarnado por el Cid en el
Cantar, pero éste no sólo depende de una opción ética personal, sino también de un trasfondo ideológico
determinado. En este caso, responde al «espíritu de frontera», el que animaba a los colonos cristianos que
poblaban las zonas de los reinos cristianos que limitaban con Alandalús.

Dicho espíritu se plasmó especialmente en una serie de fueros llamados «de extremadura», a cuyos
preceptos se ajusta el poema, tanto en la querella final como en el reparto del botín, a lo largo de las victorias
cidianas. El norte de estos ideales de frontera lo constituye la capacidad de mejorar la situación social mediante
los propios méritos, del mismo modo que el Cantar concluye con la apoteosis de la honra del Campeador, que,
comenzando desde el enorme abatimiento inicial, logra ver al final compensados todos sus esfuerzos y
desvelos.

Un héroe mesurado

De los grandes héroes épicos se esperaba en la Edad Media que realizasen hazañas al filo de lo imposible y
mantuviesen actitudes radicales, a menudo fuera de lo comúnmente aceptado. Salvo contadas excepciones, el
Cid se separa de dicho modelo para ofrecer uno opuesto. Ya en la Crónica Najerense, el joven Rodrigo opone
su mesura a las fanfarronadas del rey Sancho, actitud que pervivirá en el Cantar del rey don Sancho, ya en el
siglo siguiente. También en las Mocedades de Rodrigo primitivas el personaje se conduce con mesura y
prudencia, y sólo en la refundición del siglo XIV y en algunos romances inspirados en ella surgirá la figura
(más acorde con los gustos de esa época turbulenta) de un Rodrigo arrogante y rebelde.

Donde le mesura del héroe resulta más patente es en el Cantar de mio Cid. Allí, en la primera tirada o estrofa,
se nos dice ya: “Habló mio Cid bien y tan mesurado: / — ¡Gracias a ti, Señor, Padre que estás en lo alto! / ¡
Esto me han urdido mis enemigos malos!”. En lugar de maldecir a sus adversarios, el Campeador agradece a
Dios las pruebas a las que se ve sometido. Más que una acusación, el último verso citado es la constatación de
un hecho. A partir de entonces Rodrigo habrá de sobrevivir con los suyos en las penalidades del destierro. Pero
éste, aunque constituye una condena, también abre un futuro cargado de promesas. Cuando, al poco, el Cid
observa un mal agüero en su viaje hacia el exilio, no se desalienta, sino que exclama “¡Albricias, Álvar Fáñez,
pues nos echan de la tierra!” La buena noticia es la misma del destierro, pues abre una nueva etapa de la que el
Cid sabrá sacar partido, como después se verá de sobras confirmado.

Donde se ve de manera más clara esa mesura característica del Cid es en la parte final de la trama. Después de
una afrenta como la sufrida por doña Elvira y doña Sol en el robledo de Corpes, lo normal, según las exigencias
del género, hubiera sido que su padre reuniese a sus caballeros y lanzase un feroz ataque contra las posesiones
de los infantes de Carrión y de sus familiares, matando a cuantos encontrase a su paso y arrasando sus tierras y
palacios.

Sin embargo, el Cid no opta por este tipo de venganza sangrienta, sino que se vale del procedimiento regulado
en las leyes para dirimir las ofensas entre hidalgos: el reto o desafío. Tras das parte al rey Alfonso de la afrenta,
se reúnen las cortes del reino y ante ellas el Campeador reta a los infantes. El rey acepta el reto y tres caballeros
del Cid se oponen en el campo a los infantes y a su hermano mayor. La victoria de los hombres del Cid salda la
afrenta sin ninguna muerte y sin derramamiento de sangre, de acuerdo con los usos más avanzados del derecho
de la época.

Siglos antes de que se pusiesen de moda las películas de juicios, el venerable Cantar de mio Cid advirtió ya las
posibilidades dramáticas de un proceso judicial y las puso al servicio de la prudencia y de la mesura de su
héroe.

Autor: Alberto Montaner Frutos


¿Quién escribió el Cantar de mío Cid? ¿Cuándo se compuso?

El autor, o autores, del Cantar

Como he avanzado, este argumento se basa en la vida real de Rodrigo Díaz, llamado elCampeador (‘el
Batallador’) y más tarde El Cid o Mio Cid (título de respeto adaptado del árabe andalusí Sídi, ‘Mi señor’).

Como puede advertirse, el Cantar de mio Cid ofrece una versión de los años finales del Cid que arranca del
primer destierro, pero es bastante más fiel en líneas generales a lo sucedido a partir de 1089, siempre con
mucha libertad de detalle. Además, todo lo relativo a los matrimonios entre las hijas del Cid y los infantes de
Carrión (que seguramente nunca existieron) es claramente ficticio.

La proporción de historia y poesía ha sido un importante argumento en los intensos debates sobre la identidad
del autor del Cantar y su fecha exacta de composición.

Las dos posturas más alejadas vienen representadas por Ramón Menéndez Pidal y Colin Smith. El primero
consideraba que el Cantar era obra de un juglar de Medinaceli (localidad castellana entonces cercana a la
frontera con los reinos musulmanes), realizada en estilo tradicional, de tipo básicamente popular, muy fiel a los
hechos históricos y compuesta alrededor de 1140, menos de medio siglo después de la muerte del Cid. Más
tarde, basándose en algunos aspectos estilísticos y en datos que, a su juicio, parecían corresponder a dos épocas
distintas, sostuvo la hipótesis de una obra compuesta por dos juglares. El primero, ligado a San Esteban de
Gormaz (una localidad cercana a la anterior), habría escrito en torno a 1110 y sería el responsable de los
elementos más históricos del poema; el segundo, vinculado a Medinaceli, habría amplificado el poema con los
rasgos más novelescos, hacia 1140. Sus teorías sobre el tipo de autor, aunque no siempre sobre la fecha, han
sido mantenidas por los estudiosos de la línea oralista, como Joseph Duggan, quien defiende que el poema fue
improvisado por un juglar para ser inmediatamente copiado al dictado, texto que sería el origen de la versión
conservada.

En el otro polo se sitúa la interpretación de Colin Smith, quien defendía que el colofón del manuscrito del
Cantar de mio Cid transmitía tanto su fecha de composición, 1207, como el nombre de su autor, Per Abbat, al
que identificó con un abogado burgalés en ejercicio a principios del siglo XIII. Su autor sería, pues, un culto
jurisperito, que conocería la vida del Cid a través de documentos de archivo y cuya obra no sólo no debería
nada al estilo tradicional, sino que sería el primer poema épico castellano, una innovación literaria inspirada en
las chansons de geste francesas y en fuentes latinas clásicas y medievales.

En sus últimos trabajos, Smith matizó algo estas posturas, reconociendo que Per Abbat era probablemente el
copista y no el autor del poema, el cual sería, de todos modos, un hombre culto y entendido en leyes, que
compuso su obra cerca de 1207 y que posiblemente no inventó el género épico castellano, aunque sí lo renovó
profundamente. Aunque su identificación del autor apenas cuenta hoy con partidarios, la crítica admite en
general su datación tardía del poema, estando también bastante extendida su visión de un poeta culto que
compuso su obra por escrito.

Ninguna de las propuestas para localizar al autor realizadas hasta ahora posee fundamentos sólidos.
Como ya he explicado, el colofón del códice único es una típica suscripción de copista, no de autor, por lo cual
resulta infundado considerar a Per Abbat como el creador del texto, mientras que la fecha de su copia
(mayo de 1207) sólo sirve como límite más reciente para la redacción del Cantar de mio Cid.

En cuanto a las teorías de Menéndez Pidal, se basan en la creencia de que el mayor detalle geográfico en las
áreas de San Esteban de Gormaz y de Medinaceli (en la actual provincia de Soria) se debe a la procedencia del
autor, que mostraría así tanto su mejor conocimiento de la zona, como su amor hacia su tierra. Sin embargo,
esto no es necesariamente exacto, puesto que un autor de otro origen podría haber empleado igual grado de
detalle por consideraciones literarias o de otra índole. A cambio, el poema ofrece igual grado de detalle
toponímico en otras áreas, por ejemplo la comarca de Calatayud o la cuenca del Jiloca, lo que contradice tales
conclusiones.
Lo único que apunta en una dirección concreta a este respecto es la sujeción de diversos aspectos del
Cantar de mio Cid (que luego se verán) a las leyes de la frontera, en particular el Fuero de Cuenca
(compuesto en torno a 1189-1193). Ello hace pensar en un autor procedente del límite sudeste de Castilla, que
en esa época se extendía aproximadamente desde Toledo a Cuenca. En particular, dada la relevancia de Álvar
Fáñez en el Cantar, podría pensarse en la comarca de La Alcarria (en la actual provincia de Guadalajara),
donde se asienta la localidad de Zorita de los Canes, de la que dicho personaje fue gobernador entre 1097 y
1117, como se recuerda anacrónicamente en el verso 735 del poema, y que además se regía (aunque en fechas
posteriores) por una adaptación del Fuero de Cuenca. Esa zona, conocida a mediados del siglo XII como “la
tierra de Álvar Fáñez” y cuya toponimia también es recogida con detalle, es el escenario de la primera campaña
del Cid al salir del destierro, la cual parece basarse en una expedición histórica. Ahora bien, mientras el héroe
toma Castejón, la incursión que llega más al sur la dirige precisamente Álvar Fáñez; unos sucesos ficticios que,
no obstante, podrían hacerse eco del papel históricamente desempeñado por don Álvaro en esa zona, sin
vinculación alguna con los hechos del Campeador.

En cuanto a la existencia de sucesivas refundiciones o reelaboraciones del texto, ha sido defendida también por
otros estudiosos (como Horrent). Esta postura supone la paulatina evolución de la obra desde una versión
primitiva más corta y cercana a los hechos hasta la redacción transmitida por el códice único. Sin embargo, el
poema conservado no da la impresión de un texto formado por la adición de sucesivas partes ni por la
agrupación más o menos habilidosa de varios textos preexistentes. Antes bien, el Cantar de mio Cid posee una
esencial homogeneidad de argumento, de estilo y de propósito que no apoya dicha hipótesis. En suma, todo
apunta a una unidad de creación por parte de un solo autor, conocedor sin duda del estilo épico tradicional, pero
también del de la épica francesa del momento. El poeta parece poseer, además, un buen conocimiento de las
leyes coetáneas y, al menos, cierta cultura latina.

La fecha de composición

Respecto de la datación, el único argumento de cierto peso que permite pensar en los alrededores de 1140,
como pensaba Menéndez Pidal, es la alusión contenida en un texto en latín de 1147-1149, el Poema de Almería,
quien se refiere así al héroe: “Ipse Rodericus, Meo Cidi sepe vocatus, / de quo cantatur quod ab hostibus haud
superatur” (“El mismísimo Rodrigo, llamado usualmente Mio Cid, / de quien se canta que no fue vencido por
los enemigos”, vv. 233-234). Esta alusión a un canto sobre el héroe parece garantizar que el Cantar de mio Cid
ya estaba compuesto para esas fechas. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en la Edad Media esa
expresión podía significar solamente que “es fama que nunca fue vencido”. En todo caso, si los datos internos
del Cantar conducen a una datación posterior, esa mención podría aludir a un poema anterior sobre el héroe,
quizá incluso una fuente del poema conservado, pero no a éste. Y así es como sucede.

Hay, en efecto, abundantes aspectos que permiten retrasar la composición del Cantar de mio Cid a finales del
siglo XII. Una parte de ellos se vinculan a la recepción de la nueva cultura caballeresca que llega de Francia a
fines de siglo, y que abarca tanto aspectos de cultura material como de mentalidad. A la primera categoría
corresponde el uso de lo que podríamos llamar las galas caballerescas, cuya finalidad, no obstante, desborda lo
suntuario para adquirir una plena dimensión emblemática y simbólica. Sucede así con las sobrevestes o
sobreseñales que los caballeros llevaban sobre la loriga de cota de malla y con las coberturas o gualdrapas con
que revestían a sus caballos. Ambas innovaciones de la indumentaria caballeresca se documenta por primera
vez en un sello de 1186 de Alfonso II de Aragón. Lo mismo ocurre con las armas de señal o emblemas
heráldicos, de nuevo una práctica de origen ultrapirenaico que en el ámbito hispánico quedó restringida a la
realeza y a los grandes magnates hasta pleno siglo XIII, razón por la cual el Cantar atribuye su uso únicamente
al obispo don Jerónimo, de origen francés. En cuanto a la nueva mentalidad caballeresca, se traduce en uno de
los epítetos con que se celebra al Cid en el poema. “el que en buen ora cinxo espada”, es decir, “el que fue
armado caballero en un momento propicio”, bajo buenos auspicios astrológicos. Igualmente, otros aspectos,
como la atención prestada a las damas castellanas presentes en Valencia durante la batalla contra el rey Yúcef
de Marruecos revela la recepción del nuevo concepto de cortesía, ajeno a la épica anterior.

A una cronología semejante corresponde parte del vocabulario institucional del Cantar de mio Cid; en especial,
dos palabras clave para describir la sociedad reflejada en el poema y sus conflictos y tensiones internas, hidalgo
y ricohombre, sólo se registran en 1177 y poco antes de 1194, respectivamente. También triunfa en ese
momento la concepción del monarca como señor natural, es decir, como soberano directo y general de todos los
naturales o vecinos de un reino, independientemente de los vínculos vasalláticos, idea que justifica la leal
actitud del Cid en el destierro, cuando ya no es vasallo del rey Alfonso. Otro aspecto importante es el
comportamiento del héroe con los moros vencidos.

En el Cantar no hay espíritu de cruzada, sujeto a la dicotomía de conversión o muerte, sino que se combate con
los musulmanes por razones prácticas: por pura supervivencia y, a la larga, como forma de enriquecimiento.
Por ello, el enfrentamiento religioso, aunque presente en el poema, es un factor muy secundario Refleja esta
actitud que en el poema se diferencie netamente entre los invasores norteafricanos de los siglos XI y XII y los
musulmanes andalusíes. Los primeros son objeto de total hostilidad, pero a los segundos se los trata mejor,
hasta el punto de permitirles vivir junto a los cristianos como moros de paz (moros sometidos por una
capitulación o tratado de paz).

Esta figura había surgido a finales del siglo XI, pero las citadas invasiones de tribus marroquíes (almorávides en
1093 y almohades en 1146) hicieron que los cristianos prefiriesen expulsar a toda la población musulmana de
las zonas que conquistaban. Solamente a finales del siglo XII se recupera esa postura de mayor tolerancia, que
es la reflejada en el poema, y se admite la existencia de comunidades de mudéjares o musulmanes sometidos al
poder cristiano.

Ese cambio de actitud coincide con una importante renovación del derecho castellano, que alcanzará su
culminación en la promulgación de los fueros de extremadura o leyes de la frontera en la última década del
siglo XII y en la compilación del derecho nobiliario en el Fuero Viejo de Castilla, cuya redacción primitiva data
de principios del siglo XIII. Es a esta legislación a la que el Cantar de mio Cid se atiene en asuntos tan
importantes como las relaciones con el rey, la organización de la hueste, el reparto del botín o el desafío entre
nobles. En suma, se advierte que no se trata de elementos aislados que pudieran deberse a una interpolación,
sino del andamiaje mismo que sostiene el Cantar en todos sus niveles y que, al margen de posibles antecedentes
en forma poética, conducen a fecharlo sin apenas dudas en torno a 1200.

Las fuentes del poeta

En cuanto a los datos históricos sobre su héroe que poseía el poeta un siglo después de la muerte del Cid, es
difícil determinar con precisión qué fuentes le proporcionaron la información empleada. Básicamente, la crítica
ha apuntado en las siguientes direcciones: uno o más poemas épicos preexistentes sobre el Cid, que arrancarían
de su misma época y partirían de la observación directa de sus hazañas; documentos históricos relativos al
mismo (como los que hoy se conservan en la Catedral de Burgos y en el Museo Diocesano de Salamanca, uno
de los cuales contiene la firma autógrafa de Rodrigo) y, en fin, la Historia Roderici, una biografía latina
bastante completa escrita hacia 1185.

La primera posibilidad tiene en su contra la falta de testimonios de ese tipo de cantares noticieros, a falta de los
cuales cabe pensar en que el propio Cantar de mio Cid se formase por la evolución de un poema primitivo más
cercano a los hechos; pero, como ya se ha visto, el texto conservado no apoya tal opción. Aun así, no puede
negarse de plano la posible existencia de algún cantar previo sobre el Cid, como el que parece citarse en el ya
mencionado Poema de Almería.

La segunda opción plantea un problema parecido, pues los diplomas conservados y, en general, la
documentación medieval carece del tipo de datos necesarios para elaborar el argumento de un poema épico. No
obstante, la inclusión como personajes de algunas figuras históricas coetáneas del Cid, pero que nada tuvieron
que ver con éste, hace sospechar que, al menos como fuente secundaria, el poeta se valió de documentos
históricos.

La tercera alternativa resulta mucho más viable y, de hecho, hay notables coincidencias entre la Historia
Roderici y el Cantar de mio Cid, sobre todo en la parte relativa a la conquista de Valencia. La principal
objeción a esta hipótesis es que el poema silencia por completo el período que el Cid pasó a las órdenes de los
reyes moros de Zaragoza, que, en cambio, es tratado en detalle por la biografía latina. Ahora bien, sucede lo
mismo en otros dos textos que se basan también en la Historia Roderici y que seleccionan de modo parecido la
información que ésta contiene. Se trata del Linaje de Rodrigo Díaz, una genealogía navarra del Cid acompañada
de un resumen biográfico, y del Carmen Campidoctoris, un panegírico latino que enumera las principales
batallas del héroe.

Dado que estas dos composiciones datan de fechas parecidas (hacia 1094), todo apunta a que en la última
década del siglo XII se extiende la visión del Cid como un héroe siempre opuesto a los musulmanes, lo que
lleva a omitir cualquier referencia a los servicios prestados en Zaragoza. Por otra parte, algunas noticias orales
relativas a los tiempos de Rodrigo fueron aún recogidas por los colaboradores de Alfonso X el Sabio cuando
reunían los materiales para su Estoria de España en torno a 1270.

Con más razón, el autor del Cantar de mio Cid pudo conocer, casi un siglo antes, diversos datos y anécdotas
por dicha vía. A ello hay que añadir, por supuesto, la libre invención del poeta, que opera tanto sobre el
conjunto como sobre los detalles. En suma, parece que el poeta épico se basó probablemente en la Historia
Roderici y en otros datos de diversa procedencia, sobre todo de la historia oral, pero también en documentos y
quizá en algún cantar de gesta anterior sobre el mismo héroe; materiales que reelaboró libremente y completó
con su propia inventiva.

Pueden ilustrar esta forma de operar algunos ejemplos. La primera campaña que el Cid desarrolla al salir de
Castilla tiene como escenario el reino moro de Toledo y, en particular, la cuenca del río Henares. Ése fue,
aproximadamente, el escenario de la operación bélica no autorizada que ocasionó el exilio histórico de Rodrigo
Díaz. Parece, pues, que el autor del Cantar de mio Cid ha trasladado los hechos históricos a un momento
posterior. Con ello obtenía dos ventajas: dejar como única causa del destierro las calumnias vertidas contra su
héroe y volver a su favor unos sucesos que históricamente le habían perjudicado. Más adelante, cuando el Cid
desarrolla la campaña del Jiloca, acampa en un montículo al que, por dicha causa “El Poyo de mio Cid así•l’
dirán por carta” (v. 904). Seguramente tal denominación (históricamente documentada) no debe nada a las
andanzas del héroe, pero el poeta (o quizá las tradiciones locales en las que se basó) no podían dejar de
relacionar el nombre de dicho monte con el del célebre guerrero castellano.

En fin, la acción del Cantar de mio Cid podía haber concluido perfectamente con la concesión al héroe del
perdón real, tras la conquista de Valencia. Sin embargo, el poeta ha preferido prolongarla con un argumento
ficticio que servía tanto para desarrollar una trama más novelesca, como para culminar el proceso de exaltación
de su héroe, hasta llegar a los matrimonios regios de sus hijas, que reflejan, a su vez, una versión legendaria de
los auténticos enlaces de las mismas. El resultado de esta creativa combinación de materiales previos e
inventados es la composición de un poema argumentalmente bien trabado en torno a dos núcleos temáticos: la
reconciliación entre el Cid y el rey y la reparación de la deshonra de sus hijas a manos de los infantes de
Carrión.

2007, 800 Años del Cantar

Así las cosas, ¿por qué se eligió el año 1207 para como fecha de celebración del octavo centenario del Cantar
de mio Cid? La duda es bien legítima, pues el mero hecho de corresponder al modelo perdido del códice
conservado no parece ser razón suficiente para justificar tal efemérides. La fecha de 1207, no obstante, es
importante por dos razones. Por una parte, porque es bastante probable que sea la primera vez que se puso por
escrito.

Esta posibilidad se funda en dos argumentos: por un lado, hay diversos aspectos del texto que inducen a pensar
que el Cantar circuló de forma oral, memorizado por los especialistas medievales en la transmisión y ejecución
de textos épicos, los juglares; por otro, que sólo desde finales del siglo XII se advierte una voluntad deliberada
de escribir la lengua romance como tal, sin intentar disfrazarla (por así decir) de latín. Cabe, pues, pensar que el
Cantar de mio Cid, como otras obras del período, se compuso de memoria y no por escrito (posibilidad que al
lector actual puede parecerle inverosímil, pero que no lo era en una edad predominantemente analfabeta), y que
sólo se puso por escrito, a partir del dictado de un juglar, a principios del siglo XIII, cuando ya se había
asentado la costumbre de escribir en las lenguas vernáculas a título propio.

El otro argumento es menos hipotético, aunque se vincula de manera menos estrecha al año concreto de 1207.
Se trata del marco sociopolítico y cultural al que puede adscribirse el Cantar, que a grandes rasgos es el que
corresponde al reinado de Alfonso VIII de Castilla (1158-1214). Como podremos ver más adelante, el poema
presenta un cúmulo de aspectos que son por una parte indisociables de dicho marco y por otra consustanciales a
la entraña misma del Cantar y que, por lo tanto, no pueden proceder de retoques concretos, ni siquiera de la
reescritura parcial de algunos episodios, sino que han de ser elementos originarios del mismo.

En consecuencia, ha de admitirse que el Cantar de mio Cid se compuso en fechas muy cercanas a las del
modelo perdido del códice único, es decir, al filo de 1200. Por ello, más allá de la casualidad de que
conozcamos por una subscriptio copiata la existencia de ese códice perdido, el año de 1207 puede muy bien
servir de fecha emblemática para la conmemoración de este primer clásico de la literatura española.

Autor: Alberto Montaner Frutos


El Códice de Vivar

El mayor de los cantares de gesta españoles de la Edad Media y una de las obras clásicas de la literatura
europea es el que por antonomasia lleva el nombre de su héroe: el Mio Cid. Este cantar se ha conservado en
su forma poética en un único códice, que actualmente se custodia en la Biblioteca Nacional de Madrid. Se
trata de un códice en cuarto (con dimensiones medias de 198 × 150 mm), de 74 hojas (originalmente 78),
elaborado con pergamino, posiblemente de cabra, grueso y de preparación algo tosca.

Consta de once cuadernillos, cosidos entre sí mediante cinco nervios y encuadernados con tabla forrada de
badana barnizada de negro y estampada con orlas de oro (del que quedan muy pocos restos) y conserva parte de
dos broches de cuero y metal con los que se mantenía cerrado. Esta encuadernación es del siglo XV y fue la
segunda que experimentó el códice, sin que se tenga certeza sobre la fecha de la anterior, seguramente coetánea
de su escritura. La impaginación o distribución del texto en la página se realizó mediante un pautado a punta
seca en el primer cuadernillo y a punta de plomo (o quizá de plata) en los restantes. Dicho pautado está formado
por dos líneas maestras verticales y otras dos horizontales, que delimitan una caja de escritura que varía entre
los 174 x 121 mm y los 163 × 112 mm.

El texto está escrito a renglón seguido, con una media de 25 líneas por plana, en letra gótica libraria híbrida de
notular y textual (también denominada cursiva formada), a una sola tinta (sin duda negra en su origen, pero que
hoy se ve de color pardo), escrita sin lujo, pero con esmero.

Todos los versos se inician con una mayúscula gótica. En catorce ocasiones se emplean capitales lombardas de
gran tamaño como iniciales ornamentales de sobria decoración, las cuales, sin embargo, no parecen desempeñar
ninguna función específica en relación con el contenido. También hay dos ilustraciones que representan sendas
cabezas femeninas de largas melenas, realizadas en el margen derecho del f. 31r, las cuales se ha pensado que
podrían aludir a las hijas del Cid, allí mencionadas, aunque esto es muy inseguro, entre otras cosas porque la
segunda cabeza es copia, con peor mano, de la primera, lo que hace pensar en un mero ejercicio de pluma, de
los que pueblan los márgenes de los manuscritos medievales, antes que en una figura relativa al contenido.

Este manuscrito lleva una suscripción de copista que fija su realización en el año 1245 de la era hispánica,
correspondiente al 1207 de la cristiana:

Quien escrivió este libro dél’ Dios paraíso, ¡amén!


Per Abbat le escrivió en el mes de mayo
en era de mill e dozientos cuaraenta e cinco años.

Sin embargo, el códice que nos transmite esta indicación no es de principios del siglo XIII, sino del
siguiente, y probablemente deba situarse, por sus características paleográficas, entre 1320 y 1330. Cabe
pensar, entonces, en que el copista sufrió un error o incluso en una alteración deliberada de esa suscripción. En
realidad, los numerales aparecen en el texto original en cifras romanas, “mill. & .C.C. xL.v• años”, con un
espacio entre las centenas y las decenas que podría haber contenido una tercera C, lo que permitiría fechar el
colofón en la era de 1345, es decir, el año 1307, una fecha más acorde con la que puede deducirse de la
constitución material del manuscrito. Esta hipótesis fue la habitualmente defendida desde que Tomás Antonio
Sánchez (con el auxilio de Juan Antonio Pellicer) publicó por primera vez el Cantar de mio Cid en 1779, y se
convirtió en canónica tras la monumental edición de Ramón Menéndez Pidal aparecida en tres volúmenes entre
1908 y 1911. Sin embargo, para admitir esta hipótesis, hay que suponer que dicha C fue raspada para envejecer
artificialmente el códice ya en la Edad Media, puesto que en la copia extraída en 1596 por el genealogista Juan
Ruiz de Ulibarri (cuando el manuscrito se conservaba en el concejo de Vivar) la fecha se lee ya como en la
actualidad, lo que supone un planteamiento anticuario ajeno a la mentalidad medieval y, por lo tanto, obliga a
imaginar una operación anacrónica. Por otra parte, la posibilidad de inspeccionar el códice único en 1993 con
un video-microscopio de superficie y una cámara de reflectografía infrarroja me permitió determinar que en
realidad no había nada raspado en ese punto, por lo que no pudo haberse eliminado la supuesta tercera C.
Esto plantea la cuestión de por qué un manuscrito del siglo XIV presenta una suscripción fechada un siglo
antes. Esta situación puede sorprender, con razón, a un lector moderno, pero en la Edad Media no era extraño,
en particular en los scriptoria o talleres de copia de los monasterios benedictinos, que cuando un códice se
copiaba, se hiciera íntegramente, es decir, conservando incluso el colofón del modelo seguido, a fin de saber de
qué ejemplar antiguo procedía la nueva copia. Esto daba lugar a lo que técnicamente se denomina una
subscriptio copiata, que obviamente no transmite los datos de producción (copista, fecha y a veces lugar) de un
manuscrito dado, sino de su modelo. Esta posibilidad se ve reforzada teniendo en cuenta que muy
probablemente el códice conservado procede originariamente del monasterio de San Pedro de Cardeña, donde
estaba enterrado el Cid, lo que hace de la subscriptio copiata una operación normal. En todo caso, puede darse
por seguro que el códice que se conserva procede de un modelo perdido que databa de mayo de 1207 y había
sido escrito, es decir, copiado a mano, por cierto Per Abbat o Pedro Abad. Lo que hay que dejar bien claro es
que ni la fecha es la de composición de la obra ni el nombre propio es el de su autor, puesto que se trata de una
típica suscripción de copista, de las que se conservan otras muchas similares en multitud de manuscritos
medievales.

Autor: Alberto Montaner Frutos


El argumento del Cantar de mío Cid y sus tramas

La partida para el destierro

El Cantar de mio Cid es un poema épico anónimo del siglo XII que refiere las hazañas de madurez del Cid, en
torno al episodio central de la conquista de Valencia, tras ser desterrado de Castilla por el rey Alfonso. Éste lo
condena al exilio por haber dado crédito a los envidiosos cortesanos enemigos del Cid, quienes lo habían
acusado falsamente de haberse quedado parte de los tributos pagados a la corona por el rey moro de Sevilla. El
texto conservado se inicia cuando el Cid y sus hombres se preparan para salir apresuradamente de Castilla, pues
se acerca el final del plazo impuesto por el rey Alfonso. Tras dejar el pueblo de Vivar, de donde era natural,
dejando allí su casa abandonada, el Cid, acompañado de un pequeño grupo de fieles, se dirige a la vecina
ciudad de Burgos. Los ciudadanos salen a las ventanas a verlo pasar, dando muestras de su dolor, pero su pena
por el héroe no es capaz de hacerles contravenir la orden real que prohíbe hospedar y abastecer al desterrado. El
Cid y los suyos se ven entonces obligados a acampar fuera de la ciudad, a orillas del río, como unos
marginados.

En esta situación reciben el auxilio de un caballero burgalés vasallo del héroe, Martín Antolínez, que prefiere
abandonarlo todo antes que dejar al Cid a su suerte. Sin embargo, su ayuda no es suficiente, pues el héroe, que
carece del oro supuestamente malversado, no posee los recursos necesarios para mantener a sus hombres. Por
ello, con la ayuda del astuto Martín, urde una treta: empeñarles a unos usureros burgaleses, Rachel y Vidas,
unas arcas aparentemente llenas de los tributos desfalcados, pero que en realidad están rellenas de arena.
Consigue así seiscientos marcos de oro, cantidad suficiente para subvenir a las necesidades más inmediatas. A
continuación el Cid y los suyos siguen viaje hacia San Pedro de Cardeña, un monasterio benedictino donde se
ha acogido la familia del héroe, mientras este se halle en el destierro. La estancia es, sin embargo, muy breve,
porque el plazo para salir del reino se agota.

Tras una desgarradora despedida, el Cid prosigue viaje y, esa misma noche, llega la frontera de Castilla con el
reino moro de Toledo. Antes de cruzarla, el héroe recibe en sueños la aparición del arcángel Gabriel, quien le
profetiza que todo saldrá bien.

Las primeras campañas

Animado por el aviso celestial, el Cid entra tierras toledanas dispuesto a sobrevivir en tan duras condiciones,
iniciando su actividad primordial en la primera parte del destierro: la obtención de botín de guerra y el cobro de
tributos de protección a los musulmanes. Para ello desarrolla una primera campaña en el valle del río Henares,
compuesta de dos acciones combinadas: mientras el Cid, con una parte de sus hombres, consigue tomar la plaza
de Castejón, la otra parte, al mando de Álvar Fáñez, su lugarteniente, realiza una expedición de saqueo río
abajo, hacia el sur. Las dos operaciones resultan un éxito y se obtienen grandes ganancias, sin embargo, al ser el
reino de Toledo un protectorado del rey Alfonso, es posible que éste tome represalias contra los desterrados.
Por ello, el Cid vende Castejón a los moros y sigue viaje en dirección nordeste.

La segunda campaña tendrá como escenario el valle del Jalón. Tras recorrerlo saqueándolo a su paso, el Cid
establece un campamento estable, con dos objetivos: cobrar tributos a las localidades vecinas y ocupar la
importante plaza de Alcocer. La caída de esta localidad, que el Cantar de mio Cid presenta como la clave
estratégica de la zona, hace cundir la alarma entre la población musulmana circundante, que acude a pedir
auxilio al rey Tamín de Valencia. Éste, preocupado por la pujanza del Cid, envía a dos de sus generales, Fáriz y
Galve, para que lo derroten. Éstos lo asedian en Alcocer, pero el héroe, aconsejado por Álvar Fáñez, decide
atacar a los sitiadores por sorpresa al amanecer, lo que le proporcionará una sonada victoria.
Pese al triunfo, el Cid considera que se halla en una situación difícil, así que, como en Castejón, vende Alcocer
y prosigue viaje hacia el sudeste. En ese momento, ha adquirido ya tantas riquezas que se decide a enviar a
Álvar Fáñez con un regalo para el rey Alfonso, como muestra de buena voluntad y un primer paso hacia la
obtención de su perdón. Mientras su embajador va a Castilla, el Cid se adentra por el valle del Jiloca, hasta
hacerse fuerte en un monte llamado El Poyo del Cid, nombre que, según el poema, se debe a este asentamiento
de su héroe.

La batalla del Pinar de Tévar contra el conde de Barcelona

Desde allí, el Cid realiza diversas incursiones y obliga a los habitantes de la zona a pagarle tributo. Más tarde
se desplaza hacia el este, a la zona del Maestrazgo, que se hallaba bajo el protectorado del conde de Barcelona.
Éste, al conocer la actuación del Cid, se propone darle un escarmiento y se dirige en su busca con un fuerte
ejército. La batalla se producirá en el pinar de Tévar y, como siempre, el Cid resulta victorioso. Además de
obtener un rico botín, el héroe y los suyos capturan a los principales caballeros barceloneses y al propio conde.
Éste, despechado, decide dejarse morir de hambre, pero al cabo de tres días, cuando el Cid le propone dejarlo
en libertad sin pagar rescate, a cambio de que coma a su mesa, el conde accede muy contento, olvidando sus
anteriores promesas.

La conquista de Valencia

Tras su victoria (bélica y moral) sobre el conde de Barcelona, el Cid comienza su campaña en Levante. Su
objetivo último ya no es el saqueo y la ocupación transitoria, como en Castejón y Alcocer, sino la conquista
definitiva de Valencia y la creación de un nuevo señorío, donde el héroe y sus vasallos puedan vivir
permanentemente. Para ello, el héroe comienza por controlar la zona que rodea Valencia, para estrechar el
cerco en torno a ella. Tras la toma de Murviedro (Sagunto), los moros valencianos intentan detener su avance
asediándolo allí. Sin embargo, como había pasado antes en Alcocer, las tropas del Cid los derrotan por
completo, lo que aún les da más ímpetu en sus propósitos de conquista. Al cabo de tres años, han ocupado casi
todo el territorio levantino, dejando aislada a Valencia. Sus habitantes, desesperados, piden ayuda al rey de
Marruecos, pero éste no puede dársela. Perdida toda esperanza de socorro, el Cid cierra el cerco y, tras nueve
meses de asedio, cuando el hambre aprieta ya a los valencianos, se produce la rendición.

La conquista de Valencia no asegura aún su posesión. Al conocer la noticia, el rey moro de Sevilla organiza una
expedición para intentar recuperarla, pero fracasará por completo, al ser derrotado por el Cid y los suyos, que
completan con el enorme botín las grandes riquezas obtenidas tras la toma de la ciudad. Afianzada la situación,
el Cid toma una serie de medidas para garantizar la adecuada colonización de la ciudad y su organización
interna. Incluso aprovecha la llegada de un clérigo guerrero, el francés Jerónimo, para instaurar un obispado
valenciano.

Además, envía de nuevo a Álvar Fáñez con un nuevo regalo para el rey Alfonso, al que pedirá permiso para que
la familia del Cid se reúna con él en Valencia. La embajada es un éxito, pues el rey acepta complacido la dádiva
y concede el permiso solicitado. Además, provoca efectos contrarios entre los cortesanos, pues despierta la
envidia de los calumniadores que habían provocado su exilio (encabezados por Garcí Ordóñez) y la admiración
de otros aristócratas, entre ellos los infantes de Carrión, que se plantean la posibilidad de casar con las hijas del
Cid y beneficiarse así de sus riquezas.
Jimena y sus hijas en Valencia, la defensa de la ciudad

Acompañadas por Álvar Fáñez, la esposa y las hijas del Cid, junto con sus damas, se dirigen a Valencia.
Mientras tanto, el Cid es informado allí de la decisión real y envía una escolta a buscarlas a Medinaceli,
extremo de la frontera castellana. Desde allí, la comitiva avanza hacia Valencia, donde el héroe la espera
impaciente.

Su llegada es motivo un recibimiento a la vez solemne y alegre. La llegada de la familia del Cid se corresponde
con un período de calma y felicidad. Sin embargo, la llegada de la siguiente primavera (época en que los
ejércitos se movilizaban) les trae el ataque del rey Yúcef de Marruecos. Se va a librar entonces el mayor de los
combates descritos en el Cantar de mio Cid, pues es el único que dura dos días seguidos.

Pese a la superioridad numérica del adversario, el empleo de una sabia táctica dará una vez más el triunfo al Cid
y a los suyos. Gracias al importante botín obtenido, el héroe puede enviar un tercer regalo al rey Alfonso, de
nuevo por mano de Álvar Fáñez. La alegría del rey es tan grande como la ira de los cortesanos enemigos del
Cid y el prestigio de éste mueve por fin a los infantes de Carrión a pedirle al rey que gestione sus bodas con
Elvira y Sol, las hijas del Cid. El rey accede y decide a la vez otorgar formalmente su perdón al Cid.

El perdón real y las bodas de las hijas del Cid

La reconciliación del monarca y el héroe se produce en una solemne reunión de la corte junto al río Tajo, que
dura tres días. El primero, el Cid es recibido a su llegada por el rey, quien lo perdona públicamente y luego los
agasaja a él ya sus hombres. El segundo día es el Cid quien organiza un banquete en honor del rey. Por último,
al tercer día, se abordan las negociaciones matrimoniales. El Cid se muestra bastante remiso a este matrimonio,
pero accede por deferencia hacia el rey. Acordado, pues, el enlace, la reunión se disuelve y el Cid y los suyos,
acompañado por los infantes y por numerosos nobles castellanos que quieren acudir a sus bodas, regresan a
Valencia.

Allí tienen lugar las nupcias, que se celebran con el lujo apropiado al nivel social que ha alcanzado el Cid y con
profusión de celebraciones caballerescas, que duran quince días. Tras las bodas, los infantes se quedan a vivir
en Valencia, siendo la convivencia satisfactoria durante un par de años.

Cierto día, un león propiedad del Cid se escapa de su jaula, sembrando el terror por el alcázar de Valencia. El
héroe está durmiendo y sus caballeros, que están desarmados, lo rodean para protegerlo, mientras que sus
yernos huyen despavoridos y se esconden donde pueden. Cuando el Cid se despierta, conduce de nuevo al león
a su jaula como si nada. La admiración que despierta el gesto del héroe es, sin embargo, menor que las burlas
que provocan los infantes por su notoria cobardía.

Ésta quedará confirmada poco después, cuando las tropas del rey Bucar de Marruecos acudan a intentar de
nuevo recuperar Valencia. Allí, frente a las proezas de los demás hombres del Cid, sus yernos huirán ante los
moros, y sólo la buena voluntad de los principales caballeros impide que el héroe se entere de ello. Sin
embargo, las críticas de que son objeto por parte del resto de sus hombres y la riqueza obtenida tras el reparto
del botín les hacen urdir un plan para vengarse de las ofensas sufridas. Para ello, deciden abandonar Valencia
con la excusa de mostrarles a las hijas del Cid sus propiedades en Carrión, a fin de dejarlas abandonadas por el
camino.

La afrenta del robledal de Corpes

Así lo ponen en práctica y, colmados de regalos por el Cid, se ponen en marcha. Por el camino, intentan
asesinar a Avengalvón, el gobernador musulmán de Molina, aliado del Cid. Sin embargo, este descubre sus
planes y, por consideración hacia el héroe, los deja marchar. Los infantes y su séquito siguen su marcha, hasta
llegar al robledo de Corpes.
Allí, tras hacer noche, envían a su gente por delante y se quedan a solas con sus esposas, a las que golpean
brutalmente y dejan abandonadas a su suerte. Afortunadamente, su primo Félez Muñoz, al que el Cid había
enviado en su compañía, acude a rescatarlas y da aviso al Campeador. Éste, además de enviar a sus caballeros
para que traigan de regreso a sus hijas, manda a Muño Gustioz, uno de sus mejores hombres, a querellarse ante
el rey don Alfonso. Éste, que había sido el promotor de los desdichados matrimonios, acepta la demanda del
Cid y convoca una reunión judicial de la corte, a fin de dictaminar lo más justo.

El juicio a los infantes de Carrión

Las cortes se reúnen en Toledo y a ellas acuden el rey, los infantes de Carrión con sus deudos (a los que se
suma Garcí Ordóñez) y el Cid con sus principales caballeros. Éste reclama a sus yernos los dos excelentes
espadas, Colada y Tizón que les había regalado al despedirse de ellos. Los infantes se las devuelven y respiran
satisfechos, creyendo que el héroe se conforma con eso. Sin embargo, a continuación les reclama los tres mil
marcos de la dote de sus hijas, que la disolución del matrimonio les obliga a restituir.

Los infantes, que unen a sus anteriores defectos el ser unos dilapidadores, deben devolverle al Cid esa suma en
especie, pues carecen de liquidez. Con todo, se avienen a ello pensando, como antes, que la demanda se acaba
ahí. De nuevo se equivocan, pues el héroe ha dejado para el final el asunto más grave: la afrenta recibida por el
maltrato y abandono de sus hijas. De acuerdo con los usos de la época, se produce un desafío de los caballeros
del Cid a los infantes, a los que se suma su hermano mayor, Asur González. El rey acepta los desafíos y
determina que las correspondientes lides judiciales se efectuarán en Carrión al cabo de tres semanas. En ese
momento, los embajadores de los príncipes de Navarra y de Aragón llegan a la corte para pedir la mano de las
hijas del Cid, lo que provoca gran satisfacción en la corte.

El héroe da instrucciones a sus caballeros y regresa a Valencia. Vencido el plazo, se reúnen en Carrión los
hombres del Cid y los de Carrión, bajo la supervisión del rey. Tienen entonces lugar los tres combates, con
todas las formalidades previstas por la ley. En ellos, los caballeros del Cid, Pedro Bermúdez, Martín Antolínez
y Muño Gustioz, vencen a los dos infantes y a su hermano, que quedan infamados a perpetuidad. Los
campeones del Cid regresan satisfechos a Valencia, donde son acogidos con gran alegría. En este momento, el
héroe, recuperada su honra y emparentado con los reyes de España, ha alcanzado su cumbre. Tras ella, nada
queda por contar, salvo recordar que su muerte acaeció en la solemne fiesta de Pentecostés.

Autor: Alberto Montaner Frutos


Aspectos literarios del Cantar de mío Cid

La trama del Cantar: la recuperación del honor

El Cantar de mío Cid es un poema argumentalmente bien trabado en torno a dos núcleos temáticos: la
reconciliación entre el Cid y el rey y la reparación de la deshonra de sus hijas a manos de los infantes de
Carrión. Estos dos conflictos no sirven sólo para justificar el relato de las diversas hazañas del protagonista,
sino que permiten dotar de una estructura de conjunto al Cantar de mio Cid.

Ésta se organiza en torno a un concepto único, la honra u honor del héroe, en dos dimensiones
complementarias: la pública y la privada. El poema narra, así, los esfuerzo de su protagonista para recuperar
en primer lugar su honra pública, que ha perdido al ser desterrado a causa de las calumnias sobre la
malversación de los tributos sevillanos, y luego su honra privada, dañada por el ultraje cometido por sus yernos
al maltratar y abandonar a sus hijas.

En consecuencia, el argumento del Cantar de mio Cid desarrolla una trayectoria en W, es decir, una doble
curva de descenso y ascenso, en que el conflicto dramático (el exilio primero, la afrenta de Corpes después)
quiebra la situación inicial de equilibrio narrativo para provocar (mediante las penalidades del destierro y luego
la deshonra familiar) el abatimiento del héroe, quien debe esforzarse al máximo para remontar su caída, hasta
lograr, no sólo volver al punto de partida, sino superarlo. De este modo, de la pérdida del favor real y la
expropiación de sus bienes en Castilla, el Cid pasará, tras numerosas hazañas, a conseguir el señorío de
Valencia y a poder tratar al rey casi de igual a igual. En la segunda parte, tras el ultraje y abandono de sus hijas,
se llegará, tras una dura batalla legal, a los nuevos matrimonios de las mismas con los príncipes herederos de
Navarra y de Aragón.

Ambas partes no están meramente yuxtapuestas, sino que se hallan íntimamente ligadas. Esta vinculación se
debe a las obvias, aunque indirectas, relaciones causales entre ambas tramas. En efecto, las hazañas del Cid, que
permiten su reconciliación con el rey, son también las que inspiran a los infantes de Carrión sus propósitos
matrimoniales. De hecho, el rey sólo se decide a perdonarlo al conocer sus planes, quizá por que le garantizan
que su visión personal es compartida por la corte. Así las cosas, el rey promueve estas nupcias creyendo que
con ellas favorece al Cid, dado el alto linaje de sus futuros yernos. Por otro lado, ya al inicio mismo del poema,
el héroe (buen padre, además de buen guerrero) se plantea el adecuado matrimonio de sus hijas como uno de
sus objetivos primordiales, obstaculizado por el exilio.

Ahora bien, dado que el Cid desconfía de este enlace desde que se plantea, queda en suspenso el adecuado
cumplimiento de ese objetivo, que sólo se verá satisfecho con los matrimonios regios al final del poema. En fin, otro
aspecto importante que liga ambas tramas es que los calumniadores del Cid, que no habían sido castigados al resolverse
el primer conflicto, reciben al final su merecido en la figura de su cabecilla, el conde García Ordóñez, quien se alía con
los infantes y sus familiares en contra del héroe y es puesto en evidencia en el proceso judicial por el asunto de Corpes.
De este modo, las dos fases de la historia se ligan inextricablemente, dando lugar a un único, aunque complejo
argumento.

Los hombres de la frontera

Además de sus vínculos estrictamente argumentales, esta doble trama posee una notable cohesión ideológica,
en torno a los ideales de la baja nobleza y, en general, de los habitantes de la extremadura o zona fronteriza
entre cristianos y musulmanes. En la sociedad castellana de la época, la alta nobleza del interior del reino, a la
que pertenecen los enemigos del Cid, vivía ante todo de las rentas de la tierra y basaba su posición de privilegio
en la herencia y el prestigio familiares.

En cambio los colonizadores de la frontera debían su creciente riqueza al botín de guerra (fruto de sus
incursiones contra territorio musulmán) y habían obtenido del rey franquicias e inmunidades a causa del peligro
al que se exponían, viviendo en la peligrosa área fronteriza. Este grupo social estaba compuesto por nobles de
baja categoría y por villanos que, en determinadas circunstancias, podían acceder a la condición de caballero,
disfrutando así de determinados privilegios nobiliarios (como la exención de impuestos o ciertas prerrogativas
judiciales) y, sobre todo, del prestigio social inherente a dicho estado.

En definitiva, frente al poderío de la vieja aristocracia del norte, los hombres de la frontera aspiraban a
ver reconocida su pujanza social haciendo valer sus propios méritos, en lugar de los merecimientos y
prebendas de sus antepasados. Por supuesto, el Cid nunca fue propiamente un colono fronterizo, pero su
peripecia vital, convenientemente convertida en literatura, era un perfecto exponente de las virtudes necesarias
en la guerra contra el musulmán y de la posibilidad, en tales circunstancias, de brillar con luz propia, y no con
la prestada por rancias glorias de linaje.

No obstante, sería anacrónico hablar de un espíritu democrático en el Cantar de mio Cid, puesto que en él no
se rechaza la nobleza de sangre como principio de jerarquía social. Lo que sí se propugna es cierta movilidad
social (de la condición de villano a la de caballero, de la de infanzón a la de magnate) en virtud de los logros
personales de cada uno, frente al inmovilismo que supone tener sólo en cuenta los privilegios heredados.

Este planteamiento se advierte perfectamente en el primer núcleo argumental del poema, el del destierro.
Cuando el Cid sale de Castilla, la forma en la que se propone obtener el perdón del rey es, precisamente,
enviarle parte del botín que obtiene en sus sucesivas acciones guerreras.

Esto sirve para hacerle saber al monarca que su antiguo vasallo no ha sido anulado, sino que está
brillantemente en activo, por lo que sería bueno contar de nuevo con él. Además, aunque el Cid ya no dependa
del rey Alfonso, le sigue mandando una porción de sus ganancias, como si aún fuese su vasallo, lo que significa
dos cosas: que quien se comporta así, jamás pudo haberse quedado indebidamente con los tributos del rey de
Sevilla, como decían sus enemigos, y que, aunque injustamente tratado por el monarca, el héroe le sigue siendo
fiel.

Además, los envíos del Cid al rey son cada vez más ricos, evidenciando que el héroe asciende más y más alto,
lo que provoca la creciente admiración de Alfonso y, al cabo de tres envíos, el perdón regio. Por otra parte, los
hombres del Cid también obtienen grandes beneficios de sus campañas, de modo que incluso “los que fueron de
pie, cavalleros se fazen” (v. 1213). Así pues, la manera en la que el héroe se granjea de nuevo el favor real
corresponde perfectamente a los valores y actitudes que integran el espíritu de frontera.

Esta orientación resulta quizá menos evidente en la segunda parte, pero sigue siendo fundamental. Por un lado,
los infantes son caracterizados como miembros de la corte, orgullosos de su linaje, que consideran su
matrimonio como una forma de sacar provecho de las riquezas del Cid, mientras que éste y sus hijas reciben a
cambio el honor de emparentar con ellos. Es esa postura la que despierta las suspicacias del héroe, quien, no
obstante, actúa de buena fe para con sus yernos.

Éstos son ceremoniosos y van pulcramente vestidos, pero no dudan en estropear sus caras ropas cuando, presos
de terror, huyen ante el león. Esta cobardía se ve reiterada en la batalla contra Bucar y, en definitiva, en su
búsqueda de venganza sobre víctimas indefensas, las hijas del Cid, ya que son incapaces de enfrentarse a éste o
a sus hombres. Se establece así una marcada contraposición entre estos dos petimetres cortesanos y los
caballeros que rodean al Cid, acentuando las diferencias entre una alta nobleza que vive únicamente del pasado,
pero es incapaz de valerse por sí misma, y los guerreros de la frontera, que lo deben todo a su esfuerzo con la
espada. Este contraste se extiende también al ámbito económico: los infantes ponen todo su orgullo en sus
tierras de Carrión, pero carecen de dinero en efectivo; en cambio, el Cid y los suyos, cuyas propiedades habían
sido confiscadas, deben su prosperidad al botín de guerra y poseen dinero y joyas en abundancia.
Esta oposición de dos modos de vida y de sus respectivas ideologías culmina cuando, al final delCantar de mio
Cid, se aúnan todos los grupos contrarios al héroe, es decir, sus calumniadores, encabezados por Garcí
Ordóñez, y los causantes de su ultraje, en torno a los infantes de Carrión, para intentar vencerlo en la querella
judicial suscitada en la corte. Es en este escenario, que posee obvias implicaciones morales, en el que el Cid va
a derrotar por fin a sus enemigos y al modelo social que representan.

Si en la primera parte del poema ha sido capaz de vencer con las armas, para recuperar su honra pública, ahora
demostrará que es capaz de hacerlo también con las leyes, para reivindicar su honra privada. Logra así que la
ignominia recaiga tanto sobre sus adversarios iniciales como sobre los nuevos, demostrando que en la guerra y
en la paz su actitud vital y sus valores son preferibles a los de los envidiosos y anquilosados cortesanos. Éstos,
parapetados tras su orgullo de casta y sus preeminencias señoriales, son incapaces de obtener nada con su
propio esfuerzo, y quedan, a la postre, muy por debajo del Cid y de sus hombres, inferiores en linaje, sí, pero
superiores tanto en el plano ético como en el pragmático.

El Cantar, un “caso jurídico”

Según se advierte por la resolución de la segunda parte, un factor importante en relación tanto con la dimensión
ideológica del Cantar de mio Cid, como con la estética, es la manera en que su desarrollo narrativo responde a
los planteamientos jurídicos coetáneos, cuya importancia para datar el poema ya se ha visto. Esta situación no
es privativa de la sección final del mismo, sino que afecta a todo el texto. El conflicto inicial, de hecho, reviste
ya la forma de un caso jurídico, pues el Cid es desterrado de acuerdo con la figura medieval de la ira regis o ira
del rey. Ésta no era sólo una emoción personal, la cólera del monarca, sino una institución jurídica, que
implicaba la ruptura de los vínculos entre el rey y su vasallo, que debía abandonar las tierras de aquél.

El problema de esta fórmula legal era la indefensión que afectaba al reo, pues éste no podía apelar de ningún modo la
decisión del rey. La importancia de este desamparo legal podía ser leve cuando la ira regis se debía a un delito notorio
(sublevación o desobediencia contra el rey), pero resultaba sumamente grave cuando venía ocasionada por las
calumnias de los mestureros o cizañeros, quienes podían indisponer a alguien contra el rey sin culpa ninguna y sin la
posibilidad de alegar nada a su favor.

Para agravar esta situación, el Cantar de mio Cid describe unas condiciones especialmente duras al inicio del destierro.
En efecto, al Cid se le confiscan sus propiedades, lo cual sucedía sólo por delito de traición, sin ser aquí el caso. A
continuación, el desterrado podía salir del reino acompañado de su mesnada (tropas personales) en un plazo de treinta
días, mientras que en elCantar de mio Cid el plazo total es de sólo nueve días. Por añadidura, se les prohíbe a los
habitantes de Burgos abastecer al desterrado y a los suyos, lo que también resulta excepcional.

Éstos y otros aspectos muestran una aplicación muy rigurosa de la ley, que tiene como finalidad narrativa aumentar las
dificultades del Cid al comienzo de su exilio, de modo que realce la superación de las mismas. Además, desde el punto
de vista ideológico, esta severidad y la arbitrariedad del proceso tiñen de connotaciones negativas la institución de la ira
regis, que resulta, así aplicada, un procedimiento injusto y un medio de fuerza de los cortesanos contra sus enemigos.
Esta presentación negativa, aunque no va acompañada de un rechazo explícito, concuerda con el fondo de una
disposición de las Cortes o asamblea consultiva del reino de León, ante la cual Alfonso IX juró en 1188 que todo acusado
por tales mestureros tuviese derecho a ser oído en su propia defensa.
Ante la injusticia cometida, el Cid podía haberse sublevado contra el monarca, adoptando la postura del vasallo rebelde,
bastante típica de la épica francesa coetánea. Por el contrario, el héroe castellano acata las disposiciones regias y se
dispone a ganarse de nuevo el favor de su rey inspirándose en las prácticas legales del momento. Según el Fuero Viejo
de Castilla, si el desterrado y su mesnada, estando al servicio de un señor extranjero, atacaban tierras del rey, tenían la
obligación de enviarle a éste, como desagravio, su parte del botín, al menos las dos primeras veces en que esto
ocurriese.

Por otro lado, según los fueros de extremadura, cuando las tropas fronterizas atacaban territorio musulmán,
tenían que entregarle al rey la quinta parte de las ganancias obtenidas. Actuando de modo parecido, pero sin
obligación ninguna (puesto que nunca atacan tierras del rey ni son vasallos suyos), el Cid le envía una porción
del botín, lo que acentúa su lealtad, aun en las más adversas circunstancias y favorece su reconciliación con el
monarca. En efecto, una de las causas legales para revocar la ira regis era la realización de señalados servicios
al rey o al reino por parte del exiliado.

Además de regular las relaciones con el rey, las disposiciones legales vigentes afectan a la organización interna de las
tropas del Cid. El aspecto más obvio es la insistencia en el correcto reparto del botín, motor fundamental de la actividad
guerrera de las tropas fronterizas, a cuyos fueros se atienen tanto las formalidades externas (reunión de todo el botín,
evaluación y reparto por los quiñoneros u oficiales repartidores) como las proporciones del mismo (básicamente, una
parte para cada peón, dos para cada caballero y un quinto del total para el Cid).

Además de este aspecto, responde también a dichas regulaciones legales el paso de los peones o soldados de infantería
a la condición de caballero villano, es decir, el soldado de caballería que, por mantener un caballo y el equipo necesario,
poseía parte de las prerrogativas del hidalgo o caballero noble. Lo mismo sucede con el reparto de posesiones entre las
tropas del Cid tras la conquista de Valencia, así como las severas penas con las que el héroe castiga las deserciones una
vez acabada la conquista, algo frecuente en la vida real, ya que, tras conseguir un buen botín en la frontera, muchos
preferían volver a las menos peligrosas tierras del interior.

Por supuesto, todo lo relativo a la reconciliación del rey Alfonso y del Cid, así como al matrimonio de las hijas
de éste con los infantes de Carrión, se desarrolla conforme al ceremonial adecuado, en el que cobra especial
importancia el simbolismo jurídico, es decir, la realización de determinados gestos y palabras sin las cuales un
acto jurídico carecía de validez. El mejor ejemplo de esto es el besamanos, es decir, el beso dado en las manos
por el vasallo al señor en el momento de la infeudación. Para la mentalidad medieval, no bastaba con que
ambas partes se pusiesen de acuerdo, sino que era necesario realizar ese gesto específico para que el vínculo
feudal se considerase realmente establecido.

No obstante, donde el componente jurídico se convierte en elemento central de la acción es en la fase final del Cantar
de mio Cid. Para calibrar su importancia ha de advertirse que, tras de una afrenta como la sufrida por las hijas del Cid, lo
normal, según las exigencias del género épico, hubiera sido que su padre acudiese a la venganza privada y, reuniendo a
sus caballeros, lanzase un feroz ataque contra los infantes de Carrión y sus familiares, dándoles muerte y arrasando sus
tierras y palacios. Sin embargo, el Cid no opta por este tipo de venganza sangrienta, sino que se vale del procedimiento
regulado en las leyes para dirimir las ofensas entre hidalgos: el riepto o desafío.
Precisamente para evitar las venganzas y contra-venganzas, que podían conducir incluso a guerras privadas entre
facciones nobiliarias enfrentadas, la segunda mitad del siglo XII ve nacer dos instituciones íntimamente relacionadas: la
amistad entre hidalgos y el reto. La primera supone un implícito pacto de concordia y lealtad entre todos los miembros
de la nobleza de sangre, en virtud del cual ninguno puede inferir un daño a otro sin una previa declaración de
enemistad. La segunda obliga a que toda queja de un hidalgo respecto de otro adopte la forma de una acusación formal
seguida de un desafío, que normalmente se ventilaba mediante un combate singular entre el retador y el retado o, en
ocasiones, sus parientes o sus vasallos. Si vencía el retador, la acusación se consideraba probada y el retado quedaba
infamado a perpetuidad y perdía parte de sus privilegios nobiliarios.

En el Cantar de mio Cid se siguen escrupulosamente todas las formalidades previstas para el reto en la legislación de
finales del siglo XII. Para ello, tras dar parte al rey Alfonso de la afrenta, se reúnen las cortes del reino y ante ellas el
Campeador acusa a los infantes, que son desafiados por dos de sus hombres. El rey acepta los desafíos y se procede a la
celebración de las correspondientes lides judiciales, en las que tres de los principales caballeros del Cid se oponen en el
campo a los infantes y a su hermano mayor. La victoria de los hombres del Cid salda la afrenta sin ninguna muerte y sin
apenas derramamiento de sangre, de acuerdo con los usos más avanzados del derecho de la época.

El Cid del Cantar: fuerza y sabiduría

Esta ponderada actitud, patente también en la primera parte, cuando el héroe, aunque desterrado, se comporta
lealmente, en lugar de hacerlo como un vasallo rebelde, se debe a uno de los rasgos básicos del comportamiento
del Cid en este poema: su comedimiento. La otra es, claro está, su capacidad militar. De este modo, el héroe
responde en lo fundamental a la clásica caracterización mediante sapientia et fortitudo (sabiduría y fuerza).

Por supuesto, esa sapientiano es aquí erudición; más bien se trata de sabiduría mundana, es decir, sentido de la
proporción, capacidad de previsión y, en definitiva, prudencia. En cuanto a la fortitudo, tampoco se identifica
exclusivamente con la fuerza física, aunque ésta le era indispensable a un guerrero medieval, sino también con la
aptitud para actuar, la capacidad de mando y, en suma, la autoridad, tanto bélica como moral.

En el caso del Cid, la sapientia es ante todo mesura, la cual se plasma, según los casos, en ponderación, sagacidad e
incluso resignación. Así queda claro desde el inicio mismo del poema, cuando, en la primera tirada o estrofa, se dice:
“Fabló mio Cid bien e tan mesurado: / -¡Gracias a ti, Señor, Padre que estás en alto! / ¡Esto me an buelto mios enemigos
malos!-” (vv. 7-9).

En lugar de maldecir a sus adversarios, el Campeador agradece a Dios las pruebas a las que se ve sometido, de modo
que el último verso citado, más que una acusación, es simplemente la constatación de un hecho. A partir de ese
momento el héroe habrá de sobrevivir con los suyos en las penalidades del destierro. Pero éste, aunque constituye una
condena, también abre un futuro cargado de promesas, como, al poco, exclama el héroe, dirigiéndose a su
lugarteniente: “¡Albricia, Álvar Fáñez, ca echados somos de tierra!” (v. 14).

La albricia o buena noticia es la misma del exilio, pues da comienzo a una nueva etapa de la que el Cid sabrá sacar
partido, como después se verá de sobras confirmado, en parte gracias a esa misma mesura que le hace planificar
concienzudamente y ejecutar sin arrebatamiento sus tácticas, pero también tratar compasivamente a los musulmanes
andalusíes por él vencidos u organizar con sabias disposiciones el gobierno de Valencia tras su conquista.

En la segunda trama, esa misma mesura es la que lleva al Cid a plantear sus reivindicaciones por la vía del derecho,
evitando tomar venganza directa mediante una masacre de sus enemigos, pero también se traduce en la sagacidad con
la que conduce el proceso, pareja a la astucia con que había sabido desarrollar sus actividades militares.

La fortitudo, por su parte, se manifiesta, claro está, como fuerza y resistencia en el campo de batalla, pero ante todo
como capacidad de actuación, en sentido general, y muy especialmente como fuerza de voluntad. Gracias a ella, el Cid
logra superar los amargos momentos de la partida, cuando, al abandonar a su familia, “así•s’ parten unos d’otros
commo la uña de la carne” (v. 375), para, a continuación, iniciar una imparable carrera ascendente que culminará con la
conquista de Valencia, la reunión con su familia y, como culminación de toda la primera trama, con el perdón real.

En la segunda parte, la fortitudo le permitirá dar adecuada respuesta al ultraje inferido por los infantes, pues,
aunque el Cid renuncia a una sangrienta venganza privada, no es menos contundente en su demanda de una
reivindicación pública. Por lo tanto, al igual que sucedía con la sapientia, esta virtud se demuestra tan efectiva
en la paz como en la guerra. No podía ser de otra forma en una ética, la del espíritu de frontera, que hacía
especial hincapié en la valoración del esfuerzo personal y consideraba que los méritos personales debían de
procurar una mejora social del individuo, aunque sin quebrantar el marco de la organización estamental.

Modelo heroico castellano

Este modelo heroico, pese a ser de raigambre clásica, singulariza al Cantar de mio Cid dentro del género épico
castellano de la Edad Media. La mayoría de las obras que lo integran se muestran más propensas a los excesos
de la venganza sangrienta que al comedimiento del Cid y, paradójicamente, se ocupan más de conflictos
internos de poder dentro de los reinos cristianos que de la lucha contra los musulmanes, sea o no bajo los
presupuestos de la Reconquista.

Posiblemente, el Cantar ofrezca también una particular combinación de tradición y novedad en el plano
formal, pero resulta difícil determinarlo con exactitud, pues ninguno de los poemas épicos presumiblemente
anteriores al mismo se ha conservado en verso, siendo sólo conocidos por sus versiones en prosa incorporadas
en las crónicas de los siglos XIII y XIV. En todo caso, es bastante probable que el Cantar de supusiese una
marcada renovación del modelo tradicional, debido al patente influjo directo de la épica francesa y
posiblemente también al de la historiografía latina coetánea.

La métrica
El componente en el que el Cantar de mio Cid parece acomodarse mejor a las convenciones genéricas de la épica
medieval castellana es el de su sistema métrico. Éste se basa en versos largos con dos pausas, una final, que determina
la frontera entre los distintos versos, y una interna o cesura, que separa las dos partes internas de cada verso o
hemistiquios.

Tanto los versos como sus hemistiquios carecen de una longitud regular, oscilando entre las nueve y las veinte sílabas,
salvo muy raras excepciones (que suelen corresponder a problemas de transmisión textual), mientras que la mayoría de
los versos se sitúa entre las catorce y las dieciséis sílabas. Por otra parte, tanta variabilidad indica que el verdadero
fundamento de la prosodia épica no radica en el cómputo silábico, sino en el ritmo acentual, basado en la presencia de
determinados acentos tónicos que actúan como apoyos rítmicos.

El otro elemento esencial del sistema métrico épico es la rima asonante, que es la proporcionada por la coincidencia (a
partir de la última sílaba acentuada) entre las vocales de las palabras con las que acaba el verso, independientemente
de las consonantes. Sirvan de ejemplo los versos 23-24: “Antes de la noche, en Burgos d’él entró su carta / con grand
recabdo e fuertemientre sellada” (subrayo las rimas). Más concretamente, en el Cantar de mio Cid el elemento
fundamental para la rima es la última vocal tónica. En cuanto a la vocal final, sólo es pertinente si no es -e, de modo
que, por ejemplo, pinar rima con mensaje. Es una excepción el caso de la ó, que rima con ú y ué y que puede ir seguida
indistintamente por -e y por -o, así que Campeador, nombre, Alfonso, fuert y suyo riman entre sí.

Cuando varios versos seguidos comparten la misma rima constituyen una tirada o estrofa. La estrofa es de extensión
irregular y no cumple una función homogénea. Del mismo modo que los versos épicos suelen ser una unidad de sentido,
y apenas existe el encabalgamiento, la estrofa épica suele poseer unidad temática y presentar cierta autonomía. El
cambio de rima (y por lo tanto de estrofa) no desempeña una única misión ni responde a leyes fijas. Lo normal es que
cuando el poeta considera cerrado un aspecto de la narración (coincida o no con un episodio), inicie otra estrofa. Por
ejemplo, la primera tirada narra la partida de Vivar; la segunda, el trayecto entre Vivar y Burgos y la tercera, la entrada
en Burgos. Hasta aquí, cada estrofa refiere un episodio concreto, con cambio de escenario. Por contra, la parada en
Burgos abarca dos estrofas, aunque cada una desarrolla un aspecto diferente. La tercera, ya citada, refiere la
quejumbrosa acogida de los ciudadanos; la cuarta narra cómo, a pesar de su simpatía por el exiliado, los burgaleses no
se atreven a contravenir la orden real que prohíbe hospedarlo, por lo que el Cid y los suyos deben acampar fuera de la
ciudad, a orillas del río.

En otras ocasiones, el cambio de estrofa obedece a criterios más concretos. Por ejemplo, para referir la
preparación, el desarrollo y el desenlace de una batalla. También se emplea para delimitar las intervenciones de
los personajes, señalando el paso de la narración en tercera persona al discurso directo y viceversa, o bien, en
un diálogo, el cambio de interlocutor. Otras veces la separación estrófica sirve para delimitar partes de la
narración que interrumpen la relación lineal de los acontecimientos, técnica que puede llegar a desorientar al
lector actual. Así sucede en las llamadas series gemelas, en las que una estrofa repite, de forma más detallada o
con un enfoque algo distinto, el contenido de la antecedente. Es lo que sucede con las tiradas 72 y 73, que
ofrecen dos versiones distintas de la convocatoria de tropas para el asedio de Valencia. En estos casos, se trata
de una ampliación o complemento de lo ya dicho, no de una repetición del suceso narrado. En cambio, en las
series paralelas se cuentan en estrofas consecutivas sucesos que en realidad son simultáneos. Por ejemplo, en
las lides judiciales al final del poema, los combates de las tres parejas de contendientes se producen al mismo
tiempo, pero el poeta los refiere sucesivamente, en tres estrofas distintas (tiradas 150-152).

Las tiradas se agrupan, en fin, en varias secciones llamadas cantares. El manuscrito conservado carece de
cualquier indicación expresa de división interna, pero los propios versos del poema aluden a la misma. Justifica
la división de los cantares primero y segundo el verso 1085: “Aquí•s’ compieça la gesta de mio Cid el de
Bivar”, que acude a una típica fórmula para el inicio de una obra o de una sección de la misma y la propia
Historia Roderici comienza exactamente igual: Hic incipit gesta de Roderici Campidocti (“Aquí comienza la
historia de Rodrigo el Campeador”). La frontera entre el cantar segundo y el tercero la marcan los versos 2776-
2777: “¡Las coplas d’este cantar, aquí•s’ van acabando, / el Criador vos vala con todos los sos santos!”,
mientras que el verso 3730 cierra explícitamente el Cantar: “en este logar se acaba esta razón”. De este modo,
el Cantar se compone de tres secciones, a las que Menéndez Pidal denominó Cantar del Destierro (vv. 1-1084),
Cantar de las Bodas (vv. 1085-1277) y Cantar de la Afrenta de Corpes (vv. 2278-3730).
El sistema formular

Además de la organización métrica, el estilo épico tradicional proporciona seguramente al Cantar de mio Cid
otro recurso característico: su sistema formular, es decir, el uso reiterado de determinadas frases hechas bajo
ciertas condiciones métricas. No obstante, en este caso la seguridad es mucho menor que en el aspecto
prosódico, porque las fórmulas del Cantar guardan estrecha relación con las de la épica francesa del siglo XII y
porque, en muchos casos, no pueden derivar de los cantares de gesta anteriores, bien porque afectan a temas o
aspectos no presentes en ellos, bien porque responden a novedades materiales o culturales de dicho período. Un
ejemplo obvio es el del combate, cuya descripción, altamente estereotipada, responde a las innovaciones
producidas en el manejo de la lanza en el tránsito de los siglos XI al XII. Esto resulta incompatible con poemas
supuestamente compuestos en los siglos XI e incluso X, por lo que ha de admitirse o bien que el Cantar
renueva su sistema formular en la línea de la épica francesa coetánea, o bien que los cantares castellanos
previos fueron remozados a lo largo del siglo XII, antes de la composición del poema cidiano.

Propiamente, una fórmula es la expresión estereotipada de una misma idea que se repite dos o más veces a lo largo de
un texto, llenando todo un hemistiquio y, si ocupa el segundo, proporcionando la palabra en rima. Por ejemplo, en los
versos 2901: “¿Ó eres, Muño Gustioz, mio vassallo de pro?” y 3193: “A Martín Antolínez, mio vassallo de pro”. Cuando
la expresión no se repite literalmente, sino con alguna modificación verbal, pero aun así es equivalente e
intercambiable, se obtiene una variante de la fórmula, denominada locución formular. Es lo que ocurre en los versos
402, “a la Figueruela mio Cid iva posar”, y 415: “a la Sierra de Miedes ellos ivan posar”. Según estas modalidades, caben
tres casos: que exista una fórmula sin locuciones formulares; que haya una fórmula acompañada de locuciones
formulares y que existan sólo locuciones formulares, sin el modelo de una fórmula estricta. El conjunto de todas ellas y
de sus formas de utilización configura el sistema formular de la obra.

Este sistema opera en tres niveles: el de la composición, el de la constitución del texto y el de la recepción. En el primer
nivel, las fórmulas son una ayuda para el poeta, pues le facilitan la obtención de la rima y la elaboración de episodios
que abordan el mismo tema o uno parecido. Sin embargo, en el Cantar de mio Cid y en buena parte de la poesía épica
medieval europea, la utilización de fórmulas no es un puro recurso mecánico para la composición, sino que cumple un
papel estilístico en la constitución del texto, en virtud de factores como la armonía o el contraste con el tono de la
escena, o como un determinado efecto fónico o rítmico. En cuanto a la recepción, ésta se hacía en la Edad Media
básicamente de forma oral: el público oía recitar o cantar el poema. En tales condiciones, el uso de fórmulas cumple
ante todo una misión práctica: ayudar al juglar a memorizar los versos épicos y facilitarle al auditorio la comprensión de
la obra aumentando la redundancia. No obstante, satisface también una preferencia estética: el gusto por ver tratados
determinados temas de una forma parecida.

Empleo de epítetos épicos

Un recurso vinculado al sistema formular es el empleo de epítetos épicos. Éstos consisten en expresiones más o
menos fijas (aunque no siempre cumplen estrictamente los requisitos formulares) que se emplean para calificar
o designar a determinado personaje, siempre positivo (los adversarios del Cid nunca reciben un epíteto épico).
Éste puede estar constituido por un sustantivo en aposición al nombre propio o por un adjetivo u oración de
relativo que lo califica. Frente al epíteto, tal y como lo define la retórica, el epíteto épico es especificativo y no
meramente explicativo. En el Cantar de mio Cid es el héroe el que recibe mayor variedad de epítetos, por
ejemplo, el Campeador contado o la barba vellida. Entre ellos destaca el epíteto astrológico, que se refiere al
favorable influjo estelar en el momento del nacimiento del Cid y en el de su investidura caballeresca. Sus dos
formas básicas son, respectivamente: el que en buen ora nasco y el que en buen ora cinxo espada. Casi todos los
personajes cercanos al héroe reciben epítetos; entre otros, su esposa, Jimena, que es muger ondrada, y su
lugarteniente, Álvar Fáñez, que es el bueno de Minaya o, en palabras del Cid, mio diestro braço (vv. 753 y
810). También el rey recibe epítetos, como el buen rey don Alfonso o rey ondrado.

La composición por tema

La utilización de patrones reiterativos en la presentación de determinados sucesos conduce a la composición


por tema. Ésta implica la adopción de una estructura semejante a la hora de abordar episodios de contenido
similar. Las distintas fases pueden referirse mediante un determinado conjunto de fórmulas, como en el citado
caso del combate, pero en otros casos la expresión es más variable. Un ejemplo de esta modalidad son las
embajadas que el Cid envía al rey, las cuales se desarrollan en siete momentos: encargo del Cid, partida del
mensajero, viaje hasta la corte, presentación ante el rey, exposición del mensaje, respuesta del monarca y
regreso del mensajero.

En estos casos, como en la mayor parte del Cantar de mio Cid, la narración es secuencial y sigue el orden
cronológico de los acontecimientos. Ahora bien, como ya se ha visto al hablar de las series gemelas y paralelas,
hay ocasiones en que el poema abandona ese procedimiento. La primera corresponde seguramente al inicio
mismo del Cantar, en la medida en que puede suplirse el contenido de la hoja inicial perdida. En efecto, la parte
desaparecida (no superior a cincuenta versos) era insuficiente para narrar todos los sucesos que conducen al
destierro del Cid. Lo más probable es, pues, que el poema no comenzase por el inicio mismo de la historia, la
embajada a Sevilla para recaudar los tributos adeudados, sino in medias res (en medio del asunto), cuando el
héroe recibe la orden de exiliarse. Eso explica que los antecedentes de la acción se refieran, mediante una
retrospección, en los versos 109-115. En relación con este procedimiento están las elipsis narrativas o supresión
de aquellos momentos que se dan por sobrentendidos. Así ocurre, entre otros casos, cuando se anuncian sucesos
que luego no se narran, porque su realización se da por supuesta y se considera superfluo referirlos. Por
ejemplo, en los versos 820-825, el Cid encarga a Álvar Fáñez que pague mil misas en la catedral de Burgos y
entregue el dinero sobrante a su familia. A su regreso, el Cid se alegra de que haya cumplido su encargo (vv.
931-932), aunque nada se había dicho al respecto al narrar las acciones de Álvar Fáñez en Castilla.

Otra situación en que se rompe el relato lineal de los acontecimientos es la narración de sucesos simultáneos.
Además del caso de las lides judiciales, ya comentado, tal situación se ofrece en aquellas ocasiones en que el
relato debe ocuparse de otro personaje, además de su héroe. Por ejemplo, cuando el Cid conquista Castejón
mientras Minaya realiza la incursión por el valle del Henares; en las tres ocasiones en que el héroe envía sus
mensajeros con regalos para el rey Alfonso o cuando éste en Castilla y el Cid en Valencia se preparan para
acudir al lugar donde se va a producir su reconciliación. En algunos de estos casos (las embajadas primera y
tercera) se omite lo relativo al héroe, pero en la mayoría se prefiere narrar tanto una rama de la historia como la
otra. Se recurre entonces a la técnica de la alternancia o entrelazamiento, que consiste en referir en tramos
sucesivos lo que en realidad ha ocurrido al mismo tiempo, marcando expresamente las transiciones de un tramo
a otro. A veces se refuerza la distinción entre ellos haciendo coincidir tales transiciones con el cambio de
estrofa, lo que da lugar a las citadas series paralelas.

La narración doble

Mayor complicación, al menos para el lector moderno, presenta otro recurso característico de la épica: la
narración doble, es decir, referir dos veces los mismos sucesos. Existen dos modalidades, la retrospectiva y la
prospectiva. La narración retrospectiva consiste en recapitular lo narrado justo antes. Este procedimiento se
emplea en los versos de encadenamiento, aquellos que al principio de una estrofa recuerdan el final de la
precedente, facilitándole al auditorio seguir el hilo de la historia. En cuanto a la modalidad prospectiva, consiste
en narrar un episodio hasta un determinado punto, avanzando determinados sucesos, y a continuación referir de
nuevo estos últimos, de forma más detallada o desde un punto de vista complementario. Así ocurre en el caso,
ya visto, de las series gemelas, en las que el cambio de estrofa ayuda a identificar el alcance de la repetición.
Más problemático resulta identificar el uso de la narración doble en secuencias más extensas y que, por
añadidura, no siempre coinciden con los límites estróficos. Eso es lo que sucede cuando el Cid le ofrece la
libertad al conde de Barcelona, suceso que ocurre una sola vez, pero que se cuenta dos, poniendo en cada una el
énfasis en distintos aspectos. Primero se produce una anticipación (tirada 60, vv. 1024-1027) y luego se vuelve
sobre ella al hilo de la narración (en la tirada 62, vv. 1033-1035b). Más complejo es el caso del fin de las vistas
del Tajo, en que el rey Alfonso perdona al Cid, pues se trata de una narración triple: la exposición original
ocupa los versos 2094-2120; la primera repetición, los versos 2121-2130 y la segunda, los versos 2131-2165,
tras el cual se recupera el hilo cronológico. Cada una de las repeticiones amplifica distintos aspectos de la
versión inicial: la primera da nuevos detalles sobre la despedida del rey y el Cid, mientras que la segunda pone
el énfasis en los acuerdos matrimoniales y la entrega de regalos con que el héroe se despide del monarca
castellano y de su séquito.

Los tiempos verbales

Otro aspecto chocante para el lector actual es la variedad en el uso de los modos y tiempos verbales. En
principio, cabe atribuirla al deseo de variedad, dado que, de otro modo, el autor se habría visto abocado a
emplear únicamente el pretérito indefinido, propio de la narración en pasado. Sin embargo, esto, que podría
justificar la aparición como forma verbal narrativa del presente histórico, resulta insuficiente para explicar la
brusca alternancia de unos tiempos y otros. Un elemento importante a este respecto es la rima, puesto que la
asonancia influye a la hora de seleccionar la desinencia verbal, lo que explica la adopción de tiempos que de
otro modo resultarían incomprensibles. No obstante, los saltos temporales no se dan sólo en la rima. Por ello,
resulta justificado pensar que el uso del verbo en el Cantar de mio Cid responde, junto a las constricciones de
la rima y a consideraciones estrictamente temporales, a un componente aspectual, es decir, a la diferencia entre
las acciones acabadas y las inconclusas, o entre las acciones puntuales y las prolongadas en el tiempo.

En suma, la libertad con la que se procede a la selección de los tiempos verbales responde a la actitud del
narrador o autor implícito, entendiendo por tal la voz que, desde dentro del propio poema, se ocupa de referir
los sucesos. En el Cantar de mio Cid aquél actúa como un narrador omnisciente, es decir, el que controla la
totalidad de los sucesos narrados, como si contemplase la escena desde arriba y nada se le pudiese ocultar. En
consecuencia, no adopta la perspectiva de un testigo presencial de los hechos (identificado o no con alguna de
sus dramatis personae), que puede contar sólo lo que él ve directamente. Por el contrario, él siempre sabe más
que cualquiera de los participantes en la trama y puede hablar de cualquiera de ellos con el mismo dominio de
la situación. No transmite, pues, los sucesos desde un punto de vista limitado y concreto, sino que le
proporciona al auditorio una información general, independientemente de lo que sepa cada personaje por
separado. Esta falta de perspectivismo no significa una ausencia de focalización, ya que el narrador no se centra
únicamente en el héroe, por más que éste constituya su objetivo fundamental. Por el contrario, otros personajes
pueden ocupar, aunque sea temporalmente, el foco central de la narración. De ahí los casos ya comentados de
entrelazamiento y de series paralelas.

La perspectiva del narrador

Un resultado combinado de la omnisciencia del narrador y de su actitud tanto hacia lo que cuenta como hacia
sus destinatarios es el uso de la ironía dramática. Ésta consiste en suministrar al lector u oyente más datos de los
que poseen los propios actores, lo cual crea un contraste entre sus expectativas y las del público. Dependiendo
del caso, ese contraste puede generar comicidad o tensión dramática. En el Cantar de mio Cid sucede más bien
lo segundo, por ejemplo, cuando los infantes de Carrión salen de Valencia con las hijas del Cid, pues éste no
conoce los planes de venganza de sus yernos, pero el auditorio sí, por lo que asiste impotente al engaño. En
todo caso, este uso de la ironía dramática no significa que el narrador rehuya el humorismo. Por el contrario, en
determinadas ocasiones la voz narrativa adopta un tono deliberadamente irónico para recrear situaciones
cómicas. Así sucede en el empeño de las arcas de arena a Rachel y Vidas, en la escena de la prisión y libertad
del conde de Barcelona o en la escapatoria del león en Valencia.

Esto indica que el narrador del Cantar de mio Cid no adopta una posición neutral. Antes bien, se muestra
siempre favorable a su héroe, y no tiene reparo en calificar de follón o fanfarrón al conde de Barcelona ni de
llamar con frecuencia malos a los infantes de Carrión; eso sí, sólo después de haber fraguado su innoble plan de
venganza contra el Cid, pues antes hubiese sido improcedente. De todos modos, su actitud hacia lo narrado se
expresa a veces de forma menos explícita, aunque no menos efectiva, sobre todo mediante exclamaciones que
muestran su complicidad con el héroe y los suyos. Por ejemplo, cuando se hace partícipe de su júbilo en los
versos 1305-1306: “¡Dios, qué alegre era todo cristianismo, / que en tierras de Valencia señor avié obispo!”.
Esta expresión puede revestir carácter formular. Otra forma en la que el narrador demuestra su falta de
neutralidad consiste en prescindir de la tercera persona (cuyo uso regular es propio de la narración impersonal
desde una postura omnisciente), a fin de comparecer directamente ante el auditorio, bien para dirigirse a él en
segunda persona, bien para presentarse ante él con la primera.

Ambos procedimientos se emplean ante todo con función demarcativa y son en buena parte formulares. No
obstante, incluso en estos casos se favorece el acercamiento del auditorio a la narración, efecto facilitado por el
hecho de que, en la recitación pública, el juglar encarna ante los oyentes a ese narrador que apela así a su
connivencia. De todos modos, a veces se busca este efecto de forma más expresiva. Así sucede cuando el
narrador, a fin de despertar la admiración de su auditorio por las fiestas que se celebran en Valencia para las
bodas de las hijas del Cid, le dice directamente: “sabor abriedes de ser e de comer en el palacio” (v. 2208). Un
caso especial de esta actitud lo constituye el momento en que los infantes de Carrión planean la afrenta de
Corpes. Entonces el narrador se desmarca tajantemente de ellos e invita al público a hacer lo mismo: “Amos
salieron a part, ¡veramientre son hermanos!, / d’esto qu’ellos fablaron nós parte non ayamos” (vv. 2538-2539).
Con este recurso excepcional el autor demuestra su maestría técnica y su capacidad de innovar los recursos
procedentes de la tradición.

La caracterización de los personajes

A pesar de su omnisciencia, el narrador no practica su capacidad de introspección, es decir, casi nunca revela
directamente los pensamientos de sus personajes, una actitud frecuente en el narrador omnisciente de tipo
tradicional. Además, pese a no adoptar una posición neutral, como se acaba de ver, tampoco efectúa
normalmente la etopeya o descripción moral de sus figuras, aunque parte de los epítetos épicos aludan a las
cualidades de sus destinatarios. En consecuencia, la caracterización de los personajes se efectúa básicamente
mediante dos recursos: lo que el narrador nos dice sobre ellos (sus acciones) y lo que ellos mismos dicen (sus
palabras). Esto hace que las intervenciones directas de los personajes sean muy numerosas y que la proporción
del diálogo frente a la narración sea en el Cantar de mio Cid una de las más altas de la literatura medieval.

A la hora de reproducir las palabras de los personajes, el narrador se vale de tres posibilidades: el discurso
directo o transcripción de las propias palabras de los personajes; el discurso indirecto o resumen por parte del
narrador de lo que dice y, excepcionalmente, de lo que piensa un personaje, y el discurso indirecto libre,
semejante al anterior, pero sin subordinación sintáctica de la intervención del personaje. En cuanto a la
expresión de cada personaje, lo fundamental no es su forma lingüística, ya que no hay una individualización en
ese plano, sino el contenido. En general, los actores emplean el mismo registro que el narrador y la única
diferencia notable es que aquéllos no presentan la libertad de uso de los tiempos verbales de la que se vale éste.

Tal distinción parece deberse a que la voz narradora posee unas necesidades expresivas más complejas que las
de sus figuras, las cuales sólo necesitan referirse al contexto inmediato, sin tener en cuenta los criterios de
variedad estilística y de atención a los matices aspectuales que, como se ha visto, operan en la narración.
Tampoco se personaliza la forma de hablar de unos personajes en relación con los demás. Tan sólo puede
advertirse que el juramento por Sant Esidro (San Isidoro) es exclusivo del rey Alfonso, lo que constituye un eco
de la histórica devoción del monarca a dicho santo, y que los musulmanes (excepto el más romanizado
Avengalvón) no emplean nunca el tratamiento de vos, sino el de tú, inesperado rasgo de verosimilitud
lingüística que refleja la forma de hablar romance de los andalusíes, imitando el uso árabe, lengua en la que no
existe (salvo en algunos casos de máxima solemnidad) el uso del plural de cortesía.

Lo que distingue, pues, a cada personaje es lo que dice, no cómo lo dice. Son sus actitudes, intenciones y deseos los que
permiten caracterizarlo. En este terreno, apenas hay lugar para la ambigüedad: básicamente hay figuras positivas y
negativas, según apoyen al Cid o se le opongan. Sin embargo, no se produce un reparto mecánico de virtudes y defectos
entre ambos polos, y las presentaciones de unos y otros siempre poseen matices propios. Por ejemplo, el conde de
Barcelona, los infantes de Carrión y Garcí Ordóñez poseen en común su orgullo cortesano y su desprecio del Cid, pero
cada uno tiene sus peculiaridades. El conde es un fanfarrón, pero también sabe emplearse bien en el campo de batalla
y, aunque ridiculizado, no ofrece una impresión tan negativa como los infantes. Éstos aparecen como interesados, falsos
y cobardes, y son sin duda los personajes de peor catadura moral que aparecen en el Cantar, algo que la propia voz del
narrador subraya, como se ha visto. En cuanto a Garcí Ordóñez, intenta desprestigiar al héroe, pero es él quien queda
burlado.

De forma correlativa, el Cid tampoco trata igual a cada uno de ellos. Tanto con el conde como con Ordóñez emplea la
ironía, pero en el primer caso contiene una burla amable, mientras que en el segundo está cargada de displicencia. En
cambio, por los infantes, después del sincero aprecio que les había mostrado en Valencia, manifiesta un profundo
desprecio, que le lleva a motejarlos de canes traidores (v. 3263).

La relación del héroe con sus yernos, que pasa de la desconfianza al apego y de éste al absoluto rechazo, muestra
además que los personajes del Cantar admiten una evolución. El caso más patente es del rey Alfonso, que
paulatinamente abandona su enojo inicial, hasta sentir un profundo afecto por el Cid, al que admira tanto que llega a
decir ante los miembros de su corte: “¡Maguer que a algunos pesa, mejor sodes que nós!” (v. 3116). En general, puede
decirse que la caracterización de los personajes es bastante matizada y en particular la del Cid, capaz de mostrar el dolor
y la alegría de sus afectos familiares, la decisión y la duda en sus planes militares, el compañerismo con sus hombres y la
solemnidad ante la corte e incluso, algo raro en un héroe épico, un abierto sentido del humor, no sólo en su encuentro
con el conde de Barcelona, sino, entre otros ejemplos, cuando persigue al rey Bucar.

La ausencia de descripciones psicológicas que hace recaer el peso de la caracterización en las acciones y palabras de los
personajes no es un caso aislado. Forma parte de la parquedad descriptiva que, en general, presenta el Cantar de mio
Cid, comenzando por la propia apariencia física de los personajes, de ninguno de los cuales se da una prosopografía o
descripción completa.

Las figuras de las que se ofrecen más datos, con ser muy escasos, son las hijas del Cid. Cuando ellas y su madre, Jimena,
se hallan en la torre del alcázar de Valencia, contemplando el señorío ganado por el Cid, se nos dice de ellas que “ojos
vellidos catan a todas partes” (v. 1612). Además de la hermosura de sus ojos, sabemos por boca del héroe que sus hijas
son “tan blancas commo el sol” (v. 2333). La comparación es formular, y se aplica casi igual a unas lorigas (v. 3074), a
una camisa (v. 3087) y a una cofia (v. 3493). Esto podría hacer pensar en un recurso descriptivo puramente mecánico y,
por ello, carente de auténtico significado. Sin embargo, las connotaciones de esta locución formular son tan positivas y
su uso tan escaso que le permiten ponderar la correspondiente excelencia en cada uno de los casos.
Del propio Cid sólo se dice que lleva desde el principio una frondosa barba, la cual llega luego a ser notablemente larga,
a causa de su juramento de no cortársela hasta haber recuperado el favor real. Ese rasgo resulta tan característico del
héroe que a menudo recibe un epíteto épico alusivo, con variantes como el de la luenga barba o el de la barba grant, e
incluso las de barba tan conplida o la barba vellida, en las que se recurre a la sinécdoque o uso de la parte por el todo.
En contraste con la barba impoluta del héroe, su enemigo malo Garcí Ordóñez, lleva la suya desigual, debido a que el
Cid se la mesó, arrancándole un mechón de pelo.

Éste acto era una grave afrenta en la Edad Media y en los fueros estaba equiparado a la castración, pero el hecho de
que Garcí Ordóñez no se haya atrevido a exigirle al Cid reparación del ultraje significaba, para la mentalidad de la época,
que él mismo era el responsable de su deshonra. El contraste entre ambas barbas, la del héroe y la de su antagonista, es
un símbolo de la diferencia de sus respectivos honores: en plenitud el del Cid, menguado el de Garcí Ordóñez. En cuanto
a los infantes de Carrión, aunque no se ofrezcan rasgos concretos, se dice, por boca de Pero Vermúez, que son bien
parecidos, aunque en su caso eso no compense, sino que agrave sus notorios defectos: “e eres fermoso, mas mal
varragán / ¡Lengua sin manos, cuémo osas fablar!” (vv. 3327-3328). Un último detalle corresponde a don Jerónimo,
quien, conforme a su condición clerical, está coronado (tonsurado).

Las descripciones

Estos casos indican que las escasas descripciones del Cantar de mio Cid suelen desempeñar una determinada
misión y no son puramente ornamentales. Lo mismo sucede con los objetos, de modo que, cuando algo se
describe, suele ser para realzarlo y normalmente también para hacer resaltar a su poseedor. Ya se ha visto el
caso de la loriga, la camisa y la cofia del Cid, que reciben la misma fórmula ponderativa que sus hijas. En este
campo, pueden señalarse dos procedimientos. Uno de ellos consiste en destacar la bondad del elemento
descrito, pero sin dar detalles específicos. Así, se alude con frecuencia a los buenos cavallos, como es propio de
un poema que exalta las proezas de unos caballeros. Se trata, como se ha visto, de un uso formular. Por ello se
califica de igual modo a los vestidos, por ejemplo, cuando el Cid libera al conde de Barcelona y, para enviarlo
como corresponde a alguien de su rango y mostrar su generosidad, “Danle tres palafrés muy bien ensellados / e
buenas vestiduras de pelliçones e de mantos” (vv. 1064-1065).

En otras ocasiones, en cambio, se ofrece algún dato descriptivo más concreto. Unas veces junto a la valoración:
“tanta buena espada con toda guarnizón” (v. 3244), pero otras sin ella: “¡Cuál lidia bien sobre exorado arzón!”
(v. 733). En estos casos, se confía en que la propia calidad del material indicado será suficiente para provocar el
efecto deseado; de ahí la frecuencia con que entonces se alude al oro: “Saca las espadas e relumbra toda la cort,
/ las maçanas e los arriazes todos d’oro son” (vv. 3177-3178). En el terreno de las descripciones suntuarias,
destaca la detallada presentación de la magnífica indumentaria del Cid para comparecer ante las cortes en que
se va a juzgar a los infantes. El héroe se viste para la ocasión de ropas de primera calidad, cuyos ricos
materiales y perfecto corte deben garantizar la respetuosa admiración de todos los asistentes: “en él abrién que
ver cuantos que ý son” (v. 3100). En otras ocasiones las connotaciones positivas se expresan de modo más
velado y sutil. Por ejemplo, cuando, al acabar la batalla se señala que el Cid trae “la cofia fronzida” (vv. 789 y
2437) o “la cara fronzida” (vv. 1744 y 2436), ese detalle no es en absoluto trivial. Tanto la cofia como la piel
del héroe muestran las marcas dejadas durante el combate por las mallas de la pesada loriga y constituyen la
prueba visible del esfuerzo desarrollado por el héroe en el campo de batalla.

Otra forma en la que el Cantar de mio Cid realza la funcionalidad de las descripciones es mediante la creación de
determinados paralelismos. Éstos podrían, en principio, obedecer meramente a la repetición formular. Sin embargo, ya
se ha indicado que en este poema las fórmulas no suelen usarse de modo puramente mecánico. Si a ello se añade que a
veces el parecido es sólo general, queda claro que no se debe a una reiteración trivial, sino a la búsqueda de un
determinado efecto estético. La utilización de este tipo de paralelismos o, por el contrario, de determinados contrastes
es una de las constantes estilísticas del Cantar. Por ejemplo, cuando el héroe se encuentra con el rey junto al Tajo para
recibir su perdón, primero se postra ante él y le besa en los pies, en señal de máximo acatamiento; después se pone de
rodillas y le besa las manos, símbolo jurídico de la infeudación; por último, se levanta y lo besa en la boca, gesto de
amistad (vv. 2020-2040). Pues bien, esos tres momentos reproducen en cierto modo toda la trayectoria del Cid en el
destierro: el abatimiento inicial, las victorias subsiguientes y, por último, la consecución de un señorío propio, en una
situación que lo hace estar casi a la par del rey, al igual que ahora está cara a cara ante él. Además, esas tres posturas y
los correspondientes besos pueden relacionarse también con el paulatino acercamiento al monarca que consiguen las
tres dádivas que el Cid le envía: con la primera, sólo logra una aceptación distante, sin contrapartidas; con la segunda,
una recepción cordial y el permiso para que su familia se reúna con él en Valencia; con la tercera, una aceptación
jubilosa y la concesión del perdón.

Principios semejantes actúan al principio del poema, cuando a las puertas que el Cid deja abiertas en Vivar, muda
expresión del abandono de su hogar, les suceden las puertas que halla cerradas en Burgos y le impiden acceder a su
posada. Ambas contrastan en su apariencia, pero no en su significado: el absoluto desamparo del héroe condenado al
exilio. En cambio, las puertas abiertas que poco después lo recibirán en el monasterio de Cardeña, aunque puedan
coincidir con el aspecto de las que había dejado en Vivar, tienen un sentido diametralmente opuesto, pues representan
la hospitalidad y el auxilio de los monjes, y además un nuevo hogar, aunque transitorio, para su familia. De un modo
similar, la entrada en escena de los infantes de Carrión recuerda, por diversos detalles, la presentación que antes habían
tenido los usureros Rachel y Vidas. Este parecido no es casual, pues ambas parejas de personajes pretenden
aprovecharse del Cid, los logreros en su desgracia y los aristócratas en su prosperidad, sin participar del esfuerzo y de la
solidaridad de grupo que justifican la posesión y el disfrute de la riqueza desde la propia ética del poema. Estos juegos
de contrastes y semejanzas remiten así de unos pasajes a otros de la obra, contribuyendo a dar una sensación de
coherencia y de perfecto ensamblaje que revierte en la plenitud de la construcción poética del Cantar de mio Cid.

El lenguaje culto

Otro factor importante en ese plano es cierta solemnidad de estilo. Según la perspectiva medieval, a la poesía
épica, que se ocupa de temas elevados, le corresponde igualmente una expresión elevada: el estilo sublime o
grave. En el Cantar esa elevación se consigue probablemente con el tono arcaico de su lengua, según la
caracterización que hizo de la misma Menéndez Pidal. En realidad no hay completa seguridad al respecto,
debido a la escasez de textos romances del siglo XII, que impide precisar si lo que parecen arcaísmos lo eran
realmente al filo de 1200. En todo caso, otros rasgos contribuyen a ese mismo efecto.

Entre ellos puede destacarse el uso de ciertos cultismos inspirados por el latín eclesiástico o por el judicial,
comocriminal (calumnia), monumento (sepulcro), tus (incienso), virtos (ejército) o vocación(advocación). Por
supuesto, destaca también el uso de los tecnicismos bélicos, como almófar(capucha de la loriga), arrobda
(patrulla), art (ardid o truco bélico), az (fila de soldados), belmez(túnica acolchada llevada bajo la loriga),
compaña (mesnada, ejército), fierro (punta de la lanza),huesa (bota alta) o loriga (cota de mallas).

Dado que el uso de este vocabulario es natural en un poema que relata las hazañas de un guerrero, resulta más
distintivo el abundante y correcto empleo de la terminología legal, no sólo en la escena judicial al final de la
obra, sino en su conjunto. A parte de los latinsimos ya vistos, pueden recordarse voces como alcalde (en el
sentido antiguo de juez), entención (alegato en un juicio), juvizio (juicio y sentencia), manfestar (confesión de
un delito), rencura (querella civil o criminal) o riepto (acusación formal y desafío judicial). En relación con
estos términos puede ponerse el uso de parejas de sinónimos y el de parejas inclusivas, un tipo de expresiones
que resulta algo sorprendente en un texto poético, pero que en un texto jurídico vienen exigidas por la
necesidad de máxima precisión. Las primeras consisten en referirse a un mismo referente empleando dos
términos equivalentes, si bien cada uno de ellos suele incorporar un matiz específico, como en a rey e a señor,
pensó e comidió o a ondra e a bendición (en referencia al matrimonio legítimo). Las segundas se emplean para
expresar la totalidad de algo mediante la suma de sus partes complementarias: grandes e chicos o moros e
cristianos (toda clase de gente), nin mugier nin varón (ninguna clase de persona), el oro e la plata (toda clase de
riqueza), en yermo o en poblado (en toda clase de sitio) o de noch e de día (en todo momento).

Otro tipo de locuciones característico del poema lo constituyen las frases físicas, aquellas que expresan, de
forma redundante, el órgano que realiza la acción, lo que las dota de cierto énfasis gestual. Por ejemplo
“plorando de los ojos, tanto avién el dolor” (v. 18) o “de la su boca compeçó de fablar” (v. 1456). Cabe la
posibilidad de que estas expresiones fuesen reforzadas por la mímica del juglar durante su recitación, pero es
más probable que, por el contrario, su propia plasticidad le dispensase de ello.

Además, resulta difícil imaginar como podría el recitador traducir dichas expresiones gestualmente, salvo con
muecas muy exageradas, impropias de la citada solemnidad característica de la épica. Más obvio es el caso de
la entonación, que se reflejaría claramente en la ejecución oral del poema. Ya se ha visto antes el uso retórico
de la exclamación y de la interrogación por parte del narrador. Ambas entonaciones se emplean igualmente en
las intervenciones de los personajes, dentro de la variedad normal de situaciones expresivas, junto al tono
enunciativo habitual. Mención especial merece el uso, típicamente bélico, del grito de guerra: “Los moros
llaman -¡Mafómat!- e los cristianos -¡Santi Yagüe!-” (v. 731). También se ha de destacar el impresionante uso
de las preguntas retóricas por parte del Cid en su acusación solemne de los infantes ante las cortes de Toledo,
parlamento que acaba, de modo muy patético, con las siguientes palabras: “Cuando las non queriedes, ya canes
traidores, / ¿por qué las sacávades de Valencia, sus honores? / ¿A qué las firiestes a cinchas e a espolones?”
(vv. 3263-3265).

El Cantar y los juglares

Sin duda, los juglares pondrían buen cuidado en dar la entonación debida, entre grave y desgarrada, a esta
intervención del Cid. De todos modos, muy poco es lo que se sabe sobre la forma concreta en que efectuaban
sus recitaciones. Por el colofón juglaresco del manuscrito, consta que el Cantar de mio Cid se leía a veces en
voz alta. Sin embargo, lo más frecuente debía de ser que se recitase de memoria y salmodiado con algún tipo de
música, que algunos investigadores modernos han supuesto, aunque sin mucha base, que fuese la del canto
gregoriano. Esta recitación podía hacerse en público, en una calle o plaza, actuando tanto por la voluntad de los
viandantes como a expensas de los concejos, que los contrataban para alegrar las fiestas locales. Pero también
era usual que el juglar actuase en privado, por ejemplo para los asistentes a una boda, bautizo u otra fiesta
familiar. En el caso de las personas acaudaladas, era usual que hubiese juglares amenizándoles la sobremesa.

La extensión del Cantar de mio Cid hace casi bastante difícil, aunque no imposible, que se ejecutase completo
de una sola vez. Seguramente, lo máximo que se recitaría en cada sesión sería uno de los tres cantares en que se
divide, y en muchos casos se salmodiarían sólo algunos de los episodios, posiblemente los más apreciados por
el auditorio. Podría conjeturarse cuáles serían estos en virtud del tema y del tono, pero la verdad es que no hay
ningún dato que permita tener la menor seguridad al respecto. Únicamente el romance viejo del rey moro que
perdió Valencia (“Helo, helo por do viene / el moro por la calzada”) permite aventurar que la persecución del
rey Bucar gozó del especiar favor del público. En cuanto a su interpretación, resulta posible que el juglar
subrayase con determinados gestos (del rostro, de los brazos o de las piernas) diversos aspectos de la narración.
Sin embargo, parece más bien que la actuación juglaresca consistía en una recitación bastante hierática, en la
que el uso de un instrumento musical tocado con ambas manos impedía una marcada dramatización. Algo que,
por lo demás, no resulta realmente necesario en una obra que, como se ha visto a propósito de las frase físicas,
resulta suficientemente expresiva de por sí.

Como es habitual en una obra de difusión eminentemente oral, es difícil saber qué éxito alcanzó en su época el
Cantar de mio Cid. Sin embargo, diversos indicios apuntan a que éste fue notable y duradero, y no cabe duda
de que constituyó el jalón fundamental de la consagración literaria del Cid. Considerado por el canon actual
como el primer clásico de la literatura española, el Cantar sigue atrayendo la atención, no sólo de los
especialistas, sino del público culto en general.

Autor: Alberto Montaner Frutos

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