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TULIO

D HALPERIN
ESARROLLO ECONÓMICO
DONGHI, vol.Y 39,
LA SOCIOLOGIA
Nº 154 (julio-setiembre de 1999) 261
261

TULIO HALPERIN DONGHI


Y LA SOCIOLOGIA

EMILIO DE IPOLA*

Las ciencias sociales y las ciencias humanas, especialmente la sociología y la historia, no


han mantenido a lo largo de su desarrollo relaciones muy amistosas. La ponderable pero
también pretenciosa ambición de la sociología de encuadrar teóricamente el trabajo de los
historiadores así como la empeñosa costumbre de estos últimos de resistirse a esos encuadres
e incluso a demoler cada nuevo marco teórico propuesto por los sociólogos nutrieron una mutua
hostilidad que todavía persiste. El hecho no debe ser, en mi opinión, excesivamente lamentado.
Finalmente, la controversia y la polémica son formas, aun extremas, de diálogo. Pero en
ocasiones no es injusto extrañar modalidades menos belicosas de relación entre ambas
disciplinas. El presente trabajo, escrito, digamos, desde la sociología, está inspirado por el
deseo de abordar tópicos que pongan positivamente en contacto la teoría sociológica y la
historia, pero también aspira a que sea leído como un homenaje al historiador de quien será
cuestión en lo que sigue. Cumplir con este homenaje fue para mí grato; en cambio, plantear y
desarrollar los tópicos mencionados me obligó a una faena que, sin ser ingrata, resultó a mi
pesar, como se verá en los engorrosos meandros en que creí necesario internarme,
extremadamente laboriosa.
La obra de Tulio Halperín Donghi, ampliamente reconocida por los cultores de las ciencias
sociales y humanas, no ha suscitado, salvo excepciones, la esperable disposición a analizarla a
que tal reconocimiento parecería obligar. Sería sin embargo erróneo condenar esta omisión sin
antes intentar entenderla. Ocurre en efecto que hay también razones atendibles para no
abocarse a esa tarea –más aún si se la emprende desde el problemático terreno de las ciencias
sociales–. Hacerlo comporta aceptar un reto que algunos no vacilarían en llamar temerario.
Prolífica, elaborada con amplia e impecable erudición, con una prosa abundante en construcciones
complejas, y en la que a veces, como se ha dicho de otros autores, algunas de sus ideas más
sugerentes están en las cláusulas subordinadas, la obra de Halperín desafía, no diré la crítica,
sino la simple recensión descriptiva. No obstante, quienes intentamos dedicarnos a las ciencias
sociales y, en particular, a la sociología, ganaríamos en encarar ese desafío como un estímulo y
hasta como una exigencia. Quisiera desarrollar brevemente este último punto –que así formulado
se presta a una interpretación banal– y, por la misma ocasión, explicitar el horizonte de
problemas en el cual procura situarse la lectura de Halperín que aquí efectuaremos.

* CONICET, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. [ ✉ Part.: Costa Rica 4652 / 1425
Buenos Aires / ☎ 4833-0430 / Correo electrónico: <ipola@mail.retina.ar>.]
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En Le cru et le cuit, Claude Lévi-Strauss afirma que cuando el análisis estructural logra
demostrar que mitos de muy diversa procedencia (esto es, provenientes de sociedades entre
las cuales a menudo no se conocen vínculos históricos) forman objetivamente un grupo1, dicha
demostración plantea un problema a la historia –y no a la inversa, como algunos pretenderían–
invitándola “a abocarse a la búsqueda de una solución”2. Envite este último no exento de malicia,
puesto que una de la convicciones más sólidas del pensamiento lévi-straussiano es que, por
razones de principio, la historia no puede tener una respuesta válida para ese problema3.
Hemos citado estas afirmaciones de Lévi-Strauss, coetáneas del momento triunfante del
pensamiento estructuralista, para ilustrar el tipo de enfoque que no nos proponemos adoptar en
este trabajo. Esto es: no se tratará, en este recorrido de la obra de Halperín, de interrogar al
historiador sobre la validez de los conceptos y enunciados teóricos que dicha obra utiliza o
simplemente presupone –conceptos y enunciados que por lo demás no abundan en la obra de
Halperín–. Se tratará, al contrario, de sacar a luz preguntas, problemas, cuestionamientos que
(tal es al menos nuestra hipótesis) la obra de Halperín plantea a quienes intentamos reflexionar
sobre determinados aspectos teóricos de las ciencias sociales.
Al adoptar este enfoque no pretendemos ser originales; ello sin embargo no nos exime de
hacernos cargo de que el enfoque en cuestión conduce a un tratamiento atípico de la obra de
Halperín. Atípico, en efecto, porque, internándose en ella bajo el acicate de una interrogación
teórica, nuestra indagación habrá de seguir un itinerario caprichoso y cambiante por dicha obra,
deteniéndose con excesivo detalle en algunos textos y apenas sobrevolando otros, “saltando”
a veces de unos a otros y, sobre todo, recortando ciertos análisis e interpretaciones para que
sirvan de apoyo a una argumentación, lo que en ocasiones les hará perder parte de su sabor
propiamente histórico. Creemos sin embargo que esa atipicidad no da razones para invalidar
esta tentativa.
Debemos con todo tomar precauciones contra la posible objeción de que estaríamos
buscando dirimir querellas de teoría sociológica utilizando para ello a mansalva el campo de la
historiografía. Prever esa objeción tiene la ventaja de obligarnos a limitar, y a hacer así explícita,
la problemática teórica a ser explorada en el curso de este trabajo, en la medida en que nos
exige escoger un problema teórico no banal que, más allá de particularidades terminológicas
propias de cada disciplina, sea efectivamente compartido por la sociología y la historia. Existen
por cierto múltiples interrogantes teóricos comunes a la reflexión sociológica y a la histórica; por
ejemplo, el de las relaciones entre estructura y acontecimiento (o, según otras formulaciones,
entre estructura y proceso), el de los criterios de conceptualización de la complejidad social (de
las “sociedades”), el de los “constituyentes últimos del mundo social”4, etcétera.

1 Es decir, “un sistema de afinidades lógicas” (Lévi-Strauss, 1964, 16).


2 “Hemos construido un grupo –prosigue Lévi-Strauss–, y esperamos haber proporcionado la prueba de que
era un grupo. Incumbe a los etnógrafos, a los historiadores y a los arqueólogos decir cómo y por qué” (Lévi-
Strauss, 1964, 16).
3 En Les structures élémentaires de la parenté Lévi-Strauss admite que existen “fenómenos de convergencia”,
en virtud de los cuales secuencias históricas diferentes dan lugar, en sociedades también diferentes, a
instituciones análogas. Pero, por una parte, cuando se trata, no por fuerza de una misma institución, sino de
propiedades formales comunes a una o varias instituciones, y, por otra, cuando esas propiedades formales se
reencuentran en un gran nú-mero de sociedades antiguas y modernas (si no en todas ellas) la explicación histórica
se revela insuficiente (Cf. Lévi-Strauss, 1967, 26-27, y, más generalmente, sobre los límites del conocimiento
histórico, Lévi-Strauss, 1962, 332-348).
4 Se trata del problema que, sobre todo en sociología, ha sido popularizado por los críticos y defensores
del llamado “individualismo metodológico”, pero que, bajo diversas formulaciones, tiene precedentes de larga data
entre cientistas sociales e historiadores. (Max Weber, entre otros, lo trata explícitamente).
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Creemos sin embargo que, entre esos problemas, hay uno que goza de un poco
discutible privilegio: nos referimos al de las relaciones entre acción y representación. Elegimos
esta formulación clásica sólo como punto de partida, para no comprometernos de entrada con
una interpretación más sofisticada que correría el riesgo de revelarse luego demasiado estrecha.
En términos generales, el problema de las relaciones entre acción y representación remite a la
idea, compartida en ese nivel por muchos sociólogos e historiadores, de que la acción humana
no es una mera sucesión objetiva de actos discretos a los que, como un componente segundo
respecto de la acción como tal, cabría agregar una sucesión de contenidos ideacionales
(intenciones, creencias, argumentos, interpretaciones, voliciones, etcétera). Muchos cientistas
sociales e historiadores tienden al contrario a coincidir en la convicción de que aquello que los
actores saben, creen, desean, esperan de su acción, así como los criterios con arreglo a los
cuales recortan, explican, justifican y evalúan lo que hacen, forman parte integrante de la acción
como tal –y deben por tanto ser incorporados en la caracterización del concepto mismo de
acción.
Pero si hablamos de “problema” de las relaciones entre acción y representación es
porque, más allá de esa coincidencia en lo general, y por poco que se busque acceder a
nociones más precisas acerca de la naturaleza de las relaciones en cuestión, comienzan los
equívocos y las divergencias. Ateniéndonos a las ciencias sociales, es notorio que un mar-xista,
un weberiano, un funcionalista y, más cerca de nosotros, un partidario de la teoría del rational
choice o un giddensiano tienen ideas muy diferentes acerca de esas relaciones, a su-poner –lo
que no es seguro en todos los casos– que tengan ideas bien definidas sobre ellas.
En cuanto a la historia, la obligada frecuentación de historiadores que en las últimas
décadas se han empeñado en confrontar sus puntos de vista con los de las ciencias sociales
(entre otros, F. Braudel, E. P. Thompson, P. Anderson, P. Veyne y F. Furet) nos permiten
asegurar que el mencionado problema posee la misma vigencia y provoca debates tan fértiles
como los que posee y provoca en las ciencias sociales.
Pero el problema de las relaciones entre acción y representación no tiene sólo la virtud de
jugar un papel central en la reflexión teórica de esas disciplinas. Tiene también la ventaja de
hallar en la obra de Halperín Donghi una abundante materia para su discusión. Ventaja ambigua,
sin embargo. En efecto, si, por una parte, dicha obra pone a nuestra disposición un cúmulo de
análisis extremadamente ricos en los que, a propósito de múltiples temas, Halperín enfrenta y
responde in concreto al problema en cuestión, por otra, es preciso tener anticipadamente en
cuenta que, como ya señalamos, esos análisis son harto frugales en cuanto a explicitación de
supuestos teóricos se refiere5. Será a veces necesario entonces intentar reconstruir, al menos
en sus rasgos principales, esos supuestos, a través de los índices no demasiado explícitos, y
las en cambio múltiples sugerencias implícitas, que la obra de Halperín contiene.

1. Acción, conciencia, discurso


En una entrevista reciente, preguntado sobre la relación entre los proyectos ideológico-
políticos de algunos intelectuales argentinos de mediados del siglo pasado y las modalidades
concretas en que se desenvolvieron y culminaron los procesos históricos que dichos proyectos
pretendían orientar, Halperín daba una respuesta en la que se advertía su resistencia a aceptar
ciertas presuposiciones que suele acarrear la pregunta misma. Era claro, ante todo, que no lo
tentaba demasiado insistir en las tesis que, al amparo de diferentes observancias teóricas y

5 Ese (parcial) silencio teórico de Halperín, no susceptible a mi entender de reproche alguno, ha dado con
todo ocasión al presente trabajo.
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filosóficas, postulan como irrevocable necesidad una total inadecuación entre objetivos buscados
y logros obtenidos, entre proyectos (individuales o colectivos) y resultados históricos concretos.
Tampoco lo satisfacía el dictamen ingenioso, pero a su juicio trivial, de un Hobsbawm, para quien
“todas las revoluciones fracasan porque ninguna logra todo lo que se propone, y al mismo
tiempo todas tienen éxito porque ninguna deja las cosas como las encontró” (Entrevista a Tulio
Halperín Donghi [*], 1994, 42). Halperín parecía preferir una respuesta más compleja, pero
también más abierta a esa pregunta. En la misma entrevista, precisaba su pensamiento en estos
términos:
“Lo que hace interesante esa trayectoria de los intelectuales argentinos de mediados de
siglo no es tanto lo que al final algunos de ellos consideran su fracaso sino la desaforada
ambición que llevan a ese proyecto al comienzo y la medida en la cual han tenido éxito”
(Ibídem).
Así pues, lo significativo en este caso no es la incongruencia entre objetivos propuestos y
resultados obtenidos, sino la congruencia (es cierto que sólo parcial) entre ambos, más allá de
la evaluación pesimista que, años más tarde, harán de la empresa quienes fueron sus
responsables.
Siguiendo una línea de pensamiento análoga, en uno de sus trabajos recientes, Halperín,
luego de evocar una célebre frase de Marx (“los hombres hacen la historia, pero no saben qué
historia están haciendo”), al referirse a los dirigentes de los grupos clandestinos surgidos en la
Argentina hacia fines de los ’60 y hacer notar su capacidad de “orientarse... certeramente en el
marco político que se niegan a reflejar en sus perspectivas teóricas”, anota que “es difícil no
concluir más bien que se esfuerzan por no saber lo que sin embargo sospechan bastante bien”
( THD, 1995a, 57). Aquí nuevamente, pero en términos más complejos, el análisis de Halperín hace
jugar una cierta relación entre acción y representación. No se trata ya de la evaluación tardía de
un proceso político consumado por parte de intelectuales que intervinieron activamente en él y
que, años o incluso décadas más tarde, unen indisociablemente esa evaluación a la de su propio
proyecto personal; tampoco simplemente del modo en que los dirigentes de un grupo político
reflexionan acerca de los resultados de su acción, sino más bien de la manera en que dichos
dirigentes caracterizan a esa acción misma.
Según Halperín, el discurso político de los jefes montoneros definía a este grupo como
precursor de la guerra popular que debería llevar, a través de un peronismo y un Perón ahora
sólidamente avalados por la hegemonía indisputada de esos mismos grupos, a la construcción
de la “Patria socialista”. Pero los atractivos ideológicos de ese discurso no podían ser tan
enceguecedores como para que quienes lo enunciaran no advirtieran que la positiva resonancia
que sus primeras acciones (los asesinatos de Vandor y Aramburu) habían tenido en sectores de
la ciudadanía, la benevolencia con que el propio Perón las había acogido, e incluso su repercusión
en el gobierno militar mismo, daban al comportamiento de ese grupo significados muy diferentes
de los que su prédica explícita le atribuía. Como afirma sin rodeos Halperín:
“...el éxito de los movimientos insurreccionales se mide, más que en su capacidad de
movilizar a las masas para la lucha final, en el acostumbramiento progresivo que induce a
la opinión pública a admitir la inclusión del asesinato entre las prácticas políticas tenidas
por aceptables” (THD, 1995a, 57-58).
Las posteriores autocríticas de los dirigentes montoneros, insistiendo sobre su
vanguardismo y su aislamiento de las masas, no parecieron dispuestas a recordar ese éxito

[*] En las citas bibliográficas, THD de aquí en adelante.


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inicial, ni mucho menos a dar cuenta de él. Pero –insiste Halperín– esos grupos no podían
ignorar que, gracias a sus primeras intervenciones, habían eliminado dos molestos escollos
para el retorno del Líder desterrado. Al declarar no ver en sus acciones iniciales otra cosa que
aventurerismo marginado del movimiento de masas, el discurso montonero decidió desconocer,
con la dudosa lógica de un forzado a posteriori, aquello que, incluso para los jefes montoneros
mismos, había contribuido decisivamente al éxito de su accionar. Decidió olvidar o desmentir en
su discurso lo que en su práctica sabía; lo que, por lo demás, daba una significación precisa a
su empresa: un proyecto de poder, antes que de transformación social radical, que, utilizando
osadamente los instrumentos de la violencia, buscaba la restauración de Perón y la transferencia
del poder político a sus “formaciones especiales”, es decir, a los propios Montoneros. Sin duda,
la aplastante eficacia con que contribuyeron a que se cumpliera acabadamente el primer
objetivo fue una de las causas principales que hicieron imposible el logro del segundo. Pero,
según Halperín, el sentido inicial de su accionar político no podía escapárseles.
Estas indicaciones permiten ya una primera incursión en lo teórico. En la referencia a los
fundadores de la Argentina moderna –punto que retomaremos más abajo– y a los Montoneros
parece ser cuestión de una significativa distancia entre, para emplear una fórmula abreviada, lo
dicho y lo hecho. Desde muy opuestos enfoques, la sociología tradicional ha comentado
largamente ese desajuste. Falsa conciencia, residuos, ideología y sus derivados, han sido los
recursos conceptuales más frecuentemente utilizados para dar cuenta de él. En todo caso, el
drama se jugaba siempre entre dos personajes: por un lado, los hechos, los actores, la
conducta, en suma, los procesos sociales “objetivos”; por otro, las “ideas”, las “representaciones
colectivas”, explícitas o implícitas, manifiestas o latentes, pero siempre detectables a través del
análisis de la palabra de los actores. Estructural-funcionalistas, estructuralistas y marxistas
podían disentir en lo que hace a la descripción y explicación de tal desfasaje, pero sus
dispositivos teóricos tenían en común la clásica separación entre el registro de lo “real” y el
registro de la “representación” –generalmente inadecuada o deformada.
Corrientes sociológicas más recientes han cuestionado ese clivaje. Lo han hecho, por lo
general, subordinando uno de los registros en provecho del otro. Así, por una parte, enfoques
objetivistas, como los que ilustra, desde el marxismo analítico, Gerald Cohen6, concuerdan en
considerar que determinados parámetros estructurales, definibles a nivel macrosocial y con
prescindencia de categorías subjetivas tales como normas, valores, creencias, etcétera,
constituyen los principios de inteligibilidad del sentido de las conductas y, en general, de los
procesos sociales (incluidas las normas, valores, creencias, etcétera).
La popularidad académica de las diversas variantes del objetivismo sociológico se ha
apoyado desde siempre en dos pilares: uno reside en su continuidad con la actitud objetivante
de sentido común, cuyas ventajas (economía, no necesidad de referirse a estados mentales
inaccesibles, adaptación a las exigencias de un juicio común) conserva. El otro pilar radica en el
hecho de que la posición objetivista en sociología ha sido proverbialmente asociada a la tesis
según la cual el objetivismo es la única opción teórica conciliable con el ideal, que se supone
plausible, de que las ciencias sociales gocen de un estatuto epistemológico similar al de las
ciencias naturales.
En los antípodas, y como alternativa a esa posición, se sitúan enfoques de corte subjetivista,
en particular la etnometodología, heredera de los planteos fenomenólogicos de Alfred Schutz,
donde el acento está puesto en las opiniones y creencias de los actores sociales, en torno al
tema de la “construcción social de la realidad”. Al contrario de los anteriores, estos enfoques
deben su atractivo al hecho de que se esfuerzan por exhibir los supuestos no tematizados
sobre los que descansa la actitud objetivante de sentido común. Centrando el análisis sobre las
6 Cohen, 1986.
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condiciones subjetivas de posibilidad de las conductas, las normas institucionalizadas y las


identidades colectivas, los etnometodólogos han dado forma a lo que Ducrot llama una “sociología
de lo implícito”, no exenta por cierto de interés7.
Aquí empero no interesa tomar posición en torno de la ontología de lo social que cada una
de estas opciones teóricas expresa. Importa en cambio investigar hasta qué punto dichas
opciones dan acceso a recursos conceptuales que permitan pensar a nivel teórico aquello que
Halperín expone a nivel histórico.
Retomando el ejemplo de los grupos políticos clandestinos en la Argentina y, en particular,
el de los Montoneros, parece claro por un lado que nos encontramos con un caso de desajuste
entre un curso de acción y el modo en que éste es reflexionado por sus propios actores y, por
otro, que tal desajuste, para decir lo menos, se muestra refractario a la conceptualización
tradicional en torno de la “falsa conciencia” y sus variantes. En efecto, dicha conceptualización
reduce sistemáticamente a un solo nivel (al que denomina “conciencia social”, “subsistema
cultural” o “superestructura ideológica”) todo aquello relacionado con lo que llamaremos la
dimensión simbólica de la acción, ocluyendo toda posibilidad de dar cuenta de fenómenos de
resignificación o de recuperación discursiva ex post de significados producidos, intencionalmente
o no, “al ras”, por así decir, de la acción misma. La conciencia social, los residuos, las ideologías,
las creencias y, en general, las formas de expresión simbólica se sitúan ex hypothesis en un
nivel sin duda derivado, “segundo”, pero también único y lineal. Por cierto, sus formas de
aprehensión suelen ser muy variadas y otro tanto cabe decir de las interpretaciones a que
pueden dar lugar8. Pero tales modalidades diversas de registro y de interpretación dan por
supuesta una previa concepción unidimensional del dominio de la significación de la acción y ese
supuesto limita irremediablemente al análisis.
En cuanto a las opciones más recientes a que hemos hecho referencia, se nos permitirá
ser breves con respecto a las teorizaciones de corte objetivista, como la antes mencionada de
Gerald Cohen, porque, al margen de los méritos o las insuficiencias que puedan atribuírseles, es
notorio que cuando abordan la problemática que ahora nos ocupa no intentan añadir nada nuevo
a los planteos clásicos, sociológicos o marxistas, antes expuestos. Cabe decir, en descargo de
Cohen, que este autor, con encomiable desenvoltura, se hace un deber aclarar, en la principal
de sus obras, que su propósito es defender un marxismo anticuado y tradicional9.
Una apreciación harto más ponderada merecen los aportes de la etnometodología y, en
general, las corrientes de raíz fenomenológica agrupadas habitualmente bajo el rótulo de
“sociologías de la vida cotidiana” (E. Goffman, H. Garfinkel, A. Cicourel y otros). Para dar sólo
algunos ejemplos, los análisis de Goffman acerca de las estructuras de interacción en situaciones,
ocasiones y, más específicamente, en “encuentros” cara a cara, o los de Garfinkel sobre las
estructuras formales de las actividades comunes, cuentan entre las contribuciones más originales
al conocimiento de las configuraciones de sentido que subtienden, de manera generalmente
implícita, a actitudes, conductas e identidades personales en diferentes contextos.

7 Cf., sobre este punto, Verón, 1973, especialmente págs. 268-272.


8 Este último aspecto presta el flanco a otra serie de críticas que no podemos desarrollar aquí.
Indiquémolas sucintamente: es común en este tipo de enfoque referirse a las formas simbólicas en términos de
“traducción”, “expresión”, “reflejo” (la palabra importa poco, pero dentro de su vaguedad, sugiere una relación de
tipo causal) de determinados hechos o comportamientos sociales. Sin embargo, a esta conceptualización de
inspiración causalista suele superponerse otra de carácter funcional e incluso, en sus versiones más bastas, de
corte conspirativo: la ideo-logía “disimula”, “falsea”, “oculta” o también “intenta justificar”, con fines inconfesables,
un cierto estado de cosas.
9 “Porque lo que yo defiendo es un materialismo histórico anticuado, una concepción tradicional en la que
la historia es, fundamentalmente, el desarrollo de la capacidad productiva del hombre...” (Cohen, XVI).
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En cuanto a las críticas, son conocidas entre nosotros las que les dirigen A. Gouldner y E.
Verón10. Reservas con muchos puntos en común con las de estos dos autores formula a su vez
Anthony Giddens, sin que ello le impida utilizar ampliamente las contribuciones de los
etnometodólogos. Precisamente a Giddens hemos de referirnos en lo que sigue.
Se impone destacar de entrada que la de Giddens es una de las más fecundas
propuestas formuladas en los últimos años desde la teoría social para superar los impasses a
que conducen los enfoques dependientes de la dicotomía objetivismo/subjetivismo. En efecto,
apartándose resueltamente del binarismo simplista que opone la objetividad de hechos y
conductas a la subjetividad de la conciencia, la ideología o lo imaginario, Giddens plantea un
modelo más complejo, del cual nos interesa destacar los aspectos que hacen a lo que llama el
“modelo de estratificación”, esto es, “una interpretación del agente humano, que se centra en
tres 'capas' de cognición/motivación: conciencia discursiva, conciencia práctica y lo inconsciente”
(Giddens, 397).
Giddens define “conciencia discursiva” como aquello “que los actores son capaces de
decir, o aquello a lo que pueden dar expresión verbal, acerca de las condiciones sociales,
incluidas, en especial, las condiciones sociales de su propia acción”. La conciencia discur-siva
está relacionada con los procesos de racionalización de la acción (y, por esa vía, con los temas
que la sociología tradicional subsume bajo las nociones de creencia e ideología). Por “conciencia
práctica” Giddens entiende “aquello que los actores saben (creen) acerca de condiciones
sociales, incluidas en especial las condiciones de su propia acción, pero que no pueden
expresar discursivamente; sin embargo, ninguna barrera de represión protege a la conciencia
práctica, a diferencia de lo que ocurre con lo inconsciente” (Giddens, 394).
Los conceptos de “conciencia práctica” y “conciencia discursiva” parecen querer rescatar
ese carácter complejo, no unidimensional, del registro reflexivo de la acción, al cual nos hemos
referido más arriba. En tal sentido, a modo de hipótesis, podríamos reformular lo que Halperín
enuncia acerca de los Montoneros diciendo que los dirigentes de ese movimiento político
mostraban a través de sus actos –es decir, en el registro de su conciencia práctica– conocer
bien lo que, por el contrario, era disimulado y deformado por su conciencia discursiva. Pero este
punto requiere especial cuidado, so pena de abrir el camino a malentendidos o, peor, de
pretender dar cuenta de lo claro apelando a lo oscuro.
Un primer problema reside en la dificultad de determinar con precisión el alcance del
concepto de conciencia práctica. Esa dificultad no es en nuestra opinión casual: deriva de la
relación “indefinida” que existe entre, por una parte, el tipo de interrogantes a los cuales intenta
responder dicho concepto y, por otra, su campo virtual de aplicación. El tipo de interrogantes
remite a los explícitos orígenes fenomenológicos del concepto en cuestión: se trata en principio
de dar cuenta de los saberes implícitos, no tematizados, cuyo dominio exhi-ben los actores
individuales en las situaciones cotidianas y, especialmente, en los encuentros cara a cara:
“desatención cortés”, sentido de las distancias apropiadas, tacto para enfrentar circunstancias
inesperadas, etcétera. En tales situaciones los actores dan muestras de un sabio manejo de las
normas, de las actitudes y las conductas en cada caso requeridas, aunque por lo general sean
incapaces de formular verbalmente ese conocimiento práctico.
¿Se debe concluir de lo anterior que el campo de aplicación del concepto de conciencia
práctica se limita solamente a los contextos de copresencia? Nada es menos seguro. Si el locus

10 Aunque atendibles en ciertos aspectos, las críticas de Alvin Gouldner no menoscaban sin embargo la
validez de esas contribuciones (Gouldner, 347 y ss.). Otro tanto cabe decir de las objeciones de Eliseo Verón a
los etnometodólogos, en cuanto a los límites que impondría a los aportes de estos últimos su dependencia
respecto de sus orígenes fenomenológicos (Verón, 1973, 271 y ss). Verón destaca sin embargo la pertinencia
descriptiva de dichos aportes.
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teórico en el marco del cual la noción es presentada –precisamente la conceptualización de los


encuentros sociales– parece imponer una respuesta afirmativa a esa pregunta, ciertas
indicaciones ulteriores de Giddens arrojan serias dudas sobre la pertinencia de esa respuesta.
Surge de esas indicaciones que la idea de un “saber implícito en la práctica” no por fuerza
exige que ese saber se limite solamente a encuentros cara a cara. La referencia de Giddens a
la obediencia de reglas no expresadas discursivamente –por ejemplo, reglas de parentesco,
como la que en ciertas culturas prescribe el matrimonio entre primos cruzados– pone sobre la
mesa un modo de ejercicio de la “conciencia práctica” sin común medida con aquel que opera en
las situaciones de copresencia. Algo semejante cabe decir de las reflexiones de Giddens
acerca del saber implícito de los actores sociales sobre “condiciones de vida social que no (son)
aquellas en las que ocurren sus propias actividades” (Giddens, 123). Esos ejemplos parecen
franquear el camino a una versión “ampliada” del concepto de conciencia práctica. Siguiendo
esa vía, la idea de una conciencia práctica cuyo dominio de ejercicio abarcara también la acción
política no sería inconcebible. De todos modos, la discusión difícil e incierta que Giddens lleva a
cabo en el capítulo II de La constitución de la sociedad muestra con creces la cautela pero
también las vacilaciones de su autor sobre este punto.
Eso no es todo. El concepto de conciencia práctica –pese a formar parte (y parte central,
según Giddens)– de la teoría social, es también planteado por su autor como elemento de una
conceptualización alternativa a la teorización freudiana sobre el aparato psíquico. Así, a la tríada
“ello”, “yo”, “superyó” de la llamada segunda tópica, Giddens sustituye la triple división “sistema
de seguridad básica”, “conciencia práctica” y “conciencia discursiva” (Giddens, 77)11. No cabe
aquí desarrollar los argumentos que ofrece Giddens para justificar ese reemplazo. Señalemos
simplemente que su preocupación principal aparece centrada en la promoción de lo que llama
“los componentes más cognitivos, racionales, del agente” (Giddens, 87), subestimados, en su
opinión, por Freud12.
Volviendo al tema del cual partimos, y al margen de las reservas que puedan suscitar
estas nada banales macro-operaciones teóricas13, no parece irrelevante intentar rescatar el
concepto de conciencia práctica –y subsidiariamente el menos complejo de conciencia
discursiva– para dar cuenta de los modos de aprehensión subjetiva de su accionar político por
parte de los dirigentes montoneros. Queda en pie sin embargo un problema. En efecto, según
Giddens –en estricta coherencia con la raíz fenomenológica del concepto– la conciencia práctica
refiere a un saber ínsito en la acción misma, que los actores no pueden expresar discursivamente,
aunque en esta restricción no operan censura ni represión algunas. Esta última acotación es
pertinente si se tienen en cuenta el tipo de situaciones a los que generalmente remite Giddens
para ilustrar el uso de dicho concepto (situaciones de copresencia, encuentros cara a cara) y al
tipo de “saber práctico” investido en ellos. Pero, nuevamente, no es en modo alguno impensable
la idea de una conciencia práctica cuya imposibilidad de verbalización se explique, siquiera sea
parcialmente, por la incidencia de operaciones tales como la negación y la censura.

11 En el primer capítulo la tríada propuesta por Giddens era “motivos/cognición inconscientes”, “conciencia
práctica”, “conciencia discursiva” (Giddens, 44).
12 Por ese camino, propone una reivindicación de los “psicólogos del yo” (E. Erikson, K. Horney, H. S.
Sullivan) parte de cuyas tesis retoma o reformula.
13 Este es uno de los aspectos que nos parecen más cuestionables del aporte giddensiano. Por nuestra
parte, creemos que el problema no consiste en exorcizar el demonio objetivista forjándose un inconsciente menos
molesto y un preconsciente sin censura. En un planteo como ése se incurre en una muy incómoda petición de
principio, según la cual es tarea –y tarea prioritaria– de la teoría social presentar una alternativa a la concepción
psicoanalítica de la psiquis.
TULIO HALPERIN DONGHI Y LA SOCIOLOGIA 269

Así, por ejemplo, y retomando nuevamente el caso de los grupos clandestinos en


Argentina, resulta evidente que, para Halperín (en nada preocupado por ofrecer una alternativa
a las tópicas freudianas), hay en los dirigentes montoneros, apuntalado por ese “paradójico
recurso discursivo que es el silencio” (THD, 1987a, 22), un indudable proceso de negación,
racionalizado a posteriori, tras la figura de una autocrítica, en el discurso político de ese grupo.
El hecho de que Halperín señale que los dirigentes montoneros se negaban a reflejar su atinada
percepción de la situación en dicho discurso, que incluso se esforzaban por no reconocer lo que
sabían, muestra inequívocamente que ese aspecto está presente en su análisis.
Por otra parte, la idea de que, a través de algunas víctimas bien escogidas, se abría un
expeditivo atajo para el retorno al poder del jefe del peronismo, y con él de las que se habría de
llamar por entonces sus “formaciones especiales”, logró un arraigo tanto más profundo en estas
últimas cuanto que estuvo avalada por la anuencia de ese mismo jefe, así como por la tolerancia
benevolente de buena parte de la sociedad argentina –sin contar las vacilaciones de la
dirigencia militar ante la emergencia de una violencia que no podía dejar de asociar a su propia
irresolución frente al dilema que la exclusión del peronismo le planteaba–. Es sabido que una vez
producido el regreso del líder, éste no demoró en tomar distancias cada vez más tajantes
respecto de quienes habían sido sus compañeros de ruta. Con el correr de los meses esas
distancias se ahondaron hasta convertirse en la más despiadada hostilidad; por otra parte, la
voluble sociedad argentina dejó de mirar con ojos indulgentes los hechos violentos que,
producida la vuelta de Perón al gobierno, carecían para ella de sentido, además de que
comenzaban a incomodarla seriamente. En ese nuevo contexto histórico, la mera idea de
saberse pioneros exitosos de la legitimación de una violencia que ahora se encarnizaba con
ellos se tornó insoportable para los movimientos clandestinos y cedió fácil-mente su lugar a los
temas ideológicos del vanguardismo elitista y del divorcio de las masas.
Concluyendo provisoriamente: como señalamos antes, en una reflexión teórica sobre este
juego trágico de acciones inicialmente eficaces, de percepciones certeras y de expli-caciones
ex post –juego cuya trama Halperín desata pero no teoriza– parecería haber lugar para los
conceptos de “conciencia práctica” y de “conciencia discursiva”. Pero es indudable que, para
ello, dichos conceptos (y en particular, el primero) requerirían un mayor desarrollo y una mayor
precisión14. Preciso es reconocer que, sobre este punto, la teoría de la estructu-ración –pese a
su refinada elegancia– está aún lejos de haber llegado al fin de sus esfuerzos.
* * *
Los problemas que plantea el intento de encuadre conceptual del modo de aprehensión
de su propio accionar por parte de los grupos clandestinos en la Argentina durante los años ’70
ilustran sólo parcialmente la gama de interrogantes teóricos que abre, en los escritos de
Halperín, la temática de las relaciones entre acción y representación. En otros lugares de su
obra, dicha temática se desarrolla, y también se complejiza, con la introducción de registros
reflexivos más elaborados y de mayor alcance que los que hubo que tomar en cuenta en el
ejemplo anterior.
El de los Montoneros era un caso de interpretación a posteriori, con fines de autocrítica
pero también de reapropiación ideológica, de un recorrido político cuyo sentido efectivo se
había tornado lisa y llanamente inasumible por quienes habían sido sus protagonistas. La obra
de Halperín es particularmente sensible a la eficacia del après coup como modalidad de
resignificación subjetiva de hechos y conductas pasadas. Ilusiones retrospectivas, fables

14 No tanta, sin embargo, como para bloquear la indiscutible fecundidad heurística del concepto en
cuestión.
270 EMILIO DE IPOLA

convenues, mitos individuales y colectivos, reconstrucciones ex post: no siempre para Halperín


esos modos artificiosos de recrear la imagen de actos cumplidos o hechos sucedidos son obra
de la ideología, la mala fe o la necesidad de exculpar un pasado dudoso. Son también efectos
del impacto, a menudo contradictorio, de ciertas mutaciones sociales y culturales sobre las
creencias y los sentimientos de quienes vivieron esos cambios y tuvieron, tan bien que mal, que
acomodarse a ellos.
Efectos a los cuales importa estar especialmente atento cuando se trata de analizar el
modo en que los actores históricos han abordado y transmitido sus propias vivencias. Aludo
obviamente aquí a los trabajos que Halperín dedicó a esa encarnación particular de la conciencia
discursiva que es el género autobiográfico y, específicamente, a las autobiografías de algunos
prohombres (intelectuales y políticos) hispanoamericanos15. Dichos trabajos permiten percibir,
con mayor nitidez quizás que otros, hasta qué punto la labor historiográfica de Halperín acuerda
privilegiada atención a la relación entre la acción de los agentes históricos y las formas bajo las
cuales esos mismos actores, a menudo al calor de las inquietudes y demandas del presente,
intentan recuperar el sentido de dicha acción, esto es: recortan sus secuencias, dan cuenta de
sus motivos y sus fines, justifican sus decisiones, en fin, evalúan su curso y sus resultados. En
la autobiografía el autor define (y generalmente justifica) su actitud ante la vida no sólo en lo que
explícitamente declara al respecto sino también en el acto de enunciación mismo. La autobiografía
es así un trabajoso performativo. El deán Gregorio Funes, al redactar la suya en tercera persona
del singular, usó de un subterfugio poco sutil para hacer como que buscaba soslayar ese
aspecto, cuando en realidad no quería otra cosa que subrayarlo16.
Esta referencia al deán Funes pretende no ser arbitraria. En más de una ocasión Halperín
ha opuesto la actitud de este letrado colonial, que “negoció cautelosamente su carrera” en el Río
de la Plata, a la de otro letrado, clérigo como él, que malogró la suya en México.

2. Fray Servando en las ciudades

El 12 de diciembre de 1794, Fray Servando Teresa de Mier17, de la orden de Santo


Domingo, letrado regiomontano de auspiciosa carrera y reputado orador, pronunció un sermón
en Guadalupe, donde sostuvo la tesis de que el lienzo de Tepeyac, asociado al milagro de la
aparición de la virgen al indio Juan Diego, tendría un carácter efectivamente milagroso, pero
mucho más remoto y venerable que el inicialmente supuesto, ya que se remontaría a los orígenes
mismos del cristianismo. El lienzo sería una reliquia de la predicación del apóstol Santo Tomás en
tierra mexicana y encarnaría un simulacro de la Virgen María, originado milagrosamente en vida
de ésta. El milagro apostólico, presentado como un hecho sólo probable, no excluiría, según
Fray Servando, aquel otro del que fuera agraciado testimonio el indio Juan Diego: la Virgen bien
pudo haber revelado a este último dónde estaba oculto el lienzo, escondido por indígenas fieles,
herederos de aquel originario cristianismo mexicano, durante la persecución desencadenada
ya en tiempos de la predicación de Santo Tomás en México.

15 Entre otros, Fray Servando Teresa de Mier, el deán Gregorio Funes, Manuel Belgrano, Domingo Faustino
Sarmiento, José Victoriano Lastarria, José María Samper, Guillermo Prieto ( THD, 1987a,41-63; 1982,113:143).
16 De este escrito de Funes dice Halperín: “...su autobiografía no podría ser más pública; es, en verdad,
casi el prospecto de un candidato a posiciones políticas” (THD, 1987b, 56).
17 Tulio HALPERÍN DONGHI: “El letrado colonial como inventor de mitos revolucionarios: Fray Servando Teresa
de Mier a través de sus escritos autobiográficos”, en VVAA: De historia e historiadores (homenaje a José Luis
Romero), Siglo XXI, México, 1982.
TULIO HALPERIN DONGHI Y LA SOCIOLOGIA 271

El sermón de Guadalupe causó escándalo y arruinó la carrera de Mier, quien, previamente


a la indagación dispuesta por el arzobispado, recibió de su superior orden de no abandonar el
convento. En sus memorias Fray Servando narra el episodio y admite que pronto tuvo que
convencerse de que su conjetura estaba basada en argumentos muy débiles, producto de una
crédula lectura del doctor Borunda, un jurista enfermizamente adicto a fraguar las historias más
desatinadas. Sin embargo, sólo se declaró dispuesto a ofrecer una retractación plena si se
cumplía la promesa de “cortar el asunto en su virtud” y, en consecuencia, si su honor, ya
lastimado por la sanción, quedaba a salvo.
Ello no ocurrió. Examinado en proceso eclesiástico, el sermón guadalupano recibió un
primer dictamen condenatorio. La sentencia definitiva del arzobispo condenó a Mier a diez años
de reclusión en un convento y lo inhabilitó a perpetuidad para el ejercicio de toda enseñanza
pública. A partir de entonces, la vida de Fray Servando hubo de recorrer hasta su vejez, en que
obtendría una reivindicación casi póstuma, un largo y tortuoso itinerario hecho de prisiones,
fugas, persecuciones, disputas, escarnios, e incluso sorpresivas recompensas. Al cabo de esa
trajinada travesía, quien fuera en su juventud un monárquico convencido y casi militante –hasta
el punto de sostener que la obediencia a los reyes era un deber esencial de los cristianos– se
convertirá en uno de los prohombres fundadores del México republicano.
El proyecto de vida de Mier era eminentemente utilitario: obtener figuración mundana en la
alta sociedad de su tiempo, como espíritu brillante y original. En ese plan general se inscribía su
sermón de Guadalupe. Y, aunque no dejó de cuidarse las espaldas planteando su versión sólo
como “probable”, tampoco fue capaz de evitar una actitud ante las cosas que le acarrearía no
pocos sinsabores: la tendencia a ser excesivo, a colmar y sobrepasar la medida. De todos
modos, una vez condenado –y aunque no quisiera o no pudiera confesárselo– su carrera ya
estaba irremisiblemente comprometida.
Sin embargo, allí Mier puso en juego su sentido del honor y en su defensa inició una batalla
que imprimiría un giro inesperado a su conducta futura. Sin duda, el significado de la empresa
autorreivindicatoria en que se embarcó Fray Servando estaba afectado de una insoluble
ambigüedad. Como nos recuerda Halperín, Montesquieu ha mostrado en célebres páginas que
el honor que está en los cimientos del orden monárquico es, aunque públicamente útil, un falso
honor que requiere como contrapartida el desprecio de la virtud del ciudadano y tiene por
contenido una jerarquía de rangos y preferencias a la que no sustenta ningún basamento moral.
Por lo demás, Fray Servando no podía ignorar “que honores, virtud y superioridad de origen y
de talento no iban necesariamente juntos” (THD, 1982, 129).
“...Pero si sabe que honor y honores no son la misma cosa, el hecho, lejos de darle la clave
del conflicto que destroza su vida, que le permitiría reconciliarse con su destino, se le
presenta como un perpetuo escándalo, frente al cual es deber del hombre de honor
negarse a la resignación” (THD, 1982, 124).
Honor y honores son cosas distintas –entiende Fray Servando– no tanto porque haya que
separar la verdadera virtud de la mera nombradía, sino porque las reglas que deberían presidir
el legítimo acceso a esta última están insanablemente subvertidas. Mier, entonces, además de
desmentir su retractación, se considera directamente agraviado. Alega en términos dramáticos
que su honor ha sido atacado. Dramatismo, por lo demás, no fingido, desde el momento en que
“ese honor identificado con su persona pública es a la vez el núcleo central de su entera
personalidad” (THD, 1982, 122). Eso no es todo. “Al identificar su vida con su honor, Mier la
identifica también, traslaticiamente, con su cursus honorum (THD, 1982, 125), es decir, con su
272 EMILIO DE IPOLA

carrera. Inicia así lo que será una desesperada odisea en procura de su reparación, en la que
–sobre el fondo de la crisis terminal del orden político tradicional y del sistema de creencias que
lo sustenta– Fray Servando va poco a poco reconociendo nuevos aliados y, sobre todo, nuevos
enemigos. Primero, por cierto, el arzobispo Núñez de Haro y Peralta, principal responsable
inmediato de su caída en desgracia. Sin embargo, no tardará demasiado en descubrir que el
arzobispo sólo es a lo sumo una expresión menor de aquello que encarna en esta tierra el mal
absoluto, a saber, el poder.
Esta concepción del poder como mal absoluto le proporcionará una clave general de
interpretación de las desventuras que lo aquejan así como del entero mundo que lo circunda. Y
le ofrecerá además el escenario convenientemente vasto en el que desplegará su lucha. Sólo
que, gracias a esa clave, la empresa se poblará de nuevos sentidos. Ya no se limitará a
declararse inocente contra quienes lo calumnian y persiguen; ahora afirmará también su innata
superioridad, negada y vituperada por el poder. Pero esa superioridad no será la del talento
(poco creíble en una vida marcada por sucesivos fracasos) sino la de linaje. Afirmará pues su
nobleza de origen18, haciendo de ella la médula de su personalidad moral. Con ese bagaje de
convicciones enfrentará al mundo, dominado por los poderosos.
No corresponde aquí narrar las múltiples peripecias que jalonaron la posterior trayectoria
de Fray Servando. En su artículo, Halperín desmenuza con maestría la sobresaltada trayectoria
de este letrado atípico y a la vez ejemplar. Mier es puesto en prisión, se fuga y es reaprehendido
varias veces; en esa serie de persecuciones recorre España, Francia, Italia, Portugal. En el
ínterin ha adherido a la idea independentista, aunque se mantendrá por un tiempo monárquico.
Recala finalmente en Londres y en 1816 se embarca en una expedición al mando de Francisco
Mina con rumbo a América. La expedición llega a Norfolk (Virginia) y de ahí pasa a Baltimore,
donde se organiza la incursión en México. Esta es rápidamente derrotada y en seguida
recomienza para Fray Servando una nueva retahíla de prisiones, fugas, reaprehensiones y
traslados. Es por entonces (1820-1821) que proclama su adhesión a la República. Sin embargo,
esta adhesión se da en Mier sobre el fondo de valores tradicionales. Más precisamente, sobre
lo que Halperín denomina una “utopía arcaica”, según la cual la república restablecerá en su alto
lugar a la verdadera nobleza. Hará justicia: resarcirá a los auténticamente bien nacidos.
Finalmente, la pospuesta reivindicación llega: es electo diputado y constituyente y un
decreto le concede una pensión de 3.000 pesos anuales. El 17 de noviembre de 1827 recibe la
extremaunción en un acto público, con la presencia del presidente de la República y de una
nutrida concurrencia. El 3 de diciembre de ese mismo año muere.
Importa especialmente subrayar que Mier es un letrado al que le toca vivir una época
carente del suelo que proporciona un sistema de creencias firmes sobre la sociedad y sobre la
historia: como suele decirse, lo viejo ya ha dejado de vivir, lo nuevo no puede nacer. Sin
embargo, esta circunstancia no lo convierte en cultor de ningún escepticismo, sino que libera en
él la posibilidad de tener respecto de las ideas la misma actitud pragmática que quiso imprimir
a su vida: es ese pragmatismo el que le permite ver en ciertos sistemas de ideas un arma para
la movilización política. Nada interesado en la búsqueda de la verdad, Fray Servando se
muestra en cambio como un eficaz inventor de mitos revolucionarios. Un inventor en modo
alguno inocente o involuntario y que, en todo conocimiento de causa, pudo hasta el fin de sus
días rescatar como válida, en ese registro, su versión del milagro de Tepeyac19.

18 Pretensión problemática en los hechos, anota Halperín.


19 En su Apología, argumenta con la vista puesta menos en la pertinencia que en la eficacia ideológica de
sus tesis: se trataba nada menos que de “ofrecer un apóstol a México”.
TULIO HALPERIN DONGHI Y LA SOCIOLOGIA 273

“Es esta actitud –escribe Halperín– la que confiere a Mier una perversa y paradójica
modernidad, acercándolo a cuantos en nuestro siglo vieron también la inseguridad
creciente de los criterios de verdad como una oportunidad para desinteresarse de esa
dimensión de la tarea intelectual y consagrarse en cambio a la fabricación deliberada de
mitos con vistas a muy precisos objetivos prácticos” (THD, 1982, 136).
* * *
¿Es capaz la teorización sociológica sobre la acción de contribuir a dar cuenta del
comportamiento y las actitudes de Fray Servando, según las interpreta Halperín? A esta
pregunta muchos reponderían que sería excesivo pedir hoy tamaña capacidad a dicha
teorización. Esa es por lo demás la respuesta que preguntas de ese tipo suele suscitar entre los
mismos teóricos de la acción20. Sin embargo, aun con las reservas que ya hemos tenido
oportunidad de explicitar, no es evidente que los conceptos giddensianos de “conciencia
práctica” y “conciencia discursiva” serían en este caso ineptos para echar una luz siquiera sea
parcial sobre el caso. Halperín señala el carácter a menudo caprichosamente cambiante e
incluso las contradicciones (THD, 1982, 141) de la conducta de Mier. Pero no deja por ello de
señalar todo aquello que dicha conducta deja ver de la “percepción muy viva” y hasta de la
“exasperada lucidez” (THD, 1987b, 54) de que, por momentos, daba muestras Fray Servando
respecto de las características de la época que le había tocado en suerte vivir21.
Aquello que sin duda plantearía problemas mucho más arduos, no sólo a la teoría
giddensiana, sino a todos aquellos enfoques teóricos que ponen el acento en “los componentes
más cognitivos, racionales, del agente”, es la inevitable tarea de articular de un modo inteligible
las luces y las sombras de Fray Servando, sus aciertos y sus errores, sus vislumbres y sus
extravagancias.
¿Podrá, si no resolverlos, coadyuvar a esclarecerlos, una teorización que, como la de la
“elección racional”, otorga primacía a esos componentes, sin por ello dejar de reconocer que
existen conductas menos racionales que otras e incluso conductas crasamente irracionales?
Cabe dudarlo.
La teoría de la acción racional en efecto, al menos en sus versiones claramente identificables
como tales22, es un ejemplo cimero de lo que cabe llamar “hermenéutica simple” (por oposición
a la hermenéutica doble de Giddens) en el sentido de que, acompañada en esto por buena parte
del pensamiento sociológico, se mantiene al ras del sentido pensado y construido por los
actores mismos, de cuya percepción del mundo social ofrece una versión en todo similar a la de
estos últimos, si se exceptúa el lenguaje académico con que la formula. Para el rational-choice,23
cada acción es inmediata y aproblemáticamente identificable, desde que dicha teoría no sólo

20 Por ejemplo, Elster no vacila en acordar a interrogaciones de este tipo un carácter programático, más
bien de largo plazo (Elster, 27).
21 Percepción y lucidez que traducen la (parcial) conciencia práctica de Mier. Aunque Halperín descubre
esos atisbos a través de los escritos de Fray Servando, no deja de sugerirnos que lo que importa son los actos
de enunciación y no los enunciados de que esos escritos son testimonio (ver THD, 1982, 128-129).
22 Como ocurre a menudo con ciertas teorizaciones dotadas de un alto grado de generalidad, la del rational
choice envuelve un espectro amplio que abarca desde versiones fuertes, con una personalidad bien definida e
hipótesis muy restrictiva lo que les otorga mayor interés pero las torna más vulnerables, hasta versiones soft,
preparadas para desarrollarse en extensión más que en intensión, con hipótesis débiles y amplio auxilio de teori-
zaciones complementarias –lo que las hace más resistentes pero menos interesantes–. Sucede sin embargo que,
aun venerando la cautela y el espíritu hospitalario de esas versiones soft, resulta difícil frente a ellas escapar a
la sensación de que aquello que se presenta bajo el rótulo de “rational choice theory” ha perdido identidad y se
parece demasiado a muchos otros intentos de teorización sociólogica tan igualmente eclécticos como poco
definidos.
23 Elster, en su “Introduction” a Jon ELSTER (comp.): Rational choice, New York University Press, New York,

1990, ofrece, con notable claridad y encomiable economía conceptual, una versión sucinta de la teoría.
274 EMILIO DE IPOLA

toma como punto de partida, sino que también adopta el punto de vista explícito del actor; por
otra parte, según esta teoría, las creencias y los deseos de los actores han de admitir ser
enumerados y ubicados en un ránking de acuerdo al coeficiente de racionalidad que la teoría les
atribuye –generalmente en virtud de criterios utilitarios–. Racional, y por tanto prescribible, será
aquella acción que aspire a satisfacer deseos y esté basada en creencias y conocimientos
ubicados en el puesto más alto de cada ránking, y que articule unos a otros (conocimientos y
deseos) en un curso de acción lógicamente consistente.
No diremos que estos postulados son empíricamente falsos o discutibles. Diremos más
bien que ellos suponen una concepción a la vez extremadamente exigente y extremadamente
tosca de la acción, de las creencias y de los deseos (y, por consiguiente, del actuar, del creer
y del desear). Se nos objetará que los defensores del rational choice no excluyen la posibilidad
de posiciones de creencia o de deseos ambiguos e incluso de zonas totalmente indiferenciadas,
en particular de aquello que se cree y/o se desea (por ejemplo, “wishful thoughts”). Pero el
reconocimiento de estas posiblidades no contempladas en la definición de los conceptos
básicos, y del hecho de que ellas plantean efectivas dificultades al rational choice, conlleva la
presuposición de que se trata, o bien de casos atípicos, por no decir excepcionales, o bien de
escollos provisionales (que por eso mismo pueden superarse con el desarrollo antes que con el
cuestionamiento de la teoría24).
* * *
Fray Servando encaró su vida con criterios que hubieran provocado la admiración del
más entusiasta de los partidarios de la teoría del rational choice. Ambicioso, seguro de sus
talentos, pero carente del reaseguro que le proporcionaría una vinculación sólida con la elite de
la sociedad colonial, procuró gobernar el empleo de su ingenio con una orientación resueltamente
utilitaria. La carrera de orador se prestaba inmejorablemente a esos fines. Había comenzado a
ganar un cierto prestigio en ella cuando ocurrió el funesto episodio del sermón guadalupano.
Grave error sin duda, basado en una lectura trágicamente equivocada de la situación y en una
no menos equivocada evaluación de las consecuencias que la pieza oratoria acarrearía a su
autor. Hemos visto sin embargo que la teoría de la elección racional no se ve afectada por casos
como el que comentamos. Debidamente instruida, podría decirnos lo que Fray Servando tendría
que haber hecho en lugar de lo que hizo. La existencia de conductas menos racionales que
otras, e incluso por completo irracionales, no la invalida necesariamente25. Por otra parte, más
allá de sus errores, e incluso de sus desatinos, propios ambos de un ingenio vivaz pero
“escasamente reflexivo” y “poco dispuesto a calcular consecuencias” (THD, 1982, 128 y 127), la
visión utilitaria que gobernó los primeros pasos de Mier en la vida pública no dejó nunca de
acompañarlo. Ella está en el origen de su tendencia a valorar las ideas por su función práctica y
a la fabricación y defensa, siempre profusamente argumentada, de mitos con claros objetivos
políticos. Finalmente, si no “lo mejor posible”, Fray Servando alcanzó sus objetivos y obtuvo al
final de su vida el reconocimiento público por el que tanto había bregado. Triunfo demasiado
tardío; triunfo puramente simbólico y, por lo mismo, vacío. Pero, aun magra y casi póstuma, esa
recompensa permitió que Mier, cuya vida había sido marcada por innúmeros fracasos, concluyera
por no ser un fracasado (THD, 1982, 142).

24 No pretendemos, a pesar de estos juicios un tanto taxativos, desconocer los aportes del rational choice.
En tal sentido nos inclinamos a opinar que, a la inversa de lo que sostienen algunos de sus partidarios, dicha teoría
produce sus aportes más sólidos allí donde se trata de analizar situaciones por definición fuertemente
institucionalizadas y por tanto muy restrictivas en cuanto a los cursos de acción a adoptar. Por ejemplo,
determinados litigios a nivel de la política internacional.
25 Salvo que sistemáticamente la gente no se comporte como la racionalidad requeriría que lo hiciera (ver
Elster, 17 y ss.).
TULIO HALPERIN DONGHI Y LA SOCIOLOGIA 275

Nada pues del relato de Halperín a propósito de Fray Servando parece contradecir los
postulados y las tesis de la teoría de la elección racional. Al mismo tiempo, resulta imposible
sustraerse a la impresión de que dicha teoría, aun ateniéndonos a un plano módicamente
descriptivo, es de escasa utilidad para encuadrar conceptualmente las “elecciones” a las que,
en su accidentada existencia, se vio llevado Mier. Se podrá contraargumentar que el caso del
prelado mexicano desafía cualquier tentativa de conceptualización. Pero ese contraargumento
no nos parece suficientemente sólido. El carácter atípico de la trayectoria de Fray Servando –
señala Halperín– no le quita valor representativo:
“...ella refleja, con una brutal nitidez de líneas que la hace única, los mismos dilemas que
otros letrados de carrera menos excepcional buscaron afrontar sin ser destruidos en la
empresa” (THD, 1982, 114).
Es esa específica representatividad la que, en nuestra opinión, da materia a la reflexión
teórica. Si el rational choice se manifiesta apocado e incluso incompetente en ese terreno, ello no
se debe a la (por lo demás incuestionable) complejidad del caso Mier. Se debe a limitaciones
que afectan a los ya enunciados supuestos en que se basa la propia teoría de la elección
racional26.
La vida de Fray Servando no fue avara en estrategias, cálculos, encrucijadas y dilemas
(incluidos “dilemas de prisionero”). Y hasta cierto punto es válido pensar que su conducta quiso
atenerse a un canon racional. También es verdad que, si tal fue su intención, no siempre logró
plasmarla en decisiones acordes y que incluso es dable opinar que algunas de sus actitudes
reclamarían una explicación patológica. Pero, como hemos dicho, no es la irracionalidad
imputable a muchas de las opciones que asumió el letrado mexicano lo que torna su vida
impermeable a los códigos interpretativos del rational choice. Son estos códigos mismos los que
están en el origen de esa impermeabilidad.
Como veremos más abajo27, existen momentos en la vida de Mier, que busca un lugar en
el mundo, en los que aquél, no sólo por su propia confusión, no sabe literalmente en qué mundo
está viviendo. En esos momentos, su incapacidad de dar una respuesta racional –o, más amplia
y simplemente, sensata– a las situaciones que le toca enfrentar es más producto de esas
situaciones mismas que de la tormentosa psiquis del religioso. Ello, según indicamos antes, no
implica que no haya intentado esas respuestas, porque tuvo en parte que hacerlo a partir de
hipótesis arbitrarias o inciertas –también a veces absurdas– a menudo al precio de riesgos que
culminaban en catástrofes. Aun buscando ser razonables, sus acciones aparecían afectadas
de ambigüedad; aun queriendo orientarse según un orden de razones, los motivos por los que
actuaba se revelaban oscuros y contradictorios. Y muchas veces, como es notorio, su actuar
estaba dominado por pasiones que Mier no controlaba. Pasiones que insistían, se repetían, se
tornaban literalmente interminables.
Lo excepcional en Mier no radicó empero en la ambigüedad de sus acciones, la oscuridad
de sus motivos o el imperio de sus pasiones. Me atrevería a decir que todo eso es
abrumadoramente normal. Radicó más bien en el modo inesperado y “anómalo” en que el
conflicto de épocas y de mundos que le tocó en suerte y las incertezas que de dicho conflicto
derivaron afectó la eficacia y la coherencia de su pensar y su actuar. Y aquí nuevamente se
tornan visibles ciertos límites insuperables del rational choice.
En efecto, como ya hemos señalado, siguiendo a Halperín, tocó a Fray Servando llevar
adelante su empresa en un mundo intelectual en crisis y carente de certezas. El reconocimiento

26 Mucho tememos que la sofisticada elaboración matemática de temas, problemas y dilemas efectuada

por los sostenedores del rational-choice queden gravemente hipotecadas por su aceptación previa de esos
supuestos. Recuérdese con todo lo señalado en la nota 24.
27 Ver infra las observaciones acerca de Boltanski y Thévenot.
276 EMILIO DE IPOLA

de Elster de que, frente a tales situaciones de incertidumbre, la teoría de la elección racional tiene
muy poco que decir es sin duda elogiable (Elster, 6). Pero creemos justo agregar que es
también un poco decepcionante.
Para concluir de un modo más alentador y positivo este parágrafo, diré que en los últimos
años han llamado con justicia la atención los trabajos de Luc Boltanski y Laurent Thévenot y, en
particular, la concepción de la acción discernible en ellos. Permítasenos entonces mencionarlos,
siquiera sea fragmentaria y sucintamente. Por nuestra parte, creemos que entre los aportes
recientes a esa teoría, la de los mencionados autores no parece ceñir más ajustadamente que
los precedentemente expuestos las sinuosidades de un recorrido histórico como el que nos
propone Halperín a propósito de Mier.
Boltanski y Thévenot conciben las acciones humanas como una serie de secuencias en las
cuales los agentes se embarcan, debiendo a tal efecto movilizar recursos y habilidades de
diverso tipo para enfrentar, conforme se van sucediendo, las circunstancias con que se
encuentran. Pero lo esencial de su aporte se resume en lo que cabe llamar una teoría de la
pluralidad de los mundos de acción. Boltanski y Thévenot descomponen el hilo de la acción en
momentos; en cada uno de ellos las personas despliegan competencias para encarar las
exigencias de la situación. Pero ese hilo, y por tanto esos momentos, no pueden ser pensados
como un recorrido simplemente lineal. Al entrar en interacción unas con otras, “las personas se
ven obligadas a deslizarse de un mundo a otro, de una forma de ajuste a otra, de una magnitud
(grandeur) a otra en función de la situación en la cual se embarcan” (Boltanski y Thévenot, 30).
El punto de partida está constituido por ciertos momentos claves a los cuales los autores
denominan “disputas en justicia”. Esas situaciones aparecen como una suerte de estilización de
aquellas escenas de la vida cotidiana en el curso de las cuales las personas, estando en
desacuerdo entre ellas, apelan a principios de justificación diferentes para sostener
argumentadamente sus puntos de vista y, si cabe, buscar las modalidades de un acuerdo
válido28.
La utilización de las categorías de Boltanski y Thévenot para esclarecer aspectos del
“caso” Fray Servando sólo puede hacerse en este artículo de una manera ilustrativa, dado que
no hemos expuesto de ella más que un aspecto extremadamente parcial29.
Con su sermón, Mier tiene como objetivo principal, aunque no único, sumar un galardón
más a su incipiente renombre. No pide al selecto mundo de la opinión al que se dirige, y al que
toma como único juez, más que salir airoso en una prueba, que, planteada según los criterios
vigentes en dicho mundo, debe serle favorable. De hecho, para tener éxito no se requiere que
los destinatarios del sermón sean convencidos de la verdad de lo que en él se afirma; se
requiere tan sólo que ellos reconozcan el ingenio oratorio de su autor, confirmando así lo bien
ganado de su reputación. Sin embargo, hay otros aspectos en juego, que Mier no deja de
advertir, pero que, para su mal, escaparán rápidamente a su control. El más notorio de ellos es
que, al presentar públicamente una tesis histórica e histórico-religiosa que se enfrenta con otra
tenida por verdadera y afincada en la tradición vigente, Mier corre el riesgo de exhibir su sermón
en otros “mundos”, donde rigen otros criterios de justicia y donde zanjan la cuestión otros
tribunales. En suma: corre el riesgo de que intercedan y se hagan valer otros principios de
justificación. Mier había previsto esa posibilidad al tomar la precaución de calificar su punto de
vista sólo como probable. Pero ese recaudo no basta y el riesgo se vuelve pronto dura realidad:

28 Sobre el aporte de Boltanski y Thévenot, puede consultarse el impecable artículo de Nicolas Dodier: “Agir
sur plusieurs mondes” (Dodier, 1991).
29 Sin contar el hecho de que dicha teoría está aún en elaboración.
TULIO HALPERIN DONGHI Y LA SOCIOLOGIA 277

la pieza oratoria que había pronunciado para su lucimiento en los salones, al tornarse pública y
al contradecir a la tradición, se convierte para ésta última en documento que acusa a su autor.
Este será juzgado según los principios de justicia y los criterios de evidencia vigentes en el
mundo tradicional de su sociedad y de su tiempo, esto es, el dogma y la verdad histórico-
religiosa consagradas.
Eso no es todo. Su sermón no sólo es osado en el terreno intelectual; pretende también
serlo, y lo es, en el político. En efecto, aunque en él afirma enfáticamente su lealtad a la
monarquía, no deja de sazonar esa afirmación con muestras claras de un patriotismo mexicano
que trasunta, por lo demás, claras connotaciones antiespañolas. Con ello agrava su caso y se
expone nuevamente al juicio condenatorio de la tradición.
Pragmático, Mier había comenzado por proponer un compromiso, un “arreglo” en los
términos de Boltanski y Thévenot30, en virtud del cual ofrecía retractarse a cambio de que el caso
se diera por definitivamente cerrado. De este modo, la tradición por un lado, el honor de Fray
Servando por otro, quedaban a salvo. Ya hemos visto que no hubo tal arreglo. Nos interesa sin
embargo prestar atención a la curiosa deriva por la que discurrió, a partir de la condena, la
conducta de Mier y algunas de las consecuencias que se siguieron de ella.
En efecto, luego de la sentencia, Mier no puede recurrir, para defender su causa, al mundo
de la opinión que hasta entonces había sabido reconocer su ingenio (lo hará mucho más tarde,
justamente en su autobiografía). Como dice Halperín “la eminencia que Mier ambiciona”... cifrada
“en la estima de los que cuentan, en suma en la opinión pública... es intrínsecamente frágil” (THD,
1982, 122). El escándalo que provoca el sermón basta para cuestionarla irreversiblemente.
Pero, además, por haber traído el escándalo al mundo –al mundo de la tradición– Fray Servando
recibe condena formal. Y lo que es nombradía en el mundo de la opinión, es honor en el de la
tradición doméstica. La lucha en aquél está perdida o es inviable. Mier, sin embargo, no está
dispuesto a resignarse: librará batalla en el segundo.
Esa batalla será, como vimos, larga, penosa y se saldará durante mucho tiempo por
repetidos fracasos. En la imagen que nos ofrece Halperín, Fray Servando se muestra como un
hombre apasionado, rico en afectos tenaces y dado a emociones y sentimientos fuertes. Estos
rasgos nos ilustran sobre la psicología del personaje. Pero también, siguiendo una línea de
interpretación propuesta por Boltanski y Thévenot (Boltanski, 1990, 122 y ss.; 244 y ss.),
admiten una segunda lectura, de acuerdo con la cual la intransigencia obcecada, la terca
persistencia en la queja y en general el sentimiento de ultraje, se manifiestan con especial
intensidad “cuando las personas se sitúan en la línea divisoria entre dos regímenes, o pasan de
un régimen a otro, de suerte que formas correspondientes a varios regímenes se mantienen en
contigüidad en la memoria inmediata” (Boltanski, 1990, 122). No otra cosa ocurre con la agitada
trayectoria de Fray Servando, quien no sólo ha de ser arrancado de la esfera de la opinión
mundana donde ya su talento afloraba sino que también se verá bruscamente alejado de la
placidez al que una carrera sin sobresaltos parecía acercarlo. El sentimiento de haber sido
víctima de un inconmensurable agravio, la dolorosa conciencia de “haber caído desde muy alto”,
están sin duda en el origen de la santa cólera de Mier y de la obstinada persistencia con que
busca su reparación31.
Es claro que el interés que tienen para Halperín la autobiografía y la vida de Mier reside en
el hecho de que en una y otra se sintetizan y a la vez se extrapolan algunos rasgos que serán

30 El “compromiso” es un acuerdo entre dos mundos de acción (y por tanto dos principios de justicia

incompatibles) basado en la defensa de un bien común superior, reconocido por las partes en disputa. El “arreglo”
es una transacción contingente, sin bien común superior, basada en el interés y la conveniencia de recíprocas de
los partícipes (“Tú haces esto, que me conviene; yo hago esto, que te conviene”) (Boltanski y Thévenot, 1991,
408 y ss.).
31 Halperín hace referencia a la “inagotable capacidad de indignación” que caracteriza a Mier (THD, 1982,
125).
278 EMILIO DE IPOLA

propios del letrado colonial y luego del intelectual hispanoamericano32. Dichos rasgos, no
siempre congruentes entre sí, pero que suelen en otros moderarse y compensarse mutuamente,
aparecen en Mier disociados, independientes unos de otros y capaces de exacerbarse hasta
límites insospechados; sólo los apaga o los desengaña –o bien al contrario los galvaniza– el
choque casi siempre brutal con realidades (objetos, personas, mundos de acción) a cuyas
exigencias no pueden ni quieren plegarse. El destino de Mier parece así signado por una suerte
de desajuste esencial. Y ese desajuste remite sin duda al no menos esencial destiempo que
afectó a la época en que le tocó vivir y que marcó profundamente sus convicciones y actitudes:
hemos visto que, tradicional y hasta reaccionario en ciertas ideas, se revela de pronto prematuro,
y en esa medida anticipatorio, en ciertas iniciativas. Es quizás esa asincronía esencial la que
proporciona la clave de la disociación de la que hablábamos antes. Por eso, la vida de este
letrado “atípico y quintaesencial” puede resumirse en una serie de oxímorons: intelectual
indiferente a la verdad, republicano aristocratizante, revolucionario conservador, utopista arcaico.
Es que, retomando las categorías de Boltanski y Thévenot, su itinerario transitó casi por entero
en los bordes que separaban a tiempos y mundos incompatibles. De todos modos, sus
sucesores recuperarán, en otro contexto, muchos de sus temas y sus obsesiones.

3. Mito, ética, verdad


“...esa vasta comprensión sin la
cual no hay historia verdadera”
La creación de mitos políticos no es una característica que haya sido privativa de Fray
Servando. Es por el contrario una vocación en la que ha tenido, en su país y en otros de
Hispanoamérica, precursores, contemporáneos y, lo que ahora nos interesa, connotados
sucesores.
El tema del mito y, más ampliamente, el de lo que llamaremos, faltos de un término mejor,
el del discurso político “instituyente”33 como invención intelectual –y de intelectuales– ocupan un
lugar estratégico en la obra de Halperín. Presentes ya en el libro sobre Echeverría y en algunos
de los artículos de Imago Mundi, dichos temas vuelven –esta lista no es restrictiva– en Tradición
política española e ideología de Mayo, en varios ensayos de El espejo de la historia34 y en el
artículo “Los fundamentos discursivos del fenómeno peronista”. La indagación sobre dichos
temas es asimismo uno de los hilos conductores de Una Nación para el desierto argentino,
ensayo al que hemos de referirnos más abajo.
Una o dos observaciones antes de entrar en materia. Páginas atrás habíamos ya hecho
referencia a la atención que dedica Halperín al papel del mito y de las diversas formas de
discursividad política en los procesos históricos. Creemos que el importante lugar que dicha

32 Sobre el tema de los intelectuales en la obra de Halperín, ver Altamirano (1992).


33 Del cual el primero no sería sino un caso particular. Sea dicho de paso, al menos a nuestro conocimiento,
Halperín no define explícitamente qué entiende por “mito”. Sin embargo, cada vez que recurre al término, lo hace
con una precisión más que suficiente como para permitir reconstruir su definición implícita. En principio, Halperín
denominaría “mito” a todo discurso que plantea determinados ideales u objetivos políticos prácticos (brevemente,
a toda “ideología”) y que asume la forma de un relato histórico. Para dar un ejemplo elemental (que no es de
Halperín): la tesis del comunismo primitivo como estadio original de las sociedades es un mito marxista y
socialista; no así las “Tesis sobre Feuerbach” o el “¿Qué hacer?” de Lenin. Sin embargo, la posibilidad de casos
ambiguos o híbridos sugieren una definición más matizada, que se mantiene fiel al uso que hace Halperín del
vocablo: “mitos” serían aquellos momentos o lugares de un discurso en los que el argumento vira hacia la historia,
en los que la explicación (causal u otra) es reemplazada por una narración que construye, y luego desanuda, una
intriga.
34 Especialmente en los artículos “Intelectuales, sociedad y vida pública en Hispanoamérica a través de la

literatura autobiográfica”, “Imagen argentina de Bolívar” y “Liberalismo argentino y liberalismo mexicano”.


TULIO HALPERIN DONGHI Y LA SOCIOLOGIA 279

temática ocupa en su obra también merece atención, porque ese privilegio remite a un problema
que excede el de la simple reconstrucción histórica. Un problema filosófico, político y, quizás,
ético.
Al abordarlo nos apartamos parcialmente –pero sólo parcialmente– del tópico que nos
habíamos inicialmente asignado. Puesto que también se trata en este caso de reflexionar acerca
de un tipo particular de relación entre acción y representación. Y de hacerlo guiándonos por un
conjunto de interrogantes que involucran prioritariamente a la sociología y las ciencias sociales.
En tal sentido, los mejores aportes recientes a la teoría sociológica de la acción se reinterrogan
de manera explícita y novedosa sobre la posibilidad de imputar una acción a un agente y
plantear en consecuencia el problema de su responsalidad35. Es precisamente sobre este
aspecto hoy en día incorporado a la reflexión sobre la acción que quisiéramos detenernos en
este parágrafo. Pero para ello es preciso un previo rodeo.
En su artículo “El positivismo historiográfico de José Ramos Mejía”36, Halperín, refiriéndose
lateralmente al “mundo de Facundo”, caracteriza a este último como una “estructura llena de
sentido, demasiado llena de sentido (en la cual) cada elemento requiere y resume al todo” (THD,
1954, 63). Señala también que en Sarmiento –del Facundo– “falta todo lo que hay de ambiguo e
indiferenciado en la vida”.
En esa suerte de voluntad frustrada de pregnancia semántica, e incluso en esa ausencia
de ambigüedad y de indiferenciación37 , Lévi-Strauss reconocía dos rasgos típicos del
pensamiento mítico. Es lícito entonces sugerir que, al advertir esos mismos rasgos en el
Facundo, Halperín –antes aún de que el etnólogo francés formulara sus tesis– está indicándonos
la inherencia mítica del libro de Sarmiento. Y no sólo indicándola, si tenemos en cuenta el
inequívoco matiz crítico que colorea la observación de Halperín.
Pero no es el Facundo –sobre el cual ésta no es ni la primera ni la última palabra que ha
formulado Halperín– el texto que ahora nos interesa. Por razones que esperamos se harán
claras en lo que sigue, preferimos tomar como objeto el modo en que Halperín interroga al más
señero de nuestros discursos políticos “instituyentes”: las Bases de Alberdi.
Halperín no duda en reconocer el lugar de privilegio que, como texto fundacional, fuera
asignado a las Bases. No obstante, sin extenderse en detalle sobre el tema, entreabre, apenas
un resquicio, la puerta a un interrogante. No más que una discreta prevención, pero suficiente en
todo caso para complicar sutilmente las cosas.
“... las Bases resumen con una nitidez a menudo deliberadamente cruel el programa
adecuado a un frente antirrosista tal como la campaña de opinión de los desterrados había
venido suscitando; ofrece, a más de un proyecto de país nuevo, indicaciones precisas
sobre cómo recoger los frutos de su victoria a quienes han sido convocados a decidir un
conflicto definido como de intereses. Y dota a ese programa de líneas tan sencillas, tan
precisas y coherentes, que es comprensible que se haya visto en él sin más el de la nueva
nación que comienza a hacerse en 1852” (THD, 1980, XXXV) (yo subrayo).
Aquello que puede entonces entenderse sin mayor análisis, no es por cierto que,
erróneamente, como una impostura, se haya creído que las Bases era nuestra obra fundacional,
puesto que ese hecho es indiscutible –y lo es justamente por esa creencia–. Es más bien que se

35 Ver, sobre este punto, el volumen colectivo La théorie de l’action, coordinado por P. LADRIÈRE , P. PHARO

y L. Q UÉRÉ, CNRS Sociologie, 1993.


36 En Imago Mundi, Nº 5, Buenos Aires, setiembre de 1954, págs. 56-64.
37 O al menos en el esfuerzo por reducirlas o domesticarlas, lo que, por una parte, lo lleva a incluir cada
elemento en un sistema de diferencias lógicas y, por otra, explica la universal traducibilidad de todo mito (Lévi-
Strauss, 1964, 14; 1958, 232).
280 EMILIO DE IPOLA

haya creído, no sólo que el proyecto propuesto por las Bases fue el efectivamente asumido por
la incipiente Nación, sino también que fue el más lúcido, el más matizado, el más rico entre los
que coetáneamente fueron propuestos.
Ahora bien, es notorio que Halperín no comparte esas dos últimas opiniones. Más
precisamente, subyace en Halperín la idea de que las Bases es un texto ideológica y políticamente
instituido como fundante en el seno de un proceso efectivamente fundacional del cual, por lo
demás, dicho texto forma parte, pero cuyas claves principales se le escapan. Y, a la hora de
formular reservas, no las escatima (ver THD, 1980, XXXIV-XXXV). Asimismo, a los severos,
descarnados dictámenes de Alberdi, Halperín opone la visión menos sistemática pero más
precisa y coherente de Sarmiento, visión “que supera en riqueza de perspectivas y contenidos”
a la alberdiana ( THD, 1980, XXXV).
No hay pues complacencia en los juicios de Halperín sobre las Bases (y sobre su autor).
Sin embargo, más allá de la dureza de esos juicios, y morigerando hasta cierto punto esa dureza
misma, hay en la evaluación global de Halperín acerca de Alberdi algunos matices que, por
razones que expondremos más abajo, nos interesa rescatar.
Halperín muestra por un lado que hay críticas posibles al proyecto de Alberdi, diferentes
incluso de las que imaginaron sus adversarios. Sin embargo, al enunciarlas, no deja de tener en
cuenta, como una suerte de punto de referencia y a la vez de testimonio, el modelo de país que
en la misma época, a través de distintos escritos, proponen Sarmiento y otros. Por lo demás,
antes de sacar a la luz lo que, en su opinión, son limitaciones o falencias del programa
alberdiano, Halperín se preocupa por poner de manifiesto la lógica interna de ese programa,
explicando –y de este modo reduciendo– la aparente arbitrariedad de algunas de sus tesis. Por
cierto, demostrar que algunas de las opiniones más discutibles de Alberdi, lejos de constituir
una prueba de la falta de rigor de este último, son al contrario producto de ese rigor mismo, no
las exime de crítica. Pero si tal demostración no las absuelve, contribuye en cambio a tornarlas
más comprensibles y, en esa medida, menos injustificadas.
En una breve recensión aparecida en Imago Mundi38, Halperín hacía justamente referencia,
y reivindicaba, a “esa vasta comprensión, sin la cual no hay historia verdadera”. Creemos que
uno de los sentidos en que puede entenderse el ejercicio de esa comprensión es el que campea
en la evaluación que hace Halperín del pensamiento de Alberdi. Sin embargo, esta evaluación
envuelve temas y problemas más complejos que lo que ha dejado entrever lo dicho hasta ahora.
Así, acabamos de señalar que, para Halperín, mostrar la coherencia lógica del pensamiento de
un autor, así como el contexto cultural en que dicho pensamiento fue enunciado y discutido, no
es razón para dejar de criticar sus propuestas. Ahora bien, al formular esta observación,
rozamos indirectamente un tópico con el cual ya nos habíamos encontrado en el parágrafo
precedente. Podemos nombrarlo con las palabras del propio Halperín: se trata de la “preocupación
por la búsqueda de la verdad”.
En efecto, de un modo recurrente, aparecen en los escritos de Halperín, particularmente
en aquellos dedicados a la vida y obra de letrados e intelectuales, reflexiones acerca de cómo
encaran estos últimos, en su labor propiamente intelectual –labor que a menudo se imbrica con
el quehacer político–, la interrogación sobre la verdad de aquello que declaran o escriben. Esa
interrogación, presente ya en el libro sobre Echeverría, tiene un alcance que excluye toda
remisión a lo anecdótico. Queremos con ello decir que es notorio que Halperín, al plantearla, no
apunta al registro episódico de tal o cual aseveración deliberadamente falaz o, al contrario, plena
de sinceridad y veracidad hecha por aquel cuya vida estudia; tampoco simplemente a sacar a

38 Se trata de la reseña del libro de Leo VALIANI : Storia del movimento socialista; l’opera de la prima
internazionale, publicada en Imago Mundi, Nº 4, 1954.
TULIO HALPERIN DONGHI Y LA SOCIOLOGIA 281

luz ciertos rasgos de carácter de este último: si ese punto está a veces presente, no agota las
razones por las cuales Halperín se ocupa del tema.
En El pensamiento de Echeverría el tópico en cuestión es abordado desde diferentes
ángulos. En un primer nivel, Halperín toma nota de los a su juicio contados aciertos y de los
muchos desaciertos del autor del Dogma. Desde luego que no se limita a contabilizar unos y
otros, ni tampoco simplemente a consignarlos como meras verdades o errores. No sólo porque,
como lo hará con Alberdi, procurará siempre contextualizar cultural y lógicamente a cada uno de
ellos, sino también porque prestará tanta atención a los actos de enunciación de Echeverría
como a sus enunciados. Dicho de otro modo, buscará sacar a luz aquello que dichos enunciados
dejan traslucir de la relación o, si se quiere, de la actitud de Echeverría respecto de su propio
discurso: mero gesto o pose, aceptación resignada o escéptica de la opinión de terceros,
hipocresía, o bien al contrario convicción firme y sinceridad sin dobleces.
Esta enumeración, aunque desordenada, no es caprichosa: un poco de todo eso encuentra
Halperín en Echeverría. De todos modos, se empeña en elaborar ante cada una de estas
actitudes un juicio ponderado. Por cierto, no omite consignar las vacilaciones, las inconsecuencias,
las contradicciones y hasta las limitaciones de Echeverría –quien, frente a ciertas ideas que lo
turbaban, no desdeñaba tomar, según Halperín, “el camino de la incomprensión” (THD, 1951,
84)–. Pero, en cada caso, un previo y prolijo examen de lo que hoy llamaríamos el “campo
intelectual” y de los problemas, las aporías y las paradojas que éste planteaba al pensamiento
(por lo demás, no siempre lúcido, ni consecuente ni desinteresado) de Echeverría cierra de
entrada la vía a cualquier dictamen apresurado o arbitrario.
Sin embargo, en el final del libro, el juicio de Halperín sobre Echeverría se torna más
definido y, sobre todo, más severo. “...Será preciso –escribe Halperín– juzgar a Echeverría
como él gustó de juzgar a los demás, mediante un juicio ideológico que se hace a la vez juicio
ético: es bueno o malo que haya pensado así” (THD, 1951, 160). Ahora bien, en este punto la
conclusión de Halperín es claramente negativa.
Lo es, no porque las ideas de Echeverría sean equivocadas, o porque éste adhiera a ellas
apoyándose en un ingenuo argumento de autoridad (porque son las que sostienen los “publicistas
más adelantados”). El error, y aun la obstinación en el error basada en la confianza acrítica del
discípulo en el maestro, son actitudes comprensibles y a veces, quizás, inevitables. Si no
pueden ser compartidas, pueden en cambio ser justificadas e incluso encomiadas, cuando ellas
trasuntan la obstinación apasionada de una indagación honesta. No es éste empero el caso de
Echeverría. Su “idea de que puede recibirse pasivamente la verdad por medio de los «publicistas
más adelantados»”, esta idea ingenua de la que Echeverría duda sin osar confesarlo, va unida
–dice Halperín– “a la decisión de labrarse un destino como poeta y pensador revolucionario”
( THD, 1951, 160). Y es esa decisión lo que mantiene atada su adhesión, no a la verdad –ni
siquiera a la creencia en la verdad–, sino al puro y simple prestigio de ciertas doctrinas.
“...Ello –escribe Halperín– no implicaba tan sólo un error, era un despreocuparse del recto
pensar en la esperanza de alcanzar esa buscada realización de un dado tipo humano, el
de innovador ideológico. El error se dobla así en despego por esa búsqueda de la verdad
que, sólo ella, puede dar sentido a la actividad del pensador” (THD, 1951, 160).
Esa culpa de Echeverría, ese rehusarse a toda reflexión crítica aun cuando no se crea
demasiado en lo que se pregona, ese interés por cuidar la imagen de sí mismo unido al más
craso desinterés por la búsqueda de la verdad, no nos son desconocidos: son las mismas
actitudes que Halperín encontrará, y no excusará tampoco, en Fray Servando.
282 EMILIO DE IPOLA

Si retomamos ahora el caso de Alberdi, advertimos que la evaluación de Halperín es más


compleja, más matizada y, en esa medida, más ambigua que la que reserva a Mier y a
Echeverría39. Crítico hasta el sarcasmo respecto no sólo de los puntos de vista alberdianos, sino
también, más radicalmente, de su modo de aproximarse a la cosa política40, no deja empero de
elogiar la “sobria maestría” y la “originalidad de ideas” del autor de las Bases. Y, llegado el
momento en que el juicio ideológico se enuncia a la vez como juicio ético, Halperín se muestra
mucho más reservado que en los otros dos casos.
Es que, como dice Halperín de Clavijero en su artículo sobre Fray Servando, Alberdi no vio
en la historia argentina sólo un campo para lucir sus talentos. La orientación práctica que marca
sus escritos, incluso cuando aparece ligada a la obtención de ventajas concretas para sí mismo,
está a menudo acompañada por un auténtico interés en la problemática del país. No tanto por
cierto como para que ese interés lo lleve a explorar seriamente las realidades políticas y sociales
a las que constantemente alude. En tal sentido, no es difícil detectar en Halperín un cierto
malestar –y hasta una brizna de malhumorado desprecio– ante quien, al tiempo “que se ha visto
siempre a sí mismo como el guía político de la nación” (THD, 1980, LXIII), se muestra tan poco
dispuesto a observar los hechos sobre los que pretende legislar. Pero la ceguera y el
platonismo político, que explican en parte los fracasos personales de Alberdi, son defectos
intelectuales, no claudicaciones éticas.
Parece posible concluir entonces, a partir de esta breve revisión, que esa referencia a la
“búsqueda de la verdad” remite al núcleo de lo que para Halperín constituye la dimensión ética
de la labor intelectual.
Esta conclusión no es en modo alguno falsa, pero sí,quizás, incompleta. En efecto, si la
búsqueda de la verdad es aquello que da sentido a la tarea intelectual, a partir de ese sentido
elemental y fundante, sugiere Halperín, es posible abrirse hacia otros significados y construir
otros sentidos que importa también rescatar.
Este segundo aspecto que hace a la naturaleza del quehacer intelectual es insinuado –por
“vía negativa”, digamos– en el artículo sobre Ramos Mejía publicado en Imago Mundi:
“...A Ramos Mejía –escribe Halperín– no le interesaba el pasado nacional como huella de
un destino en el cual él mismo estaba incluido, en el cual él mismo podía –o ya no podía–
influir eficazmente” (THD, 1954, 63).
Contrastando con las preocupaciones que llevaron a Sarmiento y a Mitre a inclinarse
sobre el pasado argentino, una cierta frivolidad parece afectar a la historiografía positivista
encarnada, entre otros, por Ramos Mejía. Esa “baja de tensión (del) empeño que mueve al
historiador a ocuparse de historia” aparece vinculada, en dicho artículo, a la declinación del
grupo social al que Ramos Mejía representa. El tema es retomado, y proyectado a nuestro
presente, en la entrevista con Roy Hora y Javier Trímboli (THD, 1994, 44 y ss.):
“...Si usted ve la manera en que se trataba de explorar el pasado argentino en la década
del ’60, usted ve ahora de nuevo esa baja de tensión. A lo mejor estamos equivocados,
pero la gente está mucho más tranquila, y porque está mucho más tranquila podemos

39 Aclaremos, para circunscribir mejor el tema que nos ocupa (y para no cometer injusticias ni con Halperín
ni con los personajes que en su obra analiza), que estos juicios no son necesariamente definitivos, ni tampoco los
únicos que Halperín enuncia con respecto a dichos personajes. Lo que intentamos ceñir son los criterios –o más
exactamente los principios– que guían la evaluación de Halperín; no los contenidos –que por muchas razones
pueden variar– de esa evaluación misma.
40 En La larga agonía... (THD, 1995a), Alberdi es equiparado parcialmente nada menos que con el ex
presidente de facto Juan Carlos Onganía. Aun rindiendo homenaje a la sutileza y originalidad de ideas de las
Bases, Halperín señala que Alberdi y Onganía compartían una “casi sobrenatural ineptitud para entender la política
tal como se practica en nuestro mundo sublunar” (THD, 1995a, 45).
TULIO HALPERIN DONGHI Y LA SOCIOLOGIA 283

tener una historia que sin ninguna intención de desvalorizarla, es una historia que podemos
caracterizar como mucho más académica” (THD, 1994, 45).
Sin duda, como esta misma cita lo muestra, Halperín no pretende poner en tela de juicio la
validez de esta historiografía más acumulativa y menos militante. Pero algo en su espíritu de
historiador crítico, abierto a la polémica y atento a las cuestiones del presente, lo lleva a
subrayar, y quizás a lamentar, el carácter “muy poco estimulante” y “muy poco interesante” del
clima de ideas que oficia hoy de telón de fondo para la labor historiográfica (THD, 1994, 47). Y si,
por otra parte, aunque en un orden de ideas semejante, expresa sin retaceos su admiración con
respecto al excelente estudio de Silvia Sigal y Eliseo Verón sobre el discurso de la izquierda
peronista en los años ’70, ello no le impide sentirse en algunos aspectos más cerca de la actitud
de un León Rozitchner quien, sobre el mismo tema, elabora un análisis que, sin dejar de aspirar
a la objetividad, se asume de entrada como crítico y político –a diferencia de Sigal y Verón
quienes prefieren atenerse, al menos explícitamente, al exclusivo terreno de la indagación
científica (THD, 1987a, 21-22 y 28).
Si subrayamos ese segundo aspecto relativo a lo que podríamos llamar la deontología
halperiniana de la tarea intelectual, no es sólo con el objeto de ofrecer una imagen más ajustada
y más completa del punto de vista de Halperín sobre el particular. Es también para destacar, en
el final de este intento de análisis, un punto de convergencia entre la obra de Halperín y las
contribuciones más valiosas de la reflexión en ciencias sociales. Ese punto de convergencia no
es difícil de circunscribir: aludimos con él a la irrenunciable y a menudo conflictiva relación entre
una vocación intelectual lo suficientemente lúcida como para saber detectar y rechazar en ella
misma la tentación de las soluciones prefabricadas y un compromiso con la realidad histórica y
política lo suficientemente sólido como para lograr realimentar de manera constante, aun al
precio de duras revisiones, aquella vocación41. Optimista o desengañada, según los casos, esa
tensión está presente en los más rescatables aportes del pensamiento social. Y está presente
también, exigiéndose a sí misma y exigiéndonos, en Halperín.

BIBLIOGRAFIA CITADA

I. Obras y artículos de TULIO HALPERÍN D ONGHI


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Entrevista a Tulio Halperín Donghi (1994), en Roy HORA
en Proyecto de construcción de una nación
y Javier TRÍMBOLI (eds.): Pensar la Argentina, Eds.
(Argentina 1846-1880), Biblioteca Ayacucho,
El Cielo por Asalto, Buenos Aires.
Caracas.
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THD (1982): "El letrado colonial como inventor de mitos Ariel, Buenos Aires.
revolucionarios: Fray Servando Teresa de Mier a
THD (1995b): Argentina en el callejón, Ariel, Buenos
Aires.
41 Ver sobre este punto la nada autocomplaciente "Advertencia" a la segunda edición de Argentina en el
callejón (THD, 1995b).
284 EMILIO DE IPOLA

II. Otras obras o artículos citados GIDDENS, Anthony (1995): La constitución de la sociedad
ALTAMIRANO, Carlos (1992): “Hipótesis de lectura (sobre
el tema de los intelectuales en la obra de Tulio (Bases para una teoría de la estructuración),
Halperín Donghi), en Punto de Vista, Nº 44, Buenos Amorrortu, Buenos Aires.
Aires, noviembre. LÉVI-STRAUSS, Claude (1958): Anthropologie structurale,
BOLTANSKI, Luc, y THÉVENOT, Laurent (1991): De la Plon, París.
justification (Les économies de la grandeur), L ÉVI -ST R A U S S , Claude (1967): L e s s t r u c t u r e s
Gallimard, París. élémentaires de la parenté, 2ª edición, Mouton,
BOLTANSKI, Luc (1990): L’Amour et la Justice comme París-La Haya.
compétences, Métailié, París. LÉVI-STRAUSS, Claude (1964): Le cru et le cuit, Plon,
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Marx. Una defensa. Siglo XXI de España y Editorial LÉVI-STRAUSS, Claude (1962): La Pensée Sauvage, Plon,
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en Critique, Nº 529-530, París, junio-julio. municación, Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires.
ELSTER, Jon (1986): “Introduction”, en Jon ELSTER VERÓN, Eliseo (1973): “Vers une 'logique naturelle des
(comp.): Rational choice, New York University Press, mondes sociaux'”, en Communications, Nº 20 (Le
New York, 1986. sociologique et le linguistique), Seuil, París.

RESUMEN

Este artículo intenta una aproximación, des- tos enfoques teóricos recientes (la teoría de la
de la teoría sociológica, a la obra historiográfica "elección racional", la teoría de la
de Tulio Halperín Donghi. Se trata de examinar estructuración, de Anthony Giddens, los apor-
la eventual fecundidad y las posibles limitacio- tes de Luc Boltanski y Laurent Thévenot) para
nes de ciertos conceptos ("conciencia informar e iluminar teóricamente los productos
discursiva", "conciencia práctica", "mundos de de la labor historiográfica, tomando como ejem-
acción", etcétera) y, más ampliamente, de cier- plo cimero y caso crucial la producción de
Halperín Donghi.

SUMMARY

This article searches to establish an some recent theoretical approachs (the rational
approach, from sociological theory, to the choice theory, de Anthony Gidden's theory of
historiographical work of Tulio Halperín Donghi. structuration, the contributions of Luc Boltanski
The matter is to consider the presumed
and Laurent Thévenot) to enlighten theoretically
fecondity and possible limitations of some
the products of historiographical labour,
concepts ("discursive conciousness", "practical
conciousness", "worlds of action", etc.) and choosing as prime example and crucial case
the works of Halperín Donghi.

REGISTRO BIBLIOGRAFICO
DE IPOLA, Emilio
"Tulio Halperín Donghi y la sociología". DESARROLLO ECONOMICO – REVISTA DE CIENCIAS SOCIALES
(Buenos Aires), vol. 39, Nº 154, julio-setiembre 1999 (pp. 261-284).
Descriptores: <Sociología> <Historia social> <Historiografía> <Tulio Halperín Donghi> <Acción> <Re-
presentación> <Argentina>.

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