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LA POLÍTICA

EN CONFLICTO
R e f l e x io n e s en t o r n o a la v id a p ú b l ic a

Y LA CIUDADANÍA

Ana María García Raggio


Sergio Emiliozzi
M artín Unzué
Victoria Kandel
Facundo Nejamkis
Juan Manuel Abal Medina (h)
Emilia Castorina

prometeo )
1libros
Capítulo 3
Lo político vs. la política
Una revisión ideológica de los fundamentos
de la cultura política occidental

Em ilia C astorina

esde el surgim iento de la p o lis Griega hasta nuestros días, la


D cultura política occidental ha estado atravesada por una tensión de
origen entre lo político (“como instancia antropológicamente originaria y
socialmente fundacional, es decir, como espacio de una ontologia p rá ctica
del conjunto de los ciudadanos como todavía se la puede encontrar en la
noción aristotélica de ¡soon politik on”1) y la política (“entendida como ejer­
cicio de una ‘profesión’ específica en los límites institucionales definidos
por el espacio del Estado jurídico”2). El propósito del presente trabajo es
analizar dos momentos claves de dicha tensión que no sólo se manifiesta en
el plano teórico de las ideas sino fundamentalmente en un conflicto ideoló­
gico y social, en una lucha de poder entre grupos sociales antagónicos. En
primer lugar, analizaremos el nacimiento y desarrollo de la p olis democráti­
ca en Atenas donde dos modelos de política entran en conflicto: el aristo­
crático, de la mano de Sócrates y Platón, y el democrático junto a los sofistas.
Esto es, lo político como expresión de las fuerzas democráticas de la socie­
dad ateniense se enfrentará a la política como expresión elitista de las fuer­
zas tradicionales y aristocráticas que pujan por excluir al pueblo del manejo
del Estado. En segundo lugar, analizaremos los orígenes del capitalismo y el
proceso de separación formal entre lo “político” y lo “económico” que diera

1 Eduardo Gruner, “La tragedia o el fundamento perdido de lo político”, en Afilio Borón


y Alvaro de Vita (comp.) Teoría y Filosofía. La recuperación d e los clásicos en el debate
latinaomaericano , Buenos Aires, CLACSO, 2002, p. 21.
2 Eduardo Gruner, op. cit., p. 21.
68 E milia C astorina

impulso a la profesionalización de la política, es decir, al triunfo de la polí­


tica sobre lo político. Lo paradójico de este proceso es que la política enten­
dida como una actividad reservada exclusivamente a expertos será rebautizada
por el capitalismo como proyecto popular, como fundamento de la “sobera­
nía popular”.

I. Lo político como democratización

1. Productores y Gobernantes

La evolución de la p olis ateniense estuvo marcada, fundamentalmente,


por una íntima conexión entre politización y democratización en la medida
en que los principios tribales fueron progresivamente cediendo terreno ante
los principios cívicos y políticos de asociación. Durante la llamada sociedad
“Homérica”, la división social del trabajo y la estratificación de clases esta­
ban fuertemente identificadas con los principios tribales, los cuales funcio­
naban como soportes del poder aristocrático en la medida en que los lazos
de parentesco y la organización jerárquica del oikos operaban como criterios
excluyentes de gobierno. Aunque se reunía ocasionalmente una Asamblea
para resolver problemas comunes, la comunidad más allá del ámbito do­
méstico era de importancia secundaria ya que la mayor parte de los asuntos
relevantes eran de carácter privado y se resolvían entre parientes y amigos.
Lejos de ser una “sociedad política”, los p a ter fa m ilia e o jefes de las respec­
tivas familias formaban una suerte de “club” donde prevalecían la ley tribal
y las costumbres de parentesco. La progresiva politización de la sociedad
griega tuvo que ver con el desplazamiento de dichos principios tradiciona­
les. De este modo, la ciudadanía reemplazó al parentesco, la ley cívica a la
costumbre tribal o la voluntad arbitraria de los amos y un incipiente sentido
de igualdad entre ciudadanos comenzó a prevalecer sobre las jerarquías do­
mésticas. El dem os —fundamentalmente los sectores medios y bajos- iba a
encontrar así en el principio político un importante arma para oponerse a
sus gobernantes tradicionales quienes eran a la vez los propietarios de las
tierras. En la medida en que la p olis fue desplazando al oikos, no sólo como
unidad política sino también económica,3 gradualmente devino la fuente

3 Unzué en este libro acerca del crecimiento comercial de Atenas y las reformas de Solon
y Clístenes que fueron progresivamente abriendo y democratizando la polis.
C apítulo 3: Lo político vs. la política 69

de poder político y económico de estos nuevos grupos sociales como el oikos


lo habría sido para los propietarios tradicionales de la tierra. La p o lis emergió
así como una arena de conflicto para las clases bajas. En otros términos, el
conflicto entre clases se expresaba en la tensión misma entre los principios
tribales, domésticos y de parentesco, de un lado, y los principios políticos o
comunales, del otro. Cabe destacar que la progresiva democratización de la
p olis (las reformas de Solon y Clístenes) no fue el producto de desinteresa­
das concesiones de la aristocracia hacia las clases bajas sino más bien de un
proceso de rebeliones y conquistas populares.4 El surgimiento de la p olis
significaba básicamente que la comunidad cívica había reemplazado a la
clase dominante aristocrática como fuente única y exclusiva de la ley, la
justicia y el mantenimiento del orden social, al mismo tiempo que el go­
bierno de la ley reemplazaba a la voluntad arbitraria de la aristocracia pro­
pietaria. Es en este sentido que el triunfo de los principios políticos y la
democratización de la sociedad eran simplemente diferentes aspectos de un
mismo proceso.5
En este punto hay una primera especificidad de lo político qüe resulta
evidente. Se trata de una nueva forma de asociación distinta a las formas
tribales y/o patriarcales (como el caso de los antiguos Estados orientales).
En un sentido estricto, estas últimas no son “políticas” ya que existen rela­
ciones políticas allí donde el parentesco y las costumbres, así como las rela­
ciones entre amo y sirviente junto a la voluntad arbitraria del patriarca han
sido reemplazadas por lazos cívicos, una organización territorial y el gobier­
no de la ley y ya no la costumbre como principio ordenador de las relaciones
sociales. Cuando los vínculos de mando y-obediencia se estructuran en el
marco de una ley que es producto de las deliberaciones de un cuerpo de
ciudadanos y donde, por lo tanto, la razón y la persuasión, más que la
violencia, son concebidas como la “esencia” del orden social.6
Sin embargo, hay algo más en la invención griega de lo que esta mira­
da convencional sugiere. Como explica Ellen M. Wood, el aspecto más
importante de lo político en Atenas -fundamentalmente en la p o lis demo­
crática—es que constituye un hito sin precedentes en las relaciones de
clase entre gobernantes y productores. Efectivamente, la p o lis ateniense
significó una ruptura respecto a otras formas de estado, no sólo en sus

4 I. F. Stone, The Trial o f Sócrates, op.cit.


5 Ellen Meiksins Wood, “The Nature of the polis”, en Ellen M. Wood y Neal Wood, Class
Ideolopy andAncient Political Theory, Oxford, Basil Blackwell, 1978.
6 Morton Fried, The evolution o fp oiiu ca l iociety, Nueva York, 1968.
70 Emilia C astorina

modos de organización sino en su propósito esencial. En todas las demás


civilizaciones conocidas del mundo antiguo donde el estado había sustituido
a la organización tribal, el estado era fundamentalmente un medio de organi­
zar y extraer excedente de grandes poblaciones de trabajadores dependientes,
un medio de mantener la división fundamental entre productores y
apropiadores, en definitiva, un instrumento de explotación. Por el contrario,
la p olis democrática representó la primera forma de estado que se basaría en el
principio prácticamente opuesto. “No sería exagerado decir, por ejemplo,
que el carácter distintivo de la polis misma como organización estatal radica
precisamente en la unión del trabajo y la ciudadanía, y de manera específica
en el ciudadano cam pesino 1. Aquí es importante hacer una aclaración. Mu­
cho se ha dicho sobre el carácter “esclavista” de la sociedad ateniense, sin
embargo es llamativo el poco énfasis que se la ha dado a la figura del ciudada­
no trabajador. La mayoría de los historiadores ha tendido a describir a la
esclavitud como la característica esencial de la Atenas clásica, y repetidas veces
ha sido catalogada como “sociedad esclavista” o un ejemplo del “modo de
producción esclavista”. Pero aplicar esta caracterización a la democracia
ateniense presenta ciertos problemas ya que implicaría asumir que la mayor
parte del trabajo y la producción era realizada por esclavos y que, en conse­
cuencia, la división entre las clases productoras y las apropiadoras se corres­
pondía con la división entre ciudadanos y una clase trabajadora de esclavos
sometidos. Como ya se ha analizado en el primer capítulo de este libro, esto
es erróneo ya que, por el contrario, la mayor parte de los ciudadanos debían
trabajar para vivir. No es cierto, entonces, que el ciudadano ateniense vivía en
el ocio y mucho menos que la esclavitud ocupara un lugar más central que el
trabajo libre. Ni siquiera podría decirse que en esa sociedad, todavía esencial­
mente agraria, la producción agrícola estuviera a cargo sobre todo de escla­
vos.78 El punto aquí no es restarle importancia a la esclavitud sino resaltar el

7 Ellen M . Wood, Democracia contra Capitalismo, Siglo XXI, México, 2000, p. 219.
8 Este punto esta más extensamente desarrollado por Ellen M. Wood en op.cit. Allí, se
analiza el grado de esclavitud en la producción agrícola y es muy esclarecedor el hecho
de que eran más bien los pequeños propietarios que al trabajar su propia tierra, consti­
tuían la esencia de la producción agrícola. Aunque los grandes propiedades utilizaban
mano de obra esclava, en general, no existían las plantaciones esclavistas como aparece­
rán en Roma(latifundia). En Atenas, las propiedades eran generalmente modestas y los
terratenientes tenían más bien varias propiedades pequeñas que podían encargarlas a
arrendatarios. Los esclavos eran más importantes para la economía urbana aunque allí
tampoco llegaban a eclipsar al ciudadano artesano. En su gran mayoría, los esclavos se
dedicaban al servicio doméstico.
C apítulo 3: Lo político vs. la política 71

estatus del que gozaba el trabajo libre en la Atenas democrática, el cual no


tiene ningún precedente y no ha sido igualado desde entonces.
En los Grundrisse y El Capital, Marx definía a las sociedades pre-capitalis-
tas como aquellas sociedades en que la apropiación —ya fuese directamente
por parte de los terratenientes o a través del Estado- solía asumir la forma de
lo que podríamos denominar propiedad políticamente consumida, es decir,
una apropiación lograda por medio de diversos mecanismos de dependencia
jurídica y política, por coerción directa: trabajo forzoso por deudas, servi­
dumbre, relaciones tributarias, impuestos y demás. El carácter novedoso de la
democracia ateniense puede visualizarse en el hecho de que en Atenas surgió
una nueva forma de organización que unió a los propietarios de tierras y a los
campesinos en una comunidad cívica y militar, marcando así una relación
totalmente nueva entre apropiadores y productores. “La p olis griega rompió
con el patrón, generalizado en las sociedades estratificadas, de la división en­
tre d irigen tes y productores, y sobre todo con la oposición entre estados
apropiadores y comunidades campesinas sujetas. En la comunidad cívica la
pertenencia del productor —sobre todo en la democracia ateniense—significó
un grado de libertad sin precedentes frente a modos de explotación tradicio­
nales”.9
En este contexto se puede apreciar mejor los conflictos políticos entre
demócratas y oligarcas en Atenas, los cuales, si bien nunca coincidieron es­
trictamente con una división entre clases apropiadoras y productoras, se ma­
nifestaron como tensión entre los ciudadanos para los cuales el estado hubiese
servido como medio de apropiación y aquellos para los cuales servía como
protección contra la explotación. Es decir, entre “quienes estaban interesados
en restaurar la división entre dirigentes y productores y los que no lo estaban”.
En este sentido, se puede identificar a lo político como democratización en la
medida en que se instituye como fuerza que limita la explotación de una clase
sobre otra. Lo político se construye sobre la autoafirmación de ciudadanía de
estas clases trabajadoras contra sus superiores sociales, los aristócratas, los
“pocos” o los “mejores”. Es más, se podría decir que el espíritu cívico y la
conciencia pública fueron creaciones del dem os en su lucha contra sus gober­
nantes aristocráticos, para quienes el particularismo y el espíritu corporativo
eran un valor esencial. El punto significativo aquí es que, mientras los intere­
ses aristocráticos continuaban dependiendo de la fuerza de dichos lazos
particularistas (parentesco, tribalismo o clanes) como afirmación contra la
idea de comunidad como un todo, fueron los demócratas mismos los que

9 Ellen M. Wood, Democracia contra Capitalismo, op. cit., p. 223.


72 E milia C astorina

desarrollaron una noción de conciencia cívica por medio de la cual la polis y


el dem os se resguardaban del poder y los recursos de la aristocracia. Como
explica Neal Wood, por más imperfecto que haya sido el modo en que los
demócratas aplicaban sus valores cívicos (como es el caso de la práctica
extendida de la demagogia), estos valores eran suyos, y es interesante que
una de las mayores innovaciones de la doctrina socrática haya sido el tratar
de reivindicar la ética cívica como valor de la aristocracia. Si existió efectiva­
mente una decadencia en los valores cívicos y una creciente “falta de con­
ciencia social” en el siglo IV a. C., ésta no puede ser atribuida a ningún tipo
de “egoísmo” de clase por parte de las clases medias y bajas, sino más bien a
la ética de las clases altas —mucho más “anti-políticas” en este sentido—en la
medida en que fueron los anti-demócratas quienes progresivamente se reti­
raron de la política luego del ascenso al gobierno de los “muchos”.10

2. Sócrates y Platón contra los Sofistas


y los trabajadores ciudadanos

La mayor parte de la teoría y la filosofía política ha tendido a distorsio­


nar la historia de la p o lis ateniense al asumir, junto a Hegel, que la esencia
de la p o lis hay que encontrarla en el pensamiento de Sócrates, Platón y
Aristóteles. Por el contrario, dichos filósofos e ideólogos de la aristocracia
griega no expresaron más que una reacción conservadora y elitista frente a
la invasión del “populacho” o el hombre común en los asuntos públicos.
De ahí los mitos de la “decadencia de la p olis”, cuando no, una descarada
idealización de una p olis que históricamente nunca existió. En los térmi­
nos de Ellen M . W ood, “los escritos de Platón son un poderoso
contraejemplo, una negación deliberada de la cultura democrática”.11 Le­
jos de tratarse de pensadores abstractos, involucrados en una búsqueda desin­
teresada de la Verdad, sus filosofías no contienen doctrinas puras, sino una
fuerte ideología anti-democrática. En este sentido, no sería exagerado afirmar
que Sócrates fue más bien un “santo de la contra-revolución”, Platón un
“arquitecto de la anti-polis” y Aristóteles un “estratega del conservadurismo”,12

10 Ver Ellen Wood y Neal Wood, op. cit., pp. 68-73. En este sentido, también se puede
tomar como referencia el análisis que hace Stone sobre los complots entre la aristocracia
ateniense y la aristocracia de Esparta para derrocar al gobierno democrático de Atenas y
que en definitiva constituyeran buena parte de los móviles de las Guerras del Peloponeso.
11 Idem, p. 223.
12 Ellen M. Wood y Neal Wood, op. cit.
C apítulo 3: Lo político vs. la política 73

en el contexto de un movimiento claramente anti-político que asumió la


decadencia y desafección de la cultura aristocrática. La literatura Ateniense
de la época da suficientes evidencias de este carácter anti-político de las
clases terratenientes al caricaturizar la participación política como un signo
de corrupción y degradación moral.13Ante los ojos aristocráticos, la política
se había convertido en el ámbito donde residían los vulgares y mediocres y,
por lo tanto, ser un buen aristócrata implicaba retirarse de la arena política.
En otras palabras, participar en política devino sinónimo de “cederle el
lugar a los comunes”. Obviamente, Sócrates y Platón no eran burdos
apologistas o simples racionalizadores de los valores y actitudes aristocráti­
cas. De hecho, ambos reconocían y condenaban dicho abandono de la are­
na política como la degradación propia de la aristocracia, y en reiteradas
ocasiones Sócrates criticó su actitud anti-política. Pero ambos estaban con­
vencidos de que los valores de la nobleza podían y debían ser reformados de
modo tal de constituir nuevamente los fundamentos de la vida social
ateniense. En definitiva, sus filosofías constituyen un intento por re-educar
a la aristocracia en el nuevo contexto político de Atenas. En palabras de
Ellen Wood, la tarea de estos filósofos consistía o bien en politizar a la
aristocracia o aristocratizar la política.
El punto central no es forzar arbitrariamente una lectura clasista sobre
Sócrates y Platón, sino más bien, resaltar el modo en que fueron estos mis­
mos filósofos los que construyeron una mirada de clase sobre la práctica
política ateniense al condenar el igualitarismo de las opiniones entre ricos y
pobres como decadencia moral de la polis. No hay tal vez mejor ejemplo de
esta tensión entre un principio democrático y un principio aristocrático de
la política que el célebre debate entre Sócrates y los sofistas que figura en el
diálogo Protágoras de Platón.14Lo que está en discusión aquí es si el “hom­
bre común”, el trabajador, está calificado o no para gobernar.

13 Ehrenberg, The Greek State, Londres, Methuen, 1969.


14 Es importante destacar que el Protágoras de Platón representa uno de los pocos testimo­
nios que hay sobre el pensamiento de Protágoras, y por lo tanto, el único argumento
sistemático a favor de la democracia que ha sobrevivido desde la Antigüedad. Se trata,
además, de la única oportunidad en que Platón concede a la oposición una oportunidad
razonable de expresarse, tal vez porque Protágoras era considerado el mas serio y respeta­
do de los sofistas, fundamentalmente por Sócrates. Protágoras era, a su vez, el asesor
principal de Pericles y el orador más respetado en el Agora por los propios atenienses. Si
bien el grupo de los sofistas es muy heterogéneo, vamos a tomar las ideas de Protágoras
como la máxima expresión dé las ideas democráticas de la época, especialmente porque
Platón se pasaría buena parte de su vida tratando de refutar las ideas de este sofista.
74 E milia C astorina

(329b-329d) Ahora bien: cuando la Asam blea se reúne, veo que, si se trata de
construcciones que hay que emprender, se llam a a consulta a los arquitectos; si se
trata de navios se hace venir a los arm adores, y así en todas las demás cosas que se
considera se pueden enseñar y aprender; y si cualquier otra persona que no esté
considerada como técnica en la m ateria se mezcla en ello para dar opinión, por
m u y rico, bello o noble que uno pueda ser, no por ello se le hace más caso, antes
al contrario, es objeto de burlas y abucheos hasta que, al fin, nuestro consejero o
bien se m archa por su propio pie o es arrancado de la tribuna y echado por los
arqueros a una orden de los prítanos. Ésta es la forma en que la gente se conduce
cuando la m ateria en discusión les parece exige un aprendizaje. Si, en cambio, se
trata de los intereses generales de la ciudad, vemos que se levantan indistinta­
m ente para tom ar la palabra arquitectos, herreros, curtidores, comerciantes y
m arinos, ricos y pobres, nobles y gentes del vulgo, y nadie les echa en cara, como
en el caso anterior, que se presentan allí sin estudios previos, sin nunca haber
tenido maestros, a dar algún consejo: prueba evidente de que nadie considera
que ésta sea m ateria de enseñanza.

Con estas palabras, Sócrates pone en duda la virtud de los “hombres del
vulgo” para gobernar. En este caso, su definición de la virtud política y la justi­
cia se construye sobre una analogía con las artes prácticas y en la idea de la
especializacióny e 1trabajo experto. Así como los mejores zapatos son hechos por
el zapatero entrenado y experto, el arte de la política debería ser practicado sólo
por quienes se especializan en él. Fuera los zapateros y herreros de la asamblea.
La esencia de la justicia en el Estado es el principio de que el zapatero se dedi­
que a sus zapatos y un grupo de expertos —los políticos—se dediquen al manejo
del Estado. Tanto para Sócrates como para Platón, la cuestión central radica en
la división entre los que gobiernan y los que trabajan, los que se dedican a las
cuestiones del alma y los que se dedican a las cuestiones del cuerpo, los que
piensan y gobiernan y los que son pensados y gobernados. Que la esencia de la
justicia y el Estado radique en que cada uno ocupe el lugar que le corresponde
dentro de la naturaleza, como se puede ver en la República, tiene que ver funda­
mentalmente con la división social del trabajo entre gobernantes y productores
que en definitiva excluye a los trabajadores de la política.
La respuesta de Protágoras no se hace esperar. A través del mito de
Prometeo, Protágoras expone el principio democrático por el cual todos los
miembros de la p o lis tienen derecho a hacer las leyes, y ésta es ni más ni
menos que la condición de existencia misma del Estado y la definición de lo
político: ya no un tipo especial de conocimiento reservado a unos pocos
sino el arte universal de la vida en común.
C apítulo 3: Lo político vs. la política 75

(322) (...) Zeus, movido de compasión y tem iendo que la raza hum ana se viera
exterminada, envió a Hermes con orden de dar a los hombres pudor y justicia, a fin
de que construyeran ciudades y estrechasen lazos de una com ún am istad. Hermes,
recibida esta orden, preguntó a Zeus cómo debía dar a los hombres el pudor y la
justicia, y si los distribuiría como Epimeteo había distribuido las artes; porque he
aquí cómo lo fueron éstas: el arte de la m edicina, por ejem plo, fue atribuido a un
solo hombre que la ejerce por una m ultitud de otros que no la conocen, y1lo mismo
sucede con todas las otras artes. ¿Bastará, pues, que yo distribuya lo mismo el pu­
dor y la justicia entre un pequeño número de personas, o las repartiré a todos
indistintam ente? A todos, sin dudar, respondió Zeus; es preciso que todos sean
partícipes, porque si se entregaran a un pequeño número, como se ha hecho con las
demás artes, jam ás habrá ni sociedades ni poblaciones.

En este pasaje, Protágoras expone la racionalidad política de los muchos


en contra de los pocos. Lo que se ha expuesto aquí es la condición de existen­
cia misma del estado: una igual participación en la justicia y el proceso de
toma de decisiones. Lo cual implica que tanto el rico como el pobre tienen
igual poder político e igual acceso a la palabra en la asamblea. En definitiva, el
telas democrático se funda en los principios de hom oioi e isegoria puesto que
ricos y pobres, terratenientes y campesinos, nobles y artesanos acceden por
igual a la palabra y el poder. Obviamente, tanto para Sócrates como para
Platón, las opiniones no son todas iguales* ya que la opinión de un carpintero
no puede ser igualada a la de un filósofo. Es más, hay opiniones que por
definición son falsas y otras verdaderas, de modo tal que hay opiniones califi­
cadas para resolver asuntos de estado y otras que no. Por el contrario, para
Protágoras, si todos los ciudadanos no estuvieran calificados para opinar so­
bre los asuntos que los competen directamente, no habría sociedad posible.
Lo que ha quedado muy claramente delimitado aquí son dos modelos
de conocimiento cívico y dos mecanismos distintos de aprendizaje de los
valores políticos y morales. Por un lado, el modelo democrático de apren­
dizaje político supone que la virtud es universal, aunque no innata, y que
puede y debe ser aprehendida por todos los que viven en una comunidad
civilizada ya que todos los que viven en la p o lis están expuestos desde su
nacimiento al proceso de aprendizaje que imparte la vida cívica misma:
en el hogar, la escuela, los sistemas de castigo, y fundamentalmente, las
costumbres y las leyes de la ciudad, sus nom oi.

(326d) ... Apenas han salido de manos de sus maestros, cuando la patria les obliga
a aprender las leyes y a vivir según las reglas que ella prescribe, para que cuando
76 Emilia C astorina

hagan, sea según sus principios y su razón y nada por capricho y fantasía; y a la
manera que los maestros de escribir dar a los discípulos, que no tienen firmeza en la
m ano, una regidla para colocar bajo el papel, a fin de que, copiando las muestras,
sigan siempre las líneas marcadas; en la misma forma la patria da a los hombres las
leyes que han sido inventadas y establecidas por sus antiguos legisladores.

Precisamente, el conocimiento que permite opinar sobre los asuntos del


estado no es innato porque se trata de una construcción social, un mecanis­
mo de transmisión intergeneracional puesto que es el conocimiento general
de la comunidad que se aprende de manera práctica a través de la participa­
ción ciudadana. El proceso de aprendizaje comunitario que expone Protágoras
es el mecanismo por el cual la comunidad de ciudadanos transmite sus
conocimientos colectivos, sus prácticas y valores. En definitiva, es este pro­
ceso de aprendizaje social lo que define a la p olis en sí misma como una
práctica ontológica de los ciudadanos. Los verdaderos maestros no son los
sofitas sino las leyes mismas. En otras palabras, los ciudadanos aprenden el
arte de la política y el manejo de sus asuntos comunes del mismo modo que
aprenden la lengua materna. En este caso, los sofistas sólo pueden actuar
como guías pero ni siquiera son indispensables para Protágoras.15 En este
planteo, las normas morales son convenciones (y no verdades absolutas)
generadas por el conocimiento colectivo que posee la comunidad. De ahí
que la democracia sea para Protágoras la forma de p olis más viable y estable
ya que sus normas representan la expresión más directa de la sabiduría co­
lectiva, la forma que más se aproxima al consenso social. Por el contrario, en
manos de Sócrates y Platón el aprendizaje y el conocimiento político es
sustituido por una concepción más elevada de virtud como conocimiento
filosófico, ya no como la asimilación convencional de las costumbres y valo­
res de la comunidad sino como el acceso privilegiado a verdades universales
y absolutas. Por eso, sólo los filósofos pueden acceder a esta clase de conoci-

15 La historia de la filosofía siempre ha retratado a los sofistas como unos charlatanes,


maestros de retórica (es decir, del arte de las apariencias, la persuasión y el conoci­
miento falso), cuando no, responsables directos de la expansión de la demagogia y
por lo tanto de la degradación moral de la polis. En definitiva, los malos de la
película. Afortunadamente, esta tendencia ha cambiado en la literatura más recien­
te. En realidad, es imposible generalizar dentro de una categoría homogénea a los
sofistas dado que había sofistas de todo tipo, desde defensores del autoritarismo y
el decisionismo como Calicles hasta acérrimos defensores de la democracia como
Protágoras y Gorgias.
C apítulo 3: Lo político vs. la política 77

miento. De ahí que Sócrates afirmara en otro de los diálogos de Platón,


Gorgias, “Yo soy el único verdadero político en Atenas”.16
Protágoras profundiza su argumento democrático en otro de los diálogos
de Platón, Teeteto, donde afirma que “el hombre es la medida de todas las
cosas”. Esto involucra dos premisas fundamentales para la comprensión de
lo político. Primero, asumir que el hombre es la medida de todas las cosas
implica desterrar a la naturaleza y sus verdades inmutables como principio
de autoridad o fundamento último del orden político y social. Segundo, si
el hombre es la medida de todas las cosas, todas las opiniones tienen el
mismo valor y por lo tanto la única posibilidad de construir política es a
partir del debate y el consenso. Esto significa que el orden político y sus
leyes son convenciones y no mandamientos de la naturaleza. Esto es precisa­
mente lo que escandaliza a Platón, para quien este exceso de “subjetivismo”
o “relativismo” no es más que el preludio para la anarquía, lo cual explica
todos los intentos filosóficos de Platón por identificar democracia con anar­
quía. En toda su obra subraya la tensión entre naturaleza y convención, es
decir, entre un mundo verdadero y uno de apariencias - y por lo tanto,
plagado de errores—, entre un mundo donde habitan las verdades absolutas
e inmutables de la naturaleza y un mundo que no es más que el resultado de
la multiplicidad de opiniones mutables y anárquicas que en definitiva cons­
tituye el ethos democrático descripto por Protágoras.17 En definitiva, sólo
los filósofos-políticos están calificados para gobernar puesto que sólo la filo­
sofía permite el método adecuado para acceder a las verdades absolutas de la
naturaleza y por lo tanto son los mejores calificados para encontrar las me­
jores leyes que requiere la ciudad.
Esta estrategia argumentativa de Platón es de vital importancia ya que
en última instancia es la Naturaleza la que designa a los mejores hombres
para gobernar. Cuando afirma que “La justicia es que los superiores gobier­
nen sobre los inferiores”,18 está invirtiendo la definición de Protágoras acer­
ca de la condición de existencia del Estado. La justicia consiste no en el
igual acceso a la ley sino en no alterar las jerarquías que la sabia naturaleza
ha establecido entre los hombres, y recordemos que para Platón, los que se
dedican al arte de las mentes (alma) son superiores a aquellos que se dedi­
can a las artes del cuerpo, es decir, los filósofos-políticos son superiores a los

16 Ver este argumento más en detalle en Ellen M . Wood, Democracia contra capitalismo, op.
cit., pp. 225-227.
17 Ver Rossi, Miguel etal., op.cit.
18
Gorgias, 484.
78 E milia C astorina

productores y trabajadores.19 De ahí se desprende que si cada uno ocupa el


lugar que le corresponde “por naturaleza” la democracia es el régimen polí­
tico más injusto y anti-natural ya que el hecho de que cada uno haga lo que
quiere, implica la mayor de las alteraciones del orden natural.
Este argumento platónico por el cual las clases trabajadoras están por defi­
nición descalificadas para entrar a la vida política y gobernar, ha dominado
por más de dos mil años la filosofía y la práctica política occidental. En este
sentido, M. I. Finley al comparar la democracia antigua con la moderna traza
una interesante línea de coincidencia entre Platón (un anti-demócrata) y cier­
tos defensores de la democracia liberal, como Lipset, ya que ambos entienden
qüe la política debe ser manejada por expertos. En el caso de Platón, por
filósofos rigurosamente entrenados en la búsqueda de la Verdad absoluta a
partir de la cual guiarse para legislar. En el caso de Lipset, por políticos profe­
sionales junto a la burocracia de Estado, quienes serían guiados por sus saberes
técnicos y controlados periódicamente por elecciones populares. En este últi­
mo sentido, lo democrático radicaría en darle al pueblo la posibilidad de
elegir entre distintos grupos de expertos en mutua competencia. Irónicamen­
te, tanto para Platón como para los demócratas modernos, el pueblo debe ser
desterrado del ámbito efectivo de las decisiones políticas dada su “inepti­
tud”.20 En la próxima sección, trataremos de aproximar una explicación acer­
ca del carácter de la democracia en el capitalismo como diametralmente opuesta
a la democracia en su sentido original.

II. Los orígenes del capitalismo

La tensión entre lo político y la política adquiere una nueva forma a


partir del surgimiento del capitalismo. Si bien Sócrates y Platón introduje­
ron desde los orígenes mismos de la política el argumento antidemocrático
por excelencia según el cual la política es la profesión o saber de los políti­
cos-filósofos, y no la praxis socializada del dem os, sólo las condiciones histó­
ricas de la sociedad capitalista permitirán y demandarán que esta concep­
ción adquiera carácter de sentido común. Paradójicamente, es la imposi­
ción de un cierto tipo de democracia (liberal) la que legitimará la existencia,

19 Es muy importante tener en cuenta que Platón estaba convencido de que había que re­
educar a la aristocracia -ahora en decadencia-. Por eso abrió la primera Academia con
el fin de formar a los hijos de la aristocracia en el arte de la filosofía y la política.
20 M . I. Finley, Democracy, ancient andM odem , Londres, Hogouth, 1985.
C apítulo 3: Lo político vs. la política 79

anti-democrática en sí misma para los ciudadanos atenienses, de la llamada


“clase política”.21 En otras palabras, el desplazamiento de lo político por la
política no es un invento del capitalismo, pero sólo el capitalismo ha tenido
que hacer de él un principio práctico en el momento en que las “masas”
entran a la vida pública y el poder ya no puede sostenerse sólo por las
“coacciones extra-económicas” que caracterizaran a las sociedades pre-capi-
talistas. En líneas generales, trataremos de comprender cómo y por qué la
sociedad capitalista hizo del principio socrático de especialización una máxi­
ma de la democracia, algo que para el ciudadano común ateniense resultaba
una contradicción en los términos.

1. La separación entre lo “político” y lo “económico”


en el capitalismo

El capitalismo es un sistema social a través del cual los bienes y servicios,


desde las más básicas necesidades de la vida hasta las más superfluas, son
producidos para el intercambio. Un' sistema donde incluso la fuerza de traba­
jo es una mercancía a vender en el mercado, y donde, como todos los factores
económicos, depende del mercado. Las condiciones para la competencia y la
maximización de ganancias son las reglas básicas de la vida social. Debido a
estas reglas, es un sistema dirigido fundamentalmente a desarrollar las fuerzas
de producción y a mejorar la productividad del trabajo a través de medios
tecnológicos. Por sobre todas las cosas, es un sistema en donde el grueso del
trabajo de la sociedad es llevado a cabo por quienes no son propietarios de los
medios de producción y que por lo tanto se ven obligados a vender su fuerza
de trabajo a cambio de un salario que les permita acceder a los medios de
subsistencia. En ese proceso de compra y venta de la fuerza de trabajo, los
trabajadores generan ganancias para aquellos que compran su fuerza de tra­
bajo ya que su salario es muy inferior a lo que en realidad vale su trabajo. De
ahí que el objetivo básico del capitalismo sea la producción y expansión del
capital (lo que Marx conceptualizara como el proceso de producción y extrac­
ción de plusvalía). En términos históricos, se trata de un modo único y espe­
cífico respecto a cualquier forma precedente de organizar la vida material y la
reproducción social.
En las teorías más convencionales (fundamentalmente el liberalismo), el
capitalismo es explicado como una oportu n idad de maximizar ganancias y
de hecho, cualquier diccionario define al mercado como un mecanismo de

21 Ver Gruner, op. cit., pp. 21-23.


80 E milia C astorina

oportunidades, de ofertas y elecciones. Sin embargo, para cualquiera que


vive (y padece) en el capitalismo, esta noción no debe resultar para nada
satisfactoria. ¿Qué son entonces las llamadas “fuerzas” del mercado? De
acuerdo a la ideología capitalista, se trata de fuerzas impersonales de merca­
do que en un marco de libertad obligan a los actores económicos a actuar
“racionalmente”. Pero esta concepción oculta algo fundamental ya que el
rasgo distintivo y dominante de la sociedad capitalista no es la oportunidad
o la elección sino, por el contrario, la com pulsión. En primer lugar, porque
la vida material y la reproducción social en el capitalismo están universal­
mente mediadas por el mercado, de modo tal que todos los individuos tie­
nen de algún modo u otro que entrar en relaciones de mercado para acceder
a los medios de vida. En segundo lugar, porque los dictados del mercado
capitalista —sus imperativos de competencia, acumulación, maximización
de ganancias e incremento de la productividad- no sólo regulan las transac­
ciones económicas sino las relaciones sociales en general.22 En los términos
de Marx, en la medida en que las relaciones humanas son mediadas por el
proceso de intercambio de mercancías, las relaciones sociales aparecen como
relaciones entre cosas, el llamado “fetichismo de la mercancía”'23
En un notable estudio, Polanyi sostenía que sólo en la era moderna la
motivación individual por la ganancia asociada al intercambio de mercado se
ha convertido en el principio dominante de la vida económica. Aunque los
mercados existían en las sociedades pre-capitalistas, las relaciones y prácticas
económicas estaban inmersas en relaciones no económicas -de parentesco,
comunales, religiosas y políticas-. En dichas sociedades las motivaciones que
estructuraban la actividad económica eran otras muy distintas a los motivos
“económicos” del beneficio y las ganancias materiales, como por ejemplo, el
status y el prestigio o el mantenimiento de la solidaridad comunal, al mismo
tiempo que han habido otras formas de organizar la vida económica distintas
al intercambio de mercado -elaboradas relaciones de reciprocidad determina­
das por las obligaciones de, por ejemplo, parentesco o la apropiación de exce­
dente a través del poder político (Estado) o religioso (Iglesia) desde cuyo cen­
tro se redistribuía—. En otras palabras, sólo en la “sociedad de mercado” (dis­
tinta a las antiguas sociedades “con” mercado) hay un motivo específicamente
“económico”, instituciones estrictamente económicas y relaciones distintas o
separadas de relaciones no económicas.24

22 Ellen M. Wood, The origin o f capitalism, New York, Monthly Review Press, 1999.
23 Marx, El Capital cap. 1, tomo 1.
24 Ver Karl Polanyi, La Gran T ransform ación..op. cit.
C apítulo 3: Lo político vs. la política 81

Este análisis nos conduce a preguntarnos qué es lo que hizo históri­


camente posible esta sociedad de mercado, esto es, cómo y en qué cir­
cunstancias los productores comenzaron a estar sujetos a los im perati­
vos del mercado. Lejos de tratarse de un proceso “natural”, como tien­
den a explicar los economistas clásicos, estamos ante un proceso alta­
mente conflictivo y que despertó muchísima resistencia por parte de las
clases campesinas. E.P. Thompson describe el proceso por el cual emergió
el capitalismo, como un proceso de viva confrontación entre los princi­
pios de mercado y ciertos valores y prácticas alternativas. La imposición
de la sociedad de mercado emergió, así, como una confrontación de
clases entre aquellos cuyos intereses se expresaban en la nueva economía
de mercado y aquellos que la resistieron al anteponer los derechos de
subsistencia a los imperativos de la ganancia. Esto es así en la medida en
que se comprende que el capitalismo no surgió como una simple exten­
sión y ampliación del trueque y el intercambio de mercancías, sino a
través de una radical y completa transformación en las más básicas rela­
ciones y prácticas sociales, una ruptura sin precedentes con el antiguo
patrón de interacción entre el hombre y la naturaleza. Consideremos
que durante miles de años, los seres humanos tendieron a satisfacer sus
necesidades materiales por medio del trabajo de la tierra y en tanto estu­
vieron involucrados en la agricultura, estuvieron divididos en clases,
aquellos que trabajaban la tierra -productores directos, típicamente cam­
pesinos—y aquellos que apropiaban el trabajo de otros -apropiadores.
Lo característico de las sociedades pre-capitalistas (a diferencia de las
capitalistas) es que los campesinos productores siempre se habían man­
tenido en posesión de los medios de producción, especialmente a través
de los derechos que tenían sobre las tierras comunales y de esta manera
tenían un acceso directo a los medios necesarios para su supervivencia y
reproducción. Esto implicaba que cuando el excedente de su trabajo era
apropiado, ocurría a través de lo que Marx llamaba medios “extra-eco­
nómicos”, es decir, a través de la coerción directa ejercida por los terra­
tenientes o los Estados dada la superioridad que les confería su poder
militar, político y jurídico. Aquí aparece lo que Marx conceptualizaba
como la diferencia fundamental entre las sociedades capitalistas y las
pre-capitalistas.25 Se trata de una forma particular de relación de propie­
dad entre productores y apropiadores ya que sólo en el capitalismo el

25 Ver Marx, Grundrisse... y El capital, op. cit., tomo 1, vol. 3.


82 E milia C astorina

excedente del trabajo es apropiado por medios “puramente” económi­


cos. Gracias a que los productores directos h,an sido desposeídos de di­
chos medios de subsistencia, y dado que su única fuente de acceso a los
mismos es a través de la venta de su fuerza de trabajo a cambio de un
salario, el capitalismo puede apropiar excedente sin recurrir a la coer­
ción directa.26
El capitalismo está marcado, entonces, por una diferenciación única de
la esfera “económica”. Por un lado, esto quiere decir que la producción y la
distribución adoptan una forma completamente “económica”, que ha deja­
do de estar “inmersa” en las relaciones sociales extra-económicas, en un
sistema en el que la producción por lo general está destinada al intercam­
bio. Por otro lado, implica que la asignación de la fuerza de trabajo social y
la distribución de recursos se logran a través del mecanismo “económico”
del intercambio de mercancías, y que, para citar a Marx, la propiedad recibe
su forma puramente económica descartando todos sus atractivos y asocia­
ciones políticos y sociales. Sobre todo, significa que la apropiación de la
fuerza de trabajo excedente tiene lugar en la esfera “económica” con medios
“económicos” ya que la apropiación del excedente se logra gracias a la sepa­
ración completa del productor de las condiciones necesarias para reprodu­
cir su fuerza de trabajo y por la propiedad privada absoluta sobre los medios
de producción en manos del apropiador. Aunque la fuerza coercitiva de la
esfera “política” es necesaria en última instancia para mantener la propie­
dad privada y el poder de la apropiación, la necesidad económica propor­
ciona la com pulsión inmediata que fuerza al trabajador a transferir el trabajo
excedente al capitalista para obtener atíceso a los medios de vida. El trabaja­
dor es “libre” en el sentido de que no está en relación de dependencia o
servidumbre y la transferencia y apropiación de su trabajo no está condicio­
nada por una relación extra-económica, como ocurría en las sociedades pre­
capitalistas donde la extracción de excedente se producía a través de rentas,

26 Esto implica que las tierras comunales de donde los campesinos obtenían sus medios
básicos de vida fueron literalmente expropiadas por medio de lo que se conoció en
Inglaterra como las “Actas de cercamiento”. Lo interesante de este proceso que se dio en
Inglaterra durante los siglos XVI y XVII es que no sólo se cercaron físicamente las
tierras sino que se alteraron radicalmente los derechos de propiedad ya que de lo que se
trataba era de extinguir el uso de las costumbres aldeanas como fuente de derecho a
controlar y organizar la producción agrícola. Bajo el imperativo de la “productividad”,
se procedió a eliminar las regulaciones aldeanas y las restricciones que operaban sobre el
uso de la tierra, dando así lugar a un nuevo tipo de propiedad privada.
C apítulo 3: Lo político vs. la política 83

impuestos, servicios personales, etc. En otras palabras, la asignación social


de recursos y fuerza de trabajo ya no tiene lugar por medio de la dirección
política, la deliberación comunal, el deber hereditario, las costumbres u
obligaciones religiosas, sino más bien a través de los mecanismos de inter­
cambio de mercancías. De esta manera, la explotación no descansa directa­
mente en las relaciones de dependencia jurídica o política, sino que se basa
en una relación contractual entre productores “libres” —jurídicamente li­
bres, y libres de los medios de producción—y un apropiador que tenga
propiedad absoluta sobre los medios de producción.27
Todo esto no significa que la dimensión política sea ajena a las relacio­
nes capitalistas de producción, sino que la esfera política en el capitalismo
tiene un carácter especial porque el poder coercitivo que respalda la ex­
plotación capitalista no está manejado directamente por el apropiador y
no se basa en la subordinación política o jurídica del productor a un amo.
Básicamente significa que el “momento” de la apropiación está separado
del “momento” de la coerción, el cual se diferencia ahora como una esfera
política pública separada y especializada. Como explica Ellen Wood, apro­
piación y coerción se asignan en forma separada a un tipo de apropiación
privada y una institución coercitiva pública especializada, el Estado: “por
un lado, el Estado ‘relativamente autónomo’ tiene el monopolio de la fuerza
coercitiva; por el otro, la fuerza sostiene un poder ‘económico’ privado que
dota a la propiedad capitalista con la autoridad para organizar la producción por
sí misma ... una autoridad probablemente sin precedentes en su grado de con­
trol sobre la actividad productiva y los seres humanos que se dedican a ella”.28
En otras palabras, los poderes políticos directos que los propietarios capitalistas
han perdido a favor del Estado lo han ganado en el control directo de la produc­
ción y la explotación. Como contrapartida, los poderes del apropiador ya no
implican la obligación de llevar a cabo funciones sociales y públicas (como es el
caso de los señores feudales), de ahí que “en el capitalismo existe una separación
total entre la apropiación privada y las obligaciones públicas”.29 En este sentido,
el capitalismo difiere de las formas pre-capitalistas en las que la fusión de los
poderes económicos y políticos significaba no sólo que la extracción de exce­
dente era una transacción “extra-económica”, sino también que el poder de
apropiarse de trabajo excedente —ya sea el Estado o el señor feudal—provenía del
desempeño de funciones militares, jurídicas y administrativas. Por ejemplo, el

27 Ellen M . Wood, Democracia contra Capitalismo, op. cit., pp. 36-37.


28 Ellen M. Wood, Democracia contra Capitalismo, op. cit., p. 38.
29 Idem, p. 38.
84 E milia C astorina

señor feudal tenía derecho a recolectar el excedente de los campesinos que se


hallaban dentro de los confines de su territorio ya que a cambio éste ofrecía
protección y seguridad a sus vasallos, al mismo tiempo que impartía justicia
entre los mismos. Mientras el señor feudal era un amo económico y político a la
vez, el capitalista y el obrero en las sociedades modernas son políticamente
iguales y económicamente desiguales. En definitiva, el largo proceso histórico
que en última instancia culminó con el capitalismo podría ser visto como una
diferenciación creciente —y desarrollada en forma única—del poder de la clase
respecto del poder del estado. De este modo, lo que define la especificidad
histórica del capitalismo respecto a cualquier otro tipo de sociedad es la separa­
ción y diferenciación de lo político y lo económico como esferas autónomas.
En consecuencia, la separación de lo político y lo económico (re)definió la
noción de ciudadanía en el capitalismo. Por un lado, la gran mayoría de indi­
viduos que fueron progresivamente desarraigados de sus comunidades y sus
medios de producción, necesitaron acceder a la ciudadanía como condición
de legalidad para vender su fuerza de trabajo en calidad de hombres “libres”.
Dicho proceso fue completo cuando “el capitalismo, con su indiferencia a las
identidades extra-económicas’ de la multitud trabajadora, disipó los atribu­
tos prescriptivos y las diferencias ‘extra-económicas’ en el solvente del merca­
do de trabajo”.30 Sin lugar a dudas, esto significó un gran avance para esos
individuos, ahora “libres e iguales”, y la adquisición de la ciudadanía les con­
firió nuevos poderes, derechos y facultades. Pero por otro lado, “el supuesto
histórico de su ciudadanía era la devaluación de la esfera política”.31
El contraste entre el significado ateniense y el moderno de la ciudadanía
resulta esclarecedor en este sentido. Si bien la democracia liberal moderna
tiene en común con la democracia griega antigua una disociación de la
identidad civil respecto al estatus socio-económico, permitiendo así la co­
existencia de una igualdad política formal con las desigualdades de clases,
esta similitud oculta, sin embargo, una diferencia fundamental y que en
definitiva refleja relaciones radicalmente diferentes entre lo “político” y lo
“económico” en los dos casos.

“En Atenas, la ciudadanía democrática significaba que los pequeños productores, y


los campesinos en particular, en gran medida estaban libres de la explotación ‘ex­
tra-económica’. Su participación política -en la asamblea, en los tribunales y en las

30 Idem, p. 246.
31 Idem, p. 246.
C apitulo 3: Lo político vs. la política 85

calles- lim itaba su explotación económica. Al mismo tiem po, a diferencia de los
obreros en el capitalism o, aún no estaban sometidos a las compulsiones económi­
cas’ de la falta de propiedad. La libertad política y económica eran inseparables (...)
mientras que la igualdad política no sólo coexistió con la desigualdad socio-econó­
mica, sino que la modificó sustancialmente. En este sentido, la democracia en Ate­
nas no era “formal” sino sustantiva. En la democracia capitalista (...) la posición
socioeconómica no determ ina el derecho a la ciudadanía —y eso es precisamente lo
que significa dem ocrático en la democracia capitalista-, sino que, debido a que el
poder del capitalista para apropiarse del trabajo excedente de los obreros no depen­
de de un estatus jurídico o cívico privilegiado, la igualdad civil no afecta directa­
mente ni m odifica significativamente la desigualdad de clases; y justam ente esto
lim ita la democracia en el capitalismo. Las relaciones de clases entre capital y fuerza
de trabajo pueden sobrevivir hasta con una igualdad juríd ica y el sufragio univer­
sal. En ese sentido, la igualdad política en la democracia capitalista no sólo coexiste
con la desigualdad socioeconómica, sino que la deja fundam entalm ente intacta”.32

En otras palabras, el concepto moderno de ciudadanía puede ser más


inclusivo y universalista que el ateniense, más indiferente a las particulari­
dades de parentesco o etnia, pero al mismo tiempo implica una mayor dis­
tancia entre el “pueblo” y la esfera de acción política, una conexión menos
inmediata entre la ciudadanía y la participación política. Es decir, la ciuda­
danía en el capitalismo puede ser más expansiva e inclusiva qué la ateniense,
pero también puede ser más abstracta y más pasiva.

2. El desplazamiento de lo político por la política

Como subraya Gruner, el modo de dominación específico del capita­


lismo consiste en la supresión “fetichista” de lo político por las operacio­
nes de la política.33 Esto quiere decir que el poder del pueblo es progresi­
vamente reemplazado por el poder de los elegidos —“los que saben”—, no
como un modo de hacer gobernar al pueblo indirectamente a través de
sus representantes sino, muy por el contrario, como mecanismo que su­
prime y expulsa a la voluntad popular - la “m ultitud trabajadora”- del
proceso de toma de decisiones estatal. El capitalismo, en este sentido,
promueve una nueva distinción entre dirigentes y trabajadores. En los
términos de Manin, la democracia representativa no es una forma indi­

32 ídem, pp. 247-248.


33 Eduardo Gruner, op. cit., p. 22.
86 Emilia C astorina

recta de democracia ya que los fundadores del gobierno representativo


niegan precisamente que en ese régimen la voluntad popular sea puesta
en situación de gobernar, ni siquiera de manera indirecta. En los orígenes
del capitalismo, la democracia fue instituida con el objetivo explícito de
que la voluntad popular —es decir, la voluntad de aquellos cuyo excedente
es apropiado por los capitalistas—no haría la ley ni directa ni indirecta­
mente. El aspecto “fetichista” se revela en tanto y en cuanto la democracia
moderna aparece como algo que no es. En tanto se unlversaliza la ciuda­
danía, todos los hombres son libres e iguales, pero esta igualdad y libertad
sólo existen como postulado formal ya que -com o explicara M arx- la
igualdad jurídica oculta y disimula la desigualdad real y efectiva de la
explotación económica. Y es en definitiva este mecanismo de ocultamien-
to de la desigualdad real por las operaciones de la igualdad formal la que
requiere y demanda un desplazamiento de lo político por la política, o,
dicho de otro modo, de la política del d em os por la política de los políti­
cos. Dicho con más crudeza, en el capitalismo, para que una clase explote
a otra, el Estado debe ponerse un disfraz democrático, lo cual implica que
las actividades políticas no serán llevadas a cabo por la clase apropiadora
directamente sino por un grupo de funcionarios burocráticos actuando
en nombre de un saber técnico que se presenta como interés general.
Pero, como denunciara Nietzche, detrás de toda pretensión de saber hay
una voluntad de poder.
Esto requiere que mencionemos brevemente el trayecto histórico de la
democracia moderna como proceso que separa la democracia en la que los
mismos ciudadanos hacen la ley (lo político) y el régimen representativo en
el cual los ciudadanos confían el ejercicio de su poder a representantes o
profesionales nombrados por ellos (la política). Las tres revoluciones mo­
dernas: inglesa, francesa y americana, van a contribuir de distinta manera al
establecimiento de la “soberanía popular” a través de un paradójico proceso
en el cual “para institucionalizar un modelo de orden se debía descontar de
la República, la acción espontánea, constituyente’, de aquello mismo que
hace necesaria la existencia de un orden (cualquiera): el demos-, el ‘pue­
blo’...”34
El primer paso hacia el gobierno representativo fundado en la “sobera­
nía popular” hay que rastrearlo en el caso de la Revolución Gloriosa en

34 ídem , p. 22.
C apitulo 3: Lo político vs. la política 87

Inglaterra, el cual pone de manifiesto que la democracia moderna no se


originó con el acceso de las clases subordinadas al poder y la creación en
particular de esa formación sin precedentes, el ciudadano campesino, sino
en el ascenso de las clases con propiedades en la transición del feudalismo
al capitalismo. No en la figura del ciudadano campesino sino en la del
señor feudal y la aristocracia w h ig P No se trata de campesinos y peque­
ños productores que se liberan del dominio político de sus señores, sino
de ios señores mismos que afirman sus poderes independientes frente a
las imposiciones de la monarquía. Éste es el origen de los modernos prin­
cipios constitucionales, las ideas del gobierno limitado, la separación de
poderes y demás, “principios que han desplazado las implicaciones socia­
les del ‘gobierno del dem os —como equilibrio de poder entre ricos y po­
bres—en cuanto criterio central de la democracia”. El ciudadano ateniense
se ufanaba de no tener amo, de no ser sirviente de ningún mortal ya que
no le debía servicio ni deferencia a ningún señor. La libertad, eleutheria,
que su ciudadanía implicaba era la libertad del d em os con respecto a los
señores. La Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra, en cambio, “no
era la declaración de un dem os sin amo sino la de los amos mismos, que
afirmaban sus privilegios feudales y la libertad del señorío frente a la Co­
rona, así como contra la multitud popular, tal como la lib erta d de 1688
representó el privilegio de los caballeros terratenientes y su libertad de
disponer como quisiesen de sus tierras y sirvientes”.3536 Sin duda, la afirma­
ción del privilegio aristocrático contra las monarquías produjo la tradi­
ción de la “soberanía popular” de la cual se deriva la concepción moderna
de la democracia; sin embargo, el “pueblo” en cuestión no era el d em os
sino un estrato privilegiado que constituía una nación política exclusiva,
situada en un espacio público entre el monarca y la multitud. Mientras
que la democracia ateniense, al convertir a los campesinos en ciudadanos,
tuvo el efecto de quebrantar la oposición inmemorial entre gobernantes y
productores, por el contrario, la división entre terratenientes gobernantes
y campesinos sometidos devino en la condición esencial de la “soberanía
popular” tal como emergió a principios de la Europa moderna. Recorde­
mos además que hasta el siglo XIX, la representación no requería el voto
popular, y el consentimiento popular de las decisiones parlamentarias se
entendía más bien como una “representación virtual”. La doctrina de la

35 La facción moderadamente progresista de la aristocracia inglesa.


36 Ellen M. Wood, Democracia contra capitalismo , op. cit., p. 239.
88 E milia C astorina

supremacía parlamentaria habría de actuar en contra del poder popular


incluso cuando la nación política dejó de estar restringida a una comuni­
dad relativamente pequeña de terratenientes y cuando el concepto de “pue­
blo” se amplió para incluir a la “m ultitud”. En este contexto, la política
no sería más que el coto reservado de un parlamento soberano que, en
últim a instancia, tenía que rendir cuentas a sus electores; pero el “pueblo”
no era real y efectivamente soberano. Esto implica que para todo fin prác­
tico no hay política —o por lo menos no política legítim a- fuera del parla­
mento. De hecho, cuanto más incluyente se ha vuelto el “pueblo” más
han insistido las ideologías políticas dominantes en despolitizar el mundo
fuera del parlamento y deslegitimar la política “extra-parlamentaria”. Gra­
cias a esto, los ingleses pudieron conformarse largo tiempo con celebrar
los avances del parlamento sin proclamar la victoria de la dem ocracia.
Los argumentos de la división del trabajo entre dirigentes y productores
también aparecerían durante la Revolución Francesa de la mano de Siéyés,
para quien la política de los representantes se había vuelto no sólo una forma
preferible sino deseable en contraposición a la política popular. En este caso,
la superioridad del gobierno representativo se debía a que se trataba de la
forma política más adecuada para las sociedades de mercado en las que los
individuos están, ante todo, ocupados en producir riquezas. En tales socieda­
des, argumentaba, los ciudadanos ya no tienen el tiempo necesario para ocu­
parse de los asuntos públicos y deben, por lo tanto, mediante elección, con­
fiar el gobierno a individuos que consagren todo su tiempo a esa tarea. Como
explica Manin, Siéyés ve ante todo la representación como la aplicación al
orden político de la división del trabajo, principio que ante sus ojos y los de
sus contemporáneos, constituye el factor esencial del progreso social. “El in­
terés común, escribe, el mejoramiento del Estado social mismo nos piden
que hagamos del gobierno una profesión particu lar ,37 subrayando, además,
que el papel de los representantes no consiste en transmitir la voluntad de sus
electores, ni anunciar el deseo de los representados sino en deliberar y votar
librem ente con las “luces” de la Asamblea. Esta “liberación” de los políticos
respecto de sus electores, es la contrapartida de la “liberación” de los indivi­
duos respecto de las actividades políticas. En cierto sentido, el argumento
socrático de las artes prácticas ha vuelto y con él el de la profesionalización de

37 La cita de Siéyés aparece en Bernard Manin, “La democracia de los modernos. Los
principios del gobierno representativo” en Revista Sociedad, N° 6, Facultad de Ciencias
Sociales (UBA), abril de 1995, p. 13.
C apítulo 3: Lo político v s . la política 89

la política ya que ésta es nuevamente entendida como una tarea más dentro
de la sociedad (y ya no aquella que define la vida humana misma) y por lo
tanto a ser desarrollada por gente dedicada exclusivamente a ella.
Sin embargo, sería la Revolución Americana de 1776 y, más precisa­
mente, los argumentos de los Federalistas en la redacción de la Constitu­
ción Americana en 1787 los que dieran el paso decisivo en el desplazamien­
to del dem os del poder efectivo. En un contexto donde el impulso hacia la
democracia masiva era ya muy fuerte, los federalistas se enfrentaron a la
tarea sin precedentes de preservar lo que pudieran de la división entre la
masa y la élite en el marco de un derecho político cada vez más democrático
y una ciudadanía cada vez más activa. Los redactores de la Constitución se
embarcaron en el primer experimento de diseñar un conjunto de institu­
ciones políticas que abarcarían y al mismo tiempo reducirían el poder po­
pular. En otras palabras, era necesario crear un cuerpo de ciudadanos inclu­
sivo pero pasivo, con una' perspectiva limitada de sus facultades políticas.
Su tarea práctica consistía en sostener una oligarquía propietaria con el
apoyo electoral de la multitud. “Esto también requirió que los federalistas
produjeran una ideología, específicamente una redefinición de la democra­
cia, que disimulara las ambigüedades de su proyecto oligárquico. Fueron
los vencedores antidemocráticos en Estados Unidos los que dieron al mun­
do moderno su definición de democracia, una definición en que la dilución
del poder popular es un ingrediente esencial”.38
En el planteo de los federalistas, la democracia se sustenta en la represen­
tación aunque sobre la base de argumentos platónicos, en sí mismos,
antidemocráticos. Básicamente, la incompetencia del pueblo para gober­
nar. En el Federalista X, Madison explicaba que la representación consistía
en “refinar y ensanchar las opiniones públicas haciéndolas pasar por el ta­
miz de un cuerpo elegido de ciudadanos cuya sabiduría pueda discernir
mejor el verdadero interés de su país y cuyo patriotismo y amor por la
justicia sean los menos susceptibles de sacrificar ese interés a consideracio­
nes efímeras y parciales”. Y luego agregaba: “En un sistema semejante, pue­
de muy bien ocurrir que la voluntad pública, formulada por los represen­
tantes del pueblo, concuerde más con el bien público que si fuese expresada
por el pueblo mismo”. Es decir, el subtexto de esta definición es muy simi­
lar a lo que Platón planteaba ya que la multitud trabajadora quiere el bien
pero no sabe verlo dado que está sumido en opiniones parciales, y guiados

38 Ellen M. Wood, Democracia contra Capitalismo , op. cit., p. 250.


90 Emilia C astorina

por los impulsos de la pasión y no de la razón, sólo pueden defender bienes


particulares y jamás un bien general. Por eso para Madison, el fin último
del gobierno representativo era poner a los gobernantes en condiciones de
resistir las “pasiones desordenadas” y las “ilusiones efímeras” del pueblo.
Como explica Manin, en este caso, la superioridad de la representación
consiste en abrir la posibilidad de una separación entre la voluntad (o deci­
sión) pública -superior y racional- y la voluntad popular -inferior y pasio­
nal o irracional-. En definitiva, si la representación tiene como propósito
actuar como filtr o de las opiniones populares, se ha vuelto la antítesis mis­
ma del concepto de isegoria que definía a la democracia ateniense. En los
términos de Ellen Wood, “en su forma federalista (la representación) signi­
ficó que algo hasta ahora percibido como la antítesis del autogobierno de­
mocrático, ahora no sólo era compatible sino constitutivo de la democracia:
no el ejercicio del poder político, sino ren u n cia r a él, transferirlo a otros, su
en a jen a ción .39 De esta manera, la democracia estadounidense estableció
una definición de democracia en la que la transferencia de poder constituía
no sólo una concesión necesaria en cuanto al tamaño y la complejidad de
los Estados modernos, sino más bien la esencia de la democracia misma.
En el contexto griego, la definición política del dem os mismo tenía un signi­
ficado social porque deliberadamente se oponía a la exclusión de las clases bajas
de la política. En cambio, cuando los federalistas se referían al “pueblo” como
una categoría política, no era con el fin de afirmar los derechos de los “mecáni­
cos” en contra de quienes pretendían excluirlos de la esfera pública. El lenguaje
federalista tenía más que ver con resaltar el poder del gobierno federal; y si el
criterio de la clase social debiera carecer de relevancia, no sólo era en el sentido

39 Ellen M . Wood, ídem, p. 252. En este sentido, es importante recalcar cuán alejada
estaba la enajenación del poder político del concepto griego de democracia en tanto
la elección era considerada una práctica oligárquica. La democracia podía adoptar la
elección para ciertos propósitos específicos pero no pertenecía a la esencia de la cons­
titución democrática. Tal es el caso de los oficios que requerían una experiencia es­
trictamente técnica, sobre todo los cargos financieros y militares más altos, como el
cargo de estratega para el cual fue elegido Pericles, por ejemplo. Pero dichos puestos
iban acompañados de estrictas medidas para asegurar cuentas claras y se entendían
abiertamente como excepciones a la regla de que se puede suponer que todos los
ciudadanos poseen el tipo de conocimientos cívicos necesarios para las funciones
políticas generales. El método democrático por excelencia fue la selección por sorteo
que, pese a sus limitaciones prácticas, abarca un criterio de selección en principio
opuesto a la enajenación de la ciudadanía y la suposición de que el dem os es política­
mente incfampetente.
C apítulo 3; Lo político vs. la política 91

de que la pobreza o el rango sin distinción no constituyeran un obstáculo for­


mal para acceder a un cargo público, sino más específicamente en el sentido de
que el equilibrio del poder de las clases de ninguna manera representaría un
criterio de la democracia. En efecto, no habría incompatibilidad entre demo­
cracia y el gobierno del capital.
En este sentido es muy elocuente el análisis de Madison respecto al origen
del espíritu faccioso en la República. Cuando afirma que “la fuente de discor­
dia más común y persistente es la desigualdad en la distribución de propieda­
des (...) ya que... los propietarios y los que carecen de bienes han formado
siempre distintos bandos sociales”, asume que no se pueden atacar las causas
de la desigualdad sino sólo sus efectos. Es decir, que el fin último de la demo­
cracia moderna no es atacar las desigualdades de propiedad o limitar la explo­
tación sino simplemente mantener a raya sus efectos. Cuando, entonces, afir­
ma que “la ordenación de tan opuestos intereses es la tarea principal de la
legislación moderna”, no es en el sentido de igualación social sino, muy por el
contrario, para dejar intactas esas diferencias. Por lo tanto, “mantener a raya
sus efectos” significa ni más ni menos que asegurar que la facción mayorita-
ria, los que no son dueños de los medios de producción —la multitud trabaja­
dora—, no sean más poderosos que los propietarios en virtud de su número.
De ahí que una constitución funcional al capitalismo debe evitar la “tiranía
de la mayoría”, que no es más que la traducción peyorativa del gobierno del
pueblo. Esto es bien claro si tenemos presente que es precisamente esa des­
igualdad entre los propietarios y los no propietarios de los medios de produc­
ción (la falta misma de propiedad por parte de aquellos que tienen que vender
su fuerza de trabajo) lo que permite la dinámica capitalista. En otras palabras,
la función principal de la democracia liberal capitalista no es otra que dejar
intacta la explotación de una clase sobre otra.

Conclusión

En conclusión, estamos frente a la posibilidad única de una democra­


cia carente de contenido social ya que la estructura social del capitalismo
cambia el significado de la ciudadanía, de modo tal que la universalidad
de los derechos políticos deja intactas las relaciones de propiedad y las
formas de explotación. Es el capitalismo el que hace posible una forma de
democracia en la que la igualdad formal de los derechos políticos tiene un
efecto mínimo sobre las desigualdades o las relaciones de dominación que
se dan en otras esferas. Y esto es factible gracias a la posibilidad de despla­
92 E milia C astorina

zar a la democracia a una esfera puramente política, distinta y separada de


la “sociedad civil” o de la “economía”. En Atenas no había una división
tan clara entre Estado y sociedad civil, ni una “economía” distinta y autó­
noma. Ni siquiera un concepto de estado distinto de la comunidad de
ciudadanos. Los poderes y derechos políticos no se separaban con tanta
facilidad en Atenas como en las sociedades modernas capitalistas donde la
propiedad ya estaba alcanzando una definición puramente “económica”,
separada del privilegio jurídico o del poder político, y en el que la econo­
mía estaba adquiriendo vida por sí misma. Para las clases dominantes del
capitalismo, la antigua democracia era justamente el modelo a evitar, de
ahí que durante el siglo XVIII se la llamara el gobierno de la turba o la
tiranía de la mayoría. Fueron los federalistas los que tuvieron la posibili­
dad de reivindicar el lenguaje de la democracia al mismo tiempo que
categóricamente se desligaban del gobierno por parte del d em os en su
significado griego original. Por primera vez, “democracia” podía signifi­
car algo completamente diferente de lo que significó para los griegos. Y
como consecuencia, lo político también podía significar algo opuesto a
lo que significaba para los griegos. Ya no un lím ite a la explotación de
una clase sobre otra ni un proceso de aprendizaje cívico y moral en cuya
práctica los ciudadanos construyen sus saberes colectivos y sus reglas de
vida a través del autogobierno, sino un mecanismo por el cual las elites
garantizan la autoridad de sus saberes técnicos por encima de la m ulti­
tud trabajadora más bien como un medio para acrecentar la riqueza y
bienestar de unos pocos a costa del relegamiento de muchos. Sólo basta
constatar el resultado de dos siglos de práctica e ideología democrática
capitalista a nivel mundial, donde el máximo de desarrollo social ha
engendrado al mismo tiempo el máximo de subdesarrollo. Entiéndase,
un tercio de la población mundial goza del “progreso” y los otros dos
tercios viven en el máximo nivel de exclusión e indigencia. Y esto no es
una “anomia”, sino el capitalismo mismo.
C apítulo 3: Lo político vs. la política 93

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