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ARTE, LOCURA Y PSICOTERAPIA

Una aproximación constructivista a la psicosis


y a la creación artística como tratamiento

rodrigo hagar millón


Arte, locura y psicoterapia
Rodrigo Hagar Millón

Arte, locura y psicoterapia

Una aproximación constructivista


a la psicosis y a la creación artística
como tratamiento
610 Hagar Millón, Rodrigo
H Arte, locura y psicoterapia: una aproximación
constructivista a la psicosis y a la creación artística
como tratamiento / Rodrigo Hagar Millón. – –
Santiago : RIL editores, 2015.
240 p. ; 23 cm.
ISBN: 978-956-01-0261-4

  1 terapia con arte. 2 arte y enfermedades men-


tales. 3. psicoterapia

Arte, locura y psicoterapia.


Una aproximación constructivista
a la psicosis y a la creación artística
como tratamiento
Primera edición: diciembre de 2015

© Rodrigo Hagar Millón, 2015


Registro de Propiedad Intelectual
Nº 256.578

© RIL® editores, 2015

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Composición e impresión: RIL® editores


Diseño de portada: Marcelo Uribe Lamour

Impreso en Chile • Printed in Chile

ISBN 978-956-01-0261-4

Derechos reservados.
Índice

Agradecimientos.........................................................................11

1. Introducción...........................................................................17

Primera parte: cognición, fenomenología


y la mente de la locura

2. Constructivismo: cognición, psicopatología y clínica.....25


2.1. El sujeto como constructor de su realidad...........................27
2.2. Emoción, cognición y relaciones interpersonales.................35
2.3. Experiencia inmediata, explicación y coherencia.................42
2.4. Autoobservación y sanación...............................................43
2.5. La relación terapéutica como factor clave del cambio.........46
2.6. Consideraciones finales sobre el sí-mismo...........................49

3. La psicosis: definiciones clásicas y una perspectiva


constructivista...........................................................................55
3.1. Primeras conceptualizaciones sobre la psicosis....................55
3.2. Aproximación constructivista a la clínica de la psicosis......59
3.3. Qué entendemos por psicosis en este libro..........................63

4. Reflexiones en torno a la psicosis.......................................65


4.1. La necesidad de comprender la experiencia........................66
4.2. La vivencia psicótica...........................................................72
4.3. Fenomenología de la psicosis..............................................79
5. Variables relevantes para una terapia de la psicosis.........95
5.1. Espacio terapéutico.............................................................97
5.2. El significado en la psicosis.................................................99
5.3. Consideración de los aspectos sanos del paciente..............102
5.4. El rol del terapeuta...........................................................105
5.5. Variables ambientales, sociales y culturales.......................109
5.6. Cuerpo y experiencia encarnada.......................................122
5.7. Encuadre y objetivos de la terapia....................................127
5.8. Conclusión.......................................................................128

Segunda parte: arte, psicosis y terapia

6. El sentido terapéutico del arte.........................................131


6.1. Definiendo el arte.............................................................132
6.2. La vivencia del arte: percepción, belleza y sentido.............134
6.3. El lenguaje del arte...........................................................138
6.4. El arte como terapia y la terapia como arte......................141
6.5. La psicoterapia como proceso creativo.............................145

7. Terapias con el significado escrito...................................151


7.1. Poesía y sanación..............................................................152
7.2. Terapias con narraciones autobiográficas..........................170

8. Terapias con artes plásticas................................................175


8.1. La pintura en la relación terapéutica.................................176
8.2. Representación con figuras...............................................185

9. La psicosis y la experiencia musical:


procesos terapéuticos..............................................................187
9.1. La dimensión acústica y la identidad................................188
9.2. Principios terapéuticos del trabajo con música..................190
9.3. Experiencia no verbal y formas musicales.........................193
9.4. La escucha en la musicoterapia.........................................199
Tercera parte: conclusiones, preguntas y propuestas

10. Reflexiones y preguntas finales.......................................205


10.1. Conclusiones generales...................................................205
10.2. La disponibilidad cotidiana para la creatividad..............210
10.3. Perspectivas frente al arte y la sanación..........................213
11. Ideas para una terapia artística de la locura................221
11.1. Trabajo terapéutico con la vivencia del síntoma..............221
11.2. Reseña de una propuesta................................................225
11.3. Recomendaciones básicas...............................................226
11.4. Cierre.............................................................................227

12. Bibliografía.........................................................................229
Agradecimientos

En primer lugar, quiero agradecer al Dr. Alejandro Gómez Chamorro,


por su constante apoyo, claridad y por darme la idea de publicar este
libro. También a Alice Thomas Suhr, por su lucidez, amplia comprensión
y apoyo personal y profesional. Mi gratitud, asimismo, para Elisabeth
Wenk, por su confianza y estímulo para que desarrollara esta temática
como estudiante de postgrado de la Universidad de Chile, y al Dr. Juan
Yáñez Montecinos por sus ideas sobre el constructivismo cognitivo,
por leer este texto y respaldar su publicación. A Alex Kalawski, el
psicólogo más influyente en mis primeros años como terapeuta, de
quien he aprendido mucho sobre el potencial sanador que subyace a
los procesos de la consciencia.
Quiero agradecer a mis padres, Noemia Millón López y Roberto
Hagar Carrasco, por su amor, paciencia y soporte incondicional; a
Norka Del Canto, mi pareja y compañera, por brindarme el amor y el
estímulo para llevar este proyecto adelante; a Luis Uribe Jeria, Felipe
Orellana Peña, José Antonio Sepúlveda, Javier Cruz Besa, Iván Fuentes
Hagar y a mis hermanos María Loreto y Francisco, por recordarme
lo simple de la vida y entregarme su amistad, cariño y apoyo en los
momentos en que más ha sido necesario. A mi hijo Lorenzo, porque
con él he aprendido a mirar todo.
Agradezco a todos mis amigos, familiares, colegas y compañeros de
trabajo quienes, de alguna u otra manera, me apoyaron en la labor de
redacción y me dieron orientaciones sobre cómo perfilar el sentido de
este escrito. Asimismo, gracias a Eleonora Filkenstein, de RIL Editores,
por su interés en desarrollar este proyecto.

11
Rodrigo Hagar Millón

Finalmente, comparto mi gratitud hacia todas mis fuentes de


inspiración: obras de arte, disciplinas espirituales, músicos, escritores,
pintores, terapeutas y científicos apasionados quienes aportan, a su
manera, a construir una mirada del mundo renovada y sanadora. Nos
ayudan a cada uno a entender nuestra propia locura, para darle el lugar
que merece en la conversación de todo lo vivo.

12
A mis padres,
con amor y gratitud.
«El mismo dolor que puede manchar nuestra personalidad
puede actuar como fuerza creadora hasta transformarse
en un objeto de deleite».

Pir Vilayat Inayat Khan


1. Introducción

Este libro trata sobre la locura y, más específicamente, acerca del


tema de la psicosis, entendida esta como la forma más grave de tras-
torno mental que conocemos hasta ahora. En este caso, a diferencia de
lo que se suele hacer en los escritos académicos y clínicos dedicados a
la materia, donde se acostumbra utilizar clasificaciones diagnósticas
para recomendar tratamiento y medicación específicos, buscamos, en
primer lugar, rescatar los procesos emocionales y cognitivos de la expe-
riencia vivida por la persona con psicosis, para posteriormente, enfocar
dichos elementos desde el arte, la creatividad y la psicoterapia. De esta
manera, se pretende ofrecer una mirada de la psicosis complementaria
a la aproximación clínica clásica.
Para ello, se vuelve imprescindible generar un marco comprensivo
previo que incorpore perspectivas de distintos psicoterapeutas y teó-
ricos en relación con la psicosis, dada la dificultad que tal experiencia
ha constituido y aún constituye para la conceptualización clínica,
siendo necesario enriquecer al máximo posible todo punto de vista
que se aproxime a dicha experiencia. A este respecto, la elección de la
bibliografía no ha sido arbitraria, sino que ha tenido como criterio de
inclusión la posibilidad de converger teóricamente con un paradigma
que aborde el tema de la cognición (o de los procesos del conocer y
del pensar) y que sirva como base argumental a lo largo de este libro.
Así, el hallazgo de puntos de convergencia teórica entre los distintos
enfoques presentados es también parte del objetivo de este escrito.

17
Rodrigo Hagar Millón

El paradigma señalado, base de este trabajo, es el constructivis-


mo, presentado aquí con las premisas del constructivismo cognitivo1
y algunas lecciones del posracionalismo: vertientes que se orientan a
explicar la experiencia encarnada en primera persona por el sujeto
—en sus niveles cognitivo y emocional— y a integrar dicha explicación
en la práctica psicoterapéutica. Este marco comprensivo busca, por lo
tanto, un acercamiento a la vivencia subjetiva del paciente2.
El hecho de escoger el constructivismo como referente teórico de
este trabajo se debe principalmente a que, como señalamos, es una
posición epistemológica3 que se ocupa de la experiencia vivida por un
ser humano, lo que, frente a la alta tendencia al rótulo diagnóstico y
la falta de interés por el significado y el sentido del padecer psíquico,
aparece como una ocupación necesaria que debiese tener la psicolo-
gía clínica al momento de ofrecer respuestas a la amplia variabilidad
de demandas de salud mental. Por esto mismo, se incluye también a
la fenomenología como una aproximación disciplinar básica de este
trabajo, ya que esta ha intentado dar respuesta a la necesidad plan-
teada por Merleau-Ponty (en Varela, 1996) de capturar la riqueza de
la experiencia humana. Respecto de este asunto, Varela (1996) define
a la fenomenología como «la filosofía de la experiencia humana, la
única estructura existente del pensamiento que aborda directamente
estos problemas» (p. 43).
El criterio de elección de los autores a considerar en este trabajo
se fundó, en gran medida, en el grado de inclusión o no del enfoque
fenomenológico, e incluso del enfoque que el mismo Varela (1996) y
la corriente posracionalista han llamado de «primera persona», que
pretende trabajar con base en el conocimiento de los procesos psicoló-
gicos y emocionales y, yendo más allá, de lo que podríamos llamar la
1
Una obra de referencia base para esta libro será el trabajo de Yáñez, J. (2005)
Constructivismo cognitivo: bases conceptuales para una psicoterapia breve basada
en la evidencia». Tesis para optar al grado de Doctor en Psicología, Escuela de
Postgrado, Universidad de Chile, Santiago, Chile.
2
En este texto están consideradas distintas posiciones y aportes dentro de la corriente
teórica constructivista, además de las aquí señaladas, y que serán introducidas en
el capítulo 2.
3
La epistemología consiste en la filosofía de la ciencia; corresponde a la visión de la
realidad y la comprensión acerca de los fenómenos de la experiencia humana y el
mundo, que subyacen al desarrollo de una teoría o a la delimitación de un campo
de investigación específico.

18
Arte, locura y psicoterapia

misma inmersión del ser humano en su experiencia. Respecto de este


punto, en el marco de este texto la experiencia es vista como consti-
tuida siempre por la necesidad de contar con un «mundo» construido,
o si se prefiere, un «mundo propio» (Laing, 1964). Para entender esta
empresa, recurro al concepto de Martin Heidegger del ser-en-el-mundo
o ser-ahí. En la traducción de José Gaos (1951, p. 25) de la obra El ser
y el tiempo (Sein und Zeit, 1927), se puede leer:

Sin duda el “ser ahí’ es ónticamente no solo algo cercano o


incluso lo más cercano –nosotros mismos somos en cada caso él.
A pesar de ello, o justo por ello, es ontológicamente lo más lejano4.

Es decir, la perspectiva teórica de este trabajo intenta considerar


la experiencia de la persona desde su «posición existencial», conside-
rando los modos que tiene de experimentar el (su) mundo, asimilado
y construido a lo largo de (y en) su historia. Para esto no se puede
negar que el mismo acceso a aquello que nos es más cercano —es decir,
al propio «mundo»— es difícil e implica encarar la complejidad de
la experiencia humana, más aún considerando que cada persona es
única y por lo tanto tiene una experiencia que no es reproducible ni
es equivalente a la de ninguna otra persona (es decir, cada vivencia se
vuelve también «lejana» y no se puede comparar). Acceder entonces a
la experiencia del psicótico se torna aún más difícil, por cuanto él de
por sí ya es un «otro» a quien pretendemos comprender desde nuestra
postura subjetiva. Es más, es imposible definir o categorizar lo vivido
por el psicótico de manera terminante, pero sí podemos realizar apro-
ximaciones no definitivas. Como señala Maturana (1990, en Balbi,
1994), no podemos acceder a una objetividad inequívoca acerca de
la experiencia del ser humano, sino más bien a una objetividad entre
paréntesis, ya que aquello que conocemos como «lo cierto» está en
permanente suspensión y cambio; cambio que es comprendido e inter-
pretado dependiendo de nuestro lugar como observadores activos de la
4
Óntico, en este caso, se refiere al ente, mientras que lo ontológico se refiere al
ser (o al ser del ente). Es la experiencia del ser la que se vuelve más inaprensible,
mientras que la condición de ente contiene un carácter de familiaridad y cercanía.
La explicación del ser ahí se vuelve más lejana una vez nos reconocemos como
un ente que es. En otras palabras, explicarnos nuestro lugar en el mundo no es
fácilmente factible en cuanto somos parte constitutiva de dicho lugar.

19
Rodrigo Hagar Millón

experiencia. El universo es más bien un multiverso, es decir, una gama


infinita de experiencias personales irreductibles, en donde las personas
son entendidas como sistemas no instruibles ni comparables. Así, la
misma realidad también es interrogada en forma constante, es vista
como una experiencia autorreferida. El mismo autor, junto a Francisco
Varela (Maturana y Varela, 2003), retoma la pregunta: «¿Puede el Hom-
bre conocerse desde el Hombre?». Pues la indagación a la que invita
esta interrogante constituye la motivación de este trabajo a la hora de
preguntarnos por la compleja y aún misteriosa experiencia psicótica.
Por otro lado, el trabajo terapéutico artístico con la psicopatología
tiene distintas formas –casi como distintas expresiones artísticas hay– y
el objetivo principal de este ensayo es revisar cómo podemos entender
la experiencia del paciente psicótico en el trabajo con arte, desde el
enfoque constructivista cognitivo. Como ya se dijo, esta mirada se
aproxima a una explicación de los complejos fenómenos cognitivos
y emocionales que vive un ser humano, para tomarlos en cuenta en
la hora del ejercicio clínico, de modo de operar buscando el cambio
terapéutico en congruencia con (o en respeto de) dichos fenómenos.
Mi postura es que la revisión adicional de una gama de diversos pun-
tos de vista sobre el trabajo con psicosis permitirá crear un panorama
más amplio, que facilitará el hallazgo de nexos conceptuales entre el
trabajo terapéutico artístico y la clínica del constructivismo cognitivo
con este tipo de trastorno.
Finalmente, otra interrogante que se plantea en este trabajo es la
del rol del terapeuta como agente presente en un proceso de sanación.
Weimer (1982, citado en Mahoney, 1991) plantea:

Debemos aprender a evolucionar en un marco de trabajo


de características desarrolladas espontáneamente: la exacta
naturaleza de lo que tal vez nunca sabremos o anticiparemos
completamente. La terapia no puede ir contra el surgimiento de
esos factores espontáneos, en perjuicio de interrumpir el ajuste
del cliente en direcciones que el terapeuta probablemente nunca
ha considerado y con las cuales tal vez no sea capaz de lidiar5.
(p. 280).

5
Traducción del autor.

20
Arte, locura y psicoterapia

Desde esta cita se entiende que la obligación del terapeuta es estar


abierto a lo que ocurra en la interacción con el paciente, para asumir
la responsabilidad del cuidado de otra persona cuya experiencia, en
últimos términos, es siempre novedosa, incluso llegando a ser para-
dójica o incomprensible. Este es un tema planteado a lo largo de este
trabajo, así como el tema del cuidado de la propia salud y el valor de
la calidad de vida de quien trabaja en psicoterapia u otras formas de
tratamiento para la psicopatología. Esto cobra especial relevancia si
nos referimos a un trabajo que, como veremos más adelante, incluye
una importante demanda emocional y presenta la necesidad de una
intensa presencia humana. Asimismo, exige, por parte del terapeuta,
una revisión de sus propios preconceptos respecto de la naturaleza de
lo que es ser humano y de, finalmente, cómo encara y vive su vida.
En lo que concierne a la estructura de este trabajo, el capítulo 2
consiste en una exposición de las premisas básicas del enfoque cons-
tructivista en psicoterapia, considerando sus bases epistemológicas y
principios clínicos.
En el capítulo 3 se revisan brevemente las concepciones tradicio-
nales (recientes y no tan recientes) para abordar teórica y clínicamente
el problema de la psicosis, para luego presentar un punto de vista
constructivista al respecto.
El capítulo 4 constituye una reflexión acerca del fenómeno de la
psicosis. En ella, se utilizan distintos enfoques de diversos autores y
escuelas, de modo de generar un contraste de posiciones, conceptua-
lizaciones e ideas, para aproximarnos a la experiencia vivida del psi-
cótico. El capítulo 5 pretende adentrarse en la terapia con la psicosis,
rescatando algunas conclusiones a partir del capítulo anterior, respecto
de qué variables pueden ser más beneficiosas para el tratamiento.
El capítulo 6 presenta un marco conceptual para comprender
la relación entre arte y terapia, para luego, en los capítulos 7, 8 y 9,
estudiar tres formas de terapia que utilizan el arte para el tratamiento
de la salud mental y la psicosis: de tipo poético y narrativo, plástico/
gráfico, y musical. No se pretende, en esta parte, realizar un recorrido
exhaustivo por todas estas formas de terapia ni por la mayoría de sus
subtipos, sino más bien reconocer ciertos principios básicos subyacentes
a la metodología terapéutica de ellas.

21
Rodrigo Hagar Millón

En el capítulo 10, se resumen conceptos clave o sobresalientes


que podrían ser considerados para la evolución de la comprensión
y tratamiento de la psicosis, a partir de las perspectivas revisadas en
los capítulos previos. Se presentan reflexiones, conclusiones y asuntos
pendientes que pudieran ser interesantes de explorar para potenciar
el trabajo clínico con pacientes psicóticos. Finalmente, en el capítulo
11 se reseña brevemente un posible foco de trabajo terapéutico con la
psicosis, conjugando aspectos del constructivismo y de la experiencia
con el arte.
Cabe aclarar que este escrito se debate en el ámbito de lo conceptual
y lo teórico, ya que no tiene como base un programa de investigación
predefinido ni se refiere a mi experiencia con pacientes psicóticos (el
trabajo que he realizado con dichos pacientes ha sido breve y fuera
del quehacer propiamente clínico). Este estudio más bien constituye
un intento de aproximación a un tema que me es de alto interés hu-
mano y profesional, con el afán de generar un resultado beneficioso.
Estoy convencido de que si aprendemos a reconocer el lugar fáctico
que ocupa la locura en nuestra sociedad, así como en cada uno de
nosotros, será porque algo está cambiando para bien en nuestra ma-
nera de percibir y pensar la realidad. Específicamente, este libro busca
acercar perspectivas distintas para intentar iluminar el campo clínico.
El medio para esto, más que el de reunir información –posiblemente
mucha bibliografía relevante haya quedado fuera de la búsqueda aquí
realizada–, es el de contrastar conocimientos, lo que implica entonces
comparar puntos de vista de distintas personas que han trabajado
con la psicosis. Es un intento que no tiene otro fin que el de fomentar
un espacio de pensamiento respecto de las ideas presentadas, siendo
la mayor parte de estas –si no todas– elaboradas a partir de la labor
clínica directa. Espero poder compartir abiertamente este espacio de
reflexión con los lectores de este libro.

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Primera parte

Cognición, fenomenología
y la mente de la locura
2. Constructivismo: cognición,
psicopatología y clínica

«La mente es una cosa viva, entonces tienes que mirarla. Solo a una cosa
muerta puedes disectarla y analizarla, patearla por ahí. Pero a una cosa
viva tienes que observarla»6.
(Jiddu Krishnamurti)

El tema de la mente es amplio. Ha pasado por muchas revisiones,


estudios y reflexiones, así como también ha sido abordado por dife-
rentes disciplinas filosóficas, psicológicas y espirituales, ampliándose
cada vez más su exploración en distintos campos de las ciencias bio-
lógicas y sociales. Sin embargo, podría decirse que las características
fundamentales de la mente permanecen desconocidas a nuestros ojos
y que muchos aspectos del devenir humano parecen indescifrables. El
fenómeno de la psicosis y, más específicamente, la experiencia de la
persona que sufre «vivencias psicóticas», da cuenta de la inaccesibilidad
a lo más profundo de nuestra psyké, de la dificultad que tenemos en
obtener, desde nuestra consciencia de la vida, reglas, causas, efectos o
conclusiones determinantes y satisfactorias para explicarnos quiénes
somos en el interior7.
Sobra decir que hay muchos elementos conceptuales que vale la
pena revisar a la hora de abordar el fenómeno de la mente. Es así que
en este ensayo pretendo revisar la posición del constructivismo sobre

6
Traducción del autor.
7
Sin mucha justificación, se asume acá que la mente es un proceso interior más que
exterior. Sin embargo, no todas las vertientes filosóficas y psicológicas asumen esta
presunción, ni tampoco acotan la mente a un fenómeno individual. En los capítulos
siguientes este tema será abordado con mayor detalle.

25
Rodrigo Hagar Millón

el tema, yendo entonces más allá del término mente, para entrar a
considerar nociones como la de significado, sistema de conocimiento,
sí-mismo, identidad, complejidad, entre otras. Siguiendo esta senda,
el fin es utilizar este paradigma para, en los próximos capítulos, vis-
lumbrar el fenómeno de la locura8.

El Constructivismo
Diversos escritos que abordan los procesos psicológicos y la
psicoterapia desde el constructivismo han hecho referencia a las dis-
tintas disciplinas que han enriquecido este paradigma, tales como el
conductismo, la terapia cognitivo-conductual y el cognitivismo clásico
(Mahoney, 1983, 1997; Mahoney y Freeman, 1988; Bruner, 1990), las
neurociencias y la física (Varela, 1997; Varela, Thompson y Rosch,
2005; Sirois, Spratling, Thomas, Westermann, Mareschal y Johnson,
2008; Mahoney, 1991; Arciero y Bondolfi, 2009), teorías evolutivas y
motoras de la mente (Guidano, 1987, 1991; Guidano y Liotti, 1983;
Safran, 1998; Mahoney, 1991), teorías derivadas del psicoanálisis sobre
el apego temprano (Safran, 1998; Safran y Segal, 1994; Guidano, 1987,
1991; Guidano y Liotti, 1983; Mahoney, 1991), así como estudios
de la biología humana y la generación de sistemas de conocimiento
(Guidano, 1991; Maturana y Varela, 2003; Maturana, 1990, en Bal-
bi, 1994; Yáñez, 2005; Mahoney, 1991). Los alcances explicativos de
esta posición teórica, entonces, son vastos, por lo que conviene acotar
elementos centrales que den cuenta de sus premisas básicas. Es posible
distinguir al menos cinco de ellos, que son: la concepción del sujeto
como constructor de su propia realidad y la relevancia del significado
para la mantención de la identidad (Guidano, 1987, 1991; Yáñez,
2005); la preponderancia del componente emocional en la adaptación
al entorno y su rol en el desarrollo de esquemas cognitivos para las
relaciones interpersonales (Safran, 1998; Arciero y Bondolfi, 2009;
Meaney, 2004); la dinámica experiencia-explicación y los niveles
tácito y explícito (Guidano, 1987; Yáñez, 2005; Mahoney, 1991); lue-
go, ya entrando en la clínica, la capacidad de autoobservación como
mecanismo subyacente a la remisión de síntomas y/o a la reorganiza-
ción saludable de las estructuras psicológicas profundas del paciente

8
En este libro, utilizaré el término locura como homólogo al de psicosis.

26
Arte, locura y psicoterapia

(Guidano, 1991, 1997, 2001; Yáñez, 2005; Zagmutt, 2004; Safran y


Segal, 1994); y finalmente, la relación terapéutica como elemento clave
para el cambio (Safran y Segal, 1994; Safran, 1998; Mahoney, 1991).
La siguiente revisión no pretende ser exhaustiva, sino más bien
ilustrativa de variables suficientes para generar un marco teórico que
permita abordar posteriormente el fenómeno de la psicosis.

2.1. El sujeto como constructor de su realidad


2.1.1. Autorreferencia
Uno de los problemas más profundos que ha debido encarar la
psicología contemporánea consiste en definir si efectivamente el ser hu-
mano vive o no en correspondencia con una realidad objetiva, ubicada
en un espacio físico y psicológico externo a él, donde se dan ciertas
leyes universales que rigen, por ejemplo, los procesos conducentes a la
adaptación, el desarrollo, la salud mental o el comportamiento «nor-
mal» (Mahoney, 1991; Yáñez, 2005). Diversas miradas, destacando las
desprendidas desde la biología del conocimiento (Maturana, 1990, en
Balbi, 1994; Maturana y Varela, 2003), las ciencias cognitivas (Varela,
1990) y autores que desde la filosofía y la reflexión dieron como fruto las
premisas básicas del constructivismo, tales como Bacon, Vico, Vaihinger y
Hayek (en Mahoney, 1991), más todo el desarrollo y devenir de diversas
formas de psicoterapia, la cibernética, la termodinámica y estudios de la
lingüística9, han dado un vuelco hacia el hecho de considerar el carácter
autoconstruido de la experiencia y de la realidad, yendo más allá de la
posición positivista que concibe una realidad unívoca para todos.
Teniendo en cuenta estos aportes, las teorías constructivistas han
llegado a plantear que la adaptación del individuo a su entorno no
corresponde tanto a la asimilación de reglas externas, sino más bien a
la posibilidad de regular mecanismos internos que tienden a desarrollar
un sistema psicológico y biológico consistente con los desafíos de un
ambiente teñido de incertidumbre y colmado de variables que presio-
nan por ser incorporadas y reorganizadas continuamente, mediante un
proceso fluctuante de búsqueda de coherencia interna. La evolución
9
Para un completo panorama de las bases epistemológicas del constructivismo, el
lector puede referirse a Mahoney, 1991, pp. 95-117.

27
Rodrigo Hagar Millón

es vista como una estrategia de regulación utilizada para alcanzar


estabilidad en un ambiente siempre cambiante (Guidano, 1987). Más
específicamente, la aprehensión de la realidad ya no es concebida como
la capacidad de adquirir conocimientos dados desde fuera, sino más
bien como la posibilidad de generar conocimiento gracias a la operación
de procesos internos que permitan elaborar y significar la experiencia
continuamente. Esta elaboración y significación es una actividad que
«calza» vivencias con patrones nerviosos, motores y psicológicos que
son desarrollados y moldeados en el transcurso de la praxis vital10,
permitiendo así crear y mantener un sentido unitario de identidad
que se halla en permanentes cambios y en progresión en cuanto a su
complejidad (Guidano, 1987, 1991; Safran, 1998). La oportunidad,
entonces, de generar una adaptación saludable al entorno, no pasa
por un nivel alto de «correspondencia de contenidos» con este último,
sino más bien por la posibilidad de que la organización interna posea
mecanismos exitosos de inmersión en la dinámica del mundo. En pa-
labras de Mahoney (1991) y su revisión del constructivismo crítico:

Aun cuando nuestro conocimiento del mundo es (y siempre


será) inherentemente falible e imperfecto, su siempre desconocido
grado de validez (es decir, su correspondencia con la realidad) es
menos importante aquí que su viabilidad adaptativa (p. 112)11.

Vamos a tomar este punto de vista como base teórica de este


trabajo, asumiendo que como seres humanos, contamos con todas las
condiciones básicas para desarrollarnos y alcanzar los propósitos que
nosotros mismos nos planteamos, obedeciendo a normas que, si bien
se reflejan en el consenso que establecemos con los otros, no hacen más
que mantener nuestro sentido de coherencia interna, de estar viviendo
una vida «verdadera», es decir, una vida que corresponde a lo que para
nosotros es la realidad. Siguiendo en esta línea, la realidad no es otra
cosa que aquello que da cuenta de que somos seres que se agencian a sí
mismos en la acción, constituyéndose aquella en un reflejo de nuestras

10
Praxis vital: concepto extraído de Yáñez, 2005.
11
Traducción del autor. Las cursivas son puestas intencionadamente, dado que el
concepto de viabilidad, como premisa, es fundamental para la comprensión de las
estrategias de resolución del paciente psicótico.

28
Arte, locura y psicoterapia

intenciones, emociones y vivencias de todo tipo. La posibilidad de no


vernos reflejados en la realidad, con todo lo que esta implica (nuestra
vida privada, nuestra historia, relaciones significativas, áreas de interés,
etc.) puede conducir a una sensación de ineficacia y alienación (que
no es otra cosa que una enajenación de nosotros mismos), es decir, a
un menor o mayor grado de desviación desde nuestras expectativas de
salud y desarrollo, surgiendo en algunos casos lo que podemos llamar
«psicopatología» (el padecer de nuestro psiquismo).
Entonces, la psicopatología es concebida más como la imposibili-
dad de resolver un accidente interior que como una desadaptación a la
norma. Maturana (1990, en Balbi, 1994) y Maturana y Varela (2003)
hacen alusión al concepto de autopoiesis, el que se refiere a que somos
sistemas biológicos que se autoconstruyen permanentemente, definien-
do las reglas para nuestro acoplamiento estructural12 con el entorno.
Al considerarnos como sistemas autoinstruidos, estamos diciendo
que somos los «profesores de nosotros mismos», y que si algo puede
fomentar nuestro desarrollo es porque vemos en ese «algo» un reflejo
y confirmación de nuestra realidad constitutiva, o bien una respuesta
positiva a lo que podríamos llamar nuestras permanentes «pruebas de
realidad»13. Si el entorno nos da una «respuesta» que no se ajusta a
nuestras expectativas acerca de lo que es el mundo, entonces percibimos
como extraña o falsa, sintiendo que algo anda mal, que hay algo que
concierne a nuestra adaptación, a nuestras formas de ver y simbolizar
la experiencia que no nos permite ser exitosos en nuestro diálogo con la
realidad. Guidano (1987) recalcaba que la pérdida del sentido de realidad
es «(…) indudablemente la emoción más disruptiva y devastadora que
cualquier humano pueda sentir» (p. 87)14. La imposibilidad de referirnos
la experiencia constituye una inhabilidad fundamental que conduce a la
angustia, ansiedad y distintas formas de perturbación física y/o mental.

12
Acoplamiento estructural se refiere a la posibilidad de que un sistema se adapte
a otro (s) sistema(s) a partir de características predefinidas en las estructuras de
dichos sistemas.
13
Esta idea se acopla a la propuesta de Arciero y Bondolfi (2009), quienes se sustentan
en Kant y los estudios sobre los sistemas no-lineales de McCulloch (1965) para
plantear el carácter a priori de los juicios sobre la realidad y de las operaciones
que conectan la multiplicidad de las experiencias de la vida. Este enfoque será
revisado al final de este capítulo.
14
Traducción del autor.

29
Rodrigo Hagar Millón

2.1.2. Lenguaje y simbolización


Es necesario continuar esta revisión refiriéndonos al tema del
lenguaje, el que opera a nivel de codificación simbólica, permitiendo
atribuir significado a elementos que en un principio no tenían definición
dentro del marco comprensivo de la realidad15, para así incorporarlos
a la sensación de estar vivos con un sentido personal.
En 1957, Lacan y Granoff se refirieron al lenguaje como «la ac-
tividad simbólica por excelencia» (p. 4); una guía para explorar las
estructuras preverbales de la mente. Así, dentro del paradigma psicoa-
nalítico, su concepción consideraba al lenguaje como una herramienta
para dar significado a una experiencia, en último término, inaccesible.
Así, se puede ver que Lacan tomó en cuenta los límites del entendi-
miento humano como un aspecto central de sus teorías. La función del
lenguaje en la experiencia mundana puede resumirse en una reflexión
de Miguel de Unamuno:

Pensar es hablar consigo mismo, y hablamos cada uno con-


sigo mismo gracias a haber tenido que hablar los unos con los
otros, y en la vida ordinaria acontece con frecuencia que llega
uno a encontrar una idea que buscaba, llega a darle forma, es
decir, a obtenerla, sacándola de la nebulosa de percepciones
oscuras a que representa, gracias a los esfuerzos que hace para
presentarla a los demás (Unamuno, 1986, p. 9).

Así, el pensamiento es un fiel testimonio de la capacidad del ser


humano de utilizar el lenguaje al relacionarse con otros individuos. Con
el lenguaje podemos elaborar la experiencia del mundo y los conteni-
dos que desprendemos de ella en un todo que nos sea comprensible y
coherente. Sin embargo, es importante destacar que,el lenguaje no se
remite solo a la palabra, es decir, que existen también otros códigos
que inciden en la forma que tenemos de simbolizar la experiencia.
Yáñez (2005) menciona que en el proceso de la psicoterapia se darían
3 niveles lingüísticos: el nivel locutivo (o de intercambio verbal); el

15
El lector puede ver que en estas últimas líneas se ha puesto repetido énfasis en la idea
de realidad, y en cómo esta afecta la psicología de cada sujeto. Esto se irá justificando,
ya que dicha noción ha constituido históricamente uno de los ejes de referencia más
centrales para definir y abordar la psicosis, foco central de este libro.

30
Arte, locura y psicoterapia

ilocutivo (propio de las manifestaciones no verbales, tales como gestos,


posturas o entonaciones); y el perlocutivo (forma en que lo dicho y
lo expresado por el paciente inciden en la experiencia del terapeuta,
generando una activación emocional que será luego utilizada para
perturbar16 estratégicamente al paciente).
Es por esto que, en el constructivismo, la atención a los diversos
matices del lenguaje expresado es fundamental para comprender la
experiencia del paciente y obtener así indicadores acerca de su forma
de construir conocimiento. En cierto modo, el discurso es un indicador
de los límites con que topa un consultante al intentar «ajustarse» a su
experiencia, o mejor dicho, constituye una metáfora sobre el éxito o
fracaso de los esfuerzos de un ser humano al responder a las deman-
das de su entorno y promover, en la acción, su propio desarrollo. En
palabras de Mahoney:

Los «contextos constrictivos» de sistemas espontáneamente


autoorganizados constituyen sus límites operacionales y expe-
rienciales, los que varían dentro y entre los sistemas. Algunos de
estos bordes son los límites fenomenológicos que los clientes de
psicoterapia suelen describir (Mahoney, 1991, p. 411)17.

Una intervención clínica exitosa, entonces, es capaz de utilizar


el lenguaje para intervenir en aquellas áreas de funcionamiento del
paciente donde él encuentra sus límites, de modo de ofrecerle nuevos
puntos de vista que pudieran enriquecer su visión del mundo y aumen-
tar la amplitud de su campo de acción con su contexto y las personas
que lo integran.

16
Acá, la acción de «perturbar» no se refiere a provocar efectos destructivos en el
paciente, sino a la habilidad para presionar a su sistema autoorganizado, de modo
que incorpore contenidos novedosos o no contemplados previamente, y así dirigir
los mecanismos de mantención y cambio hacia el empeño por una coherencia inter-
na distinta a la previa, que fomente el aumento de la complejidad y la inclinación
hacia el polo positivo de las dimensiones operativas (Yáñez, 2005).
17
Traducción del autor.

31
Rodrigo Hagar Millón

2.1.3. Procesos cognitivos: mismidad/ipseidad y las


dimensiones operativas
Al hablar de procesos de mismidad nos referimos a aquellos meca-
nismos del sistema humano que se encargan de mantener la coherencia
y un sentido integrado de identidad (Yáñez, 2005), en referencia a un
espectro de experiencias emocionales tolerables para la economía ener-
gética del sistema/persona. Es decir, es el ámbito del sí-mismo, en donde
encontramos la continuidad de quiénes somos y nos sentimos «en casa».
Ahora, el enfoque constructivista plantea que la estabilidad per-
cibida corresponde finalmente a un «equilibrio inestable». Es decir,
lo que sentimos que somos, más que una entidad fija e inmutable,
constituye un proceso de ordenamiento constante que, siguiendo a
Prigogine (1980, en Mahoney, 1991), es un continuo «ordenar me-
diante fluctuaciones». La variabilidad de las demandas del ambiente,
actuando directamente sobre nuestros límites experienciales, nos
presiona a cambiar y adaptarnos; y la inestabilidad producida en
estos límites permite que nuevos contenidos sean o no incorporados
a los procesos de mismidad para enriquecer el sentido del sí-mismo.
Esta dinámica corresponde a la ipseidad, que es la instancia donde se
juega la incorporación o no de información sensorial que pudiera ser
o novedosa o perturbadora para el aparato psíquico; un proceso que
se da en armonía con el nivel de tolerancia del sistema, de modo que
favorece la salud y supervivencia de éste.
La energía del desequilibrio es transformada en estructuras que
sirven a nuestra autoorganización18; vale decir, nos desarrollamos a
través de permanentes cambios en nuestra configuración organizacio-
nal (Mahoney, 1991). Cuando aparece una cantidad de información
que sobrepasa la tolerancia funcional, el sistema se ve presionado a
reorganizarse, deconstruyéndose y volviéndose a organizar de una
forma distinta. Esto es lo que ocurre cuando en la vida una persona
enfrenta situaciones inesperadas, sea por presiones o contingencias
ambientales, o bien por cambios y presiones internas de sus procesos
de ordenamiento (Yáñez, 2005).

18
Para una revisión bastante completa de la idea de autoorganización y sus impli-
cancias para las teorías cognitivas y la neurociencia, el lector puede remitirse a la
obra de Varela (1990, pp. 53-86).

32
Arte, locura y psicoterapia

De alguna forma, mismidad e ipseidad constituyen un mismo


proceso, pero cada uno por separado presenta una distinta relevancia
evolutiva: puede decirse que en la ipseidad se juega la catástrofe de la
experiencia como la conocemos; constituye la urgencia del desarrollo
de nuevas formas de encarar la vida. La mismidad es aquello que nos
permite respirar tranquilos; es el lugar en donde nos conocemos a
nosotros mismos.
La dinámica de la ipseidad, por tanto, está relacionada con el
exterior y es donde se juega la incorporación o el rechazo de nuevos
contenidos a la consciencia. Por otro lado, en los procesos de manteni-
miento (mismidad), se dan ciertas características del operar cotidiano
que tienen que ver con la capacidad de procesar determinadas «mag-
nitudes» de experiencia vital, gracias a la posibilidad de desarrollar un
sistema autoorganizado cada vez más complejo. El reflejo observable
–por ejemplo, en la clínica– de la complejidad del sistema, es decir,
de su posibilidad de abarcar o no cada vez más, nuevas y distintas
experiencias, se aprecia en lo que Yáñez (2005) llama las dimensiones
operativas: dimensiones antitéticas que operan a un nivel superficial
y «expresan el funcionamiento operativo del proceso de mismidad de
un sujeto» (p. 181). Las dimensiones operativas son cinco:
a) Concreción/abstracción: se refiere a la posibilidad de simbolizar
la experiencia en curso, para incluirla en categorías conceptuales ex-
plicativas. La imposibilidad de simbolizar, debido a que las demandas
exceden la capacidad explicativa del sistema, implicaría permanecer
sujeto a un espectro limitado de contenidos de la experiencia. Así, una
demanda extrema activaría la operación de mecanismos de control
descentralizados que pueden derivar en síntomas psicopatológicos, que
consisten en intentos de responder a la presión por simbolizar, impli-
cando para el individuo un padecimiento emocional que no encuentra
alivio en los mecanismos de abstracción19 (Yáñez, 2005).
Considerar esta dimensión operativa es importante para este estudio,
dado el valor que tiene la capacidad de simbolizar la experiencia en psi-
coterapia (y por lo tanto, de trabajar con esta dimensión en específico). Al

19
Los contenidos simbolizados y abstractos no son necesariamente conscientes.
Pueden operar a nivel inconsciente, contribuyendo igualmente a la coherencia del
sistema.

33
Rodrigo Hagar Millón

mismo tiempo, sirve como base conceptual para la revisión de la sintoma-


tología psicótica, siendo esta una manifestación de los intentos de solución
del sistema humano ante demandas (externas o internas) sobreabundantes
que presionan por ser simbolizadas en pos de una mayor complejidad.
b) Flexibilidad/rigidez: consiste en un nivel operativo en que es inte-
grado un mayor o menor número de explicaciones sobre la experiencia.
Es un reflejo de la capacidad de la mente de «no solo producir lo que
emite, sino que también, en gran medida, lo que recibe - incluyendo las
sensaciones básicas que subyacen la construcción del sí mismo» (Yáñez,
2005, p. 183). Una mayor flexibilidad va acompañada de una mayor
complejidad en la organización del sistema, debido a que implica la
capacidad de incluir una alta diversidad de elementos experienciales
en la coherencia sistémica.
c) Inclusión/exclusión: la interacción entre mismidad e ipseidad
implica la capacidad de incluir o rechazar contenidos simbolizables
mediante el autorreconocimiento y la integración. Esto surge como
respuesta a las presiones de la experiencia en curso (vivenciada por el
Yo, que actúa y experimenta), que exigen la simbolización del mate-
rial perturbador (por el Mí, que observa y evalúa). Lo anterior puede
corresponder a un proceso de exclusión natural de contenidos que
sobrepasan la capacidad de los órganos sensoriales (operar inherente
al desarrollo saludable); o bien a una exclusión tácita y defensiva
mediante mecanismos de control descentralizados que se activan ante
presiones perturbadoras y amenazantes para la organización del siste-
ma. En ambos casos, la efectividad operativa depende de las aptitudes
cognitivas del sujeto (Yáñez, 2005).
La psicopatología, en esta dimensión, corresponde a un freno en el
aumento de complejidad del sistema debido a una alta y frecuente ex-
clusión de contenidos experienciales desde la consciencia (Yáñez, 2005).
d) Proactividad/reactividad: corresponde a la capacidad de res-
ponder a nivel emocional, cognitivo y motor, ante las demandas que
surgen en la relación con el mundo. En palabras de Yáñez (2005): «Lo
psicopatológico de esta categoría, concierne a la inactividad, que se
puede entender como falta de propositividad, producto de no desplegar
las competencias del sistema de significados para resolver las demandas
desbordantes» (p. 185).

34
Arte, locura y psicoterapia

e) Exposición/evitación: implica una opción de desarrollo; la de-


cisión de enfrentar o escapar ante demandas desbordantes.
Para concluir, se puede decir que la inclinación hacia el polo posi-
tivo de las dimensiones operativas implica una mayor generatividad y
complejidad del sistema, lo que se relaciona con una mayor adaptación
al entorno y la posibilidad de progresar en él construyendo un sistema
autoorganizado de alta complejidad, con la flexibilidad emocional y los
repertorios de dispositivos cognitivos y conductuales suficientes para
actuar ante presiones de diversa índole y magnitud20.

2.2. Emoción, cognición y relaciones interpersonales


Basado en lo que él llamó la metapsicología cognitiva de Harry
Stack Sullivan, gracias a quien, desde la tradición psicoanalítica, se ex-
ploró y realzó el valor de las relaciones interpersonales en la psicología
cognitiva, Jeremy Safran (1998) presenta una propuesta integradora para
entender el operar cognitivo y la experiencia emocional que surgen en
la interacción con los otros. Dicho enfoque corresponde a una visión
absolutamente complementaria con la presentada hasta este punto acerca
de la construcción del sí-mismo, ya que aborda también la necesidad del
sujeto de filtrar los aspectos y elementos vinculares de la experiencia, para
mantener cierto grado de equilibrio y definir el camino psicológico que
seguirá emprendiendo en pos de su desarrollo. La teoría de Safran aborda
varios elementos conceptuales que vale la pena revisar por separado.

2.2.1. Personificaciones y relación con el mundo


El concepto de personificación de Sullivan (1953, en Safran, 1998)
alude a la existencia de una estructura cognitiva que dirige la percepción
interpersonal. Plantea que así como existe una percepción del sí-mismo21
20
Para una revisión más exhaustiva de los conceptos de generatividad y complejidad,
el lector puede remitirse al texto de Yáñez (2005, pp.186-191).
21
Existe un desacuerdo histórico entre los textos en español de psicología y psiquia-
tría respecto del uso de los conceptos de «sí-mismo» y «yo». Ambos son usados
distintamente para referirse al concepto en inglés self. En español, el uso de dos
términos ha llevado a varias distinciones, por ejemplo, a referirse con sí-mismo a
la concepción de un sujeto autoconsciente en evolución que elabora continuamente
su sentido de identidad, mientras que con yo, a una entidad psicodinámica con
partes conscientes e inconscientes, que actúa como organizadora de las energías

35
Rodrigo Hagar Millón

y una percepción de los otros, existe también una personificación del


sí-mismo y una personificación de los otros, siendo ambas desarrolladas
en un proceso de aprendizaje para dirigir y organizar la capacidad de
adquirir nueva información sobre el sí-mismo y los otros. Como personas,
incluimos ciertas características y experiencias como partes del sí-mismo,
mientras que otras son vistas como ajenas, por lo tanto, pertenecientes
a lo que Sullivan llamó el no-yo, admitiéndose solo la información que
es consistente con el sí-mismo personificado.
Markus (1977, en Safran, 1998) introduce una definición del cons-
tructo de esquema personal, el cual, dice, consiste en «generalizaciones
cognitivas sobre el sí-mismo, derivadas de la experiencia pasada, que
organizan y guían el procesamiento de la información relacionada con
el sí-mismo, contenida en la experiencia social del individuo» (p. 64)22.
Las personas buscarían información sobre sí mismos que confirme su
esquema personal, por sobre la que lo desconfirme. En su libro Wide-
ning the scope of cognitive therapy (1998)23, Jeremy Safran comenta
investigaciones que han demostrado que individuos ansiosos recaban
mayor información negativa sobre sí mismos que otros no ansiosos,
y que individuos no asertivos evalúan de forma negativa su conducta
aun cuando observadores externos hayan calificado su conducta social
como igualmente competente que la de individuos asertivos. Lo mismo
se aplica para sujetos depresivos, quienes ven sus conductas negativas
en una relación de 2:1 respecto de sus acciones positivas, en circuns-
tancias que observadores externos registraron la aparición de ambas
conductas con un índice de frecuencia similar. Así, la personificación
del sí-mismo puede jugar un rol fundamental en perpetuar problemas
clínicos, debido a, por ejemplo, la tendencia de un individuo a referir
síntomas psicopatológicos a su sentido de identidad (no-asertivo,
depresivo, etc.).

psíquicas y que se encarga de lidiar con la realidad. Personalmente, creo que ambas
definiciones se refieren a procesos psicológicos convergentes, pero que conlleva
cada uno también, fenómenos distintos. La explicación de esta divergencia con-
ceptual histórica es que el yo y el sí-mismo son conceptualizados desde focos de
observación y estudio con bases epistemológicas diferentes.
22
Traducción del autor.
23
En español, el título dice: Ampliando el espectro de la terapia cognitiva (traducción
del autor).

36
Arte, locura y psicoterapia

Incluyendo el valor de las otras personas en el concepto de perso-


nificación del sí-mismo, Sullivan (1954, en Safran, 1998) señaló que
las características del sí-mismo que fueron valoradas por figuras signi-
ficativas en períodos importantes del desarrollo, se personifican como
el yo (sí-mismo), mientras que las no valoradas son dejadas fuera de
esta personificación. Una variable muy importante en el procesamiento
selectivo de información sobre el sí-mismo es que la información que
es inconsistente con lo que es personificado provoca ansiedad, dado
que las características no personificadas se encontraron, en el pasado,
con la no-aceptación y un monto considerable de ansiedad derivado
de dicha no-aceptación. Las personas se tornan no-conscientes o evitan
los eventos que provocan ansiedad, por lo que no logran beneficiarse
de la experiencia aprendiendo cosas nuevas sobre sí mismas. Esta
construcción de la experiencia puede ser exacerbada, adoptándose
automáticamente conductas que van a reducir la ansiedad, suscitando
así una retroalimentación más confirmatoria que no confirmatoria. De
todas formas, la información no procesada en la consciencia también
influiría en la conducta consciente (Safran, 1998).
Siguiendo con la referencia a Sullivan, este autor planteaba que
las personas suelen organizar la información de nuevas situaciones
sobre la base de las expectativas desarrolladas en la interacción con
personas en el pasado; así, no sería raro que las personas distorsionen
su percepción de nuevos eventos hacia una forma consistente con el
estilo derivado de sus experiencias previas de aprendizaje (Safran,
1998). Un ejemplo sería cuando un individuo percibe constantemente
conductas agresivas de parte de otro, obviando aquellos repertorios
exhibidos que tienen un carácter neutro, pasivo o amistoso.
Safran recoge la noción de una relación circular y recíproca entre
las cogniciones de un individuo, su conducta y su entorno. El argumento
principal para el ejercicio de una psicoterapia interpersonal cognitiva
es que «la conducta desadaptada persiste en el tiempo, pues se basa
en percepciones, expectativas y construcciones de las características
de otras personas que tienden a ser confirmadas en las consecuencias
interpersonales de la conducta emitida» (Carson, 1982, en Safran,
1998, p. 75)24. Siguiendo con el ejemplo anterior, alguien que espera

24
Traducción del autor.

37
Rodrigo Hagar Millón

que los otros sean hostiles, se comportará de manera agresiva, inci-


tando conductas hostiles en otros, lo que confirmará sus expectativas.
Otro ejemplo es el de una persona que fluctúa entre una sensación de
ineficacia y la necesidad de hacerse ver como altamente competente
frente a los otros. Una expresión gráfica de este último ejemplo puede
verse en el Esquema N° 1, donde se aprecia lo que Safran (1998) llamó
ciclo cognitivo interpersonal.

Esquema N° 1: Ciclo cognitivo interpersonal

Sensación de ineficacia personal Demostración de seguridad y superioridad

Reprobación de los otros

2.2.2. Patrones interpersonales


Las personas tenderíamos a buscar regularidades en nuestras
relaciones con los demás, manifestadas en patrones repetitivos de
comportamiento altamente determinados por las personificaciones
del sí-mismo y de los otros. Es aquí que el concepto de flexibilidad,
de forma homóloga al planteado por Yáñez (2005), juega un rol
fundamental en la salud psíquica, ya que una buena adaptación al
entorno estaría dada por la capacidad de personificar al sí-mismo y a
los otros en forma flexible, ampliando los prototipos25 que actúan en
las relaciones interpersonales. Lo contrario ocurriría en el caso de una
baja flexibilidad, donde el individuo tiene una percepción fluctuante
de los otros, focalizándose en atributos extremadamente opuestos,
como por ejemplo, en la hostilidad y la sumisión. En palabras de

25
Cantor y Mischel (1977, en Safran, 1998) explican que existe una internalización
de los tratos que se han de llevar con determinados prototipos, traduciéndose los
primeros en «heurísticos cognitivos que simplifican el procesamiento de la infor-
mación social» (Safran, 1998, p. 8).

38
Arte, locura y psicoterapia

Safran, rozando el concepto de atención selectiva26, esto se daría por


el siguiente motivo: «Debido a que información incongruente con la
personificación del sí-mismo provoca ansiedad, los individuos tienden
a comportarse de una forma que suscite información que es congruente
con esta propia personificación. Ellos tienden a evitar también situa-
ciones que provean información incongruente» (Safran, 1998, p.10)27.
Por ejemplo, el que se personifica como débil y dependiente tenderá
a comportarse de una manera que demanda respuestas dominantes
de los otros; evitará relacionarse con personas que no respondan de
esta manera complementaria. Por otro lado, quienes encuentren difí-
cil responder de esta forma dominante, evitarán al individuo. Así, la
experiencia interpersonal perpetúa las personificaciones del sí-mismo.
Incluso se ha demostrado que los sujetos intensificarán las conductas
que suscitan retroalimentación confirmatoria para su propia imagen
si se les dice que otros tienen impresiones de él no consistentes con
dicha autoimagen (Safran, 1998).
Similar es lo que ocurre con la personificación de los otros: siguiendo
con el ejemplo que vimos anteriormente, alguien que percibe a todos como
hostiles, reaccionará ante ellos con su propia hostilidad, incitando una
actitud que en primera instancia no existía. Existe así un vínculo entre las
expectativas sobre el otro y la conducta interpersonal; la personificación
de los otros «moldearía» las interacciones sociales (Safran, 1998).
Sullivan (1953, en Safran, 1998) definió la personalidad como «ese
patrón relativamente duradero de situaciones interpersonales recurren-
tes que caracterizan la vida humana» (p. 12)28. El terapeuta se debe
encargar, entonces, de dar al paciente retroalimentación que modifique
estos patrones, formulando también hipótesis sobre la naturaleza de
las personificaciones que podrían dar pie a dinamismos disfuncionales
específicos. El terapeuta no puede ser un observador no involucrado
e imparcial de la conducta del paciente, sino que debe reconocer que
se vuelve parte del campo interpersonal que moldea tanto la conduc-
26
La atención selectiva consiste en la capacidad de atender al mundo en forma
excluyente, con base en configuraciones sensoriales y psicológicas desarrolladas
históricamente que preservan el equilibrio de nuestra organización ante informa-
ción que aparece como irrelevante o amenazante, promoviendo la sensación de
continuidad del sentido de sí-mismo.
27
Traducción del autor.
28
Traducción del autor.

39
Rodrigo Hagar Millón

ta de este último como la propia. Se debe estar atento a esto, ya que


la reacción automática del terapeuta es entonces una rica fuente de
información diagnóstica que ayuda a la generación de hipótesis sobre
el estilo interpersonal del cliente (Safran, 1998).

2.2.3. Emoción como fisiología de la acción


«Sentir y hacer no emanan de orígenes biológicos separados,
sino que comparten ancestros comunes»
(Mahoney, 1991)29

Safran (1998), Safran y Greenberg (1984) y Arciero y Bondolfi (2009)


han puesto su énfasis en el carácter motor de la emoción. La emoción puede
ser entendida como información de disposición-para-la-acción (Greenberg
y Safran, 1984). Es decir, fisiológicamente, sentir es accionar30; psicológi-
camente, no hay emoción que no tenga una posible conducta implicada.
Una variable que es parte de los procesos interpersonales revisados
en los párrafos anteriores es el carácter fisiológico de nuestra dispo-
sición a relacionarnos. Los vínculos tempranos influyen en nuestro
cuerpo, generándose, a partir de ellos, patrones desarrollados por nues-
tro sistema sensorial, en que solo determinados estímulos pasan a ser
incluidos en el espectro de atención sobre el mundo interno y externo
«activándose», en el curso de la experiencia, mecanismos adaptativos
específicos. Estas capacidades de incluir, excluir y adaptarse, operan
sobre la base de repeticiones propias de una dinámica que actúa a nivel
sináptico y genético. Meaney (2004) se refirió a la epigénesis como el
proceso no-genómico en que bases constitutivas del comportamiento
humano son transmitidas más allá de la información inscrita en los
genes nucleares. Por ejemplo, las respuestas maternales influyen a un
nivel profundo en la capacidad adaptativa de un individuo, incluso
influenciando en la expresión de los genes por más de una generación
(Smoller, 2013). Lewontin (1980, en Meaney, 2004) planteaba que «no
29
Mahoney, M. (1991) Human change processes. The scientific foundations of psy-
chotherapy. (p. 424). Traducción del autor.
30
Profundizando más en esta idea, puede decirse que como «acción» entendemos
cualquier operación del cuerpo humano, incluyendo distintos niveles: desde mirar
o escuchar, pasando por reacciones como las de llorar u otras formas de expresión
verbales o no verbales, hasta la ejecución permanente de conductas que definen el
curso de instancias más amplias como, por ejemplo, una vinculación amorosa.

40
Arte, locura y psicoterapia

hay factores genéticos que puedan ser estudiados independientemente


del ambiente, y no hay factores ambientales que funcionen indepen-
dientemente del genoma» (p. 3). Claramente, una revisión amplia de
este tema escapa al alcance de este trabajo, pero aborda un factor
muy importante, a saber, que existe una flexibilidad inherente a todos
los procesos de adaptación humana, siendo el entorno inmediato un
elemento constitutivo del desarrollo de patrones de mayor o menor
poder adaptativo.
Dando un salto y relacionando desde ya este asunto con la terapia
de la psicosis, es importante destacar que, siendo cada uno de nosotros
parte del «entorno» de otro, tenemos una alta responsabilidad frente
a la forma de entender y relacionarnos con la experiencia del paciente
que llamamos «psicótico». Estas implicancias serán tratadas con mayor
profundidad en el capítulo 4.
Entonces, retomando el tema de las emociones desde la visión de
Arciero y Bondolfi (2009), los autores aluden a Ekman (2003, en Ar-
ciero y Bondolfi, 2009), quien contempla las emociones básicas como
la manera en que los seres humanos, biológicamente, nos preparamos
para responder ante estímulos específicos que son fundamentales para
mantenernos vivos. Las emociones31, además, serían «transacciones
sociales»: movimientos que constituyen respuestas dirigidas a metas,
dadas en el curso de la interacción humana (Arciero y Bondolfi, 2009).
Para resumir las ideas recién presentadas, se puede decir que la
emoción, teniendo un carácter innato y configurándose en patrones de
conducta relativamente estables en el tiempo, constituye una herramienta
de supervivencia biológica desarrollada desde estadios muy tempranos
que opera sobre la base de ajustes fisiológicos heredados desde gene-
raciones anteriores inclusive, pero siempre en continua adaptación
y readaptación con el entorno. Claramente, esto calza con la noción
constructivista acerca de que un sistema, para su supervivencia, busca
su continuidad, pero se caracteriza por sus permanentes procesos de
construcción y deconstrucción para mantener su organización, seguir
vivo y promover su propio desarrollo (Yáñez, 2005).

31
Los autores se refieren a las emociones como e-mociones, aludiendo al carácter
movilizador del sentir. La raíz latina emovere se traduce como «moverse desde un
determinado punto».

41
Rodrigo Hagar Millón

2.3. Experiencia inmediata, explicación y coherencia


La evolución de la consciencia y de los sistemas de conocimiento
no corresponde a una historia pasada con un resultado inamovible,
sino más bien a un proceso continuo y fluctuante (Guidano, 1987)
que implica una relación dialéctica entre niveles tácitos y explícitos
(Yáñez, 2005; Mahoney, 1991; Guidano, 1987) y que implica la gene-
ración de significados coherentes con el sentido del sí-mismo, a partir
de la experiencia inmediata (Yáñez, 2005; Guidano, 1987). Es en esto
último donde juega un rol fundamental la capacidad de abstracción y
simbolización del sujeto. En el ciclo vital, la entrada en la adolescencia
constituye el momento en que la abstracción alcanza un nivel suficiente
de funcionamiento como para generar teorías acerca de los patrones
tácitos desarrollados en etapas tempranas. Tales patrones encontra-
ron su ajuste con base en las relaciones con figuras significativas que
actuaron como reflejo de la experiencia emocional del sujeto en sus
primeros años, proveyéndolo de escenas nucleares32 que luego darán
dirección y foco a los procesos cognitivos mediante la selección de do-
minios de experiencia específicos, teniendo incidencia en el contenido
de conocimiento que la experiencia asumirá (Guidano, 1987):

La abstracción concreta alcanza su equilibrio final a la edad


de 11 años, cuando es progresivamente reemplazada por la abs-
tracción formal, en la que la cognición se vuelve completamente
independiente de la situación concreta (Strauss y Lewin, 1981,
en Guidano, 1987, p. 53)33.

Esta capacidad de generar teorías sobre uno mismo y los otros se


basa en una diferenciación emocional y en la conformación de escenas
nucleares mediante procesos de ajuste entre esquemas emocionales pre-
formados y los sentimientos emergentes en la experiencia actual. Esta
asimilación correspondería a un proceso de búsqueda de la coherencia
(Guidano, 1987). Así, la relevancia del significado en la conformación

32
Las escenas nucleares (Tomkins, 1978, en Guidano, 1987) se vuelven disponibles
para el operar psíquico en la etapa preescolar, una vez que escenas prototípicas
significativas han sido diferenciadas, amplificadas y magnificadas, generando
«conceptualizaciones rudimentarias» (Guidano, 1987).
33
Traducción del autor.

42
Arte, locura y psicoterapia

del sentido de identidad, radica en que «(…) el sentido de la realidad,


(…) no es otra cosa que (…) la vivencia de nuestro sistema de signifi-
cación» (Yáñez, 2005, p. 84).
Entonces, el conformar nuestra identidad es posible gracias a la
facultad de generar explicaciones diversas y explícitas acerca de un
procesamiento tácito que ocurre desde las primeras etapas del desa-
rrollo (Guidano, 1987). Lo tácito y lo explícito no corresponderían a
polos opuestos de un continuo único, sino más bien a «dos dimensiones
independientes e irreducibles que ocurren en constante interacción
recíproca» (Guidano, 1987, p.48)34.
Lo tácito, visto como un proceso permanente, es «material» por
simbolizar, y la posibilidad de simbolizarlo está facilitada por la es-
pecialización hemisférica. Así, se puede concebir que desarrollamos
identidad en la medida que nos lo permite nuestro desarrollo bioló-
gico, y la posibilidad de enriquecer esta identidad es un resultado de
la evolución de la especie. La psicopatología corresponde, entonces,
a la imposibilidad de generar, en nuestra consciencia, argumentos sa-
tisfactorios acerca de nuestra experiencia, que alcancen para explicar
los eventos e influencias que –querámoslo o no– inciden en nuestros
procesos emocionales. Por lo tanto, el interjuego experiencia inmedia-
ta / explicación constituye la base del desarrollo tanto de conductas
adaptativas como de diversas formas de sintomatología.

2.4. Autoobservación y sanación


Son innumerables los textos sobre psicoterapia que han hecho
referencia a la necesidad de simbolizar la experiencia que no ha sido
asimilada en la consciencia, para la remisión sintomática y la recupera-
ción desde un estado de padecer psíquico (Mahoney, 1991). Tradiciones
psicoanalíticas han puesto su énfasis en la relevancia de canalizar hacia
un nivel consciente lo que está reprimido (por ejemplo, a nivel de re-
cuerdos) en un nivel inconsciente (Freud, 1966); por otro lado, enfoques
humanistas y gestálticos han puesto su foco en desarrollar la habilidad
de reconocer y hacer evidentes dificultades y perturbaciones emociona-
les que han sido provocadas por una historia de condicionamiento y
34
Traducción del autor.

43
Rodrigo Hagar Millón

autolimitación, para así tener una experiencia integrada del potencial


oculto bajo dichas vivencias (Stevens, 1971; Rogers, 2014). Algo similar
presentan, en tanto, las teorías sistémicas, que se centran en los patrones
comunicacionales disfuncionales de un sistema de relaciones humanas, de
modo de realizar una toma de consciencia de ellos y promover un reen-
cauzamiento sanador de su dinámica (Elkaim, 1988; Keeney, 1983). La
variedad restante de aproximaciones clínicas es grande, pero volviendo
al constructivismo cognitivo, se puede decir que un rasgo de esta teoría
es la focalización en el proceso mismo de observación35 que permite
recuperar experiencia que no han sido tramitadas en la consciencia, y
el énfasis en la acción perturbadora estratégica, que permite al paciente
considerar contenidos alternativos que fomenten en él una elaboración
más inclusiva y flexible de su experiencia (Yáñez, 2005). Las técnicas
constructivistas, al igual que los intentos terapéuticos de otras disciplinas,
se orientan a la generación de una toma de consciencia mediante la recu-
peración de contenidos o tipos de experiencia que no se han procesado
a nivel simbólico. Así, se promueve el cambio terapéutico gracias a una
perturbación que invita a reorganizar estructuras psicológicas, con un
foco en los procesos emocionales.
El constructivismo cognitivo es uno de los enfoques que han ido
dando cuenta de la urgencia psicoterapéutica de que sea el paciente
quien elabore y dé sentido a su experiencia. La sabiduría de cada uno
es respetada y se asume que desde ella se desprenden los procesos que
llevan a la remisión sintomática o a la recuperación definitiva desde un
problema psicológico profundo. Como no existe una realidad única, la
disfuncionalidad adaptativa se estima como un desajuste biológico y
emocional que halla su expresión en el uso infructífero de capacidades
cognitivas, en cuanto se asume que innatamente podemos disponer
de ellas para el alivio del padecimiento y para nuestra progresión
ontogenética36.

35
Aunque con evidentes diferencias metodológicas, me parece que es un foco compa-
tible al que plantea la psicoterapia Gestalt con su continuum de atención (Naranjo,
1990), o la Terapia Centrada en el Cliente de Rogers (2014), con su idea de que
el cliente aprenda a ser su organismo.
36
La ontogénesis alude a lo originario y propio del individuo, afín también a lo
filogenético, como lo originario y propio de la especie.

44
Arte, locura y psicoterapia

Yendo a lo concreto, y en relación con la necesidad de ser un tera-


peuta activo que facilite las condiciones de cambio antes mencionadas,
podemos ver lo siguiente:

La función preferente de un terapeuta cognitivo constructivista


es la perturbación constante de los procesos de construcción y
deconstrucción personal de conocimiento, que se expresan en el
relato que de sí mismos hacen los pacientes (Yáñez, 2005, p. 154).

Así, el relato es parte del flujo de la autoobservación que realiza


un paciente en sesión, y es fundamental que quien consulta aprenda a
revisar sus experiencias de modo de acostumbrarse a generar explica-
ciones más diversas acerca de su acontecer. Para esto, se han desarro-
llado distintas técnicas con un elemento en común: el desarrollo de la
capacidad de descentrarse de la experiencia inmediata para apreciar
los patrones que surgen en la relación con uno mismo y los otros, así
como las emociones que elicitan y acompañan estos patrones.
Surgen así técnicas como la de la moviola (Guidano, 2001, Zag-
mutt, 2004), la desconfirmación experiencial (Safran y Segal, 1994)
y la exploración experiencial (Yáñez, 2005). Revisar detalladamente
eventos pasados (recientes o no tan recientes) en un espacio de con-
tención emocional, facilita el surgimiento de contenidos que no son
frecuentemente procesados a la hora de dar sentido a la experiencia
personal en un nivel consciente y cotidiano. Este recorrido, que activa
la dialéctica entre mismidad e ipseidad, fomenta alternativas narrati-
vas que movilizan una reorganización interna coherente, lo que lleva
a un aumento de la complejidad del sistema humano, así como a una
ampliación del horizonte de expectativas personales que influyen en
cómo nos definimos y posicionamos en el mundo (Guidano, 1997).
La idea es utilizar distintas perspectivas y ángulos para explorar un
mismo evento, alternando entre las secuencias temporales que este
contiene (yendo de atrás hacia delante, de adelante hacia atrás, rea-
lizando pausas en momentos específicos donde haya surgido alguna
emoción preponderante o perturbadora, etc.). A medida que esto se
logra, la sensación de estar «atrapado» en algún patrón cognitivo y
emocional, activado frecuentemente por la operación de escenas nuclea-
res, es reemplazada por un descentramiento de este encapsulamiento,

45
Rodrigo Hagar Millón

que permite «disponer» de los procesos constructivos que se activan


en instancias particularmente demandantes, de modo de –gracias al
desarrollo de recursos de autoobservación– reencauzar la atención y
optar por un mayor número de alternativas de acción (Safran y Segal,
1994; Guidano, 2001). Esta posibilidad terapéutica debiera afirmarse
en el operar psicológico del paciente con una continua repetición de
la técnica: un entrenamiento de quien consulta (Guidano, 2001). La
técnica de la moviola, por ejemplo, aborda elementos tales como el
por qué y el cómo de una experiencia, la forma de describirse a uno
mismo y a otros en un evento y la experiencia inmediata y vivida de
dicha situación (Guidano, 1991). El uso de herramientas de este tipo
aporta tanto a un nivel diagnóstico como terapéutico (Safran y Segal,
1994; Guidano, 1991).
De alguna forma, un problema psicológico puede constituir una
oportunidad de cambio, ya que el sistema se halla en un grado suficiente
de desorganización como para incluir nuevos significados, solo que en
este caso –a diferencia de una reorganización sana y espontánea– es
necesario contar con una ayuda profesional que estimule al individuo
a encauzar beneficiosamente los elementos sensibles y susceptibles de
cambio que operan en su aparato psíquico. Como escribió Prigogine
(citado en Yáñez, 2005, p. 164), quien desarrolló su teoría de las es-
tructuras disipativas: «(…) la materia que está alejada del equilibrio es
sensible a las influencias externas»; por lo tanto, qué tipo de contenidos
se tratan y cuán significativa es la relación que el paciente establece
con su terapeuta como influencia externa, son factores clave para la
actualización y reorganización saludable del sí-mismo.

2.5. La relación terapéutica como


factor clave del cambio
Se ha comprobado estadísticamente que la relación terapéutica
es el factor de cambio psicoterapéutico más importante, por sobre
la adscripción a un enfoque teórico clínico específico o el uso de
determinadas técnicas de intervención (Mahoney, 1991). La alianza
creada entre terapeuta y paciente constituye «la base primordial de la
reorganización de los sistemas de conocimiento» (Yáñez, 2005, p. 75).

46
Arte, locura y psicoterapia

En congruencia con esta información, se han desarrollado numerosos


trabajos que abordan este tema (Frank, en Mahoney y Freeman, 1988;
Safran y Segal, 1994; Safran, 1998; Mahoney, 1991; Yáñez, 2005).
La relación terapéutica constituye una instancia estructurada para
que se manifiesten estilos de vinculación profundos del paciente. La
misión del terapeuta, entonces, consiste en observar los patrones rela-
cionales preponderantes y, a partir de las emociones que despierta en
él la conducta del paciente, intervenir, de modo de desconfirmar ciclos
interpersonales repetitivos y disfuncionales, proveyendo retroalimenta-
ción emocional consistente con lo que el paciente está experimentado
en el momento, permitiéndole así una resignificación de los contenidos
acerca del sí-mismo y los otros para una comprensión más abarcadora
y novedosa (Safran, 1998; Safran y Segal, 1994; Yáñez, 2005). En este
sentido, no es el terapeuta quien provee un direccionamiento cognitivo
para que el paciente aprenda nuevas ideas sobre sí mismo, sino que la
misión del psicólogo o psiquiatra es ser un reflejo activo de los pro-
cesos de mismidad del paciente, respetando los ritmos emocionales y
discursivos de este último. Así, la acción terapéutica incluye conductas
que pueden oscilar desde la contención y la escucha activa hasta la
confrontación.
Para sostener la amplia gama de repertorios conductuales, cog-
nitivos y emocionales que surgen en sesión, un elemento transversal
a tener presente y sobre el cual trabajar es la empatía. Safran y Segal
(1994) ponen énfasis en que la empatía no implica una actitud pasiva
de simplemente reflejar sentimientos superficiales que vive el paciente,
sino que consiste en volcarse hacia la vivencia de este último para fa-
cilitarle la articulación de su experiencia tácita (Gendlin, 1962, Rice,
1974, Rogers, 1951, 1961, en Safran y Segal, 1994). La empatía con-
siste en una disposición clara de realizar exploraciones cognitivas sin
perder la línea argumentativa y el tono emocional del paciente; así, el
desenvolverse empáticamente será la base técnica que permitirá una
articulación fructífera de los contenidos de la psicoterapia, gracias a
la facilitación emocional y la apertura cognitiva que dicha forma de
proceder implica y demanda.
Es por esto que no puede escapar a este tema la relevancia del ni-
vel de experiencia y experticia del terapeuta, así como de la necesidad

47
Rodrigo Hagar Millón

de que la persona del terapeuta mantenga hábitos de autocuidado y


una revisión responsable de sus propias vivencias emocionales. Yáñez
(2005) pone énfasis en la necesidad de evitar el burnout, que consiste
en las consecuencias del desgaste emocional que implica el trabajar
en psicoterapia y constantemente referirse a la experiencia del otro,
dejando de lado intereses y metas personales inmediatas y obteniendo,
en gran medida, resultados intangibles que demuestran que el mérito
de la recuperación recae, finalmente, en el paciente. Guidano (2001)
plantea que el burnout puede llevar a un cierto estado de despersonali-
zación inclusive, lo que influiría en realizar procesos psicoterapéuticos
ineficientes e innecesarios, donde el énfasis del terapeuta es puesto en
componentes experienciales que no reflejan una inmersión sana, de su
parte, en la dinámica interpersonal. Guidano señala que, finalmente, el
terapeuta cambia mucho más que sus pacientes a lo largo de su trabajo
clínico, por lo que es vital estar atento a los procesos de desarrollo de
la mismidad de quien se presenta como facilitador para la sanación.
En conclusión, la salud mental del terapeuta constituye en sí una he-
rramienta de intervención a ser utilizada en la relación terapéutica. El
profesional, en este sentido, se dispone para funcionar como un aparato
psíquico auxiliar (Yáñez, 2005) del paciente. Mahoney (1991) provee
de argumentos suficientes para afirmar esta convicción:

(…) terapeutas más experimentados tienden a ser más activos


en las sesiones, afectarse menos por las experiencias emocionales
del cliente y ser más diestros a la hora de confiar en su cono-
cimiento abstracto para guiar su interacción con los clientes
(Mahoney, 1991, p. 372)37.

La consciencia acerca de los propios procesos mentales y estados


emocionales, el autocuidado y la noción de la realidad que un tera-
peuta tiene, son temas claves en esta revisión y serán abordados en los
capítulos siguientes.

37
Traducción del autor.

48
Arte, locura y psicoterapia

2.6. Consideraciones finales sobre el sí-mismo


Como hemos señalado, la emoción es la «materia prima» de los
procesos de significación del sí-mismo; no existe un sentido de cohe-
rencia personal si no se da cierto grado de equilibrio sistémico en la
organización de complejos emocionales:

(…) el sentido de ser único y uno solo, correlacionado con la


continuidad de los procesos de significado personal, está también
basado en la unidad organizacional del dominio emocional de
uno mismo. (Guidano, 1987, p. 28)38.

En una extensa revisión de la idea del sí-mismo (self), Arciero


y Bondolfi (2009) realizan una propuesta sobre cómo las personas
elaboramos un sentido de identidad a partir de la experiencia vivida
momento a momento. En algunas concepciones filosóficas tradicionales
sobre el self, el sentido de permanencia de «ser-uno-mismo» a lo largo
del tiempo, habría sido explicado principalmente por la coherencia de
la dialéctica entre experiencia inmediata y explicación, enfatizando el
rol de la reflexión y, según señalan estos autores, planteando al self
como una «cosa»; un ente estable que es preservado en el tiempo a
través de dinámicas psíquicas que se organizan en torno a uno o más
significados. En algún momento, Arciero y Guidano (2007) realizaron
un planteamiento conjunto acerca de este asunto:

La mismidad (…) «condensa» una historia, que es la historia


de sedimentación e integración de la experiencia en un orden
emocional recurrente. (Arciero y Guidano, 2007, p. 5)

Aun enfatizando el lugar que tiene el proceso narrativo en la


constitución del sentido de identidad (es decir, el proceso de definir
quiénes somos a través del lenguaje, a partir de lo que hemos vivido
en un nivel prerreflexivo), Arciero y Bondolfi vuelcan su interés hacia
el carácter inestable y potencialmente cambiante que tiene el ser uno
mismo en un nivel preverbal (y, por lo tanto, preexplicativo), al estar
arrojado al mundo como un individuo en una vivencia eminentemente
corporal. Así, en sus términos, se refieren al sí-mismo entendiéndolo
38
Traducción del autor.

49
Rodrigo Hagar Millón

no ya como una cosa, como un objeto, sino que como un «alguien»


que tiene una sensación particular de ser, una cierta inclinación hacia
la experiencia de cada momento. Esta sensación de ser de una deter-
minada manera, es reiterada y «comprobada» por el individuo, cada
vez que experimenta el mundo, «constatándose a sí mismo» desde un
nivel de experiencia eminentemente corporal, emocional y en relación
con las circunstancias inmediatas en las que se halla inmerso, con las
posibilidades existenciales que estas ofrecen.
Al observar con mayor detalle esta dinámica de encuentro con el
mundo, podemos ver que, en ella, los límites del sí-mismo son con-
trastados, jugados y puestos a prueba en el encuentro con los otros;
es decir, la realidad es vista como una alteridad, una «otredad» en un
nivel preverbal. Esta experiencia configura el fenómeno de la ipseidad:
la dimensión del «estar arrojado» en una relación encarnada con un
mundo constantemente afrontado –approached­– y apropiado desde el
movimiento emocional. Por otra parte, la forma particular de «apropia-
ción» va adquiriendo también un sentido de permanencia, dado por la
recurrencia en la activación de ciertas claves emocionales surgidas en
la aproximación encarnada a la experiencia inmediata del emocionarse
en un determinado contexto. Esto último correspondería al fenómeno de
la mismidad. Por lo tanto, el sí-mismo (self) se estructuraría en la di-
námica ipseidad-mismidad, en un nivel encarnado y prerreflexivo (es
decir, previo al proceso de la explicación).
Arciero y Bondolfi dan cuenta del ser-en-el-mundo como un acto
de relación con la realidad, que se sustenta en una participativa per-
cepción de importante base emocional. La sensación más básica de
ser, en la experiencia inmediata, se fundaría en la posibilidad de que
la experiencia del momento resulte inteligible, considerando que la
realidad, en palabras de Kitarô Nishida (1990) es «una sucesión de
eventos que fluyen sin parar». Así, el fundamento de ser uno mismo
está en el acto corporal y emocional de ser en el mundo de una deter-
minada manera, con un cierto tipo de actitud y capacidad de percibir lo
inmediato y tramitarlo en un nivel perceptivo y, podríamos decir aquí,
fenoménico. De esta manera, los autores plantean que el sentido de
identidad histórico se va articulando narrativamente a partir de dicho
fundamento dinámico, y no en la reflexión luego de una perturbación,

50
Arte, locura y psicoterapia

como planteaba Guidano. El sí mismo y el sentido de identidad no se


sostendrían por la preservación de una coherencia sistémica explica-
tiva ni por la recurrencia de patrones de significado perpetuados en
un sistema integrado de vivencias. Esto último enfatizaría el rol de
ciertos patrones organizadores con los cuales el sentido del self debe
corresponder para preservar la estabilidad del sistema, cual lo hace un
ordenamiento de conceptos en torno a una idea central (Arciero, 2009).
En cambio, en la mirada que proponen Arciero y Bondolfi, el desa-
rrollo de un sentido de vida propio tendría que ver con la posibilidad
de encontrarse con eventos que sean significativos primero a un nivel
emocional y preverbal, para así integrarlos a procesos narrativos que
estarían operando a lo largo de todo el ciclo vital como puntales en la
preservación del sentido de identidad (Arciero, 2009). Por lo tanto, se
diferencia y se integra el sentido de sí mismo como esa «inclinación»
que es reiterada y comprobada en la vivencia corporal inmediata, con
la identidad narrativa, planteada como una articulación de vivencias
a través del lenguaje y el transcurrir de la historia personal. La inter-
pretación de dicha historia proveería un sentido que es revisado, con-
trastado y enriquecido retroactivamente, en la medida que se cumplen
las condiciones del medio, siendo estas percibidas como contingentes
al propio sentir.
Por lo tanto, es en el nivel prerreflexivo y de la emoción donde
se jugaría el sentido de la experiencia y del ser, y en donde debería
focalizarse la psicoterapia. De esta manera, una vez que el individuo
ha sido capaz de reconocerse a sí mismo en su vivencia inmediata, con
sus inclinaciones emocionales particulares (ese «alguien» que solo él
es), es posible que logre describir y contrastar su experiencia actual
con otras acumuladas que integran su sentido de identidad. Todo esto,
mediante una acción narrativa activada desde el affordance39 mismo
de la realidad inmediata (Arciero, 2009).
El foco, en esta propuesta, se dirige hacia el momento preciso de
la experiencia inmediata y prerreflexiva, que es el campo desde donde
se activa la acción biológica y cerebralmente anclada del sentir y el
situarse en el mundo, a partir de lo cual –y, por qué no, en lo cual–

39
El término en inglés affordance alude a la relación con un mundo que contiene las
condiciones que permiten a un individuo generar una acción.

51
Rodrigo Hagar Millón

se despliega la narrativa. Por lo tanto, la terapia debiera apuntar a ser


una instancia donde el paciente pudiera ver desplegadas sus emociones
en el diálogo con un otro, para que estas se «inserten» en un proceso
hermenéutico comprensivo y generativo.

(…) la fenomenología y la hermenéutica –el estudio de la


experiencia y el estudio de los significados– están ahora a la
vanguardia del pensamiento de finales del siglo XX. De hecho,
las vidas humanas están cambiando más rápidamente que nunca
antes y la búsqueda para entender el cambio nunca había sido
tan intensa (Mahoney, 1991, p. 321)40.

Se toca acá una propuesta conceptual que ofrece diversas reflexiones


y que podría orientar futuros desarrollos en el campo de la psicología y la
psicoterapia. A mi parecer, este planteamiento no constituye una contra-
dicción a las ideas desarrolladas por Vittorio Guidano, sino más bien un
desarrollo teórico consecuente con varias de las agudas intuiciones de este
último. Actualmente, constituye el discurso en boga para la teorización
y práctica clínica del modelo posracionalista, aunque se le ha criticado
el plantear conclusiones que evitan el problema de la complejidad de los
procesos de significación, para caer en un eventual antimentalismo que
recordaría las limitaciones comprensivas de la visión conductista (León,
2014). Como no cabe aquí entrar en esa discusión, vale señalar que el
énfasis que este enfoque da al cuerpo como agente de sentido, así como
al potencial terapéutico de la hermenéutica, tiene escasos precedentes en
el modelo cognitivo, por lo que puede ser aprovechado en una mirada
integradora y no parcializada. Creo que las innovaciones teóricas y
psicoterapéuticas de Guidano son innegables, y como tales merecen el
protagonismo que han tenido en los últimos treinta años, constituyendo
aún un rico paradigma para nuestra comprensión de los procesos de la
creación de significado, la organización de complejos emocionales y el
cambio en psicoterapia. Por otra parte, el lector podrá constatar que las
ideas sobre el sí mismo y la construcción de la identidad propuestas por
Arciero y Bondolfi, subyacen a varias de las sendas reflexivas desarro-
lladas en los capítulos siguientes; especialmente cuando nos referimos

40
Traducción del autor.

52
Arte, locura y psicoterapia

al arte como un ejercicio de sentido que puede potenciar el quehacer


psicoterapéutico.
A modo introductorio del tema que más nos ocupa en este libro,
pasamos a revisar conceptualizaciones tradicionales acerca de la psi-
cosis y una perspectiva constructivista sobre este trastorno.

53
3. La psicosis: definiciones clásicas
y una perspectiva constructivista

«En la psicosis, el ser humano vive su propia sombra. El loco nos abre una
puerta al infierno de la mente que está en todos nosotros. Las frenéticas
tentativas por combatir y ahogar este síntoma, provocadas por el miedo,
son comprensibles pero poco aptas para resolver el problema. El principio
de represión de la sombra provoca precisamente la violenta explosión de la
sombra; tratar de reprimirla aplaza el problema, pero no lo resuelve»41.
(Dethlefsen y Dahlke)

3.1. Primeras conceptualizaciones sobre la psicosis


Para seguir con lo expuesto en la introducción de este libro, se pue-
de decir que la psicosis, como hecho humano, psicológico y social, ha
sido objeto de muchos estudios y aproximaciones teóricas y prácticas
de parte de la psiquiatría, la psicología y otras disciplinas, así como
de debates, conflictos legales, reformas de la salud y movimientos de
incidencia política. En este contexto, y aunque el objetivo de este tra-
bajo no es hacer una revisión histórica, es preciso presentar un breve
recorrido por algunas de las definiciones y nociones más tradicionales
del fenómeno de la psicosis.

41
Dethlefsen y Dahlke (1983), La enfermedad como camino, p. 82.

55
Rodrigo Hagar Millón

3.1.1. Psicosis y esquizofrenia: primeras definiciones de la locura


Realizar un exámen de las muchas veces llamada «historia de la
locura»42 implica, sin quererlo, entrelazarse y dialogar con la categoría
diagnóstica de esquizofrenia, la cual podría verse como la manifestación
más patente y nítida de la psicosis. La siguiente cita da cuenta de ello:

La historia de la esquizofrenia es en realidad la historia de


las psicosis en general, ya que del conjunto de lo que al co-
mienzo de la ciencia psiquiátrica se agrupó bajo los nombres
de la enfermedad mental, enfermedad psíquica, enfermedad
alucinatoria, desorden mental y alienación, las psicosis exógenas
se separaron cada vez más y el verdadero núcleo del desorden
mental que permaneció fue solo la esquizofrenia (Gruhle, 1995,
en Huneeus, 2005, p. 53).

En este libro, la idea es estudiar la psicosis como fenómeno psi-


cológico, y el término «esquizofrenia» permite la referencia al estado
mental que se pretende explorar. Cabe decir que la esquizofrenia ha
sido y sigue siendo la entidad diagnóstica más oscura dentro de la com-
prensión clínica, y su terapia, asimismo, constituye aún un gran desafío.
Aclarado lo anterior, la siguiente revisión histórica se basará en el
trabajo sobre la esquizofrenia presentado por Teresa Huneeus (2005):
en él se recorren ejes temáticos, hitos y pormenores relacionados con
esta «enfermedad»43. Su lectura es sugerida para quien quiera aden-
trarse en algunas de las más influyentes conceptualizaciones y formas
de tratamiento de la esquizofrenia en la historia y en la actualidad.
Para los fines de este escrito, la siguiente revisión es más bien acotada.

Primeras conceptualizaciones sobre la locura


En la Edad Media, la creencia general asociaba locura con pose-
sión demoníaca (Huneeus, 2005; Foucault, 1993). La desesperación,
la incontrolabilidad emocional interna y el carácter bizarro de las
conductas que despertaba este estado mental, hicieron suponer que
42
Extraído del título de la obra de Michel Foucault: Historia de la locura en la época
clásica (1993).
43
Las comillas apuntan a que la idea de la esquizofrenia como enfermedad mental
es y ha sido ampliamente cuestionada y sometida a revisión (Laing, 1964; Szasz,
1960; Cooper, 1967; Laing y Cooper, 1964; Podvoll, 1990; Dörr, 2005).

56
Arte, locura y psicoterapia

quienes lo padecían se hallaban sujetos a poderosas y malignas in-


fluencias externas que se apoderaban de su cuerpo. En este marco, en
el siglo XV, el Papa Inocente VIII apoyó la publicación del Malleus
maleficarum, obra que consolidó la teoría demonológica y estimuló
innumerables torturas y asesinatos de personas que «acarreaban los
demonios» consigo. La justificación eclesiástica para ello era acabar
con un problema espiritual grave y profundo, pero cabe destacar que,
en gran medida, el factor a partir del cual se tomaba la decisión de
castigar a los enfermos mentales era la presencia de conductas desviadas
de la norma social. Esto último continuó siendo el elemento crítico
para separar de la sociedad a quienes padecían esta forma de –lo que
hoy llamamos– psicopatología salvo que, posteriormente, el lenguaje
espiritual fue reemplazado por el lenguaje médico, el cual serviría a
los mismos propósitos.
Como señala Foucault (1952, en Huneeus, 2005), en 1656 se co-
menzó a internar en hospitales a quienes se consideraban locos, para
darles, dentro de dichos recintos, un trato discriminatorio y agresivo.
Esto se acompañó de la ausencia de desarrollos terapéuticos y una
profunda falta de interés –al menos manifiesta– de parte de los médi-
cos por conocer la experiencia de los pacientes. Alrededor de 1750,
la locura se veía como un problema extremo, sin solución ni causa
aparente (Huneeus, 2005).
Cambiando el cauce de las cosas, a fines del siglo XVIII surge una
nueva postura llamada moral treatment («tratamiento moral») por
parte de Phillipe Pinel en Francia y Samuel Tuke en Inglaterra (Hu-
neeus, 2005). Ellos plantearon que la locura se debía al desborde de las
pasiones humanas y no directamente a problemas cerebrales, como ya
se deducía en esa época. En 1838, surge el tratamiento de no restraint
(«sin restricciones») de John Conolly en Inglaterra y William Browne
en Edimburgo. A partir de estos enfoques, se sacaron las cadenas y se
suprimieron los tratos crueles a los pacientes, alzándose el valor de
tener consideración hacia ellos como seres humanos.
Sin embargo, paralelamente, a principios del siglo XIX, Esquirol
promovió el secuestro-aislamiento como la forma más efectiva para
tratar la locura. No hay indicio más claro de su posición que sus pro-
pias palabras:

57
Rodrigo Hagar Millón

El aislamiento de los alienados (secuestro, confinamiento)


consiste en sustraer al alienado de todas sus costumbres, ale-
jándolo de los lugares donde habita, separándolo de su familia,
de sus amigos, de su servidumbre, rodeándolo de extraños,
cambiando su tenor de vida. El objetivo del aislamiento es
modificar la dirección viciosa de la inteligencia y de los afectos
de los alienados: es el medio más enérgico y por lo regular el
más útil para combatir las enfermedades mentales (Esquirol, en
Huneeus, 2005, p. 55).

Esta cita es un reflejo patente de un afán histórico de excluir a los


psicóticos de la sociedad, privándolos de sus núcleos afectivos más
esenciales, tales como sus familias y círculos sociales. Lamentablemente,
estos principios continuaron aplicándose sin un cuestionamiento oficial
por más de cien años en la mayoría de las instituciones hospitalarias,
asilos y manicomios del mundo, y los efectos nocivos que estas prácticas
tuvieron en la salud de muchas personas son incontables.

Esquizofrenia
En 1893, Emil Kraepelin introduce la entidad diagnóstica de de-
mentia praecox para referirse a lo que posteriormente, en 1911, Eugen
Bleuler definiría como esquizofrenia. Una significativa diferencia entre
ambos autores consistió en que el primero no se interesó por conocer la
experiencia del paciente psicótico, mientras que el segundo sí lo hizo,
junto con descartar el factor de deterioro asociado al término dementia
y generar también una clasificación sistemática de la sintomatología
de este trastorno (Huneeus, 2005), mediante un esquema que sentó
importantes bases para las clasificaciones diagnósticas contemporáneas
sobre la esquizofrenia (American Psychiatric Association, 2002). Si
bien Bleuler dio un paso hacia considerar la vivencia psicótica en el
tratamiento, estimó que la comprensión de ella era una empresa impo-
sible, llegando a decir respecto de sus pacientes que eran «tan extraños
como los pájaros de mi jardín» (Laing, 1964). Posteriormente, el hijo
de Eugen, Manfred Bleuler, se dedicó al estudio de la experiencia del
paciente con psicosis, desarrollando los que han sido considerados
como significativos aportes al tratamiento de la locura (Podvoll, 1990).

58
Arte, locura y psicoterapia

Numerosos enfoques teóricos de la psiquiatría y la psicología clíni-


ca han generado definiciones y explicaciones acerca de los dinamismos
psicológicos de la psicosis (Huneeus, 2005; Sass, 1998, 2001; Podvoll,
1990; Laing, 1964; Lysaker y Lysaker, 2006; Terry, 2004). Como se
mencionó en el Capítulo 1, se han escogido para este trabajo aquellas
perspectivas que permiten enriquecer la reflexión en torno a la expe-
riencia del paciente con psicosis considerando la mirada constructivista
y, como se verá desde el capítulo 6 en adelante, el aporte de diversas
formas de terapias con arte. A continuación se examina una posición
constructivista respecto de la psicosis.

3.2. Aproximación constructivista


a la clínica de la psicosis
Si hay un elemento que la epistemología constructivista ha traído
a la luz de los estudios sobre la psicología y la experiencia humanas
es la noción de que, así como no existe una realidad única y objetiva,
tampoco es posible hablar de la existencia de una condición «normal»
o «anormal» del ser humano en un momento específico. Entonces, me
parece que una interrogante que debe instigar al profesional clínico al
cuestionamiento y la profundización se refiere no tanto a la pregunta
por lo «normal», sino a la inquietud por lo saludable. Como se puede
apreciar, el constructivismo propone que la salud mental no va ligada
necesariamente con el ser o no ser normal, sino que más bien con la
posibilidad de encontrarse en un permanente desarrollo organísmico44 y
gozar de cierta sensación de bienestar y motivación por la experiencia
cotidiana, la cual, en sus aspectos más banales y sencillos, puede dar
cuenta del sentido más profundo de la existencia (Giannini, 1987).
De todos modos, a la hora de abordar la idea de psicosis –palabra
que suele suscitar prejuicios y atribuciones de extrañeza, desadaptación
y peligro, hasta prácticamente transformarse en un adjetivo peyora-
tivo–, el enfoque posracionalista (Arciero y Guidano, 2007) sí hace
alusión a la idea de lo «normal», homologándolo a una condición
psicológica saludable, pero desdeña, en cierta medida, la concepción de

44
Por desarrollo organísmico, se entiende el desarrollo de las facultades y potencia-
lidades que implican el sistema humano, su cuerpo y su mente.

59
Rodrigo Hagar Millón

la psicosis como un estado «anormal», planteándola en cambio como


una disfuncionalidad sistémica, donde se restringe en forma importante
la incorporación de significados experienciales diversos y variados a
la dinámica de la construcción permanente del sí-mismo. La visión de
Arciero y Guidano (2007) constituye una de las aproximaciones teó-
ricas más consistentes a la hora de abordar el fenómeno de la psicosis
desde el constructivismo. Sus premisas son las siguientes:

• La asimilación de la experiencia adquiere diferentes modali-


dades, orientadas por diferentes organizaciones emocionales.
• Así, los patrones de significado personal45 pueden derivar en una
de tres modalidades posibles: normal, neurótica o psicótica.
• Esto último en función de los niveles de articulación e integra-
ción de la experiencia en una cohesión unitaria de sí mismo.
• De esta manera, las características de la normalidad, la neurosis
y la psicosis son las siguientes:

NORMALIDAD
Elaboración flexible y generativa de los eventos críticos.
Esto permite una progresión de la historia y una articulación más amplia
del sentido del mismo.

NEUROSIS
La situación discrepante es elaborada fuera del sentido de cohesión
del sí mismo, lo que produce:
· Menor flexibilidad y habilidad de generación en la organización de
significado personal, limitándose la capacidad de integración y constriñéndose
el desarrollo de la historia y su personaje.
· El repetitivo emerger de las emociones críticas que, no pudiendo ser
articuladas en una cohesión unitaria, deben ser manejadas concretamente.
· La atribución de «condición neurótica» a los aspectos negativos o externos a
sí mismo, lo que mantiene la discrepancia desde la que «dicha»
condición es generada

45
Esta idea apunta a la de Organizaciones de Significado Personal (OSP), que
refieren a modalidades y patrones recurrentes de significación de la experiencia
para la mantención de la coherencia del sí-mismo, que se desarrollan según tipos
particulares de vivencias tempranas con figuras y contextos significativos, y cuyo
establecimiento se consolida con la aparición del pensamiento formal en la adoles-
cencia. Para mayor detalle sobre estos desarrollos y su aplicabilidad en la clínica,
el lector puede remitirse a Guidano (1987) y Guidano y Liotti (1983).

60
Arte, locura y psicoterapia

PSICOSIS
Disgregación del sentido de cohesión de sí mismo y de la identidad narrativa
(ruptura interna del mecanismo de identidad)
1) Imposibilidad de articular la variedad de la experiencia identificándola
como propia. Se excluyen las variaciones del sentido de sí mismo. Surgen las
alucinaciones, ideas de referencia, inadecuación de la afectividad.
2) Estructura de sentido inmutable. Acontecimientos nuevos serán
reconocidos sin que determinen un efecto retroactivo sobre el espacio de la
experiencia y el horizonte de las expectativas. Así, se neutraliza la variedad y
los posibles efectos generativos. Bloqueo de patrones de activación en acción
y pérdida gradual del sentido compartible del significado individual de la
experiencia.

La psicosis, entonces, consiste en un «intento fallido» de articular el


flujo de la experiencia en un todo coherente, progresivamente complejo y
generativo; la noción de individualidad se presenta gravemente alterada
y la dinámica mismidad-ipseidad se muestra truncada e ineficaz para
alcanzar un sentido de identidad estable. Se observa aquí un sistema con
una tendencia extrema a la rigidez y serias limitaciones para asumir los
desafíos de la vida como posibilidades de cambio, desarrollo y bienestar.
Un concepto relevante en este asunto es el de sí-mismo, subyacente a
la comprensión de los procesos internos del individuo. Arciero y Bondolfi
(2009) plantean que el sí-mismo ha sido históricamente comprendido
desde un punto de vista (en mayor o menor medida) reificante46, que atri-
buye un importante grado de rigidez y pasividad a la estructura interna
del sujeto, negando las características dinámicas e idiosincrásicas de los
procesos de desarrollo que dicha estructura implica. Como vimos en el
capítulo anterior, estos autores plantean que el sí-mismo, más que ser
mirado como un «qué», debiese ser comprendido como un «quién», es
decir, como un proceso diferenciado, narrativo y singular de actualización
permanente, que contrasta los significados que produce internamente con
aquellos que asimila a través de sus vivencias (Arciero y Bondolfi, 2009).
El sí-mismo, podemos decir, constituye una dinámica única y particular
consistente en procesos emocionales y narrativos que permiten articu-
lar la progresión hacia la complejidad del propio sentido de identidad
(Arciero y Guidano, 2007). Así, sus distintas expresiones son el reflejo
de modulaciones emocionales de un sistema de conocimiento irrepetible

46
Reificante alude al acto de reificación, el cual consiste en considerar como «cosa»
algo que no lo es.

61
Rodrigo Hagar Millón

que, por medio del lenguaje, articula historias y eventos para obtener
coherencia y regularidad, generando significados en una permanente
familiarización con el mundo (Guidano, 2001).
Utilizando esta definición para el trabajo terapéutico con la psicosis,
Guidano (2001) plantea que este debe comenzarse llevando a cabo con el
paciente una secuencialización cronológica de los eventos que ha vivido, de
modo de reconstruir su capacidad de articular la experiencia con el lenguaje
y aumentar su habilidad para crear registros significativos acerca de sus
vivencias, y así sentirlas como «propias». Una vez instalados los suficientes
dispositivos cognitivos47, se comienza a revisar, en detalle, eventos donde el
paciente haya presentado sintomatología alucinatoria; así, al interiorizar y
explorar retroactivamente esas situaciones, será luego capaz de recordar con
mayor claridad cuántas veces ha tenido determinado tipo de alucinación
y, muy probablemente, gracias al contacto con el impacto emocional que
provoca su contenido, podrá traer a la consciencia vínculos interpersonales u
otros eventos que pueden estar asociados a dicho síntoma. Esto es relevante,
pues se lleva a cabo una profundización en el síntoma, considerando el papel
que este ha tenido en la elaboración de significado para la mantención del
sistema de conocimiento. Gradualmente, la atención del paciente se dirige
menos hacia la expresión de su padecer, es decir, hacia la sintomatología que
lo afecta, y se focaliza más en la experiencia inmediata, donde se despliega
el proceso de modulación emocional48.
Esta manera de trabajar suele alcanzar la remisión de los dos tipos
de síntomas (conocidos como «síntomas positivos») que más destacan y
caracterizan el estado psicótico, a saber, las alucinaciones y los delirios
(Guidano, 2001), «reconectando» al paciente con su emoción y facilitán-
dosele el apropiamiento de su vivencia; en otras palabras, contribuyendo
a que se recupere, es decir, que vuelva a tener disponibles para sí una gama

47
Dispositivo cognitivo: término extraído de Yáñez, 2005.
48
Yáñez (2005) plantea que la exploración experiencial –anteriormente mencionada
y homóloga, en gran medida, a las técnicas de Vittorio Guidano– no es recomen-
dable para casos de psicosis, ya que las «interferencias emocionales» que ocurren
en dicho proceso pueden no ser comprendidas por el terapeuta. Esto hablaría
de cierto límite en el modelo constructivista cognitivo para tratar la psicosis. De
hecho, este señalamiento ha sido extendido a las teorías y definiciones metodoló-
gicas de Guidano (1991, 2001), las que, como se insiste comúnmente, habrían sido
concebidas principalmente para una «psicoterapia de la neurosis». Este asunto,
ineludiblemente, constituye un importante eje reflexivo de este libro.

62
Arte, locura y psicoterapia

significativa de experiencias emocionales y la sensación de ser un todo


más integrado y en permanente desarrollo.
Como hemos visto, cualquier condición psíquica tiende a organi-
zar su funcionamiento de modo de viabilizar su adaptación al mundo,
entonces es importante considerar que el estado psicótico es, de hecho,
un intento del sistema humano por volverse viable en la realidad. De
alguna manera, y valorando el énfasis de Freud (1966) en mantener
un estricto respeto por todo acto psíquico, debemos saber que la
sintomatología psicótica constituye, como toda forma de expresión
humana, una señal que da cuenta de profundas necesidades, capacida-
des y perspectivas existenciales de alguien inmerso en su experiencia.
Relegarse a vislumbrar el delirio o la alucinación en sí como «compo-
nentes extraños» o «resultados desastrosos» de un sistema que –como
ya vimos– tiende naturalmente a la organización, implicaría olvidar
la sabiduría inherente a todo proceso interno y la relevancia de sus
manifestaciones –sean estas verbales o no– como reflejos de procesos
de simbolización y articulación de las vivencias en curso.

3.3. Qué entendemos por psicosis en este libro


Considerando que el término psicosis se refiere a un trastorno
mental que puede presentarse con distintos niveles de gravedad, a tra-
vés de diferentes cuadros clínicos, nos limitaremos aquí a utilizarlo en
su sentido más amplio. Es decir, no trabajaremos aquí las distinciones
entre esquizofrenia, psicosis afectivas, trastornos paranoides, o incluso
psicosis inducidas, pues buscaremos apelar a las características comunes
que, en mayor o menor medida, poseen todos estos estados. Para ello,
planteo que enfocar este estudio desde el prisma de la esquizofrenia,
la forma más grave de psicosis que conocemos, nos permitirá obtener
conclusiones útiles en el sentido amplio señalado.
Por otra parte, debemos saber que el psicótico, en la mayoría de los
casos, presenta limitaciones cognitivas específicas que limitan su capaci-
dad de percibir, procesar y asimilar la vivencia de la realidad. Estas difi-
cultades se hallan presentes en prácticamente todos los tipos de psicosis
(Harvey, 2013) y constituyen un desafío concreto para el tratamiento. En
este texto, no nos ocuparemos específicamente de todas estas variables

63
Rodrigo Hagar Millón

ni de su desarrollo o entrenamiento49, y centraremos nuestra atención


en las temáticas que ya hemos señalado, relativas a la fenomenología
de la locura, la construcción de significado y el valor terapéutico del
arte. De todas maneras, es casi un hecho para mí que el estudio de estos
temas apela indirectamente a la presencia de las dificultades cognitivas
mencionadas, y el foco terapéutico que aquí planteamos, de alguna u
otra manera (y en algunos casos, explícitamente), las aborda.
A todo evento, vale mencionar que el psicótico, además de presen-
tar un deterioro importante en varias de sus habilidades neurocognitivas
(tales como la memoria, la atención o la solución de problemas), tiene
graves dificultades en el área de la cognición social, y esto es algo que
el lector podrá desprender desde las reflexiones que iniciaremos en el
siguiente capítulo. Pinkham (en Harvey, 2013) sintetiza cinco dominios
en que la cognición social del paciente esquizofrénico se ve afectada:

1. Teoría de la mente: la habilidad de representarse los estados


mentales de otras personas, y realizar inferencias sobre las
intenciones de ellas.
2. Percepción social: la destreza para reconocer los roles y las
reglas sociales en un contexto determinado.
3. Conocimiento social: atención a las reglas y metas que regulan
las interacciones y situaciones sociales.
4. Estilo atribucional: el modo de explicar si las causas de las
distintas situaciones de la vida son de origen interno o externo.
5. Procesamiento emocional: la capacidad de percibir y procesar
las propias emociones.

Desde este punto de partida, es posible llevar a cabo con mayor


profundidad una revisión comprensiva de la experiencia psicótica, para
lo cual serán considerados los aportes de diversos autores que se han
ocupado de la fenomenología y la vivencia social de sus pacientes, y
que se han propuesto ir más allá de los estigmas, categorías y límites
conceptuales que cohíben la eficacia terapéutica.
49
El trabajo de Philip Harvey (2013) constituye un compendio actualizado de
los estudios sobre el deterioro cognitivo en la esquizofrenia y otros trastornos
psicóticos. En él se exponen, entre otros datos, los resultados de distintas formas
de intervención y entrenamiento en estas capacidades.

64
4. Reflexiones en torno a la psicosis

«El alma de los locos no está loca».


(Michel Foucault)50

Intentar entender la psicosis puede, en sí, resultar un proceso sin fin,


un intento sin muchos logros, ya que constituiría un esmero por llegar a
estratos profundos de la experiencia humana mediante hipótesis construi-
das desde terminologías previamente articuladas, y por lo tanto incom-
patibles con el carácter inestable que se puede observar en la mente de la
locura. Otra cosa sería intentar comprender la psicosis, lo que ya implica
un punto de vista en que se plantea la posibilidad de obtener, desde una
activa disposición de escucha, observación y atención, cierta noción de
posibles patrones recurrentes presentes en este tipo de experiencia.
De este modo, la consideración de los límites de la comprensión, la
empatía y el lenguaje verbal se ha ido constituyendo como un asunto de
relevancia, pues progresivamente se ha ido concibiendo toda aproxima-
ción terapéutica como un intento comprensivo que ha de ser prudente a
la hora de extrapolar observaciones hacia definiciones y nomenclaturas
concluyentes. Por sobre muchas cosas, el clínico debe tener presente que,
como agente terapéutico, ha de trabajar siempre con su propia mente,
observándola y revisándola en su tendencia a elaborar causalidades y
explicaciones (Podvoll, 1990) ya que, finalmente y desde cierto punto
de vista, el objetivo es que ella llegue, como vimos, a funcionar como un
aparato psíquico auxiliar de quien consulta (Yáñez, 2005). Es así que,
en estos casos, el papel que juega el estado de consciencia del terapeuta,
con sus ideas, prejuicios y vaivenes emocionales, no es para nada menor.
50
Foucault, M. (1993) Historia de la locura en la época clásica (p. 39).

65
Rodrigo Hagar Millón

4.1. La necesidad de comprender la experiencia


4.1.1. Entrar en la experiencia
Como vimos anteriormente, en la mención del Tratamiento Moral
y el enfoque Sin Restricciones, ambos del siglo XVIII (Huneeus, 2005),
el tema de la consideración hacia el paciente psicótico aparece como un
punto crucial a la hora de generar instancias terapéuticas efectivas y que
consideren la psicopatología como un fenómeno humano o, al menos,
como un padecimiento que sufre un individuo con una subjetividad
y un mundo interior tan válidos como los de cualquier otra persona.
Por definición, me parece que considerar una experiencia consiste en
apuntar a ver su propia naturaleza, su posición relativa en el mundo,
de modo de incluirla en una comprensión más acabada acerca de los
distintos fenómenos que ofrece la vida51. Así, dado que la aproximación
a la locura no constituye más que un acercamiento subjetivo a una
posición relativa, es posible reflexionar –recordando a Heidegger– sobre
el ser-en-el-mundo de quien vive esta experiencia interior.
Ahora, constatando que el propósito de esta revisión constituye,
de hecho, un intento por considerar la experiencia de la psicosis, es
necesario aclarar que no está del todo claro que dicha experiencia, en
cuanto llamada «psicosis», constituya necesariamente una experiencia
«interior», ya que hay mucho en esta última definición (desde las épocas
clásicas hasta las actuales) que tiene que ver con la posición de quien
observa y da nombre a este vivenciar, a saber, un individuo externo que
elabora su propia experiencia en función de lo que encuentra disponible
en el (su) mundo para generar sus propias acepciones de la realidad

51
Un ejercicio epistemológico: La primera definición del verbo considerar del Diccio-
nario de la RAE es: «Pensar, meditar, reflexionar algo con atención y cuidado»; la
segunda y tercera acepciones ahí presentadas apuntan, respectivamente, al respeto
en el trato a otros y al hecho de juzgar y estimar (RAE, 2001). La raíz latina de la
palabra considerar (que se compone de la raíz latina con, que significa «junto»;
y sidera, que se refiere a «astros») apunta a aquello que está (o al hecho de estar)
«junto a los astros». A lo largo de la historia, los astros han constituido un refe-
rente natural para el estudio de patrones en la naturaleza, los ciclos de la vida y
su relación con la experiencia del ser humano (Grof, 2000). Es así que tanto los
astros como los seres humanos tenemos una posición relativa en cuanto entidades
definidas e interrelacionadas. Me parece que estos son ejes temáticos sobre los que
se debate y se reconstruye –o se debiera reconstruir– permanentemente el quehacer
psicoterapéutico.

66
Arte, locura y psicoterapia

que tiene delante. Así, los términos «psicosis» y «locura» implican un


alivio lingüístico que permite consensuar la discusión acerca de lo que
ocurre con y en los pacientes en cuestión, pero han de reconocerse los
límites que dichas palabras tienen en cuanto «reales» llaves de acceso
al mundo «interior» de tales pacientes, pues su más amplio uso ha sido
desarrollado, en gran medida, desde una posición externa a la vivencia
directa de ese mundo, en un intento de comprenderlo o explicarlo.
Laing (1964) destaca que el comprender es un fenómeno que no se
limita a la intelectualidad, diciendo que otra forma de definir lo mismo
podría ser, incluso, amor. Esto implicaría ir más allá de las barreras
conceptuales que se suelen encontrar al revisar la historia de la psicosis
como categoría diagnóstica. Y propone que «la cordura o la psicosis
se prueban conforme el grado de conjunción o de disyunción entre
dos personas, cuando una de ellas es cuerda por consenso universal»
(Laing, 1964, p. 32).
Entonces, la relevancia de reflexionar sobre la vivencia de quien
se aproxima a un paciente con psicosis y pretende realizar con él un
trabajo terapéutico efectivo, es muy alta. El que el terapeuta vea a
alguien como «psicótico» es un resultado de la necesidad de elaborar
la experiencia de hallarse frente a alguien que no presenta conductas
comunes y corrientes y que son evaluadas por nuestro consenso social
como «no-cuerdas».
Cabe recordar que el desarrollo de nuestro sí-mismo implica una
permanente búsqueda de coherencia (Guidano, 1991, 2001) e inteli-
gibilidad (Arciero, 2009), donde co-construimos, con otros, un marco
comprensivo e interpretativo para elaborar un consenso lingüístico
(Arciero, 2009; Yáñez, 2005) acerca de lo significativo y de lo insen-
sato (Giannini, 1987). No es novedoso comentar que la conducta y
los procesos mentales del psicótico tienden –casi inevitablemente– a
ser incluidos en esta última categoría.
Como hemos visto, el consenso simbólico subsiste y se actualiza
sobre la base de la organización sistémica de significado que realizan
los individuos, en función del nivel de tolerancia y adaptabilidad de su
sistema psíquico en desarrollo. El que esto sea así, puede implicar que,
para el observador, la asimilación de la experiencia del psicótico con-
lleve una perturbación considerable a su propia organización sistémica,

67
Rodrigo Hagar Millón

debido a las altas demandas emocionales y extrañeza que esta situación


puede presentar.
Entonces surge la inquietud de cómo abordar, directamente,
lo insensato, y qué implica para un terapeuta encontrarse con una
excepción a las claves emocionales que acostumbra procesar en la vida
cotidiana, «normales» para el sentido común.
Abordar este tipo de «interferencias emocionales» (Yáñez, 2005)
y la «insensatez» que conllevan es un acto ineludiblemente ligado al
diálogo con el sí-mismo: en el trabajo de significación del terapeuta se
da la elaboración de una noción de la psicosis, y es esta noción la que
opera a la hora de realizar la terapia de este trastorno52. Es por esto
que llevar a cabo el encuentro con un paciente que acusa –o es acusado
de– padecer psicosis, debiera implicar que el terapeuta revise lo que para
él es la locura y lo que le ocurre al vivenciarla de frente. Tomando los
aportes de algunos autores respecto de la responsabilidad terapéutica
en estos casos (Laing, 1964; Podvoll, 1990; Moffatt, 1997), se puede
decir que el terapeuta ha de considerar su propia propensión a la lo-
cura para evitar caer en prejuicios y categorizaciones que impidan un
acercamiento abierto y comprensivo a la experiencia de quien consulta.
Jung (1990) plantea que el paciente psicótico vive, en el fondo,
los mismos procesos mentales que el clínico y que ambos comparten
sus problemas más esenciales (Jung, 1990; Moffatt, 1997). La realidad
compartida, desde este punto de vista, constituye un mundo de pro-
blemas no resueltos, y por alguna u otra razón, el paciente psicótico
sería un reflejo muy fiel de dicha realidad. En sus propias palabras:

En el enfermo mental no encontramos nada nuevo y desco-


nocido; observamos los fundamentos de nuestro propio ser, la
matriz de aquellos problemas vitales con los que estamos todos
comprometidos (Jung, 1990, p. 34).

52
Si bien, como ya se ha dicho, nuestro objetivo ha sido someter a revisión muchos
conceptos que han adquirido un carácter peyorativo u oscurecedor a la hora de com-
prender la psicosis, el consenso en el uso de algunos términos, tales como trastorno,
no es puesta en jaque aquí. Es por eso que el autor se rige también por términos
que hagan referencia –de alguna u otra manera– a los fenómenos que se pretenden
exponer, sin aferrarse a ellos como concepciones rígidas ni limitantes respecto del
mundo emocional de los pacientes. Así, el uso de términos como trastorno, locura
o psicopatología queda sujeto al sentido común del oficio psicoterapéutico.

68
Arte, locura y psicoterapia

En resumen, el planteamiento acá revisado consiste en que, como


terapeuta, es necesario hacerse cargo del hecho de ser humano, y por
lo tanto, de que el operar psíquico implica lo que Laing (1964) llama
«posibilidades psicóticas». Este hacerse cargo, enfatiza ese autor, ha de
ser sano y sin perder la cordura, constituyéndose en un acercamiento
fundamental al ser-en-el-mundo del paciente. Laing llamó a esto la
«plasticidad necesaria para trasponerse a sí mismo a otra extraña, y
aún ajena, concepción del mundo» (1964, p. 30).
Ligando esto a lo expuesto en el capítulo 2, es posible concluir que
una condición mental saludable –con la capacidad de alcanzar pro-
gresivamente grados mayores de complejidad sistémica, operando con
flexibilidad (homologable a la «plasticidad» de Laing) y generatividad
en el ámbito de las dimensiones operativas– constituye un factor de
efectividad terapéutica en el trabajo con pacientes psicóticos. Implica
que el terapeuta alcance un saludable nivel de explicación y articula-
ción de su experiencia y, por lo tanto, pueda facilitar este desarrollo
también en el paciente.
Es en este punto que vale la pena considerar algunos aportes desde
la experiencia terapéutica, ya que, como estamos revisando, liberarse
de preconcepciones y adentrarse en la propia vivencia son condiciones
clave para abordar la psicoterapia de la psicosis. Pero, ¿cómo llevar
a cabo esto último? Pues se asume que ello no se realiza mediante un
mero análisis aislado o gracias al simple hecho de proponerse estar
«libre de prejuicios». A continuación, algunas propuestas.

4.1.2. Procesos de observación


La mente, como ya hemos visto, puede ser vista bajo distintas
perspectivas. En la psicología cognitiva clásica, se ha planteado que el
tener mayor consciencia de los procesos mentales y sus pensamientos,
puede llevar a la posibilidad de «pensar acerca de los pensamientos», lo
que es conocido como metacognición (Beck, 1991, en Caballo, 1998).
Técnicas de períodos posteriores al auge de esta corriente, como las ya
mencionadas exploración experiencial y la técnica de la moviola (Yáñez,
2005; Guidano, 2001; Zagmutt, 2004), dirigen la atención hacia la
vivencia, estimulando la exploración del registro emocional activado en
uno o varios eventos emocionalmente demandantes; esto permitiría el

69
Rodrigo Hagar Millón

descentramiento y la posibilidad de «observar las emociones» y tener


mayores alternativas de acción frente a situaciones difíciles (explica-
ciones más detalladas han sido expuestas en los capítulos 2 y 3).
Diversas disciplinas espirituales, especialmente aquellas asociadas
al budismo japonés y al tibetano, sostienen sus rutinas de meditación en
lo que reconocen como una capacidad innata de la mente de observarse
a sí misma, que se revelaría en el acto de poner permanentemente la
atención en las sensaciones corpóreas y la respiración, permitiendo el
surgimiento de los pensamientos sin apegarse a ellos ni permaneciendo
en su «flujo», sino que más bien contemplándolos como formas que
luego desaparecen, elementos sin sustancia que, al dejarse ir, liberan
una energía que estaba estancada, dejándola ahora disponible para
el organismo (Suzuki, 1987). Es así que se facilita la sincronización
entre una mente relajada y el cuerpo (Trungpa, 1986; Mipham, 2003;
Podvoll, 1990). De esta manera, la mente puede ocupar el lugar que
debiera de tener en la experiencia, a saber, el de una herramienta al
servicio del ser humano para la vida cotidiana (Tolle, 2000; Trungpa,
1986) o bien, el de una «aliada» que facilita el vivir del día a día a
quien aprende a «domesticarla» (Mipham, 2003).
En ambos tipos de técnicas (esto es, las técnicas constructivistas y
la meditación) se puede ver la búsqueda de desarrollar cierta capaci-
dad de descentrarse de las ideas, de modo de alcanzar la liberación de
una sujeción inamovible a ellas y contar con nueva energía o nuevos
recursos disponibles, previamente estancados y no integrados en la
consciencia. Como se puede ver también, ambas formas de cultivar o
reponer la salud mental ponen su foco en la aptitud para observar lo
que ocurre en la mente.
Adentrándonos un poco más en la práctica de la meditación, esta
se centra en el desarrollo de la habilidad de desapegarse de los pen-
samientos y finalmente descartarlos como referencias acerca de quién
se es (Krishnamurti, 2004; Tolle, 2000). Desde este prisma, la esencia
de ser humano no se considera un «algo», sino más bien un proceso
inteligente profundo e inaprensible a los sentidos; así, la definición de
quiénes somos «en el fondo» no se puede alcanzar utilizando nuestro
conocimiento del mundo ni nuestras estrategias racionales para co-
nocerlo, ya que ambos se relacionan con la búsqueda de respuestas

70
Arte, locura y psicoterapia

precisas a problemas específicos (Krishnamurti, 2004). La sutileza


de esta afirmación puede observarse en las palabras del maestro zen,
Shunryu Suzuki:

Lo que solemos llamar el «yo» no es más que una especie


de puerta de vaivén que se mueve cuando inhalamos y cuando
exhalamos. Es simplemente algo que se mueve. Cuando la mente
está bastante pura y calmada para seguir este movimiento, no hay
nada, ni «yo», ni mundo, ni mente, ni cuerpo, sino simplemente
una puerta de vaivén (Suzuki, 1987, p. 35).

Entonces, es posible asumir que el grado de percepción de los


procesos mentales y la posibilidad de desapegarse de las ideas consti-
tuyen factores clave para una vida mental saludable. Respecto de esto,
bastantes narraciones de pacientes con psicosis acerca de su experiencia
describen la sensación de estar «atrapados» en sus pensamientos y
no poder «librarse de ellos» (Podvoll, 1990). La psicosis implica que
aquella herramienta a usar se convierte en el usuario, o dicho de otra
manera, el esclavo se transforma en maestro y el maestro en esclavo
(Tolle, 2000; Rajneesh, 1980). ¿Cómo hacer, entonces, que quien ca-
balga pueda montar con confianza su caballo? (Mipham, 2003).
El psiquiatra y psicoanalista estadounidense Edward Podvoll, per-
manente practicante de la meditación, posee una amplia trayectoria
trabajando con el fenómeno de la psicosis. Dicho autor ha enfatizado
el valor de la toma de consciencia de los contextos y rutinas de la vida
cotidiana para una vida mental sana, recalcando la necesidad de dejar de
lado el interés por la «historia de la locura» para llevar la atención a la
«historia de la sanidad», es decir, a los aspectos saludables y creativos de
toda mente humana. Estos aspectos sanos, plantea, forman parte de una
tendencia innata de la mente a sanarse a sí misma, y es así que el terapeuta
debe potenciar sus propios procesos saludables para compartirlos con
el paciente y activar la recuperación de este último (Podvoll, 1990). Me
parece que esta preocupación, ligada a las premisas terapéuticas presen-
tadas en apartados anteriores, facilitaría al clínico proveer al paciente
de un ambiente de activa reciprocidad y contención emocional, donde
quien consulta pueda descartar ciclos cognitivos y emocionales repeti-
tivos (Safran, 1998) que estén afectando su salud mental y limitando su

71
Rodrigo Hagar Millón

desarrollo, gracias a la posibilidad de contar con recursos cognitivos y


emocionales que el terapeuta le ofrece (Yáñez, 2005). El clínico tendría
como misión permitir que su paciente alcance, en una forma que le sea
significativa, la liberación de las ideas mencionada más arriba.

4.2. La vivencia psicótica


4.2.1. Procesos y dinámicas
Podvoll (1990) realiza una profunda revisión de la experiencia del
paciente con psicosis y de los procesos mentales que dicha experiencia
conlleva. Plantea que la persona que vivencia estos procesos puede
volverse capaz de observarlos, abriéndose cada vez más a momentos de
lucidez o islas de claridad, donde la sumisión al «torbellino de ideas»
disminuye. En la misma línea, Henry Michaux (en Podvoll, 1990) habló
de una «zona de despertar» («waking zone»):

En el gran organismo que un ser humano es, siempre per-


manece una zona de despertar, la cual colecta, amasa, que ha
aprendido, que ahora conoce, que conoce de una forma diferente
(Michaux, en Podvoll, 1990, p. 166)53.

Así, el rol del terapeuta sería el de estar atento a las «islas de cla-
ridad» que presenta el paciente, por cuanto constituirían un paréntesis
dentro de una experiencia común a todas las manifestaciones psicóticas,
a saber, la aceleración de la mente (Podvoll, 1990)54.
En el estado psicótico, el paciente comenzaría a vivenciar en forma
persistente fenómenos mentales que terminan por asustarlo y atormen-
tarlo: eventos internos que no es capaz de explicar y que le presentan
una visión distinta y a veces bizarra de la realidad. La diversidad de
experiencias de este tipo serían amplias: se daría un flujo, según el
caso, de alucinaciones, visiones, sensaciones de premonición, éxtasis
místico, entre otros. Considerando esta gama, no todas las vivencias
psicóticas serían percibidas como desagradables, sino que muchas
de ellas –como lo son, por ejemplo, un sentimiento de conexión con
53
Traducción del autor.
54
El lector notará que el tema de las «islas de claridad» no será abordado de nuevo
sino hasta el final de este capítulo.

72
Arte, locura y psicoterapia

toda la humanidad, la sensación de encarnar lo divino o de poseer


habilidades telepáticas– complacerían al paciente y se convertirían en
una atractiva y placentera forma de experimentarse a sí mismo y al
mundo. Esta sería una de las razones por las cuales muchos pacientes
tenderían a perseverar en su locura y exacerbar su ímpetu en pos de
alcanzar estados extáticos, trascender el cuerpo, salvar a la humanidad
y otras metas delirantes (Podvoll, 1990).
En esta línea, un tema de debate se refiere a la refutabilidad de
la idea de «corrupción» de la mente atribuida a la psicosis. Históri-
camente, se han concebido los hechos psicológicos de estos pacientes
solo como manifestaciones extrañas que deben ser eliminadas, o como
interpretaciones irracionales de la realidad (Podvoll, 1990; Sass, 1998).
Pero, en concordancia con lo que ya hemos visto, distintos autores han
planteado que la experiencia de la psicosis consiste en una forma de
lidiar con fenómenos humanos transversales, que reflejan el sufrimiento
de la sociedad y de toda la humanidad (Jung, 1990; Moffatt, 1997).
Es entonces que, más allá de la idea ya planteada de la viabilidad de
la experiencia del psicótico, entra a funcionar la pregunta acerca de la
validación de la vivencia psicótica, y de si los elementos constitutivos
de dicha experiencia pueden incluso considerarse como fenómenos
potencialmente saludables (Dörr, 2005) que la persona no es capaz de
tolerar o asimilar en el sentido de sí misma para promover una rela-
ción fructífera con otros y el mundo (Spinelli, 2001). Stanislav Grof
(2002) entrega su punto de vista a partir de sus investigaciones sobre
los estados holotrópicos de consciencia:

(…) resulta muy claro que la diferencia entre el misticismo y


los trastornos mentales tiene menos relación con la naturaleza
y contenido de las experiencias que con la actitud que se tiene
al respecto, el «estilo de la experiencia» del individuo, el modo
de interpretarla, y la habilidad para integrar estas experiencias.
Joseph Campbell a menudo usaba en sus charlas una cita que
expresa esta relación: «el psicótico se ahoga en las mismas aguas
en que el místico nada con deleite» (Grof, 2002, p. 189).

Louis Sass (1998) plantea que el estado psicótico, más que implicar
una disminución en el uso de la racionalidad, puede caracterizarse por
una exacerbación de la atención consciente y «una alienación no de la

73
Rodrigo Hagar Millón

razón, sino que de las emociones, los instintos y el cuerpo (…)» (p. 4)55.
Desde una perspectiva constructivista, el individuo tendría problemas
para integrar contenidos experienciales en su sentido de sí-mismo,
contenidos que se presentan como extraordinarios y fuera de la norma:
la salud consistiría en la capacidad de tener una base sobre la cual lo
que se vive se vuelva coherente con una individualidad que está en
armonía emocional y cognitiva con el entorno y el mundo consensua-
do; lo enfermo sería el no poder «tramitar» estas experiencias de alta
intensidad emocional, que llegan a presentarse como extrañas, exter-
nas y se vuelven amenazantes (Podvoll, 1990). Como ya vimos, toda
información que es incongruente con la personificación del sí-mismo
es excluida debido a que genera ansiedad y no es de fácil trámite en la
consciencia (Safran, 1998); es así que las experiencias perturbadoras
en cuestión son excluidas mediante un proceso de modulación de las
emociones (Arciero y Guidano, 2007). En la psicosis, la presión de
las perturbaciones es tal que la información debe ser asimilada, de
alguna u otra manera, en la organización del sí-mismo, surgiendo las
alucinaciones y delirios en un intento de dar explicación y cabida a
contenidos que, conllevando una alta demanda emocional, presionan
por entrar a la consciencia (Podvoll, 1990) e integrarse a la coherencia
sistémica (Ruiz, 1998).
Profundizando más y retomando la pregunta sobre qué es el
sí-mismo, el «yo» o el «self», Michaux (en Podvoll, 1990) plantea que
este no es más que un punto de equilibrio necesario para el operar de
la mente. Así, se entiende la locura como un producto de la acción
urgente de integrar vivencias novedosas, o bien perturbadoras, que
resuenan con vivencias emocionales que estarían poco integradas a la
autoconsciencia o consciencia de sí-mismo (Podvoll, 1990; Arciero y
Guidano, 2007):

… (el psicótico) sabe ahora, habiendo sido su presa y su ob-


servador, que existe otro funcionamiento mental, particularmente
diferente del usual, pero un funcionamiento de todas formas.
Él ve que la locura es un equilibrio, un prodigio, un prodigio-
samente difícil intento de aliarse uno mismo con un estado dis-
locado, desesperante y continuamente desastroso, con el cual el

55
Traducción del autor.

74
Arte, locura y psicoterapia

desquiciado mental debe, a toda costa, relacionarse en una aso-


ciación espantosa e innombrable (Michaux, 1963, en Podvoll,
1990)56.

A partir de esta cita, se puede hipotetizar que el estado psicótico se


afirma en los intentos de estructurar un yo coherente, pero que deriva
en la construcción de un yo más bien «superficial» y en un fracaso en
la consecución del bienestar interior. Esta idea se relaciona directamente
con lo planteado por Laing (1964) acerca del sufrimiento del esquizoi-
de por su inefectividad en el abordaje de la realidad. Su retraimiento
emocional, su escepticismo ante los aspectos reales o compartidos de
la vida y su acoplamiento a conductas extrañas o fuera de la norma, se
deberían a una permanente decepción de ver que no ha podido estructu-
rar un «yo real» y encarnado, debido a una posición existencial básica
de inseguridad ontológica asentada en su aparato psíquico a partir de
relaciones tempranas que no alcanzaron a promover en él la noción
de ser una persona, capaz de experimentarse a sí misma y a los otros
como igualmente reales, vivos, enteros y continuos. Por el contrario,
termina sintiéndose despersonalizado y fracasa en ir al «encuentro de
todos los azares de la vida, social, ética, espiritual y biológica» (Laing,
1964, p. 35). El yo interior, en su encuentro con estas dimensiones de
la experiencia, no tendría «disponible» un yo encarnado, lo que lo
llevaría a percepciones irreales y acciones fútiles. Laing propone un
esquema que permite diferenciar lo que sería un funcionamiento normal
del yo interior del de uno esquizoide, siendo este último la base del
funcionamiento psicótico y esquizofrénico (Esquemas 2 y 3):

56
Traducción del autor.

75
Rodrigo Hagar Millón

Esquema N° 2: Dinámica del Yo encarnado (Laing, 1964).

Esquema N° 3: Dinámica del «Falso» Yo (Laing, 1964).

76
Arte, locura y psicoterapia

Tomando este argumento para ligarlo con una de las posiciones


del constructivismo cognitivo, podemos plantear que si bien la perse-
verancia del sujeto en permanecer en un estado psicótico se refuerza
con la decepción que le produce «visualizar» su funcionamiento coti-
diano como algo ajeno e infructífero para sí mismo, la consolidación
permanente de tal estado se debe a que, además, el individuo tenderá
continuamente a buscar claves perceptuales que le confirmen la perso-
nalización que ha alcanzado a elaborar, por más rudimentaria que esta
sea. Tenderá a reforzar y a encontrar en casi todo contexto, mediante
activos procesos de atención selectiva, evidencia que le confirme que
habita un yo «diferente» que, a fin de cuentas, da cuenta de su vivencia
emocional. Este yo posee la característica desgarradora de corresponder
a una posición incompetente para materializar disposiciones internas
de desarrollo; posee las características de un yo que en su ineficacia
es experimentado como «falso» (Laing, 1964). Así, el psicótico per-
petuaría su propio padecimiento desde una posición desencarnada.
Tomando esta perspectiva para abordar una de las definiciones
más clásicas de la psicosis, a saber, que esta corresponde a un estado
de importante desconexión con la realidad (Huneeus, 2005) o a una
relación distorsionada con ella (Capponi, 2003), es posible, a partir de
lo expuesto en los apartados anteriores, argumentar que la sensación
de alienación de la realidad no se debe tanto a la sintomatología de
la psicosis ni a sus contenidos en sí, sino que más bien corresponde a
la imposibilidad percibida de sentirse parte del mundo social, por la
incapacidad de los mecanismos cognitivos y emocionales del propio
sistema humano de adaptarse a las demandas del entorno. Las propias
acciones son percibidas como infructíferas, debido a que su impac-
to en el mundo no es inmediatamente reconocible; se extraña una
retroalimentación de la realidad que confirme la eficacia de ser un agen-
te activo que genera sus propias condiciones de desarrollo y administra
su convivencia con otros. En este sentido, síntomas como el delirio
y las alucinaciones constituyen vivencias perceptuales y cognitivas
difícilmente compartibles y por lo tanto, estériles como herramientas
de vinculación.
Funciones cognitivas esenciales (tales como la atención, la capa-
cidad reflexiva o la memoria) orientan su funcionamiento en torno a

77
Rodrigo Hagar Millón

estas vivencias y se desligan de las dinámicas interpersonales estables


que se nutren por el intercambio emocional y el consenso simbólico.
Por lo tanto, síntomas como el delirio o la alucinación57 despiertan y
perpetúan estados angustiosos en el individuo debido a que ocupan un
amplio espectro de su consciencia y autoconsciencia, acaparando las
operaciones de sus funciones cognitivas, lo que lleva a una sensación
de fracaso e ineficacia y a una consolidación de la percepción de estar
fuera de la realidad. Esta percepción se transforma finalmente en una
solución a la intolerancia del sistema frente a los estados emocionales
perturbadores emergentes, configurándose también como una reela-
boración precaria de la identidad y como la única guía experiencial
acerca del sentido del sí-mismo. Esto desencadenaría la instalación de
un «estado psicótico» que se autoperpetúa.
Así, la sintomatología, per se, sería un «combustible» de la locura,
no un simple efecto de esta. Es decir, los síntomas mencionados pue-
den fomentar el desarrollo de la psicosis, en cuanto se constituyen en
información que no halla una correspondencia emocional a partir de
la cual pueda ser interpretada como parte de una experiencia cotidiana
«normal» y sana. Esto hace que se activen altos montos de angustia y
se desarrolle la consecuente inadecuación afectiva.

No es insensato decir que es la alucinación la que produce


la locura y no la locura la que produce la alucinación (…) es el
dramático y decretado, actuado, histérico e inexorable espectá-
culo el que vuelve loca a una persona que solo tiene cosas vagas
para culparse a sí misma y que quizás ni siquiera sabe qué son
estas cosas. El tremendo e incesante espectáculo enloquece a un
hombre que de otro modo sería capaz de soportarlo (Michaux,
en Podvoll, 1990, p. 140)58.

57
Pareciera que en estas líneas hacemos un uso indiscriminado de los términos
alucinación y delirio, en el que se consideran solo como dos partes diferentes de
un mismo fenómeno. Sin embargo, ambos corresponden, entre sí, a dimensiones
fenomenológicas bien distintas de la experiencia del psicótico, implicando distin-
tos momentums y funciones en el desarrollo y mantención de una psicosis. En la
medida en que avance en este libro, el lector notará que la distinción entre estos
dos términos se hace más clara.
58
Traducción del autor.

78
Arte, locura y psicoterapia

Una mente fuera de control, esmerada en dar sentido a la realidad


y que por eso funciona a una alta velocidad de procesamiento de ideas
y sensaciones, puede llevar al paciente a estados profundamente desga-
rradores, en donde la mente incluso puede sentirse como «fracturada»
o como un ente externo con vida propia. Se entra en un «estado» del
que ya no es posible escapar, donde se siente que el Yo está siendo des-
pojado de su posición como punto de referencia. Diversos fenómenos
y operaciones pueden perder al individuo en una lucha constante por
encontrar un sentido, frente a una altísima presión emocional que
lo obliga a aprender a vivir de una forma diferente (Podvoll, 1990).
El individuo no tiene más opción que someterse a sus operaciones
mentales, intentando darles un significado y un sentido que se limite a
aliviar su tormento. Por ejemplo, el aferrarse a una sintomatología que
incluye elementos extáticos y expansivos es la posibilidad de acceder a
«antídotos» para la angustia, lo que sería una posible explicación para
la convicción delirante y la aceptación del carácter apodíctico59 de las
alucinaciones que presentan muchos pacientes psicóticos.
Para terminar, mencionamos el hecho de que si los contenidos de
la psicosis pueden llegar a sentirse como placenteros, las formas de
experimentarlos no necesariamente lo son. De hecho, puede incluso no
existir una correspondencia directa entre lo que «predica» un síntoma
(tal como un delirio de grandeza) y la expresión emocional directa
que este trae consigo (por ejemplo, apatía), lo que daría cuenta de la
incapacidad de integrar las vivencias desde un yo central consolidado
(Jung, 1990).

4.3. Fenomenología de la psicosis


4.3.1. Formas de abordar la psicosis
Habiendo ya revisado algunas dinámicas inherentes al surgimien-
to y desarrollo de una psicosis, es preciso adentrarnos en el tema del
significado y los contenidos que este trastorno puede traer consigo.
Autores como Laing (1964), Sass (1998) y Podvoll (1990) han dado un

59
Apodíctico: juzgado como completamente cierto por el juicio de realidad (Capponi,
2003).

79
Rodrigo Hagar Millón

paso hacia la consideración de la fenomenología de la psicosis, dando


cuenta de algunos elementos propios de esta experiencia.
Antes de comenzar la revisión de estas propuestas, cabe considerar
que, como ya he reiterado, un problema clásico en el abordaje teórico
y terapéutico de la psicosis ha sido la falta de consideración hacia la
experiencia de quien la vive:

(…) parece poco afortunado –e irónico– que se le haya conce-


dido tan poca atención a la perspectiva de los propios pacientes,
que esta ha sido vista como completamente desprovista de sig-
nificado o como producto de las más primitivas y rudimentarias
formas de vida mental (Sass, 1998, p. 7)60.

El psicólogo Louis Sass (1998, 2001) realiza una exhaustiva revi-


sión de la experiencia de la psicosis y propone algunas características
que le serían inherentes. Estas, plantea, no dan cuenta de una vivencia
irracional y carente de sentido como se ha pensado por muchos años;
consisten, de hecho, en procesos mentales significativos cuya ocurren-
cia y particularidades presentan incluso una estrecha relación con las
tendencias del pensamiento, arte y literatura de la cultura moderna61,
por lo que pueden ser consideradas como reflejos de una perspectiva
o posición existencial válida y específica respecto del mundo.
Si entendemos la locura como una forma en que el sistema humano
se organiza para volverse viable en la realidad, respondiendo a altas
presiones emocionales con la urgencia de elaborar una coherencia
interna (Arciero y Guidano, 2007), y consolidando una forma de ser
diferente a la «común y corriente» (Podvoll, 1990), desde Sass (1998,
2001) podemos captar que lo «diferente» no se limita a ser algo «fuera
de la norma», sino que puede ser testimonio de formas de vivencias,
sensaciones y percepciones humanas que en la actualidad son objeto
de admiración y deleite en diversas manifestaciones artísticas debido
a su profundo sentido y potencial creativo; un testimonio que puede
causar un alto impacto social y cultural debido a que, transgrediendo
el sentido común, se transforma en una manera novedosa de expresar
60
Traducción del autor.
61
El argumento de Sass considera lo moderno y lo posmoderno como una sola
corriente con distintas variaciones y desarrollos, por lo que utiliza el concepto de
moderno para referirse a ambas ideas por igual.

80
Arte, locura y psicoterapia

insondables carencias, necesidades y anhelos humanos. De alguna


manera, elementos que están presentes en la experiencia de la psicosis
son vistos por muchas personas como un espejo en que ven reflejada
su propia naturaleza; una naturaleza misteriosa, difícilmente aprehen-
sible y explicable. Así, la pregunta acerca del sentido y significado de
la psicosis cobra especial relevancia.

(…) podemos afirmar con toda seguridad que en la demencia


precoz no existe ningún síntoma que pueda describirse como sin
fundamento y sin sentido desde el punto de vista psicológico.
Aun las cosas más absurdas son símbolos de pensamientos, que
no solo son comprensibles en términos humanos, sino que se
encuentran presentes en todo ser humano (Jung, 1990, pp. 33-34).

Foucault (1993) plantea que la locura puede muchas veces ser


definida como «la arqueología espontánea de las culturas» (p. 79).
Sería el reflejo de problemas históricos fundamentales que han ocu-
pado y conciernen a todos los seres humanos. La ausencia de una
noción divulgada y validada acerca de este hecho tendría una causa:
los fenómenos de la psicosis han sido interpretados de tal forma por
la psiquiatría tradicional que la accesibilidad a ellos se ha hecho cada
vez más difícil y su descalificación cada vez mayor (Sass, 1998; Podvoll,
1990; Jung, 1990; Laing, 1964).
El trabajo de la disciplina psiquiátrica ha consistido en buscar
explicaciones y tratamientos de la psicosis desde el punto de vista
médico, lo que ha dado significativos frutos para el desarrollo de la
terapia, especialmente gracias al surgimiento de fármacos que permi-
ten el alivio sintomático y la disminución de la ansiedad y la angustia
(Spinelli, 2001) con una cantidad cada vez menor de efectos colaterales
(Huneeus, 2005). Sin embargo, muchas veces se ha llegado a la sobre-
medicación, la que puede afectar el funcionamiento psicológico del
individuo y alterar las operaciones de su pensamiento (Guidano, 2001).
Por otro lado, en cuanto al abordaje conceptual de la clínica de la
psicosis, muchas veces ha pasado inadvertida la dimensión subjetiva e
interpersonal implicada en el establecimiento de consensos diagnósticos
como el de la esquizofrenia o de los trastornos psicóticos en general.
Cabe mencionar que la búsqueda de las causas últimas y la explicación

81
Rodrigo Hagar Millón

de la psicopatología desde variables exclusivamente biológicas, puede


no condecirse con el hecho de estar abordando una experiencia humana
(Laing, 1964; Spinelli, 2001; Podvoll, 1990) que trasciende el plano
físico observable y medible y que está marcada por procesos narrativos
e históricos (Arciero y Guidano, 2007; Moffatt, 1997)62. En el caso
de la psicosis, tal afán puede dejar de lado aspectos relevantes para
un enfoque fenomenológico63, tales como la riqueza y amplitud de su
significado (Spinelli, 2001; Dörr, 2005), la diversidad y variabilidad de
sus expresiones (Podvoll, 1990) y la dialéctica de su sentido en cuanto
experiencia vivida (Keller, 2008).
La misma situación puede ocurrir si, debido a la ausencia de un
acercamiento a la experiencia del paciente, el quehacer terapéutico se
sustenta en bases teóricas netamente categoriales que no consideran
los procesos dinámicos, inestables y encarnados de lo que entendemos
como la organización del sí-mismo. Laing (1964) aborda este tema y lo
liga a la utilización de preconceptos clínicos y un afán desmedidamente
«interpretativo» en el encuentro con el paciente:

¿Cómo podremos hablar, adecuadamente, de la relación entre


yo y tú en términos de la acción recíproca de un aparato mental
en relación con otro? ¿Y cómo habremos de poder decir qué es lo
que significa ocultar algo de uno mismo, en función de barreras
existentes entre una parte y otra de un aparato mental? A esta
dificultad se enfrenta no solamente la metapsicología freudiana,
sino también cualquier teoría que comienza con el hombre y una
parte del hombre abstraídos de su relación con los otros en su
mundo (Laing, 1964, p. 15).

62
Cabe aclarar que efectivamente existe una relación entre el plano biológico y la
experiencia subjetiva, un facto muy promisorio para el estudio y desarrollo de
las disciplinas de salud mental. Un problema histórico ha sido el divorcio entre
los estudios sobre el cerebro humano y el sistema nervioso, y la fenomenología.
Claramente, el aferrarse a cualquiera de ambas posiciones como si estas fueran
extremos irreconciliables en el ejercicio científico, cohíbe la comprensión de la
vivencia humana como un todo; sin embargo, dado el carácter progresivo de los
desarrollos tecnológicos, así como de los epistemológicos, podemos entender que
las divergencias en cuestión han constituido un eslabón inevitable y necesario en
la empresa de un conocimiento más amplio e inclusivo. Este tema será revisado
con mayor detalle en el capítulo 5.
63
Es importante destacar que esta tendencia ha ido disminuyendo su presencia en
la psiquiatría durante las últimas décadas, aun cuando sigue siendo una posición
predominante en gran parte del ejercicio terapéutico en general (Podvoll, 1990).

82
Arte, locura y psicoterapia

Es así que podemos afirmar, por un lado, que el grado de dificultad


para comprender la experiencia de la psicosis depende directamente
de la posición epistemológica de las ciencias humanas que pretenden
abordarla, así como de las características idiosincrásicas individuales
de quienes se han ocupado de forjar y enriquecer estas disciplinas.
Por otro lado, también es necesario reflexionar acerca de cómo la
noción de lo «normal» desde un «sano sentido común» puede actuar
como una mirada ciega a la experiencia novedosa y poco conocida
de alguien como el psicótico, y convertirse en un factor que limita la
plasticidad comprensiva frente a dicha experiencia (Laing, 1964)64.

Evidentemente, para una comunidad de «sanos» es muy có-


modo tener un «tacho de basura psicológico» donde proyectar
sus partes locas y sentirse más sanos todos; pero esta solución
para resolver las ansiedades psicóticas es muy injusta, pues
condena al papel de locos a una parte de su sociedad y, además,
no es del todo eficiente, pues la locura que se coloca imaginaria-
mente en el hospital no desaparece de la sociedad y negándola se
impide enfrentarla y, tal vez, elaborarla o convertirla en energía
creadora (Moffatt, 1997, p.18).

La propuesta de este trabajo es que canales distintos al del lenguaje


médico, como lo son las artes plásticas y la literatura, pueden ofrecer un
foco distinto para vislumbrar la experiencia de la locura e invocar los
matices emocionales que esta conlleva. Jung (1990) plantea lo siguiente:

Hasta ahora, nosotros, los psiquiatras, fuimos incapaces de


esconder una sonrisa cuando leíamos sobre los intentos de un
poeta de describir una psicosis (…) introduce relaciones psicoló-
gicas que son totalmente ajenas al cuadro clínico. No obstante,
aunque el poeta no tenga clara intención de copiar un caso de un
libro de texto psiquiátrico, en general sabe más que el psiquiatra
(Jung, 1990, p. 25).
El mundo del poeta es el mundo de los problemas resueltos.
La realidad es el mundo de los problemas no resueltos. La perso-
na demente es un reflejo fiel de esa realidad (Jung, 1990, p. 25).

64
Como mencionamos en el capítulo 3, estas variables tienen una alta incidencia en
la posibilidad de obtener un éxito o fracaso terapéutico, y serán abordadas más
adelante.

83
Rodrigo Hagar Millón

Así, lo que ocurriría es que el psicótico padece vivencias que no puede


«resolver», debido a que no cuenta con las herramientas comprensivas y
expresivas que hubiera podido forjar en el período «normal» de su vida;
herramientas que sí han sido desarrolladas, por ejemplo, por el poeta (Jung,
1990). Es así que el arte se constituye en un reflejo, validado por el sentido
común, de los problemas humanos, y paradójicamente altera el sentido
de lo «normal y corriente», generando nuevos esquemas y aportando
nuevas soluciones a incertidumbres e inquietudes emocionales difíciles
de plantear e incluso de identificar por vías «típicas» de significación;
la creación artística es capaz de elaborar la locura potencial en todo ser
humano, presentarla y compartir su sentido. Esta posibilidad tiene una
alta relevancia para la terapia con la psicosis, y será revisada con mayor
detalle en los próximos capítulos. Ahora, en este punto se mantiene la
interrogante acerca de cuál es, o cuáles son, las vivencias propias de lo que
desde Podvoll (1990) podemos llamar un «estado» de psicosis.

4.3.2. Experiencia, significación y sentido


Con base en su experiencia clínica y sus estudios sobre el pen-
samiento moderno, Sass (1998) propone algunas dimensiones para
comprender la experiencia psicótica, las que, en forma bastante precisa,
dan cuenta de elementos que se encuentran presentes en las principales
obras artísticas, filosóficas y literarias de la modernidad. Desde mi pers-
pectiva, tales ideas dan cuenta de la complejidad del funcionamiento
psicótico y sobre cómo este funcionamiento opera sistémicamente, con
elementos que hacen sentido entre sí para conformar un todo coheren-
te65. La propuesta de Sass implica una revisión de las vivencias en que
está inmerso el individuo, para penetrar un poco más en lo que ocurre
dentro de su círculo de sufrimiento. A continuación, tomo algunos
de los conceptos que el autor utiliza cuando explica las vivencias de
las primeras etapas de la psicosis, para luego comentar algunas ideas
básicas que pueden desprenderse de su propuesta. La elección de este
enfoque no conlleva una revisión acabada de las distintas experiencias
65
Autores como Kraepelin habrían despojado de la comprensión clínica todo afán
de considerar coherencia alguna en la experiencia de la psicosis (Laing, 1964),
por lo que, luego de todas las décadas en que esta última ha sido entendida como
un desorden sin sentido, las explicaciones de Sass permiten un posicionamiento
experiencial y teórico que me parece interesante y novedoso.

84
Arte, locura y psicoterapia

«interiores» que pueden darse en la locura, sino que más bien aborda
aspectos puntuales que son de utilidad para las reflexiones siguientes.
En las primeras etapas de los estados psicóticos revisados anterior-
mente (p. 57-64) y especialmente en el caso de la esquizofrenia, ha sido
posible apreciar que los pacientes acusan la emergencia de una nueva
«sensación» y la presencia de un «aura» que acompaña su experien-
cia acerca de las cosas; la realidad ya no es la misma que antes. Klaus
Conrad (1960, en Mishara, 2010) llamó a esto el período de «trema»
(Sass, 1998; Mishara, 2010), donde comienzan a instaurarse los prime-
ros síntomas delirantes y la enajenación del mundo. Se desarrolla una
sensación de que «algo muy grande» va a pasar (Mishara, 2010) y de
que cada una de todas las cosas ocultan un profundo significado (Sass,
1998). Las acepciones originales de la palabra «trema» aluden a una
posición existencial de miedo (Mishara, 2010), así como a una etapa de
«preparación» por la que pasan los artistas antes de desempeñar su papel
en una obra (Sass, 1998). Lo que queda claro es que se da un cambio a
nivel de la posición existencial que guarda el individuo en relación con
su ambiente, alterándose la percepción corriente que suele tener de este
último y de los eventos que lo animan. Para sintetizar esta vivencia, otro
término utilizado ha sido la palabra alemana acuñada por Friedrich
Nietzsche (en Sass, 1998): Stimmung, la que alude a la instancia en que
se percibe un cambio en el ambiente y donde comienzan a darse signos
de lo que en muchas ocasiones ha sido descrito como un estado enaje-
nado o extrañado acerca de la realidad que, entre otras cosas y valga la
redundancia, deja de ser percibida como «real» (Laing, 1964: Sass, 1998).
Sass (1998) propone que la acción que acompaña esta etapa de
Stimmung es un nuevo «posicionamiento respecto de la verdad», donde
se produce una alteración del acto normal de tramitar significados. En
palabras de dicho autor:

Con la prominencia de la existencia bruta de objetos y pala-


bras, el lenguaje y el mundo se desprenden de su relación normal
de referencia simbólica; los objetos parecen ser desprovistos de
los significados usuales por los que son unificados y ubicados
en el mundo humano (en el vocabulario de Sartre, «la esencia
retrocede mientras la existencia se entromete») (p. 50)66.

66
Traducción del autor.

85
Rodrigo Hagar Millón

Esta etapa conllevaría cuatro fenómenos vivenciales fundamenta-


les ; a saber, la irrealidad; el «mero ser»; la fragmentación y la apofanía68.
67

Irrealidad: La locura es encontrada en el mundo exterior, el que


puede cobrar dimensiones novedosas. Por un lado, este puede reflejar
una vastedad inconmensurable, un orden amplio y abarcador y un
tinte «luminoso»; por otro, el mundo se empobrece: las cosas pueden
parecer falsas, debilitadas, como simples «accesorios» o «marionetas».
Lo relevante es que en ambos casos la experiencia no se acompaña del
dinamismo, la resonancia emocional y el sentido de lo humano de la
experiencia cotidiana (Sass, 1998).
Mero ser: Junto a esta sensación de una realidad vacía y desprovista
de sentido cotidiano, los objetos mismos dejan de tener significado y
valor como elementos de una realidad integrada. Sass (1998) cita la
descripción de una de sus pacientes, quien planteaba que las cosas
parecían

(…) lisas como el metal, tan cortadas, separadas una de la


otra, tan iluminadas y tensas que me llenaban de terror. Cuando,
por ejemplo, miraba a una silla o una jarra, ya no pensaba acerca
de su función –una jarra no como algo para contener agua y
leche, una silla no como algo donde sentarse– sino que habían
perdido sus nombres, sus funciones y significados; se volvieron
«cosas» y comenzaron a tomar vida, a existir (p. 49)69.

Esta sensación de «existencia» de las cosas ha sido muchas veces acu-


sada por los pacientes con psicosis, y ha sido reiteradamente confundida
por quienes interactúan con ellos con una atribución de vida humana a
los objetos: una percepción de los objetos como elementos que pueden
hablar y realizar acciones (Sass, 1998). Como hemos visto, en la expe-
riencia del mero ser, tal no es el caso. Es así que podemos suponer que
dicha forma de vivenciar el mundo no ha sido extensamente abordada ni
explicada por la literatura clínica, y su identificación podría demandar una

67
Para un revisión más acabada de estos fenómenos, el lector puede remitirse a Sass
(1998, pp. 43-55).
68
El término apofanía fue propuesto por Conrad (1997) para describir una de las
primeras subetapas de la esquizofrenia. Sass (1998) respeta en gran medida el uso
que Conrad da al término.
69
Traducción del autor.

86
Arte, locura y psicoterapia

capacidad explicativa mayor que la que han provisto propuestas basadas


en la descripción de conductas observables y los relatos de los pacientes70.
Fragmentación: Como ya se mencionara, en el contexto de la irrea-
lidad y el mero ser, los objetos del mundo ya no conforman un todo
integrado. Pues el concepto de fragmentación alude a la cualidad separada
de cada uno de los elementos que conforman la realidad. El individuo
se siente «rodeado de una multitud de detalles sin sentido» (Sass, 1998,
p. 50), perdiendo las nociones básicas de unidad y coherencia. Sass
(1998) plantea que la fragmentación, junto con la irrealidad y el mero
ser, dan cuenta de una gama unitaria de experiencias características
de un «posicionamiento respecto de la verdad». Puede observarse que
el sinsentido es creciente y el aparato psíquico del individuo se siente
sobrepasado por estímulos que no alcanza a procesar y que parecieran
carecer de todo significado, coherencia y lugar claro en el mundo. Es en
este punto que el paciente se puede ver «forzado» a interpretar lo que
le ocurre, la mayoría de las veces de una manera delirante. Pero esto no
constituye un automatismo psicológico frente a una vivencia inexplicable
y angustiosa, sino que habría un cuarto fenómeno experiencial, propio
del Stimmung, considerado uno de los últimos portales en el camino de
entrada hacia la locura: la apofanía.
Apofanía: Para una mirada constructivista, el fenómeno del que da
cuenta la apofanía no es para nada irrelevante, ya que constituye un
testimonio de la urgencia por el significado que experimenta el paciente
psicótico. En este contexto desprovisto de sentido, en esta experien-
cia vacía donde nada parece tener una posición viable en la realidad,
todas las cosas que conforman este escenario desarticulado parecen
poseer, sin embargo, un muy profundo pero indescifrable significado,
el que la mayoría de las veces conlleva un importante componente de
autorreferencia. Podemos entender que el individuo se halla intentando
significar lo que le ocurre y observa, relacionándolo consigo mismo: el
70
R.D. Laing cita una viñeta clínica de Kraepelin (1905, en Laing, 1964, pp. 25-26)
para presentar un claro ejemplo de cómo el relato del paciente en sí mismo no basta
para comprender la experiencia ni las intenciones que lo motivan, ya que una in-
terpretación que busca sacar conclusiones a partir de lo esperable para un discurso
«normal», puede obviar cualquier posibilidad de experiencia interior coherente, al
concluir que se halla frente a un relato que refiere a experiencias «irreales» e ideas
aparentemente sin sentido. En otras palabras, la explicación que hace el paciente de
su vivencia se encuentra con la apreciación inevitablemente subjetiva del terapeuta.

87
Rodrigo Hagar Millón

ver que cada cosa finalmente no significa nada en particular lo lleva a


posicionarse en el centro de todo para al menos ver que él, de alguna
u otra manera, «sí tiene un sentido», o al menos las cosas del mundo
exterior –e incluso el cosmos entero– cobran significado en la relación
con él; un significado que la mayoría de las veces tiene un tinte perse-
cutorio o agresivo, pero también, a la larga, inespecífico.
La paradoja de que todo tenga un significado oculto en un ambiente
donde nada significa nada, se entiende como la presencia de «símbolos
sobre símbolos» (Sass, 1998, p. 53), que aumenta la confusión del
paciente y le provoca un importante desgaste:

Este tipo de pensamiento simbólico es agotador… Tengo una


sensación de que todo es más vívido e importante… Hay una
conexión en todo lo que pasa –no hay coincidencias (Brundage,
1983, en Sass, 1998, p. 53)71.

Tales vivencias, entonces, dan cuenta de la necesidad de encontrar


un sentido a lo que ocurre, mediante los procesos de significación del
sistema autoconstruido de la persona:

Que algo ocurra de la forma que ocurre –el hecho de que


una persona en la vecindad haya tosido tres veces, por ejemplo–
parecerá no un evento aleatorio, sino que de alguna manera
necesario, y tal vez profundamente significativo, aún cuando
uno haya tenido esta misma experiencia si el evento hubiera
ocurrido de otra manera (si, por ejemplo, hubiera habido uno,
dos o cuatro tosidos) (Sass, 1998, p. 52)72.

La presión por significar, presente en toda experiencia humana,


cobra especial intensidad en estos casos. En esta realidad «vacía» el
aparato mental del individuo, movido por la urgencia de encontrar un
sentido o una explicación a lo que (le) ocurre, se vuelve capaz de ver
muchas conexiones entre las cosas y de proveerse a sí mismo de por
lo menos «algún» significado; más aún, se ve obligado a hacerlo. Es
así que la urgencia por significar se convierte en una urgencia por la
formación de delirios (Sass, 1998), los que permiten dar cuenta de la

71
Traducción del autor.
72
Traducción del autor.

88
Arte, locura y psicoterapia

«existencia de una situación especial, pero en medio de la vivencia de


un mundo relativamente normal» (Sass, 1998, p.61)73.

Tales ilusiones pueden ayudar a crear un sentido racional de


lo que, de otra manera, podría ser experimentado como un cam-
bio muy perturbador de las mismas bases del mundo perceptual
normal. De hecho, el pensamiento paranoico puede ser visto
como, en algún sentido, un desarrollo casi obvio y lógico en un
mundo donde todo parece críptico, pero nunca vago; donde las
cosas parecen ilusorias, pero nunca insignificantes; un mundo
donde todos los eventos se sienten interpretables, de manera
que nada parece accidental, donde todo, por lo tanto, parece
estar, de alguna manera, conscientemente destinado. (Creer en
una conspiración puede ayudar a explicar por qué, por ejemplo,
todos los otros parecen falsos, como si estuvieran actuando una
obra en beneficio del paciente) (Sass, 1998, p. 61)74.

Para concluir su revisión sobre los fenómenos del período de trema,


Sass (1998) enfatiza que ellos no han sido tópicos de discusión o inves-
tigación en la psiquiatría y el psicoanálisis. Karl Jaspers y su discípulo,
Kurt Schneider, se habrían ocupado de este asunto, pero obviando la
posibilidad de explicarlo o interpretarlo, al considerarlo un fenómeno
psicológicamente inaccesible y de carácter alienado (Sass, 1998). Sin
embargo, Sass alude a dos propuestas de la psicología cognitiva que
sí han abordado el fenómeno del trema.
En primer lugar, el enfoque de los años 1960 y 1970 de Andrew
McGhie y James Chapman sobre la atención selectiva, intentó dar
cuenta de un «factor general de distractibilidad» (Sass, 1998, p. 54).
La continua corriente de estímulos sensoriales terminarían por sobre-
cargar la mente del individuo, alterándose su capacidad de dirigir la
atención hacia donde lo desea para, finalmente, perder toda consciencia
de sí mismo y del mundo exterior. El defecto de esta teoría es que no
alcanzaría a explicar el extraño y significativo mundo que de hecho
experimentan los pacientes con psicosis (Sass, 1998).

73
Traducción del autor.
74
Traducción del autor.

89
Rodrigo Hagar Millón

En segundo lugar, Klaus Conrad y Paul Matussek plantearon que


estas continuas experiencias de «quiebre» se deben a una pérdida de
la capacidad de percepción de las Gestalt75. Sin embargo, este punto
de vista, al igual que el de la atención selectiva ya mencionado, se limi-
taría a explicar la experiencia desde una posición mecanicista, donde
lo que experimenta el individuo es considerado como resultado de
un comportamiento cognitivo defectuoso y errático; por otro lado, se
ve el rol del paciente como inherentemente pasivo, obviándose toda
intencionalidad atribuible a su conducta (Sass, 1998).
Finalmente, tomando en cuenta la concepción de lo ominoso de
Freud (1919, en Sass, 1998), la psicosis ha sido vista por el psicoaná-
lisis como un estado profundamente regresivo, y como una reacción
patológica al surgimiento de memorias traumáticas del pasado. Es
así que, desde este enfoque, puede ser vista como una experiencia de
carácter primitivo.
Las premisas de estas tres miradas no coinciden del todo con la
propuesta de Sass. En sus palabras:

Dadas la supuesta incomprensibilidad y la alienación radical,


el defecto cognitivo y el carácter primitivo atribuidos a la Stim-
mung, puede ser sorpresivo descubrir que formas cercanamente
análogas de experiencia han sido extremadamente comunes en el
arte y la literatura del siglo XX –en el contexto de una altamente
sofisticada y, en algunos aspectos, hiperintencionada sensibili-
dad, que puede parecer antitética a todo lo que es connotado
por nociones de lo infantil o del defecto (Sass, 1998, p. 55)76.

4.3.3. Hiperreflexibilidad
La gama de fenómenos recién descritos incluye solo algunas de las
vivencias psicóticas que generalmente no han sido consideradas por
los estudios clínicos tradicionales. Tales fenómenos tienen una clara
similitud con los tipos de vivencias y temas creativos de los artistas
modernos. La reflexión que Sass realiza a este respecto nos permite
vislumbrar que el problema psicótico se halla primordialmente en el
ámbito de las relaciones humanas y de la validación recíproca de la
75
La idea de Gestalt alude a «formas perceptivas», y será revisada en mayor detalle
a partir del capítulo 6.
76
Traducción del autor.

90
Arte, locura y psicoterapia

experiencia, donde para el individuo se torna difícil reconocer el operar


de su mente como el de una que se relaciona con otras mentes en un
mundo con sentido; él construye un propio «mundo» que finalmente
se vuelve infructífero en su diálogo con la realidad, pero, como vere-
mos, no por eso sin coherencia alguna o desprovisto de posibilidades
de desarrollo.
Como hemos reiterado, la experiencia del psicótico da cuenta
de numerosas capacidades, perspectivas y procesos psicológicos que
conciernen a problemas, inquietudes e incertidumbres transversales a
las preocupaciones de todo sistema humano. Pues bien, desde el punto
de vista de Sass (1998), en el caso de la creatividad, el artista no sería
alguien que sí puede elaborar su experiencia con base en capacidades
de las que el psicótico carece (Jung, 1990), o a las cuales este no tiene
acceso alguno en forma consciente; al contrario, la experiencia de la
locura tendría en común con la creatividad artística un despliegue
efectivo de las propias capacidades y un importante componente de
intencionalidad (Sass, 1998). Si bien desde determinada posición se
puede ver a la psicosis como un conglomerado de procesos mentales
y complejos emocionales que un individuo «padece», por otra parte,
su manifestación confirma la presencia de representaciones simbólicas
profundas que dan cuenta de la naturaleza misma de la mente humana,
por lo que la vivencia psicótica puede verse como un estado de cons-
ciencia en el que se dan procesos psicológicos hiperreflexivos acerca
de contenidos internos que comúnmente operan a nivel implícito en
las estructuras del pensamiento (Sass, 1998).
Por ejemplo, en el caso de las alucinaciones auditivas, estas no
corresponderían a experiencias anormales de un orden estrictamente
«sensorial», sino que más bien a la experimentación de una percep-
ción mental de procesos primariamente lingüísticos que conforman
las bases mismas del «diálogo interior» (Sass, 1998; Tolle, 2000). La
patología, entonces, correspondería a la imposibilidad de contar con
un «lugar» desde el cual apropiarse de lo que se está experimentando
para, en cierta medida, «vivirlo» y «disfrutarlo» (Sass, 1998, p. 235).
El individuo, debido a la «separación» de la realidad iniciadas en las
primeras etapas de su psicosis (trema), no cuenta con un yo central
desde donde asimilar los procesos hiperconscientes que comienzan a

91
Rodrigo Hagar Millón

operar, limitándose a «contemplarlos» como fenómenos externos que,


como tales, le niegan la posibilidad de ser mediante un propio sí-mismo:
parece que fuera «algo» lo que está pensando por uno (Sass, 1998, p.
235) y no uno quien piensa y agencia su propio mundo. Podría decirse
que el pensamiento y la experiencia dejan de ser encarnados por el
sujeto o, en otras palabras, que él posee habilidades, capacidades e
intereses que no percibe como suyos y que no alcanza a tramitar en la
consciencia de sí-mismo.
Es así que en la vivencia de la psicosis no se daría una falta de
autoconsciencia, sino que esta última sí se hallaría presente y en un
nivel muy alto y hasta exacerbado, lo que genera un despliegue de
contenidos que no son fácilmente asimilables por la organización del
sí-mismo y que derivan en el conocido estado de «alienación» reco-
nocido en la psicosis.
En este punto, podemos considerar que un importante incremento
en la autoconsciencia no implica necesariamente una progresión en
complejidad de la organización del sí-mismo ni tampoco un aumento de
su generatividad; esto último es tarea de los procesos de mantenimiento
y cambio que se ocupan de incorporar los contenidos del pensamiento
a la dinámica mismidad/ipseidad para estimular un desarrollo salu-
dable del sistema-persona y mantener la continua rearticulación del
sentido de identidad del individuo. El orden que rige la organización
del aparato psíquico es el que ofrece esta posibilidad de generatividad
y progresión ontogénica y, como hemos visto, tal orden es incentivado
en la medida que el mundo circundante confirme al individuo que sus
procesos psicológicos (cognitivos y emocionales) son viables, propios
de una adaptación y un desarrollo «saludables» en la realidad. Más
específicamente, es en el campo de las relaciones humanas donde dicho
despliegue de consciencia ha de encontrar su asidero y retroalimenta-
ción. En la psicosis, la hiperreflexibilidad se desliga de dicho espacio
compartido y generativo, e incluso tal vez pueda especularse que el
individuo ni siquiera alcanza a tener un momento en que busque ni
proponga dicho espacio a los otros, debido a que él, ahora un «suje-
to hiperreflexivo», no cuenta con los repertorios emocionales que le

92
Arte, locura y psicoterapia

faciliten el apropiamiento, en primer lugar, y la posterior posibilidad


de compartir sus vivencias con el resto del mundo77.
Por lo tanto, todo relato que haga de lo que está experimentando
puede sonar, a oídos del sentido común, como una narración vana,
carente de sentido o coherencia (Lysaker y Lysaker, 2006) y en último
término, primitiva. Esto se explica entendiendo que la intrusión en la
vida cotidiana de los contenidos emergentes en una consciencia hiperre-
flexiva (Sass, 1998; Podvoll, 1990) se constituye en una sobredemanda
a los recursos cognitivos del individuo, los que finalmente se desvían
de la contingencia de las relaciones interpersonales. En este contexto,
la construcción de un discurso debidamente articulado se vuelve difícil,
ya que la demanda emocional que implica establecer una relación con
otro no es fácilmente concebida en la consciencia del individuo (Beck
y Rector, 2005), que –como ya vimos– casi inevitable o forzosamente
se mantiene ocupada en sus «trámites internos».
La necesidad de profundizar en la experiencia del paciente se vuel-
ve entonces imperante a la hora de generar un abordaje terapéutico
consistente en propuestas novedosas y efectivas (Spinelli, 2001; Maho-
ney, 1991). Al menos puede vislumbrarse que la posibilidad de sanar
no está exclusivamente ligada con el grado de aptitud intelectual del
paciente, sino que más bien con el hecho de que este quiera y pueda
presentar como «plausible» lo que siente, vive y piensa, a sí mismo y
al mundo. Para esto, el énfasis ha de volcarse hacia la construcción
de un espacio emocional donde las relaciones interpersonales que se
forjen incluyan, pero también trasciendan el ámbito de las razones, las
hipótesis y las especulaciones, de modo que el paciente pueda sentir
validados sus intentos de consolidar un yo durante la vivencia de una
gama de experiencias difíciles de tramitar y asimilar en su sentido perso-
nal. La posición terapéutica ha de ser la que Jaspers (1963, en Spinelli,
2001) llamó de «no-saber», de modo que sea el paciente quien pueda

77
De hecho, suponemos que dichas vivencias han surgido desde los problemas emocio-
nales y vinculares del individuo: de alguna manera, los contenidos perturbadores que
emergen en la consciencia son recursos de emergencia ante la necesidad –no satisfecha–
de sentirse parte del mundo compartido. Este material mental podría reflejar, en sus
contenidos, los intentos de adaptación a una realidad exterior que no ha correspondido
a las expectativas del sujeto y que, por lo tanto, se ha vuelto refutada y lejana.

93
Rodrigo Hagar Millón

hacerse cargo de esta responsabilidad de comprender, dar coherencia


y compartir su mundo (Lysaker y Lysaker, 2006).
Cabe, entonces, reiterar el énfasis en que las descripciones y expli-
caciones revisadas en este trabajo no han de destacarse por un valor
netamente teórico ni por proveer al lector de terminologías conclu-
yentes, sino que deben funcionar como referentes conceptuales que
estimulen al terapeuta a adentrarse en su experiencia, para motivarse
en la investigación de los procesos de la consciencia y de las dinámicas
presentes en sus relaciones interpersonales y los intercambios sociales
humanos. Acumular una serie de ideas no basta para acceder, en el
momento de la terapia, a la vivencia del paciente, y debemos tener
presente que todo recordatorio a este respecto puede en sí también
volverse insuficiente si no se «aterriza» debidamente a la práctica
clínica verdadera y encarnada. Como refirió Moffatt:

Con la teoría puede pasar lo que con los muebles viejos:


se acumulan tanto que no nos permiten mover en el cuarto
(Moffatt, 1997, p. 12).

Las ideas revisadas hasta ahora respecto de la experiencia psicótica,


más algunas consideraciones respecto de la función del terapeuta como
agente de sanación y otras sobre el contexto terapéutico, nos permiten
contar con un marco comprensivo para reflexionar acerca de diversos
elementos que pueden favorecer una terapia efectiva de la psicosis.

94
5. Variables relevantes para una
terapia de la psicosis

Mientras vamos cociendo nuestra tela con aguja e hilo, pensamos si no


habrá otra manera de dar esas puntadas, nos preguntamos si no habrá
alguna forma de evitar tener que hacer un viaje directo. El viaje que estamos
haciendo nos impone muchas exigencias, pero no hay manera de evitarlo.
(Chögyam Trungpa)78

A la hora de recoger variables que puedan incidir en la efectividad


de una terapia con la psicosis, es necesario recordar –nuevamente– que
es muy difícil acceder a un entendimiento absoluto de este fenómeno.
Hasta el momento se han presentado algunas ideas que pueden facilitar
la comprensión de la experiencia de la psicosis ofrecer una utilidad
práctica para el tratamiento; sin embargo, es necesario considerar que
no es conveniente, para el ejercicio de la terapia, apegarse rotunda-
mente a ninguna de las propuestas recién presentadas, ya que muchas
de las argumentaciones que estas conllevan pueden, en algunos casos,
ser contradictorias las unas con las otras. Por ejemplo, he querido
presentar la existencia de una riqueza y profundidad de significados
en el operar de una mente psicótica (Sass, 1998; Podvoll, 1990) pero,
aún así, algunas aproximaciones que de hecho consideran el carácter
autoconstruido de la identidad personal, pueden ver a la psicosis como
una posición existencial donde esa profundidad y esa riqueza se hallan
precisamente ausentes (Lysaker y Lysaker, 2006), sin por ello dejar
de proporcionar aportes teóricos interesantes y estimulantes para la
comprensión y clínica de esta forma de psicopatología.

78
Trungpa, C. (1998, p. 136)

95
Rodrigo Hagar Millón

Así, algo que puede ser de utilidad es una propuesta de algunas


expectativas de la terapia, es decir, una aclaración de qué se espera
conseguir con un tratamiento de la psicosis, tomando en cuenta lo
revisado hasta este punto. Para lograr esto se propone, a continuación,
una lista de siete variables clave que, si se consideran en el trabajo
terapéutico, pueden incidir positivamente en la sanación de la locura:

1. La necesidad de generar un espacio interpersonal de contención


emocional y confianza, donde se le facilite al paciente el hacerse
cargo de la elaboración de su propia experiencia.
2. El valor del significado emergente en la experiencia de la psi-
cosis para la sanación en una relación terapéutica.
3. La urgencia de considerar los aspectos sanos del paciente,
incluyendo la validación de sus recursos cognitivos y emocio-
nales, y el reconocimiento de su discurso como un testimonio
válido de la experiencia en que está inmerso.
4. El rol del terapeuta como agente de sanación: disposición
compasiva y apertura.
5. La inevitabilidad del «mundo externo»: la relevancia de las
variables ambientales, familiares y sociales y el valor terapéu-
tico de la focalización en rutinas saludables de vida cotidiana
y el trabajo en equipos y grupos.
6. La función del cuerpo y la experiencia encarnada.
7. El tema del encuadre y los objetivos terapéuticos.

No está de más decir que estos factores constituyen variables inter-


dependientes que, de alguna u otra manera, han de tenerse presentes a
lo largo de toda forma de terapia. La descripción que se realiza en las
próximas páginas aborda estas variables por separado, en un intento
de ordenar las ideas y reflexiones que implican. Se propone que la
observación permanente de estas variables, por parte del terapeuta,
puede sentar las bases para un pronóstico positivo en el tratamiento
de la psicosis.

96
Arte, locura y psicoterapia

5.1. Espacio terapéutico


Algo que aparece como transversal a toda forma de terapia es la
importancia de promover en el paciente que este se haga responsable
de la contemplación, asimilación y elaboración de su propia experien-
cia. Para ello, es fundamental proveer de un espacio de contención
emocional donde quien consulta sienta que puede poner en juego sus
propias acepciones de la realidad y los juicios y nociones sobre sí mismo.
Se asume que una relación emocional significativa puede ofrecerle al
paciente la posibilidad de acceder a su mundo interior para encauzar
emociones que corrientemente no ha incorporado a su autopercepción,
gracias a instancias como el diálogo o el mantenimiento de rituales
acordados con el terapeuta. De alguna manera, la relación terapéutica
se traduce en una instancia de «prueba» en la que el paciente puede
someter a revisión sus propias ideas y sus formas de interrelacionar-
las, de modo de ver reflejada su propia organización interna en una
realidad externa y así incorporar los nuevos significados y el nuevo
sentido emergente a sus procesos internos de significación y a la noción
de sí mismo (Lysaker y Lysaker, 2006). El vínculo con el terapeuta se
convierte en una suerte de «espejo» del mundo interior del individuo
(Podvoll, 1990), donde este último puede vislumbrar sus temores,
expectativas y las emociones que lo atormentan y las que lo alivian79.
Con estas implicancias, el hecho de que tal espacio sea confor-
mado por un terapeuta que está consciente de sus propios procesos
emocionales y cognitivos, actuando a través de un flujo continuo de
«enganche» y «desenganche» emocional (Safran, 1998) facilitará que
el paciente pueda desconfirmar los patrones vinculares que histórica-
mente han perpetuado su sufrimiento (Safran, 1998; Safran y Segal,
1994), y considere alternativas conductuales que tengan un impacto
positivo en su bienestar. Para una persona con una posición existencial
de inseguridad ontológica básica (Laing, 1964), el contar con un vín-
culo estable le provee de una nueva dimensión de experiencia donde
es posible que las cosas, como se han venido dando, cambien, y en
79
Cabe señalar que en este punto reconocemos cierta coincidencia con las ideas de
Lacan (1964): en el marco de este trabajo, podemos afirmar que el «espejo» que
vemos en el otro puede proveernos de información acerca de nuestra posición
subjetiva, pero dicho «espejo» no es, en sí mismo, una ilustración de la totalidad,
es decir, precisamente da cuenta de los límites de nuestro ser-en-el-mundo.

97
Rodrigo Hagar Millón

una medida que tiende a ser bastante significativa. Se ha argumentado


que la sola posibilidad de sostener un diálogo con otro ser humano
en forma frecuente permite que se produzcan cambios importantes
en la noción del sí-mismo, gracias a un incremento de las habilidades
metacognitivas (Lysaker y Lysaker, 2006).
Una posibilidad que se halla presente en la experiencia de todo indi-
viduo es la de poder dudar acerca de dicha experiencia y sus elementos,
es decir, de manejar cierto grado de incertidumbre acerca de cómo son
las cosas, de quién es uno mismo y hacia dónde conviene dirigir el propio
destino. En el caso de la locura, la duda se vuelve algo persistente e intole-
rable: el paciente psicótico se encuentra viviendo una profunda inquietud
e incerteza acerca de sí mismo y de la realidad (como hemos visto, las
propias capacidades y contenidos experienciales pueden ser vividos como
ajenos). Es así que el psicótico decide cortar con esta duda de una forma
casi violenta, aferrándose a como dé lugar a las explicaciones que alcan-
za a elaborar sobre lo que le pasa; explicaciones que pasan a afirmar la
sintomatología mediante un proceso de «desconexión» (Podvoll, 1990).
Una relación de confianza y de activa y comprometida presencia,
tanto del terapeuta como del paciente, puede movilizar la atención
hacia los aspectos más simples de una interacción humana, de modo
que la necesidad de «desconectarse» de la realidad se vuelva cada vez
más innecesaria y el paciente pueda sentirse en una tierra firme y segura
de la que no es necesario escapar (Podvoll, 1990). La consideración,
por parte del terapeuta, del contexto que el paciente ha creado para sí
mismo, permite que el primero pueda, mediante su atención permanente
en los intercambios verbales y no verbales que se están dando, facilitar
un ambiente saludable para ambos (Podvoll, 1990).
De esta manera, el desequilibrio del paciente puede transformarse
en energía disponible para reordenar las estructuras de su organiza-
ción interna (Mahoney, 1991). Pero para lograr este ambiente estable
y confiable es necesario un alto grado de flexibilidad por parte del
terapeuta: una apertura a experimentar de cerca los procesos psico-
lógicos y las distintas expresiones conductuales del paciente. De esta
manera, existen mayores posibilidades de que un sistema psíquico
interno, ahora en «estado de psicosis», encuentre nuevas alternativas
para acoplarse estructuralmente (Maturana, 1990, en Balbi, 1994) a un

98
Arte, locura y psicoterapia

medio que despliega continuas demandas y posibilidades de desarrollo.


La función de la relación terapéutica es la de, precisamente, proveer al
paciente de una gama amplia de desafíos emocionales y alternativas
de explicación para que sea este último quien actúe en su propio be-
neficio. En este sentido, la relación empática va más allá del contacto
con los distintos sentimientos que van emergiendo: podemos entender
la empatía como la posibilidad de ver a otro ser humano como una
totalidad, con atributos y posibilidades que operan en una realidad
que existe más allá de lo aparente, inmediato y efímero. Más aún, en
el actuar empático, los propios límites personales pueden ser puestos a
prueba para poder «intercambiarse uno mismo por el otro» (Podvoll,
1990, p. 270)80, yendo más allá de la experiencia conocida, para abrirse
a lo espontáneo (Weimer, 1982, en Mahoney, 1991), desconocido y
potencialmente extraño (Laing, 1964).

(…) la recuperación no se da en un solo lado: (…) tú también


estás realizando un viaje, y por largos períodos de tiempo, puedes
estar aprendiendo más de él que él de ti (Podvoll, 1990, p. 279).

Así, la relación terapéutica, si bien ha de sustentarse en un encua-


dre consensuado y claro para quienes participan de él (Yáñez, 2005),
también debe constituirse en un territorio abierto a las novedades
que cada sesión pueda traer (Mahoney, 1991; Laing, 1964; Podvoll,
1990): ha de proveer un contexto emocionalmente seguro para que,
precisamente, lo que menos se dé sea un apego a acepciones rígidas
de la realidad y a las emociones que ellas traen asociadas, de modo de
fomentar una mayor productividad y riqueza en la reelaboración de
los significados emergentes.

5.2. El significado en la psicosis


A la hora del ejercicio clínico, se ha reiterado la necesidad de
que el terapeuta esté abierto a reconocer los significados presentes en
las vivencias del paciente (Spinelli, 2001), así como al rol de dichos
significados en las relaciones que el individuo forja en el mundo,

80
Traducción del autor.

99
Rodrigo Hagar Millón

incluyendo la relación terapéutica (Spinelli, 2001; Lysaker y Lysaker,


2006; Laing, 1964).
Como hemos visto, el gran problema de la psicosis no es tanto
su contenido per se, sino que cómo este contenido es vivido. Así, se
ha dicho que muchas vivencias presentes en la locura –por ejemplo,
experiencias místicas, de conexión con lo trascendental, entre otras–
podrían llegar a ser de alto provecho para el individuo (Spinelli, 2001),
al proveerle de claves sobre cómo «retornar» del estado desorganizado
en el que ha caído. Insights espontáneos acerca de cómo recuperarse
podrían esperar como mensajes implícitos dentro de, por ejemplo, un
delirio. El asunto es que estos «mensajes» pueden ser reconocidos como
tales o bien pasar inadvertidos (Podvoll, 1990).
El potencial terapéutico de algunos elementos que surgen en la
experiencia psicótica es digno de ser considerado. Sin embargo, el
terapeuta se topará con la difícil misión de tratar con alguien que,
como ya vimos, tiende a perpetuar su estado de sufrimiento. En esta
situación, lo que podría constituirse en una herramienta terapéutica
juega en contra de un buen pronóstico, debido a que si no existe una
base emocional desde la cual los contenidos puedan ser reinterpretados,
estos se constituyen en referentes ideacionales a los cuales los recursos
cognitivos del paciente quedan fijados, y por lo tanto no disponibles
para el cambio. Esto se produce cuando, por ejemplo, experiencias e
impresiones que son difícilmente descriptibles por el paciente (expe-
riencias de orden no verbal) se presentan muy profundas y también
satisfactorias o agradables, por lo que el individuo se resiste a renun-
ciar a ellas y a la «sensación» (por ejemplo, de expansión o de riqueza
perceptiva) que conllevan (Podvoll, 1990):

Una vez que has probado un trozo del centro de la tierra,


esto ya no puede ser deshecho, estás atascado en ello (Podvoll,
1990, p.134)81.

81
Traducción del autor.

100
Arte, locura y psicoterapia

Por otro lado, y como ya hemos visto, el paciente defenderá el


significado que ha elaborado a partir de sus vivencias debido a que
lo percibe como una explicación cierta, que le da una considerable
certidumbre acerca de las cosas (Spinelli, 2001).
Tomando en cuenta que los significados de la psicosis se producen
a partir de los recursos con que cuenta el individuo para adaptarse a
la compleja realidad que afronta (Hogarty, 2002, en Koehler, 2004),
podemos decir que no es conveniente ir en contra de los mecanismos
psicológicos que operan en el paciente, aun sabiendo que estos han
sido instaurados desde un estado de sufrimiento y desesperación; es
necesario recordar que en todo organismo psíquico el desequilibrio
constituye una posibilidad de cambio y de un aumento de la comple-
jidad y generatividad del sistema personal (Yáñez, 2005).
En esta misma línea, la psicosis incluso ha sido vista como una
posibilidad de profunda transformación interior (Dörr, 2005) que im-
plica el contacto con poderosas fuerzas mentales que el individuo no
puede manejar, hasta caer en un estado de confusión y debilitamiento
(Podvoll, 1990). Entonces, la acción clínica ha de ser la de acompañar a
la persona en este «camino» que está recorriendo, de modo que pueda
tolerar su experiencia, resignificarla y enriquecer la noción de sí mismo.
Los significados que operan en la locura sí tienen un cauce –o al menos
tienden a tenerlo– (Nardone y Watzlawick, 1989) y es posible contar
con esta posibilidad para fines terapéuticos82.
Respecto del discurso del paciente, cabe mencionar que, dentro de
la confusión que su relato pueda evidenciar, no solo pueden esconderse
referencias acerca de sus inquietudes y expectativas, sino que también la
posibilidad de acceder a los procesos narrativos inherentes a la elabora-
ción de la identidad personal, los que incluyen la personificación o las
personificaciones que el sujeto tiene de sí mismo. El discurso puede ser
una puerta de entrada al dominio emocional del paciente; dentro de lo que
este comparte en el diálogo, se halla estampado el cómo se siente (junto
al cómo se ve), aun cuando el relato incluya ideas delirantes, fenómenos
cacofónicos u otros elementos (Lysaker y Lysaker, 2006; Guidano, 2001).

82
Como se verá más adelante, la consideración del significado implícito y el poten-
cial de salud de muchas vivencias de la locura, es fundamental en la aplicación de
terapias que utilizan el arte.

101
Rodrigo Hagar Millón

5.3. Consideración de los aspectos sanos del paciente


El paciente psicótico se halla viviendo una experiencia difícilmente
comprensible, bastante tormentosa y colmada de emociones perturba-
doras. Las imágenes que cruzan por su mente han tomado una dirección
«propia»: el sujeto se ha vuelto crédulo de los elementos que emergen
ininterrumpidamente en su consciencia y se ha dejado llevar por ellos
(Podvoll, 1990). ¿Es posible encontrar algún espacio donde el ser de
este individuo se halle libre de este flujo continuo de contradicciones,
fracturas y angustias?
Podvoll (1990) plantea que en todo paciente con psicosis permanece
un «espacio interior» donde existe claridad respecto de las circunstancias
que se están viviendo. Este puede verse como una «zona» frágil y muchas
veces descuidada dentro de la mente, pero que es vital para la recupera-
ción de la locura. El gran desafío de la terapia consistiría en identificar
esta «zona» para aprovechar los recursos que se pueden activar a partir
de la toma de consciencia de ella. Para esto, es fundamental que el tera-
peuta esté atento a los signos saludables que muestra la persona a quien
está atendiendo, incluso cuando estos signos sean fácilmente confundibles
con indicios de estancamiento y empeoramiento (Podvoll, 1990).
Tomemos un ejemplo que se ha observado frecuentemente en los
hospitales. En ellos, muchas veces se han interpretado las quejas y re-
proches de los pacientes psicóticos solo como evidencias de un ánimo
trastornado y una incapacidad para controlar impulsos agresivos; sin
embargo, el hecho de que el individuo internado sea capaz de mostrarse
profundamente insatisfecho con la situación que le está tocando vivir
(léase, estar encerrado en un cuarto las veinticuatro horas del día,
recibir medicamentos que alteran su estado de vigilia, entre otros), da
cuenta precisamente de que en el momento de la queja el paciente es
capaz de ver su situación vital y contrastarla con él mismo en cuanto
un ser intrínsecamente sano; él genera una espontánea reflexión acerca
de la situación a la que ha venido a parar, tomando en cuenta que en
algún momento previo dispuso de recursos emocionales y cognitivos
que le permitían afrontar los desafíos que la vida le presentaba. En este
sentido, se produce una repentina «toma de consciencia» por parte del
paciente, acerca de la tragedia de su condición psíquica, pero también
se produce un contacto con aquellas energías interiores que anhelan

102
Arte, locura y psicoterapia

terminar con el estado de padecimiento en el que se halla inmerso y,


por lo tanto, acabar con las condiciones que pudieran promover la
perpetuación de dicho estado (Podvoll, 1990).
En ese punto, es clave poder acceder al dominio emocional del
paciente para captar el sentido de lo que expresa, yendo más allá de
la manifiesta «desorganización» con que este puede estar articulando
su discurso (Laing, 1964; Lysaker y Lysaker, 2006). Podvoll (1990)
habló de «islas de claridad», las que corresponden a los momentos en
que se expresan aquellas «zonas mentales» donde el paciente preserva
un estado de buena salud y un sano criterio. Tales instancias, señala,
deben ser cuidadas y tomadas en cuenta, de modo que, comenzando a
trabajar desde una sensación inicial de desasosiego, el paciente pueda,
paulatinamente, motivarse por su recuperación83. Un adecuado contex-
to emocional puede permitir que este se familiarice cada vez más con la
posibilidad de cambiar, y que así, las tomas de consciencia se vuelvan
cada vez más recurrentes hasta que el «desorden del pensamiento»
comience a ser abordado con una actitud proactiva y no reactiva, de
modo de sentirse ya no frente a un «desorden», sino que a la luz de un
«reordenamiento del pensamiento» (Podvoll, 1990, p. 134).
Ahora, la mayoría de las veces, en un inicio los pacientes no tienen
plena consciencia de que estos «despertares» constituyen una posibili-
dad de mejoría, o en otras palabras, no atribuyen valor alguno a este
vaivén de la experiencia que ha despertado su atención, ya que dentro
del ciclo de sufrimiento, su reacción espontánea ante un momento de
claridad suele conllevar una sensación de fracaso y lástima. Es por esto
que el objetivo terapéutico ha de ser el de guiar la atención del paciente
hacia aquellos «espacios» de su consciencia desde donde, de alguna
manera, le pueda ser posible ver su situación vital «desde fuera», de
modo de alimentar la expectativa de incorporar nuevas interpreta-
ciones y no comportarse en forma reactiva ante el descubrimiento de
sus más profundos dolores y perturbaciones. El terapeuta ha de estar
abierto a ver lo que el paciente no ha estado viendo, con la misión de
presentarle a este último un espectro más amplio desde donde abordar
83
Como base conceptual de esta noción de la mente del psicótico puede utilizarse
la idea de «doble orientación» o «doble contabilidad», desarrollada por Eugen
Bleuler, que alude a la existencia de distintos «espacios contiguos» dentro de la
vivencia de la esquizofrenia (Dörr, 1995, p. 283)

103
Rodrigo Hagar Millón

las vivencias en curso. Esta facilitación de recursos implica, entonces,


ir más allá de los límites mentales en que ha quedado atrapado el pa-
ciente, quien ha intentado generar una explicación de su experiencia
mediante una perseverancia inconsciente en procesar la realidad bajo
el –ahora– estrecho prisma de su atención selectiva.
Para lograr activar procesos psicológicos renovadores desde po-
sibilidades tan específicas y frágiles, es necesario que el psicólogo o
psiquiatra tratante guarde en sí mismo la convicción de que ellas no
constituyen fenómenos aislados dentro de un mar de catástrofe, sino
que son testimonios visibles de una consciencia que tiende inherente-
mente a observarse y sanarse a sí misma. Implícita en esta convicción
está la certidumbre de que el paciente puede recuperarse, y sin este
punto de partida es difícil alcanzar objetivo significativo alguno84.
De esta manera, el terapeuta ha de considerar los recursos psico-
lógicos de quien tiene al frente, sin asumirlos como recursos que han
«sobrevivido» al mundo de perdición que es la locura, sino que como
un reflejo de la condición sana y capacidad de desarrollo básicas que
permanecen inmutables y constituyen la misma esencia de todo orga-
nismo vivo. Además, cabe tener por cierto que la posibilidad de vivir
la vida con el pleno uso de las propias energías, flexibilizando ante
las dificultades y corrigiendo las formas de conducirse día a día, se
presenta no solo en las primeras etapas del desarrollo infantil hasta la
adolescencia, sino que puede perdurar a lo largo de todo el ciclo vital
de un ser humano (Jung, 1925; Mahoney, 1991).
Por lo tanto, es fundamental tener la experticia de reconocer los
vaivenes de una mente como la del psicótico e identificar en ella sus
posibilidades de salud. En este mismo sentido, el hecho de saber que
sí se hallan disponibles todos los recursos necesarios para alcanzar el
éxito terapéutico constituye una obligación (además de una cualidad
necesaria) del ejercicio clínico.

84
Se ha planteado que, históricamente, la creencia en la imposibilidad de la recu-
peración de un paciente con psicosis (y principalmente de los esquizofrénicos) ha
constituido un importante límite para el éxito de su psicoterapia (Podvoll, 1990;
Bleuler, 1984, en Podvoll, 1990).

104
Arte, locura y psicoterapia

5.4. El rol del terapeuta


No es difícil asumir, a partir de lo recientemente expuesto, que el
rol del terapeuta, en cuanto ser humano y profesional, es enormemente
gravitante para el cambio en psicoterapia. Se ha visto que en tratamien-
tos de esquizofrenia, el grado de remisión sintomática y recuperabilidad
de los pacientes depende principalmente de las características persona-
les del clínico tratante, quedando en segundo lugar aspectos como la
teoría clínica subyacente o las técnicas utilizadas (Mahoney, 1991)85.
Diversos autores se han referido a la calidad de vida, el autocuidado
y la constante supervisión de quien trabaja como terapeuta, como
aspectos que por ningún motivo se han de descuidar (Yáñez, 2005;
Mahoney, 1991; Podvoll, 1990; Naranjo, 1999; Guidano, 2001). La
misma relevancia se ha atribuido a las visiones, nociones e ideas sobre
el mundo que tiene el practicante (Moffatt, 1997; Dörr, 2005; Laing,
1964; Podvoll, 1990).
En la situación terapéutica, finalmente, lo que se da es un encuentro
de un ser humano con otro. En lo que concierne a la acción que surge
desde el terapeuta hacia el paciente, ya hemos visto que es fundamental
generar las condiciones para el cambio y la recuperación mediante una
activa disposición de escucha, atención y empatía. De alguna manera,
un ambiente emocionalmente estable y confiable implica que la persona
del terapeuta se ha adentrado en la experiencia del otro, ha dado el
paso de desapegarse de sus propias ideas y de ubicarse en una instancia
de observación y autoobservación, para compartir su atento estado de
consciencia en la interacción (Podvoll, 1990). Por lo tanto, podemos
pensar que todo acto terapéutico, tal como escuchar, confrontar, po-
ner en duda o levantar incertidumbres, nacerá como una acción (no
reacción) espontánea frente a la emergencia de variables que surgen
en un contexto de compromiso mutuo y profundo.
Pero alcanzar a sostener estas condiciones y constituirse en un
referente de salud mental, o en un «aparato psíquico auxiliar» salu-
dable para un otro, no constituye un mero desafío técnico, académico
85
Las conclusiones de estos casos de esquizofrenia bien podrían motivar la pregunta
acerca de la efectividad histórica de las diversas teorías y técnicas clínicas aplica-
das en la terapia de dicho trastorno y de las psicosis en general. La posibilidad de
hallar un «vacío conceptual» en dicho cuestionamiento no debiera dejar de ser un
asunto de interés para el clínico ocupado en esta materia.

105
Rodrigo Hagar Millón

ni retórico. El psicólogo o psiquiatra en cuanto persona también,


quiéralo o no, se está «jugando» su propia subjetividad en el ejercicio
de la psicoterapia, operando con sus propios recursos emocionales y
cognitivos; se halla presente «en cuerpo y alma» y, como ya dijimos,
tiene además la misión de estar abierto a recibir el impacto de testimo-
nios surgidos, en gran medida, desde el dolor: narraciones y conductas
con probables tintes desgarradores, hostiles, trágicos y confusos. ¿No
se deduce entonces que es fundamental evitar que la propia salud
mental del clínico, sus hábitos cotidianos y nociones del mundo pasen
inadvertidos como elementos esenciales de su vida personal y como
influencias ineludibles para el destino de toda terapia?
Una propuesta de este libro es que considerar y hacerse cargo de
estas variables es un requisito terapéutico fundamental, es decir, que
la psicoterapia ha de ejercerse sabiendo que la atención al cuidado de
la salud en la vida personal tiene una incidencia directa en el trabajo
clínico, y viceversa (Podvoll, 1990; Yáñez, 2005).
Asumiendo estas prioridades en su ejercicio de la terapia con
pacientes con psicosis, e incorporando su experiencia permanente de
meditación, Podvoll (1990) propone que el terapeuta ha de trabajar en
un estado de «atención básica», en una disposición de calma presencia
en el lugar donde se encuentre. Desde su definición, la atención a la
relación terapéutica consiste en focalizar los sentidos en el momento
presente que se está compartiendo con el paciente: estar atento a sus
miradas, conducta y movimientos; a las emociones que comienzan a
desplegarse, al lugar físico donde ambos se hallan; a la propia respi-
ración y, finalmente, a todo el proceso de la terapia, emergente en su
totalidad en el aquí-y-ahora. Esta actitud meditativa del terapeuta
(Podvoll, 1990; Naranjo, 1999) permite que el espacio compartido se
abra a lo que los procesos sanadores de la consciencia pueden proveer86.
Y esta «atención básica» no ha de ser solo una herramienta para la

86
Con esto me refiero a la definición de inteligencia ofrecida por Krishnamurti (2003),
la cual alude a la tendencia primordial del organismo humano de «saber cómo»
actuar en el mundo. Esta noción de la inteligencia como un proceso, trasciende
su definición más conocida, la que suele referirse a un «coeficiente intelectual» o
«habilidad mental general» (capacidad de aprendizaje y destreza a nivel lógico,
semántico, matemático, etc.).

106
Arte, locura y psicoterapia

terapia –y he ahí su principal fundamento–, sino que ha de desplegarse


en la forma de actuar del terapeuta en todos los ámbitos de su vida.
Así, la comunión entre la salud mental en la vida personal y la
atención necesaria para llevar a cabo un proceso de psicoterapia se
vuelve un despliegue natural de permanente cuidado y plena presencia,
es decir, de sintonización con las novedades que ofrecen las sensacio-
nes corporales, emocionales, procesos mentales y el entorno. De esta
forma, la probabilidad de quedar fijado a ideas inamovibles acerca
de «cómo son las cosas» debido a una «urgencia por la certidumbre»
(racional, por ejemplo) será menor, y en la terapia mayores serán la
posibilidades de abrirse a la experiencia que se comienza a desarro-
llar en la relación con el paciente. El terapeuta estará cuidando, en
toda instancia, de la salud de su mente, y se hallará mejor preparado
para compartir e «intercambiar» su estado de consciencia con quien
consultó (Podvoll, 1990)87. Un terapeuta que aprende a cuidar de su
vida y ocuparse sanamente de ella podrá hacer del ejercicio clínico
una extensión de este cuidado, disfrutando de lo que hace (Huneeus,
2005; Podvoll, 1990) y estando más abierto a adentrarse en el mundo
del otro. La claridad mental permitirá compartir con el paciente los
espacios donde este último pone su atención (espacio de ideas, objetos
y emociones), o en otras palabras, el «lugar» donde él se encuentra en
cada momento (Moffatt, 2000) para proponerle alternativas de formas
de actuar y pensar, que le permitan simbolizar su experiencia de una
manera que va de la mano con el cuidado de su mente, su entorno y
su vida (Podvoll, 1990).
Entonces, la apertura a la propia presencia conlleva, en sí misma,
la apertura a la presencia del paciente, para que este pueda ver que,
por mucho tiempo, no ha podido librarse de instancias mentales que
le han privado del gozo de actuar en el mundo y aprovechar sus pro-
pias capacidades, hallándose, en cambio, sumido en ilusiones y en un
estado enajenado de sí mismo –o bien, sin consolidar una identidad
que le haga sentido y le signifique bienestar–. Como dijera Fritz Perls:
«El cambio terapéutico es paradojal, tiene el paciente que dejar de ser
el que no es, para ser el que es» (Perls, en Moffatt, 2000, p. 7).

87
Podvoll identificó esta situación de «intercambio de estados de consciencia» como
la posibilidad de ir «más allá de la empatía» (Podvoll, 1990, p. 269).

107
Rodrigo Hagar Millón

Por todo lo anterior, se entiende que el resguardo atento de con-


secuencias como el agotamiento o el burnout (Yáñez, 2005) por parte
del terapeuta ha de comenzar desde la responsabilidad por sí mismo.
Como consecuencia, la responsabilidad por el paciente será una ex-
tensión de su forma de ver y actuar en la vida. Las habilidades para la
terapia serán «simplemente aquellas de la decencia humana común»
(Podvoll, 1990, p. 267) para trabajar con las personas «como si estu-
vieras cocinando para ti mismo» (Podvoll, 1990, p. 272).
Ahora, cabe señalar que el acelerado ritmo de vida del mundo
contemporáneo y la urgencia por responder a continuas demandas
que surgen de un entorno que el propio ser humano se ha creado
(Tolle, 2000) se encuentra presente en gran parte de los ambientes
donde muchas veces el clínico se desenvuelve, sea en salud pública,
instituciones privadas, hospitales, clínicas u otros contextos afines. Es
por esto que el cuidado de las propias rutinas y de la salud mental y
física en la vida cotidiana, enmarcado en una constante atención a cada
contingencia, emergencia o desafío, es muchas veces una tarea difícil,
no tanto por complicaciones para conocer o informarse sobre hábitos
saludables, sino que por la dificultad que puede implicar el mantener
estos hábitos. Gran parte de las dinámicas sociales pueden llevar a las
personas a estados de ansiedad, estrés y cansancio, debido a la perma-
nente focalización del interés psicológico en lo urgente e inmediato.
En tal escenario, la atención de pacientes mentalmente perturbados –y
podemos decir también que dichas perturbaciones surgen a raíz de las
condiciones sociales mencionadas– puede convertirse en una «carga»
adicional. Es por esto que instancias concretas de autocuidado, su-
pervisión y recreación, junto al compromiso de acudir personalmente
a uno o más procesos psicoterapéuticos o de autoconocimiento, son
prácticamente una necesidad para el terapeuta; un deber humano
y profesional que otorga herramientas de expansión, crecimiento y
fortalecimiento para el ejercicio clínico y la preservación de una salud
en armonía con el flujo de la vida y las situaciones que esta presenta.

108
Arte, locura y psicoterapia

5.5. Variables ambientales, sociales y culturales


La locura, si bien es una experiencia vivenciada en las profundi-
dades de un ser humano único, también constituye un fenómeno que
va más allá de lo individual. Podemos ver a la psicosis como un reflejo
encarnado de diversas influencias sociales, familiares, culturales y
políticas que confluyen para dirigir al aparato psíquico del individuo
hacia un estado de confusión y alienación de la plena consciencia de su
propio potencial (Moffatt, 1997; Foucault, 1993; Tolle, 2000; Laing,
1964; Szasz, 1960; Cooper, 1967; Laing y Cooper, 1964). De la mis-
ma manera, estas influencias tienden no solo a consolidar, sino que a
perpetuar el estado de locura (Huneeus, 2005; Dörr, 2005; Foucault,
1993; Moffatt, 1997). Un planteamiento básico de este trabajo es que
la atención a estos factores también ha de constituirse en un deber de
todo ejercicio psicoterapéutico. Como lo enfatizara Jacques Dubois:

La psiquiatría será siempre solicitada para tomar en cuenta


las manifestaciones sociales del sufrimiento psíquico. Pero se verá
cada día más forzada a responder a las manifestaciones psíquicas
del sufrimiento social (Dubois, 1995, en Huneeus, 2005).

Para fines prácticos, la consideración de estas influencias no ha de


ser un acto meramente filosófico ni teórico, sino que debe reflejarse en
la forma en que se conduce un psiquiatra o psicólogo, en todo momento
y en cada detalle del ejercicio terapéutico. A continuación revisamos
algunos factores en este ámbito que inciden en la salud mental, guián-
donos por la pregunta de cómo la atención a ellos puede facilitar las
condiciones para una recuperación de la psicosis.

5.5.1. Ambiente inmediato


Nos referimos aquí al contexto inmediato donde la persona se
desenvuelve día a día, principalmente el lugar donde vive (donde duer-
me, come, conversa, cocina, etc.) y su ámbito de trabajo, incluyendo las
rutinas cotidianas y los bienes y herramientas que utiliza a diario. Se ha
afirmado que el mundo «exterior» es un reflejo del mundo «interior»
(Podvoll, 1990; Trungpa, 1986): el cómo cuidamos y actuamos en la
realidad, en cada detalle, con nuestros gestos, palabras, movimientos,

109
Rodrigo Hagar Millón

usos, y toda nuestra gama de acciones, es un testimonio de nuestra


cordura (Trungpa, 1986). Un trabajo terapéutico integral con la psico-
sis ha de considerar este hecho, y observar la relación que el paciente
establece con los elementos que conforman su ambiente.
Como hemos visto, el psicótico se ha aferrado a un mundo de
imágenes y fantasías aisladas del mundo externo concreto (Podvoll,
1990), el cual se ha tornado profundamente doloroso (Jung, 1990).
Por esto, es vital que el terapeuta no olvide cuál es la situación inme-
diata del paciente, a saber, su disposición vital aquí-y-ahora. Se vuelve
necesario prevenir la focalización en un supuesto carácter «abstracto»
de esta enfermedad, para evitar la «teorización acerca de la teoría»
(Moffatt, 1997) y el esmero en obtener conclusiones de índole intelec-
tual, olvidando la posibilidad básica de que el sujeto que consulta viva
su vida común y corriente en forma digna (Podvoll, 1990; Moffatt,
1997; Laing, 1964). Una perspectiva que permite asimilar este punto
e incorporarlo a la psicoterapia puede deducirse de la siguiente cita
de Carl Gustav Jung:

Hoy día podemos afirmar que las ideas patológicas dominan


tanto el interés del paciente porque derivan de las cuestiones más
importantes que le preocuparon cuando había sido normal. En
otras palabras, lo que en la demencia es ahora una maraña in-
comprensible de síntomas, antes había sido un campo de interés
vital para la personalidad normal (Jung, 1990, p. 28).

Entonces, ¿no es vital trabajar en aquellos ámbitos de los que el


paciente se ha «divorciado»? Me parece que la misión de toda terapia
debiese ser reencauzar las energías que se han «encapsulado» en los
pensamientos, ahora hacia metas creativas, poniendo la mirada en
las acciones reales y concretas de quien consulta. Dudo que exista
alguna manera distinta en que un aparato psíquico pueda aplicar
en la realidad todo su potencial y canalizar de forma productiva sus
operaciones internas. Entonces, habiendo revisado que el surgimiento
de la psicosis es consecuencia de angustias que han limitado el campo
de acción del individuo y le han privado de sentirse integrado en la
realidad consensuada, llegando él a negar esta última y a «sustituir-
la» por sus ilusiones e ideas (Huneeus, 2005), todo acto clínico que

110
Arte, locura y psicoterapia

pretenda «reciclar» las capacidades simbólicas inherentes a la mente


humana, debiera considerar de forma específica el dónde y el cómo se
despliegan estas capacidades, pero sin buscar un estado de bienestar
anterior a la enfermedad (Mahoney, 1991; Jung, 1925), sino que enten-
diendo que el momento actual ofrece una oportunidad de cambio que
puede posibilitar el desarrollo de nuevas capacidades y la exploración
de aspectos hasta ahora ausentes en los hábitos y en el horizonte de
expectativas del paciente.
Así, factores que entran en juego y son clave para la recuperación
son el cuidado de las horas de sueño, la adecuada alimentación, el orden
de los espacios personales, el cuidado de los objetos y bienes personales y
de otros, el aseo e higiene, el ejercicio físico, la realización de actividades
cotidianas y recreativas tales como cocinar, tejer, interpretar instrumentos,
bailar, etc. (Podvoll, 1990). Podemos asumir que la ocupación efectiva y
la inmersión consciente del paciente en su actuar en el mundo y en sus
relaciones con otros (en un estrecho contacto con los diversos matices
emocionales emergentes y el operar en el aquí-y-ahora de su mente)
permitirán que, desde la experiencia inmediata, nuevos significados se
vayan generando. Paulatinamente, el «meta-guión» acerca de sí mis-
mo (Guidano, 1987) podrá ir enriqueciéndose y promoviendo nuevos
procesos narrativos, más «frescos» y estimulantes para el desarrollo de
una panorámica personal más optimista y comprometida con el propio
bienestar. Recomendaciones básicas como «cuando esté comiendo,
coma. Cuando esté paseando, pasee» (Krishnamurti, 2003, p. 224) son,
al mismo tiempo, imprescindibles; su incorporación puede constituir
el primer paso para volver a sentirse validado en la experiencia y así
sanar las heridas provocadas por la sensación de ser alguien ineficaz en
el propósito de agenciar la propia vida.

5.5.2. Relaciones sociales


Como hemos ya revisado ampliamente, los vínculos que estable-
cemos con otras personas y grupos –y especialmente con nuestras fa-
milias de origen– determinan en gran medida lo que podríamos llamar
el «vínculo con nosotros mismos» (Naranjo, 1990; Podvoll, 1990;
Lysaker y Lysaker, 2006; Moffatt, 1997; Mahoney, 1991), incluyendo
nuestra autopercepción o noción de identidad (Arciero y Bondolfi,

111
Rodrigo Hagar Millón

2009; Guidano, 1987, 1991; Safran, 1998), los modos predominantes


con que simbolizamos e interpretamos el mundo (Jung, 1925) y el
cómo afrontamos nuevas relaciones y contextos a lo largo de la vida
(Safran, 1998; Guidano, 1987, 1991; Guidano y Liotti, 1983). Es de
esta manera que todo proceso de cambio y toda aspiración de desarro-
llo en nuestra vivencia subjetiva no son factibles sin una permanente
reelaboración interna de las relaciones que sostenemos con otros seres
humanos, especialmente aquellos más significativos (Mahoney, 1991;
Safran y Segal, 1994; Safran, 1998; Podvoll, 1990; Moffatt, 1997).

Relaciones sociales en grupos


Conociendo estas implicancias, podemos entender por qué el tra-
bajo en grupos se ha consolidado como una efectiva forma de tratar
trastornos como el de la psicosis (Podvoll, 1990; Olivos, 2002; Moffatt,
1997; Huneeus, 2005). Es posible puntualizar que, en estos casos, es
necesaria la operación de dos variables fundamentales que favorecen
la recuperación. En primer lugar, las implicancias que tiene el contacto
humano en sí mismo para movilizar un proceso de cambio. La posibi-
lidad de resimbolizar la experiencia mediante diálogos e interacciones
significativas, el acceso a otras formas de interpretar y experimentar la
enfermedad, así como el impacto que tiene sobre la organización del
sí-mismo el generar vínculos emocionalmente estables, que faciliten
un nuevo direccionamiento de los recursos personales hacia el desa-
rrollo de habilidades sociales en una realidad menos «amenazante»,
constituyen algunos elementos terapéuticos presentes en el trabajo
grupal. Términos como confianza, aceptación y reconocimiento en el
otro (Podvoll, 1990) se aplican a este nivel de cambio.
En segundo lugar, un factor fundamental para el cambio terapéuti-
co en grupos es el encuadre, que consiste en las normas y compromisos
asumidos en forma colectiva y que guían la forma en que se llevará a
cabo el trabajo (Olivos, 2002). El ordenamiento social e institucional
favorece el orden interior del paciente y ayuda a reducir su angustia
y confusión. Regulaciones que van desde el respeto por los horarios
hasta las normas de comportamiento y el cumplimiento de objetivos,
favorecen que el paciente se contextualice en la realidad inmediata y se
motive por encauzar su conducta hacia la satisfacción de expectativas

112
Arte, locura y psicoterapia

compartidas (Podvoll, 1990). Se propicia que el paciente se vuelque


hacia un mundo externo que constantemente desafía la perpetuación de
su padecer; un contexto protegido que le presenta demandas en forma
clara y libre de ambigüedades. El paciente ya no tendrá que dedicarse
exclusivamente a su realidad interna, sino que deberá hacerse cargo
también de las necesidades de otras personas.
En la actualidad, se practican formas de trabajo grupal que con-
sisten en reuniones periódicas movilizadas por un terapeuta o guía
en pos del logro de objetivos terapéuticos específicos (Olivos, 2002;
Huneeus, 2005). Por otro lado, también existen formas de trabajo más
permanentes y a largo plazo. Un ejemplo de esto último es el Wind-
horse Project, aplicado en Estados Unidos (Podvoll, 1990), el que se
basa en la generación de comunidades integradas por profesionales de
distintas disciplinas, los pacientes y algunos de sus familiares y amigos,
sosteniéndose encuentros de diversa índole, tales como psicoterapia
individual, reflexiones grupales y talleres de habilidades. A esto se suma
el establecimiento de normas de convivencia, que apuntan a que cada
paciente se haga cargo del aseo y cuidado de su espacio propio y de las
zonas compartidas. Finalmente, el valor que cobran las interacciones
informales entre los miembros de la comunidad (en instancias como
caminatas por un jardín o la hora de comida) es muy alto; en ellas, cada
persona del grupo (incluyendo pacientes y terapeutas) puede presentar
sus inquietudes, expectativas o impresiones acerca de la conducta de
otros, o bien compartir con ellos sus propias habilidades (intelectuales,
artísticas, artesanales o de otro tipo) (Podvoll, 1990). En este contex-
to, «el paciente tiene la oportunidad de experienciar y descubrir una
curiosidad y preocupación por otras personas, lo que lo libera de la
dolorosa autoabsorción en su enfermedad» (Podvoll, 1990, p.254)88.
De la misma manera, una variable que es fundamental en el Win-
dhorse project es el hecho de que los pacientes se relacionan con todo
tipo de personas, es decir, sin la característica del estilo manicomial de
reunir grupos de individuos que presentan un padecer psíquico. Esto
último tiende, casi inevitablemente, a agravar la condición de dichos
individuos (Huneeus, 2005; Moffatt, 1997; Podvoll, 1990).

88
Traducción del autor.

113
Rodrigo Hagar Millón

(…) personas altamente perturbadas, cuando son agrupadas


juntas, corren el riesgo de confundirse más. Cuando están en
compañía de personas saludables, es más posible que se vuelvan
más sanas (Podvoll, 1990, p. 248)89.

Relaciones sociales, sociedad y cultura


A partir de lo recién expuesto, es posible agregar tres considera-
ciones relevantes que se refieren al papel fundamental que juegan las
variables sociales, las condiciones culturales y el carácter compartido
de la naturaleza humana en el establecimiento y en la recuperación
de la locura.
En primer lugar, es necesario enfatizar el «factor social» presente en
el mantenimiento de la psicosis, y que puede verse desde dos puntos de
vista: por un lado, a un nivel individual, cada paciente, a lo largo de su
ciclo vital, ha interactuado con un entorno proveedor de posibilidades
de relacionamiento y desarrollo. En esta interacción, ha llegado a ela-
borar su «realidad personal» de tal modo que un intenso sufrimiento
psíquico ha surgido como producto de sus esfuerzos de adaptación y
búsqueda de coherencia interna. Por otro lado, podemos afirmar que
a un nivel colectivo, la noción más comúnmente consensuada acerca
de lo «normal» y lo «patológico» ejerce influencias innegables en los
juicios de valor y apreciaciones subjetivas de los grupos sociales y de
cada persona, respecto del fenómeno emergente de la locura. Por lo
tanto, el individuo se sabe «loco» una vez que ha incorporado, a la
definición de su propia identidad, nociones ampliamente divulgadas en
el discurso popular y científico respecto de lo esperable y no esperable
de alguien sano. Así, el paciente perpetúa su rol de enfermo mental
en la medida que el resto del mundo lo trata como tal, y por lo tanto
él mismo desarrolla conductas que lo confirman como tal (Moffatt,
1997; Laing, 1964), reforzando este proceso como un ciclo cognitivo
interpersonal (Safran, 1998).
Desde un punto de visto más amplio, las características de la so-
ciedad moderna, con sus ideologías y acuerdos implícitos relativos a la
necesidad de que cada persona se constituya en un agente que «produce
resultados» favorables para el crecimiento económico, de modo que

89
Traducción del autor.

114
Arte, locura y psicoterapia

dichas ideologías y acuerdos fomenten el acatamiento a decisiones y


regulaciones (legislativas, económicas y mediáticas) de los grupos de
poder (económico y político) más influyentes, configuran un contex-
to socioeconómico donde el rol de «insano» tiene un lugar definido
(Huneeus, 2005; Moffatt, 1997). En este escenario, la subjetividad de
cada persona que «se ha vuelto loca» pasa a ser relegada a un segundo
plano –o quizás apenas se valora en cuanto subjetividad–, en beneficio
del mantenimiento de las vías protocolares que sostienen el diálogo
«racional» acerca de lo conveniente y lo no conveniente. Mediante
estos canales se expresa, con distintos niveles de explicitación, cuál
es la función deseable de cada individuo y grupo en la sociedad: es
decir, de alguna u otra manera, quiénes deben ser aislados y quiénes
integrados y favorecidos.
En miras de este contexto, un segundo punto a revisar se refiere
a la necesidad de que cada persona con psicosis, en su proceso de
recuperación, cuente con la posibilidad de reincorporar al sentido de
sí mismo las influencias de su cultura de origen. Como ya dijimos, la
locura puede ser vista como una alienación respecto de uno mismo. Pues
bien, esta definición ha de considerar que la psicosis, en tanto artefacto
socialmente inducido (Zubin, 1985, en Huneeus, 2005), constituye una
enajenación respecto de los propios valores90 y las visiones de mundo
que han conformado las estructuras psíquicas del individuo desde sus
más tempranos encuentros con la realidad (Moffatt, 1997). Una cultura
que busca la productividad y el rendimiento muchas veces obviará las
características afectivas, idiosincrásicas y propiamente humanas que
implican el encuentro social.
En este sentido, la terapia debiera constituirse en un espacio abierto
donde cada beneficiario pueda expresarse y mantener los rituales simbó-
licos que le otorgan un sentido de dignidad. A lo largo de la historia, este
contexto no ha sido propiciado en la mayoría de los hospitales donde
se ha internado a las personas con un diagnóstico de psicosis (Moffatt,
1997). Quizás sea mejor, más que ver a la familia y cultura de origen
como el entorno «culpable» del desarrollo de una psicosis, y del cual
90
Para propósitos de este escrito, con valor me refiero simplemente a lo que el indi-
viduo valora o aprende a valorar, es decir, aquellas conductas, situaciones y metas
que se han tornado esperables para él, en la medida que han sido asimiladas como
referentes de salud, crecimiento y bienestar.

115
Rodrigo Hagar Millón

es necesario aislar al paciente lo antes posible para que se vea menos


afectado por sus influencias, considerar que, si bien en dicho ambiente
surgieron las perturbaciones que llevaron al paciente a su padecer, desde
este mismo lugar fueron provistas las claves emotivas y simbólicas con
las cuales es posible llevar a cabo un proceso de reinterpretación, recu-
peración y reconexión con un sentido de identidad genuino (respecto del
propio sentir) y saludable (en función con las propias expectativas de
bienestar), compenetrado con el requerimiento natural de ser parte activa
de una diversa gama de hábitos y rituales individuales y compartidos.
Como ya hemos dicho aquí, no se trata de «volver a como eran las cosas
antes» o «apegarse al pasado», sino que el trabajo debiera orientarse a
devolverle a la historia personal, por decirlo de alguna manera, el «lu-
gar» que le corresponde en el aparato psíquico del individuo (Moffatt,
1997), o en otras palabras, facilitarle (y permitirle) a este último que
pueda incorporar nuevas interpretaciones acerca de su historia a sus
procesos narrativos actuales, mediante los cuales se articula su identidad
y su sentido personal (Arciero y Bondolfi, 2009; Arciero, 2009), para
fomentar, así, una mayor flexibilidad y generatividad en dichos procesos.

Un enfermo mental se encuentra, por momentos, alejado de


su propia naturaleza tanto como de la cultura en la que le tocó
nacer, por eso está enfermo. La restitución de la salud se produce
cuando se reencuentra con su origen, es decir, con su verdadera
naturaleza y con su cultura que fue escenario de sus vínculos
(Moffatt, 1997, p. 187).

Finalmente, en tercer lugar, cabe hacer una breve referencia a la in-


certidumbre que puede girar en torno a la reflexión sobre el «origen» del
«mundo» de la locura. Como ya he señalado, la psicosis puede ser vista
como un artefacto socialmente definido que hace referencia a una expe-
riencia que es vista como desconocida y perturbadora. También hemos
visto que esta es producto de un proceso de desarrollo psíquico individual
que, en constante interacción con las demandas ambientales, perpetúa una
dinámica interna con serias limitaciones para incorporar sus contenidos
experienciales a una organización sistémica progresivamente compleja y
que opere en favor del desarrollo, adaptación y continua rearticulación de
la identidad del individuo. Ahora, una extensión de estos planteamientos

116
Arte, locura y psicoterapia

–ya referida en líneas previas de este libro– alude a que el «mundo» de la


psicosis se halla presente en todo ser humano y que la vivencia psicótica
conlleva la emergencia de elementos presentes a un nivel de consciencia
colectiva (Moffatt, 1997; Jung, 2002). Es decir, el psicótico se hallaría
sufriendo la emergencia de contenidos profundamente arraigados en una
consciencia que trasciende los límites individuales y cuyo encuentro puede
llevar a un significativo estado de confusión y angustia, que la mayoría
de los miembros de una sociedad querría evitar. Esto último apunta a la
tendencia generalizada de descartar la opción de vivir experiencias donde
no rijan ideas ni nociones «convencionales» de la realidad:

Tal como a la pobreza (o a la riqueza), también a la locura


es necesario redistribuirla. Los chivos emisarios no necesitarían
existir si cada uno de nosotros asumiera su parte de locura, su
delirio chico o grande. (…) con un pensamiento estereotipado,
renunciamos tanto a la locura desintegradora como también a
la imaginación creadora (Moffatt, 1997, p. 188).

De acuerdo a los planteamientos de Jung (en Moffatt, 1997), el


mundo de la psicosis correspondería a una dimensión de la consciencia
a la que se accede, por ejemplo, en los sueños91. En ella se desplegarían
símbolos fundacionales del operar instintivo básico de todo aparato psí-
quico individual, correspondientes a un nivel de inconsciente colectivo
(Jung, 2002, 1925). Los alcances teóricos y las reflexiones epistemo-
lógicas que pueden desprenderse de este enfoque han sido y seguirán
siendo altamente estimulantes y fuentes paradigmáticas de revisiones
del fenómeno de la mente y la psicosis, pero, para fines de este escrito,
solo cabe rescatar de ellas el señalamiento de que, en resumidas cuentas,
la mente humana no corresponde a un fenómeno individual, sino que a
una dimensión compartida (Jung, 2002; Wilber, 2008; Moffatt, 1997;
Krishnamurti, 2003; Tolle, 2000), y que, como tal, la responsabilidad
por la propia vida psíquica implica también la responsabilidad por la
vida psíquica de todos y cada uno de los individuos con quienes en algún
momento pudiéramos entrar en relación (Krishnamurti, 2003; Tolle,

91
Respecto de los sueños, Carl Jung escribió que «el sueño es una serie de imágenes
aparentemente contradictorias y absurdas, pero contiene un material de pensa-
mientos que, traducido, arroja un sentido claro» (Jung, 1963, p. 32).

117
Rodrigo Hagar Millón

2000, 2005; Moffatt, 1997). Así, el encuentro con la psicosis podría


constituirse en un llamado al compromiso, así como en una posibilidad
de aprendizaje acerca de dimensiones profundas de la experiencia,
tanto de la persona que consulta como de quien se relaciona con ella,
pudiéndose indagar en la misma naturaleza humana (Podvoll, 1990).

5.5.3. Familia
Como hemos visto, las relaciones interpersonales de las primeras
etapas de la vida ejercen una profunda influencia en la forma en que
posteriormente se significará la experiencia con otros (Guidano, 1987;
Guidano y Liotti, 1983; Safran, 1998), ya que desde ellas se generan es-
quemas interpersonales que tienden a perpetuarse a lo largo del ciclo vital
(Safran, 1998; Bowlby, en Mahoney, 1991, 1998; Safran y Segal, 1994;
Sullivan, en Safran, 1998; Guidano, 1991). La familia, siendo el primer
sistema humano donde es posible poner en ejercicio las propias capaci-
dades de vinculación, permite que un individuo adquiera las primeras
nociones acerca de la realidad, asimilada como un espacio intersubjetivo
que presenta demandas emocionales y posibilidades de desarrollo personal.
En la perspectiva de las teorías sistémicas (Elkaim, 1988; Keeney,
1983), la familia es vista como un ambiente significativo donde se
establecen patrones comunicacionales básicos que irán configurando
los modos en que el individuo forjará sus relaciones interpersonales e
incorporará la experiencia relacional en curso a la noción de sí-mismo.
Es el primer espacio compartido donde el individuo pondrá a prue-
ba sus posibilidades de adaptación, predeterminándose allí, en gran
medida, el grado de «cordura» o «patología» que han de adquirir sus
operaciones psíquicas (Laing y Esterson, 1964). La psicopatología sería
un reflejo de la asimilación de modalidades comunicativas que dificul-
tan el transcurso saludable de una etapa de la vida a otra (Nardone y
Watzlawick, 1989), por lo que el contexto básico donde el individuo
mantiene y elabora sus interpretaciones acerca de los mensajes que
intercambia con el entorno merece un énfasis especial en la psicoterapia
(Parks, 1999, en Spinelli, 2001). En un postulado ya bastante recono-
cido, Watzlawick, Beavin y Jackson (1981) proponen cinco axiomas
o principios de la comunicación humana que se hallarían presentes en
las relaciones familiares, así como en toda forma de vinculación social:

118
Arte, locura y psicoterapia

Siguiendo con esta perspectiva, en el caso de la psicosis, lo que


ocurriría es que el individuo ha llegado a constituirse en un «chivo
expiatorio» (o «sujeto índice») al que le son atribuidas las incongruen-
cias comunicativas de un sistema familiar disfuncional, afectándose y
convirtiéndose su condición psíquica en un reflejo de esta disfunciona-
lidad (Ciompi, 1988, en Huneeus, 2005). Adicionalmente, se plantea
la existencia de un patrón vincular paradojal, el doble vínculo92 (Ba-
teson, Jackson, Haley y Weakland, 1956, en Guidano, 1987; Ciompi,
1988, en Huneeus, 2005; Elkaim, 1988), que consiste en la recurrencia
de mensajes incongruentes –por ejemplo, hechos versus dichos– que
dificultarían al individuo interpretar sanamente sus relaciones y su rol
en el sistema familiar, hasta caer en un estado de confusión93. El objetivo

92
Para revisar el concepto de «doble vínculo» desde una panorámica constructivista
del significado personal y la psicopatología, el autor puede referirse a Guidano,
V. (1987, pp. 172-176).
93
Existirían también otras varias formas de comunicación patológica que dificultarían
el posicionamiento saludable del sujeto dentro del sistema familiar (Laing, 1980;
Ciompi, 1988, en Huneeus, 2005).

119
Rodrigo Hagar Millón

de la terapia sistémica, entonces, es abarcar el sistema comunicacional


donde está inserto el paciente y trabajar en este nivel, de modo de
favorecer la reinterpretación de sus vínculos y reencuadrar el marco
conceptual y emocional desde donde quien consulta vislumbra su rol
en la situación compartida e inmediata (Elkaim, 1988; Pacheco, 2001).
La familia es, entonces, una de las puertas de acceso más directas
a la influencia que determinados patrones vinculares e interpretaciones
acerca de la realidad, desprendidas incluso desde un nivel social y cultural,
tienen sobre el paciente. Tales elementos serían incorporados a los modos
de vinculación familiar debido a la relación recíproca que mantiene este
nivel sistémico (familia) con las distintas capas del entorno que le rodea,
en el mantenimiento de una estructura progresiva de interacciones bidirec-
cionales que operan entre el individuo y la sociedad como un todo (Bron-
fenbrenner, 1987). De esta manera, el sistema familiar es el lugar donde
se plasman, mediante el vínculo directo entre sus integrantes, profundas
necesidades y carencias humanas históricas y transgeneracionales, que
presionan por ser incorporadas a la óptica con que se interpreta la realidad
y se construyen las relaciones, tendiendo esto a condicionar la forma en
que cada miembro concibe sus propias posibilidades de pertenecer a un
grupo social, desarrollarse personalmente y eventualmente generar por sí
mismo nuevos sistemas familiares (Hellinger y Ten Hövel, 2002; Schneider,
2007). La psicosis sería el caso en que un sistema personal sucumbe a una
presión intolerable por integrar a su identidad tales necesidades y carencias,
situación que, de alguna manera, lo lleva a identificarse con una vertiente
de sufrimiento y problemas emocionales insuficientemente elaborados en
generaciones anteriores (Hellinger y Ten Hövel, 2002) y que exceden las
capacidades de simbolización y explicación que ha alcanzado a elaborar
en un nivel personal.

5.5.6. Conclusiones respecto de las variables ambientales


He hecho alusión a variables ambientales o «externas» al suje-
to, que influyen en la organización de su sistema de conocimiento.
Prestamos especial atención a las relaciones interpersonales, ya que
en ellas se despliega un espacio de demanda simbólica en el que se
ponen a prueba esquemas cognitivos interpersonales que operan a
un nivel estructural o profundo en el aparato psíquico del individuo
120
Arte, locura y psicoterapia

(Yáñez, 2005, Safran, 1998). En este contexto, perturbaciones intensas


y demandas desbordantes que afecten en dicho nivel estructural son
capaces de provocar desequilibrios sistémicos como el de la psicosis
(Yáñez, 2005). Se plantea que en el mismo espacio interaccional, donde
surgen las demandas mencionadas, es posible regenerar y reencauzar
las capacidades de simbolización y asimilación de la experiencia hacia
disposiciones más flexibles y generativas y hacia conductas más sana-
doras (Moffatt, 1997; Podvoll, 1990).
He planteado que la consideración del origen familiar, social y
cultural como contexto medular en el desarrollo saludable o pato-
lógico de un aparato psíquico individual, junto con una dedicada
atención al cuidado de la vida personal y al impacto que esta tiene en
la relación terapéutica, son requisitos fundamentales para el ejercicio
de la psicoterapia. Aparece como necesario revisar la presencia de los
distintos condicionantes sociales y culturales en las propias nociones
acerca de la realidad, de modo que, al abordar un fenómeno incierto y
esquivo como es la psicosis, sea posible identificar los límites que tales
condicionantes pueden imponer en la comprensión de la experiencia de
otro ser humano, y así dar un lugar a dichos límites para recién mirar
un poco más allá de ellos, en beneficio del paciente.
Para concluir con este tema, rescato la idea de enacción de Varela
(1988), desde donde se entiende que «el contexto y el sentido común
no son artefactos residuales que se puedan eliminar progresivamente
mediante el descubrimiento de reglas más elaboradas (sino que) cons-
tituyen la esencia misma de la cognición creativa» (Varela, 1990, p.
96). Este autor puso especial énfasis en que la relevancia del contexto
para la vida psíquica no se halla en la posibilidad que este ofrece de ser
representado mentalmente, sino en la acción recíproca que establece
con el sistema cognitivo individual para modular un mundo que se
vuelve común y generativo. Así, los propósitos de un sistema cogni-
tivo saludable son: primero, ser parte de un mundo de significación
preexistente y, segundo, configurar un mundo nuevo (Varela, 1990).
Asumimos que la contemplación de estas dos posibilidades debe ser
incorporada al horizonte de expectativas de una terapia con psicosis,
y más considerando que ambas suelen presentarse bastante «restrin-
gidas» en dicho caso.

121
Rodrigo Hagar Millón

5.6. Cuerpo y experiencia encarnada


El valor que tienen para la terapia las ideas revisadas hasta este
punto no es puramente intelectual. Si bien me he referido reiterada-
mente a la complejidad de la experiencia humana y sus vaivenes de
desarrollo (lo que pudiera confundirse con la alusión a algo meramente
ideacional o «abstracto»), es imprescindible aclarar que los procesos
que operan en la consciencia tienen siempre una base fisiológica, un
correlato físico que actúa en el dominio emocional (o de disposición-
para-la-acción) de cada individuo, siendo ello «traducido», muchas
veces, en vivencias que son sentidas en el cuerpo. Podemos entender
que la experiencia encarnada corresponde al origen y destino de la vida
psíquica, incluyendo al carácter emocional inherente al desarrollo de los
esquemas cognitivos subyacentes e interpersonales (Yáñez, 2005) y los
«metaguiones» de la historia y la identidad personal (Guidano, 1987).

(…) existen fuertes indicaciones de que el conjunto de ciencias


que tratan del conocimiento y de la cognición, las ciencias cog-
nitivas, lentamente ha ido cobrando consciencia de que las cosas
han sido planteadas al revés y han comenzado un radical viraje
paradigmático o epistémico. El núcleo de esta visión emergente es
la convicción de que las verdaderas unidades de conocimiento son
de naturaleza eminentemente concreta, incorporadas, encarnadas,
vividas; que el conocimiento se refiere a una situacionalidad y que
lo que caracteriza al conocimiento, su historicidad y su contexto,
no es un «ruido» que oscurece la pureza de un esquema que ha de
ser captado en su verdadera esencia, una configuración abstracta.
Lo concreto no es un paso hacia otra cosa. Es cómo llegamos y
dónde permanecemos (Varela, 1996, p. 5).

Diversas investigaciones han dado cuenta de que la emoción y la


cognición constituyen fenómenos vivenciales y fisiológicos. Por ejemplo,
hoy sabemos que existen relaciones directas y precisas entre el funcio-
namiento del cerebro humano y un amplio número de procesos psico-
lógicos complejos, tales como la percepción de claves interpersonales,
la cognición, las emociones, la conducta intencionada, la consciencia
y la atención interoceptiva94 (Smoller, 2013; Damasio, 1994; Critchley,

94
La atención interoceptiva se define como la capacidad de sentir el estado fisiológico
del cuerpo (Craig, 2003) incluyendo manifestaciones tales como el ritmo de la

122
Arte, locura y psicoterapia

Rotshtein, Nagai, O’Doherty, Mathias y Dolan, 2005; Critchley, Wiens,


Rotshtein, Öhman y Dolan, 2004; Varela, 1997; Varela, Thompson
y Rosch, 2005; Niedenthal, Winkielman, Mondillon y Vermeulen,
2009; Gazzola, Aziz-Zadeh y Keysers, 2006; Niedenthal, Brauer,
Robin y Innes-Ker, 2002; Buccino, Riggio, Melli, Binfofski, Gallese y
Rizzolatti, 2005). Tales descubrimientos constituyen una promesa de
que el límite que por tanto tiempo ha separado el conocimiento de la
biología del cerebro humano, del de la psicología de la experiencia
humana, finalmente podrá disolverse. Por lo tanto, asumimos que
mente, cuerpo y experiencia constituyen una unidad inseparable que
toda forma de terapia debiera considerar en su integralidad (Podvoll,
1998; Huneeus, 2005).

La meta es crear el máximo de armonía entre el cuerpo, la


mente, los sentimientos y el pensamiento, los modos de expresión
y comunicación verbales y no verbales (Huneeus, 2005, p. 246).

Entonces, al hablar de experiencia encarnada, nos referimos a la


disposición subjetiva y su vínculo con la experiencia concreta. Trabajar
terapéuticamente, en este nivel, implica estar en permanente contacto
con el cuerpo, es decir, en atención a las claves emocionales que surgen
de él, a las distintas experiencias sensoriales, posturas, expresiones,
gestos, etc. Así, en la psicoterapia, como en el mismo vivir cotidiano,
la autoobservación y la reelaboración de los contenidos del sistema
de conocimiento son facilitados por la permanente recurrencia a las
claves emocionales que son experimentadas, primordialmente, a un
nivel físico, y que pueden ser reconocidas, en gran parte, gracias a la
atención interoceptiva (Craig, 2003). Por lo tanto, no existe un cambio
terapéutico en los procesos de la consciencia y en la salud mental sin
un giro también en lo que respecta a la consciencia del cuerpo, lo que
favorece una mayor conocimiento de las propias emociones (Arciero y
Bondolfi, 2009), la estimulación de funciones fisiológicas relacionadas
con un organismo saludable (Tolle, 2000) y una mayor capacidad de
pensar y decidir en pos del propio bienestar (Damasio, 1994).

respiración y los latidos del corazón (Khalsa, Rudrauf, Damasio, Davidson, Lutz
y Tranel, 2008).

123
Rodrigo Hagar Millón

Lo que estoy proponiendo es un cambio en la naturaleza de


la reflexión desde una actividad no encarnada a una reflexión
abierta y encarnada (atenta). Al decir «encarnada» me refiero a
una reflexión en que mente y cuerpo se unen, una actitud más
cercana a la respuesta inmediata que al knowing what95. Lo que
aquí quiero dar a entender es que la reflexión no es solo acerca
de la experiencia, sino que la reflexión es una forma de expe-
riencia en sí y esa forma reflexiva de experiencia puede lograrse
mediante el estar plenamente. Cuando se lleva a cabo de este
modo, puede cortar la cadena de los esquemas habituales de
pensamiento y preconceptos de tal modo que puede llegar a ser
una reflexión abierta a posibilidades distintas de las que están
contenidas en las representaciones actuales del espacio vital. Este
modo de reflexión puede recibir el nombre de reflexión atenta y
abierta (Varela, 1996, p. 48).

Esta forma de reflexión planteada por Varela (1996) se condice


muy bien con el enfoque que aquí planteo para entender y desarrollar
la terapia, así como con la intención de revisar, en términos fenomeno-
lógicos, los procesos de la mente y, específicamente, de los aconteceres
psicológicos de la locura. Respecto del primer punto –el de la terapia–,
podemos asumir que la opción de abrirse a nuevas posibilidades viven-
ciales no residiría, como ya dijimos, en la capacidad de simplemente
«despojarse de prejuicios», sino que en dirigir el foco de atención hacia
la experiencia inmediata, percibida en el cuerpo y desde donde surge
toda posibilidad de abstracción, la que es recursiva y coherente con
el acontecer de la experiencia en curso (Guidano, 1987). En segundo
lugar, podemos resumir que la experiencia a la que deben apuntar los
estudios de la fenomenología es un proceso encarnado, individual (es
decir, diferenciado para cada individuo), contextualizado (social y
culturalmente) y constructivo (Mahoney, 1991). En la década de 1970,
Walter B. Weimer señaló:

Una vez que uno abandona las perspectivas simplistas como


el conductismo o la teoría de la información, se vuelve obvio que
los procesos mentales superiores del ser humano están dentro
de los más complejos e intratables problemas que ha conocido

95
Knowing what significa «saber qué», acepción utilizada para definir el conocimiento
como aprendizaje y dominio de contenidos o representaciones de la experiencia.

124
Arte, locura y psicoterapia

el hombre. Aun las más simples conductas son el resultado de


procesos causales enormemente complejos y abstractos que son
posibles, en un último análisis, por la habilidad del sistema ner-
vioso central de estructurar y reestructurar su propia actividad
(Weimer, 1974, en Guidano, 1987)96.

Las citadas reflexiones de Varela (1996) surgen, en gran medida,


desde su práctica y estudios de la meditación budista. Como hemos
visto, es precisamente esta práctica la que Edward Podvoll (1990) in-
corpora a su metodología de trabajo terapéutico. Esta se basa en «dar
instrucciones a la persona que se recupera de la psicosis acerca de cómo
cuidar de su mente»97 (Podvoll, 1990, p. 240), de modo de sincronizar
mente y cuerpo, lo que se logra estando consciente de la actividad men-
tal, el cuerpo y la conducta (incluyendo elementos como la respiración
y las palabras pronunciadas) (Podvoll, 1990). Esto permite desarrollar
la voluntad libre de «traer de vuelta» una atención «perdida», lo que
estaría en la misma raíz de lo que William James (1961, en Podvoll,
1990) refirió como el carácter, el juicio y la voluntad.
Si bien es posible generar explicaciones acerca del sí-mismo y sus
complejas dinámicas internas, podemos entender que, finalmente, este
ejercicio es una respuesta a la necesidad de comprender la vida según
es vivida por un ser humano, y que aquello que llamamos sí-mismo o
yo no es más que una proposición teórica para explicar el potencial de
desarrollo de un aparato psíquico que, en una considerable magnitud,
opera para constantemente generar y confirmar otra proposición teóri-
ca: la identidad. Así, como lo hemos ya examinado, tanto la identidad
como el sí-mismo, constituyen procesos que están continuamente
actualizándose (Guidano, 1987; Mahoney, 1991; Arciero y Bondolfi,
2009; Arciero, 2009), por lo que su caracterización –en cuanto reorga-
nización permanente del sistema de conocimiento– se vuelve más fiable
atendiendo al «cómo» ellos operan, más que en el «qué» son. Y es en
este sentido que el cuerpo constituye una fuente de información fide-
digna acerca de procesos internos que, más allá de tener una etiqueta,
tienen una forma no conceptual (o preconceptual, o prerreflexiva) de

96
Traducción del autor.
97
Traducción del autor.

125
Rodrigo Hagar Millón

manifestarse en la experiencia del individuo, a nivel de la sensación y


la percepción, antes que del pensamiento.
Por ejemplo, el yo (y el sí-mismo concebido como una forma de
organización de la experiencia) sería aquello que está encargado de
operar entre el cuerpo (o las claves corporales) y las dinámicas socia-
les (Varela, 1996); es un «regulador», un intermediario que tiende a
incorporar intuiciones respecto de relaciones de significados y pro-
blemas de la realidad que se hallan en un nivel tácito, hacia un nivel
progresivamente más explícito y consciente (Guidano, 1987). Pues
bien, la capacidad de dirigir la atención hacia el momento presente
utilizando, por ejemplo, técnicas de relajación o meditación, potencia
una mayor aptitud para estar en contacto con los procesos intuitivos
inherentes a la experiencia aquí-y-ahora (Varela, 1996) y, por lo tanto,
permite una mayor apertura a lo que la propia experiencia en curso
pueda ofrecer, en un contacto consciente con el cuerpo y la relación de
los sucesos corporales con la realidad externa, es decir, en un contacto
con el propio operar del sí-mismo en relación con los otros y el entorno.
Así, la posibilidad de «ver cómo nos jugamos la propia identidad», crea
una mayor sincronización entre la vivencia emocional encarnada y la
emergencia de explicaciones sobre esta experiencia en curso. Como
factor fundamental, a nivel de realidad externa, el contacto interper-
sonal tiene la función de ampliar el repertorio de posibles consensos
simbólicos que aumenten la capacidad explicativa de los sistemas de
conocimiento que se hallan en interjuego.
En síntesis, podemos decir que aquella dimensión más «subjetiva»
de la experiencia efectivamente reside en el cuerpo. Este es un vehículo
básico del ser-en-el-mundo de toda persona y, por lo tanto, el trabajo
con la consciencia del cuerpo es fundamental en el caso de la psicosis,
donde uno de los principales (si no el principal) conflicto interior reside
en el hecho de sentirse «separado» o «despojado» del cuerpo (Laing,
1964). La dimensión corporal sería una llave de acceso a aquello que
el paciente, esperaría, pudiera ser su yo real (Laing, 1964)98.

98
Puede acá calzar bien la reflexión de Suzuki (1987) acerca del yo como una puerta
de vaivén entre la inhalación y la exhalación. El paciente, si busca su yo verdadero,
no deberá más que retornar, en forma consciente, a lo que ocurre en su cuerpo.

126
Arte, locura y psicoterapia

Para concluir, podemos asumir que el entrar en contacto con la


dimensión corporal de la experiencia y sus claves, permite disponer de
una mayor cantidad de energía psíquica para procesar mayores mag-
nitudes de experiencia e incorporarlas a los procesos de la mismidad
en forma generativa; por lo tanto, las vivencias, el potencial humano
y las propias capacidades que el paciente psicótico pudiera vivir como
«externos» (Sass, 1998), podrían llegar a asimilarse por él como parte
del propio existir y como componentes activos en la elaboración de
una identidad corporeizada.

5.7. Encuadre y objetivos de la terapia


Finalmente, cabe hacer mención a la relevancia del encuadre clí-
nico y a la necesidad de clarificar expectativas acerca del desarrollo y
resultado de la terapia.
El encuadre incluye las normas y reglas acordadas entre terapeuta
y paciente, lo que facilita el ordenamiento del mundo interior de este
último (Olivos, 2002). Asimismo, permite aclarar la relación entre las
variables específicas del proceso (diagnóstico, tratamiento, técnicas a
utilizar) y las inespecíficas (alianza, comunicación, clima emocional,
etc.), facilitando el uso de estas últimas como herramientas para el cam-
bio terapéutico (Yáñez, 2005). Desde la perspectiva de Yáñez (2005), la
neutralidad emocional y la abstinencia de plasmar contenidos persona-
les, por parte del terapeuta, son elementos fundamentales para el orden
de la relación y la productividad de la terapia. De alguna manera, se
asume que es necesario considerar ciertos principios reguladores que
faciliten al terapeuta el «desenganche» y su trabajo como observador
participante en la relación (Safran y Segal, 1994, en Yáñez, 2005).
Respecto de los objetivos de la terapia, estos ayudan a delimitar
cuál o cuáles son los aspectos más relevantes a tratar y los ámbitos
de la vida donde el paciente quiere sentirse mejor. Esta definición fa-
cilita, de alguna manera, el obtener indicadores acerca del progreso o
estancamiento del proceso, y generar en el paciente un sentimiento de
confianza, compromiso y entusiasmo en la medida que observa avan-
ces y que ciertas áreas de su vida le ofrecen un mayor bienestar. Por
otra parte, en casos muy graves, el seguimiento conjunto y periódico a

127
Rodrigo Hagar Millón

los objetivos es un llamado a la consciencia lúcida del paciente. Tales


objetivos no han de ser fijos e inamovibles, sino que se pueden ir re-
planteando en la medida en que se profundiza en la alianza terapéutica
y en los contenidos tratados. Por ejemplo, es posible comenzar con la
remisión de determinada sintomatología, pasando luego al desarrollo
de habilidades de autoobservación, hasta trabajar en una reelaboración
más significativa de la historia personal (Guidano, 2001).

5.8. Conclusión
Considerando el marco comprensivo recién planteado, y a modo
de expectativas mínimas para una terapia de la psicosis, agrego la
propuesta de Manfred Bleuler (en Podvoll, 1990) sobre tres princi-
pales intervenciones terapéuticas que pueden ser beneficiosas para el
tratamiento de personas con este trastorno:

a) Expandir la comunidad de personas con quienes se relacionan


e involucran.
b) Aumentar su nivel de responsabilidad individual.
c) Ayudarlos a relajarse.

Así, la recuperación del paciente requiere la confianza del terapeuta


en un proceso orgánico, que incluye variables individuales idiosincrá-
sicas, desafíos interpersonales, un entorno sociocultural de origen y el
contexto en que se ejecuta el trabajo terapéutico.

128
Segunda parte

Arte, psicosis y terapia


6. El sentido terapéutico del arte

«El verdadero viaje de descubrimiento no se trata de encontrar nuevos pai-


sajes, sino de tener nuevos ojos»
(Marcel Proust)99

Llegados a este punto, comenzaremos nuestra revisión de uno


de los pilares centrales de este libro, a saber, el arte y su aplicación
terapéutica. El objetivo de este capítulo es aproximarnos a la relación
entre arte y terapia, para luego revisar distintas modalidades artísticas
que son aplicadas en el ámbito de la salud mental. Dicha revisión se
llevará a cabo en los capítulos 7, 8 y 9, de acuerdo al siguiente orden:

a) Poesía y narración.
b) Arte plástico/gráfico.
c) Música y musicoterapia.

Examinaremos cómo estas formas de expresión artística han apor-


tado a la comprensión y al tratamiento de la locura y de qué manera
podrían seguir aportando en este sentido100. Sin embargo, generaremos
antes, en este capítulo, un marco comprensivo para delimitar algunas
posturas teóricas útiles para vislumbrar las dinámicas de la experiencia
humana con el arte.

99
Traducción del autor.
100
Las tres formas de expresión artística señaladas han sido utilizadas para la tera-
pia con pacientes psicóticos, por lo que se busca identificar, entre ellas, aspectos
comunes y congruentes que sean rescatables para la terapia de la locura desde un
punto de vista fenomenológico y constructivista.

131
Rodrigo Hagar Millón

Para lograr lo anterior, en primer lugar, presentamos algunas defi-


niciones de arte; luego, nos centramos en la experiencia artística como
vivencia subjetiva y en el rol de la percepción en la creación de sentido;
en tercer lugar, incluimos observaciones complementarias sobre la
experiencia preverbal, entendida como la fuente primordial del proceso
creativo. Finalmente, abordamos la relación entre arte y terapia.
Habiendo ya vislumbrado algunos aspectos comunes entre arte
y locura en los capítulos anteriores (Sass, 1998; Moffatt, 1997; Jung,
1990), el objetivo de las siguientes páginas es rescatar ideas que den
cuenta de aquellas características de la creación artística que pudieran
movilizar procesos sanadores (por ejemplo, emocionales y cognitivos)
en un paciente con psicosis.

6.1. Definiendo el arte


Dentro de nuestro lenguaje corriente, la palabra «arte» suele aso-
ciarse a la evolución y resultado de un ejercicio creativo intencionado
que, mediante el uso de técnicas y herramientas concretas, genera un
producto de una modalidad perceptiva particular (generalmente visual
o auditiva). Pues bien, considerando que en los capítulos anteriores me
he ocupado del fenómeno de la psicosis desde una perspectiva fenome-
nológica, se vuelve necesario, también ahora, buscar aproximaciones
conceptuales para comprender el proceso de creación artística –bajo sus
distintas modalidades– en cuanto vivencia, entendida esta en términos
de experiencia creativa.
Históricamente, se han realizado distintos esfuerzos por definir qué
es el arte, resultando prácticamente imposible llegar a un consenso al
respecto (Schnier, 1951). Una explicación para esto es que, comúnmen-
te, la expresión artística adopta formas extraordinariamente diversas,
las que, además, obtienen su valor solo a partir de la perspectiva y
juicio individuales de quienes las contemplan (Sharry, 2015). Es así
que, por ejemplo, se ha comprendido el arte como una «idealización
de la realidad» que es traducida en un material concreto mediante el
uso de la imaginación (Delacroix, 1854, en Sharry, 2015), o bien como
algo que surge a partir de la belleza reconocible en un determinado
objeto (Merleau-Ponty, 1964).

132
Arte, locura y psicoterapia

Desde el punto de vista de la psicoterapia, han surgido algunas


ideas comunes que plantean que en la creación artística se despliega
un sentido particular, inherente a procesos y contenidos psíquicos
que operan a niveles mentales profundos (Schnier, 1951; Jung, 1978,
en Dalley, 1987; Zito Lema, 1986; Hitchcock y Bowden-Schaible,
2007; Shafi, 2010; Sky Hiltunen, 2003). Así, dentro de un contexto
terapéutico, sería posible recurrir al arte para elaborar contenidos
de una «realidad» cuya esencia última es misteriosa e indefinible en
términos conceptuales (Killick, 1993; Hitchcock y Bowden-Schaible,
2007; Sawyer y Hunter, 2004).
Siguiendo con lo anterior, se ha planteado que el carácter nove-
doso de elementos de la creación artística (imágenes, ideas, palabras,
sonidos, etc.), invita a acceder a «lo desconocido» a sus creadores y
espectadores (Schnier, 1951; Merleau-Ponty, 2004). A partir de ello,
el arte invitaría a la percepción y despliegue de una nueva vía para
el conocimiento de lo humano, ofreciendo nuevos significados que
ayuden a generar y compartir un «nuevo mundo» (Bakero, 2010).
Incluso, dado su carácter exploratorio, el arte puede entenderse como
una práctica que permite conducir el camino del conocimiento hacia
dominios comprensivos que la ciencia aún no ha asimilado en sus
estructuras y nomenclaturas (Henzell, en Killick y Schaverien, 1997).
Así, el producto artístico puede constituir una síntesis elocuente de
realidades previamente indefinidas:

El arte siempre se adelanta con el tema de la intuición, de la


narración, del juego de las imágenes, de las metáforas (…) enton-
ces siempre va más adelante que el pensamiento científico, que
tiene que traducir la intuición a un lenguaje ordenado, secuen-
cializado, que sea simbólico, matemático (Guidano, 1995)101.

Para aplicar estas ideas a la terapia de la psicosis, reflexionare-


mos, primero, acerca de lo que llamaremos vivencia artística, y cómo
se experimenta –subjetiva y encarnadamente– el proceso creativo. A
continuación, algunas ideas de base.

101
Transcrito por el autor.

133
Rodrigo Hagar Millón

6.2. La vivencia del arte: percepción, belleza y sentido


Revisaremos ahora algunas conceptualizaciones acerca de cómo el
arte, en general, se inserta en la experiencia humana e interviene en el
desarrollo del sentido del sí-mismo y en la articulación de la identidad,
y en la manera, al mismo tiempo, en que puede ofrecer una ilustración
fiel de estos procesos (Merleau-Ponty, 2004; Verano Gamboa, 2009).
Para ello, cobran relevancia tres conceptos centrales: percepción, be-
lleza y sentido102.
Como ya hemos visto, el sentido de ser uno mismo a través del
tiempo se desarrolla desde la capacidad de autorreferencia y apropia-
ción de la experiencia en curso, mediante predisposiciones emocionales
estables que participan en la reorganización constante del significado en
una coherencia interna (Guidano, 1987; Arciero y Guidano, 2007). En
el continuo acoplamiento al entorno, el individuo opera con patrones
de atención e inatención selectivas que facilitan la jerarquización de
información en concordancia con patrones sensoriales, emocionales
y cognitivos que se han ido consolidando en el recorrido histórico de
su adaptación (Safran, 1998). El nivel de desarrollo y de progresión en
complejidad de las dinámicas internas (y por tanto, su mayor o menor
viabilidad adaptativa) está, en gran medida, determinado por las habili-
dades cognitivas del sujeto (Yáñez, 2005). En el proceso de autoorganiza-
ción, el sentido del sí-mismo se va delimitando gracias a la generación de
explicaciones acerca de la experiencia inmediata (Guidano, 1987; Yáñez,
2005; Mahoney, 1991), desarrollándose el conocimiento dentro de una
situacionalidad encarnada (Varela, 1996), en la que la recurrencia de
ciertas claves emocionales juega un rol fundamental. Es así que el rol de
la experiencia sensorial y perceptiva en las operaciones autorreguladas
del aparato psíquico, es fundamental y constitutivo.
En cuanto a la percepción, esta es entendida como la manera en
que el sujeto toma conocimiento de los estímulos sensoriales, antes
de generar una representación (Capponi, 2003), por lo que, en cierta
medida, configura la experiencia inmediata a partir de la cual el sujeto

102
El concepto de sentido, en este caso, lo ligaremos necesariamente a la idea de un
sentido de sí-mismo, desde el cual el devenir emocional y cognitivo de un sujeto
se reorganiza constantemente en función de una coherencia interna (Arciero y
Guidano, 2007).

134
Arte, locura y psicoterapia

otorgará sentido a su vivencia (Merleau-Ponty, 2004; Verano Gamboa,


2009) para ir desarrollando, gracias al lenguaje y a lo largo del tiempo,
su identidad narrativa. Por lo tanto, es desde ya relevante señalar que el
arte actúa directamente sobre la percepción del individuo respecto de
su experiencia inmediata, que es el origen y destino de la vida psíquica.
Siguiendo con estas ideas, Merleau-Ponty (2004) desarrolló la
noción de la percepción como una parte constitutiva de la experiencia
humana y de la creación de sentido. Inspirándose en la obra de dicho
autor, Verano Gamboa (2009) expone las siguientes conclusiones:

El sentido, en su apropiación, se hace hábito, en la medida en


que habita en nosotros, en nuestro cuerpo. Pero el sentido habita
en nosotros en virtud del cuerpo, puesto que es en nuestra ex-
periencia perceptiva del mundo, más que en nuestra experiencia
reflexiva, como adquirimos un hábito, como nos hacemos seres
de hábitos. El sentido se hace cuerpo en los hábitos porque son
ellos el saber de la experiencia perceptiva, el poder que «tiene»
el cuerpo de comprender su relación con las cosas, con los demás
y con el mundo (Verano Gamboa, 2009, p. 609).

Como ya señalamos, la atribución de sentido a la experiencia


vivida es un proceso en permanente cambio y actualización. Aunque
es posible que creamos que algunas percepciones son eventos que se
repiten (por ejemplo, estar sirviéndonos el desayuno o cerrar la puerta
de nuestra casa podría no variar mucho de una semana a otra), toda
percepción siempre constituye un evento nuevo (Guidano, 2001). Pero
la creencia en la repetición de las percepciones no corresponde a un
error de juicio, sino que es más bien una conclusión funcional generada
a partir de experiencias recurrentes y significativas: siempre, como seres
humanos, tendemos a incorporar nuestras percepciones nuevas a un
patrón perceptivo que nos provee de sentido y que, en lo profundo, se
corresponde con vivencias prototípicas previas que, entre otras cosas,
sentaron claves sensoriales y emotivas básicas por las cuales aprendi-
mos a reconocernos en la experiencia (Guidano, 2001; Safran, 1998)103.
Dada esta comprensión, las terapias constructivistas y posracionalistas

103
Cabe agregar que, desde los inicios de su desarrollo, el niño ejercita el lenguaje
mediante la repetición, estableciendo así lo que comienza a percibir como el mundo
(Guidano, 2001, p. 197).

135
Rodrigo Hagar Millón

apuntan a gatillar vivencias nuevas que puedan fomentar en el paciente


una mayor capacidad explicativa y que, con su repetición a lo largo del
proceso terapéutico (Zagmutt, 2004), estimulen el desarrollo de «hábitos
perceptivos» renovados y más saludables. En otras palabras, podemos
decir que un objetivo de la psicoterapia es que el sujeto se abra, en su
vida cotidiana, a vivencias que enriquezcan una relación fructífera con su
realidad, motivándole una mayor versatilidad emocional y la generación
de explicaciones que fomenten una mayor complejidad organizacional
del sentido del sí-mismo.
Siguiendo con Merleau-Ponty, el «espacio perceptivo» tendría la
característica de ser previo a –o, desde otro punto de vista, de ir más allá
de– una experiencia conceptual o predicativa (Merleau-Ponty, 1962;
Verano Gamboa, 2009). En dicho espacio se hallaría oculto un principio
generativo (Sallis, 2010) que opera en un dominio de lo humano en que
el mundo exterior y el interior son reconocidos como un solo proceso que
constituye la experiencia del «mundo vivido» (Merleau-Ponty, 1962). Pues
bien, el arte ingresa a la experiencia humana precisamente enfatizando
el espacio de la percepción, por lo que la creación y la contemplación
artísticas abrirían al sujeto el acceso a ese dominio profundo en que está
más despojado de prejuicios e ideas, hallándose en la sencillez de su ser-
en-el-mundo (Merleau-Ponty, 1962). Esta relación simple con el mundo,
siguiendo con Merleau-Ponty, corresponde a la naturaleza en sí misma
(Verano Gamboa, 2009; Sallis, 2010), que no es solo la naturaleza de
lo conocido como «lo humano», sino que refiere a una dimensión de
consciencia prepersonal104 (Merleau-Ponty, 1962) que se nutre de una
percepción primordial del mundo (Figal, 2010). El arte, entonces, acercaría
al individuo a su propia naturaleza, y al realizar esto, permitiría que aquel
sea capaz de deleitarse con la naturalidad de la belleza (Johnson, 2010).

(…) al experimentar lo bello, estoy consciente de la armonía


entre la sensación y el concepto, entre yo mismo y los otros; y
esta armonía existe sin concepto alguno» (Merleau-Ponty, 1962,
en Johnson, 2010)105.
104
Me atrevo, desde ya, a relacionar la idea de consciencia prepersonal con el do-
minio de lo preverbal (Killick, 1993; Lengelle y Meijers, 2009) e incluso con la
experiencia prerreflexiva, desde la cual el individuo estabilizará un sentido de sí
mismo (Zagmutt, 2010; 2004).
105
Traducción del autor.

136
Arte, locura y psicoterapia

Entonces, podemos decir que la obra artística, comprendida


como una «puerta de acceso al evento originario de sentido» (Verano
Gamboa, 2009, p. 607), que es la naturaleza, solo es cognoscible en la
medida que el sujeto se deje «guiar por el tutelaje de la percepción»
(Merleau-Ponty, 2004, p. 95). Podemos asumir que cuando el ser huma-
no se contacta con la belleza de su naturaleza, accede a una experiencia
encarnada de dimensiones profundas de su «vida interior». Y esta
«vida interior», según agrega Merleau-Ponty (2004), no puede existir
sino como «un primer intento de relacionarse con otra persona» (p.
88)106. Entonces, a partir de ello, es posible suponer que, en búsqueda
de factores terapéuticos para una terapia de la psicosis, tanto el ejer-
cicio como la contemplación del arte, podrían ayudar a un individuo
a relacionarse con su «vida interior», para llegar a abordar y revisar,
desde dicha experiencia, incluso sus relaciones con otros individuos
y con el mundo. La experiencia artística107, al facilitar el acceso a una
vivencia primordial desde donde se despliega el sentido de la vida,
ofrece la paradoja de que la belleza de sus objetos es un sentimiento
personal pero que, al mismo tiempo, «demanda» ser compartido con
otros (Johnson, 2010). Esto quiere decir que apreciar lo bello se consti-
tuye en una forma de ver la realidad108 que el sujeto necesita compartir.
De algún modo, él puede encontrar un carácter de «universalidad» en
su apreciación artística, hallar vivencias perceptuales que reconozca
como posibles para todo existir, lo que le proveería de un sentido de
pertenencia, de ser parte del mundo (Johnson, 2010). Asumo que lograr
asimilar progresivamente tal sentido de pertenencia en el sentido de
sí mismo y en la configuración de la identidad, sería una experiencia
sanadora para una persona con psicosis.
Refiriéndose a las ideas de Kant acerca de la «estética trascenden-
tal», Johnson (2010) menciona que, al compartir la belleza encontra-
da en el arte, el sujeto logra que los otros sean capaces de ver lo que
106
Si nos referimos a la cita de Unamuno (1986) expuesta en la página 19, recorda-
remos que las capacidades de simbolización y el lenguaje se desarrollan a partir
de la relación con otros.
107
A lo largo de este ensayo, por «experiencia artística» me referiré a toda experien-
cia de relacionamiento con el arte, sea como creador o espectador, como vivencia
perceptiva o apreciativa.
108
Esta aproximación a la realidad corresponde a la idea de juicio estético de Kant
(1987, en Johnson, 2010).

137
Rodrigo Hagar Millón

quiere decirles o transmitirles, implicando también que otros vean


lo que el sujeto está intentando significar en un nivel más profundo
(Johnson, 2010, p. 42)109. Así, podemos suponer que una terapia con
arte le ofrecería al psicótico la posibilidad de plasmar en la realidad
y compartir con el mundo un sentido subyacente a sus vivencias; esas
que ha llegado a vivir como ajenas y, al mismo tiempo, como intrusivas,
dolorosas e implacables (Podvoll, 1990). El arte puede transformarse
en un recurso para que el paciente con psicosis pueda encontrarse con
una noción de sí mismo más «anclada» en el mundo: una que le haga
sentir más facultado para establecer relaciones con otras personas a
través de un lenguaje común.

6.3. El lenguaje del arte


Una característica intrínseca de todas las formas de trabajo tera-
péutico con arte es que facilitan el acceso a experiencias emocionales
que no han sido previamente articuladas en un nivel consciente, gracias
a métodos y técnicas que operan mediante vías principalmente ana-
lógicas o preverbales de significación y que favorecen la creación de
nuevas explicaciones e interpretaciones sobre la experiencia (Foster, en
Killick y Schaverien, 1997; Lengelle y Meijers, 2009). Tal es el caso del
trabajo metafórico (Shafi, 2010), que permite, por medio del acceso al
dominio emocional, generar nuevos significados y alternativas expli-
cativas que otorgan un nuevo sentido a nociones previas acerca de la
realidad (Leitner, en Caputi, Foster y Viney, 2006; Shafi, 2010; Killick,
1993; Lengelle y Meijers, 2009; Hitchcock y Bowden-Schaible, 2007;
Connolly Baker y Mazza, 2004; Sky Hiltunen, 2003). Lo mismo puede
ocurrir con muchas otras formas de expresión artística, por ejemplo,
con la pintura, la que «permite a ciertas personas utilizar un lenguaje
alternativo, con objeto de examinar y reordenar una visión confusa
del mundo» (Charlton, en Dalley, 1987, p. 277).
Se ha planteado que las distintas formas artísticas permiten al
individuo realizar un proceso «regresivo» hacia niveles preverbales de

109
La acepción en inglés para tratar este tema sería «I expect the others to “see what
I mean”» (Johnson, 2010, p. 42). Así, la palabra inglesa «mean» alude tanto al
hecho de «dar significado» como al de «querer decir».

138
Arte, locura y psicoterapia

su experiencia (Killick, 1993; Lengelle y Meijers, 2009), donde existen


bastantes posibilidades de enriquecer el sentido de vida, pero esto aún
puede constituir un potencial no desarrollado. La labor de la terapia
será, entonces, propiciar que el individuo realice una «regresión al ser-
vicio del ego»110 (Killick, 1993; p. 32) hacia dichos niveles preverbales,
estimulando funciones de simbolización que sean generativas para el
sistema de conocimiento. Así, será posible obtener un material que
dé cuenta de contenidos profundos de la experiencia del paciente, al
mismo tiempo que el terapeuta deberá ayudar a que tales contenidos
se integren a un proceso creativo emprendido por aquel (Killick, 1993).
Como hemos visto, el carácter «regresivo» de la experiencia psicó-
tica ya se ha sometido a amplio cuestionamiento (Sass, 1998); entonces,
por ahora, tendremos en cuenta que el arte permite al sujeto acceder
al dominio de lo no convencional y lo novedoso (Bakero, 2010), en
donde se experimentan realidades que generalmente no han sido simbo-
lizadas antes (Killick, 2003) y que ahora se pueden asimilar utilizando
«lenguajes» que no son ni necesariamente lógicos, ni descriptivos, ni
verbales (Dalley, 1987; Jodorowsky, 2004; Killick, 2003)111.
Aplicando estas ideas al fenómeno y terapia de la psicosis, se ha
planteado que esta última implica una vivencia en que muchos elemen-
tos propios de un orden preverbal (o no conceptual) entran en juego
en la vivencia del sujeto (Bion, 1970, en Killick, 1993; Grof, 2002).
Esto –como hemos ampliamente revisado– generalmente es algo que el
paciente vive como un padecer pero, paradójicamente, puede también
constituir una situación favorable para el psicótico, ya que el campo
de su experiencia es, en potencia, un terreno fértil para la elaboración

110
Traducción del autor.
111
Podemos aquí hacer un símil para referirnos a los niveles regresivos y niveles prever-
bales de experiencia como dos tipos de vivencia con características similares y desde
los cuales es posible rescatar contenidos profundos susceptibles de simbolización.
Así, al hablar de experiencia regresiva, no descartamos el referirnos a una condición
donde se despliega cierta precariedad, al menos en cuanto al nivel de apropiación
simbólica que el sujeto tenga respecto de los contenidos de su experiencia, pero
no por eso consideraremos lo «precario» en términos peyorativos o con un cierto
desdén. Por el contrario, nos referiremos acá a un encuentro del individuo con su
potencial de desarrollo y creatividad, gracias a la percepción. En otras palabras,
el sujeto puede acceder al «sentido ontológico de la percepción como expresión
natural» (Verano Gamboa, 2009, p. 606) para desarrollar nuevas formas de ser y
de relacionarse con –y en– el mundo.

139
Rodrigo Hagar Millón

artística y, en consecuencia, para un proceso sistémicamente generativo.


Para ello, y como ya reiteramos, una «disposición artística» frente a la
vivencia tanto del paciente como del terapeuta es fundamental.

El único lenguaje que nos sube de nivel de consciencia es el


lenguaje sublime: el del arte y la poesía (Jodorowsky, 2004, p. 120).

En su contacto con la realidad (incluyendo el mundo interior y


exterior), el individuo, mediado por la percepción, al mismo tiempo
crea y vive un sentido (Verano Gamboa, 2009). Para explicar la ma-
nera en que el sentido «aparece» en la experiencia del individuo, se ha
utilizado el concepto de Gestalt112, que alude a la forma situada justo
en el vínculo entre percepción y cuerpo (Verano Gamboa, 2009)113. En
otras palabras, al hablar de una vivencia de la Gestalt, aludimos a cómo,
mientras significamos mediante el lenguaje verbal e interpretativo, esta-
mos relacionándonos con los estímulos internos y externos desde una
determinada disposición encarnada. Respecto de esto y refiriéndose a
la obra de Merleau-Ponty, Verano Gamboa (2009) plantea lo siguiente:

La estructura como Gestalt es, en otras palabras, la estruc-


tura del «hay sentido», del «acontecimiento del sentido» (Sin-
nereignis). El sentido puede acontecer en la percepción sensible
porque el modo de ser que la caracteriza es justo el de una
estructura abierta. (…) Pregunta Merleau-Ponty sobre la Ges-
talt: «¿Y quién tiene vivencia de ella? ¿Un espíritu que la capta
como idea o significación? No. Es un cuerpo» (…) Intentemos,
entonces, precisar en qué medida la estructura de la percepción
como Gestalt es una estructura de sentido encarnado (Verano
Gamboa, 2009, p. 608).

Así, desde el punto de vista de Merleau-Ponty, el encuentro per-


ceptivo con la realidad implica una vivencia de orden no conceptual,
encarnado y que toma la forma de una «estructura abierta»114, lo que
112
Desde el enfoque terapéutico de Fritz Perls, la Gestalt se concibe como la forma que
adopta nuestro contacto más completo y genuino con la realidad, la satisfacción de
nuestras necesidades al abrirnos a nuestra percepción, sin estrategias manipulativas
ni acciones defensivas (Kriz, 2001).
113
Así, entendemos la Gestalt como una forma (de) vincular.
114
Por si fuese una inquietud para el lector, cabe referirnos a la compatibilidad entre
la idea del ser humano como un sistema cerrado (Maturana, 1995; Balbi, 1999)

140
Arte, locura y psicoterapia

da cuenta de que las posibilidades de significar la experiencia en curso


son muchas y diversas, pero siempre se plasman de modo perceptivo
y ateniéndose a una forma precisa y emocionalmente integrada, en un
momento determinado y con un sentido particular (Verano Gamboa,
2009)115. Es así que se observa la relevancia, acorde con los fines que
aquí nos ocupan, de estudiar en forma más precisa algunas relaciones
posibles entre arte –entendido como mediador entre la percepción y
el sentido– y la psicoterapia.

6.4. El arte como terapia y la terapia como arte


Al ampliar la idea de «arte como terapia» a la de «terapia como
arte», buscamos enfatizar en mayor medida el valor terapéutico del
ejercicio artístico, el carácter de arte que ha de reconocérsele a la psico-
terapia y el rol del individuo y su creatividad en el proceso de sanación.
Nos interesa la pregunta acerca de qué es y qué ha de perseguir un
proceso de psicoterapia en relación con lo artístico.
Frecuentemente, al hablar del arte como terapia, nos referimos a
cómo un modo particular de creación artística (la música, la escritura,
el dibujo, etc.) se incorpora a un marco terapéutico predefinido con
una propuesta teórica en la base. En dicho marco, el paciente es capaz
de proyectar su mundo interno y reordenar su experiencia mediante
la creación y manipulación de un objeto de arte particular, el que
funciona como una herramienta que ofrece bondades y limitaciones
para la simbolización y la sanación (Dalley, 1987; Killick y Schaverien,
1997; Shafi, 2010; Lengelle y Meijers, 2009; Connolly Baker y Mazza,
2004; Winters, 2008; Killick, 1993; Lysaker y Lysaker, 2006). Aquí, el
carácter terapéutico del arte se halla en el uso e interpretación que el
paciente hace de una modalidad de creación específica y sus productos.
Por otra parte, diversos autores han planteado que el arte no es un
ejercicio neutro, al que se le puede dar un uso determinado según el

y la definición de la experiencia perceptual como una estructura abierta (Verano


Gamboa, 2009). Ambas apuntan a dimensiones diferentes pero complementarias
del funcionamiento humano.
115
Para profundizar más en la idea de la posición del individuo, la experiencia cor-
poral y la relación de ambas con la percepción, el lector puede referirse a la obra
de Merleau-Ponty (1962, pp. 85-130).

141
Rodrigo Hagar Millón

marco conceptual desde el que se aborde, sino que aquel, en sí mismo,


posee una propiedad sanadora intrínseca que no se despliega exclusi-
vamente en un contexto explícitamente terapéutico (Sawyer y Hunter,
2004; Hitchcock y Bowden-Schaible, 2007; Sky Hiltunen, 2003). Dicha
propiedad se vendría haciendo presente en el surgimiento de incontables
manifestaciones culturales, ideológicas y espirituales a lo largo de los
siglos. El arte tendría una función social y psicológicamente reguladora,
funcional al mantenimiento de mitos arquetípicos y al desarrollo de
las comunicaciones humanas (Hitchcock y Bowden-Schaible, 2007).
En estrecha relación con esta última perspectiva, diversos autores han
planteado la noción de terapia como arte (Naranjo, 1989, en Peña-
rrubia, 1998; Bakero, 2010; Jodorowsky, 2004), donde el ejercicio
psicoterapéutico se desarrolla como un proceso artístico, a la inversa
de la noción del arte como terapia. Aquí es esta última la que halla
su valor fundamental en el hecho de reconocerse como una actividad,
entre otras cosas, creativa y estética.
Desde la perspectiva del arte como terapia, el primero se contem-
pla como un modo de expresión que brinda un producto con el cual
su creador puede relacionarse como lo haría con un objeto externo
(Bakero, 2010). Es así que, por ejemplo, una pintura puede constituirse
en un material de facilitación simbólica: un «objeto» que puede ser
interpretado e incorporado a la dinámica interpersonal que el pacien-
te sostiene con el terapeuta en un espacio de contención y seguridad
(Killick y Schaverien, 1997). Ahora, en la definición de la terapia como
arte, se valida la incorporación del ejercicio artístico y sus productos
a un marco de teoría clínica preestablecido (como, por ejemplo, el
psicoanalítico), pero se plantea que, además de las características que
la distinguen de otras actividades, la psicoterapia debiese asumir para
sí misma ciertas características de un proceso de creación artística.
Esto significa que la práctica clínica puede vivirse como un trabajo
creativo, en cuanto implica una apelación permanente a rescatar y
reconstruir significados, trabajando directamente sobre los límites del
sí-mismo y en respeto a la apreciación espontánea del significado y el
sentido. Como hemos visto, el arte adquiere valor precisamente en la
dimensión perceptiva del sentido, transformándose en una experiencia
sentida en el cuerpo que desafía los hábitos del pensar y del sentir. Y

142
Arte, locura y psicoterapia

es esta una de las funciones centrales de la psicoterapia. Al igual que el


arte, el proceso psicoterapéutico debiese llevar al individuo a permear
algunos contenidos de su experiencia con un cierto valor simbólico y,
de alguna manera, estético, desarrollando una capacidad más flexible
de asimilar e interpretar lo que experimenta en su vida según la idea de
sí mismo. Para ello, el terapeuta debiese estar abierto a lo espontáneo y
lo genuino, reconociendo que el paciente agencia un sentido personal
cargado de significados idiosincrásicos y dignos de ser compartidos.
La psicoterapia, entonces, la entenderíamos como un proceso de
matices artísticos, donde el principal creador es el paciente, quien cons-
tantemente aporta con contenidos y significados que buscan su cauce
para la articulación de sentido. Para que esto sea así, es relevante que el
terapeuta adopte una cierta actitud de expectativa y colaboración que
facilite el crecimiento espontáneo de quien consulta, yendo más allá
del estigma y la rigidez que pudiera adoptar el funcionamiento mental
habitual de cualquiera de los dos participantes del proceso. Esto es a
lo que Kalawski (en Kalawski, Antonijevic, Naranjo, Fuks, Schaeffer
y Rossi, 1994) se refirió con el rol de espectador creativo del psicote-
rapeuta con sus pacientes, donde se reconoce al paciente como autor
y protagonista principal de la terapia, pero gracias a cierta destreza
creativa del terapeuta de posponer sus apremios personales y abrirse a
los distintos matices y características que la persona que tiene al frente
«ponga en escena». Por lo tanto, el efecto terapéutico en una terapia
con arte debiese provenir tanto del ejercicio de una técnica artística,
esto es, la producción de un objeto y la relación que se establece con
este último y el desarrollo de nuevas facultades de simbolización, como
del hecho que el paciente se constituya y reconozca a sí mismo como
creador y logre, con la repetición sistemática de acciones concertadas
en terapia, desarrollar una cierta identidad de «artista» (Maclagan, en
Killick y Schaverien, 1997; Bakero, 2010). Esto significa que la persona
logre reconocerse a sí misma en el proceso eminentemente creativo de
su existencia, sin concluir, necesariamente, que se ha convertido en «un
pintor» o en «un poeta», sino que, más allá de eso, asumiendo una
forma de aproximarse a la realidad más abierta, genuina y suscepti-
ble de significaciones variadas y constructivas. Atreviéndose a probar
algo nuevo, y con las condiciones necesarias (ver capítulo 5), se espera

143
Rodrigo Hagar Millón

que se reconozca como una persona con recursos creativos que están
disponibles y que le facilitarán una interpretación de su vida más in-
tuitiva, no estancada, logrando rescatar y apreciar lo bello emergente
en su experiencia directa.
En esta perspectiva, el fundamento terapéutico del trabajo con arte
no se limita al uso del producto artístico y su interpretación sistemática,
sino que se sustenta en el desarrollo de una facultad de autoconsciencia
sobre la vivencia encarnada, emocional y espontánea. El paciente pue-
de redescubrirse al crear y al verse creando –en su misma experiencia
perceptiva– para, de esta manera, y en forma paulatina, cultivar un
nuevo vínculo, más sano y generativo, con la realidad.
Aun considerando las importantes dificultades que para el afán te-
rapéutico aquí desprendido puede ofrecer un caso de psicosis, la terapia
como arte implica que el paciente va asumiendo un rol protagónico y
activo, pues, en compañía del terapeuta, toma la responsabilidad de
su sanación mediante su ejercicio creativo. A través de este último, el
sujeto desarrolla también una mayor autoconsciencia de sus procesos
emocionales y del devenir de sus ideas cuando está con otras personas,
lo que aporta al foco terapéutico de recoger y aprovechar sus conte-
nidos vivenciales para elaborarlos y darles lugar en una experiencia
coherente, cuya vivencia pueda ser compartida. Por ejemplo, contenidos
delirantes, tormentosos y bizarros pudieran presentarse ahora como
situaciones donde el paciente logra asumir que en realidad, en el nivel
de su vivencia emocional, esconde mucho miedo o una profunda pena,
o bien una invasiva vergüenza, pudiendo verse a sí mismo en un estado
de confusión o desesperación, pero ahora en una posición de primera
persona, no como el observador externo de un espectáculo incesante
que le quitará toda sensación de control sobre su conducta.
El arte permite encarnar aquello que se encontraba oculto o enaje-
nado, logrando rescatarlo como material susceptible de comunicación.
Es así que el hecho de que el terapeuta se presente con una perspectiva
orientada a la creatividad, implica una aproximación al proceso tera-
péutico y a la vivencia del paciente y su llamada «enfermedad», donde
se reconocen los elementos emergentes en la relación terapéutica en
forma constructiva (Leitner, en Caputi, Foster y Viney, 2006).

144
Arte, locura y psicoterapia

Considerando lo anterior, el arte puede servir para abrir un nuevo


mundo de explicaciones y posibilidades respecto de la experiencia
propia, pues el arte solo es tal en cuanto apela al modo en que cada
individuo se apropia de su realidad idiosincrásicamente. Se espera que
en la situación de terapia, él pueda asimilar y comunicar su experiencia
subjetiva mediante una apreciación flexible y honesta (Freud, 1908;
Lacan, 1975; Bakero, 2010). Su sanación reside en el significado que
para él cobra el crear y, por consiguiente, en el valor que este significado
–que no es otra cosa que una explicación acerca de sí mismo– puede
encontrar dentro de la interpretación compartida (Freud, 1920). Por
lo tanto, en la relación terapéutica, el proceso de elaboración de su
obra es experimentado por él como un acceso consciente a su ser-en-
el-mundo, a la vivencia de sí mismo, y de este modo se redescubre lo-
grando generar nuevas conexiones y explicaciones acerca de la realidad,
reconociéndose como un agente activo que recurre flexiblemente a los
contenidos de su experiencia para entregar un «fruto», un producto
elaborado y real, cognoscible por quienes lo rodean. Así, él mismo, con
su propia identidad, sería uno de estos frutos, y asumir la capacidad
de «autocrearse» será el impacto más importante de la terapia.
En síntesis, se busca que el sujeto logre dar testimonio de sí mismo,
reconociendo la aptitud de crearse a sí mismo. Es sabido que además de
la dramática experiencia de la futilidad interpersonal, una de las ma-
yores catástrofes de la psicosis es la incapacidad de sentirse agente del
propio destino, sin lograr proyectar naturalmente la situación concreta
y encarnada hacia un futuro prefigurado, y esto, eventualmente, podría
abordarse de forma más directa a través de un trabajo con arte que,
por ejemplo, con un enfoque acotado al ámbito del intercambio verbal.

6.5. La psicoterapia como proceso creativo


Podemos ya vislumbrar que la aproximación que tenga el clínico
hacia la experiencia artística es fundamental para su aplicación psico-
terapéutica, incidiendo esto en el encuadre, el estilo del tratamiento y
el impacto de ambos factores en la vida del paciente. En términos de
la teoría y psicoterapia constructivistas, planteamos que, mediante la
práctica intencionada de la creatividad artística, es posible potenciar

145
Rodrigo Hagar Millón

la progresión en complejidad del sistema de conocimiento, gracias a


que síntomas, eventos perturbadores y emociones que estaban siendo
procesados fuera del sentido unitario del sí-mismo, mediante meca-
nismos de control descentralizados (Yáñez, 2005) pueden ahora ser
reapropiados como información tolerable para el aparato psíquico.
De este modo, se puede fomentar la producción de explicaciones
novedosas, a modo de vivencias y expresiones artísticas, acerca de
experiencias que otrora fueran traumáticas, ajenas y poco propicias
para la simbolización. Ahora, para que el arte facilite estos procesos
saludables se requiere, en la práctica, del despliegue armonioso de dos
tendencias complementarias de la conducta humana, a saber: la mani-
festación de lo espontáneo por un lado, y la mantención de un orden,
por otro; el equilibrio entre ambas puede permitir que la experiencia
se vuelva inteligible, es decir, asimilable como contenido legítimo de
una experiencia siempre cambiante. Para ello, la disposición que tenga
el profesional frente a la técnica terapéutica es fundamental:

Los sistemas subyacentes de la psicoterapia, con sus reglas,


técnicas y rituales, están en contra de la psicoterapia como arte…
La enseñanza de la gestalt es que no hay reglas: solo toma de
consciencia. Atención y espontaneidad, o mejor aún: percatarse
y naturalidad. La naturalidad no es impulsividad, sino algo que
Fritz Perls tuvo la intuición de estipular como una síntesis de
espontaneidad y deliberación. Una espontaneidad controlada:
hay mucho de eso en el arte zen... una importante síntesis y lo
más fundamental de la psicoterapia como arte (Naranjo, 1989,
en Peñarrubia, 1998).

Aplicando estas ideas al tema de la psicosis, desde el punto de


vista de la terapia como arte, la psicoterapia debiera apuntar a que
el paciente «dé uso» a su ruptura con la realidad116 para generar un
nuevo «puente» entre su mundo interior y el exterior, generando así
una nueva realidad (Bakero, 2010) en la que ahora es capaz de verse a
sí mismo, finalmente, como un ser integrado y «situado» socialmente.
En este sentido, el foco de trabajo no debiera apuntar a luchar con-
tra la presencia del síntoma –por ejemplo, el delirio– (Guidano, 2001;
116
La pertinencia de la idea de «ruptura con la realidad» ya ha sido discutida en los
capítulos anteriores.

146
Arte, locura y psicoterapia

Bakero, 2010; Morandé, 2010), sino a que el paciente se identifique con


dicho síntoma117 y le «dé un uso». En otras palabras, él deberá recono-
cer, en los contenidos de su síntoma, un material a ser reencauzado y
«reubicado» en la experiencia, para ser luego reinterpretado e integrado
al sistema de conocimiento como información acerca de la identidad.
De esta manera, planteo que la psicoterapia como arte ha de apun-
tar a que la persona acceda a sus procesos internos (emocionalmente
encarnados y cognitivos) para canalizarlos en forma saludable median-
te modos específicos de simbolización. Se esperaría que el individuo
genere explicaciones nuevas y coherentes con su sentido de identidad,
recurriendo a vaivenes emocionales y contenidos internos que incluso
pueden haberle resultado inicialmente tormentosos, al mismo tiempo
que incomprensibles o bizarros. En otras palabras, el paciente debiera
hacerse cargo de dichos vaivenes emocionales y contenidos internos,
siendo orientado por el terapeuta a hacerlos suyos como material de
simbolización y creación artística.

El arte es la redención del hombre de acción, de aquel que


no solo ve el carácter terrible y enigmático de la existencia, sino
que lo vive y quiere vivir; del hombre trágico y guerrero, del
héroe. El arte es la redención del que sufre, como camino hacia
estados de ánimo en que el sufrimiento es querido, transfigurado,
divinizado; en que el sufrimiento es una forma del gran encanto
(Nietzsche, 2000, p. 566).

Un ejemplo puede servirnos para aclarar a qué forma de trabajo


apuntamos al plantear esta posición conceptual:

Yo tenía, por ejemplo, a un paciente que escuchaba voces


hace mucho tiempo, que había estado internado en un psiquiá-
trico, medicado y todo eso. Cuando me vino a ver me empezó a
hablar de las voces que escuchaba. Hablaba, por ejemplo, que le
aparecía una voz por un lado, otra voz de otro lado y le hablaba
como si fuera una cabeza volando. Entonces yo le dije: «Mire,
me hace pensar en las obras de Beckett». Yo se lo dije y él me
respondió: «Bueno, mi sueño siempre ha sido hacer teatro».

117
Al decir «identificarse con el síntoma», me refiero a que el paciente reconozca en aquel
aspectos de su propia historia, tales como claves emocionales y cognitivas recurrentes,
imágenes prototípicas, elementos propios de su «diálogo interno», entre otros.

147
Rodrigo Hagar Millón

Ahí está el vínculo. Lo que hice no fue atacar el síntoma, decirle


«bueno, usted está loco, está escuchando voces, vaya a tomar
haloperidol o lo que sea», sino que recuperé la estructura y el
funcionamiento del síntoma, y lo anclé con un deseo del sujeto,
y a partir de eso comenzamos el trabajo terapéutico. Lo que yo
hice fue decirle: «La próxima sesión, usted me trae estas voces
que escucha pero escritas como si fuera una obra de teatro», y
empezamos a trabajar sobre teatro, empezamos a hacer arte. Él
empezó a hacer arte de lo que en un momento fue un síntoma
alucinatorio. Lo interesante está en el poder vincular la alucina-
ción o el delirio, el síntoma psicótico, con un aspecto simbólico,
con un vínculo con la realidad, y en ese sentido el dominio del
arte te exige, de alguna manera, estar en una cierta ruptura con la
realidad. (…) Un día le dije: «Usted ya no me habla de las voces».
Me respondió: «No, lo que pasa es que antes escuchaba voces,
pero ahora tengo fuentes de inspiración». Entonces cambió de
posición subjetiva. En ese momento el tipo ya no está psicótico,
sino que integra el síntoma dentro de su funcionamiento psíquico
creativo (Bakero, 2010, pp.1-2).

Así, hemos comenzado ya a vislumbrar cómo distintas concep-


ciones teóricas en torno a la psicoterapia y al trabajo con arte pueden
ofrecer vínculos conceptuales para la reflexión en torno a futuros
desarrollos de la terapéutica de la locura. El lector habrá notado la
referencia a un estrecho vínculo entre síntoma, mismidad y desarrollo
de la identidad para estos propósitos118. Este tema se desarrolla en los
próximos capítulos.
Cabe reiterar el énfasis en que, con el contexto ya presentado,
la noción de la psicoterapia como arte ineludiblemente asume que
el terapeuta –y no solo el paciente– ha de adoptar un rol creativo, es
decir, el de volverse también un «artista» en el ejercicio terapéutico
(Bakero, 2010). Esto implica que, en aspectos como la forma de tratar
los contenidos de las sesiones, el manejo del encuadre y las técnicas
para facilitar el cambio usando la relación terapéutica, el clínico ha
de desenvolverse como un «artista improvisador» (Leitner, en Caputi,

118
Esta concepción se desprende de la noción de Martín Bakero (2010) acerca de la
estrecha relación creativa que han de sostener el síntoma y la autodefinición en la
sanación de la locura. Aquí, incorporo los procesos de mismidad como variable
clave, pues es a través de ellos que el significado personal se reorganiza en la vi-
vencia encarnada y concreta de la realidad.

148
Arte, locura y psicoterapia

Foster y Viney, 2006, p. 83) que es capaz de ver la situación terapéu-


tica como un espacio de trabajo que se define continuamente por la
emergencia espontánea de elementos propicios para la simbolización
y la reflexión conjunta, al nivel de la dinámica interpersonal.
A continuación, presento una revisión de las tres formas de terapia
con arte ya anunciadas, comenzando por aquellas que utilizan el lengua-
je escrito, y específicamente, la poesía y la narrativa. Nos focalizaremos
en sus bases teóricas, principios terapéuticos y su aplicabilidad para el
tratamiento de la psicosis.

149
7. Terapias con el significado escrito

Usted, el lector, está siempre «en el texto» y su lectura no es un procesa-


miento mecánico de información, sino que una relación orgánica participa-
tiva que cambia con las dinámicas de su propia experiencia en desarrollo
(incluyendo los actos de leer y releer). Más aún, su entendimiento de lo que
ha leído estará necesariamente limitado por los contextos u «horizontes»
de su propia experiencia. Esto es también verdadero, dicho sea de paso,
respecto de mi propio entendimiento de lo que he escrito
(Mahoney, 1991, p. 376)119

A partir de la investigación de la relación entre escritura y terapia,


se ha planteado que el acto de escribir en sí ofrece diversos beneficios
para la salud mental, los que, junto con un atento acompañamiento
emocional y un interés permanente en los contenidos de los textos por
parte del terapeuta (Connolly Baker y Mazza, 2004), pueden sentar
las bases para un trabajo de sanación que puede ser de significativo
impacto en la vida de un paciente (Shafi, 2010; Connolly Baker y
Mazza, 2004; Collins, Furman y Langer, 2006; Sky Hiltunen, 2003;
Bjorklund, 1999).
Como hemos visto, el uso del lenguaje se da siempre en relación con
otros, por lo tanto, da cuenta de nuestros modos de relacionarnos y así
de la forma que tenemos de aproximarnos simbólicamente a la realidad
y elaborar nuestro pensamiento e ideas sobre el mundo (Tamura, 2001;
Hitchcock y Bowden-Schaible, 2007). He ahí que el uso del lenguaje
escrito en terapia aborda esta dimensión simbólica y puede actuar
positivamente en ámbitos clave de la vida de un paciente, tal como el

119
Traducción del autor.

151
Rodrigo Hagar Millón

de sus relaciones interpersonales, fomentando su bienestar. Algunas


áreas vitales y aspectos abarcados por las terapias con escritura son:

• La historia personal, entendida como parte de la identidad


narrativa (especial énfasis se ha puesto acá en el trabajo con
eventos traumáticos puntuales como desencadenantes de sig-
nificado).
• La vivencia emocional encarnada y presente.
• Las relaciones interpersonales (pasadas y actuales).
• Las nociones de padecimiento y enfermedad.
• El porvenir: las expectativas frente a la vida y el futuro.

En esta parte presentamos dos tipos de terapia que utilizan la escri-


tura: en primer lugar, aquellas abocadas a la poesía; y en segundo lugar,
las que se desarrollan sobre la base de narraciones autobiográficas.
El énfasis de la revisión está puesto en los principios terapéuticos
que subyacen a estos dos tipos de trabajo y, tal como en los capítulos
anteriores, en cómo, técnicamente, se han aplicado o se podrían aplicar
sus metodologías al trabajo con la psicosis. En este sentido, y utilizando
el marco conceptual elaborado en las páginas previas, ponemos especial
énfasis en la experiencia subjetiva del individuo dentro de una terapia
con poesía o narración.

7.1. Poesía y sanación


«La poesía es la respiración y el espíritu más fino de todo el conocimiento;
es la expresión apasionada que está en el semblante de la ciencia»
(William Wordsworth)120

Es posible decir que el concepto de autopoiesis (Maturana y Varela,


2003) se refiere, junto con otros aspectos propios de los organismos
vivos, a la capacidad del sistema biológico humano de crearse a sí mis-
mo. En un momento dado, Aristóteles (384-322 a.C.) utilizó la palabra
poiesis para referirse al acto de crear, apuntando específicamente a la
creación intelectual. En relación con ello, luego de más de quince siglos,
120
Traducción del autor (Wordsworth, W, 1800, Lyrical ballads, en Mahoney, 1991,
p. 377).

152
Arte, locura y psicoterapia

la palabra poesía ha sido reconocida como una manera de componer


y dar forma material al pensamiento (Latorre de la Fuente, 2000).
Si nos apegamos estrictamente a esta definición, podría pensarse
que la poesía no se diferencia en nada de la narrativa u otras formas de
escritura, ya que todas ellas apuntarían, finalmente, a «plasmar ideas»
en un material concreto (libros o revistas de papel, registros digitales,
etc.). Sin embargo, el aspecto diferenciador de escribir poesía tiene que
ver con que, al hacerlo, se está llevando a cabo un acto complejo, de
comunicación no literal (Shafi, 2010), que apunta a reflejar estados
subjetivos y experiencias que, en sí mismos, son indefinibles y traspasan
el límite de lo pronunciable (Hitchcock y Bowden-Schaible, 2007). El
escribir poesía permite a un individuo ampliar sus posibilidades de dar
nombre al mundo, gracias a una flexibilización de los procesos de sig-
nificación que operan en el acto de poetizar (Ihanus, 2005; Hitchcock
y Bowden-Schaible, 2007; Peskin, 1998). Sustentados en este hecho,
es posible aludir a varios beneficios que la poesía puede ofrecer a un
trabajo terapéutico. Examinaramos dichos beneficios al final de este
capítulo, en vigilancia de los principios teóricos que los sustentan, sus
limitaciones y algunas precauciones metodológicas que es necesario
tomar para obtener el máximo de provecho de ellos. Previo a esto
último, se vuelve inevitable vislumbrar algunos nexos conceptuales
entre el proceso terapéutico de la poesía y el constructivismo, con su
concepción de la experiencia humana como la continua reorganización
de un sistema de conocimiento. Comenzaré por este asunto para pro-
ceder luego a vislumbrar la «vivencia poética» desde una fenomeno-
logía de la psicosis, de modo de identificar concomitantes terapéuticos
derivados de dicha vivencia.

7.1.1. Límites del lenguaje y reorganización del sí-mismo


Quizás uno de los impactos más significativos que puede tener
la práctica poética en la vida de una persona, es que el escribir o leer
poesía en forma constante constituye una intención creativa que actúa a
nivel simbólico sobre los límites experienciales, enriqueciendo el sentido
de identidad (Lengelle y Meijers, 2009; Maddalena, 2009). Como ya
hemos visto, una vivencia tanto perturbadora como novedosa puede
desafiar nuestra capacidad de pensar y, por lo tanto, llevarnos al límite

153
Rodrigo Hagar Millón

de nuestro posible uso del lenguaje, movilizándonos a desarrollar nue-


vos recursos de simbolización que permitan incorporar dicha vivencia
perturbadora a la gama de experiencias emocionalmente significativas
para nuestro sentido de identidad. En el caso de la poesía, la situación es
prácticamente la misma, con la particularidad de que es el poeta quien
conduce intencionadamente dicha situación: filtra y define, descarta y
acepta «mundos»; se halla, a propósito, en la creación de una realidad
que plasmará y reconocerá como propia a la vez que compartida. El
ejercicio de la poesía, así, actuará directamente sobre los procesos de
la ipseidad, constituyéndose el poema en una forma no convencional
de dar uso al lenguaje y hacer emerger nuevos significados.
En este caso, nos hallamos frente a un evento psicológico que,
desde cierto punto de vista, excede lo «normal», pero sobre el cual el
individuo tiene aquí un alto grado de control. Es así que el poetizar
puede verse como una perturbación que es buscada y de intensidad
administrada. Una perturbación que el poeta es capaz, mediante un
actividad autodirigida, de gatillar y resolver gracias a su manejo del
lenguaje. Entonces, dada la relevancia del lenguaje en la constitución
del psiquismo, el escribir poesía puede llegar a ser un significativo
ejercicio de flexibilización emocional y cognitiva (Shafi, 2010).
Ahora, si bien entendemos lo anterior como un hecho de potencial
terapéutico no menor, es necesario especificar los aspectos que hacen
de la poesía una herramienta útil para la práctica psicoterapéutica en
particular. A continuación, profundizamos en algunas características
relevantes al respecto.

7.1.2. Poesía, significado y el sí-mismo en relación


Una de las características de un poema es que, como se compone de
un lenguaje no literal (Shafi, 2010), no posee un significado universal e
inequívocamente identificable. Esto se debe a que las palabras mismas
pueden tener un significado distinto para cada persona, o más espe-
cíficamente, una palabra cobrará un sentido determinado en función
del «lugar» que esta ocupe en una trama de significado particular, la
que se ha elaborado a partir de un modo individual e intransferible
de utilizar el lenguaje para interpretar el mundo (Tamura, 2001). Aún
así es posible atisbar que, dentro de la diversidad de interpretaciones,

154
Arte, locura y psicoterapia

siempre tiende a establecerse cierto grado de consenso alrededor de


un escrito, que es incrementado en la medida que los contenidos de lo
leído son discutidos y analizados en conjunto (Peskin, 1998).
Así, la poesía se convierte en una posibilidad de compartir con
otras personas vivencias íntimas y difíciles de significar en un lenguaje
ordinario. Es decir, no solo ofrece la alternativa de articular vivencias
perturbadoras y contenidos difusos del pensamiento en formas idio-
sincrásicas y complejas, sino que también se convierte en un «objeto»
que facilita el contacto con otros y que puede promover una sincroni-
zación emotiva y conceptual (García Murillo, 2009) a nivel colectivo,
en torno a la expresión compartida de vivencias y estados internos:

(…) el lenguaje de la poesía era el lenguaje que cantaba a la


gente común que buscaba acceso a la autoexpresión y la autorre-
velación. (…) la gente comenzó a identificarse entre sí y se volvie-
ron más graciosos uno para el otro. (…) Ese, lamentablemente,
es el olvidado poder del lenguaje en este país: el que ilumina y
sana (Talarico, 1995, en Hitchcock y Bowden-Schaible, 2007)121.

Frente a la pregunta de cómo pueden aplicarse estos principios a


la terapia de una persona que se siente «desvinculada» del mundo y
cuyos procesos mentales se han acelerado hasta el punto de desplegar
contenidos que son difícilmente tolerables para un funcionamiento
sano del sistema de conocimiento, al menos es posible suponer que
la psicoterapia puede constituir un contexto emocionalmente seguro
en el que se propicien las condiciones para que paciente y terapeuta
basen su interacción simbólica en significados de índole compleja. A
continuación, reflexionamos acerca de cómo la poesía puede aliviar el
sufrimiento de un psicótico, al facilitarle a este un mayor contacto con
su experiencia encarnada. Para ello, comenzamos con algunas premisas
teóricas referentes a la relación entre poesía y procesos cognitivos y
emocionales.

121
Traducción del autor.

155
Rodrigo Hagar Millón

7.1.3. Metáfora, cognición y generatividad

Se ha argumentado repetidas veces que la metáfora tiene un


valor psicológico, que actúa por deslumbramiento. Me parece,
más bien, que tiene un valor ontológico, que actúa por alum-
bramiento de los estratos más profundos de la realidad (Sábato,
1945, p. 47).

Habiendo ya aludido a que la poesía facilita la reorganización


del sí-mismo, así como actúa sobre la generación de sentido (gracias
a que su lectura o escritura, practicada en forma reiterada, estimula
procesos de significación sobre contenidos no corrientes y difíciles de
expresar), es que acotamos ahora, con mayor detalle, qué fenómenos
emocionales y cognitivos emergen en estos casos.
Me referí anteriormente a que el lenguaje poético es una «puer-
ta de acceso» a los límites del sentido del sí-mismo. Pues bien, con
esto quiero decir que con la poesía el sujeto se halla inmerso en una
vivencia de sus propios límites, en que puede lidiar con contenidos
experienciales en forma creativa. Esto genera la emergencia paulatina
de nuevos dispositivos cognitivos, que vienen asociados a nuevas tona-
lidades emotivas que movilizan los límites del sistema de conocimiento,
promoviendo en él un funcionamiento progresivamente más flexible,
complejo y generativo. Ahora, ¿cómo surgen dichos significados y cómo
son asimilados y elaborados en el aparato psíquico?
Para reflexionar en torno a esta pregunta, es útil referirnos a
una característica del escribir y el hablar que se vuelve manifiesta en
la poesía, a saber: el carácter metafórico del lenguaje y el uso de las
metáforas, en general, como una manera de significar la experiencia
en curso, dando un nuevo sentido a la historia personal y a la forma
de definir y abordar la realidad. La metáfora puede ser definida como
«una figura del discurso en la cual una palabra o frase es directamente
aplicada a una cosa (…) a la cual no es literalmente, sino solo imagi-
nablemente aplicable» (Lyon, 2000, en Shafi, 2010, p. 87)122. Es decir,
la metáfora, utilizando uno o más conceptos, puede evocar imágenes

122
Traducción del autor.

156
Arte, locura y psicoterapia

a relacionar con una gama ilimitada de significados, dependiendo del


contexto en que se ocupe. ¿De qué manera ocurre esto?
Pues, en una primera lectura, las asociaciones del lector se dan en
forma rápida y evocan matices emocionales que son evocados desde
un orden no conceptual. Específicamente, en primera instancia es el
surgimiento de imágenes, no de ideas, lo que hace emerger una emoción
(Davidson, 1984, en Gibbs y Bogdonovich, 1999)123. Solo después se
lleva a cabo una interpretación, con base en un mapa conceptual de
referencia (Gibbs y Bogdonovich, 1999), «limitado por las imágenes
mentales concretas de las personas, y no por un conocimiento más
general, abstracto o relacional» (Gibbs y Bogdonovich, 1999, p. 43)124.
Esto no significa, por supuesto, que la «relevancia psíquica» de la
imagen sea mayor que la del concepto. Como hemos visto, si bien es la
primera la que da pie a una abstracción conceptual (y esta propiedad
muy posiblemente da cuenta del proceso evolutivo del ser humano),
es a partir del desarrollo de la abstracción que el mundo de las imá-
genes se vuelve accesible y manipulable (Guidano, 1987); es decir, lo
conceptual y lo relativo a la imagen establecen una relación dialéctica,
operando cada uno en niveles distintos de un mismo proceso no-lineal.
Ninguno de estos niveles tiene mayor «valor psicológico» que el
otro. Es así que la función metafórica en el lenguaje escrito se activa
gracias a un primer encuentro perceptivo (y por lo tanto, encarnado)
con el estímulo (la metáfora escrita, en este caso), a partir del cual se
despliegan, en la mente del lector, una o más imágenes que obtendrán
su valor simbólico125 a partir de procesos abstractos de significación
(Gibbs y Bogdonovich, 1999). De esta manera, no es difícil suponer el
importante papel que puede cumplir la metáfora en la estimulación de
procesos de significación progresivamente más abstractos y creativos,

123
Acá me acerco a la apreciación de la Gestalt como una estructuración de tonalidades
emotivas y vivencias preverbales, orientada a encarnar un sentido en el sistema de
conocimiento del individuo.
124
Traducción del autor.
125
Como veremos más adelante, el acto de significar implica que el contenido que
es explicado, elaborado, y que deviene en un resultado creativo del proceso de
simbolización, expresado en un lenguaje, es, al mismo tiempo, un contenido des-
cubierto. Por lo tanto, en la investigación de su mundo interno, el sujeto no logra
distinguir si es él quien define los contenidos de su existencia, o si acaso él estaba
siendo definido por ellos desde antes de encontrarlos.

157
Rodrigo Hagar Millón

lo que constituye un factor esencial para el desarrollo del lenguaje, el


pensamiento y la comunicación (Shafi, 2010)126.
El lector habrá distinguido la coincidencia de las ideas recién
expuestas con la descripción constructivista de las dinámicas de
experiencia-explicación que operan en los niveles tácito y explícito de
conocimiento (Guidano, 1987; Yáñez, 2005; Mahoney, 1991). Más
específicamente, podemos ver que la metáfora apela directamente
a un nivel tácito y actúa en lo que Guidano (1987) refirió como el
nivel de procesamiento holográfico (en contraste con el procesamiento
analítico o explícito):

(…) un modelo holográfico y su característico procesamiento


de información distribuida no solo puede explicar la enorme can-
tidad de información holística contenida en un nivel tácito, sino
que también da cuenta de los procesos de descentralización en
el control de dicha información. Esto puede servir para explicar
la flexibilidad y generatividad exhibida en muchos aspectos del
funcionamiento mental. De hecho, de tal conjunto de «imáge-
nes» o «esquemas» holográficos, un dominio indefinidamente
extendido de representaciones verbales y de superficie visual
puede ser generado, dependiendo de la cualidad de la experiencia
momento-a-momento. Considerando estas características, está
claro cómo, en la evolución de la complejidad autoorganizada, el
almacenamiento holográfico podría ser el método más económi-
co, sofisticado y evolucionariamente adaptativo para almacenar
y recuperar información (Guidano, 1987, p. 21)127.

Podemos inferir que la metáfora, en cuanto agente evocador de


imágenes (Lengelle y Meijers, 2009; Gibbs y Bogdonovich, 1999; Pes-
kin, 1998; Hitchcock y Bowden-Schaible, 2007; Tamura, 2001), apela a
la «primacía de lo abstracto»128 (Hayek, en Guidano, 1987; Mahoney,
1991) para recuperar y reelaborar escenas nucleares que se hallan

126
Para ilustrar este tema, el lector podría referirse al trabajo de Peskin (1998), acerca
de cómo la experticia académica podría influir en la posibilidad de atribuir una
gama más amplia de significados a las metáforas.
127
Traducción del autor.
128
Según Guidano, la «primacía de lo abstracto» influye directamente en la riqueza
del mundo sensorial y da cuenta del carácter implícito de la naturaleza. Dicho
autor explica que siempre «percibimos más de lo que experienciamos» (Dennett,
1978, en Guidano, 1987, p. 22).

158
Arte, locura y psicoterapia

distribuidas en esquemas emocionales que orientan al aparato psíquico


respecto de qué dominios de experiencia atender y qué información
asimilar en el sentido del sí-mismo (Guidano, 1987)129.
La posibilidad que la metáfora ofrece, entonces, al ser humano,
es la de encontrar un significado alternativo y –bajo las condiciones
apropiadas– más generativo para su dominio experiencial, ya que
apunta a una dimensión profunda del sistema de conocimiento en la
que, en un nivel tácito, se despliegan contenidos capaces de movilizar
montos afectivos lo suficientemente intensos como para estimular la
resignificación y el cambio. Hablamos acá de una metáfora generativa
(Lengelle y Meijers, 2009) que estimula al individuo a mirar su vida en
retrospectiva (Kreuter, 2005) y a producir interpretaciones que actúan
retroactivamente sobre la trama narrativa de su identidad (Lengelle y
Meijers, 2009), todo desde un nivel «prenarrativo», donde se desplie-
gan contenidos ambiguos, desorganizados y «prealineados» con una
posible articulación secuencial de la experiencia vivida (Boje, 2001, en
Lengelle y Meijers, 2009). Es así que la metáfora posee, en un contexto
de contención emocional, el potencial de gatillar un evento perceptivo
que puede incidir terapéuticamente en los procesos narrativos de la
experiencia inmediata y encarnada, actuando sobre dinámicas profun-
das que operan a nivel inconsciente130, «desanudando» significados y
creando otros nuevos131.
129
Ideas similares a la de «escenas nucleares» son las de: 1) «imágenes icónicas»
(Lengelle y Meijers, 2009, p.65); 2) «imágenes arquetípicas», las que estarían
«profundamente enterradas en la psique» y que pueden ser «activadas» por la
metáfora (Lerner, 1981, en Tamura 2001, p.324); 3) y la «imagen interior» (Hunter
y Sanderson, 2007), que apunta a una dimensión interna que subyacería a toda
imagen y sobre la cual se fundaría la experiencia (Zahner-Roloff, 1985, en Hunter
y Sanderson, 2007, p. 154).
130
No es descabellado, en este caso, utilizar la idea de procesos inconscientes para
referirnos al ámbito donde operan los procesos tácitos que constriñen la búsqueda
del significado (Mahoney, 1991; Guidano, 1987) y que, debido a su injerencia en el
devenir psicológico, podrían ser llamados también superconscientes (Hayek, 1978, en
Mahoney, 1991, p. 108). Una profundización en los nexos conceptuales implicados
aquí, a saber, entre las concepciones psicoanalíticas y las constructivistas acerca de
«lo inconsciente», escapa a los márgenes de este ensayo; sin embargo, para hallar
algunas premisas que sustentan dichos nexos, el lector puede referirse a la obra de
Mahoney (1991, pp. 104-111) y Mahoney y Freeman (1985, pp. 43-47).
131
En términos psicoanalíticos, los contenidos propios del nivel inconsciente se hallan
–al igual que un conjunto de posibles interpretaciones respecto de una metáfora–
«condensados» en determinados «elementos» inconscientes (Freud, 1966); asi-

159
Rodrigo Hagar Millón

En lo que respecta a la clínica, cabe recordar que la emergencia


de contenidos desde capas profundas del operar inconsciente puede
implicar, para el sujeto, una exigencia de tolerar grandes cargas emo-
cionales y de emplear importantes montos de afecto en ello (Freud,
1908)132, por lo que no es equivocado suponer que el desarrollo de las
habilidades para «metaforizar» la experiencia de forma cada vez más
generativa presupone el desarrollo y cuidado de una condición mental
saludable y un funcionamiento cognitivo flexible y progresivo en su
complejidad operativa. Los procesos cognitivos más profundos (que
también podríamos llamar «superiores») funcionan sobre la base de
«percepciones y símbolos» que exigen al sujeto la habilidad de ligar
las emociones emergentes con elementos conceptuales que referirán
a su experiencia encarnada, dentro de un contexto que lo propicie
(Niedenthal, Mondillon, Winkielman y Vermeulen, 2009). Así, se ha
planteado que «el conocimiento consciente de la emoción es el padre
del pensamiento metafórico» (Searles, 1962, en Killick, 1993, p.37)133.
Finalmente, cabe señalar que el uso de la metáfora en psicoterapia,
pudiéndose entender aquella como una propiedad cognitiva del len-
guaje (Tamura, 2001), es auspicioso si se consideran algunos estudios
en torno al procesamiento metafórico a nivel cerebral (Shafi, 2010,
p. 91-95). Vittorio Guidano (1987) señaló que «la complementariedad
funcional de un hemisferio izquierdo especializado en tareas analíticas
y lógicas, con un hemisferio derecho especializado en tareas holísticas
y emocionales, ha aumentado considerablemente las opciones de ade-
cuación adaptativa» (Guidano, 1987, p. 19)134. Desde este punto de

mismo, dichos contenidos pueden ser transferidos entre un «elemento» y otro. La


metáfora, así, podría fundar su efectividad terapéutica en el hecho de que operaría
en «el lenguaje del inconsciente» (Bakero, 2010; Lacan, 1969; Jodorowsky, 2004;)
ampliando la posibilidad de establecer nuevos significados al apelar a la riqueza
de contenidos que aloja en las profundidades de la psique. Lacan (1956) afirma
que, mediante un proceso metafórico, los «significados» pueden ser transferidos
de un elemento a otro. A estos elementos los denominaba «significantes», parte
fundante de la estructura del inconsciente entendida como un lenguaje.
132
Con esto quiero decir que, aquí, el individuo se halla utilizando las mismas capa-
cidades que pone en juego cuando debe forjar y consolidar relaciones simbólicas
con los componentes de la realidad; y así con las otras personas y los distintos
sistemas sociales.
133
Traducción del autor.
134
Traducción del autor.

160
Arte, locura y psicoterapia

vista, no deja de ser interesante que la metáfora estimula precisamente


tal complementariedad funcional, ya que, si bien el procesamiento de
metáforas novedosas y no familiares, activa mayormente áreas de un
hemisferio derecho generalmente menos estimulado (Schmidth, Debuse
y Seger, 2007, en Shafi, 2010), dicho procesamiento no es posible sin
la acción diferenciada pero integrada de ambos hemisferios (Winner
y Gardner, 1977, en Shafi, 2010).
A continuación, habiendo revisado algunas propiedades poten-
cialmente terapéuticas e implicancias cognitivas del procesamiento
metafórico, profundizaremos en las dimensiones de la «experiencia
poética» y en cómo esta puede ser concebida como una forma de
ser-en-el-mundo del llamado poeta o «creador literario» (Freud, 1908).

7.1.4. Lo innombrable en la experiencia del poeta


En el año 1971, el poeta chileno Pablo Neruda recibió el Premio
Nobel de Literatura. En dicha ocasión se refirió, entre otras cosas, a
su relación con la poesía y el acto de poetizar:

Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en


que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad, el
sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad
del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con
no menor fe que todo está sostenido: el hombre y su sombra, el
hombre y su actitud, el hombre y su poesía en una comunidad
cada vez más extensa, en un ejercicio que integrará para siempre
en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera los
une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de
tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar un vertigi-
noso río, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi
piel en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que
no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después
con muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres
me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello
lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición
o eternidad los versos que experimenté en aquel momento, las
experiencias que canté más tarde.

161
Rodrigo Hagar Millón

De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe


aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable.
Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de
lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la
incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que
podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en
esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos
ritos de la consciencia: de la consciencia de ser hombres y de
creer en un destino común.

Como se puede ver, Neruda hace alusión a su experiencia poética


como un encuentro con una dimensión que pareciera «no tener un
lugar» específico en la experiencia, pero que, ciertamente, se relaciona
con la necesidad de comunicar y de verse a uno mismo como parte de un
«destino común» a todos los hombres. En este sentido, el sentirse parte
de una comunidad extensa –que Neruda extiende hasta dimensiones
cósmicas–, está estrechamente ligado con la posibilidad de «explicarse
a uno mismo» (tal como el mismo autor lo refiriera).
Es en este punto en que podemos, tomando estas reflexiones, diri-
girnos al tema de la psicosis y su relación con el dominio «innombrable»
de la realidad psíquica (Killick, 1993), en el que se introduce la poesía
y en donde el sujeto puede acceder a una dimensión profunda y espi-
ritual de su existencia (Sawyer y Hunter, 2004). En dicha dimensión el
paciente tendría la posibilidad de acceder a un significado nuevo, que
sería, al mismo tiempo, «hallado» y «creado» por él (Neimeyer, 2008,
p. 289), lo que le permitiría mantener aquello que Pichon Rivière (en
Zito Lema, 1986) refirió como un «permanente grado de unidad, aun
siendo salvaje y primitiva» (p. 164), posible de encontrar en la poesía.
Así, la poesía puede ser vista como un recurso que, paradójica-
mente, utiliza elementos de orden verbal (tales como la metáfora) para
evocar imágenes que permiten emprender una exploración no verbal de
la experiencia (Newbury y Hoskins, 2010). Esta exploración (o sea, el
poetizar) actuaría como una suerte de «hilo conductor» del experienciar
o del ser-en-el-mundo; como un acto de «acceder» a aquello que, sin
embargo, es inaccesible135. El esmero más fructífero por penetrar en
135
En palabras de Cortázar (1982): «La poesía es eso que se queda afuera, cuando
hemos terminado de definir la poesía». Y también podemos referirnos a esta di-
mensión profunda de la experiencia desde la propuesta de Lacan (1954), acerca

162
Arte, locura y psicoterapia

dicho dominio a nivel simbólico, sería, entonces, lo que Jodorowsky


(2004) –basándose en Marinetti– llamó «acto poético»:

El acto poético es una llamada a la realidad: hay que enfrentar


a la propia muerte, a lo imprevis­to, a nuestra sombra, a los gusa-
nos que hormiguean dentro de nosotros. Esta vida que nosotros
quisiéramos lógica es, en rea­lidad, loca, chocante, maravillosa
y cruel. Nuestro comporta­miento, que pretendemos lógico y
consciente, es, de hecho, irracional, loco, contradictorio. Si ob-
serváramos lúcidamente nuestra realidad, constataríamos que
es poética, ilógica, exu­berante (Jodorowsky, 2004, pp. 24-25).

Si nos guiamos, entonces, por las palabras de Neruda (1971), po-


dríamos decir que el espacio más profundo de nuestro ser es en donde,
de alguna u otra manera, «dejamos de ser nosotros» y al mismo tiempo
«nos encontramos a nosotros mismos», como seres con un potencial
inherente de ser parte de una existencia que está más allá de los límites
individuales (Varela, 1996; Krishnamurti, 2003). El lenguaje puede
cumplir la función de conducirnos hacia aquellos límites, y en la mis-
ma creación lingüística innovadora estaríamos desarrollando modos
diferentes de ver la realidad, incorporando tonalidades emotivas que se
asociarían con una nueva forma de abordar al mundo y a los otros136. Si
tal es el caso, podemos desarrollar nuevas disposiciones-para-la-acción
(Safran, 1998; Arciero, 2009) que nos instarán a seguir explorando,
entre otras cosas, el carácter metáforico de los símbolos con los que
operamos y el cómo ellos nos pueden ayudar a flexibilizar nuestro
sentido de ser. Y podremos acceder también a nuestros devenires psi-
cológicos más íntimos, donde se despliegan símbolos fundamentales
que nos ligan con nuestra naturaleza y con nuestra cultura e historia
(Jung, 1963, 1984).
Es así como la poesía nos puede dirigir hacia los límites de nues-
tro autoconcepto (Lengelle y Meijers, 2009) para que elaboremos y,
al mismo tiempo, descubramos, un nuevo sentido para nuestra vida;
uno más generativo y saludable, que desprende nuevos significados a
partir de la identificación de experiencias que parecen ser cada vez más

del campo de «lo real», que sería aquel ámbito de la experiencia «que (se) resiste
absolutamente a la simbolización» (p. 5).
136
Nuevamente se aplica acá la idea de affordance (Arciero, 2009).

163
Rodrigo Hagar Millón

profundas e ir más allá del mero ámbito de lo «interpersonal» para


adentrarse en un dominio que, podríamos decir, refiere a la esencia
humana y a la misma naturaleza (Verano Gamboa, 2009; Sallis, 2010).
Llegados a este punto, para no extenderme más en estas inferen-
cias, vale reconocer que hay en ellas una importante concordancia
conceptual con las descripciones presentadas previamente en torno
a las experiencias y contenidos psicóticos, en términos de aludir a la
trascendencia de los límites individuales y a la vivencia de una conexión
universal y espiritual con toda la humanidad. Podemos asumir que nos
hallamos abordando un límite donde pueden solaparse la sanidad y la
locura; en que la definición de una experiencia potencialmente «supe-
rior» o «genial» puede tomar tintes aparentemente opuestos, a saber,
amigables o amenazantes (Spaniol, 2001). Como veremos, el que nos
encontremos frente a uno u otro caso, dependerá, en gran medida, del
tono emocional con que el sujeto viva su experiencia (Heriot-Maitland,
2008). Así, la función de la terapia con poesía, en el caso de las psicosis,
es la de proveer un espacio emocionalmente contenido, donde quien se
halla creando –el paciente– pueda aprender a ejercer un significativo
grado de control sobre sus vaivenes emocionales y procesos de pen-
samiento, de modo de trabajar directamente sobre su identidad y su
significado personal (Lengelle y Meijers, 2009). Puede admitirse que
tal tarea es de grueso calibre en cuanto a su valor terapéutico, como
también lo es en cuanto a los desafíos que puede plantear al clínico,
quien se verá obligado a desarrollar su propia creatividad para ponerla
al servicio de la sanación del paciente (Bakero, 2010).

7.1.5. Terapia de poesía y psicosis


Para proceder a revisar el valor terapéutico de la poesía en el tra-
tamiento de la psicosis, podemos comenzar citando que «(la poesía
es) una poderosa herramienta de comunicación no literal que poten-
cialmente transforma el estado cognitivo del individuo» (Shafi, 2010,
p. 87)137 y que: «(la) terapia de poesía138 puede ser definida como una
herramienta clínica que incorpora la escritura de poemas para facilitar

137
Traducción del autor.
138
Utilizaremos la denominación terapia de poesía como traducción del inglés «poetry
therapy».

164
Arte, locura y psicoterapia

la consciencia psicológica139, la creatividad y el significado personal»


(Shafi, 2010, p. 88)140.
Como ya he señalado, en un contexto terapéutico, los beneficios del
uso de la poesía (específicamente, del escribir poesía) para el desarrollo
cognitivo son potenciados por el cuidado de un ambiente contenedor,
donde el paciente pueda sentirse en confianza para contactarse con sus
emociones y probar con distintas alternativas que puedan dar cuenta,
simbólicamente, de su experiencia (Shafi, 2010). Una relación terapéu-
tica consolidada estimulará, mediante el intercambio emocional de sus
participantes, el que el paciente halle un estilo propio para articular sus
vivencias y traducirlas en metáforas precisas y «generativas» (Lengelle
y Meijers, 2009, p. 69).
Una de las características de la experiencia emocional en la psicosis
es que se halla fuertemente marcada por la contradicción (Sass, 2007).
Considerando que el psicótico ha debido dar sentido a sus vivencias en
una urgencia anímica (Podvoll, 1990), podemos presumir que su orga-
nización interna (es decir, el sentido de identidad que precariamente ha
logrado elaborar) se caracteriza por una falta de congruencia cognitiva
y emocional percibida en torno a sus contenidos. Con esto no me refiero
solo al hecho de que el paciente puede percibir, al mismo tiempo, la
vida como llena y desprovista de significado (Sass, 1998), ya que esto
último, en sí mismo, podría perfectamente experimentarse por alguien
como una experiencia agradable y satisfactoria (Heriot-Maitland,
2008). El problema –y podríamos decir, la psicopatología como tal–
radica en la vivencia emocional: allí el paciente encuentra que, por
ejemplo, establece y niega, en un solo instante, una relación afectiva
con su entorno, o al mismo tiempo siente una profunda vulnerabilidad
emocional y se descubre también retraído y apático en relación con
la realidad externa (Sass, 2007, p. 354). Entonces, esta sensación de
descontrol y padecimiento de los estados internos (Podvoll, 1990) se ve
marcada también por una vivencia dicotómica en torno a los afectos
(Sass, 2007), hecho que, muy posiblemente, aumentará la sensación
de extrañeza del individuo respecto de su realidad, interna y externa

139
En este caso, consciencia psicológica apunta a un estado de atención consciente a
los procesos mentales.
140
Traducción del autor.

165
Rodrigo Hagar Millón

(Sass, 1998, 2007; Podvoll, 1990). Lo anterior, conducirá al sujeto a


seguir simbolizándola en términos alienados141 y delirantes, como una
única forma de dar sentido a lo que le ocurre y aplacar –aunque sea
solo un poco– su angustia y sufrimiento (Podvoll, 1990).
En este contexto, Furman, Collins, Langer y Bruce (2006) plantean
que «la poesía, con su habilidad de capturar dinámicas complejas,
dialécticas y ostensiblemente contradictorias, puede ser un valioso
recurso para explorar los procesos de la enfermedad mental» (p.
332). En este sentido, la poesía no solo constituye un ejercicio con el
cual el individuo puede flexibilizar y ampliar el sentido de su mundo
interno, sino que también, mediante el poetizar, puede dar cuenta de
este mundo y revelarlo. Esto puede convertirse en una posibilidad
deseable para un paciente –por ejemplo, un esquizofrénico– cuyos
sistemas semánticos parecen estar menos condicionados socialmente
y que ha tenido dificultades en hallar el significado de las palabras en
un determinado contexto y, asimismo, en comunicar los significados
que intenta generar (Tamura, 2001).
El escribir poesía, aun cuando se basa en un nivel importante de
improvisación y se traduce en una expresión metafórica, requiere cierta
estructura y grado de organización evidentes, por lo que, sabiendo que
en las psicosis se observan dificultades para un uso organizado, pragmá-
tico y secuencial del lenguaje (Marini et al, 2008), relacionadas con un
grado considerable de «distorsión cognitiva» (Tamura, 2001, en Shafi,
2010, p.4)142, el poetizar puede ayudar a estos pacientes a expresarse
clara y coherentemente, organizando su pensamiento y fomentando
la emergencia de emociones positivas (Shafi, 2010). Por lo tanto, una
característica de esta forma de terapia es que los procesos mentales
altamente complejos y contradictorios, descritos anteriormente, hallan
un espacio emocionalmente seguro donde asentarse y manifestarse, pero
esta contención emocional en la relación, implica un requerimiento de
ordenamiento en la expresión, que facilite la complementariedad entre

141
No está de más recordar que acá hablamos de una alienación respecto de la viven-
cia emocional y encarnada; una alienación marcada por procesos hiperreflexivos
(Sass, 1998).
142
Aún así, a diferencia del de un paciente afásico, el discurso del esquizofrénico, en
cuanto regulado por un lenguaje, sí ha de contar con una o más series de reglas
internas (Sass, 1998).

166
Arte, locura y psicoterapia

espontaneidad y estructura mediante una relación dialéctica entre ambas,


referida ya en la concepción de la psicoterapia como arte de Naranjo
(1989, en Peñarrubia, 1998) y que permite cierto nivel de «apropia-
miento» y contacto, emocionalmente consciente, con los procesos de
simbolización en curso. Se ha planteado que «el intercambio exitoso
de metáforas hace que los esquizofrénicos se comuniquen en un nivel
más profundo, con gran satisfacción, y la empatía con otros también
mejora» (Shafi, 2010, p. 96)143.
Ahora, como hemos visto, toda progresión en complejidad del
sistema de conocimiento implica el despliegue de habilidades cog-
nitivas lo suficientemente desarrolladas como para hacerse cargo de
experiencias altamente perturbadoras y poco integradas a la noción de
sí-mismo (Yáñez, 2005; Guidano, 1987). Así, considerando que, tanto
la terapia con poesía como las psicoterapias de orientación propiamente
cognitiva144 requieren, por parte del paciente, un nivel de desarrollo
mínimo de sus habilidades lingüísticas y cognitivas (Collins, Furman y
Langer, 2006), la terapia con poesía, al menos, encuentra limitaciones
en pacientes cuyas habilidades de simbolización y de uso del lenguaje
se hallan deterioradas, como es el caso de muchas expresiones de psi-
cosis de mayor gravedad, tales como la esquizofrenia (Shafi, 2010),
donde se conjugan predisposiciones genéticas y variables ambientales
que correlacionan positivamente con algunas anormalidades cerebrales
que pueden inhibir seriamente un funcionamiento mental sano (Can-
non, Van Erp, Rosso, Huttunen, Lönnqvist, Pirkola, Salonen, Valanne,
Poutanen y Standertskjöld-Nordenstam, 2002). Lo anterior se traduce
en una inhabilidad para el procesamiento metafórico, dada por la inca-
pacidad de controlar la aceleración del pensamiento y la consiguiente
emergencia «frenética» de asociaciones entre contenidos personales y
los conceptos a utilizar (Kircher, Leube, Erb, Grodd y Rapp, 2007),
junto con una tendencia a interpretar las metáforas como descripciones
literales y concretas, sin una significación amplia y abstracta (Naranjo,
1993; Kircher et al, 2007).

143
Traducción del autor.
144
En este caso, la referencia es a las terapias cognitivas clásicas.

167
Rodrigo Hagar Millón

(…) parecería que la psicosis es a ve­ces el resultado de una


incapacidad personal para afrontar una dosis excesiva de verdad;
se diría que acaba siendo algo así como el precio que el individuo
debe pagar por una abierta capacidad de percepción que otros
no habrían podido tolerar. En ciertos casos, sin embargo, las
percepciones profundas se combinan en una mezcla de verdad
y distorsión, como sucede típi­camente en el caso del síntoma
esquizofrénico llama­do «interpretación literal de la metáfora»
(Naranjo, 1993, p. 177).

Se ha llegado a plantear que la «introspección cognitiva» que


demanda la técnica poética implica una emergencia de contenidos
que pueden desorganizar aún más el procesamiento de información
del paciente, por lo que el uso de la poesía podría llegar a ser contra-
indicado en casos de alta gravedad (Collins, Furman y Langer, 2006).
Por otro lado, se ha planteado que los síntomas positivos del delirio
y la alucinación tienden a tener una base biológica y, por lo tanto, su
tratamiento debiera restringirse a la farmacología (Collins, Furman y
Langer, 2006), argumento que, sin duda, puede contrastarse con varias
de las ideas planteadas en los capítulos anteriores. De todas formas,
vale bien tener presente que la terapia de poesía sí ha presentado limi-
taciones para el trabajo con casos de psicosis más graves, asunto que
invita a la pregunta acerca de las condiciones de satisfacción necesarias
para una labor que, por medio de cualquier modalidad artística, bus-
que ser efectiva con la psicosis, pudiendo discriminar entre distintos
niveles de complicaciones y deterioro. Asumimos que el objetivo de
estas formas de tratamiento es que el mundo de las imágenes internas
se vuelva accesible y manipulable para el paciente; para esto, como ya
se mencionara, se requiere –además del uso de habilidades cognitivas
desarrolladas– de un adecuado contexto emocional y atingente dispo-
sición a la creatividad, por parte del terapeuta.
En función de lo anterior, puede explicarse que la terapia de poesía
es muchas veces preferida como complemento de otros tratamientos
psicoterapéuticos (Shafi, 2010). Ahora, esto último no deja de plantear
un desafío, tanto para la reflexión como para la técnica, respecto de la
búsqueda de una efectividad creciente de las terapias que incorporan
el poetizar en su metodología, especialmente aquellas que sostienen
este ejercicio a lo largo de todo, o casi todo, el tratamiento. Uno de

168
Arte, locura y psicoterapia

los beneficios del uso del lenguaje poético en terapia (y especialmente


para la esquizofrenia) es la posibilidad de deconstruir y reinterpretar
los estigmas desarrollados en torno a una condición diagnóstica par-
ticular que puede influir profundamente en la definición de la identi-
dad (Bjorklund, 1999), lo que ofrece una apertura a una flexibilidad
explicativa frente a la vida personal (Bjorklund, 1999; Shafi, 2010).
Aquí, nuevamente aparece la relevancia del terapeuta como alguien
que debe adecuarse al lenguaje y dominio simbólico del paciente, evi-
tando, dentro de lo posible, ver a este último como un individuo de
un manejo conceptual deficiente, dado que posiblemente hay muchas
capacidades rescatables, de abstracción y reflexión, que diversas apro-
ximaciones nosográficas podrían no haber evidenciado al ser usadas en
el encuentro con el individuo en cuestión (Podvoll, 1990; Sass, 1998).
El terapeuta, con todas las dificultades que esto implica, puede buscar
recuperar, desde el paciente, la forma que este tiene de recurrir, escoger
y nombrar sus contenidos experienciales, sus «preferencias» (y por
lo tanto, su tendencia hacia la coherencia) frente a la simbolización.
Pues bien, como ya hemos visto, no es raro suponer que tal ejercicio
puede llevar al terapeuta a hallarse con sus propias interpretaciones
sobre la misma realidad y el mundo, por lo que el interés profesional,
por parte del clínico, debiera implicar una atención y respeto a la
cultura de origen y modos de interpretación desde los cuales se fundó
la estructuración psíquica del paciente, dando pie para generar instan-
cias de autoobservación, mediante las cuales la persona que consulta
pueda hallar aquellos recursos que, aun cuando surjan como nuevos
y generativos, puedan ser asimilados por él como los «más propios»,
es decir, congruentes con su forma de organizar y dar coherencia a la
experiencia. Así, se podría abordar el apego conceptual al diagnóstico,
que rigidiza los procesos reflexivos y promueve el deterioro, con una
perspectiva de desarrollo más flexible y que, sin embargo, no se hallará
exenta de obstáculos.
Sabemos que, habiendo distintos niveles de gravedad, el paciente
se halla con vivencias intensas que parecen tener un significado muy
relevante pero que no se torna reconocible (Sass, 1998), pero, aun así,
todo contenido en la psicosis tiene un significado potencialmente co-
herente y plausible en términos psicológicos y expresivos (Jung, 1990)

169
Rodrigo Hagar Millón

y, por lo tanto, informativo acerca de la identidad del sujeto (Bakero,


2010). En conclusión, el clínico debiera ir más allá de las limitaciones
conceptuales y de apreciación fenomenológica que pudieran imponer
enfoques como, por ejemplo, el de la terapia cognitiva clásica, que se
centra en la corrección racional del pensamiento; o incluso con terapias
que adoptan el arte y dan uso a la poesía como un remedio para la falta
de un sentido lógico en el discurso del paciente. Claramente, el foco ha
de ir hacia uno más integrador que reconozca cierta tendencia a una
lógica interna en el discurso del psicótico, por muy incomprensible y
difícil que se presente (Sass, 1998), para superar la posición conceptual,
tan ampliamente divulgada, que parece divorciar irreconciliablemente
razonamiento de incertidumbre y abstracción de percepción145.

7.2. Terapias con narraciones autobiográficas


«Había una distancia grande entre lo que él era y lo que él representaba, y
nunca logró una conjunción» (Enrique Pichon Rivière)146

A diferencia de la terapia con poesía, el trabajo terapéutico con


narraciones autobiográficas se orienta explícitamente a la historia
personal, reconocida como una trama narrativa con la cual se puede
trabajar desde metodologías de exploración y reinterpretación (Lengelle
y Meijers, 2009). En el caso de la psicosis, se ha visto que la recupe-
ración y la secuencialización de la historia personal operan sobre la
articulación narrativa de la identidad, fomentando la organización del
pensamiento y, por lo tanto, constituyéndose en predictores de una
posible recuperación (Lysaker, Ringer, Maxwell, McGuire y Lecomte,
2010). Asimismo, en lo que concierne al ámbito de la comunicación,
se ha visto que el acceso a la historia vivida, escrita por pacientes con
aflicciones mentales graves, ofrece a otras personas más posibilidades

145
Para ver un ejemplo de avances en la reflexión sobre un posible sentido en la viven-
cia de la locura, pero con una limitación conceptual respecto de esta polarización
radical entre lo cierto (lógico) y lo incierto (irracional), el lector puede referirse a
un artículo de Forrest (1976), donde se aprecia una inclinación expresa hacia la
valoración de la experiencia esquizofrénica, pero hallando algunos límites en lo
que a la consideración de la experiencia mental y abstracta del psicótico, en cuanto
vivencia subjetiva y encarnada se refiere.
146
Zito Lema, V. (1986) Conversaciones con Enrique Pichon Rivière, p. 163.

170
Arte, locura y psicoterapia

de aprender y empatizar con las vivencias de dichos pacientes (Rudnick,


Rofè, Virtzberg-Rofè y Scotti, 2010).
Lengelle y Meijers (2009), quienes han presentado trabajos
relacionados con el tratamiento de trastornos mentales derivados de
eventos o episodios traumáticos, plantean que la redacción biográfica
constituye un «espacio transformacional» que abre la posibilidad de ree-
laborar concepciones que el paciente ha venido manejando acerca de su
historia personal y que han perpetuado un autoconcepto negativo de sí
mismo, junto con una sensación de desesperanza y falta de posibilidades
de simbolización frente a una experiencia sufrida. Así, dadas las compleji-
dades emocionales que pueden presentarse a la hora de abordar vivencias
y fenómenos vitales que no han sido organizados coherentemente en el
pensamiento, dichos autores plantean que el trabajo con narraciones
autobiográficas implica –al igual que en la poesía– el acceso a una
vivencia que se halla en el límite de nuestro autoconcepto (boundary
experience), propiciándose así la creación de una «segunda historia»,
que puede ofrecer nuevas interpretaciones y perspectivas futuras a partir
de la reinterpretación de eventos y períodos vividos en el pasado. Para
lograr esto último, se requiere que el paciente se dé cuenta de que él es,
al mismo tiempo, tanto quien vive su vida como quien es capaz de po-
sicionarse frente a ella como observador (Lengelle y Meijers, 2009)147.
En consonancia con el ejemplo anterior, el uso de «diarios per-
sonales» u otros dispositivos de redacción biográfica facilitan un
acceso paulatino a impresiones vagas acerca de la historia personal,
sin necesidad de avanzar cronológicamente en la escritura, pero con
la posibilidad de integrar los componentes narrativos en una trama
secuencial, favoreciendo la jerarquización de patrones experienciales
y significados personales (Mahoney, 1991). Es así que la generación
de nuevos significados, a partir de un trabajo autobiográfico, se ha
ligado directamente con el bienestar y la salud psíquica (Lysaker et al,
2010; Mahoney, 1991). Respecto de lo anterior, desde una perspectiva
constructivista del acto de escribir, determinadas acciones del terapeuta

147
Se alude acá a la noción de un «testigo» de la experiencia y del sí-mismo como un
«productor de historias». Esta noción se inserta perfectamente en la propuesta,
planteada en los capítulos anteriores, acerca de la necesidad de estimular y reforzar
procesos y habilidades de autoobservación para un contacto encarnado y consciente
con la experiencia: posición más ciertamente orientada al éxito terapéutico.

171
Rodrigo Hagar Millón

pueden ayudar a la sanación: este debe evitar lo más posible dirigir el


sentido del escrito y solo orientar y estimular al paciente, preguntándole
qué siente al escribir, qué le llama más la atención de lo escrito, qué
patrones ha reconocido y qué significan para él determinados eventos
recordados (Mahoney, 1991).
Se ha visto que, con la psicosis, tienden a dañarse las habilidades
macrolingüísticas del paciente, es decir, aquellas que le permiten agrupar
distintos elementos y componentes propios de eventos particulares, en
una articulación general, coherente y abstracta (Marini et al, 2008). Es
así que el trabajo con la narrativa apuntaría a rehabilitar dichas capa-
cidades. En este contexto, el uso de la metáfora puede ser un aporte a
la generación de significado, pero el efecto terapéutico más significativo
residirá en la distribución y revisión de contenidos que haga el paciente
a lo largo de la redacción de su relato biográfico (Lengelle y Meijers,
2009; Mahoney, 1991). Podemos asumir que, en estos casos, el paciente
logra recurrir a tonalidades emotivas asociadas a eventos particulares,
hallando en aquellas la posibilidad de indagar en el significado de la
experiencia y captar la emergencia de abstracciones prototípicas acer-
ca de su historia y su identidad, que son rescatadas desde el sistema
de conocimiento y reelaboradas en el sentido de sí mismo. Se trabaja
aquí sobre la base del supuesto de que el grado de inteligibilidad de
lo vivido facilita la asimilación del encuentro perceptivo, emocional y
cognitivo con una realidad siempre cambiante, que presenta siempre
desafíos, sean estos más o menos conocidos. La vivencia encarnada
del sentido gatilla un efecto de reinterpretación retroactiva sobre la
trama narrativa del individuo, que enriquece su noción de identidad,
su relación con las cosas y su panorámica frente al futuro (Arciero y
Bondolfi, 2009; Arciero, 2009)148.
Por lo tanto, el escribir acerca del pasado se vuelve una experiencia
límite que provee de un aprendizaje acerca de la identidad (Lengelle y
Meijers, 2009, p. 66) a través del uso de un componente creativo que

148
Abordando el tema del trauma, Pally (1997, en Trujillo, 2006) enfatiza la diferencia
entre lograr percibir un evento perturbador pasado como recuerdo y padecerlo
como una alteración emocional intolerable en la experiencia actual. Bajo dicha
condición de recuerdo, la experiencia en cuestión puede ser emocionalmente per-
cibida, aceptada y clasificada en el lugar que le corresponde en el aparato psíquico
(a saber, en el pasado narrativo).

172
Arte, locura y psicoterapia

permite ligar eventos y emociones (Connolly Baker y Mazza, 2004).


Podemos acá observar que la psicopatología radicaría en el hecho de
que un ser humano no logre contactarse con un potencial creativo
que le es inherente y que, por razones de sus ciclos de desarrollo, ha
descuidado:

La culpa y la ansiedad no son resultados exclusivos de prohi-


biciones superyoicas, sino que son causadas con igual frecuencia
por el fracaso en utilizar el propio potencial creativo inherente
o el fracaso en crear un estilo de vida significativo (Garai, 1987,
en Connolly et al, 2004)149.

Es así que el trabajo con la narración autobiográfica permite un


acercamiento a la forma en que se han interpretado distintos ámbi-
tos de la vida y, junto a ello, a la manera en que la persona se está
desenvolviendo en estos distintos ámbitos. Por ejemplo, cabe señalar
que el trabajo autobiográfico ofrece, a quien consulta, la posibilidad
de abordar explícitamente su historial de relaciones interpersonales e
interpretarlas de maneras alternativas (Shafi, 2010). Así, conociendo ya
el valor terapéutico que puede tener el contacto permanente y atento
con grupos de personas, para un paciente con psicosis (Podvoll, 1990;
Huneeus, 2005) debemos reconocer también el papel fundamental que
tiene la interpretación que cada persona realiza respecto tanto de sí
misma, como de su entorno y los distintos elementos que componen este
último. La terapia con narraciones autobiográficas permite rescatar un
necesario énfasis en la relevancia de la hermenéutica como disciplina y
como acto fundamental dentro del desarrollo del conocimiento y de la
generación de sistemas de significación progresivamente más complejos
y saludablemente configurados (Mahoney, 1991; Arciero y Bondolfi,
2009; Arciero, 2009). Para aspirar a esto último en una terapia como
la que estamos revisando, la facilitación de un contexto conversacional
e interpretativo acerca de la historia biográfica debiera darse a partir
de un equilibrio entre el uso de la expresión escrita y el logro de uno o
más propósitos terapéuticos definidos (Connolly Baker y Mazza, 2004).

149
Traducción del autor.

173
Rodrigo Hagar Millón

Mientras más conscientes estamos del efecto de las histo-


rias que constantemente creamos a través de las palabras, más
aptamente podemos negociar lo que ocurre dentro nuestro y el
cómo nos relacionamos con otros y con el mundo alrededor de
nosotros (Hitchcock y Bowden-Schaible, 2007, p. 131).

174
8. Terapias con artes plásticas

«Una cosa se me hizo manifiesta: que la objetividad, la descripción del


objeto, no era necesaria en mis pinturas y que en realidad les perjudicaba»
(Wassily Kandinsky)

En esta parte, nos toparemos con uno de los componentes del


funcionamiento psíquico que ha sido presentado y mencionado reite-
radamente en capítulos anteriores, y cuyo valor dentro de la continua
reestructuración del pensamiento y el devenir de la simbolización
es ineludible y, al mismo tiempo, de carácter fascinante, debido a su
condición simultáneamente primordial, influyente, inaprehensible,
altamente abstracta, consistente y nítidamente definida: es el mundo
de las imágenes.
Como hemos visto, la imagen, en cuanto elemento de la consciencia,
da cuenta de estructuras profundas de la vida psíquica, tanto a un nivel
de almacenamiento de información relativa a la constitución mental,
la jerarquización de la experiencia y el desarrollo biográfico (Guida-
no, 1987), como en dimensiones que trascienden la individualidad y
que pueden referir a niveles arquetípicos propios de una consciencia
colectiva comúnmente oculta a los sentidos (Jung, 1925, 2000; Ler-
ner, 1981, en Tamura, 2001; Moffatt, 1997), desde la que se podría
acceder a un contacto con una naturaleza humana que va más allá del
lenguaje verbal, la razón y la lógica (Kalawski, 1978), para adherir
a la experiencia profunda de la naturaleza primordial y el sentido
(Verano Gamboa, 2009; Sallis, 2010). Así, tomando esto último, la
perspectiva del arte puede hacer ver que, en todo sentido profundo y
contacto con lo espontáneo e idiosincrásico de la experiencia subjetiva,

175
Rodrigo Hagar Millón

radica una faceta natural y fundamental de belleza (Johnson, 2010;


Merleau-Ponty, 1964).
Ahora, en el caso de la terapia de la psicosis, la primera aproxi-
mación a un trabajo con imágenes, tanto por parte del terapeuta como
del paciente, puede estar matizada por el contacto con sensaciones de
fracaso, amenaza, impotencia y dolor, surgiendo entonces el desafío,
de eminente exigencia creativa, de capturar la «tensión interna» del
paciente para hallar en ella una tendencia a la expresión y la posibi-
lidad del significado150. Así, la meta puede ser apuntar a rescatar la
naturaleza de la experiencia del paciente, para hallar en ella la ma-
nifestación de la misma belleza, como una vivencia de aproximación
novedosa y genuina, a la realidad (Bakero, 2010). Esta tarea, como
ya puede suponerse, exige ir más allá del mero análisis de contenidos
y del discurso, para respetar la situación paradójicamente clara de in-
comprensibilidad en la que nos hallaremos al enfrentarnos a muchas
experiencias profundas, tales como las del psicótico y ese «algo» que
parece subyacer la aparición de sus síntomas (Jaspers, 1963, en Sass,
1998, p. 26). Pero comenzaremos, para generar un marco reflexivo,
revisando algunas aproximaciones al trabajo terapéutico con imágenes,
expresamente con la pintura, dibujo y otras expresiones gráficas, en el
área de la salud mental y como tratamiento de la psicosis en particular.

8.1. La pintura en la relación terapéutica


Figuradamente, al concebir una teoría del trabajo terapéutico con
dibujos o imágenes pintadas, numerosos terapeutas con arte han puesto
el énfasis en la relevancia y rol fundamental de la relación terapéutica
como un espacio que se halla nítidamente dibujado y distribuido, con
relaciones establecidas y permanentes, y en donde el producto artístico
juega un rol específico (Schaverien, en Killick y Schaverien, 1997).
Para indagar en esta perspectiva, me basaré en el trabajo com-
pilatorio de Killick y Schaverien (1997), quienes presentan distintas
propuestas de focos paradigmáticos psicoanalíticos, sustentados en la

150
Como señalara el reconocido escultor inglés Henry Moore: «Para un escultor
o un pintor es un error hablar o escribir a menudo sobre su trabajo. Esto libera
tensiones y las tensiones son necesarias para su obra».

176
Arte, locura y psicoterapia

teoría de la transferencia (Killick y Schaverien, 1997; Killick, 1993)


y en los aportes realizados por Jung acerca de las funciones psíquicas
de representación, las imágenes arquetípicas y la constitución de las
psicosis (Killick y Schaverien, 1997).
A partir de su trabajo con casos de psicosis, Schaverien (en Killick
y Schaverien, 1997), alude a una relación triangular entre el paciente,
la imagen y el terapeuta. La segunda cumpliría el rol de «sostener» el
vínculo terapéutico en instancias donde, dado el contexto emocional
y las particularidades sintomáticas de cada caso, la aproximación al
terapeuta pueda ser sentida como insegura o amenazante. Desde una
perspectiva psicoanalítica, muchas veces se habla de las «imágenes»
y los «objetos» representacionales como elementos susceptibles de
ser investidos mediante mecanismos de identificación proyectiva, idea
que alude a la posibilidad de «traspasar» o «situar» un significado
en un objeto151, en principio neutro, que pasa a servir como destino
representativo de algo que se quiere expresar, pero de un «algo» que,
en sí mismo, no reside en ese objeto y puede corresponder, incluso, a
personas ajenas, anhelos ocultos o significaciones abstractas152. Ahora,
en el planteamiento de trabajos con imágenes que estamos revisando,
la idea de identificación proyectiva es dejada de lado, para –como ya
lo he referido– hablar en términos de un espacio de interacción, en el
que los contenidos que emergen pueden ser elaborados por sus parti-
cipantes. La imagen se situaría, precisamente, en ese espacio de signi-
ficación abstracta y profunda que subyace la relación entre terapeuta
y paciente y que, como podremos ver, guarda estrecha similitud con
aquello que he ya descrito como dimensiones preverbales, propias de
una naturaleza primordial humana que trasciende el espacio –psíquico
y existencial– individual. Una descripción de Schaverien a este respecto,
sintetiza lo que quiero señalar:

151
En psicoanálisis, el concepto «objeto» puede bien referir a una persona, a otro ser
vivo, o a un objeto (cosa) propiamente tal.
152
Dados los diversos matices conceptuales implicados en esta terminología psicoa-
nalítica, el lector puede referirse a la obra de Freud de 1914, Pulsión y destinos
de pulsión, para una mayor profundización en sus ideas sobre los mecanismos de
proyección.

177
Rodrigo Hagar Millón

Se ha argumentado, algunas veces, que la investidura mágica


de piezas de arte, que yo describo, es meramente una forma de
identificación proyectiva (…). En consideración con esto, yo me
vuelvo a Jung, cuyas teorías del inconsciente colectivo y la «par-
ticipación mística» (…) han sido comparadas frecuentemente
con la identificación proyectiva. En trabajos recientes, analistas
y académicos junguianos han desarrollado este asunto al escribir
sobre una comunicación en un área que diversamente llaman
la zona “entre-medio” del paciente y el analista, «el Mundus
Imaginalis», «realidad no-material», «zona liminal». Todos ar-
gumentan que un término como «identificación proyectiva», que
presupone que las personas están fundamentalmente separadas,
no da plenamente cuenta de las experiencias de comunicación
en esta área mediadora en la situación analítica. Yo agregaría
que tampoco hace justicia a la complejidad de la interacción
cuando una imagen real existe en el área entre el paciente y el
terapeuta. Hay conexiones fundamentales que subyacen todas
las interacciones humanas, y es relevante notar que los pacientes
psicóticos son muy sensibles a tales conexiones. Más aún, las
imágenes no son transitorias como los efectos de la identificación
proyectiva; ellas continúan existiendo en forma concreta y esto
introduce factores estéticos dentro de la interacción terapéutica
(Schaverien, en Killick y Schaverien, 1997, pp. 14-15)153.

Ahora, ¿cuál es la relevancia, para fines de este trabajo, de abordar


puntualmente esta distinción entre «espacio mediador» e «identificación
proyectiva»? Pues precisamente el hecho de que, desde la noción de
tratamiento que estamos refiriendo, podemos pensar que la imagen se
sitúa y, en cierto modo, actúa en la relación terapéutica: sirve como un
«ancla sólida» arrojada a la dinámica de procesos interpersonales donde
se abren, en un ambiente de alta riqueza simbólica, representaciones y
atribuciones de significado del paciente respecto de distintos elementos
de su experiencia actual, su historia personal y sensaciones, emociones
e ideas que emergen en su relación con la realidad interna y externa.
Desde un punto de vista constructivista, el «espacio intermedio» no es
solo una fuente potencial de conceptos y descripciones para estimular
el diálogo verbal terapéutico (con sus concomitantes ilocutivas y perlo-
cutivas), sino que se vuelve un «área» simbólicamente permeable a las
manifestaciones emocionales, convicciones y expresiones de paciente y
153
Traducción del autor.

178
Arte, locura y psicoterapia

terapeuta. Así, se convierte, metafóricamente, en un producto que está en


permanente elaboración, estando afecto a los procesos de la mismidad y
los significados emergentes en la relación terapéutica, reorganizándose y
volviéndose a elaborar, permitiendo la emergencia de contenidos y vehi-
culizando energías internas del paciente, que dejan de estar estancadas
en dinámicas mentales recursivas y alejadas del contexto relacional, para
ponerse estas a disposición de la simbolización en un espacio de transac-
ción emocional, donde es posible discutir el sentido tanto de la imagen
desarrollada y en permanente redefinición como del acto de creación
en sí y las emociones, pensamientos y motivaciones que lo acompañan;
todo como insumos experienciales que se vuelven material esencial para
un trabajo sanador de exploración y redefinición de la identidad como
la de un ser-en-relación154.
La posibilidad clínica recién señalada, incorpora la visión de la
psicosis como un proceso significativo (Sass, 1998; Schaverien, en
Killick y Schaverien, 1997; Jung, 1990; Moffatt, 1997; Laing, 1964),
cuyo sentido se puede desplegar en la sesión terapéutica para evidenciar,
por ejemplo, que tal condición –la psicótica– está dando cuenta de una
etapa o una fase complicada en el desarrollo de un padecer psíquico
de menor gravedad (Schaverien, en Killick y Schaverien, 1997), o
incluso de un proceso de cambio profundo que ha sido marcado por
perturbaciones intensas y graves crisis en el sentido de identidad de
un individuo (Dörr, 2005; Grof, 2002).
Como hemos visto, gran parte del estancamiento y perpetuación de
un estado de psicosis tiene que ver con una sensación de impotencia e
incapacidad frente al torbellino de ideas y estados internos angustiosos
que experimenta el paciente (Podvoll, 1990). En casos extremos, este
último puede llegar incluso a una rigidez física absoluta (como ocurre
en casos de posición o rigidez catatónica), como forma de defenderse
frente a «la potencia de su inconsciente» (Jung, 1928, en Killick y
Schaverien, 1997), dejando de lado la posibilidad de, en primer lugar,

154
El lector habrá notado que he hecho alusión a relaciones entre dimensiones pro-
fundas y preverbales de la experiencia, el mundo de las imágenes y una aproxi-
mación a la psicoterapia constructivista. Estos enlaces serán profundizados en las
conclusiones de este libro, para ilustrar algunas propuestas y discusiones respecto
de una posible convergencia entre la clínica constructivista y la terapia de la psicosis
sobre la base del arte y la creatividad.

179
Rodrigo Hagar Millón

acceder a los contenidos de su consciencia desde una posición emocio-


nalmente organizada, y, por otro lado, reconocer estos contenidos como
información respecto de su identidad, que pudiera ser simbolizada y,
por lo tanto, factible de ser compartida con otros (Lacan, 1953, en
Killick y Schaverien, 1997). Esto es experimentado como un «estado
indiferenciado» (Schaverien, en Killick y Schaverien, 1997).
Pues bien, como ya hemos visto, la experiencia de ser «invadido»
y el componente angustioso que esto lleva asociado, podrían ser abor-
dados si se plantea al paciente un marco en la cual encuadrar su acción
en el mundo (Podvoll, 1990; Olivos, 2002; Moffatt, 1997). En el caso
de las imágenes plásticas, estas le proveen de una estructura y límites
claros que pueden facilitarle la organización de sus ideas, la regulación
de sus emociones y el despliegue de sus contenidos experienciales. Se
espera que, como ya hemos visto, la imagen sirva como material para
reportar contenidos a ser revisados a través de un acompañamiento
emocional y empático del terapeuta, quien debe estar abierto a las
emociones en curso, a los contenidos que despliega el paciente y a las
formas artísticas que este provee, sesión a sesión (Killick, 1993). Tal
como ocurre con técnicas como la exploración experiencial (Yáñez,
2005) o la técnica de la moviola (Zagmutt, 2004; Guidano, 2001),
la terapia con imágenes plásticas, aunque con un menor grado de es-
tructuración procedimental, también busca que sea el paciente quien
realice la exploración por sus ideas y vivencias y que, en este sentido,
la imagen sea abordada, en lo que al clínico y paciente respecta, con
la mayor libertad posible de prejuicios y tendencias a la interpretación
(distinto a como ocurre en la poesía, donde las expresiones del lenguaje
constituyen la base de los contenidos que se elaborarán, en importante
medida, a nivel verbal). El foco recién mencionado reconoce que la
modalidad, gráfica o plástica, por la que se expresa el paciente, puede
dar cuenta de sus resistencias (o «tensiones internas»), por lo que se
vuelve necesario trabajar en armonía con ellas, sin adelantarse a su
significado, permitiendo su emocionalidad para que la imagen cumpla el
propósito defensivo que por lo general tiende a adoptar para pacientes
con psicosis –especialmente durante fases agudas– en los comienzos de
una terapia con arte (Killick, en Killick y Schaverien, 1997).

180
Arte, locura y psicoterapia

Si las experiencias de contención son «suficientemente bue-


nas», en el sentido descrito por Winicott, es posible arriesgar el
encuentro con lo desconocido que está envuelto en la actividad
creativa» (Killick, 1993, p. 28)155.

La contención del terapeuta favorece que la emergencia de conteni-


dos complejos, de alta carga emocional y posiblemente perturbadores,
se desarrolle durante una disposición atenta, por la que se vuelva viable
un reconocimiento de los elementos experienciales en juego, estándose
permeable a la riqueza de los procesos de simbolización –corporeiza-
da– y en la que logre operar la tendencia autorreguladora y autosana-
dora de la psique (Dalley, 1987). Podemos pensar que la exploración
de imágenes y el contacto emocional que esta conlleva motivarían la
emergencia de «islas de claridad» en el paciente (Podvoll, 1990), que
pueden permitir una resignificación de las temáticas y vivencias que
se van abordando sesión a sesión, desde una perspectiva que ve los
contenidos «internos» como esencialmente sanos y dignos de expre-
sión. En este sentido, el objetivo de una terapia con arte sería que el
espacio terapéutico permita la aparición de «la constelación propia del
sí-mismo» (Dalley, 1987), lo que se vuelve factible en una dinámica re-
lacional activa que estimule un esfuerzo de autoobservación, apertura a
experiencias no verbales y la asimilación, aceptación y reinterpretación
progresiva de los contenidos que irán surgiendo. Es decir, el proceso de
la terapia con arte no reside en que el paciente solo observe el objeto
creado, sino que en el que pueda hacerse consciente de su proceso con
dicho objeto, logrando verse a sí mismo en su relación con la imagen y
con el terapeuta, quien actúa como acompañante, interlocutor, testigo
y reflejo de los procesos de cambio.
En estas condiciones, se esperaría la emergencia de patrones
emocionales y cognitivos característicos del modo en que el pacien-
te vive la experiencia en relación con su esquema personal, a partir
de su nexo práctico y creativo con la simbología de los dibujos. Lo
que entendemos por desconfirmación, en este caso (Safran, 1998),
permitiría la emergencia de nuevas formas de explicar y relacionarse
con la realidad, potenciadas e incorporadas al significado personal,

155
Traducción del autor.

181
Rodrigo Hagar Millón

principalmente mediante la relación terapéutica, donde la libertad que


el paciente encuentre para expresarse y crear jugará un rol fundamen-
tal (Killick, 1993). El proceso creativo, en este sentido, sería todo un
desafío y también un aporte a la complejidad de la organización del
sistema, ya que agrega un elemento artístico que abre posibilidades
de simbolización dentro de una relación terapéutica estable, pero en
constantes cambios y ajustes, y que implica, en la práctica, acciones de
enganche, desenganche y perturbaciones estratégicas que promueven un
posicionamiento autorreferido del paciente, respecto de sus vivencias
e interpretaciones del mundo.

(…) me propongo conservar una actitud mental tan abier-


ta como sea posible ante el carácter exclusivo y el específico
contenido de sentimientos que posea una imagen, así como a
la creencia en la naturaleza autorreguladora de la psique, que
comunica un mensaje particular a través de la imagen, dirigido
a todo aquel que se halle preparado para verlo (Robinson, en
Dalley, 1987, p. 142).

El carácter manipulable de la imagen gatilla en el paciente una sen-


sación de poder sobre el proceso de cambio y facilita un sentido de res-
ponsabilidad por la propia cura, al constatar que es él quien, mediante
la simbolización, tiene el acceso más privilegiado a «material» esencial
para un proceso de sanación; así, ya no opera la antigua concepción
hospitalaria que concebía al arte como un mero «catalizador de ener-
gías destructivas» para un paciente desorganizado (Skailes, en Killick
y Schaverien, 1997, p. 216). El dibujo, incluso, puede llevar inscritas
palabras o metáforas que enriquezcan las posibles explicaciones sobre
las experiencias vividas (Schaverien, en Killick y Schaverien, 1997).
Cabe considerar que me he referido a una forma de trabajo de índole,
principalmente, psicoanalítica, o al menos teóricamente orientada por
dicha concepción paradigmática de los procesos de la mente humana.
Aun así, a partir de lo revisado, es posible apreciar distintas coincidencias
conceptuales con el constructivismo y con focos transversales de interés
clínico, útiles para guiar el tratamiento. Ya he dado cuenta de cómo los
recursos cognitivos del paciente pueden orientarse al dibujo o la imagen,
la que, con todo su potencial terapéutico y características idiosincrásicas,

182
Arte, locura y psicoterapia

actúa en una zona crítica para la experiencia de quien consulta, que es el


límite de la relación con el otro. En ese espacio se define el encuentro, la
percepción e integración de la realidad para alcanzar una panorámica de
vida que contemple e incluya la naturalidad de los procesos de cambio,
las fluctuantes dinámicas interpersonales y el desarrollo de conductas
asertivas y armoniosas con las motivaciones más íntimas respecto del
propio horizonte de expectativas.
En su libro El lenguaje gráfico de la locura, Andreoli (1992) sostiene,
respecto de la implementación del paradigma psicoanalítico en el trabajo
con arte, que «en el fondo de la actividad gráfica no se ha obtenido nada
clínicamente útil» y que «se ha tenido una continua verificación de los
esquemas nosográficos, tal vez porque estaban muy presentes y consti-
tuían un a priori en el análisis» (p. 61). Esto alude a los posibles límites
en el uso del arte como terapia (Bakero, 2010) y cierta tendencia práctica
a reforzar paradigmas preestablecidos que se conciben como los más
funcionales para la interpretación clínica en general. Para fines de este
ensayo, bien nos vale reconocer dichos límites como focos de interés en
el desarrollo de la psicoterapia con arte, para rescatar el trabajo realizado
a la fecha sin dejar de utilizar una posición constructivamente crítica.
Claramente, las posiciones teóricas descritas en este capítulo, aun cuando
abordan distintas áreas de interés conceptual y ofrecen explicaciones
que promueven la integración y la consideración de la experiencia del
paciente, pueden presentar obstáculos epistemológicos acerca de «dónde
se sitúa» el conocimiento sobre los procesos de significación de la mente
y sus explicaciones. Los autores recién revisados (Killick y Schaverien,
1997; Killick, 1993), si bien dan cuenta de la necesidad de «reestablecer»
o «instalar» procesos de simbolización mediante la exploración com-
partida del material artístico en una relación terapéutica de confianza,
sí han adoptado un punto de vista que concibe el pensamiento psicótico
como desprovisto, quizás al menos en un inicio, de significación y valor
simbólico aparente:

Aunque las imágenes producidas en la terapia con arte


puedan aparecer como ricas en significado simbólico para el
terapeuta, yo creo que ellas son, frecuentemente, lo que Eigen
describe como «signos del sinsentido», los productos finales de
una capacidad desintegrada para pensar (Killick, 1993, p. 29).

183
Rodrigo Hagar Millón

Esta posición tiene claras diferencias con la postura que he conside-


rado hasta ahora, que contempla los procesos psicóticos como altamente
perturbados y rígidos, e incluso vividos como alienados, pero guardan-
do una tendencia, aunque mínima, a la coherencia y una capacidad de
racionalización y reflexividad exacerbada (Sass, 1998), por lo que no
serían, en sí mismos, un «sinsentido». Por el contrario, podría decirse, en
último término, que su sentido es el sinsentido, lo que invita a la explo-
ración de los posibles tumultos, divergencias y «fracturas internas» que
experimenta el paciente, sin verlos como un vacío momentáneamente
estéril, sino que como componentes de una experiencia compleja, con
exigentes demandas emocionales e interpretativas, para el terapeuta.
La toma de consciencia del significado en el paciente es un tema
sobre el que pueden plantearse algunas discusiones y proponer alter-
nativas de trabajo; sin embargo, cabe señalar que la falta de «orden»
en el pensamiento psicótico no implica, necesariamente, una ausencia
de vivencias significativas, que sí resultan tormentosas y, dado su
carácter tan individualizado y particular, «desconectadas» del resto y
así difícilmente transmisibles. El trabajo terapéutico sería el de volver
viables procesos que se han tornado disfuncionales para una organi-
zación interna saludable y para el bienestar. Naturalmente, lograr esto
último debiera constituir un foco de indagación clínica. Pichon Rivière,
quien buscó trabajar en armonía con los sistemas de creencias y con-
textos culturales de sus pacientes, pero adhiriendo a una perspectiva
deficitaria respecto del «valor» de la obra artística de la mayoría de
los pacientes con psicosis, planteó:

El arte típicamente alienado carece en general de valor plás-


tico, no hay propuesta dinámica de cambio sino estereotipo; no
hay unidad, sino falta de comunicación. Admito, sin embargo,
que estamos transitando aquí un terreno muy resbaladizo y no
explorado totalmente (Pichon Rivière, en Zito Lema, 1986, p.
136).

No está de más cuestionar y replantear qué podemos entender por


«valor plástico» y «valor artístico», sea en casos de terapia u otros
contextos. En esta pregunta se juegan, entre otros, los conceptos de
significado, intención, simbolismo y belleza, así como el ineludible

184
Arte, locura y psicoterapia

tema de los paradigmas y estados de consciencia con los que a veces,


de acuerdo a nuestros propósitos y expectativas, encaramos «la rea-
lidad» en general.

8.2. Representación con figuras


La creación de objetos de arte, por parte de una persona con psico-
sis, generalmente no está exenta de dificultades: aquella posibilidad se
presenta como una demanda a la expresión; una situación que implica
el contacto y la exposición de emociones difíciles de tolerar y posibles
sentimientos de vulnerabilidad. El objeto artístico sería un reflejo de eso
desconocido que reside en la experiencia del paciente (Killick, 1993),
aquello que este último percibió como desprovisto de significado y
frente a lo cual ha generado una reorganización altamente inestable y
vulnerable, con un nivel mínimo de estructura, como fruto del intento
de hallar sentido a la experiencia (Podvoll, 1990).
El temor a exponer esta frágil, «precariamente» consolidada, pero
constituyente y fundamental estructura, a través de una expresión
plástica, se ha hecho más evidente en casos de trabajo con greda o
plasticina, donde se manipulan directamente figuras en tres dimensiones
(Foster, en Killick y Schaverien, 1997). Una imagen tridimensional es
más similar a un cuerpo físico (animado o inanimado) que lo que es
una pintura, por lo que el elaborar y entrar en contacto con aquella
implicaría un «salto» al mundo exterior; en términos psicoanalíticos,
una «ruptura del narcisismo» con el cual el psicótico se ha resguardado
de las amenazas externas y de la inseguridad de la vinculación con un
mundo hostil e invasivo. Una confirmación de estas vivencias psíqui-
cas, a modo de dibujos y pinturas, seguramente se presenta como un
menor riesgo, al no constituir ellas un producto con aspecto «vital»,
como lo sería una figura de greda o plasticina. Por otro lado, el uso
de un pincel, lápiz y hoja, implica una separación simbólica del tema
trabajado, de las emociones que lleva asociadas y su representación.
Tal no es el caso cuando el contacto es directo y el objeto se realiza
y trata con las propias manos (Foster, en Killick y Schaverien, 1997).
Lo anterior puede explicar que la realización de figuras en tres di-
mensiones esté asociada con una mejor evolución en casos de pacientes

185
Rodrigo Hagar Millón

esquizofrénicos, en comparación con la preferencia por la pintura o un


uso aplanado de material moldeable (Foster, en Killick y Schaverien,
1997). Enfrentar el temor implica, para el paciente, un contacto con
aquella realidad que le es propia, inescapable y temida, así como una
aproximación a imágenes que representan contenidos emocionales
y representaciones internas que se hallan operando a nivel tácito, en
relación con muchas de las vivencias propias del padecer psicótico
(Podvoll, 1990; Sass, 1998)156. La adaptación a la manipulación y
uso terapéutico de una forma tridimensional debiera ser, entonces, un
esfuerzo paulatino de acostumbramiento a esta «realidad temida».
En pos de esto, el terapeuta ha de propiciar el espacio para que la
apertura de consciencia, la calidez y la naturalidad necesarias logren
hacerse presentes:

La naturaleza me inspira. Me pone, como a cualquier pintor,


en un estado emocional que me produce una urgencia de hacer
algo (Piet Mondrian).

Esta «urgencia de hacer algo» refiere a la necesidad de «hacerse


cargo» de lo que es vivido y percibido, para lograr comunicarlo y
develar, así, su sentido. De esta forma, el individuo se reconoce a sí
mismo en el proceso de forjar, apreciar y compartir su obra.

156
Esto confirma que el vínculo con lo «corporeizado» es evitado en casos de psicosis.

186
9. La psicosis y la experiencia musical:
procesos terapéuticos

«El conocimiento habla, pero la sabiduría escucha»


(Jimmy Hendrix)

Quizás mucho más que como ocurre con el arte plástico y en ob-
vio contraste con la escritura, la inserción en una experiencia musical
conlleva el desprendimiento de las limitaciones conceptuales del pen-
samiento y la posibilidad de hallar el sentido de la experiencia desde
un orden netamente no verbal, donde la resonancia a nivel corporal,
mental y afectivo implica la posibilidad del contacto con las propias
inquietudes y energías autosanadoras. Esto se traduce en acciones con-
cretas, secuencializadas y abiertas a variaciones rítmicas y melódicas, en
una reorganización constante de vivencias sonoras en formas musicales.
La práctica de la musicoterapia es ya una disciplina consolidada,
que se ha aplicado, junto con muchos otros focos clínicos, a la terapia
de la psicosis (De Backer, 2008; Metzner, 2010; Olivos, 2002; Benen-
zon, Hernsy de Gainza y Wagner, 1997; Varewyck, 2010; Petter, 2008;
Nygaard, 1997; Ceccato, Caneva y Lamonaca, 2006; Huneeus, 2005).
La conceptualización que subyace a esta disciplina es amplia, por lo
que en este capítulo –al igual que en los precedentes– me concentraré
en hacer una revisión breve y acotada de aspectos que teóricamente
sean útiles para los fines de este trabajo.
Dividiendo el capítulo en tres partes, comenzaré revisando el rol pri-
mordial de la dimensión acústica en la constitución psíquica y el desarrollo
de la identidad (Gallardo, 1998; Benenzon, Hernsy de Gainza y Wagner,
1997). Luego, pondré el foco en la musicoterapia como tratamiento de
la psicosis, entendiendo el uso de la música como una facilitación de la

187
Rodrigo Hagar Millón

reorganización del pensamiento y del sentido de identidad, en un proceso


vincular predominantemente no verbal (De Backer, 2008; Metzner, 2010;
Petter, 2008); para, finalmente, enfatizar algunos requisitos respecto de
la actitud y rol del terapeuta en un tratamiento con música (Nygaard,
1997; Olivos, 2002). Respecto de esto último, surgen preguntas que han
merecido reflexión a lo largo de esta escrito, y que se han constituido en
contenido obligatorio de las conclusiones de este libro.

9.1. La dimensión acústica y la identidad


La vivencia sensorial, como input básico para el organismo, tiende
a estructurarse en patrones perceptivos que determinan la organización
de ideas, emociones y conductas, para definir formas idiosincrásicas
de conocer e insertarse en el mundo, derivando esto en el despliegue
de procesos cognitivos y dinámicas psíquicas que se orientan a definir
y redefinir la expectativa humana respecto de las relaciones con otros,
los desafíos futuros y el sentido de la identidad.
En el nivel más primitivo de orden sensorial, el sonido aparece
como un elemento constitutivo de las estructuras y formas psíquicas
más rudimentarias, ya que se halla presente desde las más tempranas
etapas del desarrollo del individuo, incluyendo el periodo perinatal
(Benenzon, Hernsy de Gainza y Wagner, 1997).
Benenzon (en Benenzon, Hernsy de Gainza y Wagner, 1997) plantea
que el funcionamiento ya desarrollado y coordinado de la corporalidad
y el pensamiento se corresponde con una estructura acústica, que se
forja desde las primeras experiencias sonoras, determinando cómo el
individuo se posiciona y relaciona con la realidad157. Progresivamente,
los distintos niveles de funcionamiento del organismo se estructuran
jerárquicamente para actuar a modo de un «sistema unificador de
percepciones» (p. 24)158.
157
Un ejemplo básico de esto escómo una determinada entonación o timbre de voz
puede transmitir la sensación de referirse a algo «chico», «grande», «amenazante»,
etc. Lo mismo ocurre con entonaciones que se asocian a lo afectuoso, lo sensual
o lo agresivo. Estructuras más complejas e interiorizadas pueden referir a los
modismos de un idioma, gestos socialmente aceptados, sonidos característicos de
un lugar físico, etc.
158
Benenzon (en Benenzon, Hernsy de Gainza y Wagner, 1997) condensa estas ideas
al aludir a una modalidad de organización interna a la que llama ISO («igual»),

188
Arte, locura y psicoterapia

En la base de nuestra identidad, junto con otras características,


contaríamos con estructuras sonoro-afectivas y sonoro-relacionales
(Gallardo, 1998), ligadas a la posibilidad de vivir como seres individuales
que pueden y logran relacionarse unos con otros mediante determinadas
formas de expresión y comunicación no verbal en la dimensión acústica.
La capacidad de reconocernos unos a otros como seres humanos
se desarrolla desde nuestros propios movimientos y acciones, tales
como gestos, posturas o entonaciones, aprendiendo así a identificar,
en la interacción, nuestras intenciones y necesidades (Gallardo, 1998).
El sentido de ser uno mismo y la identidad, como procesos orientados
y regulados por la posibilidad de entablar relaciones con el entorno,
tienen como fundamento componentes acústicos, afectivos y otros
dados por la resonancia y sincronización mutua en una dimensión
corporal. Así, la música y sus tipos de expresión se desplegarían en un
espacio de naturaleza acústico-relacional (Benenzon et al, 1997)159.
Progresivamente, hacia una escala mayor, en que los individuos se
han organizado en grupos y comunidades, la música sigue cumpliendo
un rol regulador, que sostiene y amplifica los vínculos, facilita el de-
sarrollo de rituales y se asocia con determinadas formas de conocer e
interpretar el mundo. Este hecho se puede reconocer en la función de
la música como fundadora de mitos (a través de himnos, cantos popu-
lares, canciones infantiles, etc.), o en su capacidad de conjugar intereses
de expresión, recreación o deleite durante períodos particulares de la
historia de las sociedades (Gallardo, 1998, p. 47).

definida como «un elemento dinámico que potencializa toda la fuerza de percepción
y expresión pasada y presente» (p. 21). Todos contaríamos con una «identidad
sonora» que posee distintos niveles de profundidad, yendo desde niveles más
universales y arquetípicos (ISO Universal), pasando por otros más particulares e
idiosincrásicos (ISO Guestáltico), para llegar a los niveles de la cultura contem-
poránea (ISO Cultural) y aquellos más condicionados, donde pueden confluir las
«expectativas sonoras» de un grupo determinado por un lapso específico de tiempo,
por ejemplo, en un concierto o festival musical (ISO Grupal e ISO Complementario).
Para una descripción más acabada de estos conceptos, el lector puede referirse al
trabajo de Benenzon, Hernsy de Gainza y Wagner (1997, pp. 19-34).
159
Aunque Benenzon no distingue entre los conceptos de sí-mismo e identidad, ambos
son incorporados aquí.

189
Rodrigo Hagar Millón

9.2. Principios terapéuticos del trabajo con música


Dando cuenta del valor de la música como factor adaptativo, se ha
planteado que el cuerpo y los instrumentos musicales en la interpreta-
ción actúan como «objetos intermediarios» para la relación acústica y
simbólica con los otros y con la realidad (Benenzon, Hernsy de Gainza
y Wagner, 1997).
Distinguiendo el proceso de creación musical de un artista del de un
psicótico, Benenzon (en Benenzon et al, 1997) plantea que el primero
es capaz de comunicarse por un canal poco condicionado que apela
a los niveles psíquicos más profundos de muchos individuos, por lo
que mientras menos cercana a lo culturalmente conocido sea su obra,
más creativa y reconocida se volverá. En cambio, en el caso del psicó-
tico, la energía de sus expresiones musicales, aun cuando movilizadas
desde niveles profundos de su experiencia, no llegarían a los otros ni
apelarían a la identidad sonora de ellos, sin hallar una dirección clara
y «cayendo en el vacío» (p. 34). La ausencia de retroalimentación de
las acciones sonoras del psicótico generaría que su expresión se vuelva
repetitiva, estereotipada y delirante, llegando incluso a un «enquista-
miento» con el objeto intermediario (cuerpo o instrumento), el que
terminaría ocupando el lugar de los otros (p. 34)160. Así, se explicaría
el tinte «retirado» que adopta la expresión musical de los pacientes
con psicosis (De Backer, 2008; Metzner, 2010).
Frente a esto, la musicoterapia busca proveer un espacio de reor-
ganización de los procesos emocionales y el pensamiento en una ins-
tancia esencialmente interpersonal (De Backer, 2008; Meitzner, 2010;
Nygaard, 1997). Tal como el paciente psicótico presenta dificultades y
«disfunciones» en el uso del lenguaje hablado (Marini et al, 2004), su
interpretación musical también tiende a perder eficacia como acción
movilizadora de emociones y enlazadora de afectos, dando cuenta, al
igual que con las verbalizaciones, de evidentes dificultades para operar
saludable y organizadamente a nivel cognitivo161.

160
Acá caben conceptos psicoanalíticos como los de autoerotismo y narcisismo, que
implican, en el caso del psicótico, un retiro casi total de energía libidinal desde la
realidad externa hacia sí mismo.
161
Esta situación es más acentuada y grave en casos de esquizofrenia (Shafi, 2010;
Ceccato, Caneva y Lamonaca, 2006).

190
Arte, locura y psicoterapia

Se ha planteado, entonces, que el trabajo con música provee un


espacio para desarrollar una relación armónica entre mente, cuerpo
y contacto interpersonal, pudiendo superarse obstáculos que otros
métodos psicoterapéuticos no han podido sortear (Gallardo, 1998).
La musicoterapia permitiría:

(…) rescatar para el tratamiento el valor simbólico que ad-


quiere un movimiento, un gesto, una postura o una expresión
sonorizada, el contacto con un objeto o instrumento que, en la
mayoría de los casos, se equiparará al de la expresión verbal.
Es la presencia de la palabra que encuentra sustento en formas
de lenguaje de significación más abierta (Gallardo, 1998, p. 21).

En musicoterapia, el trabajo se realiza en un nivel de experiencia


principalmente no verbal, en una modalidad analógica de interacción
asociada a impresiones intuitivas, guiadas por sensaciones, percepciones
e imágenes que cada organismo usa para la regulación y orientación
de su funcionamiento y la definición de su conducta (Gallardo, 1998).
Este tratamiento, entonces, implica un trabajo en dos niveles: en
primer lugar, en el nivel analógico y no verbal, donde cobran protago-
nismo variables intuitivas y emocionales (De Backer, 2008); y luego,
en el nivel explícito, donde se desarrollan y aplican habilidades de
simbolización y elaboración de contenidos a través del intercambio
verbal acerca de las experiencias emergentes en curso y actividades
puntuales (Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997; Olivos, 2002). Desde
un foco constructivista, esto logra fomentar una actividad psíquica
productiva162 y de mayor dinamismo por parte del paciente, donde se
estimula la dialéctica entre los distintos niveles operativos de su siste-
ma de conocimiento, generándose así las condiciones para el cambio
terapéutico (Yáñez, 2005).
El trabajo con analogías sonoras en un nivel consciente promoverá
modificaciones en estructuras analógicas de niveles más profundos e
inconscientes163, generándose el dinamismo emocional suficiente para

162
La rehabilitación cognitiva deriva en una mayor productividad, que podría definirse
mejor como creatividad.
163
En este caso, es posible homologar conceptos entre teorías distintas, como el de
escenas prototípicas (Guidano, 1987) con el de analogías inconscientes (Gallardo,
1998). Con ambos, es posible apuntar a contenidos profundos de la consciencia que

191
Rodrigo Hagar Millón

una posterior elaboración verbal acerca de la experiencia directa con la


música (Gallardo, 1998). La experiencia acústica y encarnada, matizada
por la concentración de los sentidos en la resonancia de los sonidos, la
«viabilidad melódica» de la emoción y la coordinación corporal (todo
matizado por una confianza en la incertidumbre de la improvisación),
podría flexibilizar los mecanismos de la mismidad y llevar al sujeto a
la vivencia de los límites operacionales de su sistema de conocimiento,
abriéndose la posibilidad de que se desplieguen y contrasten nuevos
contenidos para la creación de nuevos significados. Posiblemente, la
consolidación simbólica de las vivencias no será facilitada por el len-
guaje exclusivamente verbal, sino que en una conjugación armónica
de fenómenos analógicos y verbales, desplegándose así una experiencia
musical creativa164 y generativa.
En la práctica, lo anterior se da en la ejecución de improvisaciones
libres, donde se usan el cuerpo, la voz e instrumentos como facilitadores
para la expresión creativa y la simbolización, en trabajos tanto indivi-
duales como grupales. Bajo estas condiciones mínimas, los pacientes
tienden a expresar sus experiencias y conflictos en la improvisación.
Podría decirse que estos ejercicios, más que nada por una necesidad
de ordenar el trabajo, tienden a ser más estructurados en la terapia
con grupos, donde se da, en muchas ocasiones, mayor prioridad a la
verbalización de las experiencias (Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997;
Olivos, 2002). En la musicoterapia individual, por otro lado, los tiempos
terapéuticos (Benenzon, en Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997) marcados
por paciente y terapeuta se definen según la situación particular y pueden
variar desde un foco en lo corporal y lo tácito, hacia una incorporación
más explícita y duradera del trabajo verbal e interpretativo (De Backer,
2008; Metzner, 2010).

tienen una cualidad reguladora de la experiencia, y que podrían llegar a sujetarse


a cierta versatilidad interpretativa, tanto por parte del clínico como del propio
paciente.
164
Aun cuando pudiera constituir una sutileza descriptiva, hablamos acá de una
experiencia creativa y no de productividad: no deja de ser interesante que una
concepción de «productividad en sesión» puede aludir tanto al volumen de expli-
caciones generativas provistas por el paciente, como a la celeridad del despliegue
sintomático, en caso de que el individuo esté psicótico (o sea, a una conducta vo-
litiva o una actividad persistente y poco controlada, respectivamente). El término
creatividad se desafecta de cualquiera de ambas posibilidades.

192
Arte, locura y psicoterapia

9.3. Experiencia no verbal y formas musicales


La música permitiría, con expresiones como el canto y movimien-
tos corporales, dar cuenta de características de la personalidad165 que
no son frecuentes en la cotidianeidad del individuo (Gallardo, 1998;
Varewyck, 2010) ni así, por tanto, en la percepción común que este
tiene de sí mismo. Lo que se despliega, en dichas formas de expresión,
es una conducta emocionalmente genuina, sustentada en la factibilidad
innata de resonar con la vivencia acústica, sea en soledad como frente
a otra u otras personas (Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997), haciendo
evidente el carácter sentimental o dramático de ciertos contenidos de
la experiencia y la historia personal (Moreno, 2004).
El setting adecuado y una relación musicoterapéutica segura debie-
ran generar el contexto para que el paciente, como paso básico, se anime
a buscar aproximaciones novedosas e improvisadas a su percepción
de la experiencia, habiéndose previamente definido o previsto una o
más metas terapéuticas concretas asociadas al trabajo creativo. Para
ello, la música provee de un «espacio psíquico» que, entre otras cosas,
promueve el encuentro interpersonal y la simbolización.
En el caso de la psicosis, el espacio psíquico para una simboliza-
ción generativa se presenta restringido: la sensación del paciente es de
futilidad y su desbalance emocional pondrá, seguramente, a prueba
firme la tolerancia empática del terapeuta. Los desafíos de la relación
musicoterapéutica en este caso, serían:

a) Proveer al paciente del espacio de expresión y simbolización


requerido (De Backer, 2002).
b) Promover un proceso de evolución musical de quien consulta,
que consista en un tránsito, gradual y guiado, desde una –es-
perable– interpretación más desestructurada y retirada de la
resonancia con el otro (De Backer, 2008; Metzner, 2010) hacia
la creación de estructuras musicales de complejidad creciente,
que viabilicen las vivencias emocionales del paciente hacia un

165
Aun cuando en este caso el término personalidad apunta a la entidad más o menos
estructurada y fija, presentada desde el psicoanálisis, aquí, en contraste, asumimos
dicha acepción como referente al patrón de emociones, pensamientos, conductas e
interacciones que viabilizan y sostienen la adaptación del individuo a su entorno.

193
Rodrigo Hagar Millón

encuentro con la interpretación del terapeuta, de modo de que


se vayan generando e instaurando, en conjunto y como pautas
recurrentes de interacción, determinadas coordinaciones rít-
micas, afinidades melódicas y armónicas, códigos no verbales
para el manejo de tiempos, entre otras posibilidades (De Backer,
2008; Olivos, 2002; Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997).

De Backer (2008) se refirió al tránsito recién señalado como el paso,


por parte del paciente con psicosis, desde una interpretación sensorial
hacia la forma musical. Esto sería factible mediante el despliegue paula-
tino de procesos de sincronicidad166 entre paciente y terapeuta, marcados
por la atención a los tiempos no verbales de la improvisación conjunta
de piezas musicales (De Backer, 2008; Benenzon, 1995). La música en
terapia implica una comunicación resonante, donde se despliegan aspec-
tos que van gradualmente fomentando la estructuración de los sonidos
emitidos, hasta llegar a un resultado (la pieza musical) definido desde la
reciprocidad verbal y no verbal entre ambos participantes.

De Backer (2008) realiza algunas observaciones respecto de este


proceso:

a) El paso desde una interpretación sensorial hacia una forma


musical se da en la medida que el paciente se contacta más con
sus emociones e interactúa, en la ejecución instrumental, con
las intervenciones musicales del terapeuta (De Backer, 2008).
b) En la medida que la interpretación se vuelve más estructura-
da, más se refuerzan los procesos cognitivos que actúan en
la percepción y asimilación de la experiencia, por lo que la
reorganización de esta última se vuelve más factible (Ceccato,
Caneva y Lamonaca, 2006).
c) La estructuración de la música reduce la angustia (Olivos,
2002), ya que el canon de lo que se interpreta ofrece predicti-
bilidad expresiva. Es así que los momentos más gratificantes

166
No aludimos aquí, con sincronicidad, al concepto del mismo nombre utilizado por
Carl Jung, sino que a la posibilidad cierta de que terapeuta y paciente se encuentren
o coincidan en los tiempos de interpretación, ajuste rítmico o melódico, etc.

194
Arte, locura y psicoterapia

en la musicoterapia grupal se dan cuando, por ejemplo, luego


de la ejecución de variaciones rítmicas, gritos o matices meló-
dicos, se retorna en conjunto a la melodía de base (Benenzon,
en Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997).
d) Mediante este proceso, la música interpretada pasa a ser vivida
como «propia» y ya no ajena de la emocionalidad, como pudo
ser en un inicio. Las expresiones acústicas y gestuales se viven
como actos corporeizados (De Backer, 2008).
e) Uno de los primeros efectos de este tránsito es una rehabilitación
de la capacidad de orientar recursos cognitivos y emocionales
hacia el desarrollo de más y mejores relaciones interpersonales
(Olivos, 2002; De Backer, 2008; Metzner, 2010).

El mismo autor (De Backer, 2008) propone ocho intervenciones


del terapeuta que pueden contribuir al desarrollo de formas musica-
les por parte de pacientes con psicosis. Aquellas se hallan definidas y
matizadas por elementos predominantemente no verbales e intuitivos:

i. Tomar una línea de base y contrapunto: implica llevar una base


armónica sobre la cual el paciente, aun durante sus momentos
más desestructurados, pueda realizar su interpretación. Cons-
tituye un «antídoto» frente a la desorganización.
ii. Anticipar el «sonido interno»: es un aspecto sutil del trabajo
interpretativo, en que el terapeuta está atento a los silencios
que van surgiendo entre la melodía, para permitirlos y hacerlos
notar, realizando contacto visual con el paciente con el fin de re-
ajustar la comunicación no verbal y retomar la interpretación.
Se hace referencia, en esta intervención, al uso de un «tercer
oído» que, atendiendo a la interpretación en curso, predice y
prepara determinados momentos musicales.
iii. Post-resonancia: es el acto de dejar resonando el instrumento
al culminar alguna parte de la interpretación y no acallarlo
de inmediato, como lo suele hacer el paciente con psicosis.
Esta intervención da a este último la sensación de un cierre
compartido y no abrupto.

195
Rodrigo Hagar Millón

iv. Escucha empática en la interpretación sensorial: se habla de


«escuchar el cuerpo del paciente con el propio cuerpo». Implica
tolerancia, contención emocional y alta atención en momentos
donde la estructura de la interpretación del paciente es míni-
ma167 y aparentemente él se encuentra aislado de la relación.
Esta intervención busca el despliegue paulatino de la capacidad
de exponerse de quien consulta y, así, de una progresión hacia
una forma musical más definida por su parte.
v. Reacción terapéutica: consiste en una actitud permanente de
buscar la creación de frases musicales, estructuras o pulsos,
interviniendo en la interpretación del paciente.
vi. Provocación terapéutica: consiste en realizar contratiempos
o intervenciones musicales osadas, que desafíen al paciente a
continuar y enriquecer su improvisación. Esto busca movilizar
posibles interpretaciones estancadas o temerosas por su parte.
vii. Mentalización después de la sesión: si alguna vez, terminada
la sesión, el terapeuta percibe que no logró sintonizarse con el
paciente como hubiera querido, entonces improvisa una pieza
musical en solitario, lo que le permite, sin palabras, integrar
lo vivido y transmitido por el paciente, creando así una «con-
tinuidad psicológica» para el proceso de terapia.
viii. Ausencia del paciente: Al igual que en el caso anterior, es una
improvisación en solitario cuando el paciente, por ejemplo,
llega tarde o se ausenta. Cumple el mismo propósito de la in-
tervención anterior, de dar continuidad al proceso terapéutico.

Como se puede ver, el carácter coparticipativo del trabajo musico-


terapéutico es una pieza angular de su efectividad (De Backer, 2008;
Metzner, 2010), ya que posibilita la sincronización y la resonancia
afectiva entre paciente y terapeuta, donde cada uno presenta sus ex-
pectativas y conductas idiosincrásicas para contrastarlas entre sí e ir
generando nuevas interacciones y modalidades de comunicación que
estimulan el proceso creativo.

167
Desde un punto de vista estético, no es osado decir que aquí, con «estructura mí-
nima», De Backer (2008) refiere una interpretación no convencional, extravagante
o «insuficiente».

196
Arte, locura y psicoterapia

Aplicar efectivamente las intervenciones recién señaladas puede im-


plicar una alta demanda emocional y requerir de un avanzado grado de
experiencia y especialización en esta forma de trabajo (Metzner, 2010). Por
ejemplo, una habilidad experta refiere a la atención permanente, fluctuante
e intuitiva, a los tiempos de los procesos de interpretación y sincronicidad.
En musicoterapia, el transcurrir del tiempo es lo que desarrolla la capaci-
dad de generar estructuras musicales más complejas, para así aprender a
organizar, más intuitivamente, afectos, emociones y contenidos internos
inicialmente perturbadores (Gallardo, 1998; Benenzon, 1995; De Backer,
2008). Los ritmos y tiempos clave se expresan en un nivel predominan-
temente no verbal, a diferencia de los tiempos de ajuste verbal propios
del diálogo. Entendiendo esto, se requiere especial atención, por parte del
terapeuta, a su propia experiencia no verbal en sesión (Benenzon, 1995;
Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997; Metzner, 2010).
Cabe señalar que el uso de las palabras en musicoterapia, como
recurso de simbolización, además de ser de alto impacto terapéutico
(Olivos, 2002), implica una exigencia emocional considerable para el
paciente, por lo que, en las modalidades de tratamiento que estamos
revisando, los procesos de interpretación verbales tienden a ser bus-
cados gradualmente. Las palabras, que pueden facilitar reflexiones y
explicaciones progresivas en complejidad, respecto de la experiencia,
pueden servir para condensar, en el caso de la música, expresiones
que vienen desde niveles profundos y analógicos de la consciencia. La
comunicación no verbal constituye una posibilidad no declarativa de
afirmar una relación con otro, por ejemplo, en un nivel de resonancia
corporal (Benenzon, en Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997). Así, el
dar nombre a dicha posibilidad constituye una apuesta terapéutica.
Tal intervención no debe ser prematura (Gallardo, 1998), ya que ello
podría implicar una desviación de la atención, desde procesos movili-
zados por experiencias relacionales no verbalizadas y profundas, hacia
un interés enunciativo que podría despertar ansiedad, acelerándose así
el pensamiento y aumentando la ideación en torno a una dificultosa
«urgencia por el significado»168.

168
En musicoterapia, se hace evidente la diferencia entre que paciente y terapeuta com-
partan impresiones (por ejemplo mediante gestos, palabras breves, señas, miradas,
etc.) acerca de su interpretación (De Backer, 2008), y el hecho de que compartan

197
Rodrigo Hagar Millón

La simbolización usualmente se desarrolla con el tiempo si


uno es paciente y no la fuerza. La simbolización forzada es casi
siempre reconocible por su cualidad intelectualizada, formulada
y artificial (Ogden, 1997, en De Backer, 2008, p. 101)169.

En resumen, lo que puede proveer la musicoterapia a pacientes con


psicosis, es una percepción de sí mismos como seres primordialmente
corporales y emocionales, que se hallan y pueden hallarse en relación
con otros170. La posibilidad de «verse creando» se debería al desarro-
llo de un Yo autónomo (Autonomous «I») (De Backer, 2008, p. 100),
capaz de integrar las diferentes vivencias que se dan en la terapia. La
creación musical incentiva la capacidad de organizar estos contenidos
de modo más complejo y así desarrollar un sentido de sí-mismo pro-
gresivamente más estructurado y adaptativo, que enriquezca el sentido
de identidad a través de una elaboración intuitiva de contenidos que
reflejan procesos profundos de la consciencia.

(…) la música no es la expresión de un sujeto, sino que el


sujeto es la expresión de la música (Van Camp, 2001, en De
Backer, 2008, p. 100)171.

En lo que sí coincide la música con la poesía, la narrativa, las artes


plásticas y otras formas de arte, es que en la improvisación se está ape-
lando a reconocer la profundidad desde la que emergen las emociones,
las ideas y las acciones. El contacto con la vibración de los sonidos,
la resonancia de un instrumento y el consecuente deleite sentido en el
cuerpo, configurarían una experiencia inenarrable asociada también
a la vivencia de la propia naturaleza humana. En el mismo encuentro
perceptivo con este nivel profundo del sentir y el emocionarse, pueden
recogerse atributos y recursos personales, para utilizarlos en acciones

lecturas de la conducta de dicho proceso, en que las experiencias no verbales son


enunciadas, revisadas y rotuladas (Benenzon, en Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997).
169
Traducción del autor.
170
El impacto de este tipo de procesos en la coordinación de conductas se refleja en
el ejemplo donde grupos de trabajo musico-terapéutico que se han vuelto a reunir
luego de un año sin verse, demoran muy poco en interpretar conjuntamente las
melodías y bases musicales que les eran más frecuentes en sus antiguas sesiones
(Benenzon, en Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997).
171
Traducción del autor.

198
Arte, locura y psicoterapia

concretas de interpretación y expresión, confirmándose la capacidad


de constituirse como seres activos y en relación con un entorno. Es
así que el musicoterapeuta afronta el desafío de hallarse inmerso en
la fluidez de la relación con su paciente, para que sus intervenciones
provengan, no de la técnica y una intención consciente, sino que de
la misma relación y sus dinamismos (De Backer, 2008). Esto último,
claramente, implica una demanda emocional, además de un ejercicio
epistemológico para dicho terapeuta, especialmente en el caso del
trabajo con la psicosis.

9.4. La escucha en la musicoterapia


La escucha es una conducta fundamental dentro del desempeño
de un musicoterapeuta. Especialmente con la psicosis, dado que en
estos casos el paciente acude a sesión con una mermada habilidad
para configurar estructuras musicales, pero la organización melódica
o rítmica que realiza refleja el esfuerzo de su aparato psíquico por or-
ganizar la experiencia interna (De Backer, 2008). Por ello, es necesaria
una atención básica al contexto emocional que está siendo manifiesto
(Metzner, 2010) para desplegar una «escucha empática» (De Backer,
2008): detrás de los sonidos, se despliega el devenir de un ser humano
que se halla lidiando con energías propias que se han vuelto ajenas y
dañinas, buscando, al menos para sí mismo, dar cuenta de un sentido
personal, de una determinada estructura, de un específico «poder-ser».
En este contexto, no es raro que el paciente se niegue a la interpretación
o halle dificultades para llevarla a cabo, por ejemplo, al deber escoger
el instrumento que le parezca más apropiado o al intentar obtener los
sonidos deseados desde dicho instrumento. El terapeuta debe estar
abierto a acoger estas distintas posibilidades de exposición de quien
consulta, lo que implica una revisión de su propia disposición respecto
de la corporalidad, la experiencia musical y la escucha, siendo que estos
son tres aspectos centrales de esta forma de trabajo.

Este enfoque terapéutico incluye desafíos metodológicos y


también personales (emocionales) para el terapeuta, pero como
en musicoterapia pueden ser considerados como desafíos musi-
cales, también pueden ser manejados musicalmente. Al menos si

199
Rodrigo Hagar Millón

esta es la preferida, dentro de todas las posibilidades, por parte


del paciente y del terapeuta (Metzner, 2010, p. 149)172.

La evaluación de las habilidades de comunicación del paciente no


solo debe dirigirse a las capacidades de este último de comunicarse,
sino también a la habilidad del terapeuta para escuchar a una perso-
na particular en un momento definido (Nygaard, 1997). Es así que el
escuchar permite al terapeuta insertarse en el espacio que reside entre
los términos declarados y la experiencia directa del otro (Nygaard,
1997), ejerciendo, desde ese punto, su rol de «aparato psíquico auxi-
liar», que se abre a la emergencia de contenidos, emociones y anhelos
del paciente, así como a los diversos tipos de interpretaciones de este
último, acerca de su experiencia.
El escuchar en un «espacio interior» de silencio, permitiría que
se haga evidente aquella dimensión profunda y no verbalizable desde
la que se emergen procesos fundamentales de la consciencia; un nivel
de experiencia no-individualizada que invita a una comprensión de la
experiencia del otro.
Con un paradigma psicoanalítico, la falta de experiencia o la
malinterpretación de premisas teóricas pueden llevar a un terapeuta a
visualizar su rol como el de un «sujeto de saber» que tiene un «poder»
sobre la cura de sus pacientes quienes, confundidos, han interpretado
erradamente la realidad. Es claro que esto no da cuenta de un interés
real por conocer de cerca una experiencia desconocida y asombrosa
como la del psicótico. Sin embargo, hay algunos trabajos que, me-
diante definiciones y terminologías psicoanalíticas y psicodinámicas,
han utilizado la música como terapia en pos de invocar emociones y
utilizarlas como «recursos» que propician la simbolización. Aun así,
esta simbolización se posibilitaría en la medida que el clínico logra
comprender, en forma relativamente acabada, el transcurrir de la
mente del paciente y su posibilidad de adaptarse a «la realidad» (Oli-
vos, 2002; Hibben, 1999; Silverman y Marcionetti, 2005; Silverman,
2003). Estas posiciones terminológicas suelen sustentarse en elaboradas
reflexiones e indagaciones sobre los procesos mentales, por lo que, en
cuanto aproximaciones terapéuticas, derivan muchas veces en prácticas

172
Traducción del autor.

200
Arte, locura y psicoterapia

efectivas y dan, de hecho, valiosos pasos en la carrera por explicar las


complejas y multidimensionales dinámicas psíquicas. No obstante, es
importante que la riqueza conceptual no opaque ni restrinja, a la hora
de adoptar un paradigma como background terapéutico, la posibilidad
de simplemente escuchar con atención a quien se tiene enfrente, res-
petando la sabiduría de sus procesos internos, tanto en la instancia de
improvisación como al estar frente al discurso –o silencio– del paciente.
El cuestionamiento abierto y sincero a nuestros paradigmas y la
atención a las limitaciones que nos imponen las «convicciones concep-
tuales» a la hora de observar el entorno y las conductas de los otros,
son asuntos serios que –como ya he mencionado– han de ir más allá
de una batalla teórica por obtener o no conclusiones satisfactorias
respecto de qué es el mundo, qué es la humanidad o cómo utilizar
mejor determinado concepto. Como punto de partida, y ya habien-
do revisado diversos fenómenos asociados con el operar mental y la
psicosis, debemos tener presente como terapeutas, que «quien poco
pueda experimentar en sí mismo, poco podrá reconocer en el otro»
(Benenzon, en Benenzon, Hernsy y Wagner, 1997, p. 35).

No podéis adiestrar la mente para que esté en silencio; en


tal caso es simplemente como un mono amaestrado, quieto por
fuera pero en ebullición por dentro. Escuchar es, pues, un arte; y
es preciso que consagréis vuestro tiempo, vuestro pensamiento,
todo vuestro ser, a aquello que deseáis comprender (Krishna-
murti, 1975, p. 5).

A continuación, pasamos a las conclusiones de este libro para


profundizar en cómo, frente a la psicosis, el terapeuta es invitado a un
continuo aprendizaje acerca de sí mismo y de su constitución como
un ser en relación con otros, en una cultura y momento histórico
determinados.

201
Tercera parte

Conclusiones, preguntas y propuestas


10. Reflexiones y preguntas finales

«Sin jugar con la fantasía nunca ha nacido ningún trabajo creativo. La deu-
da que tenemos a la obra de la imaginación es incalculable.»
(Carl Jung)173

Me he referido a la experiencia de ser humano desde distintos


niveles de indagación para reflexionar en torno a la locura, buscando
puntualizar dinámicas internas y técnicas terapéuticas que operan y
facilitan la sanación de pacientes con psicosis. ¿Qué es posible sacar
en limpio llegado a este punto?

10.1. Conclusiones generales


La revisión ha presentado diversos paradigmas teóricos (algunos
más históricamente afines entre ellos) y distintas aproximaciones tera-
péuticas que utilizan el arte para el trabajo con la psicopatología y la
psicosis. Aún cuando los marcos teóricos que sustentan las propues-
tas incluyan bases epistemológicas, temas de interés, nomenclaturas
y argumentos distintos entre ellos, la dinámica y el foco terapéutico
parecen coincidir en al menos tres puntos generales:

a) Esfuerzo de reestructuración simbólica: Todas estas formas de


terapia con la psicosis buscan, de alguna manera, «rescatar»
contenidos desde las profundidades de la experiencia del sujeto.
Se busca apelar a las posibilidades simbólicas de una vivencia
sufrida, de vulnerabilidad y, en principio, indescifrable. De
173
Jung, C. (1921) Psychological Types, p. 82.

205
Rodrigo Hagar Millón

alguna manera y pese a las dificultades clínicas, se «cree» en


dichas posibilidades.
b) Énfasis en dimensiones profundas de la experiencia: Desarro-
llar y obtener conclusiones respecto de la experiencia de la
psicosis, implica un esfuerzo conceptual por dar cuenta, casi
en todos los casos, de una dimensión que va «más allá» de lo
cotidianamente conocido. Si en el caso de la neurosis el terreno
interpersonal es un espacio muy evidente para emprender un
trabajo de exploración y cambio, en el caso de la psicosis, desde
un inicio, dicho espacio ya comienza siendo «terreno perdido».
He ahí que el foco se vuelca, con una mayor demanda a la
atención del clínico, a comprender una experiencia subjetiva,
incierta e inenarrable, que muy difícilmente será aprehensible
mediante categorizaciones precisas y absolutas. Generalmente,
se constata que, al trabajar con la locura, se está trabajando
con dimensiones que escapan a la dimensión dualista y lógica
de la experiencia humana.
c) La relación como espacio facilitador del cambio: El terapeuta
debe acompañar, hacerse presente como un ser integrado, aten-
to y encarnado, escuchando, aceptando emociones y conductas,
y estimulando al paciente a desplegar sus ideas y dar a conocer
los contenidos de su experiencia, sea cual sea el tinte que esta
tenga. Ha de respetar los ritmos de quien consulta, tolerar sus
temores, delirios y ansiedades, confiando en la reorganización
y la emergencia de sentido, en un estado de presencia auténtica
y atención básica (Podvoll, 1990), aplicado en la interacción
entre ambos. La relación es el espacio donde el clínico hace
evidentes al paciente las «puertas de acceso» a su experiencia
interna, así como sus limitaciones en este ámbito.

En el capítulo 5 intenté configurar un mapa acabado de variables


que influyen en una evolución favorable o desfavorable dentro de
cualquier terapia de la psicosis. Sobre la base de dicho mapa intenté
guiar la revisión de las tres formas de trabajo con arte escogidas, siem-
pre en vista de recurrir a una posición fenomenológica e incorporar
el enfoque del constructivismo cognitivo. Este ejercicio, claramente,

206
Arte, locura y psicoterapia

ofrece limitaciones y, como ya he mencionado, se focaliza en generar


contrastes y homologaciones conceptuales entre las distintas teorías y
disciplinas. Con esto, es posible realizar algunas observaciones respecto
de ciertos puntos de incertidumbre y de posible interés para futuras
indagaciones y desarrollos en el ámbito de las terapias que utilizan el
arte para sanar la locura y, posiblemente, en el de la psicoterapia de
la psicosis, en general:

i. El terapeuta: flexibilidad y creatividad: Dada la relevancia del


rol del terapeuta como agente clave del cambio (Mahoney,
1991), se nota la insuficiencia de investigaciones profundas
sobre la experiencia que implica –y ha de implicar– asumir
este rol dentro de una terapia de índole declaradamente «crea-
tiva». Sí se hacen bastantes sugerencias y hay escritos que se
dedican al tema (Leitner, en Caputi, Foster y Viney, 2006; De
Backer, 2008), pero se extrañan mayores indagaciones en los
procesos de la consciencia del especialista y sus concomitantes
relacionados al tema de la creatividad, los planos no verbales
de experiencia y las contingencias del cambio en el trabajo con
arte. Se extrañan propuestas que acompañen a las ya difundi-
das y saludables recomendaciones de cuidar la vida personal
y evitar el burnout, a la exigencia básica de formación teórica
y técnica, y a aquella de que el clínico realice un trabajo psi-
coterapéutico por su propia cuenta (aunque esto último aún
suele ser tema de debate, además de relacionarse con la nece-
sidad, aquí planteada, de que el terapeuta explore su propia
experiencia y procesos internos, para cuidar y mantener esa
atención a lo largo de su vida y su desarrollo profesional).
ii. Modernidad, arte y cultura: hay un ejercicio reflexivo que podría ser
interesante y productivo, referente a la siguiente problemática: en la
mayoría de los trabajos con arte revisados (poéticos, gráficos y musi-
cales) se hace alusión a cómo la psicosis puede aliviarse mediante un
gradual ejercicio creativo y estructurador. Pues bien, no pocos escri-
tos dan cuenta de que gran parte del padecer en la locura se perpetúa
debido a la categorización del estado psicológico en términos de
«enfermedad» y «problema incurable», por lo que la flexibilidad

207
Rodrigo Hagar Millón

cognitiva provista por el arte, frente a la interpretación de hechos


de la más diversa índole, constituye un útil recurso para cuestionar
los estigmas que han servido de reflejo y consuelo en la autodefi-
nición del individuo.
Hemos visto que la locura es definida culturalmente (Laing,
1964; Moffatt, 1997), del mismo modo que sabemos que el
arte actúa como expresión, reacción y agente generador de
cultura (y así también adelantando futuros focos de interés
científico). Ahora, como ya lo he expuesto, Louis Sass (1998)
dio cuenta lúcidamente de que las expresiones artísticas de
la modernidad tienden a compartir numerosas coincidencias
temáticas y vivenciales con la experiencia de la psicosis en sus
distintas dimensiones (espacial, psíquica, física, etc.). Algunos
ejemplos bien específicos son:

• Una «disposición incongruente» de los elementos de la realidad


(«desliz cognitivo»).
• Percepción de «separación» respecto del mundo y en relación
con uno mismo.
• Perturbaciones de la sensación de distancia.
• Esterilidad de las palabras para dar cuenta de la experiencia subjetiva.
• Sensación de pérdida o dificultad para hallar un «yo».
• Vivencias y expresiones de orden regresivo, poco convencional
o bizarro.
• Sensación de unidad y reciprocidad con el mundo; o confusión
de límites respecto del mundo y los otros.
• Percepción o anticipación de una «catástrofe mundial».

Vemos, entonces, aspectos sorprendentemente comunes entre la


locura y el arte moderno. Podría pensarse, al menos, que esto
se debe a que en ambos casos los sujetos comparten un grado
importante de «ruptura» con la realidad convencional (Sass,
1998; Podvoll, 1990; Jung, 1990), asunto que, si bien es cierto
desde múltiples puntos de vista, ha de invitar también, además
de a la profundización inmediata en los contenidos vivenciales,
a reflexionar acerca del porqué de esta «ruptura compartida».

208
Arte, locura y psicoterapia

Como ya vimos, la locura puede ser la expresión de profundos pro-


blemas humanos no resueltos, que la sociedad ha relegado a un «rincón»
de su mapa de preocupaciones, para alejarlos de la consciencia de las
dinámicas e interacciones cotidianas (Moffatt, 1997). En lo evidente, esto
halló traducción en el confinamiento asilar que se perpetuó por décadas
en casi todo el mundo –y que aún continúa – de los individuos con psico-
sis (Huneeus, 2005). Retomando, entonces, el tema de la «ruptura» con
la realidad, ¿no será que, en un nivel menos doloroso, está ocurriendo
lo mismo con el artista? ¿Estará el «creador» siendo también relegado,
con su potencial creativo, a quedar fuera de la sociedad, y es así que sus
expresiones –al igual que las vivencias del loco– no hallan mejor asiento
que en simbolizaciones del escape, la contradicción, el desorden y la
refutación de lo establecido? ¿No será que el artista también se halla en
riesgo de ser «separado»? ¿Será que el arte, en sí, constituye también algo
«inaccesible», pero valorado y buscado, porque transmite un punto de
vista conscientemente asumido sobre la confusión de prioridades huma-
nas y sociales? Ya se han evidenciado ciertos vínculos entre genialidad
creativa y locura (Spaniol, 2001); ahora, ¿por qué existen, por ejemplo,
tales relaciones entre arte y extrema rebeldía, expresión radical, droga-
dicción, entre otros? El terreno de «los problemas resueltos» del artista
(Jung, 1990) parece también dar cuenta de que hay algo que concierne
al hecho de ser «creativo» que no tiene cabida dentro del discurso social
convencional, algún aspecto o dimensión que tiende a ser rechazado por
la mayoría, con mayor o menor grado de consciencia de ello. Quizás locos
y artistas (y artistas locos) se hallan todos, con sus distintas actitudes,
capacidades y posibilidades de salud y paz interior, enfrentando un mis-
mo límite: el de nuestro conocimiento y de lo que conocemos, podemos
conocer y queremos conocer, acerca de la existencia y «la realidad». El
hallarse frente a las fronteras del sí-mismo parece así constituirse en una
vivencia transversal, por lo tanto, universal, que pareciera amplificarse
mediante el establecimiento del diálogo y el consenso. Así, evoluciona
para crear y sostener analogías culturales que orientan las dinámicas y
posibilidades de cambio, y el desarrollo de las ideas que rigen el mundo
y las sociedades en proceso de globalización174.

174
Desde muchos puntos de vista, bien vale reconocer el proceso de «globalización»
como un importante fenómeno de «americanización». Aunque este tema es,

209
Rodrigo Hagar Millón

Es así que, si queremos comprender el mundo de la locura, pode-


mos apelar a los escollos con que nos topamos para ello, y bien puede
servirnos, para lograr esto último, reflexionar acerca del mundo del
arte y la función actual de la experiencia creativa en nuestro pensa-
miento cotidiano.

10.2. La disponibilidad cotidiana para la creatividad


Vale preguntarse, llegado este punto, acerca del valor del arte en
nuestra vida cotidiana. Para esto, no restrinjo la idea de «arte» a la
práctica de una técnica, sino que aludo a una forma de ver y encarar
la realidad, marcada por la espontaneidad y la creatividad (Bakero,
2010). Entonces, siendo más específico, ¿qué valor le damos a estos
dos sustratos del arte en la vida cotidiana, así como a su influencia en
las concepciones con que definimos y nos desenvolvemos en el mundo?
Ya me referí, en capítulos anteriores, a cómo las sociedades con-
temporáneas, con su acelerado ritmo de vida, dejan poco espacio a la
mantención de hábitos de vida saludables. También presenté cómo, en
una amplia escala, estas características pueden relacionarse con la per-
petuación de fenómenos, padeceres o «asuntos humanos no resueltos»,
como el de la psicosis (Huneeus, 2005; Dörr, 2005; Foucault, 1993;
Moffatt, 1997). Las limitaciones –al menos de tiempo y energía– que
suele enfrentar el individuo contemporáneo175 en su existencia diaria
implican para él un retiro de vías de esparcimiento y de realizar acti-
vidades creativas y expresivas, que de ser concretadas le generarían,
intrínsecamente, mayores posibilidades de salud mental y bienestar
(Hitschcock y Bowden-Schaible, 2007).
En términos más específicos, el individuo, dentro de sus opciones
cotidianas, estaría perdiendo la posibilidad de realizar actividades que
le permitan explorar los límites de su conocimiento, para reconocerlos,
provocarlos y hacerse observador de ellos como atento protagonista
de su propio proceso de consciencia, desarrollo y cambio.

claramente, un asunto aparte de este trabajo.


175
En estas páginas, me refiero repetidamente a la idea de un individuo «contempo-
ráneo» o «corriente».

210
Arte, locura y psicoterapia

Posiblemente a esta situación se refirió Giannini (1987) al seña-


lar la dificultad del sujeto contemporáneo en encontrar una mayor
«disponibilidad de sí». Respecto de esto, dicho autor alude a cómo,
en nuestra rutina, nos habituamos a esperar la superación de nuestro
desgano y aburrimiento. Sobre este hecho, señala:

(…) esta espera puede entrañar sorpresas, decepciones. Por


ejemplo, el repentino percatarse de que se trata de una dispo-
nibilidad formal, vacía; de que se trata de un «tiempo libre»
con el que no hay nada que hacer; de unas cosas inmóviles,
inactivas, que parecen estar de más, de una «interioridad» que
no tiene nada que decirse a Sí. En un sentido propio y absoluto,
el encuentro con tal disponibilidad formal y vacía constituye el
aburrimiento (pp.106-107).

Hoy en día, no resulta novedoso plantear que este estado de espera


y aburrimiento es muy habitual en la vida diaria de millones de personas
en el mundo. Ahora, la propuesta de Giannini (1987) es que el aburri-
miento no es «aleatorio», es decir, no se da en todos los momentos de
todos los días, sino que tiende a hacerse patente, principalmente, en las
instancias donde el individuo ya no está disponible para el mundo sino
que se halla solo, ya no en su trabajo ni inmerso en sus interacciones
cotidianas, sino que debiendo hacerse cargo de su «interioridad».
En términos conceptuales, podemos decir que Giannini (1987)
está aludiendo, en primer lugar, al mundo de las relaciones, que se
dan principalmente en el trabajo, y que tiende a ser el espacio donde el
individuo estimula su ánimo y da forma a sus expresiones, donde do-
mestica su ansiedad y promueve sus proyectos personales (es un estado
de disponibilidad para los otros). La dimensión relacional y externa
puede ser estimulante y «fuente continua de encuentros imprevisibles,
de riesgos, emociones, en fin, de posibilidades sobre las que hay que
estar al acecho» (p. 104).
Ahora, podemos también dar cuenta de un segundo «mundo» al
que el autor hace referencia, y que es propio de la «interioridad» (o
de la disponibilidad para sí) y donde suelen instalarse el aburrimien-
to, la pereza y un vacío del que el individuo corriente quiere escapar
para buscar estímulos emergentes en la exterioridad, en la relación.
Así, la actividad de la vida exterior y sus dinámicas interpersonales
211
Rodrigo Hagar Millón

parece encubrir una considerable inactividad y un latente desinterés


del individuo frente a sí mismo y su dimensión «interior». Esto implica
que aquél dirige sus recursos emocionales y cognitivos, así como sus
conductas, a la posibilidad de identificarse como un «ser-en-relación»,
acostumbrándose a reconocerse y definirse como tal. A partir de dicho
acostumbramiento a las sobreestimulantes modalidades de interacción
cotidiana, la persona común se habitúa también a limitar su aproxi-
mación a la autoobservación y al cuidado de sí misma, y parece con-
formarse con dicha limitación.
Pues bien, aplicando estas ideas al fenómeno de la psicosis, sabemos
que una de las dinámicas psíquicas que perpetúan dicho estado es la
focalización persistente de los recursos emocionales y cognitivos, que
el individuo común tiende a dirigir a la experiencia de una realidad
externa, ahora hacia la dimensión «interior», lo que genera un entram-
pamiento en patrones recursivos de hiperreflexibilidad, que termina
limitando la gama de tonalidades emotivas a ser experimentadas hasta
provocar una «retirada» de la experiencia encarnada e inmediata. Es
así que el psicótico no viviría la posibilidad de estar disponible para
otros, ni tampoco la de estar disponible para sí, ya que sufriría la ver-
tiginosidad e inevitabilidad de sus experiencias interiores, sin lograr
hallarles un significado generativo.
Ahora, en el caso del arte y la creatividad, la situación es distinta a
la del individuo «normal» y a la del psicótico (Bakero, 2010). El artista,
al igual que la persona común, en general logra insertarse en el ámbito
de las relaciones sociales y el trabajo, desplegando proyectos personales
en un mundo que se le aparece como estimulante y real. Sin embargo,
genera esta relación con el mundo al mismo tiempo que mantiene
una «ruptura» con él. ¿Cómo se posibilita esto? Pues, a diferencia del
individuo corriente y del loco, el artista parece mantener una relación
más saludable con el aspecto íntimo y no verbal de su ser, por lo que
los mecanismos de su identidad operan en forma más flexible y esto
se traduce en un mayor nivel de consciencia de su relación tanto con
su experiencia interna, como de su relación con las cosas, el mundo y
las personas. Así, este individuo parece percibir y sentir el «desgano»
que definió Giannini (1987), presente en la sociedad, el aburrimiento
subyacente a los intereses cotidianos convencionales e impreso en el

212
Arte, locura y psicoterapia

discurso cultural y político acerca de las costumbres y las necesidades


humanas. El artista, con base en su sentimiento, se revelaría frente a esta
situación, creando una panorámica propia, idiosincrásica, más genuina
y novedosa, lo que, en el nivel del discurso y el consenso acerca de lo
posible y lo imposible (y del deber y el querer), implica una ruptura
con los cánones convencionales con que se interpreta la realidad. Por lo
tanto, aquellas vivencias y perspectivas más propias, creativas y hasta
extravagantes, que podrían ser «externas» respecto de la «realidad más
típica», se presentan a ojos del artista como información acerca de sí
mismo, de su conocimiento del mundo y de su experiencia encarnada,
natural e inmediata de la realidad. Logra conducirse por los caminos
de la divergencia. De esta forma, al hacerse cargo de la consciencia de
su potencial creativo y de su «diferencia de opiniones» con el mundo,
dando así cuenta de una naturaleza que despliega un sentido nuevo en
la comunicación con los otros, el artista desarrollaría un aprendizaje
que bien pudiera serle útil a alguien que, quizás por otros motivos o
caminos, ha «caído» también en un «desacuerdo» con el mundo, pero
sin encontrar refugio en la profundidad de su experiencia ni desarro-
llando vías de expresión que le permitan conocer y dar un sentido
generativo a este divorcio inescapable con «la realidad».
Lo anterior nos devuelve a la pregunta acerca de la posición del
clínico frente a la experiencia artística y creativa, y frente a la posibi-
lidad humana de la locura. Asimismo, surge la interrogante de cómo
las ideas recién revisadas se corresponden con las prácticas y futuros
focos de interés de la terapéutica de la locura.

10.3. Perspectivas frente al arte y la sanación


Sabemos que mientras más expresión creativa haya en la vida de
un ser humano, más es posible que este cuestione, descarte, comparta
y regenere su conocimiento, porque la creatividad implica el entrar
en contacto consciente con la experiencia encarnada sobre la base de
formas metafóricas, el despliegue de la atención o el énfasis en las sen-
saciones, todos elementos que desarrollan la capacidad de observar y
comunicar la propia vida emocional, intelectual y relacional. Hoy, sin
embargo, la necesidad de dar a conocer y mediatizar tales posibilidades

213
Rodrigo Hagar Millón

creativas no es debidamente considerada por los medios de comunica-


ción y así mucho menos por el generalmente desatento sentido común.
Esto es influenciado por las distintas limitaciones políticas, económicas
y culturales que inciden en la «reflexión cotidiana» (Giannini, 1987)
de los individuos.
Pues bien, dada esta situación, nuestro foco, al menos como psi-
coterapeutas, debiera ir más allá de la exclusiva crítica a los sistemas
establecidos (en cuanto entidades externas que ostentan el poder
de definir, transmitir y reforzar estados de consciencia alejados del
interés por el bienestar y el desarrollo de los seres humanos), para
plantearnos la posibilidad compasiva de profundizar y atender a
nuestra mente y su relación con el entorno, darnos cuenta de lo que
pensamos y sentimos frente a los eventos cotidianos (Trungpa, 1986),
siendo así responsables de nuestra apreciación del mundo, la que es
crítica en cuanto «genera realidades», determina las relaciones que se
forjan y orienta las definiciones y acuerdos tácitos que se comparten,
sosteniendo el sentido común. Por lo mismo, un foco en desarrollar
la salud y el bienestar a todo evento, es también indispensable para el
propósito de comprender quiénes somos y cambiar lo que hacemos.
Así es que esto, de todas formas, requiere de la adquisición de hábitos,
pero también de la adopción de un lenguaje que permita fomentar
panorámicas nuevas, explicativas e inclusivas que movilicen nuestra
atención e interés por hacernos más preguntas y generar conocimien-
tos; la adopción de nuevas metáforas, o lenguajes de la complejidad,
que traigan perspectivas renovadas acerca de la creación de belleza y
sentido en el mundo y entre las personas y sus experiencias.
Pero para profundizar más en lo anterior, bien debemos preguntar-
nos cómo, individualmente, valoramos el arte y la expresión creativa a
la hora de elaborar, sustentar y defender nuestras ideas. ¿Facilitamos
o no, con nuestros prismas para definir el mundo, la perpetuación de
fenómenos como la psicosis, que se consolida con la restricción de la
espontaneidad y mediante una lejanía, casi absorta, del propio potencial
creativo? La afición a la música, por ejemplo, es un fenómeno masivo
que invita a la distensión y a la expresión, pero el imperioso foco en ser
definidos en las relaciones con otros propicia la homogeneización de
gustos y preferencias, soliendo limitarse el potencial creativo autónomo

214
Arte, locura y psicoterapia

y dejándose en un segundo, tercer o cuarto plano la curiosidad por la


profundidad y la estética de la experiencia de la realidad.
Como otro ejemplo, muchas doctrinas filosóficas y de diversa
índole han sido y siguen siendo regentes de formas validadas y adqui-
ridas de pensamiento que, en un nivel inconsciente quizás y sin mucho
cuestionarlo, ignoran o pasan por alto una posible propensión a una
creatividad manifiesta y libre de juicios obstructivos. Así, en muchos
contextos (como el académico, el laboral y en los ambientes formales
en general), la espontaneidad deliberada es evitada y apaciguada, ho-
mologando protocolo con restricción, lo que no solo restringe y afecta
al potencial «sujeto en expresión», sino que también a la capacidad de
deleite del mismo observador o interlocutor. Estos supuestos parecen
estar a la base de las concepciones más tradicionales acerca de lo de-
seable y adecuado para el diálogo de las buenas costumbres.
Por ejemplo, aun considerando sus muchos aportes al desarrollo
de un pensamiento que sepa orientar su curso discriminando entre
conjeturas y certezas, así como sus significativos pasos hacia una con-
cepción occidentalizada de la estructura y condición de un sí-mismo
o self (Arciero y Bondolfi, 2009), Imannuel Kant (1876, 2004) ofrece
un ejemplo de un paradigma que tiende hacia la universalidad y hacia
una estética trascendental de la experiencia, mediante una práctica
de organización conceptual que se nota incompleta y evasiva, por un
lado, en cuanto a su profundización en la experiencia encarnada y di-
ferenciada de la cotidianeidad, y, por otro, respecto de su impacto en
una reflexión, al menos antropológicamente orientada, en la que, por
ejemplo, se asuma y someta seriamente a observación el condiciona-
miento ideológico influyente en las vivencias subjetivas. Dos citas de
dicho autor (Kant, 1876):

En la pintura, en la escritura, y aun en todas las artes de for-


ma o plásticas, como la arquitectura, la jardinería, consideradas
como bellas artes, lo esencial es el dibujo, el cual no se acomoda
al gusto por medio de una sensación agradable, sino únicamente
agradando por su forma. Los colores que iluminan el dibujo
no son más que atractivos; pueden muy bien animar el objeto
para la sensación, pero no le hacen digno de ser contemplado y
declarado bello; son, por el contrario, las más de las veces muy
limitados por las condiciones mismas que exige la belleza, y por

215
Rodrigo Hagar Millón

esto donde es permitido presentar una parte de atractivo, esta


sola es la que los ennoblece (p. 58).

La emoción, o sea, esta sensación en la que el placer no se


produce más que por medio de una expansión momentánea, y
por consiguiente, por medio de un esparcimiento de las fuer-
zas vitales, no pertenece a la belleza. Lo sublime, a lo cual se
halla enlazado el sentimiento de la emoción, exige una medida
distinta de la que sirve de fundamento al gusto. Así un juicio
puro del gusto no reconoce por motivo ni atractivo ni emoción,
o, en una palabra, ninguna sensación como materia del juicio
estético (p. 59).

Separando color y forma, Kant sitúa la belleza en la excepción del


color, relegando el rol de este último a la de un mero animador parcial
de propiedades que son esenciales de la estructura formal superior.
Asume que la percepción del color no es relevante para la atribución de
belleza; siendo esta algo independiente de los ojos del espectador, y de
lo cual este último debiera captar su valor en función del dibujo. Pero,
sabiendo que el color genera reacciones (por ejemplo, emocionales)
en quien lo percibe (Heller, 2004), y en concordancia con varios de
los autores revisados hasta ahora, podemos asumir que es la vivencia
emocional y encarnada de la belleza, lo que la genera, la activa y la
hace patente; es el reconocimiento de la belleza lo que le da vida.
Aunque la posición kantiana bien puede ofrecer una perspectiva
que anime al observador a adoptar una postura crítica frente a la obra
artística, o a ir más allá del condicionamiento de sus sentidos para ac-
ceder a una apreciación más sutil de la belleza, también podría invitar
al alejamiento de una experiencia creativa directa, en la que ciertas
claves sensoriales y perceptivas dispuestas en la obra artística lograrán
generar una reacción sensible e idiosincrásica en el admirador del objeto
de arte. Por lo tanto, han de considerarse las limitaciones que puede
traer cualquier heurístico de la belleza (como el kantiano), ya que desde
este se podría omitir, refiriendo a una forma idealizada, aquello que
la belleza suele conllevar, como son la impresión del color, los matices
situacionales, o la emoción desplegada en presencia del objeto artístico.
Por ello, es saludable aludir a la belleza también como una experiencia,
como una atribución de sentido desde una cierta «necesidad interior»

216
Arte, locura y psicoterapia

de orden estético y expresivo (Kandinsky, 1989), más que como un fin


predeterminado, accesible mediante la relegación de los insumos del
emocionarse, el sentir y el «expandirse de las fuerzas vitales», todos
dados en el vivenciar. Me parece que un problema de Kant, es que en
su fundamentación de un juicio de la estética, desatendió a la estética
de su juicio, entendida como la tendencia a conceptualizar el mundo
en función de una aproximación afectiva a la realidad y sobre la base
de una ontología particular propia y no comparable.
Para reforzar este punto en función de la inquietud de este libro,
podemos acudir a Sass (1998), quien a partir de su trabajo con la
experiencia psicótica y explicando la posibilidad de hallar un sentido
emocional subyacente a la dinámica psíquica hiperreflexiva y sufrida
de dicha experiencia, propone brevemente que:

No nos debe sorprender, entonces, que el hilo común no


puede ser encontrado en las formas mismas, sino que solo en la
condición psicológica, en la actitud de desafío o alienación que
las subyace (p. 30)176.

En este caso, se apunta a que, en la terapéutica de la locura, no es


necesario un orden estricto ni la ausencia de «fracturas» para que exista
un sentido. Este último se logra desplegar desde una experiencia de
expresiones diversas con un fundamento encarnado, que posiblemente
será más incierta que precisa, pero exigente de atención y solo apre-
hensible mediante un trabajo emocional y una actitud de comprensión
abierta, divorciada de prejuicios y desentendida de pereza.
Émile Durkheim (1893) también ofrece un planteamiento ideoló-
gico que posiblemente está en la base de muchas formas de concebir
la apreciación espontánea de la realidad en las sociedades actuales:

Otro tanto se puede decir, en general, de cualquier actividad


estética; no es sana, si no es moderada. La necesidad de jugar, de
actuar sin un fin y por el placer de actuar, no se puede desenvolver
más allá de un cierto punto sin que se separe de la vida seria. Una
sensibilidad artística excesiva es un fenómeno malsano que no
puede generalizarse sin peligro para la sociedad. El límite más
allá del cual el exceso comienza es, por lo demás, variable, según

176
Traducción del autor.

217
Rodrigo Hagar Millón

los pueblos o los medios sociales; comienza tanto más pronto


cuanto que la sociedad está menos adelantada o el medio se ha-
lla menos cultivado. El labrador, si se halla en armonía con sus
condiciones de existencia, está y debe estar cerrado a los placeres
estéticos normales en una persona ilustrada, y lo mismo ocurre
con el salvaje en relación con el civilizado (p. 176).

En referencia a límites y condiciones respecto de la expresión a


través de las estructuras sociales, Durkheim rotula de «malsana» y
«peligrosa» cualquier expresión que se salga de lo consensuado y lo
moderado, desdeñando cualquier posibilidad de exploración y cambio
en la apreciación de la realidad y el sentido de la experiencia al definir
esos límites. Pero en una lectura crítica, surge entonces la inquietante
pregunta acerca de qué es lo excesivo. Considerando que toda estruc-
tura o forma (social, psicológica o de orden pictórico) necesariamente
ha de poseer límites, ¿es necesario suponer una radical limitación apre-
ciativa en, por ejemplo, el interés estético de «labradores» o «salvajes»?
Pues me parece que esto bien puede constituir una analogía acerca de
la forma con que corrientemente se comprende y define a la psicosis,
vista también esta última como una condición en la que se tiene una
apreciación precaria y regresiva de la «realidad» en su consenso de-
seable, un modo de experiencia prácticamente insalvable, digno de ser
radicado en lugares donde no influencie ni inquiete el pensamiento,
los intereses y las costumbres normales y comunes (Moffatt, 1997).
¿Cuánto de esto hay en los paradigmas que utilizamos diariamente?
Dado esto y los cuestionamientos que surgen en torno a los elemen-
tos artísticos y las posibilidades de apreciación estética del ser humano,
no es irrelevante preguntarse dónde cabe el arte y la creatividad dentro
de las prioridades de los integrantes de nuestra cultura y sociedad177
en general, sean políticos, deportistas, comunicadores o terapeutas178.
Esta pregunta cobra relevancia si constatamos, por ejemplo, que «la
poesía puede ser vista como un antídoto a la esterilidad psíquica de
mucha de nuestra sobrecargada, sobreestimulada vida» (Hitschcock y

177
Una cultura que omite la creatividad, perpetúa la enfermedad (Moffatt, 1997)
178
Por ejemplo, respecto del valor del arte escritural en el oficio clínico, Faidley y
Leitner (2000) afirman que «el lenguaje es tan importante para el terapeuta como
lo es para el poeta» (p. 84).

218
Arte, locura y psicoterapia

Bowden-Schaible, 2007, p. 138)179. Ahora, el clínico tiene la opción de


no adoptar un foco creativo ni de abierto cuestionamiento a los límites
respecto de lo normal, lo bello y lo saludable, y así perder una prove-
chosa oportunidad de desarrollar una consciencia más abierta, flexible
y –también– creativa, que le permita enriquecer tanto su experiencia
personal como su eficacia en la profesión. Pues vale tener presente
que la creatividad y la posibilidad de expresar el «mundo interno» en
forma asertiva, progresivamente abstracta y generativa, difícilmente
irá de manos separadas con la salud psíquica y el bienestar.
El arte y sus formas pueden acercar, al terapeuta, no solo a lo crea-
tivo y lo nuevo, sino que, de alguna forma, también a una aproxima-
ción vivencial y encarnada de su naturaleza humana y, por qué no (tal
como le ocurre al poeta cuando sus palabras ya no son suficientes), de
lo inconmensurable. El hallazgo de sentido requiere trascender lo que
para el individuo corriente pudiera ser el desinterés y para el psicótico
un «mero ser» de las cosas (Sass, 1998); implica estar dentro y con el
entorno, en conocimiento de la relación con este último.
Una aproximación que ha traído beneficios para el tratamiento
de la psicosis, ha sido presentarse frente a los pacientes en una actitud
desprovista de categorizaciones, donde se despliegue un proceso de
reconocimiento mutuo (Fontaine y Pereda, 2009; Podvoll, 1990). Esto
implica, precisamente, «dar lugar» a personas que están en relación
con uno mismo, abriéndose así un campo de posibilidades de diálogo
y, paulatinamente, una mutua generación de confianza y un trabajo
orientado a la simbolización y el significado. Una relación activa y
creativa con los otros y con la realidad y sus elementos, facilita la
sanación: «Es a través de las acciones y las formas simbólicas, tales
como el arte y el lenguaje, que un sentido de sí-mismo, una sensación
de agencia, se desarrolla» (Killick y Schaverien, 1997, p. 17).
En la historia, ya se han desarrollado muchos juicios y aversiones
a la idea de la locura y los locos. Quizás ya es momento de replantear-
nos, en la disciplina terapéutica, el cómo pensamos esta experiencia,
e interesarnos en comprender el valor de su sentido y lógica interna,
siendo acuciosos y precisos en la conceptualización y abiertos en el
despliegue de la emocionalidad y las vivencias asociadas a la reflexión

179
Traducción del autor.

219
Rodrigo Hagar Millón

sobre este fenómeno. La urgencia por ir al encuentro del paciente


con herramientas efectivas y eficientes, al mismo tiempo que con una
confiada predisposición a seguir el propio instinto creativo (y el del
paciente), debiera soportarse en una aproximación clínica trabajada,
que oriente la formación del profesional y que se corresponda y dé
aviso de los hábitos y nociones de vida de este último. No es posible,
en este sentido, pensar en desarrollar la terapia de la locura sin prever
una relación complementaria entre una responsabilidad personal y
profesional, que integre tanto el ámbito de lo epistemológico como
de lo cotidiano y lo básico, en un mismo proceso reflexivo y práctico.
A continuación, se propone una aproximación terapéutica a la
experiencia psicótica, que busca considerar la riqueza de contenidos y
significados de esta última, así como la urgencia de proveer un trata-
miento emocionalmente receptivo, creativamente enfocado y eficiente
en sus intervenciones.

220
11. Ideas para una terapia artística
de la locura

«¿Y si la imaginación y el arte no son un glaciar, sino que la misma fuente


de la experiencia humana?»
(Rollo May, The courage to create)180

11.1. Trabajo terapéutico con la vivencia del síntoma


Sumando las tres partes de este ensayo, ya hemos revisado diversas
formas de comprensión de la locura buscando considerar, fenomenoló-
gicamente, la experiencia artística y los procesos creativos. La pregunta
es ahora la de qué se podría hacer con todo esto.
Como se ha hecho evidente a lo largo de este escrito, la aproxi-
mación terapéutica a la vivencia de un paciente con psicosis siempre
debiera aspirar a llegar un poco «más allá» de lo conocido y de los
propios conceptos asociados a esta forma de sufrimiento. Pero esto
también debe implicar aceptar lo que la experiencia psicótica es, así
como lo que no es, en el momento del encuentro con el paciente.
Al respecto, el ámbito de las relaciones interpersonales pareciera
estar ausente o distorsionado en la inmediatez de la vivencia del psicóti-
co (Green y Leitman, 2008; Varga, 2010), por lo que bien puede servir,
como forma de trabajo, el insertarlo en una comunidad y potenciar su
readaptación, encuentro humano y desarrollo de habilidades en dicho
ámbito. Ahora, ¿hay algo que se haga más evidente en la experiencia
del paciente, a lo que podamos apuntar directamente para «levantar
significados» y movilizar emociones (pues eso es, en gran parte, lo que

180
Traducción del autor.

221
Rodrigo Hagar Millón

buscamos)? Incorporando la perspectiva de la terapia como arte, la


vivencia del síntoma y las conductas asociadas a dicha vivencia cum-
plen con las condiciones para todo ello, ya que constituyen formas de
expresión y recursos evidentes, aunque sufridos, de la consciencia del
paciente, respecto de sus posibilidades de simbolización. Aun cuando
sean vistos como ajenos, ambos son reflejos de sus expresiones y bús-
quedas más esforzadas por mantener un equilibrio frente a la locura181;
un intento de permanecer con los otros y preservar alguna noción
significativa de la realidad. En suma, configuran un recurso simbólico
de raíces tan «profundas» y desconocidas, que su producto terminó
viviéndose como ajeno, desadaptado y amenazador: la alucinación, la
experiencia mística, la fragmentación, la desesperanza del vacío.
Con síntoma, entonces, estamos aludiendo a distintos niveles de
especificidad, desde experiencias difíciles de describir hasta alucinacio-
nes auditivas, visuales, táctiles o cenestésicas. Entendemos el síntoma
(o bien la «conducta sintomática») como reflejo de un empeño de
simbolización y expresión realizado en una vivencia muy singular y
particular para cada individuo, por lo que la posición terapéutica plan-
teada es la de asimilar la experiencia de, por ejemplo, «atemporalidad
y desintegración del mundo psicótico» (Sass, 1998). Se postula que se
consideren como aspectos vivenciados182, como empeños de adaptación
y perspectivas comprensivas generadas mediante un difícil despliegue
de recursos emocionales y cognitivos. Tal proceso y sus resultados
sintomáticos, entonces, podrían llegar a ser considerados como un
fenómeno para la contemplación, interpretación y trabajo desde un
proceso de creación artística. Para esto, Sass (1998) da un paso al
facilitar la observación, el poder mirar lo que ocurre183 en la psicosis,
para hallarle un sentido a sus implicancias experienciales, mediante
una disposición «emocionalizada» del terapeuta hacia el paciente, una
aproximación contenedora y encarnada frente a él. Y esto no conlle-
va, necesariamente, la negación tácita de categorías y verbalizaciones
181
A este hecho se puede asociar la noción de que el delirio, de alguna u otra manera,
frente a la angustia y la confusión, estabiliza al paciente (Morandé, 2010).
182
En último término, aquí hablamos de una experiencia objetiva en cuanto vivencia.
183
La cursiva es intencionada, pues pretende destacar que este ocurrir es, en algún nivel,
una ocurrencia del sistema de significación del individuo. Es decir, la instalación
de la vivencia, además de que le ocurre al sujeto, también, en un nivel profundo,
es producto de sus propios mecanismos de adaptación.

222
Arte, locura y psicoterapia

posibles respecto de la vivencia o incluso la condición del paciente


(«destruido», «loco», «partido en dos»), sino que su reconocimiento y
aceptación, pero rechazando su radicalidad en cuanto rótulos estables
y hallando sus límites enunciativos, de modo de comprenderlas como
metáforas del sentido interno, en un afán tanto hermenéutico como
creativo.
Así, el terapeuta debe presentarse con una atención, debidamente
trabajada, a sus emociones y las propias ideas asociadas a lo que el
paciente despliega en la relación, para reencauzar el síntoma y sus con-
comitantes, darles otro nombre y permitir que, en la escucha empática,
afloren posibles nuevos significados. Todo esto mediante el contraste
de interpretaciones y con una aproximación metafórica basada en la
consciencia de las emociones emergentes. Dándole una «segunda vuel-
ta», el síntoma puede proveer información sobre la identidad. El arte
da la posibilidad de acceder a una dimensión fenomenológica común
y profunda, con una aproximación emocional; puede ayudar con la
confianza en los procesos de autosanación del paciente y posiblemente
enseñará al clínico a lidiar creativamente con sus propios límites (con-
ceptuales y emocionales), a la hora de la terapia.
Dado que el trabajo terapéutico efectivo con la psicosis no ha de
consistir en que quien consulta vuelva a un «estado anterior» a su
enfermedad, sino en que identifique, «restaure» y renueve los recursos
psicológicos que pueden mantenerlo sano (Podvoll, 1990), el objetivo
de la psicoterapia con arte debiera ser el generar una perspectiva nueva
y significativa. En el espacio interpersonal tendrá que surgir una pano-
rámica renovada, para que la identidad creativa pueda desarrollarse
y plasmarse, pues esta es, quizás, la más apropiada para lidiar con
el síntoma y hacer uso de él, sin miedo y con un claro interés por la
abstracción y la generatividad.
Como un ejemplo sencillo de una manera directa de ir a trabajar
con el síntoma, se ha visto que el uso del humor con pacientes esqui-
zofrénicos puede facilitar el alivio sintomático y, de paso, mejorar su
autoestima, fomentándose la confianza en las propias capacidades de
dar cuenta de la experiencia (Witztum y Briskin, 1999). Un ejemplo
de estos casos de terapia con humor:

223
Rodrigo Hagar Millón

S, nativo israelí de 42 años, es bachiller, con cuatro años de


educación formal. A la edad de 18, fue diagnosticado con esquizo-
frenia residual e hipertensión arterial en la fase de compensación;
ha estado hospitalizado por los últimos diez años. Durante los
últimos seis, ha estado sujeto a prolongados periodos (algunos de
tres a cuatro meses) de ánimo bajo y actividad reducida, durante los
que tiende a focalizar su interés en varios trastornos imaginarios.
Los objetivos de su ansiedad están perpetuamente cambiando. Al
momento de comenzar el experimento, el paciente se orientó a la
hipocondría y la inactividad, rehusando tomar parte en la vida de
la sala y quejándose monótonamente de ver puntos, razón por la
cual, temía, estaba perdiendo la visión. El examen oftalmológico,
sin embargo, no reveló patología alguna. Antes de la sesión con
terapia de humor, se le pidió al paciente que contara los puntos que
afirmaba ver, diciéndosele que si perdía al menos uno, en el futuro,
aun cuando estuviera completamente curado, el trastorno volvería
a presentarse. Dicha visión inesperada de su condición le pareció
divertida al paciente. Durante las reuniones subsiguientes con el te-
rapeuta, afirmó que «algunos puntos se han vuelto progresivamente
más débiles». Así, la consagración que hizo el paciente de la apro-
ximación humorística del doctor a su queja inicial, quitó potencia
a esta última, dejando de surgir nuevas expresiones relacionadas
con síntomas hipocondríacos (Witztum y Briskin, 1999, p. 228)184.

Aun cuando siempre es necesario conocer mayormente el contexto de


este tipo de ejemplos, el efecto aparente de una intervención que genera
una nueva disposición emocional y cognitiva frente a un síntoma (y así
frente al trastorno asociado a este), no deja de ser beneficioso e interesante.
Ahora, un logro acotado como el presentado en este caso no se da con
una sola intervención «creativa» u «ocurrente» por parte del clínico: el
terapeuta ha de estar atento a su paciente, a su conducta y a la dimensión
no verbal, facilitando, así, la emergencia de sus nociones de la realidad y
su relación con la enfermedad. De esta forma, el foco no sería el de aplicar
técnicas artísticas para trabajar con contenidos profundos «buscados» en
terapia, mientras el delirio, la alucinación u otro síntoma evidente, queda
postergado. Propongo aquí que es posible integrar, en la psicosis, un tra-
bajo con la superficialidad del síntoma para acceder a la profundidad del
sistema de organización de significado del paciente, mediante el despliegue
de un sentido creativo en la aproximación a la experiencia en curso.
184
Traducción del autor.

224
Arte, locura y psicoterapia

11.2. Reseña de una propuesta


En el caso que estoy planteando, la atención a las emociones y el
uso atento y creativo del síntoma por parte del paciente con psicosis,
tenderá a movilizar sus procesos de simbolización y organización
del significado. Así, tal como Guidano (2001), en su trabajo con la
psicosis, incluía el síntoma en la práctica sostenida de la técnica de la
moviola, para «reconstruirlo» (Guidano, 2001), una terapia como arte
de la psicosis puede apuntar a insertar el signo patológico en procesos
creativos tales como la escritura, el canto, la pintura, entre otros, donde
se incluyan los diversos aspectos emergentes en la experiencia de estar
apelando a contenidos «sintomáticos» y usarlos como material para
el arte. De esta forma, podrían combinarse instancias de neta creación
artística con sesiones de psicoterapia conversacional, quizás realizadas
con menor frecuencia, donde se discutan las experiencias, concomi-
tantes y efectos relacionados al proceso creativo, o bien se examinen
los productos elaborados y así las ideas asociadas a ellos, en un afán
reflexivo y de indagación permanente. Una posible hipótesis es que, en
la medida que el paciente se muestre más flexible y asertivo a la hora
de explicar sus experiencias, guiado y motivado por el trabajo artísti-
co, posiblemente será capaz de abrirse a la exploración de temáticas y
escenas relacionadas con su vida personal, así como a, paulatinamente,
revisar su historia, identificar patrones, ideas y emociones recurrentes
y generar explicaciones que actúen retroactivamente sobre su trama
narrativa. Los tiempos de esto, claramente, dependerán de la gravedad
de cada caso y del logro o no de las condiciones terapéuticas óptimas
para los procesos de autoobservación, exploración y creación –o im-
provisación–.
Lo esperado sería que un trabajo artístico vaya permitiendo al
paciente aplicar una disposición creativa y flexible al trabajar directa-
mente con escenas de su historia. El arte potenciaría el desarrollo de
sus habilidades de autoobservación, actuando como una vía alternativa,
que presenta condiciones y recursos asociados con una mayor versa-
tilidad explicativa y metafórica, y orientando la atención del sujeto a
la expresión de contenidos profundos de su experiencia, inicialmente
«camuflados» pero conocidos como elementos sintomáticos. En este
sentido, se reitera que el síntoma siempre «quiere decir algo», pero que

225
Rodrigo Hagar Millón

no está necesariamente dicho a priori. Por ello, el arte puede encauzar


la comprensión y la viabilidad adaptativa de los contenidos que vayan
emergiendo; todo en un espacio de presencia mutua que potencie la
emergencia de los concomitantes emocionales desplegados durante la
constante reelaboración del síntoma y su (re) ubicación en la trama
de significado.

11.3. Recomendaciones básicas


Una propuesta de terapia más completa e integrada escapa a los
límites de este libro, sin embargo, es necesario plantear algunas ob-
servaciones y recomendaciones en caso de posibles desarrollos a este
respecto:

a) Un desafío sería el de promover procesos de reorganización sis-


témica a nivel cognitivo y emocional, tal como se comprende en
el constructivismo cognitivo (Yáñez, 2005), desde la aplicación
de intervenciones clínicas concretas, asociadas con los princi-
pios terapéuticos señalados en los párrafos anteriores. En este
sentido, el constructivismo es, precisamente, una aproximación
paradigmática respecto de la vivencia de las emociones, pero
también de los procesos de construcción de la propia realidad;
y el arte permitiría una aproximación flexible y «visceral» a la
vivencia de las condiciones amenazantes o extrañas, asociadas
a la realidad concebida.
b) Es necesario reiterar el énfasis en que el clínico profundice en
su experiencia subjetiva y cotidiana, logre aceptar la posibilidad
de su propia locura y así, al momento de la terapia, respete los
procesos de significación del paciente.
c) Lo anterior implica un desafío en la situación no verbal, pro-
funda, encarnada y presente con el paciente psicótico, ya que
la emergencia abrupta e impredecible de las emociones de este
último, así como su posible aplanamiento afectivo y serias li-
mitaciones de comunicación en casos graves, constituyen parte
de la dimensión inabordable e incierta de la experiencia de la
locura. Posiblemente, por un tiempo prolongado, el terapeuta

226
Arte, locura y psicoterapia

no tendrá mayor retroalimentación acerca de las vivencias in-


ternas de quien consulta, ni sobre la percepción del tratamiento
de este último, o incluso acerca de aspectos muy elementales
para una interacción interpersonal y diálogo «normales».
d) El psicótico tiende a presentar desesperanza, desesperación y
un profundo sentimiento de futilidad en su vivencia cotidiana.
El terapeuta, dados los desafíos recién mencionados, deberá
estar dispuesto a hacer frente a su propia posibilidad de sen-
tirse desesperanzado, desesperado o fútil, en su práctica clínica
(Killick y Schaverien, 1997), debido a una confrontación con
los límites de su conocimiento y de su tolerancia a lo incierto
y novedoso.
e) Finalmente, cabe considerar que en casos más graves, como
la esquizofrenia, frecuentemente las condiciones cognitivas y
mentales en general, evolucionan negativamente junto con un
proceso de degeneración cerebral paulatina. Otros problemas
son los frecuentes efectos colaterales de los medicamentos, que
podrían impedir un desempeño productivo en la terapia, así
como los impulsos y actos suicidas por parte de los pacientes.
Por lo tanto, ante alguna de estas posibilidades, altamente
restrictivas para la evolución del tratamiento, el terapeuta ha
de estar dispuesto a tolerar eventuales frustraciones y decep-
ciones, intentando contemplarlas y sin intentar «luchar» contra
ellas. Por esto, aun considerando las condiciones particulares
de cada caso, el clínico debiera trabajar desde una actitud más
perseverante que mesiánica.

11.4. Cierre
Habiendo planteado distintos objetivos en el inicio y a lo largo
de este libro, varios de ellos posiblemente se cumplieron y muchos
otros habrán quedado medianamente satisfechos. Específicamente, la
presentación de una propuesta terapéutica o un modelo explicativo
más complejo acerca de la experiencia psicótica con el arte, desde un
paradigma constructivista, queda abierta a revisiones posteriores a la
compleción de este trabajo.

227
Rodrigo Hagar Millón

Se espera que el escrito haya instado al lector a reflexionar sobre


temas concernientes tanto a la terapéutica de la locura como a aspectos
que, a partir de las interrogantes presentadas sobre dicha problemá-
tica, aluden directamente a la responsabilidad y el sentido del oficio
de psicoterapeuta, en cuanto profesional abocado a la sanación de la
experiencia humana cotidiana. La invitación, a este respecto, es a un
cuestionamiento serio, encarnado y compasivo.

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238
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Se utilizó tecnología de última generación que reduce el im-
pacto medioambiental, pues ocupa estrictamente el papel
necesario para su producción, y se aplicaron altos estánda-
res para la gestión y reciclaje de desechos en toda la cadena
de producción.
E ste libro, basado en la tesis que el autor desarrolló para obtener el gra-
do de Magíster en Psicología Clínica de Adultos en la Universidad de
Chile, constituye un intento por aproximar diversos paradigmas filosóficos
y de teoría psicológica en torno al fenómeno de la locura. Utilizando un
enfoque eminentemente constructivista, el autor recorre conceptualizacio-
nes básicas sobre la psicosis, para luego acercarnos a la experiencia vivida,
en primera persona, por quienes han sufrido este trastorno mental. Así, el
recorrido por las alucinaciones, el delirio y la desesperación, aparecen no
sólo al revisar un proceso psicopatológico, sino que como referencias de
problemas profundos de nuestra sociedad y cultura contemporáneas, y así
presentes, por defecto, en cada uno de nosotros.
El arte surge como una plataforma comprensiva que diluye la idea de lo-
cura como categoría diagnóstica, y la ubica en la dimensión humana de la
vivencia y del sentir que todo ser humano podría experimentar bajo ciertas
condiciones. El arte, por lo tanto, no es sólo una disciplina de elaboración
de objetos artísticos, sino que puede ser una forma de entender la realidad,
de ampliar nuestra comprensión sobre la mente, sobre lo que significa vi-
vir en sociedad y, finalmente, sobre el sufrimiento, la psicopatología y los
desafíos de la psicoterapia. Este libro constituye un intento de aportar a la
comprensión de la psicología clínica, llevando sus reflexiones más allá del
espacio de la consulta, para concluir que el enigma de las enfermedades
mentales exige una revisión completa acerca de la misma idea de lo normal
y lo anormal, y de lo sano y lo patológico y de la salud individual y colec-
tiva, en su sentido más amplio.

ISBN 978-956-01-0261-4

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