Oleaje
1.
Luego se enteró de que era sólo el inicio. Lo supo cuando las luces de
los pequeños focos que lo rodeaban se apagaron, pues después de
dos horas funcionando sin motor los generadores fallaron. Ahí está el
azar buscándolo y él se llena de incertidumbre, pesares que sólo él
puede llevar a cuestas. Nadie más. Como todos. Fue el fin de una
pequeña burbuja imaginaria de protección humana; el resto del grupo
se había separado, cada quien jaló por su lado, corrieron su suerte.
Buena o mala. Ahora él está en medio de la turbulencia, tendido sobre
las olas, arrastrado por fuertes corrientes. Una vez más.
No entiende muy bien porqué se dejó llevar por las aguas con olor a
aceite de bacalao. Cuando el viento lo sacude, le azota la cara, sus
piernas y brazos se mueven al ritmo que marca la marejada que se
precipita sobre él con verdadera furia. La gruesa cuerda, tomada a las
prisas, que lleva anudada a la cintura y parte de la panza ya le ha
lastimado la piel. La madera del poste del barco en donde está
amarrado le rasga la espalda. La sal del agua marina entra por su
boca y su nariz, no lo deja en paz, le escuece la garganta, le provoca
ardores en el estómago.
Su mente está trabajando en automático, impulsada por los golpes de
la lluvia, además del temor intenso y los recuerdos cruzados de las
personas que lo acompañaron. No tiene tiempo para reconstruir
coherentemente la serie de eventos que vivió para que terminara hoy
aquí. Aunque amarrado, quieto, sí sabe que se moverá
indefinidamente hasta donde quiera la fuerza de eso que llamamos
naturaleza y que no es otra cosa que el caos extraño que nos rodea,
que es universal y común a todos. Eso lo mantiene quieto por fuera e
insensible, pero tirante, como la línea de menor resistencia, la que
asegurará su supervivencia.
2.
La pequeña camioneta blanca se detiene bruscamente y él se
despierta, mirando alrededor, extrañado. Se lleva una mano a la frente
a manera de visera, entrecierra los ojos por el brillo quemante del sol
del Istmo de Tehuantepec. En el cielo, de un azul diáfano, no hay
nubes. El polvo que lo rodea es levantado por las pisadas de mujeres
obesas de pies descalzos que llevan cubetas de plástico en la cabeza
y trapos en las manos, con los que se abanican y secan su sudor de
tierra negra.
–Ya llegamos, ese... bájate – le dice el conductor del vehículo,
recriminando.
Sabe que primero debe buscar donde tirar la onda, rascarle al sudor
para sacar unos pesos. Todos los transeúntes caminan como guiados
por el instinto. Sabe, la experiencia dura se lo ha dicho, que donde hay
gente casi siempre hay quien necesite ayuda; alguien que maneje los
mandados o cargue la entrada de la mercancía. Una mano fuerte,
dentro de sus posibilidades, que sude con el rigor del empleo y se
entregue fuerte por unos días. Cree que su paso será momentáneo.
Los montones de personas atareadas en la venta, que descuidan los
aspectos duros de la faena, los que él y otros muchos hacen por
necesidad, entrega forzada, son sus aliados incondicionales,
inesperados. Eso lo mueve, le da rumbo. Él sigue su andar de
nómadas, de animales grandes y cansados de mucho tiempo atrás.
Decide que ese no es un buen lugar de oficio y trata de ver por dónde
salir. Camina a la derecha: un cajón de herramientas con el contenido
desparramado; camina a la izquierda: otro grito de enfado. El fuerte sol
de la temprana mañana costeña lo cubre de brillos en los pómulos. El
sol sobre la cabeza. La cabeza descubierta. La maldita costumbre del
miedo. La hediondez del camarón asoleado. Ve una y otra vez un
barco amarillo, preguntándose si es el mismo tono de amarillo o el
mismo barco de su infancia en las aguas grises del puerto del pueblo
chiquito en Veracruz. Mejor ve sus pies para no perder el paso de
huída: dos… dos, dos… tres, tres… tres, tres… cuatro, ahí van los
pies; los siente adoloridos, mojados dentro de los tenis viejos,
húmedos de sudor de hongos, de moho humano, de olor espeso. Se
detiene cuando topa con un ruido de hombres riendo y gritando pullas.
–Chamaco... pst ... muchacho – voltea y ve a varios hombres sentados
en el piso y otros encima de algunos cartones de cerveza – ¿Te
quieres ganar pa’ unos tacos? Consíguenos un destapador.
Contesta sin pensarlo, con el sol costeño y el barco amarillo en las
neuronas y los pies con hongos. Las palabras salen atropelladas.
–Yo… yo las destapo...sé abrirlas… con los dientes.
3.
“Te digo, buen trabajo, nomás hay que tenerle güevos pa’ aguantar la
presión”. Las palabras suenan sólo en su mente y aún así le duelen,
por eso se agarra la cabeza. Cada vez se ve más cerca el agua, pero
sólo se alcanza a ver la superficie, quién sabe qué más habrá allá
dentro. Y otra vez la voz: “en Salina Cruz pocos bichos, chamacos
pues, se dedican a curar los barcos; allá abajo, en agua, una chispita
te manda con santos”. Él levanta la cabeza, con dificultad abre los
ojos, vomita.
Don Germán le habla cortado, como hablan quienes son bilingües,
nativos del zapoteco, y están desesperados:
–Esa… es La Chillona.
Abre los ojos y ve que el viejo le señala con la cabeza, hacia la
derecha. La molestia en los pulmones es casi perversa, telúrica de no
dejarlo ver bien su mundo y así como los nexos con la vida simple que
desea: la mujercita de la falda apretada por el viento que una vez vio
en el zócalo, la casita amarilla con su patio, las historias sedentarias
de gente autóctona; la vida de Don Germán y de su gente, de su
mercado, de sus camarones y los barcos que los traen del mar
profundo. Voltea y ve un barco camaronero común: 25 metros de
eslora por unos seis de manga, poco calado. Se medio levanta.
–Hoy… ya me eché tres… veces.
–Doble.
–¿Y el material?
–Doble.
Garapacho se aprieta la nariz con una mano. El muchacho ve lo
enormes y extrañamente finas que son las extremidades del pescador.
Voltea a ver las suyas: pequeñas, agrietadas y arrugadas por el agua;
ve el mar y a La Chillona. Suspira profundamente, la mente le habla de
recuerdos escondidos de espacios y atmósferas que lo llenan de
nostalgia, de un calor raro en el pecho, de vergüenza. Algo sabe que
se esconde, que lo llama desde atrás. Ya sabe que se va a dejar
arrastrar. Don Germán le palmea la espalda con ánimo. Aventando su
cansancio por delante, se levanta delante del hombre y va a su labor.
El indígena se queda hablando con Garapacho, discutiendo sobre los
mejores sitios que hay para comprar mezcal oaxacaqueño.
4.
5.
Los primeros días caminaba despacio, atascado de mareo y
cubriéndose lo más que podía del sol, rezongando por el sentimiento
constante de terror a la insolación. Al mismo tiempo le parecía
fascinante que doce personas pudieran trabajar, durante meses
enteros, en el rompecabezas revuelto de La Chillona. Tuvo que
aprender, a las voladas, el diccionario básico de la extraña jerga de los
hombres de mar. El trabajo era poco gratificante, pues recibía órdenes
de todo tipo de todos los hombres de la tripulación; además siendo el
más novato tenía que soportar las bromas obscenas por parte de la
marinada.
–Mira, tío – le dice Garapacho parado en la proa –, este que ves aquí
es el mono de pesca de diez kilotes. ¿Al menos sabes lo que es una
red? ¿No?
–Supongo que eso no fue tan bueno ¿verdad? Algo duro, como
siempre ¿eh?
Él lo mira rascándose la barbilla con fuerza. El Garapacho levanta la
mirada, haciendo un gesto de comprensión con los hombros. Sus ojos
reflejan una atención profunda. Desiste del intento y continúa.
–Buee… éste lo usamos para saber si hay camarón abajo. Cada que
sale el sol y se pone tiramos el mono pa’ saber si debemos rondear y
volver atrás por el producto. El ato llega a unos 50 metros, al fondo,
pues. Si se sacan de la primera ternada más de 3 kilos de mijo o
camarón, pues vamos pa’ atrás a tirar la tarraya mayor y sacar lo que
podamos.
–No.
–Es como Salina Cruz, pero sin polvo y con muchas gringas, en vez
de putos. Aunque también ahí hay… y muchos – ríe sin ganas.
–Los mojas con agua dulce, muchas veces, pa’ lavarlos bien. Les das
una pasadita de gasolina blanca, que los deshidrata pero no los pudre.
Pones todo al sol y con eso evaporas la carne. Llegando a puerto los
vendes. Salen rápido, pues la gente ya sabe que estos son de la mejor
calidad, son de puro mar azul. De aquí hasta Colima se mercan bien.
6.
La rutina de las faenas lo lleva a calmarse, a no pensar en cosas
malas y extrañas, cosas que por las noches lo dejaban en insomnio.
Poco a poco conoce los espacios que tiene para él solo, así como los
que debe destinar a sus labores, a conocer a los muchachos, a calmar
los dolores de oído ocasionados por la brisa y la acidez del estómago
producto de la sal. Ya sabe que lo más importante ocurre en la
cubierta superior como a las 7 de la noche, con el sol poniente, que es
la hora de la mejor cosecha del fruto. A esas horas del atardecer
camina entre el aparejo de redes del barco mientras los camaroneros,
con esa media sonrisa de los hombres solos en el mar, lo “aleccionan”:
–¡Hazte pa’allá Pavote! Estás pisando parte del cielo de la red –le grita
uno mientras jala una cuerda envuelta en red, que está bajo uno de
sus huaraches de plástico.
–¡Güicha!...
–No hablo zapoteca.
–¿Qué hablas, tú? El castella es feo, malo para la lengua, deforma.
–Nada.
–¿Dónde?
Viento
1.
Me dice: “a los chulos estos les gusta la jodedera, pero aquí tranquilos
los cabrones”. Me toma por el hombro y camina conmigo. “Me gusta
hacer cosas pa’ emparejarnos. Vienen y se comen lo que quieren,
somos sus criados, ahí de vez en cuando nos ven a la cara. Nos
conocen, entonces. Con otros, cabrón, no existimos hasta que alguien
les hace un mal gesto o no los atienden como quieren y ahí sí, buscan
a alguien”. Salimos a la calle y nos paramos en la banqueta. Yo sólo
veo el piso y, a veces, su cara mientras tira su onda. “Y ahí vamos
nosotros, de pinches gatos. Por eso me gustó lo que hiciste. Hay que
darles unos putazos pa’ que se alivianen ¿A qué te dedicas, chavo?”.
Le digo que a nada.
Pero algo sí era cierto. Mira, allá no nos gusta que nos griten, allá se
sale el hombre a la primera ofensa. Éste nomás con hablar magullaba,
mucho más cuando insultaba a tu madre. Luego se sentía el tamaño
del hombre, le valía madres lo que sintieras o lo que te moviera. El
instinto te lo dice: “este perro es bravo”. Y te quedas quieto, no se te
vaya a ir encima. Todo lo que hace te pone alerta, pero no lo ves a los
ojos, pues anda por ahí llamando la atención, subiendo la voz,
atropellando la intimidad de otros, agrediendo con sólo ser. Pero no se
puede hacer nada, por algo te chinga, por algo te dejas chingar. No es
de a gratis ser así, algo hizo, algo le costó y lo ganó de alguna forma.
Los otros, nosotros, los demás, nos hacemos de lado.
Eso era el menudeo –la paja–, pues al Indio lo que le interesaba eran
otras cosas de más valor, cosas que los camareros, necesitados de
dinero por sus muchos vicios, robaban de los camarotes de los
turistas: plumas de oro, relojes, medallas, prendedores, joyas en
general, aunque no despreciaba cheques de viajero. Te impresionaría
saber lo que la gente pierde en los viajes por mar. Claro, el Indio
pagaba una madre por eso y después le sacaba mucho jugo a una
mercancía que nunca sería reclamada. Para distribuirla se usaban los
contactos de Juanito en la Capitanía de Puerto, en la Judicial del
estado, en la Policía de Caminos; todos, por supuesto, recibían su
buena mochada.
2.
Garapacho se detiene en su narración. Una sombra profunda se ve
frente a La Chillona, extendiéndose por el efecto de los focos
nocturnos del barco. Hay retazos de la luz de la luna en lo más alto del
cielo, donde trozos de nubes de aluminio se diluyen con el azul oscuro
de la noche. Por allá, hacia el norte, se ven los destellos del faro del
Morro Ayutla. Respira con fuerza por la nariz y mira al Pavo, quien no
aguanta la mirada de los ojos llenos de sal y tiempo, de libertad
condicionada y melancólica, que se cierran al volver la cara al norte.
–Uno cree que la vida es suya, que todo se hace por querer… te
convences de que siempre harás lo tuyo, por ti, por nadie más. Pavo,
tío, esa es mierda. Las cosas te atan, te amarran a algo que no sabes
bien qué es, pero que jalan como la chingada. Hay momentos en la
vida que te arrastran y ahí ya no hay corazón o querencia, sólo te
queda el hígado pa’ seguir adelante.
–Hay algo en tu cabeza, algo que sobresale de por ahí, algo fuerte,
que te obliga a pensar en lo bueno, en lo sano, en lo que se debe
hacer. De ahí se enganchan las cuerditas de lo obligado, de lo forzoso
y te jalan pa’ donde quieren.
Se vuelve sin terminar de subir el cierre del todo y se recarga en la
baranda, con la mano izquierda se toma el cinturón y ríe sin ganas. Se
prende una luz en La Chillona, un foquito de 40 watts que realza la
sensación de oscuridad. Entrecierra los ojos y otra vez ve de frente al
muchacho.
–Unos los llaman humanidad, bondad, piedad. Será lo que sea, pero
eso duele. Al final siempre duele porque estás atado a otros, son ellos
los de los compromisos, los de los hilitos cabrones, los que hacen de ti
algo que no deseas realmente. Y te llevan pa’ allá y pa’ acá y tú,
jodido. En esas siempre vas a estar perdido porque ¿sabes? Nadie te
va a decir gracias. Por el contrario muchos te lo echan en cara. Si las
cosas no salen como deben, tú la regaste, tú no lo hiciste bien. Si la
cosa se arregla, era tu obligación ¿no? A veces creo que ser hombre
es encontrar la manera de que esas cosas no te afecten y dejar que se
diluyan, que se vayan despacito, debes seguir en lo tuyo, solito en la
vida, en la friega de todos los días.
3.
Nomás la vio y el Comanche comenzó a soltar una letanía grosera.
Cuando ella se subió al viejo carro se calló y no volvió a hablar hasta
que estábamos en la oscuridad apretada de la carretera. “Muchachos
pendejos”, dijo mientras azotaba la mano en el volante, después me
señaló. Dijo: “te advertí que la calentura no dejaba cosas buenas”. Le
dije que no era eso, que se trataba de un asunto de honor, de ayudar
a los necesitados. Meneó la cabeza. Gritó en voz muy baja: “¡La
ñonga!”. Después hubo un silencio absurdo, pues todos
escuchábamos en el pensamiento los gritos de recriminación… los
chillidos de las explicaciones, gruñidos de las inconformidades. El
silencio incómodo del silencio.
“Este puto nos quiere joder”, dice la muchacha con tono de miedo. Dos
chiflidos a lo lejos, los perros de rancho ladre y ladre. Otros ruidos de
gente, palabras que parecían oírse pero no… porque se las llevaba la
brisa. Yo preferí no decir nada, fijarme en lo que pasara, mirando con
esfuerzo al lugar por donde se había ido el Comanche. Las cigarras y
los sapitos de charco hacían sus ruidos apagando el sonido del mar.
“Vámonos. Dejó las llaves pegadas. Vámonos que nos va a joder, te
digo”, y yo piense y piense en Juanito y el Negro. En la bolsa que
llevaba sobre las piernas, que quemaba de tan pesada, y en la
muchachita gritona que no se cansaba de tener miedo.
Cuando abro los ojos el carro va bajando por una colina alta. Al frente
ya está nuestro destino. Las lucecitas de Zihuatanejo apenas si se
veían entre los árboles y los manglares. Es un pueblito triste, de calles
solas, abandonadas. Con un mar de los grandes y buena pesca de
deportes. Los focos azules alumbraban las calles vacías y
polvorientas, en las esquinas se veían cerrados los puestos de
comida, las ferreterías y las tiendas de veterinarias… sólo uno que
otro taxi viejo se atravesaba con nosotros. La gorda hablaba de los
caldos de marisco que vendían en el mercado por las mañanas… de
su efecto afrodisíaco. Miraba al Comanche y éste se reía. Nosotros
atrás, silencio. Llegamos al malecón del pueblo en medio de los vahos
del mar dormido. El olor de la marea roja nos llenó los pulmones y me
hizo escupir, como siempre hago. La gorda me miró con una cara de
asco, a mí no me movió la costumbre.
Ruidos y gritos vienen desde afuera. Una mujer chilla. Entra la gorda
cargando a la muchacha. La gruesa mujer se ve extraña y veo que no
tiene cabello, o no parece tenerlo. En las manos de la muchacha, que
forcejea como diablo, hay una peluca. La gorda desespera por
aplacarla; “Cálmate, perra pendeja”, grita y ya no tengo dudas, es la
voz enojada de un hombre. Azota a la muchacha en el piso y ella
queda tirada, gimoteando. Hablando incoherencias. Volteo a mirar al
Comanche, que se hace menso. Sólo mira al piso. “Muchacho.
Cabrón. ¿La abriste?”. Juanito está agarrando la bolsa. Contesto que
no con la cabeza. Juanito ve al Indio, que se sonríe con burla. Abre el
cierre y bota el contenido al piso. Veo que son pedazos de periódicos
cortados… y que se me cae el alma, tío.
“En este trabajo no hay que tener… corazón”, comienza Juanito, con
su tono de maestro de civismo, “alguien me dijo que tú tenías uno
grande, yo no, yo pensé que sólo era honestidad, gratitud, lealtad,
hasta ahí. No te confundas, pendejo, la lealtad está en las tripas, la
honestidad en el miedo, la gratitud en las penas saldadas. Si pones el
corazón, todo eso ya se lo llevó la tiznada. Por eso tú no eres bueno
pa’ esto ni lo serás pa’ muchas otras cosas, según creo y pienso. ¿Pa’
qué te saqué de recadero?”. Ahora se dirige al Comanche: “hay otros
hijos de la verga que no tienen ni corazón, ni lealtad, ni nada, aunque
lo aparenten. Esos no. Esos no son inútiles, son peligrosos. Caray.
Nos saliste bien pinche puto, mi Comanche. Eso no es problema,
culero, pero tanto que criticas y presumes. Te perdoné muchas, hijo de
puta. Ahora sí te van a meter el palo”. La gorda o gordo, no sé, toma
por el cabello al Comanche, gritando, manoteando, lo arrastra hacia
fuera.
4.
Lluvia
1.
Como por magia alcanza a ver las luces en el horizonte, él sabe que
son los focos de las casas y edificios de una ciudad; ya no está el
huracán, pero ya no intenta moverse. La atmósfera es muy clara,
como nueva, y se respira con facilidad, incluso con los pulmones
destrozados por el viento. Se acomoda de lado, tratando de ver por el
extremo del poste, pero el esfuerzo lo agobia y sólo logra tensar más
los músculos del cuello. Se resigna a no ver y se queda quieto,
buscando descanso.
–Ya te moriste Pavito ¿eh?
2.
Por estribor se vio alzarse, día a día que pasaba, una cadena de
montañas de color tierra con motas de verde intenso. Sobre ellas las
nubes indican la cercanía de la época de lluvias. Cada noche se
distinguen las luces perdidas de muchos pueblos, a veces cerca de la
costa, otras acomodadas en la altura de los montes. Esta es una zona
muy habitada, llena de gente. Los marinos comienzan a tener una
conducta evasiva y casi no hablan, en el ambiente se nota una tensión
que crece a cada hora que pasa. Todos la sobrellevan con la rutina y
el tedio diario.
Él, como todas las mañanas, tira la pequeña red del mono justo antes
de que el sol claree de entre el horizonte. Mientras lo hace prepara los
materiales para disecar la pedacera que salga. Hoy amaneció fresco,
como señal de que ya se van acercando al norte de las costas de
Pacífico, y se soba las piernas para calentarlas. Los cristales de La
Chillona se ven cubiertos del agua densa del sereno y la brisa. Ya le
habían dicho muchas veces que por esas aguas nunca había camarón
suficiente, pero él insiste en cumplir con su trabajo, como una forma
sana de olvidar sus propios males. Acciona la palanca y la línea tira
hacia abajo, buscando la mercancía.
Con la mirada busca la ruta del sol naciente, que en esta época del
año aparece detrás de las montañas, y unas nubes manchadas de
color rosa le ayudan a encontrarla. Sus ojos se pierden en la distancia,
tal vez huyendo de la inmensidad marina y anidando en los árboles,
que no se ven con claridad, o en el contorno de las palmeras que
cubren la cima los cerros. De repente algo lo regresa a conciencia y
con asombro descubre las casas y las calles plantadas en las cumbres
de la sierra. Baja más la vista, cerca del mar, y ahí están los edificios
altos, altos como nunca los conoció. La duda sube por sus pulmones
para preguntar algo, cuando la campana del mono lo detiene. Voltea
con calma y comienza a recoger el cabo para subir la redecilla, usando
el montacargas que la eleva automáticamente. Regresa a ver los
edificios y sabe que son las construcciones de hombres fuertes y la
marca de una ciudad grande y viva, aunque de momento su
pensamiento no la acomoda a ningún nombre que recuerde.
Sin embargo, les cuentan que es muy común que los dueños de los
barcos les pirateen la mercancía y la vendan, barata sí, pero con
mayor ganancia, directamente a los comerciantes de los puertos. Esto
debe hacerse, por supuesto, cuidando que nadie les informe a los
líderes y dándole una tajada fuerte al representante de la cooperativa
que esté afincado en ese sitio. El caso de Acapulco es mejor –
comentan– porque en verdad es muy raro que haya marisco en esas
aguas. “Tal vez por toda la porquería que echan al mar”, tercia uno de
los presentes. Los otros continúan diciendo que por eso no hay
representante cooperativista y, por lo tanto, no hay que dar tajada y
por lo mismo les tocará más dinero. “Aunque sea camarón pacotilla,
nos toca un buen a cada uno”, concluyen, “pero esto se queda aquí y
nadie se entera allá, en Sinaloa… ¿estamos?”. Los dos muchachos
asienten con la cabeza y el resto de los presentes sonríen con
satisfacción.
Al terminar la cena, uno a uno se van yendo a sus camas. Después de
minutos de silencio, el Pavo cae en cuenta de que está solo en el
comedor. La quietud que le rodea le penetra las narices y casi lo
asfixia, pues en sitios así siempre se acuerda de los muertos. La
similitud lo aterra y lo lleva de regreso a la morgue que vio de niño,
cuando fue obligado a verlo muerto, tendido en la plancha metálica,
cubierto hasta el cuello con una sábana blanca. “Ya vete a dormir”, le
dice una voz, voltea para ver a Garapacho, “que mañana atracamos
en el malecón del puerto y ahora te toca ti conocer Acapulco”.
CAPÍTULO 4
Rompiente
de agua
1.
Ahora sí, ya te voy a seguir contando. Nomás deja que me traigan la
otra cerveza. No, no es eso… es que ya traigo el gaznate seco y es un
relato largo, tanto como quieras y desees. Así nomás, en serio. Si por
eso me conocen en todas las botaneras de la laguna, porque me gusta
relatar esas cosas. Siempre me llaman a que les platique mientras me
invitan unos tragos ¿será por eso que caí en el vicio? Gracias chula,
déjamela aquí mero… nomás no le digas a la jefa, que ya ves que
luego se me enoja y me manda a dormir a la hamaca. Ya pues… ya
mero. ¡Ah, que buena está! Y con la calor que está haciendo.
¿Onde andaba? ¿En Acapulco? Sí, ya me acordé… Pues, resulta que
llegamos con la bodega helada llena de camarón, del pacotilla, del
chiquito. Íbamos a piratear a los cooperativistas vendiendo la
mercancía por lo bajito a los marchantes del Mercado Central. Y es
que así se le saca más… claro, si los cooperativistas son reagarrones,
se llevan su tajadota. Bueno, pues el capitán me mandó como
recadero a buscar al representante de los comerciantes del ala de
mariscos. Nomás tres señas me dio: “le caminas por esta calle hasta
que llegues a un río, ahí te volteas a la izquierda y te vas pa’ arriba. No
hay pierde, donde huela a pescado podrido ahí mero es”. Para hacer
la finta le habían informado a la Capitanía que estaban atracando para
componer unas cosas del tablero de La Chillona. De todas formas les
cobraron como quinientos pesos. ¡Salud!
La calle estaba hecha con una especie de cemento gris, que soltaba
piedritas con el paso de los carros, y en medio de la avenida unos
mangos y palmeras sombreaban un pasto verde brillante. Hacia el
fondo se alcanzaba a divisar el Fuerte de San Diego, incrustado en las
piedras de una cresta de rocas marrón. Total que me encaminé por el
lado derecho, por la banqueta que estaba pegada a un edificio de
aduanas. Más adelante había estacionados muchos autobuses
nuevecitos y los choferes caminaban muy apurados anotando cosas
en unos cuadernos negros. Iban vestidos con camisas blancas y
pantalones verdes. Yo caminaba con calma porque no conocía y no
quería perderme. Como siempre me estaban sudando las manos y
eso me pone nervioso.
De repente, por el lado del mar, que lo veo… era como una casa de
cinco pisos. Blanco, con adornos metálicos de tonos dorados y azules.
Todos los niveles tenían balcones de cristal y las personas se
asomaban a la calle buscando no sé qué cosas. Para cuando me fijé
atento no me lo creí muy bien… eso fue cuando le vi las chimeneas de
caldera. O sea que era un barco, pues. Claro, todos los barcos
grandes tienen chimeneas por donde sale el humo de sus motores, si
no las personas se ahogan. Este era bien grande, como un edificio
muy elegante, pero acostado. No, no, la gente no se caía porque todo
lo acomodan de forma horizontal. Tu sabes más de eso que yo, te
estás burlando. Mejor me pides otra cerveza. Entonces mejor no te
burles y dile a la niña que me traiga otra. Está bien.
En ese entonces no había visto barcos de pasajeros así de grandes,
sólo los cargueros en Veracruz, que son iguales a otras naves pero
grandes. Por eso me quedé como tonto mirando ese barco enorme.
Había lugares en los que se veían a las claras que tenía adentro salas
alumbradas con muchas luces. La gente caminaba por esos lugares
como cualquier cosa. Otras personas entraban y salían de las puertas
de sus habitaciones. Bueno, hasta vi que tenía un elevador adentro. Si
me fijaba bien, notaba que el barco se balanceaba con las crestas de
las olas de la playa. Nomás de imaginármelo en la mar grande pensé
en la de mareos que sufría esa gente. Ahí estaba, como menso, hasta
que un marino de la Capitanía me dijo que estaba molestando a los
turistas y que mejor me esperara hasta la noche para hacer el
negocio. La verdad es que no le entendí, pero de todas formas me fui
de ahí.
Una ola se acercó y tronó ruidosamente, las gotitas que salpicó se las
llevó la brisa. Volaron hacia el fondo, donde las nubes color oscuro
corrían hacía mar adentro. Un mar oculto por lo cerros que apenas
mostraban sus formas y siluetas, llenos de casitas de colores claros,
prendiendo una a una sus luces para salvar las sombras, derramando
por todas partes figuras extrañas que se formaban entre ellas. Luego
bajando, llegando a un muelle de botes de velas blancas, movidos por
las corrientes con ritmo disparejo. Desde un mástil voló una gaviota
para irse a refugiar, pero el viento la levantó en círculos. Dio una
última mirada a la playa, buscando un pescadillo perdido. Se engañó y
por poco se la lleva una ola que salpicó gotitas. Esas pizquitas nos
llenaron la cara y también la mojaron a ella. Con la mano se limpió la
frente y siguió escuchando la linda canción que le cantaba un
muchacho tranquilo. Luego me miró.
Gracias, así está bien… más al rato. Claro, ¿qué más podía hacer?
Hacerme el tonto, como si no hubiera pasado nada. Volteé la cara a
otro lado. No sé si será cierto, pero ahora que me acuerdo, nunca
había visto a una mujer así, con ese sentido, como queriendo sonreír,
tocar, abrazar. Sí que había visto muchas, pero eran como parte de
todo, estaban ahí nomás porque sí, con lo demás. Ya más grande me
pasó muchas veces, pero no antes de ese día. ¿Será que nunca antes
me habían mirado a mí? No para pedir algo o pasar un recado. Sino
por el gusto de mirar… digo, mirar. Como reconocer con los ojos,
pasarlos por encima para sentir el tejido, acariciarlo. Buscar saber
quién es ese que se ve, preguntar con la vista, recibir la respuesta.
Ya no pude pensar en otra cosa, sólo en sus ojos que me vieron. Algo
en la mente no me dejaba en paz y me llevaba otra vez a la mirada.
Todo se puso en mí, todo se trataba de mí adentro de ella. Me
comencé a preguntar, en serio, cómo es que los demás me veían y
qué pensaban de mí: ¿Seré campechano o insípido? ¿Creerán que
siempre he sido así o que algo malo me pasó? En eso me puse a
pensar y no pude dejar de sentir cómo me mareaba la idea de verme
desde otros ojos y otras cabezas, nomás así. Pensar que hay otros
que me ven desde el interior de los colores de sus ojos y que piensan
algo sobre eso que ven. Desde entonces, cuando alguien me ve, no
puedo evitar los nervios de saber que me ve con su mirada y su
mente. Desde tan lejos como eso.
De todas formas estaba ahí sentado, haciéndome el desentendido.
Nomás buscaba distraerme, no rascarle mucho al asunto ese, como
dejar que pasara solo. Tratando de alejar esas ideas, distraerme de
esas cosas que te asustan el alma. No pode resistir voltear de nuevo
hacia el grupo de espectadores. Como que es normal que la mente,
distraída en otras cosas, se olvide del cuerpo y éste hace sus gracias
solo. Regresé la cara y ahí estaban otra vez esos ojos, ¿no? Y otra
vez para atrás. Me ponía nervioso y de malas. Pensando y pensando:
¿Estaré mal? ¿Estoy pensando de más? Tratar de responder me
apretaba la panza, me agrandaba el hueco en el pecho.
Otra vez a voltear y otra vez a retornar la vista para el mar. Así un rato.
Hasta que ella se levantó. Traía un traje de baño de dos piezas, con la
panza descubierta. Lisita, plana, llena de cosas que se movían por
dentro de la piel. Lo demás todo pegado a la carne, mostrando sin
enseñar. Nada se pone a cielo abierto, pero uno mide lo que quiera y
no se engaña. No soy cerrado de la cabeza, pero esos trajes dan
miedo, temor de pensar mal, de ver lo que no se debe y que alguien
se enoje por las mirandillas. Mis chamacas no usan de esas cosas, a
lo más un short. ¿Te imaginas? ¿Ver a tus hijas mostrando las
caderas y todo? Todas las jovencitas tienen la película tierna, uno es
hombre canijo. Además son traviesas, aventadas, todo en ellas llama
a despertar. ¿Para qué, pues?
Era chamaco y antes no me ocurrió nada así. Sólo sentí que era algo
que me llamaba, ni idea de qué, pero me acordonaba, me ataba a
sitios que nunca había visto, lejanos, pero amables. Le vi un andar
pausado, dejando que las piernas se acomodaran. Como si le
molestaran los músculos, o le estorbaran. Así mero, como dices.
Todas lo hacen igual, como que les viene de raza. Se acercó a otra
muchacha y algo le dijo. Las dos comenzaron a caminar hacia mi silla.
El Pavito me preguntó algo sobre las mareas y las crecidas de mar.
Aproveché para disimular y miré al niño, mientras le inventaba una
respuesta rara sobre los temas del océano que él no tardó en creerme.
A los pocos momentos el sonido de una risa nos llenó el aire de un
perfume dulce. Era ella, que agarraba a su compañera mientras
mostraba los dientes y daba un giro parada sobre la arena. Alzó los
brazos al cielo y los regresó sobre su pecho. Se alejó y cuando ya
estaba a unos metros volteó otra vez a verme. No lo aguanté y le dije
al aprendiz que mejor nos fuéramos, que el capi quería vernos a todos
en La Chillona.
Por suerte llegamos al atracadero, que era uno de esos lugares libres
de niebla. Más en la noche, cuando no hay nada que hacer ahí. Al ver
a La Chillona cabeceando en el malecón algo se me hizo extraño.
Como que me di cuenta de que no era un lugar para ella ¿qué hacía
un camaronero en medio de esta gente? Y no era el único, por aquí y
allá estaban otras barcazas. Botes de pesca. Yatecitos alargados. Me
pareció pura presunción, pura imagen. Ahí no hay gente de mar, sólo
son una maqueta de un puerto, una fachada. Las olas y las corrientes,
los vados, las mareas, la barrena de la brisa que avisa de lluvia, el
sabor de la espuma, no les interesan, son parte del adorno. No los
conocen, ni se reconocen entre sí, entre ellos. El mar también los
ignora y por eso, creo, no les da todo lo rico que tiene. Ahí está medio
muerto o alejado. Así lo vi, quizá me equivoco. O a lo mejor sí eran un
pueblo de mar. Y se les olvidó.
Al pasar la puerta vimos que el techo era alto, como de dos pisos y
allá arriba grandes focos de neón color azul esparcían una luz clara.
Todo alrededor eran pasillos abiertos, tipo balcón, que pasaban frente
a muchas puertas. Es decir que era una especie de patio rodeado de
los edificios propios de la casa. Por ahí caminaban unas hembras
luminosas, llenas de brillos de plata y oro. Unas se metían por las
puertas, otras salían, también se quedaban recargadas en el barandal
y se contorneaban al ritmo de la música que se oía. Además, algunas
llevaban de la mano a hombres y los guiaban por los caminos esos,
andando con calma por delante de ellos, sonriendo, subiendo las
escaleras y perdiéndose en los rincones.
Saca la otra, ¿no? Gracias. Nosotros caminamos despacio, dejando
que las cosas sucedieran como debe ser. Unos cuantos pasos
adelante se apareció una muchacha delgada, olorosa al perfume ese
que ya les dije, que estaba desnuda de la cintura para arriba,
enseñando los pechos. De verdad. Yo me quedé como tonto
viéndolos, hasta que uno de los que iban me puso la mano en el
hombro: “Está buena, ¿verdad?”, me dijo, “pero no te vayas con lo
primero, espera a ver más”. En eso me di cuenta de que todas las
mujeres de ahí andaban igual. Todas enseñando sus… Déjala ahí,
chula, gracias. Nomás chitón con la jefa, ya sabes que no le gusta que
platique estas cosas, ¿eh? Bueno, por donde volteaba estaban a la
vista. Redondos, luminosos, grandes, no tan grandes, mirándonos con
sus ojos oscuros. No sé qué pensé al ver eso, tal vez nada, no me
acuerdo. Pero es que no tenía punto de comparación. A lo mejor ya
había visto pechos desnudos, de las mujeres que alimentan a sus
chamacos, aquí y allá. Lo que pasa es que uno ve eso sin pensar en
las otras cosas, en las de la carne. En cambio ahora estaba rodeado
de mujeres enseñando sus cosas, como si tal cosa fuera normal. Ni
siquiera se les veía la vergüenza.
Eso me hizo ver todo diferente, me sentí como libre, calmado,
descansado, no me ofendía ver ni que me vieran observándolas, la
cosa era clara, nada de ocultarse. Normal para ti y los otros, como
algo escondido que traes en la mente por dentro y que cuando lo ves
se vuelve real. Algo que pasa de hombre a hombre, que sabes que
existe desde que naces, que debe existir en alguna parte, que has
escuchado en susurros contenidos. Rumores de hechos pasados que
llegan a ti y se quedan en algún sitio escondidos, para cuando los
veas te sorprendan, pero te sean familiares. Para que no te venza el
temor. Tal vez llegan por los sueños, los libros, las películas y se
quedan por ahí, esperando salir en el momento que sea necesario. Un
rincón que cuando lo ves se te hace conocido, repasado. Y ahí estaba.
La muchacha delgada nos sentó en una mesita del rincón. Como que
nuestra apariencia no era para andarla enseñando a los demás
concurrentes. Sí, había muchos hombres que en sus posturas, en sus
ropas y joyas, en como se movían, denotaban fuerza, poder sobre
otros. Eso casi se huele, ¿verdad? Después de sentarnos, la mujer
nos preguntó sobre las bebidas. Todos pidieron cerveza menos el
capi, que ordenó una bebida de nombre raro, dándose a ver que era
conocedor. Yo pienso que la mesera esa me vio la cara de tierno,
también eso era bien visible, porque cuando llegó a tomar mi orden
acercó mucho su oreja a mi boca y sus senos se me repegaron en el
hombro. Una cosa es mirar, pero sentirlos ahí, tibios, fue mucho para
mí. Me quedé mudo, sin querer me hice a un lado como con
vergüenza. Los muchachos se rieron fuerte, también ella, la malvada.
El Garapacho me salvó diciendo que también me trajera una cerveza.
Ahí ya no estaba tan seguro de querer estar en esa casa.
Así como ella mostraba sus cosas y se contoneaba para hacerlas más
evidentes frente a todos, remarcando lo visible. Así uno como hombre
debía mostrarse, enseñar sus armas, dejar en claro qué es lo que
busca. Por eso ese baile es sencillo. Nadie me lo dijo, lo rescaté de
una memoria anterior a mi vida. Los años que han pasado me
mostraron que tenía razón. Entonces era normal, estaba a la vista, no
hay dobleces. Ella con su cuerpo desnudo, yo con los medios para
mantenerla así, pagando para continuar el juego. Retenerla hasta que
quisiera o alcanzaran las monedas, disfrutar de esto a costa de mi
esfuerzo. Ella entregando hasta que le entregara, ni más ni menos.
Nadie rompe ese trato, ni se salta las trancas. Quien lo hace rompe la
sencillez tranquila de ese lugar. Esta parte no la sospeché, tuve que
aprenderla sobre la marcha, equivocándome y terminando herido.
Me atreví a ponerle una mano en los muslos. Tratar de comprobar lo
de los músculos que estorbaban. Tenía la piel fresca y algo húmeda.
Como si acabara de bañarse. Ni se movió cuando sintió la mano. Yo
nomás la dejé ahí, no sabía qué más hacer. Cosas de la inexperiencia.
Uno de los muchachos que todavía no estaba acompañado, comenzó
a hablarle de sus negocios, más conocedor que yo. Algo se me atoró
en la panza que me hizo cerrar los puños. Hasta después supe que
esos eran celos. Pero a mí siempre me ha parecido más envidia
disfrazada. En fin… ella, con calma, coqueta, le hizo ver que ya estaba
acompañada, que otro día o más tarde. También Garapacho le dio a
entender que se quitara de ahí, que estaba estorbando. El marinero
tronó la boca, alegando que sólo le estaba quitando el tiempo. “Puede
ser –dijo el capi–, pero eso se puede arreglar”. “Súbelo –le indicó a la
muchacha– yo aquí me encargo de todo”. Ella me miró con una
sonrisa, se levantó jalándome de la mano. Comenzamos a recorrer el
salón en medio de miradas curiosas y carcajadas en el fondo. Yo no
dije esta boca es mía, me dediqué a seguir sus pasos.
2.
Ahora sí. Más vale que no me oiga la jefa. Estate al pendiente. Han
pasado como 30 años o más, no sé, muchos años. Por eso es que
muchas partes de lo que pasó se me fueron de la memoria, ya no
puedo contarte todo con detalle. Mentiría si te dijera que sí y nunca me
ha gustado esconder la verdad, para qué me complico la vida. Una
mentira sigue a otra, hasta que estás rodeado de ellas. No, mejor te lo
aclaro de antemano, no me acuerdo de todo. Pero sí de lo que me
marcó, de lo que me dejó en realidad, eso que no puedo perder ni
cuando esté tirado en la cama, listo para morirme. Piensa tantito, trata
de irte para atrás, a tu pasado. Acuérdate de tu momento más antigüo,
de tu recuerdo más lejano. Tal vez cuando tenías cuatro o cinco años.
Hay gente que asegura que se acuerda de hechos de cuando tenía
dos años. Yo no lo creo, pero ellos lo dicen. El asunto es que eso que
está en tu memoria se quedó guardado, bien almacenado en tu
cabeza para sacarlo cada que quieres repasarlo, refrescarlo. Debe ser
porque es importante, más importante mientras más tiempo ha
pasado. Algo hace que se quede ahí, marcado. Tal vez te dice muchas
cosas de ti. No así abiertamente, sino de una forma escondida, pero
que es importante por dentro, sin que lo pienses realmente. Todo lo
que te pasa se va quedando así, lo que no importa se va, si no, se
queda. Pues así pasa con esto. Tal vez es mejor así, sin tantas cosas
que distraen de lo bueno y malo que sacamos de los sucesos que nos
acontecen.
Por fin se dio la hora. Para entonces el sol ya no caía tan fuerte sobre
las personas y unas cuantas nubes llenaban el lado derecho del
hemisferio. La brisa llegaba fresca con un olor penetrante a molusco.
Me bajé del barco sin avisarle a nadie. Todos estaban ocupados en
preparar la fiesta de salida, una costumbre que tenía muy afianzada el
capi: se trataba de despedirse con una celebración cada vez que
partían de un puerto si habían estado más de dos noches ahí.
Tampoco ellos me hicieron mucho caso. Cruce con calma la calle,
volteando hacia todos lados, esperando ya encontrármela. Me
empezaron a atacar puras cosas de la fantasía, por todas partes se
aparecían caras parecidas, caderas de movimiento lento, piernas
dolientes de carne dura y moldeable. Ya me ha tocado ver a
muchachos en esos casos, cuando la vista se les vuela con cada
persona que pasa; se acomodan las ropas con molestia, la boca
apretada en gestos raros. Si yo me hubiera visto, pena sentiría.
Caí en cuenta de que las cosas son muy complicadas, que esas
prendas no se quedan sólo en las camas y se desparraman por las
calles, haciendo que se actúe de una forma determinada. Que por eso
las miradas de los vecinos se vuelven tan importantes. Ellos saben y
miran, observan, miden las distancias. Sonríen con gestos de
comprensión o se les juntan las cejas. De esos pensamientos salen
las molestias, las palabras que te aplauden o te condenan a ser
evitado, marcado. Pobres de las niñas que siempre están sujetas a
esas miradas, acosadas por sus amigos, hermanos, padres, los
señores vecinos. Aunque también ellas se entretienen haciendo que
los ojos las sigan, como si no supieran que las ven, dejando rastros de
confidencias por todos lados. Como que viven más a resguardo de eso
o ya se acostumbraron. Por eso ellas salen más fácil de esas
situaciones, las manejan mejor. Los hombres no, nosotros nos
ponemos incómodos, nerviosos de las palabras que salgan por lo que
hagamos. Y eso pesa más que la indiferencia, seguro.
Estábamos cruzando la avenida, pasando al lado cerca del mar, por la
vía que lleva al lado de los hoteles elegantes. Ella me preguntaba
sobre los amigos que me acompañaban por la noche, me dijo que sus
compañeras hablaron bien de ellos. También que les extrañó que el
señor grande que iba con nosotros nomás se quedara tomando sus
copas. “Es el capi –le dije–, ese es mi amigo”. Ahora, pasados los
años, me parece que lo dije así porque quería darle a entender mi
confianza con ella.
Crecida de mar
1.
–Te dije, mala sombra tú. ¿Qué te persigue? Suerte del nacido, suerte
morido. ¿Qué hace tú? ¿No contesta?
No contesta. Ve con hastío al oaxaqueño, truena los labios y se vuelve
a sentar. El Cocinero se escupe en la mano y la embarra en el cabello
del Pavo, se va con una sonrisa irónica en los labios. Él vuelve a
limpiar con cuidado. Se da cuenta de que las palabras del Cocinero no
le afectaron y sus acciones lo dejaron indiferente, como si aquél fuera
un niño enojado. Medio entiende que sus días en Acapulco lo curtieron
de alguna manera. Ya no se ve con una mujercita del Istmo, su familia
en las casitas amarillas, ahora ya no se ve de forma alguna. Piensa,
con irritación, que el oaxaqueño se puede quedar con sus palabras
raras y sus cosas de marica.
“6 oct. Cerro del chino. 800 kls. Norte despejado. Sur torcido.
Vientos que entraron por la corrillera y que sólo enferman a los
hombres. Ya le dije al oaxaqueño que mande para abajo el costal
cerrado, pero dice que lo necesita. Sólo que sea por curanderas.
Allá él. La cuota va. A pesar de los signos. Nadie se queja por
fuera y sólo se siente la vibra cuando fuman sus cosas, ojalá no
se les necesite en mala hora. Es lo malo. Callar. Es lo malo. ¿Qué
tanto tendrá él que ver? Ya nada le debo.
“18 oct. Contarventas. Poca gas. 1500 kls. Quiero pasar de largo,
como siempre. Espero que la gas aguante, si no, pues nomás nos
encomendamos a los altos. La inflamación cada día se ve más,
sólo la tapan las playeras. Otra vez esas miradas, como cuando
era chamaco. Mar al frente, soleado. Lleno de barriletes, esos
espantan la merca. Hay que procesar más rápido y dejar de
tontear. No hay material de reparación que aguante así. Espero
pasar de largo con la gas. Muchos nomás miran… ”
2.
Aparece una mujer en la puerta del puente, que lo mira con asombro.
Él la mira en silencio, pensando que es la mujer que subió con el
Garapacho. Algo en ella huele a instinto, a calor, a animal sudado.
Lleva un vestido corto, negro, de amplio escote, se le nota el desorden
de la ropa mal puesta; los cabellos sueltos y desordenados. Se los
quita con una mano ocupada por una botella de cristal, semillena con
el licor anónimo del capitán. En su mirada se nota confusión y
alteración. Trata de calmar su respiración con una mano en el pecho,
que sube y baja.
El pavo mira azorado a Garapacho, callado, sin conocer bien qué decir
o gritar o hacer. Se siente en una situación algo familiar. El capitán
queda quieto dos segundos, sopesando quién sabe qué rumbos sean
mejores. Ella va a su sitio seguro: cerca de los controles y ahí algo
hace. Aquél se abalanza con un grito, la mujer lo recibe con un fuerte
botellazo. Los vidrios caen alrededor. Más sangre, esta vez en la cara.
Trastabillea, se sostiene de la mesa de apuntes, se lleva una mano a
la cabeza. No se mueven, la respiración del Garapacho es dificultosa,
por la sangre que le mana por el lado izquierdo de la sien y le cae
sobre los ojos y la nariz. Ella todavía sostiene el cuello roto de la
botella, lo ve levantando la mano. Comienza a reír, divertida por la
escena. Él también sonríe mientras con la mano se embadurna la
cara. Desvía la mirada, como buscando algo con qué limpiarse, toma
el trapo sucio del Pavo y embarra aún más su sangre en la cara. Ella
comienza a reír histérica, con voz aguda, lastimosa. Se soba las
piernas, levantado hasta la cintura el trapo negro de su vestido.
El epíteto cae en los tres y los sofoca. Los azota contra aguas negras,
pasadas y pesadas. Los ahoga en sí mismos, los voltea de la piel, los
deja descubiertos, solitos. Sólo el muchacho es testigo ajeno a sus
desgracias. Todos están de pie. Renace la sonrisa cínica en los labios
del indígena y sus ojos brillan con satisfacción. Del pantalón blanco
saca un pañuelo y se enjuaga la cara, hasta que el sebo desaparece.
Queda una faz limpia, clara y poderosa.
–¿Y yo qué? – pregunta ella – ¿Tengo que seguir igual? Pues no. No,
a lo mejor ya no tengo con qué. A lo mejor.
–Yo estaba embarazada… desde antes. Por eso, por eso te buscaba
tanto, pero luego te fuiste con el puto este y yo me quedé sola, me
quedé con la carga de alguien que me despreciaba ¿cómo se vive con
eso? Sólo muriendo en vida. Era mi bebé, también era mío.
Baja la cabeza, sus quejidos son ahora gritos ahogados. Él pasea la
mirada por los destrozos de la cabina, se detiene sobre el Indio,
regresa a la mujer. Con toda calma él la toma por el cuello. Sus
enormes manos aprietan con fuerza. Ella calla cuando sus ojos se
abren desesperados. Sus caras sangrantes son idénticas, reflejo en un
espejo sucio. Finalmente, un líquido espeso chorrea de entre la falda
de la mujer, que muere sin gritar, sin decir nada, como esperando a
que en cualquier momento él se riera y la soltara.
–Te dije que mataba. Advertí. Pero se olvida, siempre olvida.
Sin soltarla del cuello, Garapacho sale del puente y con fuerza la pasa
sobre la borda, la sostiene unos segundos viendo de frente la cara
muerta, la avienta al agua. Es succionada hacia abajo de La Chillona.
No dice nada, se retira a su camarote. El Indio lanza un suspiro de
hastío, camina hacia un costado del Pavo, toma el trapo sucio de
sangre y grasa. Con cuidado, con mucha delicadeza, se limpia lo que
queda de sangre en sus manos. Avienta el paño al regazo del
muchacho, quien se revuelve con asco hasta que se lo quita de
encima.
–Tú, callas todo. Yo dije mala sombra. Aquí está. ¡Callas! ¿eh? De
final, es culpa tú. Sólo tú – le dice y sale despacio por la puerta.
3.
Una mano pasa por detrás de la espalda, jala algo del cinturón. Apunta
con cuidado. El tío se levanta con la cara pálida, sofocado. Se queda
quieto, mirando el arma. Un trueno lo tumba de espaldas. El ruido
empapa a mamá, la congela. El sonido ciega al hombre extraño, se
cubre los ojos. La detonación quema al niño, la piel se eriza. Todo se
llena de una explosión de aroma azul con sabor a caldo dulce, que
lentamente se dispersa por la puerta de la casita y espanta a las cinco
gallinas que todavía viven.
El niño queda en silencio. Parado en medio del desorden. Los pies del
tío asoman por debajo de la mesa. Baja la mirada y ve toda la tierra
del piso mojada por gotitas negras. También ve sus manos llenas de
sangre. Trata de limpiarlas en su ropa.
4.
5.
Los cabeceos de La Chillona los mueven con fuerza, el viento silba por
entre sus oídos. Garapacho se acomoda para soportar el vendaval, se
recarga en el perchero del ancla, todavía con los brazos cruzados. Ve
directamente a la cara del muchacho, la escruta con fijeza, queriendo
encontrar los restos de una queja callada. Sonríe un poco, como
dándose por aludido, conocedor de los recovecos del silencio. Asiente
con la cabeza en silencio, mientras levanta la mirada hacia los
nubarrones que corren por encima de ellos.
–Quiero decir que hay veces en que la mierda sale sola. No hay que
hacer nada, nomás esperar a que flote – una vez más su mirada se
detiene en los ojos del Pavo –. No me preocupa lo que yo deba pagar,
que ya soy experto en eso. Me acongoja que quieras tomar parte en
esto. Y no, de una vez te lo digo, tío, tú nada sabes ni debes. Así es y
será, hasta que te topes con las tuyas, con tus trabas, con tus
animalitos. Esa será tu hora. Aquí sólo estás pa’ ver cómo se hace,
para cuando sea turno pa’ ti. Y deja de pensar en lo otro.
“No te preocupes”, una voz remota le habla por detrás de la nuca, “las
cosas caen así en cualquier rato. ¿Qué sabes tú de los líos que
traemos? Son temas que no entiendes”. Agacha la cabeza, los ojos
cerrados, como para escuchar mejor. “A tu amá no le gusta, pero pues
¿qué cosa le gusta? Puros gritos y sombrerazos. Mejor trabajar pa’
entretenerse, no pensar en esas cosas que sólo te agüitan. Si viene
algo, viene pa’ mí”. Levanta la mirada y ve al capitán sentado en
medio del ambiente gris. “Tú no tienes que ver con eso. Todavía no te
toca. Ya te tocará”. En ese momento es un reflejo de su tío, un hombre
moribundo que no se entera de lo cerca que tiene, casi sobre su
hombro, la cara de la muerte.
–No
–¡Párale, ojete! Que vas a romper una cuaderna. Dale a ciar – ordena
Garapacho mirando hacia popa –. Para atrás todo lo que se pueda.
Esto está encallando.
7.
Los marineros, uno a uno, comienzan a salir, despacio pero sin pausa;
todos abandonan el puente. No hay palabras de despedida, buenos
deseos, frases de amistad. La indicación fue clara: el equipo se acabó,
se desintegró, pasan a ser seres independientes responsables de sus
vidas. Ya no pueden, entonces, confiar en nadie pues nadie los
respalda, sólo su ángel personal, la suerte, Dios, todo aquello que les
sirva para explicar y justificar su permanencia en este mundo. Cada
quien a su sombra se guarece, por lo tanto su triunfo sobre el ciclón
será personal, íntimo, nadie se los podrá robar; llegarán, sólo unos
cuantos, más allá del obstáculo y definitivamente serán otros, mejores
o peores, pero incomparables con ese que se quedó atrás de la pared
de agua.
Garapacho se voltea a donde está el Pavo. Lo ve ayudando al Pavito a
acomodarse la ropa húmeda, le ataca una nostalgia extraña, olvidada.
“Tío ¿te vas o te quedas? Cada quien lo decide”, la sangre de la cara
comienza a ponerse negruzca, dejando marcadas las líneas de las
arrugas del capitán, tapando la mitad de su rostro. El Pavo lo ve
callado, confundido por la crudeza de la pregunta y lo profundamente
irreparable de la respuesta, sea cual sea, pues quiebra los puentes
tendidos entre ellos, los nexos de una especie de amistad tardía, de
confabulaciones, de secretos compartidos en silencio.
8.
Al principio el cabo atado al poste sirve para tranquilizar, para dar un
sentido, una flecha de guía. Eso ata a algo fijo. Aunque pensándolo
bien no está fijo, se mueve y se arrastra con las olas y el aire
huracanado. Junto con los miles de metros cúbicos de agua que se
desplazan siguiendo la presión atmosférica, las corrientes tibias del
ciclón. Como el mundo que se mueve girando en el éter oscuro.
Danzando con los demás astros, porque así inició su búsqueda del
centro de la galaxia y así seguirá hasta que nadie quede sobre ella.
Entonces nada está verdaderamente asentado, inmóvil. Sólo las
fantasías, los sueños y la mente del hombre. Es una lástima, no
debería ser un truco tan barato.
Así es como una gota resbala por el ojo, siguiendo las normas de su
propio movimiento y se incrusta en la comisura derecha. La lluvia la
llevó ahí, también la piel mojada, los cálculos del caos, las miles de
ondulaciones de los poros ayudaron. Una gota de mar en el ojo como
resultado de los interminables caminos de la mala suerte, es casi
como querer soplar en una taza de café para detener el calentamiento
global, pero se puede intentar, alguien ya lo probó con el aleteo de una
mariposa. El ojo se irrita por la sal, sin importarle que esa molestia sea
una ecuación ficticia no probabilística. Igual lo hace el joven amarrado
en medio del temporal, quien para tranquilidad de su alma no se hace
tantas preguntas y sólo pide morir viendo el mundo desintegrarse: las
estrellas cayendo por racimos, desapareciendo detrás de cargadas
nubes negras.
Tampoco pensó mucho el día en que una gaviota gris y azul le tiro un
pedazo de excremento sobre la mano derecha, mientras se sentaba
en una banqueta de ese pueblo triste y aguado, entreteniendo el
hambre mientras separaba las tortillas calientes –recién compradas–,
contándolas una a una para impedir que se pegaran. En cambio sí se
preguntó si su mamá perdonaría que la caca de pájaro hubiera
salpicado el kilo de comida de pobres, si creería que sólo estaba
sentado mirando el malecón sucio de aceite. Ni siquiera se movió para
atinarle al culo de la mañosa gavina, que no le dio tiempo de
asquearse por el miedo que sintió. Menos la vergüenza pudo
distraerlo. Ahora ¿ella podía creer que la ave lo hizo a propósito?
¿Que la rapaz apareció estar atenta, escondida, mientras ella le
recordaba que tuviera mucho cuidado, preparando el bolo oloroso para
dejárselo caer en el momento oportuno? ¿Cómo se explican esas
cosas? Estaba atrapado, todavía no sabía de “accidentes”.
Pero mamá camina por la otra acera, como adivinando sus temores.
Lleva un reboso negro sobre la cabeza, un vestido de flores, un andar
rápido, los pies volantes. La mirada derecha, al frente sin desvíos, los
ojos centrados en el final de la calle. Un trabajador petrolero, con su
peto azul lleno de marcas grasientas del trabajo se cruza en el camino:
un trastabilleo, un recargón accidental, un “perdón señora”, un
problema más para el niño descubierto al otro lado de la calle. La cara
se llena de signos, envuelta por la tela negra que se desliza un poco
hacia la nuca cuando voltea el rumbo directo a él. La cabeza se mueve
a los lados, un cruce de ojos, precaviendo los carros de la avenida. El
par de zapatos de correa de piel, gastados en hilos y madejas, se
enfilan por la tierra mojada del piso aplastando los guijarros sueltos.
Truenan como tallos rotos. El güano se embarra en la tela del
pantalón, las tortillas se acomodan a las carreras. Se queda
paralizado, como borrego en matadero: los pies quietecitos, doblados,
los ojos bajos y llenos de agua asustada. Junto con los ruidos de las
piedras destruidas le llegan las palmadas a la cabeza, acompañadas
del jalón al brazo, que lo hace llorar frente a la puerta de madera de
una cantina.
Aquí las cosas se ponen confusas, nadie habla de las tortillas que se
quedaron desparramadas por el camino. Él las ve a lo lejos con
lástima y pena, porque la gente las mira al pasar, recorriendo con los
ojos el sendero que fueron dejando hasta llegar a su persona. “Tan
chiquito, tan flaco, de ojos grandes ¿por qué tiras la comida? ¿No ves
que eso es malo? En tu cara, llena de marcas de llanto, apaleada, se
te nota que te equivocaste, ¡descuidado! No sirves para nada, ya ni los
perros se las comerán”. Los que pasan a su lado desvían la cara
apenas lo justo para hacerse los distraídos, pero dejan sus huellas de
curiosidad y reproche. Además no ayuda nada que mamá grite furiosa
hacia dentro del establecimiento. Tampoco lo hace la aparición de una
señora flaca, apestosa a vinagre, que se enfrenta a la que grita. Lo
jalan, lo señalan, lo ponen en el centro del cuadrilátero, en medio de
las trincheras. Más caras se aparecen husmeando, brotando detrás de
las ventanas, en las puertas de los lados, desde los carros que se
detienen. Mira que venir a este pueblo tan decente a hacer sus
numeritos, cómo hay personas locas, que resuelvan sus problemas en
sus casas, qué espectáculo. Al final mamá lo avienta por la espalda
hacia dentro del local.
9.
Un niño entra a la cantina sosteniendo en el pecho una caja de
chicles. Carga la mercancía sin ganas, respirando cansado, ya medio
dormido, en la mitad de esa medianoche ventosa. Sin embargo a
nadie le importa su sueño, nadie lo ve desde hace años, ni siquiera
para reprenderlo. Está en el fondo del telón de fondo de la vida,
habitando en los pliegues. Se acerca a una señora muy gorda y
extraña, que parece que no le escucha pues sólo le pasa una mano
pesada por la cabeza, sin responder a sus ofrecimientos. Ya casi no
hay nadie, sólo en una mesa alejada, donde las luces del bar no
iluminan, un foco solo sobre ella, unas personas platican en voz baja.
La rutina, más que la necesidad, lo hacen acercarse para mercar sus
cosas. La charla los entretiene, él aprovecha para aproximarse
despacio, porque ya sabe que muchas veces la gente se molesta con
su presencia. Por eso el sigilo aprendido después los primeros golpes
y manazos de borrachos agresivos.
El hombre bajo se agacha hacia sus pies, agarra algo del piso y lo
pone sobre la mesa, cerca de él. Es un saco de yute rudo, como los
que se usan para el frijol, amarrada la boca con una cuerda de
vaquero. Otra vez los dos se miran de frente, ahora en silencio, hasta
que el otro pregunta algo que no se escucha. Alarga la mano y toma la
tela, sopesa el contenido con una mano. Se da el lujo de sonreír
mientras se soba el bigote. Desamarra el lazo, lo suelta a un lado y
vacía el contenido alzando la bolsa. Mientras caen cosas, se escucha
un ruido metálico, golpeado, roto. La mesa se llena de reflejos raros,
destellos rápidos, que iluminan por partes sus caras cuando la luz del
foco rebota en cadenas de oro, relojes nuevos, aretes y semanarios de
plata, piedras brillantísimas de colores arcoiris: verdes, rojas y azules.
Entonces el del bigote pierde la calma, levanta la voz, las manos se
mueven en trazos rápidos. El otro mira con calma y responde con dos
frases que no vuelan más allá de la tabla de la mesa. Se recupera el
orden del rito, de nuevo se mueven sincronizados, con pasos
aprendidos. En medio de la falsa calma los objetos regresan al bulto,
ahora despacio, sin que se golpeen.
El niño mira sin respirar. Ve a los dos hombres completar su
ceremonia. Su mirada se detiene en el perfil achatado del señor
regordete, que le parece el más extraño del mundo. Repentinamente
unos ojos le pegan en la cara, no puede reaccionar antes de que una
patada le dé en el pecho y lo aviente por los aires, aterrizando en el
cemento rudo del piso. Suenan frases de palabras que no se
entienden, extranjeras. No puede llorar porque le falta el aire, sólo
puede revolcarse, gemir con el estómago. Afortunadamente no pasa
nada más, sólo el dolor, la mirada vidriosa, el temor. El aire ya le entra
a los pulmones, mientras aún siente que se desgarra. Incorpora la
parte superior del cuerpo ayudado por la urgencia de huir. Recuerda
que no puede dejar atrás su mercancía y comienza a buscarla por el
suelo, pero la indagación termina cuando ve, por detrás de las patas
de la mesa, los pies de un hombre tirado. Se da cuenta de un sendero
rojo que atraviesa la estancia cruzándole las piernas. Por ahí lo
arrastraron, concluye espantado. Todavía en las prisas que le genera
la visión del cuerpo derribado, alcanza a ver una herida en la cabeza
del sujeto que le recorre toda la parte trasera de la nuca, con la piel
levantada por el machetazo, aún chorreante. Sale corriendo a la calle
mientras una risa lo acompaña desde la espalda.
Las luces de los focos de las casas mal alumbran la calle. El hombre
cruza la avenida y él lo sigue por instinto. “Te llevo a tu casa”, le dice a
mitad del arroyo, sin pararse. Avanzan por la baqueta de lodo, lado a
lado; él de vez en cuando voltea hacia arriba para verlo, intrigado. Se
detienen frente a una norteña, que es como le dicen a las camionetas
de cabina que vienen del Norte, de los Estados Unidos. Se sube a ella
cuando el hombre le abre la puerta, lo hace con dificultad porque el
estribo le queda muy alto. Momentos después arrancan con rumbo a
la casa del niño. Maneja despacio, cuidando de no caer en los hoyos
llenos de agua café, moviendo el volante calmado, con una mano. Él
niño mira el interior del vehículo con curiosidad, toca con las manos la
sedosa vestidura color rojo y la piel de sus brazos se eriza cuando
siente el frío del aire acondicionado. Se entretiene viendo las luces
moradas del equipo de sonido, moviéndose al ritmo de unos corridos
que cantan sobre mujeres despiadadas. Una calma extraña lo
amodorra, se siente a gusto.
10.
Figuras de luces, dibujos de formas extrañas, tal vez retazos de
sueños. En la oscuridad brillante que hay detrás de sus párpados lo
atacan caras gritando, gente comiendo, personas caminando por
banquetas de lodo. Poco a poco la conciencia se abre paso por entre
los resquicios de fantasmas horribles y repetidos. Al fondo, por atrás
de su cabeza, le llega el sonido tranquilo del agua golpeando una
superficie de madera. En su piel descansa una sensación cálida y
molesta, que irrita a penas lo suficiente como para levantar la mano a
sobar la zona incomoda.
11.
Es un edificio grande, de color blanco que resalta del fondo verde de
las lomas detrás de él. Su forma es igual a la de una caja de zapatos.
El techo es de lámina brillante, a dos aguas; cada tramo hay
respiraderos en forma de chimeneas redondas. Las paredes muestran
letreros grandes, de letras pintadas en color negro y rojo. El edificio
está plantado sobre una plataforma elevada a unos 120 centímetros
sobre el nivel del suelo, unas escaleras de cemento rudo permiten la
entrada a la construcción. Sobre la avenida de grava que lleva al
acceso principal están estacionados, en hileras rectas, varios
camiones de tipo militar.
Él lo ve desde lejos, desde antes de salir de la carretera por la
desviación de la derecha. Viaja en una camioneta Suburban de
asientos amoldados, el aire acondicionado le mueve los cabellos y le
enfría la cara. Con la mano derecha mueve los conductos, desviando
la corriente fría hacia el techo. Se recarga sobre el respaldo, se limpia
el sudor de las manos en el pantalón de mezclilla que le regalaron a la
salida del hospital. Mantiene la mirada fija en el edifico hasta que éste
toma su tamaño normal y la camioneta se detiene.
–Yo creo que aquí lo dejamos. A ver si mañana te das otra vuelta para
que te enseñe a los demás. Depende de cómo te sientas.
Al terminar de beber aprieta el vaso con la mano y hace una bola con
él. Respira hondamente, recuperando la calma. “Por cierto”, le dice el
oficial, “ya que lo viste. ¿Lo reconoces?”. Él se detiene a mirarlo de
frente, molesto, aprieta las mandíbulas. Después cierra los ojos y
niega con un gesto. No lo había decidido hasta ese momento, en que
la claridad le llegó al alma. Determina que no habrá nadie, así existiera
algún interesado, alguien que poco probablemente rece por él, que
sepa cuál fue el destino último del Indio. A él lo destina al olvido, a que
en medio de la oscuridad lo continúen siguiendo sus diablos. Sin que
él pueda verlo, una sonrisa irónica se dibuja en su cara.
Acapulco, Guerrero.