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PAREJAS EVOLUTIVAS… Y PAREJAS TÓXICAS

Alejandro Celis H.

¿Cuál será el propósito de tener pareja? En el pasado, fue obvio formar una; pero
como muchas otras cosas, ya no lo es. Primero cayó el matrimonio como
institución sacrosanta –con un altísimo nivel de divorcios y otro gran porcentaje
que vive juntos de facto-, luego está todo el cuestionamiento que ha venido en
relación a si el matrimonio es entre dos individuos o sólo entre un hombre y una
mujer… Se nos enseñó que lo normal y valorado por la sociedad es que un hombre
y una mujer se casen en una relación monógama y tengan hijos, y muchos siguen
repitiendo automática e ingenuamente este patrón, sin saber exactamente qué
buscan en esto. Sin embargo, “la familia” es otra institución que atraviesa una
enorme crisis, porque ya está claro que no basta con tenerla para “ser feliz” (¿?) y
además están los altísimos niveles de violencia intrafamiliar (incluyendo el abuso
sexual con los niños) y el simple y rotundo desplome del sueño rosado que nos
transmitió Walt Disney respecto a lo que puede esperarse del encuentro con el
príncipe azul, la princesa rosada y los niños perfectos –que nunca tienen ni dan
problemas-.

Quisiera proponer una idea que vi muchos años atrás en la escuela mística
Instituto Arica, de Oscar Ichazo: se proponía la “pareja para la evolución”. Es decir,
formar pareja teniendo como propósito central ayudarse mutuamente a
evolucionar como individuos. Esta idea me hace cada vez más sentido, porque es
natural que el chisporroteo inicial de luces de colores, ilusiones, proyecciones y
encantamiento mutuo –eso que llaman enamorarse- ceda después de unos años… y
entonces, ¿qué queda? La oportunidad de generar más intimidad y honestidad, de
ser a la vez un espejo y un apoyo mutuo para que ambos desarrollemos nuestras
capacidades, nuestros intereses, nuestro potencial; en suma, nuestra
individualidad.

Como se puede imaginar, en esta concepción los hijos no son obligatorios –como
en el cuento de hadas que aprendimos a valorar-, y dependerá de los dos
establecer acuerdos sin traicionar la propia preferencia. Qué diferencia, ¿no? Estar
con el otro no por obligación de un contrato sino por deseo mutuo, lo que implica
que se unen dos individuos que intentan cada uno responsabilizarse de sí mismos
–de sus necesidades, sus deseos, sus sueños, sus intereses, sus preferencias- y
crecer, sin llenar al otro de expectativas respecto a cómo debe ser o comportarse –
para llenar mis propios vacíos-.

El matrimonio tradicional es, para muchos, chato y limitante. Generalmente no


permite crecer a los dos individuos, quienes se escudan en los hijos o en el deber
para no realizarse como individuos. Establecer como propósito central de la pareja
establecer y mantener el grupo familiar puede ser muy estrecho para muchos. La
falta de un propósito más trascendente ha dado origen a multitud de casos en que
uno se pregunta qué hacen juntos tal con cual… si pelean todo el tiempo y se
inhiben mutuamente sus sueños.
Una pareja debiera formarse para pasarlo bien, juntos y separados –a veces juntos
y otras, con otras personas- para apoyarse mutuamente, para que el encuentro con
el otro sea un estímulo para el corazón, el cuerpo y/o la mente… para compartir
mutuamente los sueños, los que a veces se vivirán con el otro y otras no. No todo
puede hacerse con el otro, y es probable que muchos de mis intereses y
percepciones no los comparta el otro. Y eso no es malo: no tenemos que ser iguales
–lo que sería tremendamente aburrido- sino disfrutar la diferencia, los matices, las
diferentes percepciones, que no son mejores o peores, sino simplemente
diferentes.

Desde esta perspectiva, ¡qué triste ver parejas en que uno se cree dueño del otro,
en que uno (o los dos) se creen con derecho a permitir que su pareja haga esto o lo
otro! (“Mi marido no me deja hacer tal o cual cosa”, “Mi señora me prohibió que me
junte con mi grupo de amigos”).

Estas parejas no la conciben como una instancia de crecimiento mutuo, sino como
una asociación en que el otro(a) debe vivir en función de mis necesidades, deseos y
caprichos, para poder sentirme seguro(a). Entonces, en función de eso, me creo
con derecho a controlar y conocer toda su vida privada: reviso su celular, su correo
electrónico y lo(a) interrogo cuando vuelve a casa, para verificar si no ha hecho
algo que no me guste, si no ha visto o hablado con alguien que supuestamente me
pueda “robar su afecto”… un estado policial en mi propia casa. No se regocijan con
lo que el otro disfruta –ya sea un partido de fútbol, un té entre amigas o proyectos
propios de sus intereses-, sino que lo sienten como un tiempo que me roba a mí…
como si ese individuo fuera mi propiedad. Qué inseguridad, qué egocentrismo…
qué infantilismo, en suma. Ninguno de nosotros es el centro del universo: ni el
mejor amante, ni el mejor conversador, o el más inteligente, culto, cariñoso o
nutritivo para el otro. Si la otra persona elige día a día quedarse conmigo y
dedicarme su tiempo y energías, agradezcámoslo: no lo tomemos como “su deber”
–ya sea por mis dudosos méritos o por algún contrato antediluviano-.

La añeja institución del matrimonio tradicional se halla –con toda razón- en crisis,
pues se centra más en obligaciones que en la verdadera felicidad. Espero que se
desplome lo antes posible, por el bien de cada individuo y por el bien del amor
verdadero.

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