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CRITICÓN, 111-112, 2011, pp. 153-165.

Los límites de la herencia agustiniana


del libre albedrío en la comprensión suareciana
de la libertad de la voluntad*

J ean -P au l C o u jo u
Institut Catholique de Toulouse/Lycée Fermat

Cuando nos referimos al término de libertad en la obra de San Agustín y en la de


Suárez, nos enfrentamos de manera ineluctable con un campo léxico que abarca las
siguientes nociones: «causa», «razón», «acto voluntario e involuntario», «intención» y
«elección». Estas nociones van a conocer durante el siglo xvi una transformación
semántica continua que procede de aportaciones tan variadas como las de la escolástica
y del humanismo, de la crisis del modelo aristotélico, del movimiento doctrinal de la
Reforma y de la Contrarreforma. Sin embargo, surge un punto de convergencia
inmediato y mínimo entre estos dos autores aunque —a priori— no nos ofrezca
aclaraciones determinantes: se opone inicialmente el acto libre al acto cumplido por
coacción. Para San Agustín, querer equivale a emplear el libre albedrío, cuya
comprensión se identifica, en su pensamiento, con la de la voluntad; esta última es un
bien inalienable del hombre. Sin embargo, el poder de hacer lo que decidimos hacer
representa, en la obra de San Agustín, algo más que el mero uso del libre albedrío:
equivale a la libertad. En realidad, para definir precisamente el adjetivo «libre» y
distinguirlo del concepto de libre albedrío, hay que vincularlo con la red de nociones que
acabamos de mencionar, en la que cada una remite a la totalidad del conjunto; esta sería
precisamente la condición bajo la cual podríamos contestar a la siguiente pregunta: ¿de
qué libertad goza el hombre libre a partir del momento en que se presupone la existencia
de la libertad como un hecho irrebatible y fundador?
La misma posibilidad de un discurso sobre la libertad procede asimismo de una
interrogación previa derivada de la tesis metafísica agustiniana según la cual todo ser es

*
Traducción de Philippe Rabaté para el texto del artículo y las citas en él contenidas.

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un bien y cualquier bien es la obra de Dios; ésta se puede identificar a la vez con el Ser y
el Bien supremos, perteneciendo todo defecto al No-Ser, del cual todo lo que no es Dios
toma su origen: ¿cómo cabe pensar entonces la constitución de la realidad en su
totalidad para que haya en su seno un modo de ser como la libertad? ¿Y en qué debe
consistir la realidad para que el hombre pueda concebirse en ella como el autor de sus
actos y seguir siendo libre? Así, reflexionar sobre el modo de ser específico implicado
por la libertad significa interrogar otros modos de ser como la causalidad, la necesidad,
la contingencia y la posibilidad dentro de una problemática dominada por la lógica de
las naturalezas corruptibles y de la voluntad falible.
«Situamos —escribe San Agustín refiriendo las palabras de Pelagio— el poder en la
naturaleza, el querer en el libre albedrío, y el ser en la ejecución. El primer elemento, o
sea el poder, depende propiamente de Dios que se lo otorgó a su criatura; pero los otros
dos —es decir, el querer y el ser— deben ser relacionados con el hombre ya que
proceden de su libre albedrío» 1. Si nos referimos a esta cuestión de la libertad de la
voluntad, ésta se articula —de manera conforme con esta tripartición especificada en el
De libero arbitrio— con el problema de la existencia del mal y con el estatuto social
concedido a la voluntad buena por la cual deseamos vivir con rectitud y honor y
alcanzar la sabiduría suprema, constituyendo la voluntad buena un bien que se posee
con solo quererlo.
Cabe subrayar que la fórmula liberum arbitrium queda traducida de manera algo
empobrecida por la expresión «libre albedrío». Esta señala precisamente en la obra de
San Agustín el poder de decidir o de elegir libremente, no entre el bien y el mal, sino
entre un bien superior y un bien inferior2. Somos libres precisamente porque podemos
aceptar una cosa rechazando otra al mismo tiempo, lo que equivale a elegir. El libre
albedrío es la elección que se ejerce en función de motivos: no podría ceñirse a la
libertad de acción y requiere además la libertad de juicio. Cuando se considera por
ejemplo la caída de una piedra, esta no se efectúa sin causa; sin embargo la piedra cae
sin motivo precisamente porque no tiene libre albedrío. Si consideramos a un animal
desprovisto de razón, es de cierta manera un ser libre de movimiento o de acción, pero
no libre de juicio.
Según esta perspectiva, entendemos que si las acciones del hombre distan mucho de
coincidir siempre con lo que deben ser, se puede imputar la responsabilidad de ello a su
voluntad; si la criatura razonable es libre, es precisamente porque es capaz de actuar
mal. Por lo tanto, ¿cómo pudo Dios en su perfección dotarnos del libre albedrío y, así,
de una voluntad capaz de actuar mal? En conformidad con la doctrina agustiniana,
Dios, como ser infinitamente bueno, no es el autor del mal y sin embargo el mal existe y,
más peculiarmente, el mal moral. ¿Cómo dar razón entonces de lo que parece carecer de
ella? Según San Agustín, «queda que la única cosa que hace del espíritu el criado del
deseo, es la voluntad propia y el libre albedrío»3. El ánima pensante que se convierte en
el esclavo del apetito sensual sufre un doble castigo. Primero, durante esta vida terrenal
durante la cual no hace sino errar en la incertidumbre e ir, por este mero hecho, de

1
San Agustín, La gracia de Cristo y el pecado original, I, iv, 5, p. 804.
2
San Agustín, Del libre albedrío, II, 53, pp. 208-209.
3
San Agustín, Del libre albedrío, I, xi, p. 129.

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decepción en decepción; y, en segundo lugar, después de la muerte, cuando el castigo se


convierte en eterno, lo que corresponde con la noción cristiana de segunda muerte. La
posición de la libertad de elección y, por lo tanto, del libre albedrío deja aparecer dos
dificultades:
1) ¿Por qué posee el hombre —criatura de Dios— la libertad del pecado? Para San
Agustín, si la mediación de esta voluntad hace caer al hombre en el pecado, no hay que
concluir que no por eso nos la dio Dios, sino más bien para que actuemos de manera
recta. Es legítimo, pues, preguntarse por qué este libre albedrío, concedido por Dios
para el bien, se orienta con tanta facilidad hacia el mal. Todos los bienes provienen de la
bondad de Dios y la voluntad libre forma parte de ellos. ¿Cuál es entonces su lugar
dentro de la jerarquía de los bienes? Se sitúa en el medio, ya que, en la medida en que
puede orientarse hacia el mal, no es un bien mayor como las virtudes cardinales
(prudencia, fuerza, temperancia, justicia). Sin embargo, es un bien medio superior a los
bienes menores que provienen por ejemplo del cuerpo. Por consiguiente, Dios no es
responsable del pecado de la voluntad libre. San Agustín resume así la condición de la
criatura: «El hombre, al usar mal de su libertad, la perdió perdiéndose a sí mismo»4.
2) En realidad, ¿qué es de esta voluntad libre? San Agustín formula así esta
interrogación, que pone en boca de su interlocutor Evodius: «¿De dónde nace este
movimiento por el cual la misma voluntad abandona el bien común e inmutable y se
dirige hacia bienes propios, extranjeros o inferiores, mudables todos por cierto?»5. Esto
proviene de un movimiento defectuoso en el seno de la realidad. El defecto es una falta
de ser que sólo puede proceder de la Nada. Por oposición a la causa eficiente —la que
produce el efecto— se trata para San Agustín de una causa deficiente. Al apartarse de
Dios, el ánima se acerca al mal; lo hace a partir de un movimiento que no es natural sino
voluntario. Por lo tanto, la voluntad libre, y no Dios, se identifica con la causa del acto
del pecado. ¿De dónde proviene entonces nuestra inclinación al pecado y al mal?
Semejante tendencia o inclinación es la causa de una caída inicial: el pecado original. Sin
embargo, no por eso podemos encontrar la causa del mal en la naturaleza del hombre o
de su voluntad, ya que, de ser el caso, no podríamos hablar entonces de un mal moral.
Tampoco podemos situarla en una elección que ya sería un acto interior malo, lo que
significaría explicar el mal por el mal. Si el mal es en sí un defecto, es posible atribuirlo a
una deficiencia de aquel que quiere, pero ésta no puede ser ni una carencia física natural,
ni un previo fallo voluntario.
La deficiencia originaria se hace inteligible por oposición con la voluntad divina; la
raíz del mal no es nada sino la finitud de la criatura. Ahora bien, si —como sugiere San
Agustín— el hombre «cayó de por sí», no tiene el poder de levantarse de por sí. Para
esto, es necesaria la gracia de Dios. Esta gracia no nos fue otorgada para recompensar
nuestros méritos o negada para castigarnos de nuestras faltas; nos fue concedida gratuita
o graciosamente, y se puede decir que los hombres que no han sido tocados por ella son
condenados de manera definitiva con absoluta justicia. La gracia nos conduce al umbral
de la libertad cristiana que reside en el servicio de Cristo.

4
San Agustín, Enchiridion, IX, 30, p. 246.
5
San Agustín, Del libre albedrío, III, i, 1, p. 213.

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Conforme con esta herencia agustiniana, el problema del bien y del mal en Suárez
sólo encuentra su solución en el examen de las condiciones de posibilidad de la praxis
humana y del estudio crítico de la intencionalidad de la acción y de su articulación con
los motivos de actuar. Exige que volvamos a pensar la relación que mantiene el hombre
como ente razonable, finito y libre, con su acción6. Cualquier ente finito produce
efectos; ejerce como tal efectos adecuados o no con los demás entes. El principio de
causalidad eficiente implica que haya una dependencia del efecto con relación al agente;
representa el principio primero a partir del cual se produce una acción7. Esta causa es
extrínseca, contrariamente a las diversas causas formales y materiales, ya que no
transmite al efecto su ser propio e individual sino un ser diferente que nace de él por
mediación de la acción8. Se identifica por lo tanto con un principio extrínseco que
comunica el ser a un efecto mediante una acción.
El establecimiento de la diversidad de los tipos de causalidades eficientes resulta
necesario para evitar cualquier empleo impropio de la noción. Suárez enumera las
siguientes: 1) la causalidad eficiente por sí misma y por accidente, 2) física o moral, 3)
principal o instrumental, 4) unívoca o equívoca, 5) primera o segunda. El problema de
la acción humana tiene que entenderse a partir del análisis del segundo tipo de
causalidad eficiente. La causalidad física se identifica según su comprensión extensiva9
con la causa que influye realmente en el efecto. De la misma manera que el término de
naturaleza puede —según los casos— designar la esencia, se califica a veces de
«influencia física» lo que se produce por la mediación de una causalidad real y esencial.
Así, se podrá decir que Dios es causa física cuando crea, y lo mismo para el intelecto
cuando produce la intelección, y la voluntad el querer 10.
Por lo que a la causa moralmente eficiente respecta, es posible considerarla según dos
modalidades. En primer lugar, se identifica con una causa moral por el mero hecho de
que actúa libremente; se trata de una causalidad por libertad. Según esta modalidad, la
causa moral se distingue de la causa física que implica una acción natural y necesaria.
Cuando se postula que la libertad ama libremente, esto significa que representa la causa
verdadera y física de su amor del que es, sin embargo, la causa libre. En segundo lugar,
la comprensión de la causa moral como radicalmente distinta de la causa física remite a
una causa que no es verdaderamente producida por sí sino que implica la imputabilidad
del efecto11. La causa moral sólo tiene sentido porque supone el poder y el deber de
cumplir una acción, o sea, la posibilidad física de conformarse o sustraerse a una
obligación o a un mandamiento.
Para Suárez, la causa física ha de entenderse como el origen de la producción de los
efectos, y la causa moral como la que produce implicando una imputación. Desde el
punto de vista metafísico, solo la causa que produce según una modalidad física puede
constituir la causa esencial. La causa que produce moralmente, considerada desde el

6
Suárez, De legibus ac Deo legislatore, II, 8, n. 4; III, 1, n. 12.
7
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XVII, 1, n. 6.
8
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XVII, 1, n. 6.
9
Lo que significa que no se entiende aquí como la causa corpórea o natural que actúa por la mediación
del movimiento corpóreo y material.
10
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XVII, 2, n. 6.
11
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XVII, 2, n. 6.

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punto de vista físico, será una causa accidental. Eso quiere decir que la causa moral, por
ser físicamente accidental, no constituye un objeto posible para la ciencia física. El
examen de la causa moral pertenece a la ciencia moral y no a la metafísica. Por lo tanto,
la causa física puede poseer dos modos de acción: natural o libre, necesario o
contingente. El modo de acción del ente finito, a causa de su estatuto ontológico
específico, remite a la esfera de la causa eficiente creada. En la naturaleza, numerosas
causas creadas producen efectos según una modalidad necesaria. Por experiencia, es
manifiesto que el sol alumbra necesariamente y que el fuego quema12. La idea de
causalidad necesaria supone la conjunción de la totalidad de las condiciones exigidas
para la realización de una acción. Todas las causas que actúan sin el uso de la razón
obran por necesidad.
Desde el punto de vista antropológico, conviene determinar entonces si el apetito
sensitivo del hombre implica una acción por libertad o por necesidad. En realidad, sólo
es legítimo concebir una presencia de la libertad en el apetito sensitivo del hombre en la
medida en que existe una participación de la razón en los pensamientos humanos. El
fundamento de la libertad estriba en realidad en el uso de la razón. Es la ausencia de este
uso la que da lugar a la privación de la libertad y, por lo tanto, expresa la necesidad de
la acción. Los entes o las facultades que, por naturaleza, están determinadas en su modo
de acción se hallan, por ser imperfectas, en la imposibilidad de dominar sus operaciones.
En cambio, la indiferencia en la acción, o sea su indeterminación o ausencia de sumisión
a la necesidad natural, tiene «como origen intrínseco y adecuado la extensión de la
facultad racional»13. El acto libre es por lo tanto la expresión del poder de
autodeterminación de la razón o la manifestación de un poder que escapa a la
causalidad natural. Lo propio de las causas naturales es que son un obstáculo por su
resistencia o su acción contraria. Sin embargo, no tienen el poder de modificar la
naturaleza respectiva de los entes o de aniquilar las propiedades intrínsecas de las cosas.
En lo que se refiere a la causalidad por la libertad, se afirma según la tradición
heredada de la filosofía moral —principalmente tomista—, que la voluntad sólo es capaz
de actuar si es movida y determinada efectivamente por el intelecto. La voluntad
representa en realidad una potencia ciega, así como la causalidad necesaria; sólo
produce el acto al ser dirigida por el intelecto. Esta perspectiva resulta ser, sin embargo,
insuficiente para dar cuenta de la causalidad racional por la libertad. Para que la
relación entre la libertad, la razón y la necesidad resulte inteligible, conviene proceder a
una elucidación semántica de los conceptos. Desde un punto de vista dialéctico, el
término «necesidad» señala lo que se opone al mismo tiempo a lo imposible y a aquello
que posee la posibilidad de no existir14. La necesidad refleja, según esta orientación, una
imposibilidad lógico-ontológica. Sin embargo, el término «necesario» se opone también
al término «voluntario». Para que una acción sea designada como necesaria, no basta
con que no pueda ser realizada sino que es necesario precisamente que sea no-
voluntaria. Esta característica se expresa según dos modalidades: negativamente o por
contrariedad. Según la primera modalidad, se llamarán necesarias las acciones de los

12
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 1, n. 1.
13
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 1, n. 13.
14
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 2, n. 8.

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entes desprovistos de conocimiento, ya que el conocimiento preside la acción y le


confiere su carácter voluntario. Según la segunda modalidad, se llama necesario lo que
resulta forzado por ser un movimiento contrario al apetito elícito (elicitus); este último
«se dirige al bien como bien»15, y constituye el origen de la ciencia entendida como
creación no natural producida por el intelecto humano y como condición de posibilidad
de la vida feliz.
Por otra parte, la diversidad semántica del término «necesidad» no puede ocultar la
diversidad semántica del adjetivo «libre»16 que derivaría del verbo libero (‘hacer libre,
libertar a un esclavo, darle la libertad’). La etimología aclara en parte el modo de ser
implicado por la libertad. Ésta no traduce un hecho original sino un devenir o la
reconquista de un modo de ser. Tal reapropiación no es la obra de aquel que se beneficia
de ella: exige una instancia exterior. Por extensión, el acto será calificado de libre
cuando se haya desprendido de toda forma de necesidad. Sin embargo, parece imposible
que un acto escape a todas las formas de necesidad que acabamos de mencionar. Solo un
acto moral —cumplido después de una deliberación y movido por un deseo de rectitud y
justicia— podrá calificarse de exterior al orden de la necesidad. Teológicamente, se
podrá decir que el acto es libre cuando sea no forzado o sea voluntario.
El error clásico sobre el problema de la libertad, así como lo expuso a las claras San
Agustín, consistió en decir que el conjunto de los efectos naturales y las voluntades
humanas procedían de una necesidad absoluta17. Por una parte, esta confusión entre el
orden natural y el orden de la acción humana hace que la libertad de la voluntad sea
impensable. Por otra parte, esta tesis no determina nunca de manera precisa la necesidad
invocada. ¿Cabe, pues, decir que, para las acciones humanas, esta necesidad expresa la
naturaleza intrínseca del hombre o la acción de una causa extrínseca? Para vencer esta
confusión y esta indeterminación, es necesario, para Suárez, establecer en primer lugar la
existencia en el hombre de un poder de actuar que, por su naturaleza intrínseca, no está
determinado para cumplir una sola y única cosa: se define por su indiferencia a hacer tal
o tal cosa, a actuar o a no actuar. La comprensión de la libertad por autodeterminación
implica por lo tanto que la voluntad sea indiferente, lo que quiere decir que, fuera de sí
misma, no tiene otro principio de indeterminación. En segundo lugar, es menester
fundar la posibilidad de esta autodeterminación demostrando que ninguna causa
extrínseca constituye un obstáculo para este modo de actuar. El objetivo de la
demostración consiste en establecer, entre las causas eficientes creadas, una separación
clara entre aquellas que actúan por necesidad natural y aquellas que actúan por libertad.
La experiencia de la autodeterminación por cada ser humano aparece en el momento
mismo de la decisión. Representa la prueba de la existencia de la libertad. El hombre, en
la mayoría de sus actos, no es regido por la necesidad sino por su voluntad libre18. Cada
uno experimenta en sí mismo el poder de hacer o de no hacer algo; el uso de la razón,
del discurso y de la deliberación nos inclina hacia un sentido más que hacia otro. Esta
indiferencia primera caracteriza la libertad; se puede experimentar en el momento
mismo de la decisión. Por lo tanto, la elección depende de nuestro arbitrio. En el caso

15
Suárez, Disputationes Metaphysicae, I, 6, n. 3.
16
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 1, n. 9.
17
Véase por ejemplo la crítica de San Agustín en Confesiones, IV, 3.
18
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 2, n. 12.

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contrario, nuestro poder de deliberación no tendría ninguna razón de ser. Así, en la


esfera moral y política, las acciones humanas siguen normas establecidas por los
consejos, las leyes y los preceptos —prohibiciones y exhortaciones que resultarían
inútiles si el hombre actuara en función de una necesidad natural19. Cuando la acción es
deficiente frente a la regla, esta deficiencia es el efecto de la misma libertad. En este
sentido, la criatura es el principio no de la ley divina, sino de su relación con esta última.
De esto resulta que solo el hombre actúa en función de un juicio que expresa un acto de
síntesis que procede de la razón y mediante el cual es posible, para él, diversificar su
campo de acción dentro de los límites de su finitud. La existencia de la contingencia
implica la posibilidad de efectuar elecciones contrarias.
Para Suárez20 —como para San Agustín—, el temor del castigo o la promesa de la
recompensa no constituyen un principio determinante de la voluntad. Siempre existe en
nosotros la posibilidad de sustraernos a estas motivaciones. En realidad, parece que, por
la mediación de la deliberación sobre los medios, elegimos A más que B sencillamente
porque lo deseamos. No sólo permanece siempre la posibilidad de elegir —porque
siempre podemos desear lo contrario de lo que hemos elegido—, sino que es
precisamente porque lo deseábamos por lo que hicimos lo que elegimos. Por
consiguiente, somos de manera necesaria responsables de nuestras elecciones. No es la
posibilidad de poder elegir mal la que funda la razón de ser de la elección, sino que es
justamente la elección conforme a nuestra naturaleza de ser razonable la que expresa
nuestra libertad. Sin embargo el hombre, en razón de su carácter de ser finito, no puede
hacer siempre buen uso de su libertad cuando lo debe. Esta última es efectivamente la
condición del sentido y del valor de cualquier acción. Por lo tanto, la acción mala nace
de nuestro poder de autodeterminación. No existe otro fundamento posible y legítimo
del castigo de la injusticia y de la inmoralidad sino la comprensión de la acción como
manifestación de la voluntad y del poder individuales. La recusación del libre albedrío
suprime la imputabilidad del acto, imposibilita cualquier sistema penal, y hace
ininteligibles las relaciones sociales21.
La posibilidad de la libertad es igualmente deducible por un razonamiento a priori
que invoca la perfección cognitiva del intelecto 22. La libertad supone la realización de
una elección con pleno conocimiento, lo que quiere decir que ser libre es
responsabilizarse de nuestras elecciones, elegir lo que queremos en conformidad con la
razón. El carácter universal del conocimiento intelectual expresa el poder de determinar
la razón propia con respecto al fin y a los medios, y de evaluar así la bondad o la
maldad de cada acto. La inteligencia es calculadora porque determina los medios
necesarios para la realización del fin; en este sentido abre la acción al campo de los
posibles. Por lo tanto, la elección libre deriva de una deliberación racional que abarca un
bien como necesario o como indiferente. La imperfección de la inteligencia humana
explica por su parte el error o la vacilación en la realización de las elecciones; solo un
intelecto finito puede expresar una libertad indefinida y perfecta. De ahí resulta que el
grado de libertad sea proporcional al grado de perfección intelectual que se vincula con

19
Suárez recoge la argumentación de Tomás de Aquino, Suma teológica, I, Q. 83, a. 1, ad 1, 2, 3, 4, 5.
20
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 2, n. 15.
21
Tomás de Aquino, Suma teológica, I, Q. 83, a. 1.
22
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 2, n. 17.

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él. Por lo tanto, cada individuo puede ser entendido a partir de su capacidad para
afirmar su querer, o para expresar su propio querer, de manera proporcional a su
esencia de ser finito.
Se puede reconocer, pues, que la necesidad material, según una modalidad indirecta
—por la mediación del cuerpo y de las afecciones humanas23— pesa sobre las decisiones
humanas. A pesar de esto, el poder de la voluntad libre siempre puede vencer las
inclinaciones humanas. La eficacia política y social del temor al castigo está ahí para
recordarlo. Como intelecto, el ente razonable es libertad y su responsabilidad es total. Es
siempre con respecto a lo que no ha sido elegido —la necesidad material— como el
hombre elige. La responsabilidad y la libertad de la voluntad expresan precisamente la
imposibilidad de reducir la causa de los acontecimientos del mundo a una causa
necesaria. Si no depende del hombre, por su propia naturaleza, el vivir fuera de toda
sociedad política, en cambio depende de él el organizar la sociedad política de tal suerte
que pueda ser una condición de la realización de su esencia de hombre.
La historia encarna asimismo la universalidad de una causalidad racional irreductible
a toda causalidad necesaria; traduce un hecho colectivo en la duración que resulta
ininteligible a partir del modelo de la causalidad necesaria. Por lo tanto, la historia
revela el modo de ser de la humanidad como un modo de ser libre y responsable que se
puede separar del modo de ser de los entes naturales. Este movimiento de
autonomización de la razón que se manifiesta en el uso de la libertad es inseparable de
un proceso de individualización del hombre como ser social. Desde el punto de vista
práctico, la experiencia de la libertad y de la responsabilidad hace del ente razonable un
ser irreductible a cualquier otro ser. Esta posibilidad de individualizarse, o sea de hacer
de cualquier ser razonable un ser, es constitutiva de la humanidad. La libertad es
precisamente en Suárez el momento en el que la esencia real se exterioriza como
existente. La historia reproduce en efecto este principio ontológico desde el punto de
vista colectivo y en la duración. Así, la existencia del ente razonable es inseparable del
proceso ontológico de la individuación que representa la realización de la
exteriorización de la esencia en la duración por la mediación de la libertad.
Si el intelecto se identifica con el poder de pensar por sí mismo, la libertad,
analógicamente, se asimilará con el poder de comenzar y de actuar por sí mismo. Es, por
lo tanto, indisociable de la construcción de un devenir humano del hombre, a quien
permite pensarse como fundamento primero y fin de sus actos. Así, el orden que
estructura la existencia comunitaria ya no expresa un orden anterior a la libertad del
querer y a la convención: sólo existe como creado por la libertad humana. Al disociar el
orden de la naturaleza —que se manifiesta por la causalidad necesaria y material—, del
orden humano del vivir en sociedad como revelación de la causalidad racional, Suárez
presupone la humanidad del hombre a partir de una realización en el tiempo. La
experiencia de la libertad es la marca concreta de la separación entre el hombre y la
naturaleza; hay otro comienzo posible: el que produce el hombre. El principio fundador
de esta separación es precisamente la naturaleza humana que no tiene nada de natural
en cuanto consagra el advenimiento del orden humano, y no la mera repetición de un
orden preestablecido. El arraigamiento del hombre en la cultura, y su realización en la

23
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 2, n. 17.

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historia, muestran que la libertad revela un orden dado por la razón, en la inmanencia
de la interioridad.
La experiencia interior de la libertad funda asimismo la conciencia de la pertenencia
a la humanidad. Por la libertad de su querer, cada uno se descubre esencialmente
humano como comienzo por sí mismo. Cada uno encuentra en sí mismo la posibilidad
de hacerse humano, es decir, de afirmar su autonomía de ente racional, su
individualidad, para actuar humanamente en un mundo humano en constitución. El uso
que cada uno puede hacer de su libertad representa así la norma de su propia
humanidad, de la misma manera que el uso que puede hacer de su intelecto. Esta
experiencia es también universalizable; permite reconocer la humanidad en el otro y, por
lo tanto, establecer con él una relación de igualdad como seres racionales y autónomos.
El principio original de la acción libre se identifica para Suárez con la sustancia
espiritual24 o el alma racional. Si cada forma material produce efectos
independientemente de una inteligencia y de una razón y si, por consiguiente, su modo
de ser es puramente natural, por oposición, la forma que es el principio de la acción
libre sólo puede poseer un modo de ser espiritual. Este último constituye la norma no
natural de la humanidad del hombre. Ser libre para el hombre significa engendrar su
propia humanidad y revelar esta humanidad en este mismo engendrar, es decir en la
exteriorización de su autonomía como ser razonable y en la afirmación de la
individualidad de su existencia. El hombre, por ejemplo, se define creando normas no
naturales entre las cuales figuran la costumbre, la tradición y la cultura25, que son signos
históricos.
Para Suárez, es indisociable del juicio práctico el mandamiento práctico del intelecto
en función del cual se define el hecho para el individuo de dirigirse a sí mismo o a su
propia voluntad26. Suárez concuerda aquí con la tesis tomista27 según la cual el
mandamiento es un acto de la razón que presupone un acto de la voluntad. Hay
interacción entre los actos de la voluntad y de la razón en cuanto que la razón razona
sobre el querer y que la voluntad quiere razonar28. Por una parte, el mandamiento no
implica un movimiento independiente de cualquier orientación racional, ya que
prescribir lo que conviene hacer solo puede proceder de la razón. Por otra parte, la
voluntad, como sujeto, es el fundamento de la libertad, mientras que, como causa, este
fundamento es la razón. La orientación libre de la voluntad hacia diferentes objetos se
convierte en algo inteligible gracias a la posibilidad que tiene la razón de representarse el
bien de manera diferente.
En conformidad con la orientación de Suárez, el juicio práctico procede del acto libre
de la voluntad 29. Al consentimiento libre de la voluntad sobre lo que conviene hacer
sigue en el intelecto un juicio práctico. Así, como postula Tomás de Aquino, el intelecto
evalúa en un plano práctico lo que debe hacerse después de la elección efectiva de la

24
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 5, n. 2.
25
Suárez, De opere sex dierum, III, vii, n. 6 et n. 12.
26
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 6, n. 8.
27
Tomás de Aquino, Suma teológica, Ia -IIae , Q. 17.
28
Tomás de Aquino, Suma teológica, Ia -IIae , Q. 17, a. 1.
29
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 7, n. 12.

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voluntad30. Sin embargo, el acto de la voluntad, valiéndose de la razón, precede al


mandamiento y el mandamiento de la razón puede también preceder al uso de la
voluntad. Por lo tanto, existe una interdependencia entre estas facultades. La voluntad
libre le recuerda al intelecto que lo que fue elegido hubiera podido no serlo, y el intelecto
le representa a la voluntad lo que debe querer o lo que hubiera debido querer.
Queda por preguntarse si la imperfección de la libertad del ser finito es también
explicable por la referencia a la contingencia. Un acto puede ser calificado de
contingente según dos significaciones. Es contingente —según una definición estricta y
rigurosa— lo que se realizó fortuita y exteriormente a la intención del agente31. Según la
otra significación, se llama contingente lo que es intermediario entre lo necesario y lo
imposible. Suárez remite así a los dialécticos 32 que conciben lo contingente como
abarcando simultáneamente lo que tiene la posibilidad de existir y de no existir.
La acción humana se inscribe efectivamente en lo contingente; sólo resulta inteligible
en su articulación con la temporalidad individual y colectiva. El hecho de ser se
identifica para el ente finito con lo que decide hacer en cada momento de su existencia.
Cualquier acción, tanto desde el punto de vista personal como histórico, se inscribe
también en la irreversibilidad. Muestra la doble posibilidad, en el hombre, del bien y del
mal, o, en la humanidad, de la paz y de la guerra. El arraigamiento del hombre en la
contingencia33 le recuerda de manera permanente su sumisión a lo que es humanamente
posible, es decir los propios límites de toda acción humana o, para San Agustín y Suárez,
de nuestra finitud práctica. El ente finito descubre precisamente su finitud en el
reconocimiento del uso indeterminado que puede hacer de su libre albedrío. Por una
parte, la necesidad de actuar expresa de manera permanente el inacabamiento del
mundo humano, pero también su carácter indefinido y limitado. Por otra parte, el
carácter finito del ser recae —por la mediación del libre albedrío— sobre el campo de la
práctica. Ser un ente finito significa ser gracias a otra cosa34, ser en función de otro ente
creado y poseer el ser a partir de una causa extrínseca 35, lo que equivale a decir que en el
mismo momento en el que el libre albedrío expresa la facultad de los contrarios (el bien
y el mal), aparece como fundado únicamente por los límites que le imponen los demás
libres albedríos, así como lo indican la ley y la constitución del estar en sociedad.
La sociedad se funda para Suárez en el principio ontológico de la comprensión del
ente razonable y finito como ens ab alio. La esencia del ente finito no tiene de por sí un
ser real verdadero; no manifiesta ninguna realidad y no constituye «absolutamente
nada» 36. En efecto la razón del ente creado no se agota en la determinación de su
composición intrínseca y del origen de su estatuto de ente. Por lo tanto la explicitación

30
Tomás de Aquino, Suma teológica, I a -IIae , Q. 17, a. 3: «De la misma manera que el acto de la voluntad
que emplea la razón para mandar precede al mismo mandamiento, así podemos decir que cierto mandamiento
de la razón precede a este uso de la voluntad; esto proviene del hecho de que los actos de estas facultades se
influencian recíprocamente».
31
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 10, n. 1.
32
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XIX, 10, n. 1. Véase Aristóteles, De la interpretación, I, 13.
33
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XXVIII, 1, n. 8.
34
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XXVIII, 1, n. 6-7.
35
Ser para una criatura significa, por la tanto, ser producido y conservado por el Ser en sí, o sea por Dios
o Ipsum Esse. Así, Dios incluye en su razón esencial la perfección integral del ente.
36
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XXXI, 2, n. 1.

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de lo finito por lo infinito no puede constituir su propia realización; requiere la


mediación de la relación a lo infinito por la cual puede analógicamente ser explicitado.
El ente es creado por otra cosa (abalietas), mientras el ente increado es por sí mismo
(aseidad como principio de intelegibilidad de la contingencia entitativa)37. Es la
emanación de otra cosa: se define por lo tanto por una dependencia ontológica frente a
lo que no es él. El ser increado, por su parte, es ontológicamente autónomo. La creación
expresa entonces una dependencia primera y fundamental doblada por una dependencia
de los entes creados entre sí. Ser finito significa recibir su ser de otra cosa, lo que quiere
decir que un ser finito es siempre un ser por participación. El libre albedrío traduce, por
la mediación del querer y de la razón, la dimensión contingente de la esencia del
hombre, o la toma de conciencia del momento en el que lo finito se da a conocer a sí
mismo bajo los rasgos de la finitud.
Esta finitud se impone de manera evidente precisamente desde el punto de vista
práctico. Mientras que, desde el punto de vista del conocimiento ontológico, se trataba
de considerar de manera uniforme el ente creado y el ente increado como entes y no
como entes particulares, la contingencia de la existencia del ente finito recuerda, desde el
punto de vista práctico y político, la necesidad de su estatuto desde el punto de vista de
la existencia y de su vínculo con otros modos finitos. «La criatura no es definida como
un ser extrínsecamente por el hecho de la entidad o del ser que está en Dios, sino por su
ser propio e intrínseco» 38. El ente es predicable de la totalidad de las cosas que abarca
por la mediación de un concepto único. La criatura como ente no requiere la mediación
del ser de Dios para ser definida, se puede definir a partir de su propio ser y porque está
«fuera de la nada (extra nihil)»39.
Sin embargo, cuando es pensada en relación con Dios, la criatura sólo es un ente por
participación en el ser divino; se definirá entonces no como ente en cuanto ente sino
como tal ente particular, es decir una criatura. La atribución del término ente a la
criatura no pretende preservar una relación de proporcionalidad con Dios, sino afirmar
muy precisamente que es «algo en sí y no una nada absoluta»40. Por lo tanto, la
indiferenciación de los entes requerida por el proceso de constitución de la metafísica
como ontología que toma sus distancias con respecto a la teología, no se puede
transferir al dominio de la constitución del estar en sociedad, ya que lo político no puede
ser estudiado como espacio de afirmación del ser razonable, libre y finito. Se tratará,
como recuerda la contingencia de la esencia de este último, de mostrar el callejón sin
salida en el que se encerraría todo pensamiento que concibiera al ser en una relación
puramente lógica. El pensamiento político debe considerar a la criatura tal y como lo
hace la ontología, es decir, como ente, y no como ente ordenado a Dios, que es lo que
hace precisamente la teología. Conviene recordar que la razón del ente es trascendental e
incluida en la totalidad de las razones propias y determinadas de los seres 41; la razón o
la naturaleza del ser es idéntica en el ser finito y en el ser infinito.

37
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XXVIII, 1, n. 14.
38
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XXVIII, 3, n. 15.
39
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XXVIII, 3, n. 15.
40
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XXVIII, 3, n. 11. Hasta podemos pensar, añade Suárez, que «tal
nombre ha sido atribuido anteriormente al ser creado, antes de serlo al ser increado».
41
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XXVIII, 3, n. 21.

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La ontología permite acceder a la representación formal de lo real por la mediación


de la abstracción, pero no por eso deja de reconocer la existencia en cuanto queda
establecida la contingencia de la esencia de la criatura. La manifestación concreta de la
existencia —para un ser racional que tiene la facultad de libertad— se efectúa en el
espacio sociopolítico y en la historia. Le incumbirá al ser común que caracteriza ambos
campos, por una parte, tomar a cargo el principio ontológico según el cual la existencia
representa un hecho bruto identificado con un estado de facticidad y de precariedad
entitativa y, por otra parte, expresar temporalmente el ser del ser finito como ex-
sistencia, salida fuera de sí42, aunque, teológicamente, el origen constitutivo de la
criatura remite a lo que no es ella. El pensamiento de la ley en el De las leyes va a
mostrar precisamente que el cumplimiento de la ontología no es reductible al
conocimiento del ente: debe conducir a una comprensión del ser común constitutiva de
una ontología de lo humano. La antropología del Tractatus de anima encarna el
momento previo al cumplimiento de esta transición.
En lo que concierne a la herencia agustiniana de la teoría del libre albedrío en el
pensamiento de Suárez, una diferencia notable aparece más allá de las cuestiones
teológicas de la naturaleza y de la gracia: la expresada por la superación de la cuestión
metafísica del libre albedrío hacia la cuestión de la libertad política. Sea cual sea la
concepción del libre albedrío y la crítica que la puede acompañar, encuentra en la obra
de Suárez su realización última en una teoría de la libertad política indisociable de la
constitución de un modo de estar en sociedad cuya forma más significativa corresponde
a lo que el Doctor Eximius llama democracia original. La institución de esta última
supone que el pueblo posea una unidad social específica antes de constituir la unidad
política de un régimen civil. Si el poder político pertenece a la comunidad natural de los
hombres según el derecho natural y divino, le incumbe al libre albedrío de esta última
que este poder adopte la forma de tal o cual régimen político. Más allá de la cuestión
clásica de la naturaleza y de la gracia, se abre el camino para una historia política de la
libertad humana.

Referencias bibliográficas

Aristote, De l’interprétation, trad. Jean Tricot, Paris, Vrin, 1959.


Augustin, Saint, Les confessions, trad. Arnaud d’Andilly, Paris, Gallimard, 1993.
——, Enchiridion, en Sancti Aurelii Augustini ... opera omnia, en Migne, Patrologia latina, t. 40.
——, La grâce du Christ et le péché originel, en ID., Œuvres III, Paris, Gallimard (La Pléiade),
2002.
——, Le libre arbitre, trad. G. Madec, Paris, Nouvelle bibliothèque augustinienne, 1993.
Suárez, Francisco, De anima, en Opera Omnia, Paris, Vivès, 1856-1877, vol. 3.
——, Disputationes Metaphysicae (I-XXVII), en Opera Omnia, Paris, Vivès, 1856-1877, vol. 25.
——, Disputationes metaphysicae (XXVIII-LIV), en Opera Omnia, Paris, Vivès, 1856-1877, vol.
26.
——, De legibus ac Deo legislatore (I-V), en Opera Omnia, Paris, Vivès, 1856-1877, vol. 5.
——, De opere sex dierum, en Opera Omnia, Paris, Vivès, 1856-1877, vol. 3.

42
Suárez, Disputationes Metaphysicae, XXXI, 9, n. 12.

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Thomas d’Aquin, Saint, Somme théologique, ed. A. M. Roguet, Paris, Les Éditions du Cerf,
1984-1986, 4 vols.

COUJOU, Jean-Paul. «Los límites de la herencia agustiniana del libre albedrío en la comprensión
suareciana de la libertad de la voluntad». En Criticón (Toulouse), 111-112, 2011, pp. 153-165.

Resumen. La herencia agustiniana de la teoría del libre albedrío, tal y como se la reapropia Suárez (1548-
1617), deja traslucir, más allá de las cuestiones teológicas de la naturaleza y de la gracia, una orientación de la
interrogación metafísica sobre la libertad de la voluntad hacia una interrogación sobre la libertad política; esta
última encuentra su realización en la tesis de la democracia original.

Résumé. L’héritage augustinien de la théorie du libre arbitre, tel qu’il est remanié par Suárez (1548-1617), fait
apparaître par-delà les questions théologiques de la nature et de la grâce, une orientation de l’interrogation
métaphysique sur la liberté de la volonté vers la question de la liberté politique; cette dernière trouve son
aboutissement dans la thèse de la démocratie originelle.

Summary. The Augustinian's inheritance of free will’s as it is reworked by Suárez (1548-1617) makes
appearing, beyond theological questions of nature and sake, an orientation of the metaphysical interrogation
about freedom of will to the question of political freedom; the latter finds its result in the thesis of the original
democracy.

Palabras clave. Causalidad. Contingencia. Historia. Libre albedrío. Necesidad. Suárez, Francisco.

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PEDRO DE PADILLA

ROMANCERO
EN EL QUAL SE CONTIENEN ALGUNOS SUCESOS
QUE EN LA JORNADA DE FLANDES LOS
ESPAÑOLES HIZIERON. CON OTRAS
HISTORIAS Y POESÍAS
DIFERENTES

Estudios de
Antonio Rey Hazas
Mariano de la Campa

Edición de
José J. Labrador Herraiz
Ralph A. DiFranco

FRENTE DE AFIRMACIÓN HISPANISTA, A. C.


MÉXICO
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