ÍNDICE
PRÓLOGO DEL AUTOR A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
PRÓLOGO A LA OCTAVA EDICIÓN ALEMANA
JESÚS Y LA VIDA
LA ORACIÓN DE JESÚS
El AMOR DE JESÚS
POR CRISTO NUESTRO SEÑOR
LA PALABRA REDENTORA DE CRISTO
LA OBRA REDENTORA DE CRISTO
EL CAMINO A CRISTO
CÓMO LLEGA EL HOMBRE A CRISTO
POR QUÉ CREO EN CRISTO
¡VEN, ESPÍRITU SANTO!
ANUNCIACIÓN
EL SACERDOCIO CATÓLICO
¡HERMANOS, PERMANECED FIELES A LA TIERRA!
HACERSE SANTO
KARL ADAM
(Sermón)
(Conferencia)
II
(Sermón mariano)
(Conferencia)
Después de pasar Jesús toda una noche en oración, escogió a doce de sus
discípulos. Los elevó luego a «ministros… y dispensadores de los misterios
de Dios» (i Cor. 4, 1). ¿Qué intentaba con ello? ¿Qué significaba ser
sacerdote según la mente del Señor?
El sacerdocio católico recibe su consagración y dignidad únicamente del
sumo sacerdocio de Cristo. Solamente Cristo es el sacerdote verdadero y
propiamente dicho. Solamente El «permanece siempre, posee eternamente el
sacerdocio… El cual no tiene necesidad, como los demás sacerdotes, de
ofrecer cada día sacrificios, primeramente por sus pecados, y después por los
del pueblo; porque esto lo hizo una vez sola, ofreciéndose a sí mismo» (Hebr.
7, 25 y ss.). ¡Ofreciéndose a sí mismo! De modo que el acto sacrificial de
Cristo en el Gólgota sirve de fundamento al sacerdocio de Cristo. Del
Gólgota brota el río de bendiciones del Salvador e inunda a la humanidad.
Por haber incluido entonces nuestro Hermano divino a toda la humanidad en
su intención salvadora y haberla consagrado al Padre, se mostró mediador
nuestro, pontífice que tendió un puente sóbrela espantosa sima producida por
culpa de nuestro primer padre. Por medio de Él, en Él, con Él tenemos
nuevamente libre acceso al Padre Celestial.
Por ser Cristo el Mediador verdadero, propiamente dicho entre Dios y
nosotros, nosotros, hombres, solamente en sentido impropio podemos ser
sacerdotes y mediadores, no en el sentido de que nosotros mismos por nuestra
propia actividad podamos de un modo creador despertar vida divina y
comunicarla a los fieles. Por esto los cristianos primitivos evitaban llamar
sacerdotes a los ministros de la Iglesia. Preferían llamarlos «presbíteros»,
«obispos» y «presidentes». Todavía San Agustín prohibía que se diera a los
sacerdotes el título de mediadores, porque todavía en su tiempo los herejes
donatistas opinaban que todas las gracias proceden inmediatamente de la
actividad sagrada del sacerdote, y no sólo de Cristo. En los siglos III y IV,
cuando se hubo vencido el peligro de interpretar erróneamente el concepto de
sacerdote cristiano, se introdujo la costumbre de aplicar también a los
ministros de la Iglesia el alto título de «sacerdote». Mas no se olvidaba que
tal título era aplicado solamente en sentido impropio, no en el sentido de que
nosotros, a semejanza de Cristo, podamos suscitar de un modo creador,
merecer o comunicar la vida de gracia. Esta vida en su meollo más íntimo no
es sino participación de la vida de Dios. De ahí que sólo puede brotar del
corazón del Dios Trino, y nadie puede adquirirla o merecerla sino el divino
Salvador. Así, sólo Cristo es nuestro Sacerdote y Mediador. Aunque
invisible, está presente cabe la pila bautismal cuando el párvulo, que estaba
tiznado del pecado original, es recibido en los brazos paternales de Dios.
Aunque invisible, está presente cabe el altar al pronunciarse las palabras
misteriosas que hacen presente ante nosotros el sacrificio del Gólgota: «Éste
es mi cuerpo, ésta es mi sangre.» Invisible, perdona en el confesonario
nuestros pecados: Ego te absolvo. Tras toda acción sacerdotal, tras todo gesto
sacerdotal, tras toda palabra sacerdotal, está invisible, pero verdadera y
realmente presente Él mismo, el sumo Sacerdote, que es Dios.
En esta perspectiva, ¿qué sentido tiene nuestro sacerdocio humano? La
Iglesia contesta: Los sacerdotes no son más que instrumentos de Cristo,
órganos por los cuales el Sumo Sacerdote sigue operando invisible en el
plano de lo visible. Son la boca de Cristo, con la cual Él anuncia de un modo
perceptible la buena nueva; son la mano de Cristo, con la cual Él bendice
visiblemente y unge a los enfermos; son la palabra de Cristo, con la cual Él
convierte el pan y el vino en carne y sangre suyas. Siempre y por doquiera
nosotros los sacerdotes obramos tan sólo como instrumentos, y no de otra
manera. Por cuanto nuestra boca, nuestra mano y nuestra palabra nos
pertenecen solamente a nosotros, no son capaces de producir ni el más
pequeño valor sobrenatural. Solamente pueden hacerlo mediante la virtud de
aquel a quien sirven de instrumentos. Hasta tal punto carece de valor propio
nuestra actividad sacerdotal, que sería sobrenaturalmente fecunda aun en el
caso de no vivir nosotros en la esfera sobrenatural, de no hallarnos en estado
de gracia. Visto exteriormente, el sacerdocio católico es simple ministerio de
siervos, no hay nada en él con que pueda uno alardear o satisfacer su amor
propio.
Y, con todo, el sacerdocio se ve rodeado de un esplendor peculiar,
supraterrenal. ¿Por qué? Ciertamente los sacerdotes no somos más que
siervos, pero siervos de Cristo, no siervos de un hombre. Al imponernos la
mano el obispo y ordenarnos sacerdotes fuimos admitidos de una vez para
siempre en este ministerio de siervos, y no hay poder ni en los cielos ni en la
tierra capaz de desligarnos de estas relaciones de servicio. De un modo
duradero dependemos de Cristo, como el siervo de su señor. Y nuestro
servicio consiste en que con la palabra y los sacramentos colocamos en el
momento presente, en la actualidad que estamos viviendo, lo santo que
Cristo trajo al mundo. Así pues, doquiera que esté el sacerdote, está presente
también Cristo con sus bendiciones de Redentor. En cierta manera nos roza el
aliento de Cristo cuando predica el sacerdote. En cierta manera muéstrase en
imagen humana la figura nobilísima del Sumo Sacerdote cuando el sacerdote
se encuentra cabe el altar. En cierta manera, un ambiente divino circunda al
sacerdote; por su mera existencia, por el mero hecho de que en medio de los
hombres el sacerdote es un Sursum corda viviente, una invitación continua:
Buscad primero el reino de Dios. Por esto como su Maestro divino, también
el sacerdote es una señal que divide los espíritus, una señal a la que «se
contradice» y que está destinada «para ruina y para resurrección de muchos»
(Ivuc. 2, 34). En las relaciones que mantiene con el sacerdote reflejase la
conciencia del mundo. El sacerdote es amado doquiera que se ama a Cristo, y
se le rehúye doquiera que se rehúye a Cristo. «Si me han perseguido a mí,
también os han de perseguir a vosotros.» Por ser siervo de Cristo, el sacerdote
hasta se encuentra en una especie de unión personal con El, se ve unido con
El hasta la comunidad de destino.
Y esta unión íntima con Cristo necesariamente da un modo de ser
peculiar a la persona del sacerdote, imprime un cuño característico a toda su
vida y nos mueve a hablar de ciertas virtudes de estado que le son propias.
¿Cuáles son éstas?
Por tener plena conciencia de ser siervo de Cristo, nada más que siervo,
es la humildad la virtud fundamental del sacerdote católico. Precisamente a él
pueden aplicarse las palabras del Señor: «Aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón.» Cuanto más cerca está de Cristo el sacerdote, con
cuanta más fuerza se apodera de él la divina majestad del Señor, con tanta
mayor emoción debe exclamar: «Dómine, non sum dignus.» No soy digno de
que tú entres en mi casa, de que penetres en mi espíritu, en mí pensar y obrar.
Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador. Tiene un simbolismo
impresionante el hecho de que precisamente fue a los primeros sacerdotes
consagrados, a los apóstoles, a quienes Cristo inculcó la sencillez e
ingenuidad de los niños: «Si no os volvéis como niños…» Tiene un sentido
profundo y emocionante el hecho de que precisamente fue a los primeros
ordenados, a los apóstoles a quienes amonestó Cristo para que huyeran de
todo egoísmo y afán de medrar: «Quien aspirare a ser mayor que vosotros,
debe sor vuestro criado. Y el que quiera ser entre vosotros el primero, ha de
ser vuestro siervo. Al modo que el Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir» (Matth. 20, 26 y ss.). No hay cosa tan extraña al
sacerdocio católico como el orgullo del espíritu y la hartura espiritual.
Del fondo de este querer servir, de esta humildad de corazón, sube lo
más delicado y amable que puede adornar una vida sacerdotal, el amor. Es el
noble fruto de la actividad sacerdotal, la marca por la cual se reconoce al
sacerdote verdadero. «Por aquí conocerán todos que sois mis discípulos, si os
tenéis amor unos a otros.» Este amor no consiste en huera palabrería. Es
firme y concreto, es decir, obra siempre según el mandato del momento,
según las exigencias de tal o cual situación. Vierte óleo bienhechor en las
heridas del enfermo, aun cuando éste sea de religión distinta. Va a los
desheredados y náufragos, aun cuando éstos sean pecadores públicos.
Precisamente en la conciencia del sacerdote están grabadas las palabras del
Señor: «Siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños
hermanos, conmigo lo hicisteis.» Y, ante todo, el amor sacerdotal es un amor
comprensivo, maternal. Comprende y comparte la congoja espiritual ajena. Y
procura comprender esta congoja teniendo en cuenta la situación concreta. A
semejanza del Señor, antes quiere escribir en el suelo que condenar con
precipitación al hermano descarriado. Es un amor que va siempre a lo
esencial, al levantamiento interior del doliente, nunca a las exterioridades y
mezquindades; un amor como lo describe San Pablo en 1 Cor. 13: La caridad
«a todo se acomoda, cree todo el bien del prójimo, todo lo espera y lo soporta
todo. La caridad nunca fenece.»
¡HERMANOS, PERMANECED FIELES A LA TIERRA!
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14/09/2012