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Eduardo Belgrano Rawson Darwin 1

2007-MALVINAS HOY : LA GUERRA Y LA PAZ


Darwin

Esta mañana no vino nadie. Llovió y paró varias veces. El agua borra los epitafios, que
resurgen al secarse. Es la contra del mármol. Por lo demás, todo bien. Uno podría objetar
el color del mármol o la vista al Sur o el hecho de haberse muerto. Supongo que en este
rubro nadie termina conforme, sobre todo cuando es un soldado desconocido. No deja de
ser irónico. Pienso en algún comentario gracioso, pero no me sale nada. En casa tenía un
libro con chistes de cementerios. Había una sepultura con el siguiente epitafio: "Fe de
erratas. Donde dice Ramón Toril debe leerse Felisa Palmerolas". Era de Gila, casi seguro.
A mí me encantaba Gila, sobre todo cuando salía en la tele con su sketch de la trinchera.
seguro. A mí me encantaba Gila, sobre todo cuando salía en la tele con su sketch de la
trinchera.

¿Habíamos ganado la guerra? Era una buena pregunta. Estaba en un cementerio


argentino, en medio de las Malvinas. ¿No era como para pensarlo? Lejos de Stanley,
quizá. Digo Stanley porque es lo primero que se me ocurre. Supongo que lo traigo desde
la escuela. Para nosotros, Stanley era Malvinas. Puerto Argentino, en cambio, te
recordaba a Galtieri. ¿Pero qué importaba ya? Podíamos decirles Falklands, si se nos
daba la gana. Por ahí hasta teníamos un gobernador radical. Eran mis fantasías de
entonces, cuando aún me babeaba con el desfile de la victoria. (Nuestras tropas llegaban
por avenida Libertador y tomaban por la de Julio, bajo nubes de papelitos). Pero estos
delirios duraron poco. Nada encajaba bien. Por empezar, había otro cementerio cercano,
con su pirquita de piedra. A diferencia del nuestro, tenía su propia bandera. Un cementerio
británico. Luego empecé a oír ciertas voces, de la gente que cruza la pradera. Es un lugar
tranquilo, que invita a las confidencias. He oído asombrosas revelaciones e incluso
historias de amor. Pero nunca llegué a escuchar que hubiéramos ganado la guerra.

Resultó que el cementerio lo habían hecho los argentinos de Darwin, para sepultar a los
aviadores. Luego llegaríamos nosotros. Los ingleses me sacaron de una zanja en los
montes, pues al llegar el verano estábamos aflorando a la superficie. ¿Nos rindieron los
honores de práctica? ¿Hubo alguna ceremonia? A veces fantaseo con eso. Creo que esta
obsesión me debe venir de mi abuela. Cuando me muera, decía, quiero que avisés a todo
el mundo. Si algo la ponía melancólica, era un velorio vacío. Siempre se lamentaba por el
entierro de su mamá, al que habían asistido tres gatos locos. No alcanzaban los
presentes para llevar el cajón.

A Llamarada Fernández, mi compañero de pozo en las cumbres, también lo afectaba eso.


Era un pibe salteño que conoció Buenos Aires cuando lo llamaron a la colimba. Una
noche vagabundeaba por Plaza Constitución cuando pasó por un velatorio. Llamarada
nunca supo qué lo había llevado ahí ni qué lo hizo ir hasta el fondo y meterse en un
saloncito desierto con un ataúd en el centro. Tomó asiento en una silla y se quedó
haciéndole compañía, pegando una cabeceada de vez en cuando. En eso lo despertó una
pistola en la cabeza. Alguien lo estaba asaltando. "Dame todo", le dijo el tipo, un típico
ladrón de velorios. Llamarada perdió hasta el bolso, pero igual se quedó acompañando al
finado, pues le daba cosa dejarlo solo. Incluso volvió a dormirse y tuvo pesadillas y todo.
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Dicen que los astronautas nunca sueñan con el espacio. Conmigo debe pasar algo así,
pues tampoco sueño con las Malvinas. Sin embargo, un día soñé que había perdido la
guerra y que volvía al oscurecer y que en el barrio nadie me saludaba. Me había bajado
del colectivo en la esquina de mi casa. Atravesada en la calle, colgaba una pancarta:
"Culpa tuya". La cena fue un desastre. Ni siquiera mi abuela me hablaba. Esto fue
suficiente para arrancarme de la pesadilla. Ella nunca hubiera hecho algo así, aun si yo
hubiera perdido la guerra. De modo que aparecí nuevamente en el cementerio. Un lobo
de ojos almendrados estaba echado en la hierba. Era una presencia amable, al cabo de
tantos gansos que pasean por la llanura.

Este lobo que viene para el crepúsculo será mi única compañía durante los meses de
invierno. Al igual que todos nosotros, está oficialmente extinguido. Lo exterminaron los
gauchos que vivían por aquí, cuando los palenques se hacían con costillas de ballena. De
no ser por sus ojos aristocráticos, podría pasar por un perro. Creo que tiene su
madriguera cerca del avión derribado. No sería nada raro que duerma en la cabina. Cada
tanto debe ir a la costa, a alimentarse con las crías de los pingüinos. Su rostro muestra las
vejaciones que han padecido todos los lobos cuando caen en la trampa y la gente se
encarniza con ellos. Ahora reposa en mi tumba, compartiendo el más allá con nosotros.

Mucho más no podría decirles. Con el paso de los años, se me hace cada vez más difícil.
Por eso doy tantas vueltas. Pasamos la guerra en un pozo, con el Ruso y Llamarada
Fernández. En cuanto al Ruso,
les debo el apellido, algo impronunciable que ni él mismo sabía decir. Nos mató el
cañonazo de un barco, durante la peor batalla de todas. Nos recogieron los gurkas, al
despuntar la mañana. Yacíamos junto a unos cadáveres de mercenarios norteamericanos.
A nosotros nos sepultaron en un lugar provisorio y a ellos se los llevó el helicóptero.

Es difícil explicar lo que ocurre en este agujero. No hablo del cementerio ni de nuestro
pozo de zorro, sino de la trampa insondable donde todavía seguimos, estemos vivos o
muertos, incluyendo a los ingleses del cementerio de piedra. Estaremos por siempre en el
agujero y eso no tiene remedio. El otro día vino un inglés y oró por todos nosotros. Era
uno de los que freímos en el ataque a Bahía Agradable, cuando los aviones atacaron al
Sir Galahad. Fue terrible verle la cara. No podías creer que siguiera vivo. El tipo también
está en el agujero. Una vez que caíste adentro, nunca vas a dejarlo. De modo que mil
disculpas, pero odio las caras de circunstancia y las miradas de compasión, así que por
ahora los dejo. Me gustaría, eso sí, volver a ver a mis viejos. Es cuanto puedo decir.
Gracias por la visita. Reconozco que un tiempo hubiera hablado hasta por los codos,
explicando cómo fueron las cosas y a cuántos ingleses matamos y cómo nos mataron
ellos y cómo vinimos a dar aquí, con mis compañeros del pozo. Pero ya no tengo
palabras.

Acá uno escucha de todo, en especial de los forasteros que charlan junto a la cerca. Hay
gente que habla con toda crudeza, sin el menor disimulo. Eso te puede alegrar la tarde.
Sin ir más lejos, las dos turistas que llegaron recién. Dieron la vueltita de práctica, salieron
de nuevo afuera, sacaron una canasta y se pusieron de picnic. Terminaba de suceder un
milagro: había salido el sol. Aquí, por lo general, llueve o está por llover. O, si ustedes
prefieren, corre viento o está por correr.

Son mexicanas o algo así. Han llegado por su cuenta, pues los turistas de los cruceros
prefieren ver pingüineras. Puede que mañana o pasado vengan nuevos cruceristas, quizá
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gente de cierta edad, tambaleándose como los pingüinos que pierden el equilibrio cuando
pasan los aviones. Por eso tantos pingüinos ahora se caen de espaldas, en su afán de ver
a los cazas que surgen con un estampido. Es un chiste, por supuesto, pero hay quienes
reclaman la intervención de Greenpeace. A continuación los turistas se dirigirán a una
estancia. Por el trayecto, podrán observar desde el micro los helicópteros derribados o
nuestras cocinas cubiertas de óxido. (Francamente, no sirvieron de mucho). Los turistas
oirán embelesados las palabras de la guía, jurándose por adentro que la próxima irán de
crucero a Jamaica. Sólo estarán medio día en las islas, que va a parecerles un siglo. No
verán la ora de volver a bordo, donde andan de guayabera y pueden jugar al bingo.

A los colonos, parece, estas criaturas les caen pesadas. Ya no precisan a los turistas,
suelen decir por lo bajo. Ahora estas islas son ricas como un sultanato. Pero los colonos
son insulares de alma. Detestan ver a los cruceristas bajando de sus barcos
inconcebibles, con menos sentido común que una foca. "¿Qué es esto, negro? ¿Las
Georgias?" "No, nena. Son las Malvinas. ¿No viste el cartel?" "Dios mío. Todavía nos falta
el Polo" "Pa, ¿cuándo volvemos al barco?" "Ya vamos. ¿Por qué no lo llevás un rato al
museo?"

Pero en invierno los deben echar de menos. El ventarrón del Sudeste amenaza con
descoser la bandera. ¿Otro domingo en Stanley? En unas playas minadas de arenas
blancas, hay tres tipos surfeando sobre el oleaje. En otro lugar de la isla, entre tanto,
algunos colonos simulan jugar al golf. Luego cae la niebla. Sólo falta una radio de fondo
con el partido para pegarse un tiro en el baño. Pero a unas leguas de ahí, la base de los
británicos trepida de actividad. Esta gente sí que sabe beber. Nadie llega a deprimirse,
pues están cuatro meses nomás. Es lo que fija el contrato. Y si los acompaña la suerte,
por ahí desembarcan los argentinos. En tal caso, van a triplicarles el sueldo. Pasarán a
ganar lo mismo que un soldado en Irak.

Calculen la decepción de estas chicas del barco. Pagaron una fortuna por su boleto en el
Crucero del Amor y el único candidato pasable les resultó el ornitólogo, que sólo tiene ojos
para el pingüino penacho amarillo. De ahí que ahora se hayan tumbado al sol, en estos
raros momentos que suelen reinar en la isla, sin aguanieve ni viento antártico, junto a la
verja del cementerio. Parece que una ya anduvo por las estancias. Cuenta que en tres
minutos depilaron a una ovejita. El contingente rompió en aplausos. Enseguida los
ovejeros los dejaron cortar la turba. A la mexicana no le entra en la cabeza. Le parece
mentira que ese barro mantecoso pueda arder como leña. La turba se ha vuelto a cotizar
desde que se acabó el gas argentino.

No hacen más que hablar del crucero, a pesar de todo. Es el Valkyria Polar, que mañana
zarpa a las Georgias. Pero ellas no serán de la partida. Han resuelto quedarse en tierra.
La pena es que van a perderse la Noche del Capitán, dice la más bonita. La otra pega un
bufido. ¿Qué es eso de Noche del Capitán? ¿Quién dijo que yo quiero comer con él?
Encima vestida de largo, así que debes alquilar la ropa. Y por ahí el cabrón ni siquiera se
presenta. Pero su amiga disiente. Le encantan los eventos de a bordo y las fiestas de
disfraz. Así conoció a su chinito, disfrazada de patricia romana con las sábanas del
camarote. Un nepalito, en realidad, que trabaja en la seguridad del crucero. Un ex gurka,
quiero decir, viejo conocido nuestro. Pero esta mujer no es turista sino empleada del
casino. O al menos viene de serlo. Por las razones que fuere, aquí concluye su viaje. Son
dos almas gemelas que han cruzado sus vidas a bordo del Valkyria Polar. Ahora paran en
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la hostería. En vez de seguir a las Georgias, se irán de pachanga a Buenos Aires con
gurka y todo.

Pero tampoco es mexicana sino peruana. Digo, la novia del gurka. No sólo eso: dos
temporadas atrás, antes de conchabarse en el barco, trabajó en la base británica. Estuvo
ahí varios meses, asignada a las fuerzas del cleaning. Huelga decir que el cleaning es
enclave del perraje, integrado, en escala descendente, por chilenos, peruanos y
argentinos. Estos últimos son más ilegales que el opio y se hacen pasar por chilenos. Hay
un lavacopas cordobés con el cual mantuvo un romance. El perraje, por si acaso, suele
comunicarse por señas. Cualquier cosa que digas, por intrascendente que sea, queda
grabada
en un centro de escucha que opera desde Inglaterra, asegura la peruana. Todos estos
militares tienen cara de gente a punto de ser invadida. Por mucho que hayan chupado, a
las cinco están en pie, gritando que vienen los argies. El lavacopas ya no gana para
sustos, pero tiene casa y comida y un plazo fijo en el banco. Si alguna vez llegan a abrirse
los vapores de la cocina, sólo verá santahelenos alrededor. Ellos también son perraje,
pero un escalón arriba. Vienen, según la peruana, de la isla donde murió Napoleón. Son
cruza de africanos con gente como nosotros. Vaya a saber en qué hablan.

La peruana la va de socióloga. Tiene fichada la pirámide social de la base. Al perraje lo


ubica en los cimientos. Luego vendrían los santahelenos y a continuación los colonos.
Más arriba los gurkas. Después vendrían los jamaiquinos, a quienes, negros y todo, esta
mujer considera más británicos que los colonos. A continuación estarían los irlandeses,
luego los escoceses y en lo alto de todo, como el sol de la alborada, los militares ingleses.

Hay algo que la pone loca. Es el palabrerío británico. Los militares andan con mil rodeos
hasta para pedirte la hora. Son obsequiosos, no hay nada que hacer. Could you give me y
Do you mind y todo eso. Sin embargo, de bien que están, asegura, pueden tirarse un
pedo que haga volar los manteles. Nadie parece mortificado y continúan desayunando. La
peruana iba al Four Seasons, el comedor de soldados, el único que atiende al perraje,
pero los oficiales también practican un pedorreo graneado. Al comedor de oficiales sólo se
ingresa con código. En cambio la peruana era habitué del bar de los policías, pues
anduvo de novia con uno, pero empezó a sentir miedo cuando una patota la emprendió a
botellazos con el soldado que salía con la sargento. A ella le dieron una paliza y el novio
casi perdió los ojos.

Si algo abunda ahí son los bares. Hay bares de todo pelo. Hay tanto bar en la base que
nadie sabe su número. Algunos son clubes privados que sólo admiten a socios. Otros son
tan pequeños que funcionan en simples cuartos. Hay bares con camareras desnudas y
algunos con karaoke. Un tercio de todos los bares son exclusivos para lesbianas. En los
bares oficiales sólo sirven cerveza, pero en los demás puede correr hasta ajenjo y no hay
límite horario. Lo que falta son bares de gurkas, pues esta gente nunca se droga ni se
emborracha.

Los colonos se derriten de gusto si llegás a nombrárselos. Los tienen por tipos buenazos,
que corren maratones benéficas y andan por las estancias ofreciéndose para todo y
ayudando en el trabajo. Pero en Nepal los estudiantes no se los bancan y hostilizan al
gobierno para que deje de sembrar mercenarios por esas tierras de Dios.

Pobres gurkas. Los trajeron para el aseo de los campos de batalla y aquí los
demonizaron. Su fama de gente degolladora se la inventaron los servicios ingleses, pero
sólo alcanzaron a disparar algunos tiros al aire. El novio de la peruana llegó a sargento.
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Debe andar por los cincuenta. Estuvo en Monte William. Luego pasó por el Líbano,
Kosovo y Afganistán. Ahora es patovica en la disco del crucero, pero le retiraron el
pasaporte británico. La peruana se acaba de enterar, lo cual ha enfriado un poco la
relación. Sin embargo, habla con afecto del novio. La pesadilla de un gurka sería morir
enfermo, porque entonces volverá reencarnado como un animal doméstico. Eso ha
impulsado su fama de feroces asesinos. ¿De veras son tan despiadados?, quiere saber
su amiga. Nada más que en la cama, le confía la peruana. Y hace un curry delicioso.

A su debido momento, sacará al gurka de la cartera. Ambos van de la mano, entre una
tropilla de leopardos marinos. No son leopardos en serio sino un telón de fondo del
estudio fotográfico. En el Valkyria Polar, uno puede salir bailando en un témpano. La
peruana se ocupa de aclarar que el fotógrafo era más peligroso que su novio y los
leopardos juntos. Ahora está preso por violador. Sólo en la última temporada, hubo diez
violaciones a bordo. También hay un peluquero en la mira, junto con alguien de la ruleta.

Mientras una descorcha el vino, la otra prepara los sánguches. Corta el pastrami en fetas.
Me viene a la cabeza una novela que yo leía cuando era chico. El muchacho pedía en el
mercado que lo dejaran probar el fiambre y la puestera cortaba una rodaja como un papel,
"feroz y amorosamente". Entonces el muchacho podía sentir el sabor ahumado y
sazonado con pimienta negra, de cerdos de la montaña que sólo comían bellotas. Era un
librito de Hemingway. A esa altura yo estaba famélico, de modo que agarraba un pan
entero y le vaciaba la amiga y lo rellenaba con el guiso frío de ayer y lo bajaba con un
licuado de doble banana con leche.

Uno termina asociando todo con la comida, en especial cuando ha tomado la logística por
su cuenta. Lo peor de ir por comida eran los campos minados. Yo integraba el equipo de
los cazadores de ovejas. Llamarada era un genio para voltear gansos a la carrera, hasta
que se agarró lo del pie. El Ruso se especializaba en robar los depósitos militares.
Además, sabía hurgar como nadie la basura de los colonos. Con tres o cuatro cositas ya
improvisaba una cena. Pero con el correr de los días, cada vez caminábamos menos.

La víspera del último ataque habíamos estado charlando sobre el cumpleaños de


Llamarada, que
festejó a toda orquesta en el Pasadena. Prometió, como de costumbre, que nos llevaría a
comer a Constitución. Era todo lo que conocía de Buenos Aires. Ya estaba planeando
instalarse con un puesto de choripán. El Ruso le propuso un barcito y terminamos
hablando del restorán que pondríamos a la vuelta.

Llamarada jamás había pisado algo así. Venía de un caserío ventoso donde todos comían
en casa, a lo sumo chivo con mate cocido. El primer restorán de su vida fue el Pasadena,
cuando llegó para la colimba. Deambulaba por Plaza Constitución cuando surgió ese
palacio de fórmica con sillas de patas cromadas. Le pareció el colmo del lujo y entró sin
pensarlo dos veces. Ese día cumplía dieciocho. Tan pronto miró la carta, ya lo tenía
resuelto. Ordenó la sopa inglesa y un pingüino de medio. Quién sabe qué habrá
imaginado, tal vez una sopa espesa con menudos de pollo inglés flotando en la superficie.
Qué horror cuando el mozo cayó con un bizcochuelo. ¿Así que la sopa inglesa era un
postre? Pero igual se lo comió, bajando cada bocado con el tinto del pingüino. Luego
pagó la cuenta y emprendió la retirada, bajo la mirada socarrona del mozo. Entró en la
fonda vecina y le dio a un puchero para dos, junto con otro pingüino de un cuarto. Pero ya
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no era lo mismo. La sopa inglesa le había jodido la noche. Se había gastado todo y
debería dormir en la calle.

Si una imagen retengo de Llamarada es su figura retacona y delgada, perdido con su


bolsito por Plaza Constitución. Era el candidato perfecto para que lo parara la policía. No
había sobre la tierra criatura más silenciosa. Sólo se transfiguraba en la Mag. Yo fui su
abastecedor, así que sé de lo que hablo. Era imposible seguirle el ritmo, pues uno nunca
alcanzaba a reponer las cintas. Y cuando cesaba de disparar, tenía su cara de siempre, la
misma mirada tímida. Mientras estuvo en el pozo, jamás recibió una carta. Le gustaban
mucho las nuestras, así que se las leíamos en voz alta. El podía repetir de memoria todas
las cartas que me mandaba mi vieja. Siempre andaba pidiendo alguna: "Leete esa que
cuenta de tu hermanito". De repente descubrí algo acerca de Llamarada. Tal vez ustedes
recuerden cómo eran a los diez años. ¿Se acuerdan de la integridad que tenían ustedes?
¿Recuerdan su fe inclaudicable, su sentido de la justicia? Llamarada era todo eso junto.
Cuando yo lo miraba a los ojos, veía a mi hermanito.

El Ruso era mi amigo del alma, con todo lo que eso significaba. Como buen mendocino,
tenía horror a los terremotos. Se había conseguido una cueva para tirarse una siesta
mientras duró la tranquilidad. Tenía una hamaca colgada con unos clavos. Si alguien le
sacudía la lona y gritaba terremoto, el Ruso salía corriendo ladera abajo. Todo culpa de la
guerra, que le había cambiado el sueño. De chico dormía como un lirón. Una vez, en la
colonia de vacaciones, lo sacamos con cama y todo a la avenida. Eran las once de la
mañana y el Ruso seguía durmiendo a pata suelta. Otra vez, como experimento, le
metimos la mano en un balde sólo por verlo orinarse. Si metías en el agua la mano de
alguien dormido, decían, no tardaría en orinarse. No sé de dónde sacábamos eso. Pero el
Ruso contradecía todas las leyes científicas. Dejamos su mano en el balde hasta que se
le arrugaron las yemas pero ni siquiera amagó despertarse.

Evoco la mano del Ruso en el balde y mis pensamientos saltan a Llamarada. Al final se
agarró pie de trinchera. Los tres veníamos mal, pues vivíamos con los pies en el agua.
Pero Llamarada era el más afectado. Una vez, cuando era chico, se había perdido en los
cerros y estuvo a punto de congelarse. Ahora era terrible mirarle el pie. Ya no le entraban
los borceguíes. Siempre estaba luchando para secarse las medias. Hasta que un día me
dijo: "Mirá lo que me pasó". Yo sólo atiné a abrazarlo. No hay otro momento de nuestra
vida en el pozo que me haya afligido más, cuando Llamarada me mostró el dedo que
había alzado del suelo.

Tuvimos todo abril para hablar. Nos confiábamos hasta los sueños. Llamarada tenía los
sueños más raros. Encima soñaba con esas charlas que manteníamos. Le contamos de
aquella vez que sacamos dormido al Ruso con cama y todo y esa noche Llamarada soñó
que lo subíamos a la cima en la bolsa de dormir y lo dejábamos en medio del enemigo.
Una cosa nos llevó a otra y cuando estábamos a punto de referirnos al miedo, pasamos a
otro tema, tal vez de puro cagones. Pero yo no pude con mi genio y terminé por contarles
mi odisea del colectivo.

Fue la vez que tuve más miedo. Volvía a Villa Albertina con una piba. Teníamos catorce
años y era nuestra primera salida de novios. Veníamos de ver El Padrino. Estábamos
medio dormidos. En eso un tipo entró a cantar a los gritos, como si estuviera furioso. Los
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demás pasajeros ni chistábamos. La chica se llamaba Melina. Yo tenía su mano sobre la
mía, con los nudillos sin sangre de tanto que me apretaba. De pronto el conductor suplicó
por el espejo: "Señor, si pudiera cantar más bajo..." Al tipo le saltaron los fusibles y llegó
adelante volando: "¿Qué dijiste?" "Es que molesta a los pasajeros..." dijo el conductor en
un soplo. El tipo dio media vuelta y enfrentó al viejito de adelante con una mirada asesina.
"¿A usted le molesta que yo cante?". El viejito meneó la cabeza. Así continuó con todos.
Obligó a cada uno a decirle que no le molestaba en absoluto. Ni veinte años tenía. Luego
llegó mi turno. No me porté como un héroe. No me pidan detalles, pues todavía me duele.
Por años he sentido lo mismo. En el monte, bajo el fuego de las fragatas, aún recordaba
eso. A Melina ni la miré, cuando la acompañaba a su casa. Ese viaje en el colectivo fue
para mí una tragedia. Nunca una chica me había gustado tanto. Sólo quería estar con
ella. Hasta la fecha, cada vez que pienso en la piba, algo me corre por dentro.

El deseo es como un brazo amputado. Nunca dejás de sentirlo. A la vergüenza tampoco.

Cuando expuse mi odisea del 1 1, sentí encima la mirada amistosa de Llamarada.


Imposible saberlo en la oscuridad malvinera, pero seguro que me estaba mirando así. Era
difícil saber qué pensaba, pues nunca te criticaba. La artillería nos había golpeado hasta
hacernos descontrolar el esfínter y yo le salía con eso del colectivo. Recibí una palmada
en el hombro. Llamarada se mataba de risa con las cosas que yo decía, pero esta vez
comprendió que necesitaba sacarme eso de encima. La vez que estuve a punto de
desmayarme de miedo en el 141.

Me acuerdo de algo que leía mi viejo. Decía más o menos así: "¿Quién te dijo que está
bien ganar la guerra?" Era un poema de Whitman. Hablaba de los soldados que habían
perdido la guerra. Aunque era de pelearse con todos, mi viejo se las daba de pacifista.
Pero tenía buen ojo para los versos. Lástima que no recuerde cómo seguía el poema.
Nunca pude escribir un verso, salvo uno que le hice para el cumpleaños. Para que no
viera mis faltas de ortografía, yo mismo se lo leí. El viejo lo escuchó como si le estuviera
leyendo un aviso clasificado. Pero bueno, era muy exigente en materia literaria. Al otro día
me halló fumando y amagó con apagarme el pucho en la boca, creo que en represalia por
mis versos espantosos.

Yo estaba más bien en la música. Mi sueño era ser concertino. Debí explicarle al Ruso
que se trataba del violinista que venía luego del director, el que le daba la mano al final del
concierto. El problema era que el Ruso jamás había ido a un concierto. Yo tampoco,
desde luego, pero al menos había visto una cinta. El Ruso, por el contrario, entre los siete
y los nueve, fue carne de conservatorio. Tocaba el piano con absoluto disgusto, como si
tuviera artritis degenerativa. Cuando estalló la guerra, estábamos a punto de formar
nuestra banda.

Las chicas del picnic están juntando las cosas. La peruana nos dedica una mirada furtiva.
Bueno, murmura. Dios quiera que los ingleses les devuelvan algún día las islas y que los
argentinos les devuelvan a los chilenos todo eso que les quitaron y que los chilenos nos
devuelvan Tarapacá a nosotros.

Gracias, hermana. Pero, como ya dije, nosotros estamos en el agujero negro, de donde
nadie puede volver. Que, como bien decía la vieja de física, es un lugar que ni deja
escapar la luz. Para decirlo de otra manera, el sitio donde hubo una estrella. Algo tan frío,
negro y pegajoso como la noche de las Malvinas.
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La última imagen que tengo de la batalla son los ingleses surgiendo de la niebla amarga.
Están identificando a sus muertos. Ahora reina el silencio. Yo los veo desde el filo del
pozo, donde me llevó la fuerza de la explosión. Seré el último en irme. Veníamos de una
noche diabólica, que había empezado cuando los cañones de las fragatas inflamaron el
escenario. El cielo se cubrió de explosiones y proyectiles trazantes. Todo era un infierno
de gritos, en argentino e inglés. Los idiomas se fundían en una gritería universal. Cada
tanto alguna bengala alumbraba todo. Yo llegué a vomitar de miedo. ¿Por qué peleamos
hasta lo último? Sólo puedo hablar por mí. Luché por no defraudar a mis compañeros.
Pero también porque los ingleses nos caerían encima tan pronto dejáramos de disparar.
Llegaban a la boca del pozo y te ametrallaban sin asco.

Las chicas del barco se han ido. Van a pasar unos días hasta que volvamos a ver a
alguien. Dentro de todo, es mi única compañía. Llevo un cuarto de siglo a la escucha. Uno
puede marearse de tantas cosas que dicen. Llega un colono y comenta que se acaban los
pingüinos. O los calamares, no sé. O que los pingüinos se acaban porque ya no hay
calamares para comer. Y encima las islas Sandwich se están hundiendo por los volcanes,
cosa que nada bueno presagia. En cualquier momento un tsunami y adiós mi vida. O una
invasión argentina, que sería más desastroso.

Cada tanto, rara vez, pasa algún pibe de nuestra edad. El último vino en el tour de
Batallas Inolvidables. Gracias a él he sabido que los royal marines tienen un arma
secreta, que te conecta por internet con tu Ángel de la Guarda. Lo mejor de esta agencia
es que acredita tu viaje como trabajo práctico en la facultad. El pibe sabía muchísimo
sobre la guerra de las Malvinas. De acá se iban para Kosovo y Normandía. Por su
aspecto me hizo acordar al Ruso, ese adolescente disfrazado de soldadito que reventó
con nosotros.

Ni siquiera sé dónde está. No sé por qué se me ha puesto que al Ruso lo tengo cerca. De
Llamarada ni idea. Si fuera por mí agarraría una pala y cavaría hasta dar con ellos y les
colgaría en la cruz el poema de Walt Whitman e incluso una Fe de Erratas. Donde dice
Soldado Desconocido, debe leerse Llamarada Fernández. Con el Ruso, reconozco, sería
más complicado. Hasta la maestra lo conocía por Ruso.Sólo así le decían. De llamarlo por
su nombre ni se hubiera dado vuelta.

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