Isaac Asimov
¡Envejece a mi lado!
Lo mejor aún no ha llegado.
El final de la vida, para el cual fue creado el principio...
Cuando Schwartz abrió los ojos ya era más de mediodía. Enseguida sintió
ese dolor sordo que oprime el corazón y se alimenta de sí mismo, el dolor
provocado por la ausencia de una esposa que no estaba a su lado al despertar, de
un mundo familiar irremisiblemente perdido...
Ya había experimentado aquel mismo dolor en una ocasión anterior, y de
repente su memoria le trajo un recuerdo fugaz que iluminó con nítido brillo una
escena olvidada. Schwartz era más joven y estaba en una aldea nevada azotada
por el viento..., con el trineo esperando..., y al final de aquel viaje estaría el tren...,
y después del tren el barco inmenso...
Aquel miedo melancólico y abrumador provocado por la pérdida del mundo
conocido hizo que durante un momento Schwartz volviera a ser el muchacho de
veinte años que había emigrado a los Estados Unidos.
La frustración era demasiado real. Aquello no podía ser un sueño.
Schwartz se incorporó sobresaltado cuando la luz que estaba sobre la puerta
parpadeó, y un instante más tarde oyó la incomprensible voz de barítono de su
anfitrión. Después se abrió la puerta y le sirvieron el desayuno: una abundante
ración de lo que parecía una especie de gachas que no reconoció, pero que tenían
un ligero sabor a trigo (con una agradable diferencia a favor de las «gachas») y
leche.
—Gracias —dijo Schwartz, y sacudió la cabeza vigorosamente.
El hombre contestó algo que Schwartz no entendió, y levantó su camisa del
respaldo de la silla en la que estaba colgada. La inspeccionó cuidadosamente
contemplándola desde todas las direcciones, y prestó una atención especial a los
botones. Después volvió a colgarla y abrió la puerta corredera del armario.
Schwartz, vio por primera vez la cálida blancura lechosa de las paredes.
«Plástico», pensó para sí, utilizando esa palabra que lo incluía todo con la
seguridad con que siempre lo hacen los profanos. También se dio cuenta de que la
habitación carecía de ángulos o rincones, y que todos los planos se fundían unos
con otros en delicadas curvas.
Pero el hombre le estaba alargando objetos, y le hacía señas que no había
forma alguna de malinterpretar. Estaba claro que Schwartz debía lavarse y vestirse.
Schwartz obedeció, y fue recibiendo ayuda e instrucciones a medida que lo
hacía. No encontró nada con que afeitarse, y los gestos con que se señaló
repetidamente la barbilla no obtuvieron más respuesta que un sonido
Ésa fue la cadena de circunstancias que dio como resultado el que la misma
tarde en la que Arbin Maren llegó a Chica con Joseph Schwartz para que éste fuese
tratado con el sinapsificador, Shekt hubiera pasado más de una hora encerrado en
una habitación nada menos que con el Procurador Imperial de la Tierra.
El joven técnico que había colaborado con Shekt tomó la decisión cuando ya
era de madrugada.
Admiraba al doctor Shekt, pero era consciente de que tratar en secreto con
el sinapsificador a un voluntario no autorizado suponía violar la orden de la
Hermandad; y la orden había sido elevada al rango de Costumbre, por lo que la
desobediencia equivalía a cometer un delito castigado con la pena de muerte.
Intentó razonar el problema al que se enfrentaba. Después de todo, ¿quién
era el hombre que había sido tratado con el sinapsificador? La campaña para
solicitar voluntarios había sido meticulosamente estudiada. Tenía por objeto dar la
suficiente información sobre el sinapsificador para disipar las sospechas de los
posibles espías imperiales, y el de hacerlo sin estimular ninguna afluencia real de
voluntarios. La Sociedad de Ancianos enviaba a sus hombres para que fuesen
sometidos al tratamiento, y bastaba con ellos.
¿Y entonces quién había enviado a aquel hombre? ¿Habría sido la Sociedad
de Ancianos para poner a prueba la lealtad de Shekt?
¿O sería que Shekt era un traidor? Antes había estado mucho rato encerrado
en una habitación hablando con alguien, una persona vestida con prendas muy
voluminosas..., como las que usaban los espaciales por temor al envenenamiento
radiactivo.
En cualquiera de los dos casos cabía la posibilidad de que Shekt cayese en
desgracia, ¿y por qué tenía que sufrir él la misma suerte? El técnico era joven, y
aún le quedaban casi cuatro décadas de vida. ¿Por qué tenía que adelantar la
llegada de los sesenta?
Los días fueron pasando, y Schwartz aprendió algunas cosas. Aquel hombre
era el doctor Shekt, el primer ser humano que había conocido por su nombre desde
que pasó por encima de la muñeca de trapo. La muchacha era su hija Pola.
Schwartz descubrió que ya no necesitaba afeitarse. El vello de su cara nunca crecía,
y eso le asustó. ¿Habría crecido alguna vez?
Recuperó las fuerzas bastante deprisa. Ya le dejaban vestirse y caminar por
su cuenta, y habían empezado a alimentarle con algo más consistente que aquella
especie de gachas.
¿Estaría afectado de amnesia? ¿Le estaban sometiendo a tratamiento por
eso? ¿Sería posible que todo aquel mundo fuese normal y natural, en tanto que el
mundo que Schwartz creía recordar sólo era la fantasía creada por un cerebro
amnésico?
Y nunca dejaban que saliera de la habitación, ni tan siquiera para asomarse
al pasillo. ¿Estaría prisionero? ¿Había cometido algún delito?
No existe ningún hombre tan terriblemente perdido como el que se extravía
en los inmensos y complejos laberintos de su propia mente, ese lugar al que nadie
puede llegar y donde nadie puede salvarle. Nunca ha habido un hombre tan
impotente como aquel que es incapaz de recordar.
Pola se divertía enseñándole palabras. Schwartz no se sorprendía lo más
mínimo de la facilidad con que las aprendía y podía recordarlas. Sabía que en el
pasado siempre había tenido una memoria excelente, y por lo menos esa capacidad
permanecía intacta. En sólo dos días Schwartz fue capaz de comprender frases
sencillas, y en tres consiguió hacerse entender.
Pero al tercer día se llevó una sorpresa. Shekt le enseñó los números y le
planteó unos cuantos problemas. Schwartz daba las respuestas, y Shekt consultaba
un cronómetro e iba tomando anotaciones con rápidos trazos de su pluma. De
repente Shekt le explicó el significado de la palabra «logaritmo», y después le
preguntó cuál era el logaritmo de dos.
Schwartz escogió cuidadosamente sus palabras. Su vocabulario aún era
bastante reducido, y tenía que ayudarse con gestos.
—No... poder... decir. Respuesta... no... número.
Shekt asintió nerviosamente con la cabeza.
—No es un número —dijo—. No es esto ni aquello..., es en parte esto, y en
parte aquello.
Schwartz enseguida comprendió que Shekt había confirmado su explicación
de que la respuesta no era un número redondo, sino una fracción.
—Cero coma tres cero uno cero tres..., y más números —dijo por lo tanto.
—¡Es suficiente!
Después llegó el asombro. ¿Cómo había podido saber la respuesta a aquella
pregunta? Schwartz estaba seguro de que nunca había oído hablar de los
logaritmos con anterioridad, y sin embargo la respuesta había surgido en su mente
apenas le había sido formulada la pregunta. Schwartz no tenía ni idea del proceso
mediante el que había sido calculada. Era como si su mente fuera una entidad
independiente que se limitaba a usarle en calidad de portavoz.
Granz se había fijado en Schwartz cuándo éste sólo era un rostro regordete
y preocupado pegado al escaparate que espiaba el interior.
Dejaron atrás las oscuras murallas del cuartel imperial. El viaje en aerotaxi
hasta la ciudad propiamente dicha apenas duró diez minutos, y transcurrió en el
silencio más absoluto. Cuando llegaron a la desierta oscuridad del Instituto ya era
pasada la medianoche.
—Me temo que no he entendido muy bien lo que ha ocurrido —dijo Pola—.
Usted debe ser una persona muy importante. Oh, me siento tan ridícula al no saber
ni cómo se llama... Nunca imaginé que los espaciales pudieran tratar así a un
terrestre.
Arvardan se sintió obligado a poner fin a la ficción, aunque no tenía muchos
deseos de hacerlo.
—No soy terrestre, Pola —dijo—. Soy un arqueólogo del Sector de Sirio.
Pero Schwartz sabía muy poco sobre aquel mundo horrible. Marcharse de
noche y moverse campo a través habría supuesto quedar envuelto en misterios, y
muy posiblemente acabaría cayendo en bolsas de peligro radiactivo de las que
Schwartz no sabía nada. AL final, la audacia de quien no tiene ningún otro recurso
hizo que empezara a caminar por la carretera a primera hora de la tarde.
No esperaban que volviese antes de la hora de la cena, y para entonces ya
estaría lejos. Los tres habitantes de la granja no echarían en falta ningún contacto
mental.
Los otros tres estaban allí desde hacía casi una hora. Bastaba con verla para
comprender que la sala donde habían sido paralizados era utilizada para realizar
asambleas que reunían a mucha gente, y los prisioneros se sentían solos y perdidos
en su inmensidad. No tenían nada que decirse. Arvardan sentía un molesto ardor
en la garganta, y giraba la cabeza continuamente de un lado a otro en una nerviosa
agitación que no le servía de nada. La cabeza era la única parte del cuerpo que
podía mover.
Shekt permanecía con los ojos cerrados, y sus labios exangües estaban
tensos.
—Shekt... ¡Shekt, le estoy hablando! —susurró frenéticamente Arvardan.
—¿Qué quiere? —respondió Shekt con otro susurro.
—¿Qué está haciendo? ¿Es que va a quedarse dormido? ¡Piense, hombre,
piense!
—¿Por qué? ¿En qué tengo que pensar?
—¿Quién es el tal Joseph Schwartz?
—¿No te acuerdas, Bel? —intervino Pola con un hilo de voz—. Después de
que te conociera, en los grandes almacenes..., hace tanto tiempo...
Arvardan hizo un terrible esfuerzo y descubrió que podía levantar la cabeza
unos centímetros, aunque al precio de sentir un dolor considerable. La nueva
posición le permitía ver una parte del rostro de Pola.
—¡Pola! ¡Pola! —Si hubiese podido ir hacia ella..., tal y como había podido
hacer durante dos meses sin que se le hubiera pasado por la cabeza aprovechar esa
oportunidad. Pola le estaba mirando, y la cansada sonrisa que había en sus labios
bien podría haber pertenecido a una estatua—. Triunfaremos, Pola... Ya lo verás.
Pero la muchacha meneó la cabeza, y el sufrimiento que aguijoneaba los
tendones del cuello de Arvardan se hizo tan intenso que acabó teniendo que bajar
la cabeza.
—Shekt —repitió—. Shekt, escúcheme. ¿Cómo conoció a Schwartz? ¿Por qué
era paciente suyo?
—El sinapsificador... Vino como voluntario.
—¿Y fue sometido a tratamiento?
—Sí.
—¿Por qué acudió a usted? —preguntó Arvardan mientras daba vueltas a
aquella información en su cerebro.
—No lo sé.
—Entonces quizá..., quizá sea un agente imperial.
(Schwartz estaba siguiendo sin ninguna dificultad el curso de los
pensamientos de Arvardan, y sonrió para sus adentros. No dijo nada. Estaba
decidido a permanecer en silencio.)
—¿Un agente imperial? —murmuró Shekt, y meneó la cabeza—. ¿Porque lo
dice el secretario del Primer Ministro? Oh, tonterías... ¿Y en qué cambiaría las cosas
el que lo fuese? Schwartz se encuentra tan indefenso como nosotros... Oiga,
1
En inglés las fonéticas de «Senloo» y «Saint Louis» (San Luis) son muy parecidas, al igual que ocurre
con «Washenn» y «Washington». (N. del T.)
Schwartz esperó en la calle, con las frías estrellas brillando sobre su cabeza.
Había toda una constelación de ellas, tanto visibles como invisibles. Y repitió en voz
baja una vez más aquel antiguo poema que ahora sólo él sabía entre tantos miles
de millones de seres humanos, y lo recitó para él, y para la nueva Tierra, y para
todos esos millones de planetas lejanos.
¡Envejece a mi lado!
Lo mejor aún no ha llegado.
El final de la vida, para el cual fue creado el principio...
FIN
5 EL VOLUNTARIO INVOLUNTARIO.......................................... 34