Que no todos nuestros deseos son cristianos, es decir, que no todos ellos encajan bien en la
adhesión y seguimiento de Jesús, es fácil de entender. Haría falta mucha presunción o mucho
autoengaño para negarlo.
Pero que no todo deseo de Dios sea un deseo cristiano de Dios, cuesta más aceptarlo. ¿No
pertenece a la esencia de la fe cristiana desear a Dios? ¿No hemos leído muchas veces la
confesión de Pablo: «deseo morir para estar con Cristo»? ¿No está atravesada toda la mística
cristiana por ese extraño e impetuoso deseo de la unión con Dios? Todo ello es muy cierto, y
mantener una duda sistemática o una actitud escéptica sobre ese deseo resulta devastador para la fe.
Ahora bien. El deseo humano es una pasión que puede vehicular lo mejor y lo peor del hombre, una
ambigüedad radical que no queda borrada cuando el objeto del deseo es Dios.
Partiendo de esa doble posibilidad del deseo -la de impulsar lo mejor y lo peor del corazón
humano y, por tanto, la necesidad de someter a discernimiento el deseo de Dios en cuanto que es un
deseo humano--, me gustaría plantear este artículo desde una triple pregunta inicial:
a) ¿Es el deseo humano una realidad plana o un indicador de trascendencia? ¿Tiene o no tiene
raíces sagradas el deseo humano de Dios? ¿Puede convertirse o no en transparencia de
Dios y en vehículo hacia él? Tal sería un primer itinerario, el viaje de ida desde el deseo
hacia Dios.
b) ¿Qué Dios es el que emerge en el horizonte del deseo humano y qué relación establece Dios
con él? ¿Lo acoge o se mantiene indiferente? ¿Responde a sus voces o se queda
silencioso ante él? ¿Lo interrumpe tal vez, invitándole a entrar en una dinámica inesperada
de novedad...? Éste sería el segundo itinerario, el viaje de vuelta desde Dios al deseo.
c) ¿Qué deseos despierta y hace crecer la fe en Dios, tal como esta fe aparece en el Evangelio
de Jesús y, sobre todo, en el propio Jesús? Ésta sería la tercera y última cuestión.
Para responder a esta triple pregunta el Evangelio tiene mucho que decir. Que suene o disuene
con lo más espontáneo del deseo humano, con la sensibilidad cultural actual e incluso con
determinadas teorías psicológicas sobre el deseo, ya es otra cuestión. La disonancia evangélica con
respecto a lo «solo humano» no es, sin más, señal de extravío. Puede ser todo lo contrario: voz y
camino hacia lo «más humano».
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La trascendencia del deseo, su impulso hacia fuera de sí, se dirige en primer término al
mundo de las cosas y las personas que rodean al yo, pero no se detiene ahí. Si algo define al
deseo, es que va siempre más allá de lo conseguido; que ninguna satisfacción lo aquieta defi-
nitivamente; que su anhelo es constitutivamente anhelo de infinito. A esos diversos horizontes del
deseo se refiere el lenguaje moderno sobre los diversos tipos de trascendencia. Se habla así de
«trascendencias cortas», como la familia, el grupo de amigos, etc; de «trascendencias medias», como
la raza, la nación; y de la «gran trascendencia», Dios.
Reconocer esta última dimensión del deseo, su anhelo de infinito o de gran trascendencia, no
es cuestión de que uno sea creyente o no. Es una simple cuestión de observación: el deseo es así por
dentro, tiene ese dinamismo interior. Gente no creyente como Horkheimer hablará del «anhelo de lo
totalmente Otro»; Nietzsche dirá que «el gozo -término del deseo-- quiere ser eterno»; etc. Otra cosa
será la interpretación que se haga de ese dinamismo del deseo hacia lo infinito. En este punto diferirán
las interpretaciones: desde Freud, para quien Dios, nombre de esa gran trascendencia, no es más que
la proyección de un deseo no acallado de protección y omnipotencia infantil, hasta San Agustín, que
abre sus Confesiones con aquella primera «confesión»: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón
está inquieto hasta descansar en ti».
No es momento de detenerse aquí en el análisis y valoración de estas interpretaciones, sino
únicamente de constatar que, si bien es posible considerar a Dios como proyección del deseo del
hombre -el hombre sueña a Dios en función de su deseo--, también lo es considerar al hombre como
fruto del deseo de Dios -Dios crea al hombre, y por eso el hombre sueña a Dios y tiene deseo de ÉI-.
¿Es Dios una proyección del hombre, o más bien el hombre una proyección de Dios?
Está claro. Los creyentes nos situamos en la segunda perspectiva, en la segunda
interpretación del deseo. Y desde esa interpretación damos validez al dato de que el deseo sea
indicador de Dios, transparencia suya, camino hacia él. Con una salvedad excepcionalmente
importante: no cualquier deseo es transparencia de Dios, indicador suyo, camino hacia Él. Sólo lo son
aquellos deseos humanos que adquieren la forma icónica, aquellos deseos que al abrirse hacia afuera
se encuentran con los demás como «otros» distintos de sí, como alteridad y llamada que solicita
nuestro amor, como promesa también. Será justamente en nuestra respuesta a ese otro distinto, con
toda la carga de incertidumbre y contingencia que encierra el encuentro humano, donde el deseo se
vea re-enviado a Dios como a su misterio más constitutivo y profundo, como a sus «raíces sagradas».
Con este paso no hemos hecho todavía más que dar crédito a una de las posibilidades del deseo: la
de ser vehículo hacia Dios; atentos siempre a su otra posibilidad: de profundizar el cautiverio del yo en
sí mismo. Un viaje de ida desde el deseo hasta Dios. Pero, ¿y Dios? ¿Qué hace Dios con los deseos
humanos?
Entre el Dios al que tiende espontáneamente nuestro deseo y Dios mismo, existe siempre una
inadecuación que no deberíamos olvidar. Esta sospecha, cuando no es obsesiva ni genera
inseguridad, ayuda mucho para someter a crítica evangélica el mundo de nuestros deseos, para ir
transformando pacientemente su tendencia idolátrica en su alternativa icónica, para permitir que el
mundo de nuestros deseos sobre Dios y sobre todo lo demás quede configurado al modo de Jesús.
¿Qué descubrimos en el Evangelio a este propósito?
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2.1. Mal que le pese a nuestra cultura. y tal vez a nosotros mismos, los deseos no tienen buena
prensa en el Evangelio. ¿Por qué?
Jesús está muy lejos de considerar el deseo como algo inofensivo, benigno, inocente;
Jesús es, «avant la lettre»: un maestro de la sospecha con respecto a los deseos, que ahogan el
mensaje como un matorral (Mc 4,19); destrozan el matrimonio (Mt 5,28); surgen de lo peor del hombre,
de lo peor del mundo… Su padre es el diablo (Jn 8,44)...
En la estela de Jesús, las opiniones del NT sobre el deseo no son más halagüeñas. Los
deseos vehiculan con mucha frecuencia una inclinación muy arraigada en el ser humano a hacerse
centro, a confiar en sí, a amarse a sí mismo (Ef 2,3; 4,22); son manifestación del pecado que domina
en el corazón del hombre y factor impulsivo de lo peor que hay en él (Gal 5,16); el que se deja
arrastrar por ellos está ya bajo el poder del pecado (Rm 6,12); sólo contrarresta esa corriente una vida
orientada a Dios, abierta al Espíritu como factor determinante (Ef 4,2223; Tit 2,12).
2.2. Pero Jesús y el NT conocen muy bien el deseo como anhelo de Dios, anhelo de comunión,
anhelo de patria...
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Así pues:
* El hombre bíblico, y Jesús el primero de ellos, es un personaje lleno de grandes deseos en tomo a
los cuales unifican y totalizan su vida; más que tener deseos, dan la impresión de que son poseídos
por un Deseo que les llena de alegría y les moviliza.
* La estructura interior de ese movimiento del deseo la plasmó Jesús en la parábola del tesoro
escondido (Mt 13,44-45), en la que seguramente no hace más que narrar su propia experiencia
interior: el Reino de Dios es tan sorprendente e inesperado, desencadena tal alegría, que el deseo de
entrar en su ámbito hace que se venda todo lo demás. Según esta parábola, es la alegría de un
encuentro la que moviliza el deseo
* El deseo de Dios es siempre deseo del Reino. En el deseo del Reino está siempre presente el deseo
de Dios. Nunca van por separado ambos deseos.
Decía Moltmann, hace ya algún tiempo, que la característica cultural más peligrosa de
nuestro tiempo era la apatía, es decir, el déficit de pasión, de Deseo. Una apatía que se manifiesta en
tres tipos de fenómenos relacionados entre sí: el olvido del sufrimiento ajeno, la ausencia de
compasión y la incapacidad de padecimiento. Si esto es así, si vivimos entre muchas "pasioncillas» y
poca "Pasión», en un mundo de muchos deseos y poco Deseo, la fe en Dios nos está llamando a ser
hombres y mujeres apasionados, deseosos. ¿De qué o de quién?
2.3. En primer lugar de Dios; un deseo que no entra en competencia con otros deseos, pero que
los purifica y jerarquiza
«El primer mandamiento es éste: amarás al Señor con todo tu corazón, con todas tus fuerzas,
con toda tu mente. El segundo...» Y como la expresión es dicotómica, como habla de primero y de
segundo, nos entra miedo de que el deseo de Dios obnubile otros deseos que nos son también muy
queridos, que entre en competencia con ellos... No sabemos exactamente cómo unificar el deseo de
Dios con el deseo de los demás.
Dios no es competidor de los hombres. ¿Cómo había de serio, si son sus hijos, lo que él más
quiere, su gloria? ¿A qué viene entonces esa gradación: primero Dios, segundo el prójimo?
Seguramente el hombre bíblico es más cauto y profundo que nosotros, menos "progre» y más
verdadero. Sabe por experiencia que para amar bien al prójimo -bien y siempre- es preciso amar a
Dios sobre todas las cosas; que sin ese deseo primero y principal, el amor a los demás se extravía con
suma facilidad y frecuencia. No es una dicotomía del amor y el deseo lo que expresan los textos
bíblicos, sino más bien la condición de posibilidad de un amor a los demás que quiera ser hondo,
duradero, al abrigo de toda contingencia humana. Esa condición de posibilidad es el deseo de Dios.
«Curet primo Deum», pedía Ignacio de Loyola de todo el que quisiera alistarse en el seguimiento de
Jesús.
Precisamente porque al hombre bíblico le es tan cercana la experiencia de que el deseo tiende
naturalmente a enroscarse sobre sí mismo, a salir al encuentro de los demás de forma idolátrica y no
icónica, recalca con tanta insistencia el primado del deseo de Dios.
Pero...
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2.4. En el Evangelio de Jesús, Dios aparece como Padre accesible, pero también como Dios
libre. Escucha y acoge siempre.
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* En la experiencia religiosa de Jesús, Dios emerge para él como Padre accesible y, al mismo
tiempo, como Dios libre. A un Dios que se le muestra así, Jesús le responde entregándole la
confianza, pero también la disponibilidad; más aún, articulando su libertad humana en la Libertad
de Dios, su sueño humano en el Sueño de Dios.
* A los grandes místicos cristianos les sucedió lo mismo. Su experiencia religiosa es una mezcla
de deseo de Dios y de unión con él que atraviesa siempre por la noche oscura de la distancia, la
separación y la prueba. Todos ellos se mantienen extremadamente vigilantes con las experiencias
místicas que no incluyan estos dos datos: la alteridad de Dios contra las ilusiones del deseo, y la
realidad de la Iglesia y del mundo como lugar del envío:
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Cuando soy en Cristo, cuando Cristo es en mí a impulsos del deseo y como fruto de la
comunión con él, crece otro deseo: el de ayudar a la gente. Es, por ejemplo, el deseo que invadió a
Ignacio de Loyola, concomitante con su proceso de conversión y con una experiencia creciente de que
si el mundo entero y las personas surgen de Dios, a Dios se le ama y se le sirve ayudando a las
ánimas, es decir, animando a la creación, ayudándola a ser lo que por vocación está llamada a ser. El
otro, los otros, el universo entero, aparecen en esta experiencia no sólo como realidades materiales
(mundo) o personales (hombres y mujeres), sino también como criaturas que surgen continuadamente
del amor de Dios, es decir, como hijos. El deseo de Cristo Jesús se prolonga aquí en lo que fue su
experiencia fundante: el deseo del Reino.
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Quisiera añadir aquí algo que empieza a estar en peligro por demasiado «sabido», por
demasiado «manido»; algo que empieza a perder mordiente en muchos de nosotros, a expensas del
propio Evangelio: el deseo del Reino es, inseparablemente, deseo preferente por los pobres de este
mundo. Si Dios, según lo que hemos sabido de él por Jesús, sueña el mundo como familia, es que lo
sueña en clave de inclusión; y si lo sueña así, es que su deseo se dirige de un modo preferente a los
que están expulsados de esa familia, fuera de ella. A una madre de muchos hijos le preguntaron una
vez: «¿A cuál de todos ellos quieres más?» Y ella respondió: «Al pequeño hasta que crezca, al
enfermo hasta que sane, al que está de viaje hasta que vuelva a casa». Así es Dios. Así debiéramos
ser también nosotros. Ésa debiera ser la dinámica de nuestro deseo.
Cristiana o no, toda la mística religiosa de la humanidad ha estado atravesada por este deseo.
En distintas claves, pero con el mismo deseo. ¿De dónde nace un deseo tan «extraño»? ¿Qué
produce y adónde lleva?
Su raíz podría estar ciertamente en la experiencia de zozobra, de incertidumbre, de necesidad
de infinito que produce la vida, y que tendería a resolverse por la fusión en el Todo, concebido éste o
bien de un modo personal o bien carente de rostro. El deseo cristiano no empalma bien con ese
horizonte de fusión, como vimos más arriba. El «cor inquietum» de la experiencia cristiana no es un
corazón ansiosamente necesitado de infinito. Es un corazón (,habitado» por Dios y en busca de ese
Otro que lo habita. «¿Por qué pido que vengas a mí, cuando yo no sería si tú no fueses en mí?» (San
Agustín, Confesiones, lI,2). Es la calidad interior del deseo y los efectos que produce lo que marca la
diferencia entre unas experiencias místicas y otras.
«El Padre y yo somos una misma cosa», dice Jesús; y ya sabemos hasta qué punto esa
experiencia de unión con Dios y de marcha pascual hacia él, de deseo de él, no fue escape de su
conflictiva libertad, sino su más honda fuente. «Deseo morir y estar con Cristo», afirma Pablo en una
de sus cartas (1 Fil 1,23); pero condiciona y pospone ese deseo al del mayor servicio a la gente.
«Muero porque no muero» no es la expresión de una mujer - Teresa- huidiza y temerosa ante la vida,
sino de un auténtico portento de mujer. Y así tantos y tantos otros y otras.. .
Ese deseo de lo definitivo, presente en la experiencia cristiana de Dios, toma en el NT varios
nombres, según sean las realidades a las que se refiere.
Así, al deseo de vivir con Dios (o con Cristo) y según él, lo denominan Vida en el Espíritu. Al
deseo de que, el estar con Dios o con Cristo se prolongue más allá de las barreras de la muerte e
incluya no sólo lo espiritual del hombre, sino también su mundanidad, su socialidad, lo llaman
resurrección de la carne. Al anhelo de una comunidad humana nueva se le denomina, como hemos
visto ya, Reino de Dios. Y, finalmente, al deseo de que la creación entera participe de la fiesta
definitiva lo llaman cielos nuevos y tierra nueva. Tales son las cuatro grandes metáforas del deseo
escatológico cristiano, un deseo que anhela estar ya y terminar finalmente en Dios, no en solitario, sino
al Iado de toda la humanidad y de la creación entera.
«Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi garganta tiene sed de ti,
mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua ¡Cómo te contemplaba en
el santuario viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu amor vale más que la vida,
te alabarán mis labios;
toda mi vida te bendeciré» (Ps 63).
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