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El contenido de esta obra es ficción.

Aunque contenga referencias a hechos


históricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y situaciones
son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas,
empresas existentes, eventos o locales, es coincidencia y fruto de la
imaginación del autor.

©2018, Fonte
©2018, Miriam Alonso
©2018, Diseño de portada: Patricia Sanjurjo (Representada por Ediciones
Babylon)

Colección Amare, nº 25
Ediciones Babylon
Calle Martínez Valls, 56
46870 Ontinyent (Valencia-España)
e-mail: publicaciones@edicionesbabylon.es
http://www.EdicionesBabylon.es

ISBN: 978-84-16703-17-3
Depósito legal: V-349-2018
Printed in Spain
Imprime: ByPrint Percom, S.L.

Todos los derechos reservados.


No está permitida la reproducción total o parcial de cualquier parte de
la obra, ni su transmisión de ninguna forma o medio, ya sea electrónico,
mecánico, fotocopia u otro medio, sin el permiso de los titulares de los
derechos.
Este libro está dedicado a las decisiones y a quienes,
obviando lo mucho que asusta, las toman
Me llamo Grecia.
Por si te lo estabas preguntando, nunca he viajado allí. En
realidad no es que haya viajado mucho, así en general, ni hecho
cosas demasiado importantes. Tenía la máxima de que haría lo que
fuera ―amar, disfrutar, viajar, reír― más adelante, cuando tuviera
tiempo, quizá en un par de años.
Plan despreocupado, ¿verdad? Quizá tú tengas uno parecido.
Es muy frecuente. Estamos demasiado agobiados para darle
importancia a ciertas cosas hasta que sucede algo como lo que me
pasó a mí: con treinta y pocos años me vi en el hospital, ingresada,
vistiendo una de esas horribles batas que dejan la espalda al aire,
pensando que si hubiera tardado un poco más en acudir a urgencias,
quizá estuviera intubada en vez de jodidamente asustada sobre la
camilla.
Fue un efecto secundario de la píldora, ya ves. Supuestamente le
pasa a una de cada mil, pero me tocó a mí, claro que la inactividad
y el sobrepeso ayudaron a la formación del coágulo en la vena de
mi pierna. Pero, en fin, no nos centremos en ello, sino en todas las
cosas en las que pensé en el hospital, esas que me venían a la mente
del modo más doloroso, generando la sensación de impotencia más
devastadora que he sentido jamás.
Me odié por haber sido responsable, en dos terceras partes, de
lo que estaba viviendo. Me odié mucho. Me rechacé con crueldad
todos los meses transcurridos desde el alta hospitalaria hasta el
momento en que decidí dejar de llorar y hacer algo, algo con mi
vida, algo que me ayudara un poco a recuperar esa confianza en mí
misma que siempre perdía, sobre todo al pensar en mi pierna.
Visité a una psicóloga. Me aconsejó hacer un listado de las
situaciones que me podían generar más ansiedad ―ya la sufría antes
de ser hospitalizada, pero después de estarlo la cosa fue a peor―.
Luego, teniendo en cuenta lo escrito, debía ir exponiéndome a
riesgos e ir superándolos sin prisa, a base de repetir el momento de
estrés hasta que la situación no fuera capaz de generármelo.
Y aquí empecé a levantar cabeza.
Lo primero que hice fue salir sola de compras, que parece una
chorrada, pero no lo es, créeme. Luego salí ―sola― a recorrer
pequeñas distancias, después distancias algo más grandes. Estas dos
iniciativas me llevaron más de cuatro meses. También perdí peso,
como veinte kilos. Los controles fueron mejorando, las piernas
volvieron a tener el mismo tamaño y temperatura, todo parecía
estabilizarse poco a poco, hasta que la ansiedad aparecía otra vez,
como esa visita que temes llegará pero casi habías tachado en tu
agenda, y entonces me sentía, de nuevo, cayendo en el abismo.
Es muy duro. Cuando no agonizas, te sientes loca. Temes la
muerte, ese miedo universal y primigenio, más que a nada; en
cambio, llegas a pensar las cosas más fúnebres para evitar más
sufrimiento a tu perjudicada persona, a lo que queda de ti acojonado
en una esquina de tu mente, sin saber qué narices pasa. Entonces
te das cuenta de lo absurda y contradictoria que es esa postura,
de lo mucho que estás equivocándote, y de que en esa oscuridad
solo una zona no es negra, sino de un leve gris, y ahí, internándote
en la niebla, jugándotela, tienes esperanzas de salir del paso:
debes levantarte, ponerte las zapatillas, los auriculares, música y,
sin pensar en nada más, ni miedo ni impotencias ni leches, salir a
caminar, despejarte, porque comer bien y hacer eso, esa cosa tan
sencilla, son para ti LA MEDICINA, algo que te ayuda a recobrar
la fortaleza olvidada y vigoriza la idea de que tu experiencia pasó.
Fue mi hermana, aficionada a las rutas de senderismo desde que
hiciera el Camino de Santiago, la que me convenció de probar con
una. De ese modo, yo, que nunca había ido a ninguna parte, yo,
la de los ataques de ansiedad, la de la medicación suspendida, la
de la bata de hospital, la más miserable y culpable ―a ratos―,
decidí relacionarme con gente deportista, sana, de esa con la que
tenía tan poco en común, apuntándome a una ruta de senderismo de
verdad, no de paseíto corto como iba haciendo, que me condujo no
solo a conocer el paisaje más maravilloso que he visto nunca, sino
también a un viaje donde me encontré a mí misma y hallé cosas que
creía perdidas. Todas básicas, de esas que mueven el mundo: ¡los
enigmas!, ¡las leyendas!, ¡la amistad!, ¡el misterio! ¡La aventura
que tanto miedo me daba pero siempre quise vivir!
También le encontré a él... Y me encontré a mí.
Pero no quiero adelantar acontecimientos. Prefiero acercarte
a este mundo, el mío, que conozcas a estas gentes, que vivas la
aventura tú también, los nervios, la magia… Quiero que los
recuerdes, porque, a fin de cuentas, seguro que tú y yo tampoco
somos tan distintos.
Hazte un buen lazo en las botas, que nos vamos.
Capítulo I

Dicen que las grandes historias comienzan con un viaje y un


buen vino; en mi caso sí hubo viaje, pero en vez de vino había té,
porque hacía frío: un frío de narices.
Nunca había viajado a esa parte del país, tan al norte que cualquier
lugar donde pusiera la vista era completamente distinto a lo que
estaba acostumbrada. Muy lejos quedaban las palmeras con sus
arcadas llenas de dátiles, los altos edificios con ese aspecto moderno
pero anticuado de los noventa, los grandes centros comerciales y
lugares de ocio que ocupaban kilómetros y kilómetros a la redonda.
No, por ahí arriba no había nada parecido, o al menos no alcanzaba
a verlo. Sin embargo, lo que sí había eran montañas imponentes
en un plano más alejado y pequeñas simas en el próximo. Grandes
piedras que habían cedido sus lomos a mantas de musgo fresco,
alimentado por las primeras heladas que comenzaron hacía meses,
pero seguían manteniendo húmedos los caminos. Había setas, me
dijeron, animados, unos compañeros del microbús. Al parecer,
nacían a los pies de aquellos enormes y frondosos árboles que
abrazaban la carretera provincial por la que circulábamos. Me fijé en
los troncos. ¿Sería verdad aquello de que contando los anillos podía
saberse la edad del árbol? Los que formaban el bosque espeso que
llevábamos atravesando un buen rato eran muy gordos. ¿Tendrían
doscientos, trescientos años...? Qué insignificante parecía todo
cuando uno se planteaba lo que habría visto un ser vivo como aquel
a lo largo del tiempo.
Mis compañeros, esa panda de desconocidos que me hacía
sentir nerviosa pero en familia, seguían valorando la posibilidad
de hacerse con unas cestas para buscar hongos. Yo los imaginé,
inquietos y divertidos, salpicando aquel bosque que vestía de otoño
con sus risillas, exclamaciones y acentos playeros, fuera de lugar
geográficamente hablando y, claro, muertos de frío. Porque frío
seguía haciendo. Mientras viajábamos había caído agua, o eso
pensaba yo, aunque en realidad era aguanieve. Parecía lluvia, pero
caía muy despacio. Nunca había visto cosa parecida. En la playa
no nieva.
Contrastaba el blanco de los picos de las montañas, al fondo,
con los colores otoñales que podían verse al lado de la carretera,
donde a partir del asfalto todo formaba parte de esa maravillosa
gama cromática que cogía más viveza según bajaba la temperatura,
internándonos cada vez más en el bosque.
La inquietud fue en aumento según el reloj dejaba pasar los
minutos, cada vez más despacio. La gente estaba deseando bajarse
del vehículo y explorar, como en las excursiones del colegio.
Pensé en mi hermana: le habría encantado todo aquello. Luego, al
momento y a caballo de la ansiedad, también pensé que ese viaje era
un error y que todavía no estaba lista para hacerlo sola. Mis miedos
se despertaron, el corazón se me aceleró, comenzaron a temblarme
las manos y tuve que cerrar los ojos para practicar mis ejercicios
de respiración, intentar relajarme, volver a tomar el control de mi
cuerpo y mi mente, regresar al aquí y al ahora, abandonar la fantasía
que me auguraba terribles sufrimientos si la dejaba correr libre.
Como siempre, el momento de pánico duró entre uno y veinte
minutos. Poco a poco las manos se relajaron y acto seguido la
respiración. Volví a estar en un autobús lleno de gente animada y
simpática. La situación se normalizó.
Busqué el teléfono móvil para escribir a mi hermana, que estaría
saliendo de la oficina. Se acercaba la hora de comer, pero no me dio
tiempo ni a encontrar su nombre en la agenda porque, como surgido
de la nada, vimos un cartel en la carretera donde se leía «Fonte».
Tras once horas de viaje, llegábamos a nuestro destino…
*
Nuestro destino helado y lleno de hojas amarillas que se iban
amontonando a los lados de cualquier lugar: el camino, las casas, los
árboles, una misma... Alguien, tras las exclamaciones pertinentes
―totalmente proporcionales a los veinte grados de temperatura que
habíamos bajado desde el inicio del viaje a la llegada―, comentó
que quizá noviembre no había sido buena elección para hacer
aquella ruta de cinco etapas. Luego, los más optimistas le salieron
al encuentro diciendo que en cuanto camináramos un buen rato
entraríamos en calor. Yo no me preocupé. Estaba deseando sentir
el frío en la piel. Echaba en falta los labios cortados, los dedos
doloridos que solo recordaba de viajar cuando aún estaba en la
escuela, en esas aventuras controladas por los profesores que nos
llevaban a caer de culo sobre la nieve, cargando los esquís.
Me emocioné. No me puse a saltar ni nada, pero sí me cayó una
lagrimilla. No sabía que existían lugares como aquel fuera de las
postales, con su río atravesando el pueblo, las paredes de las casas
y el puente de piedra, sus barandillas de madera, sus chimeneas
humeantes… Todo tan cerca y a la vez tan lejos, porque a pesar
de las horas de coche o del vértigo que me daba pensar en ello,
no estaba excesivamente lejos de mi hogar. Alaska sí estaba lejos,
Japón también, pero no aquella aldea.
Guardé cola junto al microbús esperando a que la gente recogiera
sus maletas, algo que se alargó bastante; hasta un grupo de lugareños
curiosos supervisó el proceso. También quería detectar en ellos algo
de la magia que supuraba por cada adoquín del suelo, pero lo cierto
fue que salvo una mujer mayor vestida completamente de blanco
que caminaba por el puente a un lado y a otro del río, no hubo nadie
que llamara particularmente mi atención.
Estaba demasiado lejos para distinguirla del todo bien, pero se
la adivinaba bonita. Llevaba el pelo recogido en una trenza que le
caía al lado, sobre un jersey que parecía de punto. La falda solo
le dejaba asomar las zapatillas. No se le agitaba con el viento, ni
tampoco la trenza. Así, de lejos, en ella nada parecía salirse de
donde debía estar. La observé un poco más, incluso lo hice cuando
ya mis compañeros habían retirado sus maletas dejando la mía sola,
en el vientre vacío del microbús.
La mujer, como si se hubiera dado cuenta de que la observaban,
se volvió hacia nosotros y saludó.
*
Aun después de llenar el estómago con las deliciosas
especialidades de la zona, seguía pensando en la mujer de blanco
que paseaba sobre el puente. Me asomé un par de veces por el
ventanal del restaurante, pero no la vi, de modo que regresé a los
cafés que acompañaban dulces buenísimos y a la animada charla
de los Walking Yeah, el grupo de senderistas, matizando pequeños
detalles de la primera etapa de ruta que emprenderíamos al día
siguiente.
Iba a ser sencilla, corta, de diez kilómetros. Concentrados en la
charla, se nos debió de pasar por alto que el cielo estaba vistiéndose
de tormenta, como comentaban los vecinos. Nos miraban y sonreían,
quizá por sospechar lo que aún desconocíamos: que si aquel lugar
se parecía tanto a un vergel, salvaje, frondoso, espeso, era porque
a cada poco se veía regado por lluvias, cuando no nieves, tal como
parecía que iba a suceder durante los próximos días.
Un hombre comentó que tendríamos que haber ido en verano.
Mordía un palillo, llevaba un sombrero de Panamá y camisa de
felpa. Miraba hacia nuestra larga mesa, en actitud paternalista.
Rara vez, continuó diciendo, aquella zona no sufría estragos a la
proximidad del invierno. Así y todo nos deseó suerte, como para
insuflar ánimos, al ver nuestras caras de preocupación.
El potente sonido de un trueno nos hizo mirar hacia la ventana.
La tarde se había oscurecido con rapidez. Aquel encantador lugar
perdió la luz en cuestión de hora y media. Me levanté para observar
cómo quedó el panorama: estaba chispeando; caían gruesas gotas
que salpicaban los adoquines y les daban un peligroso aspecto de
pista de patinaje. Más allá, a la izquierda, el río parecía enfadado
por algún motivo que nadie era capaz de adivinar. El agua pasaba
más rápido que cuando llegamos, incluso el caudal me pareció
crecido.
Podía ser que todos esos cambios fueran cosa de magia, de
ancestros y espíritus de la montaña, fenómenos que un recién
llegado todavía no alcanzaba a comprender, o, sencillamente, se
debiera a que el río estaba moviéndose al ritmo del vestido blanco
que le paseaba por encima, sobre el puente. La mujer, sin paraguas,
se detuvo a mitad de la estructura con la vista perdida en el bosque,
muy allá, quizá viendo cosas que solo ella podía ver. Alzó la mano
llevándosela a los labios y luego lanzó un beso que se perdió
entre la espesura de los fuertes árboles y las hojas verdes, también
cobrizas, que me pareció encerraban misterios inimaginables para
una forastera.
*
Mi compañera de habitación resultó ser un compañero. Un tipo
grande, con barba. Tenía una constitución que invitaba a imaginarse
como una nuez entre sus brazos de cascanueces. En el hostal se
ofrecieron a hacernos un descuento por el equívoco, pero después
de un rato juntos ni nos acordábamos de ello. Hicimos muy buenas
migas hasta que se puso a roncar como si no hubiera suficientes
truenos en el cielo y quisiera colaborar para hacer más aterradora
la tormenta.
Habíamos quedado en la entrada a las seis de la madrugada,
con los impermeables en la mochila y la esperanza de que la lluvia
aflojara. El microbús vendría a recogernos a la hora de comer, al
final de la primera etapa, y nos traería de regreso al hostal. Era un
buen plan, aunque al asomarnos a la calle me di cuenta de que tenía
lagunas. Lagunas literales, además, porque la encantadora plaza se
había convertido en una balsa grande sembrada de hojas y palos,
salpicada por la incansable lluvia que prometía no ceder en toda la
jornada.
Miramos al guía del grupo, que dudaba, pero al final se volvió y
dijo al resto:
―Lo intentamos. Si vemos que la cosa se pone impracticable,
llamamos al microbús y que nos recojan.
Los Walking Yeah aplaudieron y entonces fue como si una ola de
positivismo y ganas nos hubiera arrastrado a todos hacia el puente
de piedra para comenzar la ruta entre bosques, montañas, charcos y
barro. Muy distinta a las que estaba acostumbrada.
*
No hicimos descansos de más de quince minutos. A través de
aquellos bosques había lugares donde no era conveniente parar. Las
fuertes lluvias estaban arrastrando troncos medianos envueltos en
barro, todo ante nuestras narices. No podía creer la devastación que
llegaba a causar el agua. Ahora que echo la vista atrás, pienso que
de haber tenido más experiencia, en cuanto vimos aquello debimos
dar la vuelta, porque nuestra integridad corría peligro. Las ráfagas
de viento hacían que los árboles se arquearan, haciendo muy
complicado avanzar. Un par de troncos fueron empujados por la
ventisca y quedaron cruzados a mitad de camino, para horror de los
miembros del grupo. Pero entonces era casi más peligroso volver
atrás que seguir adelante.
Yo rogaba por que no nos cayera nada encima mientras mi ansiedad
iba aumentando a cada paso. En determinado momento pensé:
«Bueno, si alguien resultara herido y necesitase una ambulancia,
¿cómo se supone que va a llegar hasta aquí?». La angustia me
encogía el estómago, sentía taquicardias, punzante dolor de cabeza,
fatiga, ganas de rendirme, de llorar; sentía vergüenza por lo que me
estaba sucediendo, miedo a perder la compostura, y miedo también
a no controlarme, dar el espectáculo y que aquellas personas que
tan poco sabían de mí y mi pasado creyeran que estaba loca.
Me mordí muy fuerte el interior de los labios hasta notar sabor
a sangre. Agradecí haber abandonado la medicación que me hacía
más líquido el fluido de la vida, porque lo que necesitaba era
concentrarme en algún dolor nuevo, algo que me sacara de aquel
vórtice destructivo en el que entraba constantemente.
No conseguía quitarme la ansiedad de encima, pero entonces el
guía, aprovechando un punto clave del itinerario donde había un
cartel de madera que anunciaba la proximidad de Fonte, nos hizo
formar en círculo, solo que señalando hacia el bosque.
―Creo que no deberíamos continuar ―anunció―. La cosa se
está poniendo cada vez más fea, y si seguimos... No sé. Lo veo mal.
Alguno protestó diciendo que no habíamos hecho once horas de
viaje para volver sin completar la ruta, porque al dar la vuelta, por
supuesto, perdíamos la jornada.
―Eso no importa, chicos ―replicó el guía―. Lo importante
es no hacernos daño, ni quedar atrapados ahí arriba. Esta parte del
camino es, en comparación con la que nos espera, anchísima. La
siguiente es apenas un sendero donde casi no cabe un cuerpo y hay
zonas con cuerdas habilitadas porque sin agarrarse es imposible el
paso. Acabamos de ver troncos arrastrados por el agua… No quiero
exponer al grupo. De modo que yo voto por bajar hasta que se
ensanche el camino, llamar al transporte y que nos recojan.
Ante la descripción de lo que nos aguardaba, la mayoría dejó
de protestar. Yo había leído la información de la ruta y sabía que
en tramos iba a ser muy complicado avanzar incluso estando el
terreno seco, por lo que me chocó ver sus caras de sorpresa. El guía,
finalmente, sacó su teléfono móvil e intentó marcar varias veces,
perdiendo un poco la compostura al no encontrar red por más que
se empeñara. De regreso al hostal sabríamos que el repetidor de
telefonía que abastecía la zona había resultado inhabilitado con la
tormenta de la mañana, de ahí que los móviles no funcionaran, pero
entonces, en medio del bosque y con más miedo en el cuerpo que
en toda mi vida, el guía se guardó el teléfono, nos miró, inquieto,
y sentenció:
―Lo siento, chicos, pero vamos a tener que volver andando.
*
El recorrido de vuelta fue el más duro que recuerdo haber hecho
en toda mi carrera de senderista. Los tramos que tanto había costado
subir debían ser descendidos. Las partes más limpias del camino,
que embarramos para evitar los resbalones, entonces resbalaban
muchísimo más. Los troncos arrancados por el aire, que habían
quedado cruzados en el camino, se habían triplicado en número,
y algunas ramas gruesas de árbol nos caían prácticamente ante las
narices. Tardamos seis horas en hacer el tramo que nos costó dos a
la subida. Seis horas de agotamiento extremo, de cansancio y barro
salpicado hasta la cara, que hacían temblar y desesperarse incluso
al psicológicamente más preparado. Imagínate a mí.
Veíamos el pueblo a lo lejos, muy a lo lejos, cuando encontramos
un cuatro por cuatro de la Guardia Civil con agentes dentro. En
el hostal dieron el aviso de que el grupo de senderistas no había
regresado de la ruta y los agentes iban en nuestra búsqueda,
preparados con los equipos y víveres necesarios. Por poco no
lloré al ver a aquellas personas, superhéroes, que nos recibieron
con sonrisas leves, puede que más tranquilos al saber que dimos la
vuelta, que no había caras de terror ni nadie herido, o contentos de
haber salido en busca de gente razonable, no dispuesta a jugarse el
pellejo por sacar unas fotos.
Nos dieron mantas y ofrecieron el espacio del coche para llevar
a los que peor hubieran resultado tras la aventura, pero la mayoría
declinamos la invitación. Podía ser por vergüenza o por no querer
manchar el vehículo de barro, pero seguimos andando; total, casi
habíamos llegado.
*
La recepción en el hostal fue tan calurosa como si hubiéramos
estado alojados allí durante meses. Los dueños habilitaron el
salón restaurante, para que los rescatados de la ruta pudiéramos
calentarnos y comer algo antes de las duchas pertinentes. Dios, sí,
necesitábamos todos una buena ducha.
Mientras la propietaria, Carmina, repartía caldo de pollo bien
caliente entre los Walking Yeah, vecinos curiosos se acercaron para
conocer al detalle nuestro desventurado lance. Algunos abuelitos
dijeron que eso del senderismo no era nada sano, otros dijeron que
éramos unos flojos porque nos habían hecho dar la vuelta tres o
cuatro gotas, pero la mayoría, también algunas señoras, comentaron
que era una época peligrosa para internarse en la montaña. La
Guardia Civil opinaba lo mismo que estos últimos. Nos contaron
que un par de veces al año el pueblo quedaba incomunicado por
diversas circunstancias. En ocasiones por nieve, otras porque caían
troncos en los caminos, o estos se inundaban a causa del arrastre de
tierra favorecido por incendios forestales del verano. También se
quedaban aislados a causa de temporales de viento, o por la subida
del agua del río. Los pantanos rebosaban, las lluvias se hacían
persistentes… y todas aquellas circunstancias estaban a punto de
empezar a darse.
Los Walking Yeah, acostumbrados a caminar con vistas a la
costa, nos mirábamos comprendiendo lo que aquellos agentes
querían decir sin contar, sin revelar: nos estaban animando a dar
media vuelta y volver cuando el tiempo fuera más propicio, si no
queríamos quedar aislados.
Muchos, tras hablar con el hombre del microbús y el guía,
tomaron la decisión de marcharse aun sin subir a la habitación.
Otros decidieron quedarse en el pueblo para continuar con el
plan mientras degustaban el caldo de pollo. Yo, que me sentía tan
reconfortada sentada ante el fuego de aquella chimenea, quise
decidir al día siguiente, porque a pesar de que el microbús volvía
a casa a las diez de la mañana, a pesar del miedo, de la ansiedad y
de todas las cosas desagradables que viví ese día, también estaba
sintiendo una paz que no recordaba, con la mirada clavada en las
llamas, el frío acuciante del noviembre nórdico y las mejillas rosas
al crepitar del fuego.
*
Durante la noche, mi compañero decidió que se marchaba a las
diez. Le habían dicho los del pueblo que el mal tiempo iría a peor,
y no solo eso: una vez se hubiera marchado el microbús, abandonar
Fonte era complicado, porque había que viajar a otro pueblo para
coger el transporte desde allí. Le pregunté si en Fonte existía algún
tipo de centro de salud o lugar donde le trataran a uno en caso de
tener una emergencia, porque me preocupaba saber qué sucedería
si decidía quedarme y de pronto me encontraba mal. El hostalero
también le habló de eso: resultó que había un centro de salud que
funcionaba con regularidad cada mañana. El médico, de hecho,
era vecino del pueblo. Cuando se daba una urgencia, en caso de
que nadie pudiera desplazarse en coche al hospital más cercano, el
helicóptero de emergencia iniciaba un operativo a toda velocidad
para atender lo que fuera. La gente se quedaba aislada a menudo,
pero solo por carretera, me dio a entender el compañero. Aquella
idea me tranquilizó tanto como para decidir que iba a quedarme
con los que se negaban a abandonar la ruta; eso sí, bajo mi propia
responsabilidad, dado que el guía se marchaba en el microbús con
la conciencia muy tranquila.
Dentro de mis planes ya no entraba tanto el andar, sino el hecho
de estar en aquel lugar sola, probándome que era capaz de hacerlo,
perdiendo, quizá, la compostura solo un mínimo de veces.
Amaneció y despedimos a los compañeros con sonrisas. Nos
veríamos al fin de semana siguiente para emprender una nueva ruta
que serpenteaba los acantilados de la Cala Azul, un paraíso natural
a solo seis o siete kilómetros de nuestras casas.
Según comentaban un par de personas del pueblo, la noche
anterior habían repuesto la antena telefónica, de modo que puse
a mi hermana al tanto de todos los acontecimientos sucedidos
desde nuestra llegada a Fonte. La pobre, en la oficina, casi no podía
creerse el primer día y que me hubiera sitiado con la resistencia.
Pero, a fin de cuentas, era consciente de mi estado, de que me hacía
falta cambiar un poco el paisaje, al menos durante esa semana. Por
eso se alegró.
Todavía era temprano. Seguía en el comedor, adorando el fuego
de la chimenea y el delicioso olor a leña que desprendía. Guardé
el teléfono móvil en el bolsillo desechando la idea de hincharme a
hacer fotos. Quise apostar por mi memoria reteniendo cada detalle
del lugar. Luego reposé la cabeza en el cómodo asiento que me
adjudiqué. El suelo era de madera, de esos que levantan una finísima
película de polvo añejo con cada pisada, polvo que recuerda, por
el olor, a una hoguera. Las paredes, crema, adornadas con piedra
en parte, quizá para no dejar traspasar la humedad. Contraventanas
recias, que detendrían el frío. Lámparas de forja colgando en los
cielos de aquellos techos altos, rayados de vigas. Adornos rústicos
por todas partes. La balaustrada del primer piso, con aquel mirador
para observar el salón de la chimenea desde arriba. Y allí asomada,
una figura pálida, parecida a la de la mujer del puente que no se
dejaba ver aquella mañana, solo que dicha figura, la del hostal, era
la de un hombre. Tenía barba, traje, camisa, corbata y sombrero,
todo en tonos claros. La piel rosada, la mirada inquieta, aunque fija
en mí. Y yo desde abajo, sorprendida, solo alcancé a incorporarme
en el asiento para saludar.
No me dio tiempo. En cuanto quise levantarme, aquel hombre,
tan fuera de tiempo como la mujer del puente, había desaparecido.
Igual de misterioso que ella.
*
―Entonces, has decidido quedarte ―comentó el dueño del
hostal limpiando un plato de café.
―Sí. Aprovecharé para descansar unos días ―respondí; me
acerqué a la barra y atravesé ese espacio de bar que se unía al
comedor de forma tan encantadora.
―Quedasteis pocos, ¿no?
―Solo tres.
―A ver si tenéis suerte y hace buen tiempo, aunque no tiene
pinta.
―¿No? Pero si hay sol. ―Por un momento creí que me estaba
tomando el pelo. La luz se colaba por el ventanal. No parecía en
absoluto que fuera a llover. Frío sí hacía, bastante, pero ni siquiera
el aire soplaba de forma representativa.
―Esto es solo la calma que precede a la tormenta ―afirmó
divertido―. Ya lo verás.
Pasamos cerca de una hora hablando del pueblo y las cercanías.
De cómo el escaso turismo coexistía con el día a día de aquellas
gentes. Me interesé por la subsistencia de un hostal en semejante
paraje. El hostalero, Félix, me contó que se trataba de una herencia
familiar. Más de siete generaciones de los suyos fueron dueños
de un negocio que varió con el tiempo, pero siempre queriendo
conservar el espíritu auténtico de las gentes que lo habitaban y del
propio pueblo.
―Tengo una pregunta... Seguro que puedes ayudarme.
―Prueba a ver ―respondió el hombre colocando las tazas de
café en la alacena trasera.
―Ayer, cuando subíamos para completar la primera etapa,
llegamos a un lugar donde vi una señal que ponía Fonte, pero
señalaba en dirección contraria al pueblo. ¿Es una broma local?
―reí.
―No. Es la señal de la fonte.
―No comprendo.
―Fonte significa «fuente» en el antiguo idioma. Esa señal indica
la dirección al sitio que da nombre a este pueblo ―sonrió él―. Un
lugar muy bonito, por cierto. Te recomendaría que si no empeora el
tiempo, lo visites, porque además tiene leyenda propia.
―¿Ah, sí?
En estas, la hostalera, Carmina, se acercó a nosotros.
―Le iba a contar la leyenda de la fonte ―indicó Félix―, pero
tú te la sabes mejor.
―Este hombre siempre lo deja todo a medias ―me guiñó un ojo
ella―. Pero tiene razón. Yo la sé mejor.
Tras carraspear, Carmina comenzó a contarme que aquel lugar
estaba, desde hacía cientos de años, envuelto en la magia. Resultaba
que fue descubierto por unos caballeros que iban en búsqueda
de aventuras. La leyenda decía que se detuvieron en la fuente a
refrescarse con las aguas cristalinas y, como era tarde, se quedaron
allí a pasar la noche. Un caballero despertó sobresaltando a todos los
del campamento, porque sentía voces y presencias muy cercanas.
Cuando, armados, salieron en busca de los enemigos, se llevaron la
sorpresa de sus vidas, porque no fue enemigos lo que encontraron,
sino a otros hombres que compartían rasgos y reflejo con ellos,
solo que parecían bañados en luz, esperando pacientemente que los
recién llegados salieran de su asombro para intercambiar palabras y
consejos con los que eran, a fin de cuentas, ellos mismos. Vieron un
zorro restregándose en las piernas de los seres luminosos, como si
fuera un gato. El animal no tenía miedo de ellos, ni escapó cuando
los otros hombres, los acampados, se le acercaron.
Eso fue lo que los caballeros contaron al día siguiente: que se
habían encontrado a ellos mismos paseando por el bosque. Que se
vieron, que se escucharon, que la magia obró y reveló sus destinos;
pero cuando la gente les preguntó qué les había dicho el grupo de
hombres claros, ninguno quiso hablar.
Esa era solo una de las leyendas que rondaban la zona, porque
prácticamente cada árbol tenía su historia, su encantamiento, su
anécdota con duendes o brujas.
Me pareció apasionante. Todo. Tanto que, a pesar de las
advertencias de Félix y Carmina, subí a la habitación para ponerme
las botas y salir a recibir en la cara aquel frío tan intenso y
desconocido, tan inspirador, que había imaginado deficientemente
desde la playa, pero que cada vez me resultaba más arrebatador
en vivo. Los otros tres Walking salieron a explorar bien por la
mañana aprovechando el buen tiempo. Podía ser, incluso, que me
los encontrara dando mi paseo. Mi gran paseo. Mi paseo enorme
que pretendía conocer cada rincón de aquel sitio.
¿Me toparía con alguna bruja? ¿Con la casa de un gnomo
construida en una de esas setas que tanto inspiraron a los compañeros
de senderismo? ¿Me encontraría con algún animalillo de cuento?
Un búho enorme anidado en el corazón de un árbol, un hada del
invierno haciendo caer las hojas a golpe de varita, una Grecia blanca
y luminosa deseando conversar consigo misma. ¿Quién sabía?
Nadie. Nadie sabía nada. Ni yo sabía lo que hacía cuando crucé el
puente de piedra con mi mochila al hombro, internándome sola en
el bosque que el día anterior me había resultado tan aterrador, tan
asfixiante, en busca de la leyenda y la magia que me hacía tanta
falta recordar.
Llevaba un buen rato caminando, controlando la respiración
para no dejarme dominar por la cobardía y volver corriendo al
hostal. No había alcanzado el punto en el que, la tarde anterior,
nos encontramos con el coche de la Guardia Civil, cuando me di
la vuelta para observar el camino andado y se me hizo un nudo en
el estómago: tenía vértigo. No solo por la distancia, sino también
por darme cuenta de que en cuestión de media hora, al fondo,
contra las montañas, se habían formado castillos negros, enormes,
en las nubes, amenazando tormenta, haciendo que el cielo pronto
destellara con furia.
Aún no llovía. Dudé. Volví a echar la vista al camino que me
debía conducir hasta la fonte, mi objetivo, lugar que me aterraba de
pronto, lugar mágico.
Atravesado a mitad, treinta o cuarenta metros más adelante,
cuando ya los árboles comenzaban a tender su abrazo contra los
más intrépidos, allá donde el bosque dejaba de ser él volviéndose
salvaje y la leyenda una historia de viejos; allí mismo lo vi.
Me observaba sin miedo, paciente. El zorro más grande que he
contemplado jamás, majestuoso, me lanzaba una invitación a lo
desconocido que hizo silenciar los alrededores.
Respiré profundo, conteniendo mis miedos en el fondo del
estómago. Era una locura. Una locura absurda, peligrosa. Era… Era
justo lo que una persona como yo no debía hacer en pos de su salud
mental. Era… Era…
Luego de los «era» le seguí, porque soy cabezota y lucho contra
el miedo, y porque aquel zorro, la fonte y Fonte tenían ese tipo de
magia que solo ocurre una vez en la vida.
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