Die Eule der Minerva beginnt erst mit der einbrechenden Dämmerung ihren Flug.
“El mochuelo de Minerva emprende su vuelo al romper el ocaso.”
Hegel
Todo en el mundo es extraño y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas (…). Por
eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los ojos siempre
deslumbrados.
Ortega y Gasset
En el s.VI de nuestra era, el Partenón ateniense, el templo dedicado a la diosa virgen
patrona de la ciudad, Athena Parthenos, fue consagrado como iglesia cristiana dedicada a
otra virgen, la Parthenos María o Theotokos, es decir, la Madre de Dios. María fue
proclamada Madre de Dios, y por lo tanto de alguna forma divina, el siglo anterior en el
famoso concilio de Éfeso, lugar donde tradicionalmente se rendía culto a otra gran diosa
virgen, Ártemis; su templo de Éfeso fue una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Éfeso, además de asistir al nacimiento de María como entidad divina digna de adoración,
se convirtió en uno de los centros de culto a la virgen. Podría decirse que, como tantas
veces ha pasado en la historia de los cultos y religiones, a los efesios les resultó familiar y
cómodo pasar del culto de una virgen a otra. También a los atenienses cristianos les debió
parecer totalmente natural, casi premonitorio, que el Partenón o templo de la virgen
pasase a serlo de María, protectora de la ciudad y de los cristianos en general. De igual
forma que Atenea había protegido a los atenienses de sus enemigos, sean persas o sean
otras ciudades estado griegas, María Parthenos, andado el tiempo, los protegerá del
imperio Otomano. Tras la conquista musulmana, el Partenón se convertirá en mezquita.
El camino que lleva hasta Atenea y María es largo y serpeante, pero parte de las diosas
madre del paleolítico y neolítico y va tomando forma y características en las grandes
diosas mesopotámicas, egipcias e indoeuropeas. La gran diosa ha tenido muchas caras,
pero de una forma u otra ha resurgido incluso en las culturas que parecían menos
propicias. El caso de Atenea y María es especialmente complejo porque opera una fuerte
tensión entre un trasfondo profundamente patriarcal y de rechazo a lo femenino y a la
maternidad “natural” y una divinidad femenina fuerte y muy poderosa que recupera los
rasgos de la gran diosa madre.
Bien conocidas son en las culturas de la antigüedad las numerosas representaciones,
leyendas y explicaciones del mundo a través de diosas que encarnan la fertilidad, la
regeneración, el ciclo de la vida y la muerte, sea de los seres vivos, de las estaciones de
la naturaleza e incluso de los propios dioses que “mueren” y resurgen de nuevo. Desde
las estatuillas prehistóricas de mujeres con grandes pechos y caderas a los complejos y
elaborados mitos de Deméter y su hija Perséfone, que explican la muerte y renacimiento
de la naturaleza y fundamentan secretos ritos mistéricos de iniciación. O la diosa Isis, que
reconstruye y devuelve a la vida a su hermano-esposo Osiris y da a luz al gran dios
Horus; la mesopotámica Inanna-Ishtar, que es tanto diosa de la fertilidad y el amor como
furiosa divinidad de la guerra, o la diosa irania Anahita, cuyo nombre significa
“inmaculada”, que es diosa fértil fluvial, marcha ricamente engalanada en un carro volador
y ayuda a los héroes que le ofrecen sacrificios mientras que ignora a los demonios que
piden su ayuda; o Cibeles, la Magna Mater frigia de la vida, la muerte y la resurrección.
Todo esto son representaciones positivas, y se dice que en la “vieja Europa”, y también en
lo que hoy se considera oriente, lo femenino era adorado y respetado como origen de la
vida; la tierra dadora de frutos se asociaba con la mujer y el útero de la mujer, y con el
misterio de la vida. Lo femenino causaba cierto temor y estupefacción, podía dar vida y
destruirla, pero siempre era objeto de veneración. Es interesante recordar que la
etimología del verbo latino venerare significaba literalmente dar culto a Venus.
Y pese a esto, las culturas antiguas que más han conformado nuestro sistema de
creencias- la judía, el mundo grecorromano, el cristianismo occidental, el Islam- parten de
una base profundamente patriarcal que ha ido despojando a lo femenino de sus
venerables cualidades y en los casos más extremos, que han influido notablemente a
nuestras sociedades, lo han incluso demonizado y en cualquier caso relegado como algo
subalterno a lo masculino. Es cierto que de la veneración temerosa de algo inexplicable-
el surgimiento de la vida y también de la muerte- al rechazo de esa veneración y la
búsqueda de una zona más confortable hay un sutil paso. Se dice que las culturas
indoeuropeas y las semíticas nómadas -base ambas de nuestra civilización- trajeron una
estructura social marcadamente patriarcal y unos mitos que explicaban y justificaban ese
orden de cosas, pero se encontraron a su paso con arraigados y fuertes cultos a la diosa
madre a los que no quedaron ajenos. La diosa se coló en sus mitos, modificó su visión del
mundo y surgió una compleja tensión entre su visión patriarcal que denosta y somete lo
femenino y la presencia viva de diosas, que no sólo no rechazan sino que adoptan y
adaptan con múltiples caras que representan las fuerzas fundamentales de la naturaleza,
de la vida y de la muerte. La Inanna sumeria era tanto una Afrodita como una Atenea. Sin
embargo, los griegos tuvieron la necesidad de desdoblar esta gran diosa en dos (en
varias en realidad) y dejar para Afrodita, en algunas ocasiones con connotaciones
negativas, la tarea de diosa del deseo y de procreación, y para la casta y seria Atenea las
labores de diosa de la guerra y de la sabiduría. En una Atenas profundamente patriarcal,
tal diosa, noble y serena, no podía asumir funciones de divinidad de la fertilidad y la
generación.
Los primeros siglos de nuestra era fueron testigos de una brutal demonización y
menosprecio de lo femenino, no por parte del movimiento de Jesús y del primer
cristianismo, que tenía una actitud más abierta e “igualizadora”, sino de la mezcla de
corrientes helénicas neoplatónicas y aristotélicas, corrientes gnósticas y maniqueas,
interpretación rabínica de los textos bíblicos así como la interpretación de los padres de la
Iglesia, muy helenizados, de los mismos. Se establece una fuerte dualidad entre espíritu y
materia, cuerpo y alma (dualidad que no era antigua en el judaísmo) y se identifica lo
material-corporal como esencialmente malo, caído, y lo espiritual como puro y
transcendente. Lo peor de esto es que las terribles e interesadas interpretaciones tanto de
los rabinos como de los padres de la Iglesia del mito de Eva hacen que esta madre de los
vivientes se equipare a lo material, a lo caído, lo imperfecto, subalterno, pecaminoso. El
varón es imagen de Dios, la mujer lo es del varón, y por su culpa el hombre ha caído. La
repercusión de esta nefasta interpretación es incalculable y sigue hoy día con fuerza bajo
diversos trajes. Y curiosamente, de forma tímida desde el siglo II d.C y con fuerza a partir
del V y VI la gran diosa resurge de forma inesperada y con unas características que
recuerdan a la tensión que sufrían los griegos en su visión de la mujer y sus diosas en
forma del culto a la Virgen María, una madre mortal en origen pero que con el paso del
tiempo ella misma nace también de manera inmaculada, se convierte en inmortal, pues
asciende al cielo en cuerpo y alma sin morir mediante la Dormición, y que, ya en el siglo
XX por aclamación popular, es declarada “Reina del Cielo” como si se tratase de la diosa
griega Hera o de la sumeria Inanna.
Por supuesto, todo es mucho más complejo y no se puede simplificar diciendo que los
pueblos indoeuropeos y semitas nómadas trajeron un sistema patriarcal que desplazó
otros matriarcales de anteriores, pero es cierto que la evolución de las representaciones
de las diosas y de la valoración de lo femenino apuntan a que algo parecido se dio en
muchos casos, si bien hay que estudiar a fondo cada cultura y época particular. También
sería simplificar el decir que un dios padre que asumía características masculinas fue
desplazando a una diosa madre; lo cierto es que en muchas culturas convivieron a veces
de forma complementaria y a veces de forma contradictoria, pero no se puede buscar en
una cultura viva la coherencia muchas veces irreal de una exposición mitográfica.
lnanna-Ishtar
La iconografía de Inanna, que entronca con antiguas diosas de la fertilidad y la guerra así
como con diosas ave y diosas serpiente, tiene una gran influencia en Oriente Medio, Asia
Menor y el mundo heleno. El tocado escalonado simboliza la montaña sagrada (al igual
que los zigurats) y los cuernos representan la luna menguante y creciente. De hecho, la
imagen de la cabeza astada de la diosa, con su cara y los dos cuernos, recuerda a las
tres fases de la luna que representan la diosa, la totalidad de la vida, la muerte y la
regeneración. La luna también simbolizaba el toro, la vaca, y su blancura la leche nutricia.
La diosa tiene alas, recuerdo de las divinidades ave, y serpientes, muchas veces en forma
de bastón caduceo. Por otra parte, la actitud y vestido de la diosa es el de una divinidad
guerrera, de la que salen rayos de poder de los hombros y que reposa su pie o pies sobre
leones. En ocasiones también va en carro tirado por leones como Cibeles. Esta
iconografía de las alas, las serpientes y el atuendo guerrero los hereda Atenea. En el
famoso bajorrelieve de Inanna desnuda le flanquean también búhos, que recuerdan al ave
de Atenea, el mochuelo. A la diosa suele acompañarle una estrella de ocho puntas que
representa su planeta, el que, no por casualidad, llamamos Venus. La diosa tiene una
faceta de virgen y una faceta de madre-esposa. Como diosa lunar es virgen porque se da
vida a sí misma, se regenera a sí misma sin necesidad de consorte. Pero la diosa también
toma consorte, un pastor llamado Dumuzi a quien va a buscar al inframundo cuando
muere para resucitarlo y regenerar el mundo. Como en el mito de Deméter y Perséfone,
cuando Dumuzi muere e Inanna baja al inframundo, la naturaleza muere también en el
invierno, para renacer de nuevo en el ciclo vital. Sin embargo, el consorte también es hijo
de la diosa, el hijo querido que muere y resucita. Inanna llora a su hijo-consorte como una
Mater Dolorosa. Los tres aspectos de la luna simbolizan el ciclo: la luna creciente del
nacimiento, la luna llena de la plenitud de la madre, cuya blancura se compara con la
leche, y la luna menguante de la esposa doliente y de la muerte. Y en ciclo se repite: vida,
muerte y regeneración. Como es habitual, es una divinidad de carácter tripartito. ¿qué
ocurre con la fase oscura de la luna, la luna nueva? La fase oscura representa a
Ereshkigal, hermana de Inanna y reina del inframundo, comparable con la Lilith hebrea o
la Hécate griega.
Como dato curioso, una de las variantes del mito de Inanna y su consorte conservada en
un himno cuneiforme narra la rivalidad de dos posibles consortes, uno pastor y otro
labrador. Inanna finalmente acepta las ofrendas del pastor, Dumuzi, y lo hace su consorte.
Recuerda a la historia de Caín, el labrador, y Abel, el pastor. Dios acepta la ofrenda del
pastor y rechaza la del labrador. Aquí se puede ver bien cómo un dios padre desplaza en
el mito a una diosa madre-esposa que toma consorte: en el mito bíblico todo se reduce a
aceptar o no la ofrenda de uno u otro y a ser grato a los ojos de Dios. Hay que decir que
el mito sumerio acaba con la reconciliación amistosa de pastor y labrador, pero el bíblico
termina como es bien sabido.
Anahita
En cuanto a la relación entre la presencia de dioses padre tribales y dioses del cielo con
características de rey guerrero y un componente social marcadamente patriarcal que
desplaza y subordina a la mujer, tanto la cultura sumeria como la irania zoroástrica y su
culto a grandes diosas ofrecen ejemplos interesantes. Se constata una cierta igualdad
social y ritual-religiosa entre hombres y mujeres en ambas culturas, por lo menos en
ciertas épocas. En Sumer, las niñas de familias pudientes, al igual que los niños, podían
recibir educación; como atestiguan las tablillas, las mujeres podían también poseer y
heredar tierras. Al parecer, también podían ejercer funciones de escriba, podían
abandonar a sus esposos (y al revés) debido a engaños amorosos sin penalizaciones
legales y, como es natural, sacerdotisas como las de Inanna y otras diosas tenían un
poder cultual y social muy grande. Es cierto que con el paso del tiempo la cultura sumeria
se “acadizó” y muchos dioses masculinos asumieron funciones que antes tenían las
diosas madre.
En el caso del la cultura irania, es indoeuropea en origen (con características guerreras-
tribales-patriarcales), pero el zoroastrismo le dio un cariz muy diferente. Como se ha
dicho, más que un dios padre con atributos viriles, la suprema divinidad Ahura Mazda
representaba el concepto de sabiduría y orden, y con el tiempo entró con fuerza el culto a
la diosa guerrera-fértil Anahita que adoptaron los últimos aqueménidas, que participaba en
la ceremonia de coronación del rey y que durante la época parta y sobre todo sasánida
fue cobrando más importancia convirtiéndose en patrona real. Lo que es destacable es
que los textos religiosos zoroástricos, desde los más antiguos, son sorprendentemente
inclusivos a la hora de mencionar hombres y mujeres como sujetos religiosos iguales. El
mito de la creación del hombre zoroástrico, aunque conservado tardíamente sin duda
antiguo, es también igualitario. A partir de la semilla de un ser primigenio andrógino nacen,
en forma de planta primero, tanto el hombre como la mujer, Mashya y Mashyane “el
mortal y la mortal”. Incurren en una especie de desobediencia al dejarse engañar por los
daevas, pero de forma conjunta. Ningún mito ni ritual subordina la mujer al hombre. Del
mismo modo, las tablillas administrativas halladas en Persépolis y otros lugares
corroboran que las mujeres en la antigua Persia, no solo las relacionadas con la realeza,
gozaban de privilegios sociales y económicos y de una influencia bastante sorprendente
para el mundo antiguo, cosa que se compaginaba con otras tendencias patriarcales de
esa misma sociedad. Incluso se sabe de mujeres que jamás se casaron o tuvieron hijos,
sin que eso supusiese un problema. Lo que está claro es que en estas culturas la posición
de la mujer -corroborada por la influencia y poder de la diosa- era enormemente mejor
que en la misógina Atenas o en el patriarcal mundo hebreo, si se exceptúa el extraño
suceso que supuso el movimiento de Jesús. Recuérdese que Sócrates no tuvo discípulas,
pero Jesús sí.
Atenea
Un mito y las diversas interpretaciones del mismo influencian una situación social y
política concreta y, a su vez, una situación sociopolítica concreta genera mitos e
interpretaciones de los mismos que la justifiquen. Por ello es evidente que tanto la
mitología sumeria como la irania han colaborado sin duda a la percepción de la mujer en
estas sociedades. Tan solo un mito de la creación del hombre y la mujer igualitario así
como la presencia de diosas de gran prestigio y poder pueden tener una influencia
enorme en sus respectivas sociedades. Por ello la situación se torna verdaderamente
problemática en el mundo griego, en el occidente cristiano, el judaísmo rabínico y en el
Islam. Los mitos de la creación y origen de la mujer y el papel de sus diosas han tenido
consecuencias funestas en muchos casos. En la Atenas clásica, la mujer estaba
completamente relegada y sometida al varón; no podía participar de la ciudadanía, no
tenía entidad política ni social y solo existía como alguien adscrito a un varón, sea padre,
esposo o tutor, como una eterna niña pequeña. La literatura contiene muchos tópicos
misóginos propios de esta sociedad, puestos de relieve e incluso criticados por autores
como Eurípides, que hoy consideramos con una mentalidad especialmente avanzada,
aunque en su época lo tachaban de misógino sus propios conciudadanos. Y lejos de lo
que algunas interpretaciones anacrónicas pretenden, las absurdas comedias de
Aristófanes donde las mujeres toman el control y manejan a los hombres no hacen más
que abundar en los tópicos misóginos de la época y reírse, en una especie del mundo al
revés, de unas mujeres que en ningún caso asistían a esas obras.
Y la mitología griega es clara al respecto: la mujer es un castigo, un mal. No solo eso, sino
que la raza de los hombres y la raza de las mujeres son cosas aparte, creadas de distinta
manera y que prácticamente no tienen que ver entre sí. Los dioses crearon al hombre
varón solamente. Más tarde, como castigo, crearon la raza de las mujeres. Un texto
fundacional y fundamental para conformar la mentalidad griega clásica es la Teogonía y
los Trabajos y los Días de Hesíodo. En él aparece el conocido mito de Prometeo, el Titán
benefactor de los hombres (varones). A Zeus y a los olímpicos les interesa que el hombre
sea un dócil siervo suyo en estado salvaje que les ofrezca sacrificios y no asome
demasiado la cabeza. Prometeo enseña a los hombres a quedarse con la parte más
sabrosa de los animales sacrificados a los dioses y, lo que es peor, roba el fuego del
Olimpo y se lo entrega a los mortales. Es una metáfora de la salida del hombre del estado
salvaje, del inicio de la tecnología y la civilización y también del despertar de la
conciencia; Prometeo sería como la serpiente del Edén. Según Hesíodo, Zeus planea el
peor de los castigos. Pese a que hay dioses y diosas, titanes y titánides, la raza de los
mortales es solo masculina. Zeus encarga al cojo Hefesto que fabrique una bella mujer,
como si de un autómata sin alma se tratara (Hefesto entre otras cosas creó autómatas
para servir a los dioses) y los olímpicos la engalanan con diversos dones, dones
envenenados: ha nacido la primera mujer, Pandora. Está concebida como un veneno en
un frasco bonito, y como es bien sabido, su incontinente curiosidad (la incontinencia es
uno de los tópicos misóginos griegos) extiende todos los males contenidos en su ánfora
(la “caja” de Pandora) por el mundo. Y según Hesíodo:
“De ella procede la estirpe de las femeninas mujeres, de ella es la destructiva estirpe y las
tribus de las mujeres (…) para desgracia de los hombres mortales, creó Zeus altitonante a
las mujeres, amigas de acciones molestas”
En el mismo pasaje indica el autor que solo son compañeras del hombre en la abundancia
y las compara con el zángano, viniendo a decir que esencialmente son parásitos. Queda
además claro que hombres y mujeres son razas diferentes y distintos productos de la
creación; los genuinos mortales, los únicos que cuentan, al igual que en la sociedad
ateniense, son los varones; las mujeres son una creación secundaria, concebida como un
mal necesario para dar quebraderos de cabeza a los hombres. Un tópico de la tragedia y
de la literatura ateniense es lamentarse de que sean necesarias las mujeres para la
procreación. Así espeta el Jasón en Medea (v.573) de Eurípides: “Los hombres deberían
engendrar hijos de alguna otra manera y no tendría que existir la raza femenina: así no
habría mal alguno para los hombres”. Su hijo Hipólito, en la obra homónima del mismo
autor, también opina que los hijos se deberían tener entregando ofrendas en los templos.
Hipólito el casto es famoso por su odio y rechazo a la estirpe de las mujeres. Afrodita,
como castigo, hace que su madrastra Fedra se enamore de él. Fedra es rechazada y
antes de suicidarse por vergüenza inculpa a su hijastro de haberla querido violar.
La diosa aparece serena con su casco ático y en el reverso el ave al lado de una rama de
olivo (uno de los árboles tradicionales del jardín de la antigua diosa) con la leyenda ATHE
que abrevia la expresión en genitivo “de los atenienses”. El icónico mochuelo de estas
piezas se convertirá en el logo de la Revista de Occidente.
La propia iconografía de Atenea y su ave de las monedas iba cambiando según los
sucesos de la ciudad. Por ejemplo, antes de las guerras Médicas, que terminan en el 480
a.C el casco de la diosa no presenta ningún motivo vegetal ni aparece la luna al lado del
mochuelo. El casco de Atenea se adorna con hojas de la victoria en las monedas solo tras
las guerras médicas: Atenea es una diosa victoriosa que ha hecho prevalecer a los
atenienses en Salamina y Platea y ha protegido la ciudad del ejército de Jerjes. Se
especula que la inclusión de la luna haga referencia a la batalla de Maratón, en día de
luna llena, pero más bien reaparece el motivo de la luna habitual en Mesopotamia y que
es coherente con la naturaleza nocturna del ave. Hay un criterio bastante más sutil pero
artísticamente muy atractivo que utilizan algunos numismáticos para datar un modelo de
moneda que se acuñó durante más de un siglo: según ellos la diosa sonríe claramente
durante las décadas de esplendor del imperio ateniense, la época de Pericles, Fidias y del
Partenón. Sin embargo, a partir de la guerra del Peloponeso y la consecuente
desintegración del imperio ateniense, la diosa adopta un gesto serio y adusto.
Otro mito une a Atenea con el sentimiento nacional y ciudadano ateniense. Como se ha
dicho, Atenea no puede ser una diosa madre ni tener ninguna característica de fecundidad
y generación, ya que eso es propio de la raza de las mujeres o de otras diosas peor
valoradas, pero de algún modo tiene que ser “madre” del primer ateniense, del personaje
que demuestre que los atenienses siempre han vivido en el suelo que ocupan. Según el
mito, Atenea sufre un intento de violación por parte de Hefesto; el acto no se consuma
pero el semen de Hefesto cae en la pierna de Atenea que lo echa a tierra con un copo de
lana. De la tierra surge un hijo, Erictonio, y Atenea lo recoge con la intención de criarlo en
secreto y lo mete en una caja. Según algunas versiones el niño es mitad serpiente, y
según otras, habita la caja junto a una. En algunos mitos Erecteo es su hijo aunque en
general hay cierta confusión e identificación entre los dos y también otro personaje
llamado Cécrope, pero lo que queda claro es que el primer rey mítico de Atenas surge de
algún modo de la diosa, es criado por ella y nace de la tierra, no viene de fuera. Atenea es
virgen y jamás es madre, pero de algún modo sí madre adoptiva. Este mito entronca con
la idea de autoctonía, palabra griega que significa “surgido por sí mismo de la tierra”. El
autóctono es el que siempre ha sido de un lugar, el nativo originario, el no mezclado y por
lo tanto el que tiene plenos derechos sobre su tierra. Los mitos de autoctonía han
justificado históricamente las pretensiones de derecho sobre una tierra determinada, el
desprecio por el extranjero y el sentimiento de pertenencia a una nación. El mito de
Erictonio, pues, fue fundamental para justificar la idea de auctoctonía ateniense que
conformó su ideología e incluso ayudó a la formación de la democracia ateniense, ya que
todos los ciudadanos (varones) atenienses eran “iguales”, puesto que habían surgido del
suelo patrio. Era un tópico ateniense de época clásica el orgullo de ser un pueblo que
siempre había estado allí e incluso Tucídices menciona este hecho racionalizándolo al
decir que en el Ática hubo pocas migraciones debido a la pobreza del suelo.
Qué duda cabe de que esta idea de autoctonía hizo al ateniense sentirse superior, más
puro y merecedor de un imperio que sometiese a griegos más “mestizos”. De hecho, una
de las críticas habituales a su enemigo persa era su carácter multicultural, multinacional y,
según ellos, afeminado. Con el origen terrestre de los primeros atenienses, se solventaba
otro problema: la raza de los ciudadanos varones había nacido sin el concurso de una
mujer, se había evitado ese mal necesario que asolaba a los mortales, y a su vez se
lograba que los atenienses fuesen hijos de Atenea pero de una manera simbólica.
Algo así operó en el cristianismo de la antigüedad tardía y la Edad Media por culpa de una
interpretación del mito de Eva en la que ésta es una creación secundaria y básicamente
negativa; el texto griego de los evangelios dice claramente que María era virgen hasta dar
a luz a Jesús, y después menciona con naturalidad a hermanos y hermanas de Jesús. El
más antiguo, el de Marcos, ni siquiera menciona para nada el nacimiento. Sin embargo,
conforme se va divinizando la figura de María, se la despoja de una maternidad normal y
humana y se convierte en un personaje inmortal, virgen antes y después del nacimiento
de su hijo y ella misma fruto de un parto inmaculado. Así se desfemeniza a la reina del
cielo y madre de los cristianos, pero no por ello, al igual que en el caso de Atenea,
desaparece de la faz del mundo la vieja idea de la gran diosa madre.