una actitud del filósofo ante aquello que la diferencia sexual eventualmente
impone al sentido del ser.
En este aspecto, nos interesa detenernos brevemente en la Antígona
hegeliana, no sólo porque es un punto de vista insoslayable de las distintas
Antígonas —la interpretación de Hegel ya es canónica e impregna muchas
de las discusiones morales que se suscitan a través de los tiempos—, sino
también por el peculiar estilo con el que Hegel incluye la diferencia sexual
en la travesía del espíritu. Si son pocas las oportunidades en las que el filó-
sofo se las ve con los embrollos de la diferencia sexual, la Fenomenología del
espíritu es una excepción en este aspecto. La diferencia sexual comparece
especialmente en este caso, cuando se trata de la eticidad que es, precisa-
mente, en la andadura de Hegel, lo que conduce a Antígona.
Por el contrario, si algo distingue a la Antígona de Lacan es que no es
una Antígona hegeliana, aunque indudablemente Lacan la evoque de dis-
tintos modos para producir su diferencia.
Es sabido que, para Hegel, Antígona despliega en su tragedia la oposi-
ción entre dos principios o leyes: la ley humana y la ley divina. En la medida
en que es una oposición, es también, en la perspectiva hegeliana, una unila-
terización de las conciencias a superar. La conciencia de la ley humana y la
conciencia de la ley divina abandonarán su punto de vista unilateral (lo que
les impide constituirse en la autoconciencia) a través del salto dialéctico que
pueda mostrar la mutua inclusión de dichas leyes. De allí que Hegel vea
tanto a Creonte como a Antígona apresados en su estrechez de perspectiva,
reducidos a su punto de vista parcial, abocados a un enfrentamiento sin
perdón posible, producto exclusivamente de esa coyuntura parcial, en la
espera de una síntesis que haga verdadera justicia a esas visiones irreducti-
bles y contrapuestas. Sin embargo, más allá de esta perspectiva general que
intenta describir el propósito hegeliano, también se debe admitir que en el
caso de la tragedia, Hegel sabe mostrar la fragilidad de toda conciliación,
pues el conflicto exige la colisión inevitable, la desaparición que no encuen-
tra solución alguna, ni siquiera teórica. Como si Hegel, de algún modo,
sugiriera que la unilaterización de los puntos de vista en el conflicto no es el
único secreto de la tragedia. Recordemos la clásica oposición: la ley huma-
na implica al Estado, la comunidad política, los bienes de la ciudad, las
mediaciones, el para sí, la racionalidad; la ley divina se corresponde con lo
inmediato, lo familiar, lo subterráneo, lo natural, lo opaco.
Desde esta perspectiva, se puede apreciar que las leyes y costumbres de
un pueblo, en Hegel, se componen de la ley humana, ley de arriba, clara y
manifiesta, y de la ley divina de abajo, inconsciente, misteriosa y escondida,
las que se apoyan mutuamente, hecho que los personajes de la tragedia no
pueden visualizar. Sin embargo, lo más inquietante de esta oposición hege-
liana aparece cuando observamos que ambas leyes se van confundiendo, en
ciertos instantes, con la diferencia sexual; la ley humana, propia del Estado
132 Lacan en la razón posmoderna
modo indirecto al carácter cristiano de Antígona, «habrá que cuidarse del día
en que los mártires ganen y se prepare el gran incendio».
Esta misma atracción y esta distancia la volvemos a encontrar con res-
pecto a la expresión utilizada en este caso por Lacan en referencia a Antí-
gona: «el deseo puro». Señalemos, al pasar, que el concepto de lo puro había
aparecido en Hegel con respecto a la relación entre hermanos, y ahora lo vemos
desplazado a la cuestión del deseo.
Hay que destacar, a su vez, que Lacan, con el propósito de mostrar a la
ética del psicoanálisis como lo que orienta la experiencia de la cura en un
suelo distinto que presenta la estructura del mundo del bien, necesita demo-
rarse en la estructura del deseo puro, como posible ejemplo de atravesamien-
to del mundo del bien antes mencionado. Antígona encarna, en este aspec-
to, el deseo puro, más allá de la culpa y la deuda, no reconocible en
demanda alguna; ningún bien, se llame esposo, hijo o madre, le hará ceder
frente a su deseo. He aquí el carácter problemático de la expresión «deseo
puro». ¿Es lo mismo el deseo que una posición subjetiva incondicionada? ¿Una
posición subjetiva incondicionada, es acaso signo de la verdad de un deseo? Si en
la fórmula lacaniana, «de lo único que te puedes sentir culpable es de haber
cedido frente a tu deseo», no se despeja suficientemente la diferencia entre
la posición subjetiva incondicionada y la verdad de un deseo, puede desli-
zarse una interpretación idealista del deseo, propia de la posición subjetiva
en la histeria. No necesariamente cuando hablamos de lo incondicionado
se trata de un signo del deseo, entre otras cosas porque el deseo, en su pro-
pia esencia, siempre descompone al signo.
De allí que la posible confusión entre posición subjetiva incondicionada
y deseo que, por momentos, la expresión deseo puro favorece, merece ser
interrogada en sus distintos alcances, pues es el psicoanálisis, a través de
Lacan, el que enseña que sacrificarse por una causa no siempre la legitima,
y el mero hecho de su exigencia incondicional tampoco testimonia inevita-
blemente de su verdad. Pensar que una posición incondicionada, por el
mero hecho de serlo, es equivalente a no ceder frente al deseo, es dejar apresa-
do al deseo en sus posiciones reivindicativas.
cadena significante, puede ser concebido como una ley. El deseo puro, esa
dimensión irreconciliable con la ley, es lo que le otorga su propia legalidad
irreductible, e identificándose al deseo puro consigue procurarse el brillo.
La belleza de Antígona está entonces, en primer lugar, ligada a la consuma-
ción de la fatalidad, con su modo particular de encarnar la pulsión de muer-
te.
Esa víctima terriblemente voluntaria que no admite la segunda muerte de
su hermano, va produciendo el especial descenso de ella misma al espacio
de la segunda muerte. Con respecto a la Antígona que va a ser enterrada viva,
Lacan organiza una reflexión sobre esa trilogía esencial puesta en juego en el
deseo puro: belleza, imagen, deseo.
Insistamos otra vez con la pregunta: ¿qué es lo que brilla en la belleza de
Antígona? Por enigmático que sea el alcance de esta pregunta, se trata de
una dimensión de la belleza que no pertenece a la noción clásica de imagi-
nario en la enseñanza de Lacan. La imagen referida aquí no está en la
intersección símbólico-imaginario. Por el contrario, es una imagen que purifi-
ca a Antígona del resto de las imágenes; la belleza de Antígona que «purifica el
orden mismo de la imagen», no encontraría fácilmente un espejo donde reflejarse.
Su potencia turbadora y su capacidad de enceguecer, residen en una frontera que
se escribe entre lo imaginario y lo real.
Esta belleza más próxima a la Cosa que a sus símbolos, de una extraña
nitidez, a un paso de lo siniestro, transporta a quien concierne, de la fascina-
ción a la impotencia; eso los turba, dice Lacan.
No hay otras palabras para describir la oscilación de ese brillo que las del
propio Lacan: «suerte de una vida que se confundía con la muerte, muerte
vivida de manera anticipada, muerte insinuándose en el dominio de la vida,
vida insinuándose en la muerte». En el movimiento de esta frase, el deseo
se vuelve vivido y puede ser captado por una imagen, por esa imagen que se
convierte en el paisaje, el retrato de lo irreductible: la posición subjetiva
irreductible cuya imagen se sustrae del resto de las imágenes, pues es allí
donde al fin Antígona supo situarse, donde la pulsión de muerte, el deseo
puro, alcanza su forma de imagen. «Los fascina, los intimida», dice Lacan,
¿hasta dónde llega su intimidación? Mientras «el bien engaña al deseo,
ofreciéndose a la satisfacción del placer, prometiéndonos o dejándonos
esperar el encuentro con un objeto perdido», mientras el bien aún hace de
sostén en la estructura que protege al mundo, la belleza no engaña, como ya lo
sabía Rilke, a través de su presencia consumada; la belleza traza la frontera con
respecto al horror fundamental.