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130 Lacan en la razón posmoderna

Indagando el concepto de represión como condición de la ley moral,


Freud organiza su respuesta. El origen de los preceptos y restricciones
dependen de un acto, el asesinato del padre, un asesinato anterior a toda ley
moral. La moral surge de un crimen inútil; el padre muerto es el que alcan-
za su verdadera eficacia simbólica instalando el sentimiento de culpabili-
dad. Es un crimen que no mata a nadie; como nunca ocurrió, es aun más
eficaz. El origen de la ley moral nos presenta este mito, que aunque no
posee historia alguna en su acontecer, constituye el emplazamiento original
de la Ley. A Freud le basta, con respecto al acontecimiento, verificar clínicamen-
te sus huellas en la estructuración de la neurosis y la psicosis. Esas consecuencias
clínicas que derivan de lo siguiente: la ley es un acto performativo que no puede
explicar el campo que ella misma funda.

3.3. Antígona y lo Deberíamos plantearnos la intervención analítica hasta


incondicionado llegar a los diálogos fundamentales sobre la justicia y el coraje
en la gran tradición dialéctica.
Jacques Lacan

Inevitablemente, Lacan, en el seminario La ética del psicoanálisis, se


encuentra con la Antígona de Sófocles. Nunca una tragedia, ni tal vez nin-
gún otro texto, volverá a recoger de un modo tan esencial las vicisitudes de
la deliberación, el sentido de la justicia, los argumentos de la moral práctica
y la forma en que todo eso determina el valor de las acciones y las cosas. Por
ello, a la gran Antígona de Hegel, Hölderlin, Kierkegaard, Heidegger, se
suma esta vez la de un psicoanalista. ¿Por qué los filósofos han escogido a Antí-
gona y no a Edipo? Antígona es a los filósofos lo que Edipo a los psicoanalistas;
incluso Steiner, en su famoso estudio, «Antígonas», intenta captar en la plurali-
dad de las Antígonas la forma invariante que las reúne, esto es, la copertenencia
de Antígona y la estructura del lenguaje.
Antígona, según Steiner, está tan anclada en nuestro lenguaje que no
hay cultura que no sea capaz de hacerla surgir en la realidad. Por lo mismo,
Antígona es siempre actual, se pone en acto de tal modo que, incluso en
este mismo momento, se están forjando algunas, y eso es tan seguro como
la presencia en el mundo, en todas partes, de cuerpos sin enterrar, de muer-
tos sin despedida y de persecuciones hacia aquellos que intentan restablecer
la dignidad simbólica del cuerpo muerto.
Al hacer coincidir a Antígona con el lenguaje que es siempre capaz de volver a
engendrarla, Steiner reanuda, admitiéndolo o no, ese gesto del psicoanálisis que
llevó a considerar al Edipo no sólo como una dramaturgia familiar, sino como
aquello que ilustra los distintos avatares del ser que habla en su captura por el
lenguaje.
No obstante, el interés del filósofo por Antígona y por esa muerte con-
sentida que la reúne con Sócrates y Cristo en muchos pensadores, indica
Antígona y lo incondicionado 131

una actitud del filósofo ante aquello que la diferencia sexual eventualmente
impone al sentido del ser.
En este aspecto, nos interesa detenernos brevemente en la Antígona
hegeliana, no sólo porque es un punto de vista insoslayable de las distintas
Antígonas —la interpretación de Hegel ya es canónica e impregna muchas
de las discusiones morales que se suscitan a través de los tiempos—, sino
también por el peculiar estilo con el que Hegel incluye la diferencia sexual
en la travesía del espíritu. Si son pocas las oportunidades en las que el filó-
sofo se las ve con los embrollos de la diferencia sexual, la Fenomenología del
espíritu es una excepción en este aspecto. La diferencia sexual comparece
especialmente en este caso, cuando se trata de la eticidad que es, precisa-
mente, en la andadura de Hegel, lo que conduce a Antígona.
Por el contrario, si algo distingue a la Antígona de Lacan es que no es
una Antígona hegeliana, aunque indudablemente Lacan la evoque de dis-
tintos modos para producir su diferencia.
Es sabido que, para Hegel, Antígona despliega en su tragedia la oposi-
ción entre dos principios o leyes: la ley humana y la ley divina. En la medida
en que es una oposición, es también, en la perspectiva hegeliana, una unila-
terización de las conciencias a superar. La conciencia de la ley humana y la
conciencia de la ley divina abandonarán su punto de vista unilateral (lo que
les impide constituirse en la autoconciencia) a través del salto dialéctico que
pueda mostrar la mutua inclusión de dichas leyes. De allí que Hegel vea
tanto a Creonte como a Antígona apresados en su estrechez de perspectiva,
reducidos a su punto de vista parcial, abocados a un enfrentamiento sin
perdón posible, producto exclusivamente de esa coyuntura parcial, en la
espera de una síntesis que haga verdadera justicia a esas visiones irreducti-
bles y contrapuestas. Sin embargo, más allá de esta perspectiva general que
intenta describir el propósito hegeliano, también se debe admitir que en el
caso de la tragedia, Hegel sabe mostrar la fragilidad de toda conciliación,
pues el conflicto exige la colisión inevitable, la desaparición que no encuen-
tra solución alguna, ni siquiera teórica. Como si Hegel, de algún modo,
sugiriera que la unilaterización de los puntos de vista en el conflicto no es el
único secreto de la tragedia. Recordemos la clásica oposición: la ley huma-
na implica al Estado, la comunidad política, los bienes de la ciudad, las
mediaciones, el para sí, la racionalidad; la ley divina se corresponde con lo
inmediato, lo familiar, lo subterráneo, lo natural, lo opaco.
Desde esta perspectiva, se puede apreciar que las leyes y costumbres de
un pueblo, en Hegel, se componen de la ley humana, ley de arriba, clara y
manifiesta, y de la ley divina de abajo, inconsciente, misteriosa y escondida,
las que se apoyan mutuamente, hecho que los personajes de la tragedia no
pueden visualizar. Sin embargo, lo más inquietante de esta oposición hege-
liana aparece cuando observamos que ambas leyes se van confundiendo, en
ciertos instantes, con la diferencia sexual; la ley humana, propia del Estado
132 Lacan en la razón posmoderna

y de los bienes de la ciudad, desemboca en el varón y, como es obvio, la ley


divina en la mujer.
Si hablamos de obviedad, en este caso, es porque es fácil reconocer que la
temática de la mujer como inconsciente (en el sentido hegeliano y no freudia-
no), misterio excepcional, se ha vuelto un tópico habitual y, en este sentido,
conviene dilucidar el modo específico que, en la Fenomenología…, asume el
par familia-mujer. En el ámbito de la ley divina la familia es el pueblo contra el
pueblo. Así, la Fenomenología muestra cómo aquello que el pueblo puede
tener de ético mientras esté vinculado a la ciudad y el Estado, se halla, de
algún modo, socavado y mermado por la familia; por su carácter subterrá-
neo, no es evidente que la familia asegure las condiciones de la comunidad.
Por ello, Hegel sólo reconoce, en principio, la dimensión ético-familiar allí
donde se trata del culto a los muertos, de su cuidado ritual en la sepultura,
lugar donde la familia es susceptible de encontrarse con lo Universal.
La diferencia sexual en cambio, tal como la aborda Hegel, a través de la
relación Marido-Mujer, en su versión correspondiente a la familia, sufre, de
entrada, una desvalorización ética, al estar lastrada por lo natural. El recono-
cimiento mutuo sólo se produce, si conduce a un exterior tercero que es el
hijo, y siempre que la acción finaliza en un tercero, la reflexión no es perfec-
ta pues hay mezcla. Otro tanto ocurre con la relación padres-hijos que
también se dispersa, pues los hijos encuentran su para sí separándose de la
fuente de los padres. De esta forma, tanto el vínculo marido-mujer, como
padres-hijos, están coloreados de inconsciente, de inmediatez. De allí que la
familia y la mujer, como su protagonista más privilegiada, no vaya nunca a
favor de la Eticidad. Hasta tal punto, que Hegel llega a considerar la guerra
como el recurso que tiene la comunidad política de no disolverse en la
familia; por este sesgo, la guerra se haría para resguardarse de la familia y,
en última instancia, de la mujer. En la perspectiva hegeliana, los hombres
van a la guerra para recuperarse a través de sus heraldos bélicos, de la atrac-
ción que ejercen lo subterráneo, inconsciente y divino.
En este panorama de lo familiar, auspiciado por lo femenino, incons-
ciente y subterráneo, Hegel prepara las condiciones para producir el salto
superador de la escisión. En ese salto se pondrán en juego muchas cosas a la
vez; la tensión evidente de la distancia y cercanía que Hegel mantiene con
el mundo griego y su forma de Estado, y lo que Hegel quiere decir a su
presente, a través de Grecia.
No hay que olvidar, a su vez, que el texto de la Fenomenología, y la lengua
que Hegel concibe para producirlo, es de una naturaleza especial. El propio
Lacan recuerda que Hegel, en su intento de concebir dicha lengua apropia-
da, rozó la tentación de la locura.
Para producir su salto, Hegel abre una instancia de la mujer apropiada a
la ética, una instancia que no está lastrada por lo inmediato y lo natural, una
dimensión de lo femenino que implica un presentimiento de la ética. Esta
Antígona y lo incondicionado 133

instancia ética de la mujer es la Hermana que, en la mirada hegeliana, ilus-


tra su propia versión con respecto a la diferencia sexual: «Son una misma
sangre —escribe Hegel— pero una sangre que ha alcanzado en ellos su
quietud y su equilibrio». Razón por la cual, «lo femenino tiene, por tanto,
en cuanto hermana, el supremo presentimiento de la esencia ética». La
relación entre hermanos, libre de apetencias, pura (y retengamos aquí la pala-
bra), no afectada por ningún deseo de inmediatez, permite progresivamen-
te que Hegel vaya encontrándose con una Antígona hecha a medida para
concebir la oposición entre las dos leyes.
Antígona, tanto por lo que concierne al culto de los muertos y la sepul-
tura de Polínices, como por su condición de hermana, está en la mejor
posición tanto para protagonizar la oposición entre dos leyes como para
desequilibrarla, desbordarla, desestabilizarla.
La ley divina alcanzará en su conflicto a la comunidad política a través
del entierro de los muertos, la sepultura. Ese vínculo entre los vivos y los
muertos aparece como un límite fundamental de la política, el que según
Hegel, interrumpe el curso natural de los cuerpos. Por esto la sepultura es la
eticidad de la familia y de la Antígona hermana que hace valer con respecto
al cuerpo insepulto de su hermano, una ley suprema, un deber que ella sitúa
más allá de cualquier inclinación, aunque a veces tome la forma del discur-
so de la amada por su amado. El amor por el difunto se va declinando hacia
el extremo, llegando incluso a ser un cadáver amado por otros cadáveres,
como testimonio final de que no siempre los valores guardan una relación
necesaria con lo útil y el Bien.
Esta mujer-hermana que no tendrá ni esposo ni hijos, busca la virtud
alejada del mundo de la ciudad, haciendo sus propias leyes, sin ninguna
vacilación subjetiva y sin ejercer ninguna violencia con los otros.
Por el contrario, en el Creonte hegeliano, el Bien se vuelve universal
confudiéndose con el Bien de la ciudad, de una ciudad homogénea y sin
fisuras. Si Polínices, en tanto es también pariente cercano de Creonte,
necesita de su parte el consentimiento a la sepultura, Creonte castiga a
Polínices a no ser enterrado, porque los límites del bien coinciden con los
de la Polis. Si Polínices es un traidor (a diferencia de su hermano) debe
quedar fuera de su jurisdicción.
El único bien irrefutable es simplemente el de la ciudad y sólo se respe-
ta al benefactor de la polis. Aunque Creonte, en tanto miembro de una
familia, debería guardar cierta obligación hacia los muertos, en su progra-
ma los lazos de sangre deben ser sustituidos por el bien de la amistad civil.
En su visión no hay lazos de sangre, ni amistoso ni sexual, que estén por
encima del pacto civil y contractual que, lógicamente, una ciudad y un
Estado deben imponer.
La ciudad, en esta perspectiva, no tiene lugar para la piedad familiar. Y
es en relación con esta pendiente unilateral de Creonte, que Antígona hace
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constar su relación con leyes no escritas, testimoniando así, su eterna ironía


desgarrada con respecto a una comunidad política que quiere agotar su
sentido en el campo de las determinaciones jurídico-administrativas.
Después de esta breve presentación de la tragedia de Sófocles en su
interpretación hegeliana, pasaremos solamente a enumerar algunas de las
cuestiones que se suscitan en La ética del psicoanálisis de Jacques Lacan,
dejando de entrada claro que no intentamos aquí dar cuenta de la Antígona
lacaniana en sus distintos alcances; simplemente queremos volver a situar
qué tipo de problemática llevó al psicoanálisis, a través de Lacan, a encon-
trarse con la tragedia de Antígona y su tradición hermenéutica.
Presentaremos entonces aquellas cuestiones que consideramos sustan-
ciales a dicho encuentro.

i. Hay un debate que se presenta en el movimiento interno de la filo-


sofía con respecto a la tragedia. O bien la tragedia es algo que se constituye
como un momento de la historia de la filosofía, que la filosofía no hace más
que dialectizar, plegar y transformar en sus criterios, o la tragedia es algo
que la filosofía, de algún modo, tuvo que eludir; la voz de la no filosofía,
como diría Paul Ricoeur, que irrumpe intempestivamente, como si hubiera
en el documento de la tragedia una serie de huellas que desbordan la filoso-
fía y no se dejan absorber en la misma.
Dicho de otra manera, hay en la tragedia algo que permanece impensa-
do por la filosofía y, por lo mismo, retorna. Por ello, será siempre pertinente
no reducir la tragedia a ninguna enseñanza moral, pues la misma obliga-
ción que conmina a Antígona a darle a su hermano una sepultura, aunque
sea enemigo de la polis, es algo que va más lejos de la reivindicación de lo
familiar frente a lo público, así como el modo en que Hegel excepcionaliza
a la mujer en la figura de la Hermana, desborda también los límites de la
oposición ley Humana-ley Divina como contraposición de visiones unila-
terales.
Al respecto, podríamos decir que la posición de Lacan se acerca a la
segunda opción. A Lacan le interesa la presencia de Antígona, lo que su
presencia logra cifrar, más allá de cualquier dialéctica moralizante. La com-
parecencia de Antígona en el seminario La ética…, apunta de manera deci-
siva a dilucidar la cuestión del lugar del analista en la experiencia de la cura,
y al discernimiento —bastante problemático en ese momento de la ense-
ñanza de Lacan— de lo que es la función del deseo del analista.
¿Con qué objeto Lacan toma en aquel momento una figura trágica-heroi-
ca para pensar el lugar del analista? Empecemos admitiendo que Lacan tiene
por esta figura trágica una cierta atracción y cierta reserva a la vez. La atrac-
ción la sugiere la misma fórmula que Lacan presenta en los capítulos referidos
a Antígona, no ceder frente al deseo; pero hay al mismo tiempo una reserva y una
advertencia, pues como el propio Lacan lo sugiere haciendo referencia de
Antígona y lo incondicionado 135

modo indirecto al carácter cristiano de Antígona, «habrá que cuidarse del día
en que los mártires ganen y se prepare el gran incendio».
Esta misma atracción y esta distancia la volvemos a encontrar con res-
pecto a la expresión utilizada en este caso por Lacan en referencia a Antí-
gona: «el deseo puro». Señalemos, al pasar, que el concepto de lo puro había
aparecido en Hegel con respecto a la relación entre hermanos, y ahora lo vemos
desplazado a la cuestión del deseo.
Hay que destacar, a su vez, que Lacan, con el propósito de mostrar a la
ética del psicoanálisis como lo que orienta la experiencia de la cura en un
suelo distinto que presenta la estructura del mundo del bien, necesita demo-
rarse en la estructura del deseo puro, como posible ejemplo de atravesamien-
to del mundo del bien antes mencionado. Antígona encarna, en este aspec-
to, el deseo puro, más allá de la culpa y la deuda, no reconocible en
demanda alguna; ningún bien, se llame esposo, hijo o madre, le hará ceder
frente a su deseo. He aquí el carácter problemático de la expresión «deseo
puro». ¿Es lo mismo el deseo que una posición subjetiva incondicionada? ¿Una
posición subjetiva incondicionada, es acaso signo de la verdad de un deseo? Si en
la fórmula lacaniana, «de lo único que te puedes sentir culpable es de haber
cedido frente a tu deseo», no se despeja suficientemente la diferencia entre
la posición subjetiva incondicionada y la verdad de un deseo, puede desli-
zarse una interpretación idealista del deseo, propia de la posición subjetiva
en la histeria. No necesariamente cuando hablamos de lo incondicionado
se trata de un signo del deseo, entre otras cosas porque el deseo, en su pro-
pia esencia, siempre descompone al signo.
De allí que la posible confusión entre posición subjetiva incondicionada
y deseo que, por momentos, la expresión deseo puro favorece, merece ser
interrogada en sus distintos alcances, pues es el psicoanálisis, a través de
Lacan, el que enseña que sacrificarse por una causa no siempre la legitima,
y el mero hecho de su exigencia incondicional tampoco testimonia inevita-
blemente de su verdad. Pensar que una posición incondicionada, por el
mero hecho de serlo, es equivalente a no ceder frente al deseo, es dejar apresa-
do al deseo en sus posiciones reivindicativas.

ii. En la tragedia y su héroe está en juego siempre un error de juicio. El


héroe trágico es el que es impunemente traicionado y es víctima, en todo su
esplendor, del error de juicio (hamartía).
La hamartía de Creonte es hablar el lenguaje de la razón práctica y, jus-
tamente, ese lenguaje es el que desencadena la temática de la segunda
muerte. La cuestión de la segunda muerte Lacan la había ya referido de otro
modo, a la problemática sadeana. Sade, para eternizar su goce, decide que
no haya ningún nombre propio en su tumba; es, para Sade, el modo de
imaginar que el goce, producto de la entrada del significante en la carne
viva, se extiende más allá de los límites de la vida biológica.
136 Lacan en la razón posmoderna

Al no ser enterrado en ninguna parte, al no ponerse el designador rígido


del nombre en la lápida —como lo señala Jacques Alain Miller, el nombre
propio es, justamente, lo que no permite diferenciar si lo que se designa está
vivo o muerto—, Sade imagina el goce extendiéndose sin límite, volviéndo-
se eterno. Esta práctica entra también en juego en relación a sus víctimas,
cuando se propone que el tormento alcance una infinitud que sobrepasa el
límite biológico.
Precisamente, cuando Antígona exige el entierro de Polínices, es en
razón de que a su hermano no se le puede matar por segunda vez; ello no debe
ni puede consentir en su segunda muerte, y debe darle la sepultura que
Creonte le niega, ese Creonte que pretende hablar todo el tiempo el len-
guaje universal del bien de la ciudad y que dice: «no se puede tratar del
mismo modo al hermano que se ha comportado de modo justo con la
patria, que a Polínices que ha sido un traidor».
Antígona, al situar su posición de justicia más allá de las leyes escritas,
vuelve a abrir la siguiente cuestión: ¿guarda la justicia una relación consti-
tuyente con el amor o la piedad, con aquello que no se define por propor-
ción o distribución alguna?
Son estas preguntas suscitadas por la víctima terriblemente voluntaria
que es Antígona, las que le conceden a ella, seguramente, la inevitable sim-
patía que sus estudiosos no disimulan y que, por supuesto, no se agota en la
fascinación que puede ejercer el enfrentamiento de lo vulnerable contra el
poder.

iii. Lacan, en su afán de arrancar a Antígona del enfrentamiento dia-


léctico hegeliano, se dirige a su presencia, a lo que su presencia cifra y mues-
tra en lo que hay en la jovencita. Lo primero que la presencia trae consigo es
el brillo, el brillo de la belleza; ¿puede concebirse a la belleza sin el brillo? No
se trata de que la belleza y su experiencia nos permita sentirnos partícipes de
una comunidad humana, sino de saber qué es lo que brilla cuando decimos
que algo es bello. ¿Acaso brilla el consentimiento de la muerte simbólica?
¿El acceso a la segunda muerte que ya se anticipa? Ese acceso a un límite
donde se refleja el punto de mira de un deseo, ¿es la belleza el último límite, el
velo final de un sacrificio perfectamente consentido en este caso?
En principio, la respuesta de Lacan es que, en Antígona, ese brillo es el
punto de mira que define al deseo, en tanto se sitúa más allá del temor y la
piedad, fuera de la culpabilidad, lo que impide inscribir a Antígona en la
dimensión del masoquismo cristiano. En el acto de Antígona se realiza lo
atroz y se franquea la fatalidad, pero no hay huella, en su sacrificio singular,
de esa estructura originaria que es el masoquismo moral, sobre el que el
cristianismo funda su edificio ético.
Antígona, frente a la hamartía de Creonte, afirma que hay leyes que no
están escritas, que hay algo que aunque no pueda desarrollar ni formular la
Antígona y lo incondicionado 137

cadena significante, puede ser concebido como una ley. El deseo puro, esa
dimensión irreconciliable con la ley, es lo que le otorga su propia legalidad
irreductible, e identificándose al deseo puro consigue procurarse el brillo.
La belleza de Antígona está entonces, en primer lugar, ligada a la consuma-
ción de la fatalidad, con su modo particular de encarnar la pulsión de muer-
te.
Esa víctima terriblemente voluntaria que no admite la segunda muerte de
su hermano, va produciendo el especial descenso de ella misma al espacio
de la segunda muerte. Con respecto a la Antígona que va a ser enterrada viva,
Lacan organiza una reflexión sobre esa trilogía esencial puesta en juego en el
deseo puro: belleza, imagen, deseo.
Insistamos otra vez con la pregunta: ¿qué es lo que brilla en la belleza de
Antígona? Por enigmático que sea el alcance de esta pregunta, se trata de
una dimensión de la belleza que no pertenece a la noción clásica de imagi-
nario en la enseñanza de Lacan. La imagen referida aquí no está en la
intersección símbólico-imaginario. Por el contrario, es una imagen que purifi-
ca a Antígona del resto de las imágenes; la belleza de Antígona que «purifica el
orden mismo de la imagen», no encontraría fácilmente un espejo donde reflejarse.
Su potencia turbadora y su capacidad de enceguecer, residen en una frontera que
se escribe entre lo imaginario y lo real.
Esta belleza más próxima a la Cosa que a sus símbolos, de una extraña
nitidez, a un paso de lo siniestro, transporta a quien concierne, de la fascina-
ción a la impotencia; eso los turba, dice Lacan.
No hay otras palabras para describir la oscilación de ese brillo que las del
propio Lacan: «suerte de una vida que se confundía con la muerte, muerte
vivida de manera anticipada, muerte insinuándose en el dominio de la vida,
vida insinuándose en la muerte». En el movimiento de esta frase, el deseo
se vuelve vivido y puede ser captado por una imagen, por esa imagen que se
convierte en el paisaje, el retrato de lo irreductible: la posición subjetiva
irreductible cuya imagen se sustrae del resto de las imágenes, pues es allí
donde al fin Antígona supo situarse, donde la pulsión de muerte, el deseo
puro, alcanza su forma de imagen. «Los fascina, los intimida», dice Lacan,
¿hasta dónde llega su intimidación? Mientras «el bien engaña al deseo,
ofreciéndose a la satisfacción del placer, prometiéndonos o dejándonos
esperar el encuentro con un objeto perdido», mientras el bien aún hace de
sostén en la estructura que protege al mundo, la belleza no engaña, como ya lo
sabía Rilke, a través de su presencia consumada; la belleza traza la frontera con
respecto al horror fundamental.

iv. Antígona es un nombre de lo incondicionado en su esencia más


pura. El término deseo puro define, para Lacan, el espacio trágico, ese deseo
que permite, a través de la belleza, dar imagen a la pulsión de muerte, deseo
que no está vehiculizado por ninguna demanda y que no permite distinguir,
138 Lacan en la razón posmoderna

en ese momento de la enseñanza de Lacan, la diferencia radical que se esta-


blecerá entre la dimensión del goce y el deseo. El deseo puro, tal como Lacan
lo presenta en el Seminario La ética…, no se presta, al respecto, a una clara
distinción.
La pregunta por el deseo puro en Antígona inevitablemente conduce a
otro interrogante: ¿qué clase de objeto es el hermano?, ¿qué encuentra
Antígona en Polínices? Recordemos aquel instante, siempre sorprendente,
en su diálogo con Ismena, y que a Goethe le provocaba horror, hasta llegar
a dudar de su autenticidad; es cuando Antígona afirma la jerarquía presente
en la lógica de su elección: se puede volver a tener marido e hijos, pero el
hermano es el auténtico insustituible. El hermano aparece como el nombre
de lo que no se puede sustituir y Antígona, inevitablemente, expresa ese
carácter insustituible a través de la tautología: «mi hermano es lo que es».
Al deseo puro, entonces, le corresponde una elección tautológica; «mi her-
mano es lo que es» implica que no hay ni metáfora ni metonimia para for-
mular esa elección. A diferencia del objeto causa del deseo, producido por la
cadena significante, lo propio de la relación de Antígona con su hermano,
lo que la lleva a introducirse en el espacio de la segunda muerte para que en
la imagen brille la pulsión, es el hecho de haberse encontrado, en su exis-
tencia, con un objeto que es lo que es. El hermano insustituible, su elección
tautológica, le permite a Antígona fundamentar su autonomía, darse a sí
misma una ley no escrita. En esa tautología, el deseo puro no permite distin-
guir entre deseo y goce. Cuatro años después, en el Seminario Los cuatro
conceptos del psicoanálisis, Lacan responde a la temática del deseo puro opo-
niéndole el deseo de la diferencia absoluta, al fin de un análisis. Correlativa-
mente a esta distinción, Lacan toma distancia con respecto a la posibilidad
de indagar el llamado deseo del analista a través de la figura heroica trágica.
A la par que Lacan acentúa el carácter tautológico de esta elección por
el hermano, al final de los capítulos que, en La ética…, se dedican a Antígo-
na, surge una aclaración sorprendente: sin ningún ambage Lacan hace
ingresar lo que él denomina el deseo criminal de Yocasta, como si Yocasta
hubiera hecho una elección absolutamente criminal, que ha alcanzado a
Antígona en su propio ser.
El deseo puro de Antígona, el deseo criminal de Yocasta, ¿se trata de
una nueva versión de esa eterna configuración de las dos mujeres, la pureza
y lo diabólico? Antígona no quiere tener hijos, se aparta de la transmisión
de la vida, y, tal vez por ello, se sitúa más allá de la culpabilidad, rechazando
su alianza con Hemón, el hijo de Creonte. Pero esa vida sin deuda y culpa-
bilidad, en la que habita la pureza de Antígona, ¿qué relación guarda con la
impureza del incesto? ¿El deseo puro estará siempre ligado al carácter ori-
ginariamente incestuoso del deseo?
Por otra parte, tal como lo hemos afirmado anteriormente, si la pulsión
hablara, si lograse decirse por fuera de las estructuras que el significante
La fórmula general de la locura: La ley del corazón 139

impone, lo haría tautológicamente: «mi hermano es lo que es». «Mi herma-


no es lo que es»: allí resuena la pulsión, el deseo puro, y la eventual conexión
con la criminalidad inherente al incesto. Una serie lo suficientemente com-
pleja para mostrar que la posición incondicionada no es la última palabra de
la ética del deseo.

En 1946, al comienzo de su texto Acerca de la causalidad psíquica, Jacques 3.4. La fórmula


Lacan formula: «El fenómeno de la locura no es separable de la significa- general de la
ción del ser del lenguaje para el hombre. Una vez pronunciada esta asevera- locura: La ley del
ción, Lacan presenta, inmediatamente, un catálogo de problemas y circuns- corazón
tancias que muestran la copertenencia de la locura y el lenguaje: «esas
alusiones verbales, esas relaciones cabalísticas, esos juegos de homonimia,
esos retruécanos que cautivaron el examen de un Giraud, y, diré, ese acento
de singularidad cuya resonancia necesitamos oír en una palabra para detec-
tar el delirio, esa transfiguración del término en la intención inefable, esa
fijación de la idea del semantema que tiende aquí, precisamente, a degra-
darse en signos, esos híbridos del vocabulario, ese cáncer verbal del neolo-
gismo, ese enviscamiento de la sintaxis, esa duplicidad de la enunciación,
pero, también, esa coherencia que equivale a una lógica, esa característica
que marca desde la unidad de un estilo hasta las estereotipias, cada forma
de delirio, todo aquello por lo cual el alienado se comunica con nosotros a
través del habla o la pluma».
Cada uno de estos testimonios aquí enumerados, no ilustran solamente
la manifestación clínica de la psicosis en el campo del lenguaje; dichos
ejemplos anticipan y señalan, también, los distintos problemas a los que se
enfrentará Lacan para resolver su presentación de lo simbólico y los diver-
sos cambios que dicha dimensión atraviesa a lo largo de su enseñanza.
En todo caso, a partir de Lacan, es imposible elaborar qué es el lenguaje
sin desentrañar qué es la locura. «Ningún lingüista y ningún filósofo podrá
sostener, en efecto, una teoría del lenguaje como de un sistema de signos que
se despliega en el de la realidad definida como el común acuerdo de las men-
tes sanas en cuerpos sanos». Por el contrario, se trata de indagar cómo habi-
ta la locura en la estructura del lenguaje. En función de esta premisa, Lacan
conduce una vez más sus pasos hacia Hegel para aislar en su Fenomenolo-
gía… «la fórmula general de la locura». Dice Lacan en Acerca de la causalidad
psíquica: «Esta es la fórmula general de la locura que encontramos en Hegel,
pues no voy a creer que innovo aun cuando he estimado mi deber tomar el
cuidado de presentárosla de una forma ilustrada».
Indiquemos, al pasar, que la expresión «fórmula general de la locura» parece
sugerir que lo que denomina en este caso locura, en su carácter general, es distinto
de la psicosis. La locura sería un fenómeno más originario, siendo, en todo caso, la
psicosis, una región especial del campo de la locura. Por ello se trata, en princi-

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