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Le proponemos observar estas formas no personales en el siguiente texto:

El miedo volvía a los hombres como animales […]


El dieciocho de enero les bajaron al patio y les subieron a unos camiones. A Cristián le tocó
hacerlo en el último. Apretados, unos contra otros, sentían en los hombros y en los codos el hombro y el
codo de sus compañeros. […]
Pasada La Garriga aparecieron los altos montañosos de Figaró. La carretera allí se arrimaba al
bosque y Cristián se sintió lleno de fuerza y, al propio tiempo, de una enorme cobardía. El miedo
atenazaba su cuerpo, sus brazos y sus piernas. Apretó los dientes.
«Es el mismo miedo el que me empujará. Es el mismo miedo el que me dará valor.» Los dos
guardianes miraban hacia delante, en dirección al camino. Al llegar a una curva, en el momento en que el
chofer cambiaba de marcha, un diminuto, levísimo chasquido, se anunció en su interior. Cristián se
inclinó, rápido, a rastras de una voluntad nacida de no sabía qué resorte, y se lanzó a la carretera. En el
momento de caer le pareció que los ojos de sus compañeros más próximos le seguían pegados a su misma
ropa. Aquellos ojos abiertos, helados, llenos de un velo húmedo, aquellas pupilas turbias, que se le
quedaron como adheridas a la piel, durante mucho tiempo, aún le perseguían. Eran los ojos de los
muertos.
Luego, el dolor brutal, un dolor plano y duro, contra el que su cuerpo parecía romperse. Un olor
espeso penetraba por su nariz, oídos y ojos, era un olor especial a neumáticos y grava, a polvo y a frío. La
escarcha crujía bajo su pecho y su espalda, mientras rodaba unos metros. Luego se quedó tendido, boca
arriba, cara al gran cielo blanco, sin una sola nube. Esperó la bala que atravesara su cabeza, esperó un
grito, un solo grito y luego, la callada huida de la sangre, como una última voz. Pero no oyó nada.
Nada. Ni siquiera el rumor de los camiones, alejándose tras la curva. Nada.
Estaba entumecido, con los brazos agarrotados. En el cielo, del que no podía apartar sus ojos,
comenzó a distinguir el paso sutilísimo, tenue, de la niebla, como un velo dulce y mojado que huía, huía.
Hizo un esfuerzo y rodó hacia la cuneta. Allí se quedó, jadeante, el pecho tocando al suelo, la ropa
empapada de escarcha y lodo.
Estuvo así un tiempo indefinible, ocultando, creía él, los latidos de su corazón. Sentía un dolor
agudo, en el brazo y la cadera. Sobre todo su brazo izquierdo parecía totalmente vacío de vida. Se lo
palpó, como a un animalito dócil, como si no le perteneciese. El dolor subía, caliente y ácido, hasta el
hombro.
Horas después trepó a la ladera de la montaña.
Con un esfuerzo del que nunca se había creído capaz, ascendió torpemente al bosque,
apoyándose entre los troncos de los árboles. Sus pies se hundían en un palmo de hojarasca podrida,
cubierta de una viscosidad resbaladiza. Entre los troncos, la niebla cobraba una transparencia dorada,
irreal y sentía su corazón hinchado como un fuelle. Atardecía cuando distinguió las paredes encaladas de
una pequeña masía. Un perro empezó a ladrar, le veía corretear entre los árboles, nervioso, con la cabeza
alzada. Era un perro canijo y sin raza, con marca dos costillares bajo la piel. Se aproximó despacio,
apretándose con una mano el brazo herido.
En la puerta apareció un hombre de edad avanzada, con una gruesa bufanda sobre los hombros y
un bastón en la mano. Avanzó hacia él cojeando, cada vez con más dolor. El hombre le miraba venir,
con mirada inexpresiva. Cuando se hallaba a pocos metros de él, en voz dura, le detuvo: «Atura’t».
Cristián se detuvo en seco. El hombre le preguntó con un gesto qué quería. Cristián se apoyó contra la
empalizada. En la tierra, mojada, se veían residuos de basura, cascotes de barro cocido, fiemo. El perro se
paró junto a una charca, y su figura se reflejó, temblando, en el agua negruzca. Dijo: «Tengo hambre y
sed». El hombre le hizo seña de que esperase. Se internó por la puerta y, a poco, volvía, llevando en la
mano un trozo de pan y una botella y se los entregó. Cristián oía su voz llena de miedo, de angustia.
«Vete. Toma esto y vete de aquí.»
Ana María Matute: Luciérnagas
Ediciones Destino, Barcelona, 1993. pp. 304, 305.
Una perífrasis verbal es la unión de dos o más verbos que constituyen un solo 'núcleo' del predicado.
El primer verbo, llamado 'auxiliar', comporta las informaciones morfológicas de número y persona, y
se conjuga en todas (o en parte de) las formas o tiempos de la conjugación. El segundo verbo,
llamado 'principal' o 'auxiliado', debe aparecer en infinitivo, gerundio o participio, es decir, en una
forma no personal. Según se trate de una u otras formas, hablamos de perífrasis verbales de
infinitivo, de gerundio y de participio. Cuando decimos «constituyen un solo núcleo del predicado»,
queremos dejar claro que ninguno de los verbos desempeña función complementaria o coordinadora
con respecto al otro. Lo único posible en una perífrasis verbal es la segmentación en componente
'auxiliar' y 'auxiliado'. Se trata de la misma segmentación que haríamos con un tiempo compuesto de
la conjugación (habría + venido).

Para reconocer una construcción verbal como perifrástica, lo fundamental es averiguar la


naturaleza sintáctica de la forma no personal. Si esta posee exclusivamente carga 'verbal', formará,
junto con el otro verbo, una perífrasis.1 1 Al aspecto de carga verbal exclusiva del segundo verbo de una construcción
perifrástica se refiere también Gómez
Manzan9o (1992: 53) cuando dice: «Si, como acabamos de afirmar, el V' y el V'' en estas oraciones se funden en un
solo sintagma y se constituyen en núcleos de un único predicado, debemos entender que el infinitivo tiene una función
exclusivamente verbal y no puede ejercer ninguna relación de complementación respecto del V'».
Si a dicha carga verbal se le añade carga 'nominal' (en los
infinitivos), 'adjetival' en los participios y gerundios, y 'adverbial' en los gerundios, no debemos
hablar de perífrasis verbal, pues esas formas no personales se subordinan al verbo anterior como lo
hacen los sustantivos y pronombres en el caso del infinitivo, y los adjetivos y adverbios en el caso
de participios y gerundios. Centrándonos en las perífrasis de infinitivo, averiguaremos esta propiedad
aplicando el
procedimiento formal de la conmutación.2 2 El procedimiento de la conmutación ha sido aplicado, entre otros, por
Manacorda de Rosetti (1969), Fontanella de
Weinberg (1970), Luna Traill (1980), Felldman (1964), Gómez Torrego (1977 y 1988) y Alarcos Llorach (1994). Si el
infinitivo admite su sustitución por una categoría
nominal (nombre, pronombre, oración completiva), no podemos hablar de perífrasis verbal.
Obsérvese la diferencia entre (3a) y (3b):
(3) a. Juan {tiene que / puede / debe (de) / suele / ha de...} presentar el carné.
b. Juan {desea / necesita / teme / prefiere...} presentar el carné.
En (3a), no cabe la sustitución por elementos nominales: *Juan {lo tiene / lo puede / lo debe / lo
suele / lo ha...}. Sin embargo, de (3b) obtendríamos oraciones gramaticales: Juan {lo desea / lo
necesita / lo teme / lo prefiere...}. De la misma manera, aunque con cambio obligatorio de sujeto, de
(3b) obtenemos Juan {desea / necesita / teme / prefiere...} que se presente el carné, frente a *Juan
{tiene que / debe (de) / suele / ha de} que se presente el carné.
En conclusión, en (3a) existen perífrasis verbales; en (3b), no. O lo que es lo mismo: en (3b), el
verbo en infinitivo posee carga no sólo verbal, sino también nominal,. Puesto que forma parte de
una subordinada sustantiva; en (3a), en cambio, sólo presenta carga verbal.
1

parecía romperse

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