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Todos quienes hemos tenido los ojos y oídos abiertos esta semana hemos recibido el impacto
de una de las noticias más horrorosas que (siendo optimistas) conoceremos en nuestra vida.
La crueldad inimaginable condensada en el caso de la pequeña Sophia nos ha estremecido y
ha llevado a muchos y muchas a hablar, muchas veces sin tiempo para el detenimiento, con
respecto a aquello que debiera hacerse.
El caso de Francisco Ríos es quizás el más paradigmático para introducirnos a una discusión
que, desde el feminismo, tenemos demasiado pendiente: el abordaje político de la violencia
extrema. El clamor popular frente a la ceguera que nos ocasiona esa violencia invoca el poder
aniquilador del Estado; desde distintos sectores feministas se ha salido en respuesta a ese
clamor, atendiendo este problema en múltiples aristas[1]. Aquí, por tanto, no me interesa
agotar este problema o reiterar aquello que ya se ha dicho; me interesa relevar una dimensión
del debate sobre la que creo debemos avanzar, puesto que la ofensiva conservadora que se
cristaliza en esta coyuntura nos presenta un asunto crucial, que no se trata únicamente de un
problema de respeto de los derechos humanos, sino de algo aún más peliagudo: los
horizontes estratégicos que se ponen en juego en las formas en que aspiramos a dar
respuesta a las problemáticas inmediatas de la vida.
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múltiples medios de comunicación como en los contenidos que han circulado al respecto en
las redes sociales. Sin embargo, podríamos reconocer a grandes rasgos dos justificaciones.
La primera de ellas es que la pena de muerte sería la forma en que se realizaría
efectivamente una “defensa de la infancia”, mediante una torcida lógica que acota
drásticamente aquello en lo que consiste esa defensa para centrarse únicamente en los
efectos, aberrantes, de algo a lo cual no se atiende (el concurso de circunstancias que lleva a
la vulneración radical de las vidas infantiles). Esta perspectiva penalista, en su versión más
extrema, no es sin embargo novedosa en la forma de concebir la respuesta a la violencia: se
trata de una respuesta de orden moral y moralizante que tiene por objetivo, hacia la población
que es su “testigo”, resarcir el espanto frente a la transgresión. La segunda justificación va en
la línea de una devaluación radical de la vida de quien ha cometido estos crímenes; bien lo
ilustra la forma en que lo abordan los diputados de la UDI que actúan de portavoces
organizados de esta demanda: “hay seres humanos que no merecen ser alimentados y
encarcelados, porque la maldad y el nulo respeto a la vida no permiten otra opción que la de
pagar con su vida los atroces delitos cometidos”[4]. Esta perspectiva se vincula íntimamente
con la primera mediante la noción acerca del carácter “permanente” que tendrían los móviles
que los impulsan al delito en los agentes de esta violencia: en tanto peligro irremediable y en
tanto monstruos inhumanos, esta perspectiva no es sino la afirmación de que es precisa la
liquidación de elementos sociales considerados irreformables.
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muestras de esto se da a través de unas infografías que circulan por redes sociales, y que
señalan el costo en dinero de mantener una vida en la cárcel, versus el costo de los
“materiales” para acabar con ella; asimismo, señalan la prioridad en la asignación de esos
recursos (salud, educación). Este antagonismo nos muestra de manera muy explícita el marco
general en el que se sitúa este conflicto: en un contexto de lucha a muerte por la vida, en un
territorio donde lo que la sustenta es una actividad empresarial parasitaria y basada en el
saqueo permanente de los territorios y las riquezas naturales, donde las formas de
enriquecimiento que se articulan en esta máquina están dados por la sobreexplotación del
trabajo para exprimir de él lo máximo posible, la clase trabajadora, a fin de poder afirmar su
propia existencia, sólo puede devorarse a sí misma. Este punto no es metafórico. La forma en
que se organiza materialmente la vida en nuestro país arroja a una cantidad enorme de
personas a los márgenes de la vida social, y la violencia es la forma que toma en una
población brutalmente precarizada la lucha encarnizada por la sobrevivencia. No es fuera de
este marco que podemos pensar la relación de la clase trabajadora consigo misma, tal y
como se expresa en la tramitación de esta coyuntura.
La forma en que se organiza materialmente la vida en nuestro país arroja a una cantidad enorme
de personas a los márgenes de la vida social, y la violencia es la forma que toma en una población
brutalmente precarizada la lucha encarnizada por la sobrevivencia.
El debate con respecto a la pena de muerte en Chile no es algo que se haya zanjado de una
vez y para siempre, ciertamente. Las posiciones que se pusieron en juego al momento de
acabar con ella no cesaron de existir una vez abolida esta, y existen de manera latente a nivel
social, saliendo a la superficie ante a aquellos conflictos en que esta puede proveer de una
respuesta sintomática. Pero debemos tener claro que no es más que eso: una respuesta que
provee de satisfacción, a la vez que oculta el conflicto mismo al que responde. Nos exige
ciertamente un examen muy profundo el atender dicho conflicto más allá de sus
manifestaciones parciales. Lo cierto y que no se nos puede pasar por alto es que una
perspectiva que surja desde el feminismo para dar respuesta a los debates que se abren con
casos como este, no pueden tomar partido por ese penalismo inefectivo que favorece el
direccionamiento más nocivo posible de la legítima consternación que se produce en la
población ante estas atrocidades.
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Una comprensión tal de dicha violencia tiene como uno de los momentos necesarios el poder
dar cuenta de qué es el género hoy en nuestro territorio y cómo se produce; dar cuenta del
carácter y naturaleza de la violencia que se da en relación al género, y la forma en que esa
violencia participa de la vida social; comprender el lugar de la “vida afectiva” en ese mismo
marco, sin anteponerla ni aislarla como un campo autónomo de actividad, a fin de superar su
comprensión como una “condición previa” de la vida social o bien como un mero “resultado”,
indiferente para la acción política revolucionaria. Comprender su lugar para entender qué
acción política, operando sobre qué dimensión de nuestra vida social, puede tener un efecto
en ella que no se agote en las micro-resistencias, sino que impacte en su curso de manera
sostenida y que dispute su movimiento.
Estas preguntas u orientaciones de la reflexión no tienen por objetivo ser una simple
divagación teórica. Son un ejercicio necesario para poder desarrollar un segundo punto,
imprescindible, si es que el feminismo va a contribuir a la organización de la acción política de
la clase trabajadora: el desarrollo programático. No basta, hoy, con que visibilicemos una y
otra vez la violencia de género, con que demos respuestas parciales a ella mediante tácticas
como la funa, con que nos agotemos de rabia ante cada afrenta, si a nivel general nuestra
política no va a poder superar la orientación burocrática que busca enmendar los fracasos de
un sistema asistencial y jurídico, cuya configuración misma actúa de barrera de contención
para un sistema penal al que, de facto, se le otorga centralidad a la hora de dar respuesta a la
violencia. La inefectividad de nuestra actividad política al momento de abordar las
problemáticas inmediatas que la violencia nos plantea es el terreno fértil para el avance de las
posiciones conservadoras y oportunistas, que con ofertas como la de reponer la pena de
muerte no hacen sino acentuar el carácter sangriento que la competencia descarnada por la
vida le imprime hoy a las relaciones al interior de la clase trabajadora.
Inicialmente los medios locales, a los que luego se sumaron otros, procuraron inscribir este
crimen en el marco de inteligibilidad dado por el historial de violencia de Francisco Ríos y la
relación del Estado con dicho historial. Este muestra que son múltiples las ocasiones en que el
asesino de Sophia incurrió en actos de violencia extrema, particularmente en el marco de sus
relaciones de pareja, y que el Estado, actuando como receptor de esas denuncias, fue
persistentemente negligente en su abordaje, como si sus representantes no hubiesen tenido
entre sus manos una bomba de tiempo. Esta negligencia es mucho más cercana a la regla
que a la excepción en los casos de violencia de género, marco en el que la violencia contra la
pequeña Sophia debe comprenderse. Nuestra acción no debiera tener por horizonte el
estrecho propósito de asegurar el cumplimiento de los procedimientos burocráticos que
fallaron aquí y que fallan permanentemente; si bien es cierto ese es un momento mínimo que
nuestra actividad sí debiera asegurar, de lo que debiéramos dotarnos como objetivo es de
acrecentar nuestra capacidad, como clase trabajadora, de dar una respuesta social y
cotidiana a la violencia, mediante la producción creciente de los medios e infraestructura que
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consoliden materialmente el avance del feminismo, y le permitan constituirse como una fuerza
efectiva tanto en la respuesta concreta a las problemáticas de la vida, como en la forma de
realización de lazos de solidaridad al interior de la misma clase. Hoy esto puede parecer una
afirmación demasiado general; pero es la actividad concreta que el movimiento feminista está
desarrollando la que sitúa el marco de posibilidad efectivo para que este horizonte pueda ir
tomando cuerpo. La articulación de las diversas iniciativas que han nacido al interior del
pueblo para enfrentar la violencia de género en sus distintas formas; el acrecentamiento de
las filas del feminismo y por ende de su capacidad material de abordar diversas áreas de
conflictividad de la vida cotidiana; el desarrollo de una línea feminista al interior de
organizaciones consolidadas de la clase trabajadora; todos estos son los recursos cuya
coordinación política debe darse en función del desarrollo programático hoy incipiente. Los
ejercicios puntuales de articulación que se están gestando, en un plano de recomposición de
las fuerzas feministas luego de un año de auge, nos darán una muestra de esta capacidad y
una cierta visualización de la posibilidad de llevar a cabo estas tareas. Hacerlo reviste un
carácter de urgencia. Un pueblo que se violenta permanentemente a sí mismo para mantener
sus formas precarias de reproducción, tanto sea a través de la violencia de género como a
través de las demandas por el aumento de la penalización o, lisa y llanamente, la liquidación
de sus elementos problemáticos, es un pueblo que reafirma la competencia interna que le
deja en el peor pie de lucha para enfrentar los embates de la burguesía que hoy comienza a
mostrar, como era de esperar, su cara mortífera y el tono sombrío que pesa sobre nuestros
futuros tiempos mejores.
NOTAS
[1]
Bárbara Brito, Pan y Rosas: http://www.laizquierdadiario.cl/Sobre-la-pena-capital-o-la-
apologia-al-verdugo
[2]
Véase http://www.latercera.com/nacional/noticia/ley-sophia-jueza-puerto-montt-dice-se-
puede-restituir-la-pena-muerte/54459/
[3]
Véase http://www.elmostrador.cl/braga/2018/01/30/ley-sophia-la-ciudadania-se-horroriza-y-
exige-pena-de-muerte-para-asesinato-de-bebe/
[4]
Véase http://www.adnradio.cl/noticias/nacional/diputados-udi-piden-a-pinera-un-plebiscito-
sobre-pena-de-muerte/20180204/nota/3706446.aspx
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