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T a c o n e s le ja n o s / K ristel Guirado

1* edición: 1995
© Editorial La Liebre Libre
Colección Cantos Iniciales N 2 13
ISB N 980-3 2 7 -1 7 4-1

Diseño y textos: Editorial La Liebre Libre


Arle final: Artes Gráficas Enedé C.A.
Impresión: Industria Gráfica Integral C.A.

Editorial La Liebre Libre


Áv. 19 de abril/ Edif. La Maestranza
Piso 2/ Apto. 7/ Maracay/ Edo. Aragua
Tlf. 043/461495

Consejo Editorial:
Harry Almela
Efrén Barazarte
Alberto Hernández
Rosana Hernández Pasquier

Este libro se edita gracias al aporte de la Dirección General


Sectorial de Literatura del Consejo Nacional de la Cultura y la
Secretaría de Cultura del Estado Aragua.

Impreso en Venezuela
Printed in Venezuela
Kristel Guirado

Tacones lejanos

La Liebre Libre
Colección Cantos Iniciales
Kristel G uirado. Nació en La Villa de San Luis Rey de Cura,
Estado Aragua, e l id e diciembre de 1968. Actualmente cursa
estudios en la Escuela de Letras de la Universidad Central de
Venezuela. Ha participado en los Talleres de Narrativa aus­
piciados por la Secretaría de Cultura del Estado Aragua. Ha
colaborado en distintas publicaciones regionales y obtuvo en
1990 el Primer Premio en ell Festival deMonólogos «Armando
Urbina», auspiciado por la Casa de la Cultura de Los Teques
con el texto Quebrantos, publicado en 1993, y él Premio de
Narrativa «Pedro R. Buznego» auspiciado por la Casa de la
Cultura de El Consejo en 1994. Tacones lejanos constituyesu
primera muestra de cuentos.
A Iraní Guirado,
que conoció de cuartos y paredes,
de trazos marrones en el infinito.
I da

« aquellospulmones
de emprender
la muerte»

Alberto Hernández

Más que un placer, una necesidad, el regresar a


casa cada tarde en el mismo bus, donde solía montarse
Guille, «el loquito ese con voz de locutor», como se re-

ferian a él los habitantes del pueblo. El y yo esperá­


bamos cada tarde en la misma esquina, indiferentes el
uno del otro (eso simulaba yo), que pasaran los buses
hasta que llegara el número tres, el León de Petaquire.
Él lo tomaba para irse a su casa sin tener que pagar
y yo lo hacía, aunque suene sórdido, para sentir su
olor. Era escabrosamente adicta al efluvio que exhala­
ba el loco. A esa mezcla de sudores con sudores. Sudo­
res con tierra, con grasa, con flores que él solía reco­
ger. A esa coincidencia de aromas y hedores que me
inquietaba, me perturbaba, me despertaba unas ganas

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de no sé qué. Un escondido deseo que apenas ahora
puedo presentir.
La semana pasada, semana de santos y ayunos, de
presos y planazos, representó para mí, más que unas
vacaciones, la única posibilidad de culminar mi tesis
de grado, la cual debo presentar en mayo. El miérco­
les, día de orquídeas, las palabras y los conceptos ya
no fluían con claridad. M e perdía entre tanta idea le­
ída y releída. Así que, con la excusa de recuperar un
poco la creatividad y despejar la debilidad y el cansan­
cio, m e fui a la procesión con el fin de lograr ver a
Guille y detenerme a su lado aunque fuese unos ins­
tantes.
Lo conseguí. Logré seguir la procesión unos cuan­
tos metros marchando a su lado. M iraba con asombro
danzar al yeso monumental. Yo respiraba lo más cerca
posible de él. Pero, ¡qué débiles mis sentidos! En vano
intentaron satisfacer mis anhelos. Lo prefiero en las
tardes, parado ju n to a mí porque no hay asientos vací­
os. En la plaza no, allí fue inútil esfuerzo. El aceite,
los inciensos, las reliquias, allí, lo anularon todo. En el
autobús, cualquier emanación de su cuerpo es adobada
por el sudor de más de cincuenta obreros que, cansa­
dos, regresan a sus casas. A la mía habría de retornar
fracasada y vacía, algo más pura quizás.
He contado cuatro interminables días. El tiempo,
eterno como una ironía, y el indomable clima de este
pueblo de impredecible cielo, amenazaban con impedir
el encuentro. Pero, muy a pesar de la lluvia, de la es­
pesa neblina, en la soledad de la calle estaban él y su
olor. Al acercarme no me pude reprimir y obedecí al
apremiante impulso de besarlo. Inmediatamente grité.
Grité no de miedo sino de náusea. Fue como darle
vuelta a la moneda, como si el sabor fuese la pieza
opuesta en este rompecabezas. Salí corriendo y él tras
de mí. Tras él, el policía de los monederos que se aso­
mó para ver quién gritaba y por qué.
Corrimos. Llegando a la otra esquina, desembocó
el autobús que esperábamos. Yo aceleré y esquivé el
bus. El policía se detuvo para darle paso. Pero Guille,
que nada podía hacer, nada podía pensar, fue arrolla­
do por el inmenso animal mecánico, que al encontrar
a sus pies la blanda esperma —residuo de fe— no pu­
do frenar.
Tbdos hicimos círculo a su alrededor. El policía
comenzó a hacerme preguntas. Yo intentaba recrear
los gestos de María Schneider al final de El último
tango... El agente exigía respuestas y yo con los re­
cuerdos fijos en la película. En la goma de mascar que
Paul sé sacó de la boca, el murmullo indescifrable y la

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sonrisa de niño con la que murió. En ese final, en ella
que no sabía de cómos ni de por qués. «No sé quién es
no sé por qué se enfureció conmigo nunca tuve contac­
to con él...», atiné a contestar.

Eraloco pero tranquilo. No se metía con nadie. Só­


lo hablaba, hablaba solo pero tenía voz de locutor. Una
voz bella a pesar de ser loco. Tengo años llevándolo pa­
ra su casa en las tardes y jamás había hecho nada.
Hablaba pero no le hacía daño a nadie. No era malo,
ni siquiera ocioso...

M e acerqué un poco más'. Su cabeza, su cuerpo


partidos a la mitad.. Sus heridas en incontenible erup­
ción, semejante a algunos diseños de esos repugnantes
Niños de laBasura. Me acerqué. M e acerqué y busqu
Sentí. Disfruté su delicioso olor, esta vez unido a ese
aroma de la sangre tibia que comenzó a inquietarme,
a despertarme lo inhabitado y me elevó hacia el llanto.
El policía me alejó mientras me repetía: «tranquilícese,
no se preocupe, ya todo pasó».
Yo, que esa noche duermo con un recuerdo, com­
prendo. En mí apenas comienza.

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Una muñeca para una ventana

Yo juego
con tu cuerpo de tela
t Artemisa
con tus manos abiertas
y tus piernas largas

María Eugenia Hernández

¡No, ya no quiero coleccionarlas más! Mi casa, co­


mo tú bien lo sabes, está llena de ventanas. No, no me
refiero a las ventanas que le son propias, sino a las
otras. Bien que compartes conmigo este empeño de
preservar la memoria, manía dentro de la cual se
cuenta esta caza incesante de las ventanas viejas de
casas prontas a demoler, para luego colgarlas en al­
guna pared baldía de la casa y colocar tras ellas mu­
ñecas adultas. ¡No, Barbies no! Muñecas muñecas co­
mo las otras, pero en vez de ser niñas tienen cara de
mujer, con pestañas largas, sombra azul en los párpa­
dos y unos grandes ojos que te miran sugestivamente.
Son una especie de muñecas seductoras, de hermosos

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senos y moldeados muslos. He llegado a pensar que las
hicieron con la idea original de que fuesen juguetes
para varoncitos. Sí, eso es lo que ocurre. Como yo co­
loco de ellas sólo pedazos, tú no las has notado. Ade­
más, son las ventanas lo que atrapa tu atención. Pero
había una, poeta, había una ventana que no había lo­
grado adquirir. Pasa adelante para que la veas.
Estaba en una casa que debía caerse de un mo­
mento a otro, una casi horizontal que se encontraba en
una de las calles que me lleva al trabajo. Todavía hoy
no conozco a los dueños de la casa y nunca he visto a
nadie entrando o saliendo de ella. Pero Kristel, que me
conoce como nadie y que como pocos me aprecia, había
jurado conseguírmela. Ella había notado (ella, yo no,
porque yo no me acercaba a la casa) que la ventana es­
taba apenas amarrada a la tela metálica que soportaba
el bahareque y que sobresalía, justo allí, en el encuen­
tro del balaustre con el barro. Prometió que una noche
iríamos a buscarla. Pero dime, flaco, ¿cómo dejaba yo
que Kristel se acercara a la casa? Yo sabía que iba a
caerse y se lo decía siempre. Pero ella se empeñaba en
pasar por su lado y tomar cada día los detalles de la
ventana. Su plan no podía fallar. Tenía las herram ien­
tas necesarias y calculada la hora exacta de la madru­
gada, aquélla en la que el pueblo existe por dos o tres

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que nos desvelamos. Todos los días me decía «vamos
hoy», y yo siempre me negaba: «¡Esa casa nos puede
caer encima, Kristel!».
Pero esa noche, mientras me observaba limpiar las
ventanas que están aquí en la sala, abrió sus grandes
ojos como canicas pulidas (sus pestañas eran más ne­
gras sobre el fondo azul de sus párpados) y, mirando
el fondo vacío del pasillo, me preguntó: «Esa pared es
para tu ventana, ¿verdad? ¿Por qué no vamos hoy? Le
dije que no tenía muñeca para decorarla, que cuando
tuviera una íbamos. Ella se levantó y salió sin decir
más. Pero en su pecho sus senos se enderezaron como
nunca y sus piernas, bien moldeadas, caminaron con
una determinación irrevocable. Entendí que iría por la
ventana v salí tras ella.
En la cuadra precisa la vi forcejear con los barro­
tes y vi cómo comenzaron a caer las tejas, la caña
amarga, los trozos marrones descubiertos de la azul
asbestina, hasta que la ventana cedió, junto con la ca­
sa, a tanta seducción y cayó sobre ella.
Entonces sí me acerqué y, ¿podrás creer, Alberto?,
la encontré así como la ves ahora en esta pared. Su
cuerpo mutilado, esa pupila mirándome dilatada, se­
ductora aún, pero fija. Sus pestañas de nylon más ne­
gras que nunca. Tuve que peinarle un poco el cabello

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y limpiarle las uñas. Al tronco no lo pude salvar, los
agujeros de las articulaciones perdieron la forma con
el peso de la ventana.
Esta mañana salí y la calle toda era un bazar y las
ventanas eran grandes aparadores. Tbdos lucían m u­
ñecas que me miraban ansiosamente. Pero sus ojos
bordados y sus fláccidas piernas a rayas, que colgaban
hasta el suelo, no despertaron en mí seducción alguna.
Por eso, Alberto, no quiero ya coleccionar ventanas.

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I nserción

Dejo los cuadernos sobre el mueble y lo pienso un


poco. Vengo a la cocina, relleno un pan con mermelada
y me sirvo la última taza de café mientras leo en un
diccionario:
CEREBELO m. Anat. Parte posterior del encéfalo.
La perra, velándome, da vueltas a mi alrededor y
me sigue por toda la casa. Yo, incesantemente, busco
una aguja. No la encuentro. Comienzo a hurgar de
nuevo, pero ahora en los sitios donde nunca hubiese
esperado encontrar alguna. La casa es un verdadero
desorden. Vengo a la nevera, levanto una revista y
aquí está: el paquete amarillo con dos mvgercitas son­
rientes que mamá compró la semana pasada. Estoy re­
cordando claramente las últimas palabras del profesor.
La perra se apoya en las patas traseras haciendo equi­
librio. Como recompensa le doy el pedazo de pan que
me queda. La observo. Hace al comer unas muecas
exageradas que me causan una vaga gracia. «Es im­
probable, no deja huellas...».
He buscado en libros y enciclopedias, pero no en­
cuentro dato alguno sobre la relación tiempo-efecto. No
sé si tendré los segundos necesarios para retirar la

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aguja, pero debo arriesgarme. Repaso mis anotaciones
del lunes, el profesor apuntaba: «En la base de lo que
nosotros llamamos nuca se forma una especie de hen­
didura. Si apretamos la cabeza del sapo un poco hacia
atrás, lograremos sentirla mejor. Ahora claven la agu­
ja en el centro de la hendidura, exactamente en el
centro, y mataremos al sapo sin causarle dolor, de
forma rápida y sin dañarlo físicamente...».
Guardo estos libros, coloco el paquete de agujas
donde lo encontré y dejo sólo la que voy a utilizar.
Tomo la bolsa de pan, agarro otro y se lo doy a la
perra para entretenerla. Sin pensarlo mucho, palpo
entre la cabellera el orificio, me inserto la aguja y, en
efecto, tengo tiempo de retirarla y lanzarla lejos.

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La visita

Estuve ¿llí en el momento de su muerte. Nunca


supe quién era, jamás me interesó su nombre, sólo ese
olor. Yo tendría diez u once años cuando lo descubrí.
Jugaba yo en casa de Cleo cuando sentimos un gri­
to y un largo lamento. «Escucha —dyo—, se murió el
señor de al lado». Salimos corriendo a curiosear. En la
puerta de la casa la señora esperaba ayuda, estaba so­
la con él. Cleo se quedó con la señora, pero yo me
aventuré y entré. Corrí la cortina del primer cuarto y
lo vi. Todavía estaba vivo, pero se estaba ahogando. Su
pecho emitía agudos silbidos que culminaban de pron­
to en un breve silencio. Los ojos hundidos, el costillar
de tísico dibvyado en el pecho, los labios blancos, las
venas hinchadas y aquel olor.
Era un olor distinto, un olor con temperatura. No
hedía pero desagradaba. Era un olor primitivo, casi
maternal pero repugnante. Se me metió dentro y me
recordó algo que nunca había vivido, como si el primer
recuerdo partiera del último.
No sé en qué momento dejé de escuchar los silbi­
dos y la tos. Cuando me percaté de que el hombre ha­
bía muerto, abandoné la casa sin que el olor abando­
nara mi memoria. Me persiguió durante semanas. Fi-

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nalmente lo olvidé y desapareció de mi vida mientras
la adolescencia y su alegría no quisieron saber de la
fatalidad.

La abuela murió y tuve que asistir al funeral. Me


marcó para siempre ese minuto en el que me acerqué
a la urna y comprendí que mi nana no volvería a ser
la misma. La nariz rellena con ese amarillento algo­
dón. La sonrisa inamovible, eterna, gracias al recurso
de la pega mal disimulada en sus labios y aquella
blancura impropia de su piel morena. Quise abrazarla
pero no pude. Me aferré un poco más al vidrio que nos
separaba y en la rígida expresión de su rostro estaba
esperándome. Era aquel olor.
Sólo después del entierro y tras volver a casa dejé
de sentirlo. Pero el acto social de acompañar a un do­
liente quedaría vedado para mí. Sé que suena ridículo,
pero estoy segura de que es el olor de la muerte. Un
olor característico, único. Ni el aroma de las flores lo
logra disipar. Durante años dejé de asistir a esas ce­
remonias para evitar su encuentro y el recuerdo de
aquella sensación ya casi se había extinguido.
Pero hoy, cuarenta años después de aquella prime­
ra vez, esta tarde he vuelto a sentirlo. Está acaso en
mi cama o en mi ropa o en la expresión de mi rostro

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en el azogue. El cuerpo confuso, todo olfato y presenti­
miento.

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AÑO NUEVO FELIZ

¡Morir..., dormir! ¡Dormir...! ¡Tal vez soñar!


¡Sí, ahí está el obstáculo! Porque es forzoso
que nos detenga el considerar qué sueños
pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte.

Hamlet

Era 31 de diciembre, víspera del año ’86. Faltaban,


a mi gusto, algunas ovejas, dos o tres pastores, casas
y la estrella de Belén en el pesebre para que éste lu­
ciera realmente vistoso. No quería que, al llegar las
doce, mis amigos no contaran mi nacimiento entre uno
de los m ás hermosos que hubieran visto. Tomé la de­
terminación de llegar a una tienda donde recordaba
haber visto todo lo que se necesitaba para mi navideña
frivolidad. Seis o siete cuadras separaban mi casa de
la quincalla Mi Virgen. Tenía que atravesar, para lle­
gar allí, una calle repleta de árabes inútiles y guajiros
insalubres, que a toda hora rifan y tratan de vender
cualquier variedad de cosas. Cerca de casa pasa un ca­
ño de río seco, camino por el cual se acortan unas

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cuantas cuadras, se evita el desagradable encuentro
con los vendedores de baratijas y se ahorra el tiempo
que, en un día como hoy, se hace tan necesario. Tbdos
los mediodías, cuando regreso a casa a almorzar, lo
utilizo. Eran cerca de las ocho de la noche y faltaba
mucho que hacer. Así que tome el atajo que me lleva­
ría más rápido a mi destino.
Cuando iba más o menos por la mitad del caño,
pensando tan sólo en ovejas y pastores, surgió de la
espesura del matorral un hombre y se abalanzó sobre
mí, sacó un puñal y me lo adentró varias veces en el
pecho, luego se alejó. No me quitó el dinero ni las
prendas ni nada. Me estoy muriendo y no sé por qué.
De nada me valió gritar mientras tuve fuerzas para
hacerlo. Me encuentro en un lugar solitario y el resto
del pueblo es sordo, está colmado de invariables soni­
dos que van llegando a mí cada vez más lejanos. Cohe­
tes, tumbarranchos, gaitas, parrandas, ahogaron en la
noche mis ya ahogados lamentos.
Casi inmediatamente olvidé al hombre, la agresión
y su causa y sólo tengo pensamientos para mi agonía.
Mi piel palidece, un charco de sangre me circunda, me
anega, huye de mí por estas grietas, marcas del tiempo
que quiso detenerse. Deben ser la diez, debo tener dos
horas aquí, mientras todo afuera del caño continúa.

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Por momentos me dejo invadir por destellantes en­
sueños, me sumerjo en ellos y casi me siento perder,
hasta que el dolor lacerante me trae a la realidad.
Pienso en la posibilidad de que la demora inquiete a
mis familiares y los haga salir a buscarme, aunque du­
do en lo absoluto que lleguen a imaginar que estoy
aquí.
He logrado, por instantes, no pensar en la muerte
y su enigma que estoy pronta a descifrar. Pero, enton­
ces, he comenzado a recordar, como si mirara una pelí­
cula en cámara rápida, mi vida. La he recreado sin
perder un solo detalle. Tal vez éste sea el peor sínto­
ma, quizá eso me acerque más al final, pero me con­
sume el tiempo hacerlo.
El dolor se ha ido calmando progresivamente. Aho­
ra me posee un adormecimiento corporal y el profundo
silencio que surca mis oídos me deja pensar más tran­
quila. He perdido, por completo, la noción del tiempo
y no sé si la claridad que percibo es la del primer día
del nuevo año o es la señal del fin que no me dejará
mirar el sol una vez más.
Me pregunto cómo será. Si bajaré a un laberinto
de hirvientes cuevas o subiré a otro laberinto de nubes
de algodón. O simplemente dejará de ser, todo se apa­
gará y me uniré a la tierra de donde he venido. Me

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percato del miedo terrible que le tengo a la muerte. Un
helado sopor sube por mi cuerpo, me siento parte de la
sangre que ahora me rodea, como un humor más.
La cercanía a la soledad total me aterra, cierto.
Pero más le temo a esta última y fugaz idea que cruza
en este instante mi mente y a todas las últimas y fu­
gaces que han de cruzarla. Llevo, creo, un incontable
tiempo pensando en esto. Me preguntó si acaso no es­
taré ya muerta, si no será la muerte otra espantosa
burla, un inquietante minuto que no termina, un eter­
no instante que no transcurre, una circunstancia que
determina sólo la misma circunstancia, una espera que
tal vez no tenga fin.
Quizás estoy muerta, siempre estaré muerta y
nunca tendré la certeza de estarlo, nunca podré per­
catarme de ello. El final parece no tener límites.

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Tacones l e ja n o s

a Romano Matute

Los pasos que se alejaron de la casa revolvieron un


olor de viejas venganzas en las hojas acartonadas por
la humedad en el jardín. Pero hasta la alcoba, también
húmeda de llanto, sexo y sangre, sólo llegó un aroma
a ¡gracias a Dios! En la gastada memoria de una seño­
rita vieja se escuchan aún los secos sonidos de aquel
adiós.
Ella me cuenta hoy, entre desvarios y miradas ex­
traviadas, una de esas películas en una sola dimensión
que no se ven ahora. Una película española (¡cómo se­
rían de buenas esas películas españolas cuando Es­
paña existía!), donde Victoria Abril le introducía pa­
ñuelos rojos en el trasero a su amante, éxtasis indes­
criptible con palabras, nieta, éxtasis por el cual el
joven muchacho degollaría a su novia, a pedido de
aquella vieja, para que minutos después apareciera
ella, la vieja, Victoria Abril, más hermosa que nunca,
más deslumbrante y perturbadora que nunca, entre
ventanas de tren, y se extasiara una vez más jugando

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con la lluvia, con la lluvia roja como el pañuelo, que
era la sangre de la novia. «... Me arrancaré los ojos, me
cortaré las manos y los pechos hasta ser un despojo a
tus pies...», cita aún mi abuela como lo haría aquella
tarde. Pero los pasos de aquel adolescente se alejaron
sin percatarse de que nada era más fuerte que el cue­
llo de mi abuela.
Yo me conformo con pensar que una historia no se
repite igual dos veces. Acaso por ello mi abuela no mo­
riría desangrada aquella tarde, como tampoco por ello
pudieron ser atrapados en parte alguna los amantes.
Acaso por eso, a sus noventa y un años, mi abuela ca­
mina extraviada por el jardín, recuperando el olor que
aún conservan las hojas húmedas, mientras adentro
escuchamos la letanía de siempre: «Atame, átame a es­
te recuerdo, átame a esta cicatriz que es más honda en
mi memoria, átame para esperar...».
Esperar, acaso, el día en el que el pasado delire
con ella y, justo en ese mínimo y frágil instante, atra­
vesar la pantalla y alcanzarlos en la estación para in­
tentar, en el aire gris de aquel día de lloviznas, la lás­
tima de unos tacones alejándose, seguros de haber lo­
grado matarla.

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De un p u n t o a l s u r

Se me antojaba diferente mirando al sur. Al sur no


hay un astro naciendo que ilumine, ni una tarde que
muera cada tarde, ni una estrella que muestre un po­
sible camino. Al sur, soledad y vacío, tal vez espe­
ranza. Ella, sin embargo, miraba ansiosa la calle que
se iba estrechando a lo lejos hasta perderse en un pun­
to. Todos los días, cada tarde, con las rodillas asidas al
pecho, acurrucada, arrullada por sí misma, se la suele
encontrar mirando ese punto. Distraída, distraída no,
abstraída, nada ni nadie varía aquella fiel actitud,
aquel ritual que comienza pasadas las tres y termina
muy entrada la noche, cuando la calle se despuebla
hasta el silencio.
Todas las tardes yo, y todos los que como yo, por
facilidad o ritual, regresamos a casa por esa calle,
contemplamos la figura enmarcada al entorno de la ca­
sa, de la calle misma, y nos preguntamos por qué sin
reparar én la respuesta. Hasta entonces, esa figura na­
cía para mí sólo al pasar frente a ella, vivía mientras
me formulaba una incógnita que no me tomaba la mo­
lestia de responder, y moría rápidamente al cruzar la
esquina que me permitía sepultarla en el olvido.

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Pero ese día crucé la esquina, crucé la otra esqui­
na y aún otra esquina más y todavía volvía la vista
atrás para mirarla, para no olvidarla más hasta hoy.
Era el mismo vejestorio mirando al sur, la misma fi­
gura roída por el tiempo que musitaba un indescifrable
pensamiento. Se me antojaba distinta, era verdad, pe­
ro ella era la misma, el incierto era yo, ahora quería
que me perteneciera.
Pasé una semana intentando el mínimo de relación
posible con ella. Un saludo, un adiós, un buenas tardes
señora. No logré respuesta alguna de aquellos labios
que parecían no haberse desplegado en años. Un día,
ante tal indiferencia, decidí abordarla directamente.
Me senté a su lado fingiendo cansancio y le pedí un
vaso de agua. Llamó a Julia. Nunca supe si era una
hermana, una sirvienta, una amiga. Ella, casi inme­
diatamente; viró la cabeza y continuó mirando. Tomé
agua despacio, mentalmente ensayé fórmulas distintas
para preguntárselo y al final, cuando no me quedaba
qué beber, le di las gracias y seguí mi camino, no sin
antes despedirme y dar las gracias nuevameñte. Desde
ese día, las tardes serían para mí sólo un intentar. In­
tentar una frase, acaso un gesto que me trasluciera un
porqué.

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No sé en cuál momento comenzamos a entablar pe­
queños diálogos que, aún cuando me proporcionaban
la pequeña alegría de sentir que me ganaba su con­
fianza, no me revelaban en lo más mínimo por qué se
sentaba allí todas las tardes. Se acercaba mayo y co­
menzarían las lluvias. Pensé entonces que dejaría de
verla, por lo menos durante los días de torrenciales
aguaceros, ahora que me iba conformando con pensar
que era una extraña manía de vieja decrépita, que ella
misma no sabría el motivo.
Cierto fue que cuando llovía no se sentaba en el
quicio que daba a la acera. Se paraba en la puerta, del
lado de adentro, y se apoyaba en una pequeña reja de
madera que le daba por los codos y que ella había
mandado a colocar, seguramente, para no tener que
cerrar la puerta de día. Se dejaba descansar sobre el
codo izquierdo y miraba, ya no un punto, ya no el sur
borrado por la lluvia, sino la lluvia en esa dirección.
Un viernes (es acaso lo único que no podría olvi­
dar) le pedí el favor de permitirme escampar allí. Ella
no se negó, pero tampoco varió su antigua actitud.
Dentro estaba la otra señora. Me senté y comencé a
mirarla, a los pocos minutos pude percatarme de que
Julia hacía exactamente lo mismo. Pasó una hora,
quizá. Ella seguía allí. Julia y yo también. La calle

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tada, inhabitada. De pronto ella levantó un poco la ca­
beza, una pequeña sonrisa se dibujo en sus labios, Ju­
lia reaccionó y yo, sin comprender nada, creo haber he­
cho lo mismo. Luego un impermeable cruzó la calle sin
detenerse, continuó hacia el norte y la vía debió que­
dar nuevamente despoblada. Ella, con un gesto casi de
cansancio, regresó a su antigua reflexión.
Julia se levantó y dyo que haría café. «Sí, Julia»,
fue lo único que se escuchó. Entonces decidí saciar de
una vez aquella curiosidad. Fui hasta la cocina y, sin
rodeos, se lo pregunté a la señora:
—¿Ella no hace algo más que no sea asomarse y
mirar...? —no me dejó terminar.
—Después de las tres de la tarde, no —me contes­
tó a secas.
—Pero sólo ve al sur. ¿Por qué? —insistí.
—¿Y a dónde va a mirar? —me preguntó— Se su­
pone que por allí debe regresar.
Y comenzó a contarme lo que debí imaginar siem­
pre. «Hace muchos años que lo hace. Treinta y cuatro,
exactamente. Al, principio entraba y salía, y por horas
lo olvidaba, pero al pasar el tiempo se empecinó más
en ver si venía. Ella nunca lo ha dicho, pero yo sé que
lo espera, que lo esperará siempre... Antes por lo me­
nos reía. Ahora no. Ahora es nada. Me alegro cuando

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me contesta como hoy. Es como si despertara, porque
desde hace algunos años para acá es nada, como si le
quedara solo la costumbre de asomarse a la puerta».
La señora continuó contándome, pero ya no me intere­
saba.
Era sólo una pena de amor alejado, un marinero
cualquiera que prometió lo de siempre. La mantiene
en esa puerta la pequeña esperanza (o convicción) de
verlo acercarse. En invierno la angustia sería menor,
sólo una que otra silueta cada media hora. Pero en ve­
rano, cuando la calle produce sombras unas tras otras
y cualquiera podría ser él, no alcanzo a imaginar lo
que siente. Tbdos los días lo mismo, pensar es aquél e
inmediatamente desecharlo: «No, no es aquél, quizá el
de atrás o el de más atrás». ¡Qué desilusión!, pensé. Yo
no sé qué esperaba encontrar yo detrás de su mirada,
pero me desconsoló descubrir que fuese amor.
Ahora paso pero no me detengo. Ahora es verano
y cuando paso ella está en el quicio y no me ve. Paso
y ella me trae un vago recuerdo a curiosidad. Luego
muere al yo cruzar la esquina. Un día pasaré y ella no
estará y tal vez me pregunte si habrá muerto o enfer­
mado. O acaso, desde el final de la calle, de un punto
muy al sur, em erja una sombra y ella pensará es él y

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siga pensando es él,lento, viejo, pero es él, sí, e
cruzo mirando a los lados la eisquina y ya no la recuer­
do.

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Otoñal

Hace veinte o veinticinco años sus hilos tenían


cierto brillo, aun en la oscuridad. Era tan tensa como
una lona de circo, con la diferencia de que entonces
nada rebotaba, todo se quedaba adherido a ella. La si­
metría de sus puntos era algo que atrapaba la aten­
ción de todo aquél que alzara la vista sobre la ventana.
Ahora hasta la telaraña había envejecido. Pensaron
por un tiempo que estaba deshabitada. Pero una de
esas tardes, en las cuales el tedio agudiza el ocio,
vieron a la propietaria salir en busca de un pequeño
insecto, que eran los únicos que entonces no lograban
escapar. La araña, vieja y cansada, avanzó sus ocho
pasos lentos y poco a poco lo fue envolviendo. Luego,
con la misma lentitud, avanzó en retroceso hasta per­
derse detrás de la red, seguramente en alguna hendija
de la pared.
Casi no salían de casa. Sin embargo, era poco el
tiempo que empleaban en eliminar las telarañas del
techo. Ni las que bordean los cuadros ni las que se­
guramente se encuentran en los rincones y debajo de
los muebles. La verdad era que faltaba poco para que
la casa estuviera impenetrable como ahora.

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Pero es que con la vejez a uno lo cubre el cansan­
cio. O tal vez es uno que lo anida en los huesos y en
los músculos y con el tiempo, que pasa y aumenta todo
y que a todo lo va colocando más lejano, uno no se per­
cata del momento a partir del cual el cansancio forma
parte del cuerpo, del instante en el que se integra a él
y pronto, como a todo, uno se acostumbra y se deja in­
vadir de polvo y telarañas.
En ocasiones, Pastor se armaba de valor (decía él,
yo prefiero creer que de necedad), se encaramaba sobre
una silla y con una escoba quitaba algunas. Otras, las
que se encontraban muy altas, como la de la ventana,
permanecieron eternas junto a ellos. Inés, que contem­
plaba a su esposo cariñosamente, pero que le conocía,
pensaba igual que yo, que estaba chocho, que no debía
prestarle atención, que no debía escucharlo, sobre todo
cuando éste le decía: «Te estás poniendo vieja, Inés,
viejiiiiiita...».
Pero otras veces, cuando Pastoría detenía en al­
gún lugar de la casa, con urgencia, con esa cara de ni­
ño que muestra la presa del triunfo, ella se olvidaba de
toda necedad y pensaba en la vitalidad del compañero
que, a pesar de la edad, respondía a veces como un jo­
ven potro. Pensaba en ese trofeo que la hacía olvidar
el cansancio y que recibía ansiosa, deseosa, como en

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sus mejores tiempos. Allí, en los pasillos, en la cocina,
en el corral jun to a las gallinas, sin perder tiempo,
donde la urgencia de ambos les ayudara a olvidar que
habían envejecido. Aquél de agosto fue un día de exce­
sos. Una extraña necesidad de amarse se apoderó de
Pastor e Inés. Insaciables, ninguno se levantó de la ca­
ma sino por comida. Así pasaron días y ambos se pre­
guntaban qué tan normal sería este cambio. Con los
meses, dejaron de hacerse preguntas y no entorpecie­
ron más, con pensamientos inútiles, su felicidad.
La frecuencia de las relaciones ya no era la misma,
pero sí lo bastante tomando en cuenta que mantenían
por lo menos una diaria. Sin embargo, permanecían la
mayor parte del tiempo en la cama, no sólo porque el
amor entre ambos se había acrecentado y los inspiraba
a hacerse cariños a todas horas, sino además porque
acostados notaban muchísimo menos el cansancio, que
entonces en nada había mejorado en comparación con
su vida sexual. Se turnaban para hacerse la comida,
para sacar el vaso de cama y para traer agua hervida
y jabón, pues era en el cuarto, y el uno al otro, como se
aseaban.
Cuando sus hyos venían a visitarlos sentían, más
que una alegría, un rechazo hacia ellos por tener que
abandonar su nido de amor. Ambos se quejaban de ha-

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berlos traído al mundo. Sin su presencia ellos nunca
hubiesen abandonado esa forma de idilio, la ideal se­
gún sus descubrimientos. Con ella comenzaron al ca­
sarse y con ella vivirían felices sus últimos días. Du­
rante la corta temporada que los hyos pasaban en ca­
sa, Pastor e Inés revivían aquellos lejanos días de «si­
lencio que pueden escuchar los niños».
Hoy, luego de un olvido de cinco meses a pedido de
sus padres, los hijos apartaron un espacio en sus agen­
das y se pusieron de acuerdo para ir todos juntos a vi­
sitarlos. Llamaron a la puerta insistentemente pero
nadie salió a abrir. Al llegar a la habitación los encon­
traron muertos. Las siluetas unidas en eterno éxtasis
apenas se veían por entre el bosque de telarañas. Co­
menzaba desde sus cuerpos hasta impedir celosamente
la entrada al cuarto. Como si en un último minuto les
hubiesen hecho jurar a sus únicos testigos (que pa­
recían estar más llenas de vida) velar porque ese ins­
tante de placer no fuese perturbado. Ellos acaban de
irse sin mover nada y yo bajé del techo rápidamente y
corrí a contarte todo.

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Dos CUENTOS PARA SER LEÍDOS
EN TREN
Rieles y vagones

/
Oswaldo González

Había una vez un niño rosado, rosado como los


atardeceres en mi pueblo, un niño que extendía todos
los años su mirada verde a lo largo de la calle en es­
pera de sus tíos ricos que algo hermoso debían traerle
para su cumpleaños, maravilloso regalo cualquiera que
trajeran para ese niño que de juguetes sólo conocía la
ausencia.
Llegaron al fin y de la esperada caja emergieron
rieles y vagones, controles y una batería cuadrada y
grande que, finalmente, le daría vida al inanimado ve­
hículo.
El niño, invadido por la certeza del conocido maña­
na, no demoró el momento de armar su regalo. Poseído
por esa emoción sólo posible en los niños, se esmeró al
punto de lograr, entre la selva del jardín, una suerte
de montañas rusas y cuevas y llanuras y cuando co­
nectó la batería, sus pupilas Se dilataron hasta casi
hacer desaparecer el verde y sus carnosos labios di­
bujaron para todos el asombro, el tren subía y bajaba,

- 39 -
se perdía en una gran boca para luego reaparecer por
otra y pitar, porque el tren pitaba y él no lo sabía y
lloró de auténtica felicidad y luego lloró de rabia y
dolor cuando se acercó la medianoche, la imposterga­
ble hora de dormir, del ya impostergable adiós. Y eso
era realmente, una despedida, él lo sabía, por eso tomó
el tren, lo guardó en su caja y colocándola en la al­
mohada la besó y la besó hasta quedarse dormido.
En la mañana lo despertó su tía Sofía, quien le
arrebató la caja, se la llevó a la casa del lado. La tía
Sofía, autoritaria, armada toda con un derecho que
nunca se supo por qué la madre del niño le había otor­
gado.
El nunca más volvió a ver el juguete, pero en las
tardes sin lluvia se iba al patio, se sentaba con el oído
pegado a la pared de la izquierda, donde sabía que so­
lía jugar su primo Francisco y entonces escuchaba los
pitazos. ¡Porque el tren pitaba, Kristel! ¡Pitaba como
los trenes de verdad, mi amor!

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El ruido de los engranajes

a Rosana Hernández

«Verdadero también era el ultraje que había pade­


cido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno
o dos nombres propios». Término de leer el cuento jus­
to en el instante en el que un pitazo y el estrepitoso
movimiento de múltiples engranajes le hizo caer en
cuenta que el tren había iniciado su andar. Entonces
cerró el libro y, como tenía previsto, abrió la ventanilla
un poco más y sacó del bolso la bufanda de seda azul
que le había confeccionado mamá, la colocó en su cue­
llo y, con gesto ensayado, dejó que una de las puntas
se abriera paso en persecución del aire que corría jun­
to al tren, más allá de la ventanilla. Así debía ser. Así
lo había leído ella en detalladas descripciones de nove­
las, así lo había visto en innumerables películas y así
debía ser, con sombrero y guantes y las obras comple­
tas de su autor predilecto sobre las piernas para leerlo
a ratos cuando el paisaje, en algunos trayectos, se hi­
ciera común. Así debía hacer ella su primer viaje en
tren, cumpliéndole culto a la nostalgia, un acto de ma-

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gia que le permitiera, cual un dios, jugar con el tiempo
y vivir, en un lapso de breves horas, un pasado del que
sólo sería testigo, así, valiéndose del infalible truco de
desempolvar los objetos que mamá atesora, celosamen­
te, en un baúl en el cuarto del patio. Cuando niños el
baúl representó para nosotros una suerte de museo al
que mamá\nos llevaba cada cierto tiempo para m os­
trarnos, una tras otra, las maravillas que, jun to a fo­
tografías y cartas, allí guardaba. Objetos que en sus
manos, y acompañados de una historia, forjaban en no­
sotros la idea de eternidad, idea que más tarde Wi-
lliam y yo reconoceríamos imposible, excepto ella que
no pudo nunca sentirse insegura de espacios y de ho­
ras.
Ella siempre pensó que algo horrible debió aconte-
cerme para haber elegido este destino que cree triste
y severo. Sin embargo yo, que lo reconozco hermoso,
sentí más triste y más severo el retiro que ella se im ­
puso al despertar de la infancia. Aquel silencio, refu­
giada siempre en ’ os libros, la pluma acompañando sus
vigilias y aquella nostalgia, aquella necesidad de vivir
lo anterior a la memoria y una frase repetida en sue­
ños que no respondía a un porqué.
Cuando le dije que si podía acompañarme al puer­
to, pero que lo incómodo era que iríamos en tren, no

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podía creerlo. «¡Qué maravilloso, en tren!». Inmedia­
tamente comenzó a prepararlo todo: el vestido blanco
de florecitas azules, el sombrero pequeño, los guantes
que parecen de primera comunión, las obras de Borges
llenas de hojas secas que marcan a su antojo cuentos
y poemas y la bufanda, no podía ir sin la bufanda,
«azul mamá, azul como el azul de las florecitas, que
parezca una banderita en la ventanilla del tren, ma­
má». Luego la noche, que no pudo ser noche sino un
dar vueltas en la cama, un madrugar a la imaginación,
agotarla hasta no tener más ya imágenes que la del
cuarto y el baúl e ir allá y tomar no sé qué cosas, inú­
tiles pero sin duda para ella valiosas, llenar con ellas
el bolso y entonces, creyéndome dormida, comenzar a
rezar y explicar: «No es un robo Dios, perdóname, ma­
ñana las regreso, es que es mi primer viaje en tren y
así debe ser, yo te juro en tu nombre que las regreso,
yo soy incapaz, yo no soy ladrona...», y quedarse dor­
mida con la frase aún en los labios, no sé en qué sue­
ño, como un eco, y yo, con otro eco en lo inasible: por
qué, por qué, por qué...
Ahora, rumbo al puerto, ella estaba allí sentada,
como en otro sueño, con su banderita al aire y una
sonrisa en juego exacto con su mirada, lánguida, per­
dida en el paisaje. La misma pose de tía Rita en aque-

- 43 -
lia fotografía que se tomó en El Encanto. Llevaba las
piernas muy juntas, algo inclinadas y el libro se fue
deslizando por ellas, respondiendo al inevitable tem­
blor que provoca el movimiento del tren. El libro cayó
al piso. Confusa, al mismo tiempo que recogió las hojas
dispersas, leyó la página abierta. La misma frase como
una sentencia: «Verdadero también era el ultraje que
había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la
hora y uno o dos nombres propios». Alzó la cara y vio
apenas los tobillos, el traje de monja y el rosario que
temblaba, como temblaba todo, a la altura de las rodi­
llas. Entonces, el tiempo, de quien nadie conoce, la lle­
vó al pasado. Pero no a ése al que ella jugaba a estar
hacía algunos minutos, sino a uno que no está ordena­
do por la imaginación sino por el recuerdo.
Se encontró, de pronto, temblando por la humilla­
ción y el miedo, apartada en una de las esquinas del
salón de quinto grado. Vio de nuevo el traje blanco con
la franja azul y el rosario a la cintura alzarse sobre
ella, la monja bruja que se empeñaba en no llamarla
por su nombre sino «la oveja negra». La monja bruja
que no le corregía las tareas, que la apartó en un rin­
cón por ladrona, que prohibió a los niños que le habla­
ran por ladrona. La brujas de los porqués que descono­
cimos siempre, la de su silencio y sus pesadillas. «¡Bru-

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«¡Bruja, yo no me robé esos cinco bolívares, no soy la­
drona!», gritaba, mientras apretaba el cuello con más
y más fuerza, poseída por el rencor inconfesado de casi
treinta años, y mientras más fuerte apretaba más re­
petía: «¡No soy una ladrona, no soy una ladrona!». En
vano intenté decirle yo nosoy la herman
Rosa, tu hermana, tu hermana que también es monja,
pero que no sabía, que te cree, que te quiere. Sus manos
ahogaron mi voz. Anidé la esperanza de que escucha­
ran sus gritos, pero hoy día viaja tan poca gente en

tren. Entonces intenté defenderme, alcancé la bufanda


pero sólo logré sentir lo suave de la seda y un color ca­
si azul ocupó el espacio hasta tornarse noche. Busqué
la ventanilla, la luz, y un negro absoluto lo abarcaba
todo. Lejos, muy lejos, se escuchaba el ruido de los en­
granajes del tren y la voz de Ana que repetía una fra­
se como un eco. Pensé en mamá y en William. Ellos
tampoco lo saben.

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INDICE

I d a .............................................................................. 7
Una muñeca para una ventana ........................... 11
Inserción ................................................................ 15
La visita ................................................................ 17
Año nuevo feliz ..................................................... 20
Tacones lejanos ..................................................... 24
De un punto al s u r ................................................. 26
O to ñ a l..................................................................... 32

Dos cuentos para ser leídos en tren .................... 37

Rieles y v a g on es................................................... 39
El ruido de los engranajes.................................... 41

i
Este libro, Tacones lejanos de Kristel Cuirado,
se realizó merced al arte de imprimir y de labrar ti­
pos de letra, sin ninguna escritura con pluma, para
la gloria más grande de Dios, por el atento esmero
de La Liebre Libre, en el año 1995, vísperas de
Rogelio Le Fort, beato y arzobispo de Bsurges (2 de
marzo). En su alzadura se emplearon tipos New
Centuiy de 8 y 9 puntos, Palatino de 8 y 10 puntos
y Bookman de 8 y 10 puntos.

Edición de 500 ejemplares


C olección Cantos Iniciales

Ella me cuen ta hoy, en tre desvarios y m iradas


extraviadas, una de esas p elícu la s en una sola
dim ensión que no se ven ahora. Una p elícu la
española (¡cómo serían de buenas esas p e lí­
culas españolas cuando España existía!), d on ­
de Victoria A bril le introducía pañ u elos rojos
en el trasero a su amante, éxtasis indescriptible
con palabras, nieta, éxtasis p o r el cu al el jov en
m uchacho degollaría a su novia, a ped ido de
cu/uella vieja, p a ra que minutos después apa re­
ciera ella, la vieja, Victoria Abril, más herm osa
que nunca, más deslum brante y pertu rba d ora
que nunca, en tre ventanas de tren, y se ex ta ­
siara una vez más ju g a n d o con la lluvia, con
la lluvia roja com o el pañuelo, que era la san
g re de la novia.

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