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huyeron, además, las intrigas en la Corte protagonizadas por el hijo menor de Catalina
de Médicis, Francisco, duque de Alengon, en contra de los Guisa, De esta forma se
constituyó el partido de los descontentos, uno de cuyos representantes más destacados
fue Montmorency-Damville, que aprovechó su cargo de gobernador del Languedoc
para establecer una alianza con el estado hugonote y contribuir así al hundimiento de
la autoridad real en el sur de Francia.

2.4. E E III (1574-1589)

Enrique III fue el último de los hijos de Enrique II y Catalina de Médicis en acce-
der al trono. Como escribe Elliott: «El último gobernante de la dinastía Valois era una
extraña mezcla de contradicciones. Los periodos de rigurosa mortificación se alterna-
rían con ataques de disipación afeminada, durante los cuales sus compañeros de peni-
tencia se convertirían en sus mignons —mimados favoritos que llegarían a ser objeto
de disgusto y de mofa general— .» Antes de heredar la corona de Francia a la muer-
te de su hermano Carlos IX (1574), había sido elegido rey de Polonia (1573). Se pusie-
ron muchas esperanzas en que el ejemplo de la tolerancia religiosa existente en la Po-
lonia de la época pudiera extenderse a Francia, pero la experiencia polaca de Enrique
de Anjou fue un fracaso del que escapó para hacerse cargo de una Francia dividida. No
le quedó más remedio que aceptar las condiciones impuestas por los rebeldes en la paz
de Monsieur (1576), confirmada por el edicto de Beaulieu, en que se concedía amplia
libertad de culto a los hugonotes, admisión a todos los cargos incluyendo los parla-
mentos, y se les otorgaban ocho plazas de seguridad. También salieron favorecidos
los descontentos y en especial Francisco de Alengon, que recibía en apanage varias
regiones francesas con el título, que hasta entonces había ostentado su hermano Enri-
que, de duque de Anjou.
Sin embargo, este notable éxito hugonote provocó la inmediata reacción católica.
Como la monarquía se había mostrado incapaz de asegurar la unidad religiosa, se orga-
nizó un partido católico a tal fin, que acabaría convirtiéndose en un movimiento revolu-
cionario y antirrealista. La Liga católica contaba con precedentes de ligas provinciales
surgidas en los años sesenta, pero ahora tuvo una dimensión nacional bajo la dirección
de Enrique, duque de Guisa. Se basó en la alianza entre las uniones locales encabezadas
por la nobleza militar católica y la clientela de los Guisa. Pretendía limitar los poderes
de la monarquía reforzando el papel de los Estados Generales. Enrique III intentó varias
maniobras para contrarrestar el poder de la Liga; aceptó reunir los Estados Generales en
Blois (1576), pero sus concesiones a los católicos en contra de los protestantes no impi-
dieron que se atacara el centralismo monárquico y se defendiera una monarquía electi-
va. Pasó a continuación a encabezar la Liga y llevar a cabo una nueva guerra contra los
hugonotes que acabó con el edicto de Poitiers (octubre de 1577) que restringía las con-
cesiones a los protestantes. La prohibición de todas las ligas, católicas y protestantes,
parecía abrir el camino hacia la tolerancia, pero las resistencias eran demasiado fuertes.
Quiso, finalmente, contrarrestar el poder territorial de los Guisa concediendo diversos
gobiernos provinciales a sus favoritos y configurar, así, su propio partido. La existencia
de tres regímenes —protestante, católico y real— sumió a Francia en la anarquía mien-
tras se agudizaba la crisis económica y el malestar social.
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F R A N C IA , IN G L A T E R R A Y E S P A Ñ A : C O N F L IC T O S C O N F E S IO N A L E S
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consecuencia, las tres fronteras heredadas de la época de Carlos I, pero algo modifica-
das a través de las cambiantes circunstancias, que, por ejemplo, convirtieron en ene-
migos político-religiosos de la monarquía filipina tanto a los rebeldes de los Países
Bajos como a la monarquía inglesa.

4.1. II

La paz de Cateau-Cambrésis de 1559 había creado el clima internacional idóneo


para acometer la lucha contra el Islam y reanudar el interrumpido concilio de Trento.
De momento, turcos y berberiscos se enfrentaban en solitario a la monarquía his-
pánica. Por eso Felipe II, nada más regresar a España en septiembre de 1559, inició un
programa para proteger el Mediterráneo hispano de la presión islámica. El aumento y
rehabilitación de los baluartes costeros y la intensificación de la actividad de los asti-
lleros se encuentran entre las primeras medidas adoptadas por el monarca español. Sin
embargo, la impaciencia por poner a prueba la eficacia de sus logros le llevó al fracaso
inicial. A él no fueron ajenos tampoco los caballeros de la orden militar de San Juan de
Jerusalén, quienes solicitaron la ayuda de Felipe II para recuperar Trípoli, perdida en
1551. La escuadra española al mando de Gian Andrea Doria (sobrino del almirante ge-
novés, que en 1528 se había pasado al servicio de Carlos V), después de recalar en
Malta por el mal tiempo, en lugar de dirigirse a Trípoli desembarcó en la isla de Los
Gelves (actual Djerba), procediendo a su rápida conquista (1560). Pero, unidas las
fuerzas del corsario Dragut a las turcas de Pialí Pachá obligaron a los españoles a
abandonar la isla, sin haber tenido ocasión de acometer la conquista de Trípoli.
Fracasada la expedición, que se saldó con notables pérdidas, Felipe II prosiguió
los planes de reconstrucción naval, lo que le permitió defender las plazas españolas de
Orán y Mazalquivir del ataque argelino en 1563 y al año siguiente pasar a la ofensiva
con la recuperación del Peñón de Vélez de la Gomera, perdido una década antes.
La respuesta otomana al ataque español no se hizo esperar. Una gran escuadra
turca a las órdenes de Pialí Pachá zarpó de Constantinopla en abril de 1565 con des-
tino a Malta, centro de los caballeros de la orden de San Juan de Jerusalén o de Mal-
ta, apoderándose fácilmente de parte de la isla. La réplica en este caso fue asumida,
además de por los propios caballeros sanjuanistas, por la flota que, desde Sicilia y al
mando de don García de Toledo, obligó a los otomanos a levantar el asedio y regre-
sar a sus bases del Mediterráneo oriental. Para Braudel el sitio de Malta constituyó la
«prueba de fuerza» que marcó el final de la supremacía turca en el Mediterráneo oc-
cidental.

Aunque en-teoría la referencia a un concilio no tendría cabida en unas páginas de-


dicadas a la política internacional, la confusión de lo político y de lo religioso, en una
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La inesperada muerte de Enrique II en 1559 situó en el trono de Francia a su hijo


Francisco II (1559-1560) y produjo el acceso al poder de los Guisa, tíos de su mujer la
reina de Escocia María Estuardo, los cuales desde el gobierno llevaron a cabo una po-
lítica decididamente anticalvinista. En la oposición a los Guisa, los hugonotes (entre
los que figuraban el príncipe de Condé o el almirante Coligny) contaron con el apoyo
de muchos nobles descontentos y desocupados tras la paz de Cateau-Cambrésis. Una
maniobra para derrocar a los Guisa (la conjuración de Amboise de 1560), en la que es-
tuvo involucrado el príncipe de Condé, fue descubierta y duramente reprimida.
Pero el temprano fallecimiento de Francisco II trastocó de nuevo el panorama po-
lítico francés. Su sucesor y hermano Carlos IX (1560-1574) era menor de edad, por lo
que el gobierno fue asumido por la reina madre Catalina de Médicis, en calidad de re-
gente. Desaparecidos los Guisa del poder, la regente trató de seguir una política conci-
liatoria respecto a los hugonotes, que desagradó a la facción católica. En 1562 la entra-
da de las tropas de Francisco de Guisa en París, adonde fueron conducidos el monarca
y la regente, proporcionó argumentos —junto a la matanza de hugonotes de Vassy— a
los protestantes para alzarse en armas. Se iniciaban así las llamadas Guerras de Reli-
gión, denominación también polémica como la de Contrarreforma, pero que el uso
reiterado ha consagrado. En principio no eran más que disturbios (los coetáneos las
llamaron troubles) de carácter civil que no tenían por qué haber afectado al orden in-
ternacional. Sin embargo, lo hicieron. Ya desde su inicio se produjo la intervención de
Felipe II, apoyando con hombres y dinero al sector católico. Más tarde, en la fase
siguiente, la injerencia del Rey Prudente se incrementó con la propuesta de su hija Isa-
bel Clara Eugenia como candidata al trono francés. Francia, por su parte, aunque mer-
mada en sus capacidades ofensivas por los problemas internos, sacó fuerzas de flaque-
za para seguir desempeñando, a escala muy inferior, su papel de debilitar a la monar-
quía española, encontrando en la sublevación de los Países Bajos frente a Felipe II una
baza importante que jugar.
Entre 1562 y 1598 (promulgación del Edicto de Nantes por Enrique IV) se suce-
dieron ocho guerras o, si se prefiere, una sola interrumpida por precarias paces o tre-
guas. No es nuestra intención seguir la evolución de estas contiendas de carácter civil,
sino aludir a sus principales conexiones internacionales.
La ayuda prestada por Ginebra y por la reina Isabel de Inglaterra a los calvinistas
y por Felipe II a los católicos tiñó ya de internacionalidad la primera de estas contien-
das. El edicto de Amboise (1563), con el que concluyó, reconocía la libertad de con-
ciencia de los franceses. A la conciliación debía contribuir también un largo viaje em-
prendido por la reina madre y su hijo Carlos IX a través de todo el país, en el curso del
cual se entrevistaron en Bayona (1565) con la reina de España Isabel de Valois, hija de
Catalina de Médicis, y el duque de Alba. Este instó a la regente a abandonar la arries-
gada política de reconciliación religiosa que amenazaba con debilitar la posición de la
monarquía en Francia.
La política de rigor que Alba, en nombre de su rey, recomendó a Catalina de Mé-
dicis respecto a los protestantes, la puso poco después en práctica el propio monarca
español en los Países Bajos. Precisamente la demostración de fuerza que significó la
marcha del ejército del duque de Alba desde Italia a los Países Bajos para tratar de
controlar la explosiva situación por la que atravesaban aquellos territorios, sirvió
de detonante para iniciar la segunda guerra en 1567.
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Las motivaciones que llevaron a la ruptura entre una parte de la población fla-
menca y su rey fueron de muy diversa naturaleza. Instrumento de agitación política, la
ideología calvinista había ido penetrando en los Países Bajos —aunque con mayor
lentitud que en Francia— desde Ginebra y Estrasburgo, experimentando un auge con
la llegada de hugonotes franceses tras la firma de la paz de Cateau-Cambrésis. Por otra
parte, la renovación de los placarás o edictos contra la herejía, decretados ya por Car-
los V, contribuyó a enrarecer las relaciones entre el monarca y sus súbditos.
En esta situación Felipe II abandonaba los Países Bajos rumbo a España (1559),
dejando como gobernadora de aquel territorio a Margarita de Parma (hija natural de
Carlos V), asesorada por un Consejo de Estado, en el que figuraba en lugar destacado
Antonio Perrenot (desde 1561 cardenal de Granvela). Frente al ascendiente de Gran-
vela en el gobierno se alzaron voces, como las de Guillermo de Nassau, príncipe de
Orange, o las del conde de Egmont. El descontento creció de tono en 1561 con la pu-
blicación de una bula pontificia que trataba de implantar en los Países Bajos una refor-
ma eclesiástica, consistente en la creación de nuevas diócesis. Tras no pocas presiones
Felipe II acabó destituyendo a Granvela (1564), como solicitaba la oposición. Pero la
situación continuó deteriorándose, con las órdenes de implantación de los decretos tri-
dentinos, de los placarás y de un mayor rigor inquisitorial.
En este clima varios nobles reunidos en torno a Luis de Nassau decidieron formar
un «Compromiso» o liga (noviembre de 1565), tanto de católicos como de protestan-
tes, para solicitar al rey el cese de las actividades de la Inquisición y una moderación
de su política en materia religiosa. A principios de abril de 1566 un grupo de compro-
misarios —pertenecientes la mayor parte a la baja nobleza— se entrevistó en Bruselas
con la gobernadora. Fue entonces cuando se acuñó el nombre de gueux (mendigos)
para designarlos.
Para complicar más la situación, las dificultades económicas por las que atrave-
saba el país (malas cosechas, cierre del estrecho del Sund a los navios holandeses, pro-
blemas comerciales con Inglaterra) lanzaron al pueblo a la revuelta y facilitaron la la-
bor de los predicadores calvinistas, dispuestos a beneficiarse del descontento cada vez
más generalizado.
En agosto de 1566, coincidiendo con una subida del precio del pan, se desató la
furia iconoclasta que recorrió todo el país. ¿Cuál fue la reacción de Felipe II? De las
dos tendencias manifestadas por sus consejeros, el monarca español se decantó por la
partidaria del rigor, enviando al duque de Alba para reprimir tales excesos. Y a nos he-
mos referido al impacto que en Francia causó el paso de las tropas de Alba camino de
Bruselas (1567). El arresto de los consejeros católicos, condes de Egmont y de Horn
(acusados de conspirar contra la Corona al lado del príncipe de Orange, quien logró
huir a Alemania), fue una de las primeras medidas adoptadas por el nuevo hombre
fuerte de Felipe II en los Países Bajos, que asimismo procedió a establecer el llamado
Tribunal de los Tumultos, dirigido simultáneamente contra la herejía y la oposición
política. La lógica dimisión de Margarita de Parma, postergada a un segundo plano
por el duque de Alba, fue seguida del nombramiento de éste como gobernador gene-
ral. La muerte de los condes de Egmont y de Horn, decidida por el Tribunal de los Tu-
multos (1568), provocó el regreso del príncipe de Orange dispuesto a enfrentarse a las
tropas españolas. La llamada Guerra de los Ochenta Años (1568-1648) presenta du-
rante el reinado de Felipe II dos fases. A la primera, muy confusa, en la que confluye-
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H I S T O R I A M O D E R N A U N IV E R S A L

L GRAN COALICIÓN ANTIFIL1PINA Y EL VIRAJE HACIA LA PAZ


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