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El tamaño del mundo

Arturo Uslar Pietri

DE QUE TAMAÑO era el mundo para un hombre del Neolítico? ¿O para un habi-
tante de Sumer, o de la Atenas de Pericles; del París de Abelardo o de Rousseau? Sin
ningún riesgo podríamos decir que era mucho más pequeño que el que se ofrece a la
curiosidad del hombre de hoy. El hombre del Neolítico vivía en un espacio estrecho, en
un medio natural limitado, con relaciones fijas y casi inmutables con lo que lo rodeaba.
No solamente podía conocer todo lo que le importaba sino que, de hecho, por la sola
necesidad de vivir, tenía que conocerlo. Ese mundo reducido e inmutable podía designarse
en toda su amplitud con un puñado de voces. El vocabulario era tan pequeño como el
mundo y suficiente para expresar todos los aspectos y relaciones que lo caracterizaban.
El del hombre de Sumer era más grande tanto geográfica como intelectualmente.
Conocían la Mesopotamia y el espacio del Oriente Medio y hasta una historia completa
de su mundo. El tamaño del mundo ha ido creciendo continuamente, hemos pasado de
ser el centro del universo a convertirnos en los marginales habitantes de un pequeño
planeta de un pequeño sol, de una pequeña galaxia entre los millones de soles y de galaxias
que forman el universo. El más lejano objeto que han detectado nuestros telescopios está
a 20 mil millones de años luz de la Tierra, lo que es infinitamente más que aquel universo
que diseñó Ptolomeo, en el que una cercana luna y unas parpadeantes estrellas giraban en
esferas concéntricas en tomo al gran planeta central que era el asiento del hombre.
Podríamos seguir la ampliación continua de la extensión del mundo hasta hoy para
hallar que cada vez se ha hecho más vasto, más inabarcable, más difícil de comprender
y explicar.
El hombre del Neolítico, seguramente, tenía por necesidad un vocabulario del
tamaño de su mundo. Nosotros los contemporáneos del alba del Tercer Milenio de la
Era Cristiana no lo tenemos. Eso significa básicamente, que la inmensa mayoría de los
seres humanos y, en cierta forma, todos sin excepción no estamos en capacidad de conocer
el mundo en el que vivimos porque tampoco estamos en capacidad de nombrarlo por
entero.
Los filósofos del lenguaje nos han enseñado a distinguir entre lengua y realidad,
entre lenguaje y mundo. Lo que ha crecido, en verdad, no es el mundo, sino el
conocimiento del mundo por el hombre. Ese conocimiento no tiene otra manera de ex-
presarse y comunicarse que por medio de palabras, de pobres, limitadas y aproximativas
expresiones orales que corresponden imperfectamente a la cosa que pretendemos.
Frente a esa inmensidad creciente del mundo del conocimiento, que con todo ello
está muy lejos de alcanzar la dimensión completa del mundo real en toda su inagotable
variedad y cambio continuo, es desproporcionadamente pequeña la capacidad de
comprensión y de expresión de los seres humanos. La mayor fuerza limitante con la que
tropieza es la del tamaño reducido e inadecuado de su propio vocabulario.
Una gran parte de los habitantes del planeta emplea un vocabulario no mayor de
500 palabras. Todo lo que ignoran lo arropan con borrosas alusiones, comodines, o simple
perplejidad. Su percepción del tamaño del mundo no puede ir más allá de su vocabulario,
en verdad, su mundo no puede ir más allá de lo que logran expresar esas 500 voces. Todo lo
que sobrepasa esa medida está fuera de la posibilidad de su conocimiento, casi como si
no existiera. Los medios de comunicación masivos de nuestros días lanzan continuamente
un torrente incontenible de información que escapa a la comprensión de la mayoría de
quienes lo reciben. Están condenados a darse cuenta de que existe exteriormente un mundo
en el que no pueden penetrar, ni siquiera conocer, porque carecen del instrumento
lingüístico mínimo para poderlo intentar.
Nunca fue más trágica que hoy esa desproporción, porque jamás antes hubo una
multiplicación semejante en la extensión múltiple de los conocimientos y en su continua
y creciente tendencia a expandirse.
Esto plantea un inmenso problema en la educación de hoy. Ya no hay la posibilidad
de encerrarse en un mundo limitado y suficiente como fue el caso de los campesinos
hasta hace poco tiempo, los medios de comunicación que no dejan fuera de su alcance,
prácticamente, a ningún habitante de ciudad, llevan a los millones de televidentes,
radioescuchas y lectores de prensa la noticia de todos los progresos científicos y
tecnológicos, que el vocabulario de los más de ellos no les permite asimilar. Están
condenados a no poder conocer.
El primer e insustituible paso para disminuir en lo posible esa incomunicación y esa
amenazante brecha que tiene consecuencias tan graves de todo género, consiste en el
estudio continuo y permanente del lenguaje. Una enseñanza eficaz y creciente del
lenguaje, de su uso, de su enriquecimiento sin tregua, debería ser el primer y más
importante objeto de la educación.
Todo lo demás depende de esto sencillamente, porque no se puede avanzar en el
conocimiento sino se dispone de las palabras necesarias para expresarlo y adquirirlo. No
aprendizaje inerte de reglas de gramática sino de lenguaje vivo, hablado y escrito, que
con cada palabra nueva aumente el tamaño del mundo para cada hombre.

El Nacional, Domingo, 21 de septiembre 1985. A-4/ Página Editorial

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