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Hola.

Acerca de los rumores que


circulan en las redes: No hagan
caso.
No somos tan tremendos.
El comité general tiene las mejores
intenciones. De hecho, el resultado
de este esfuerzo, bien mirado,
irradia una belleza ingenua e
infantiloide que se desmarca
notablemente de lo grotesco.
Entonces, ¿es justo decir que
traficamos con bajezas?
Eh…Un poco, puede ser.
Pero no somos el Padre Grassi,
Baby Etchecopar o Ari Paluch.
En esa línea, lo que da asco de
verdad es el mundo, -Sí. Este
mundo-, y la maldad que anida en
él 24/7, eso que se llama daño y
que se manifiesta en manos de los
forros-pelotudos de siempre
haciendo bien lo que está mal y
viceversa.
No entraremos ahí.
No queremos entrar ahí.
Lo que hay en estas páginas,
henchidas de caos y alegría, es la
más absoluta ficción, un destilado
del delirio robado de un rebaño de
musas ( musas, musarañas,
potayto, potahto) y producto de
muchas horas de trabajo.
Pero sobre todo oficio. La materia
prima con que estos autores
hermosos han colaborado. Desde
ya se recontra ganaron el coso.
Porque el coso ya era de ellos,
siempre lo tuvieron consigo.
También creo oportuno dedicarle
unas palabras a la literatura, así,
con la solemnidad que se merece.
Porque es la literatura la única que
ha podido elucubrar y conjurar
culo de chancho, pija de mono en la
concha de tu madre hijo de mil
puto culiado por una horda de
elefantes sifilítcos. Esto es lo que
querías? Esta mierda es lo que
querías leer? Bueno acá está. Acá
está le reconcha bien de tu
hermana.
Que la disfrutes.
La paz sea contigo. Y que te
recontra.
A. Tenorio
AGRADECIMIENTO Y AMOR A QUIENES PARTICIPARON CON SU ARTE EN ESTE NÚMERO:
ALEJANDRA DECURGEZ - SEBASTIAN CHILANO - MATIAS BRAGAGNOLO - CEZARY NOVEK - ARTURO
ESPARZA - ALEJANDRO NEGRETE - MAXIMILIANO CHIAVERANO - ALEJANDRINA BUJALIS - PATRICIO
CHAIJA - TENIA SAGINATA
ARTE DE TAPA: ARTURO ESPARZA
PARTICIPACION ESPECIAL: JORGE LUIS LOVECRAFT
DIRECTOR Y OKUPA INTERDIMENSIONAL: ARIEL S. TENORIO
LAS RATAS

SEBASTIAN CHILANO

1-1-87 Estoy encerrado en una habitación. Las luces están apagadas. Sé


qué en el otro extremo, dónde está la puerta, hay una rata. Antes de salir
y apagar la luz, mi hermano me la enseñó. Era bastante grande, no
vemos muchas ratas en la casa, pero tiene el tamaño, no sé, de una
nutria. Ahora hace un ruido extraño. Será por el encierro. Será por la
oscuridad, aunque ella puede ver mejor que yo. O él. Él puede ver mejor.
Quizás sea un ratón. No importa. Importa que para ese animal yo
también debo hacer un ruido raro. Mi respiración debe ser monstruosa.
Mi hermano me dijo que hasta que uno de los dos no coma al otro, no nos
dejará salir. La rata no va a comerme, no soy estúpido. Es demasiado
pequeña. Aunque debo ser una presa tentadora, una persona como yo
puede servirle para un mes. O más. No importa que me pudra. Las ratas
comen mierda. En cambio, la rata para mí no es más que unas horas de
comida. Tengo hambre, mucha. Mi hermano no me dejó desayunar. Me
dijo que me iba a bañar, me hizo desnudarme y me metió en el cuarto
prohibido. Después metió la rata. Y acá estamos. Ella con hambre. Yo
también. O él, si es un ratón es un él. Se mueve. Bicho de mierda. Qué
asco, me rozó. Vomito. Vomito un líquido amargo y fosforescente. Me
hace doblar hacia adelante. Y nada atenúa el dolor. Estoy indefenso,
perdido. Pero la rata no me ataca. La veo, le veo las patas en la
fosforescencia. Se está comiendo mi vómito. Es mi oportunidad. Si ataco
ahora, la mataré. La puerta se abre. Es mamá. Y Mamá grita. La rata
aprovecha y se escapa, y en su escape deja unas marcas fosforescentes
que se atenúan hasta perderse en algún lugar de la cocina inmaculada.
17-4-91 Mi padre puso una trampera en el depósito. Una laucha. Dijo que
no era una rata, era una laucha. Las lauchas prefieren el cartón. Por eso
había masticado la caja de zapatos. Las ratas prefieren las suelas, y los
zapatos estaban intactos. No le pregunté de dónde sabía eso. Apagó la luz
del depósito y nos hizo salir. Mi hermano y yo nos sentamos a tomar
mate afuera con él. Miré el envase del alimento que servía para atraer
lauchas. Decía infalible. Decía mantener fuera del alcance de los chicos.
Tóxico. Decía veneno. Mi padre me pasó un mate. Amargo. Chupé la
bombilla y se lo devolví. Le pedí que lo endulzara y le alargué el envase,
como si fuera azúcar. Escuchamos un ruido, adentro, en el depósito, pero
ninguno de los tres nos levantamos. Tampoco cebó más mates. El agua se
enfrío y me dio tos. Escuchamos un nuevo ruido y un chillido. El chillido
fue largo. Pensé que la trampera le había atrapado las patas, pero no,
más tarde mi padre dijo que no, le aplastó la panza y le sacó las tripas
para afuera. No era una laucha. Era más grande, dijo mi padre. 13-8-96
En el comedor de la pensión, abajo del piso de madera, había un sótano.
La entrada al sótano, disimulada por una alfombra raída, era una tapa
también de madera que se levantaba tirando de una argolla oxidada.
Cuando abríamos la puerta-trampa, el olor a humedad que subía de esa
oscuridad era insoportable. Nadie se animaba a bajar, la escalera tenía
roto del tercer escalón para abajo. La diversión nocturna era dejar la
puerta levantada y poner la alfombra. Todos esperábamos que alguno
pisara el falso suelo y cayera. Para ir al baño de la pensión había que
pasar por el comedor, para ir a la cocina también. También para atender
las llamadas en el teléfono colgado en la pared. La escalera al sótano era
el vórtice, el centro de la pensión. Mi hermano trabajaba en el Museo.
Salía, cansado, y venía para la pensión. Esa era su rutina inalterable. No
tenía amigos. No salía nunca. La noche que se cayó en el sótano yo no
estaba. Me dijeron que se fracturó la pierna y que una rata aprovechó su
inmovilidad para morderlo. Les dije a los demás compañeros de la
pensión que eso era mentira. Las ratas no muerden. Ni las lauchas. Les
aseguré que mi hermano lo había inventado para que sintieran lástima
por él. Lo hacía desde chico. Por eso no lo iba a ver al hospital 10-5-11 Mi
sobrina corrió hasta mí. Me dijo que mi hermano y mi padre habían
discutido. Le dije que no se preocupara. Ella los había visto insultarse en
el jardín y después vio a su abuelo irse de la casa. Estaba pálida. La
tranquilicé diciéndole que discutían desde que yo tenía memoria. Me
pidió que entrara a la casa con ella. Tenía miedo de que a su padre le
pasara algo. No era el mismo después del infarto. Me levanté de la silla y
entramos. Yo primero, ella atrás, casi rozándome. Encontramos a su
padre tirado en la cama. Apenas podía hablar, pero me pidió que llamara
a la ambulancia. Le dolía el pecho y se había vomitado encima. Le dije a
mi sobrina que saliera, que llamara a urgencias y esperara afuera. El
vómito me devolvía una necesidad que había olvidado. Me incliné sobre
mi hermano y le mordí suavemente la pierna derecha. Uno, dos, tres
mordiscos suaves, primero, después más intensos. Un poco mordí su
mano también. Y los dedos de los pies. El dedo gordo lo destrocé.
Después volví a la pierna y mordí más fuerte. Mastiqué la piel y sus
pelos. Cerré los ojos, estaba oscuro. El sonido de la ambulancia me hizo
reaccionar. Tapé la pierna y la presioné para que la sangre parara. El
médico y el enfermero apenas se molestaron en mirar la sábana
manchada. Le pusieron un suero y se lo llevaron. Mi sobrina lloró. La
consolé. Le conté de la vez que los dos tomamos veneno. Si habíamos
sobrevivido al veneno para ratas, éramos inmortales. O moriríamos
juntos.

Sebastián Chilano. 1976. Vive en Mar del plata. Su última novela publicada es
Ningún otro cielo (Letra Sudaca 2017) Anteriormente publicó: Riña de gallos,
Las reglas de Burroughs, Tan lejos que es mentira, Méndez, En tres noches la
eternidad, y las dos novelas de la saga de Furca: La cola del lagarto y El geriátrico
ambas en coautoría con Fernando Del río

POR QUÉ LO HICE?

El cuento lo escribí porque Ariel Tenorio me pidió un relato para la revista The
Wax y debe estar bajo la influencia de un ensayo sobre la muerte en el que
trabajo, o eso intento, en la actualidad.
I DUE FOSCARI
ALEJANDRA DECURGEZ

‒No me dejes. –Se puso de pie de un salto y me agarró la mano.


Me gustaba pensar que su tacto era tenue pero chispeante; cuando me
suplicaba, me encendía. Acepté que me siguiera, pero le advertí que
Madre no podría verlo, ya nos había causado suficientes problemas.
‒Yo tampoco la quiero. –Empinó el rostro‒. Tendríamos que hacer
algo.
‒¿Algo como qué?
Las paredes del corredor estaban pastosas y el empapelado con
dibujos de palmeras brillaba. Había llovido sin parar durante días y había
tenido que sellar los vidrios con cinta, pero la humedad igual se filtraba,
se veían gotones colgando del techo. Un aroma grasoso y ácido, a
pliegues de piel y compresas de salvia, irradiaba desde la habitación de
Madre. Sus quejas eran una vibración continua, como el graznido de algo
que resiste.
Insistí para que se quedara en el umbral, pero Nino entró conmigo. Buscó
el rincón de sombra entre el placarcito y mi espalda, desde donde podía
verla sólo si él quería.
‒Madre.
Ella intentó incorporarse cuando escuchó mi voz pero parecía que
el colchón la succionaba. Las sábanas tenían largos senderos rasgados
que no toleraban más remiendos, como heridas de las que asomaban
riñones de espuma naranja. La ayudé a sentarse, pesaba muchísimo para
ser apenas un metro cincuenta de hueso. Tosió, la flema se escurrió por
sus encías desnudas.
‒La bacinilla, Foscari –me dijo‒. Me hago.
—Qué asco –exclamó Nino a mis espaldas. Y aunque no lo veía, supe
que meneaba la cabeza. Siempre había sentido su decepción en el centro
de mi pecho, como una estaca oxidada.
Me agaché para buscar la bacinilla bajo la cama.
‒Tiene que hacer –susurré‒. Todos tenemos que hacer.
‒No te equivoques –dijo Nino‒, ella me importa poco. El asco sos
vos, que te olvidaste de todo. ¿Por qué no la limpiás con la mano, ya que
estás? ¿O con la lengua?
No le presté atención, Nino tenía una naturaleza muy rencorosa. Y
no era tan difícil, Madre no olía tan mal ni era tan repugnante porque
comía poco, cosas con miel y puré, básicamente y, cada tanto, yogur.
Pero igual se quejaba cada vez que pedía la bacinilla.
‒Ay, ay, ay –decía. Pero yo había aprendido a distraer mi mente,
Nino me había enseñado.
Nos conocimos de mañana, él y yo. Madre dormía vuelta de costado
contra la otra orilla de nuestra cama, roncaba suavemente, y me levanté
tratando de no molestarla. Había escarcha en el jardín a pesar de que el
invierno recién empezaba, aún no había amanecido.
Nino me esperaba en la cocina.
‒Hola –saludó.
Tenía un gorrito de lana con pompón, que se zarandeaba cuando
hablaba y le tapaba las orejas, ojos muy grises y medias cortitas, también
con pompones. Estaba sentado sobre la mesada moviendo las piernas. No
sé cómo habría entrado porque Madre trancaba las puertas varias veces
(cinco cada puerta, en orden muy preciso) pero me alegró su presencia. Y
aunque sentía curiosidad por saber de dónde venía y quién era, preferí
no preguntarle, intuía que era sensible y enojón. Nos estrechamos las
manos como señores.
Él adoraba la leche tibia con canela, aunque sólo para olerla hasta
que se enfriaba, el pan con pasas y los duraznos; me pedía que los
pusiera en el alféizar para ver cómo se iban pudriendo. Guardábamos las
larvas que desgarraban la piel de la fruta en frascos que escondíamos
bajo maderas sueltas del piso y pegábamos antenas y alas de insectos con
cinta adhesiva en un cuadernito. Odió a Madre desde el principio.
Ella tardó en descubrirnos y no lo habría hecho nunca si no fuera
porque Nino no quería quedarse solo; decía que se descomponía.
Estábamos en el jardín, bajo el árbol, del lado que daba al cantero y la
pared, jugando con un pajarito. Ella se acercó tan sigilosamente que no
nos dimos cuenta.
‒Foscari –Fue lo único que dijo. Se tapó la boca con la mano y lloró
y lloró sin que le saliera una palabra.
‒No entiende nada –Nino se inclinó para susurrarme al oído‒.
Mejor no le digas.
‒¿Con quién hablabas, Foscari?
Me di vuelta, asustado. Nino estaba justo frente a ella, la miraba
desafiante; el pompón del gorro le caía entre los ojos.
‒Con nadie, Madre.
Ella me miró muy fijo. Las lágrimas pararon de repente y se puso
pálida.
‒Enterrá a ese pobre pájaro, lavate las manos. Te espero en el
cuarto.
Nino me ayudó a sepultar al gorrioncito, me dijo que lo
acomodáramos como una rayuela: un ala y la otra, la cabeza, una patita y
la otra, el torso, las tripas. Marcamos el lugar del cielo para tallarle un
monolito de madera. Nino pidió que no me lavara las manos.
‒Hagamos un pacto. Un pacto de para siempre –lamió la sangre de
la punta de mis dedos y luego la de la palma y me pareció que su lengua
era como una bolsa llena de cristales de mica. Sentí que mi cuerpo se
ponía tenso, la sensación era agradable pero incómoda.
‒Ahora vos –ordenó.
La sangre del gorrión era amarga y ligera, corrió fácil por mi
garganta aunque venía mezclada con suciedad. Decidimos que la próxima
vez la íbamos a exprimir y a poner en tacitas. Íbamos a usar servilletas,
manteles y velas para armar un festín. Yo iba a vestir mis ropas de
domingo.
Madre esperaba sentada en el borde de la cama. Había sacado el
cinto de papá, la única de sus cosas que no había tirado al fuego después
de que quedó claro que él no volvería nunca. Había practicado contra el
respaldo de una silla, me di cuenta porque la pana estaba marcada con
líneas negras y porque ella estaba sudada y le costaba respirar.
Nino me cuidó los días que siguieron, no sé cuántos en total, tuve
que dormir boca abajo. Él juró que nunca la perdonaría. Me contó
historias que me asombraban y me hacían reír, y así el dolor se me
olvidaba como cuando uno toma agua después de una pesadilla. Me
gustaba cuando Nino me besaba antes de dormir, y un día le confesé que
la partecita blanda de sus orejas era muy bonita. Él sonrió y como
siempre que pensaba mucho en algo jugó con el pompón de su gorro,
haciéndolo girar entre el índice y el pulgar.
‒¿Querés probarla?
‒Sí.
Me prometió que ese sería mi regalo de cumpleaños.
Madre se empezó a poner enferma de los pulmones después del
episodio del gorrioncito y ya no salía, el jardín era sólo nuestro.
Inauguramos un diario que escondimos en una caja de metal y que
enterramos en el cantero. Hacíamos dibujos, pegábamos plumas, uñas y
hojas de diarios y revistas que juntábamos cuando Madre me mandaba a
hacer compras. Teníamos un apartado especial con apuntes de cocina:
Gorrión: entibiar sangre a fuego lento. Revolver con cuchara de
madera, si no se vuelve muy ácida. Con esencia de vainilla y nuez
moscada es buena para el invierno. La carne del lomo se pone dura,
empaparla en leche y no poner al horno porque se seca.
Gato: no usar cachorros de más de tres meses (son salvajes y la
carne no es tan tierna). Que todavía se estén amamantando es lo mejor.
Cocinar en pincho, a las brasas. Vivos.
Perro: igual que los gatos, preferible usar cachorritos. Los cuartos
traseros son deliciosos. Los menudos saben parecido a los de pollo y de
rata, saltear con vino tinto.
Cuando Madre ya no pudo salir de la cama, Nino y yo nos mudamos
al living y ya no tuvimos que esconder ni el recetario ni las conservas de
cada uno de nuestros banquetes. Nino había leído sobre el uso del formol
en una enciclopedia que Madre había recibido de su madre, y nos fuimos
volviendo expertos. Queríamos aprender a embalsamar, pero no había
nada acerca de eso en los libros de casa. Mientras, usábamos la heladera
para preservar nuestras compotas y las íbamos degustando de a poco, a
medida que inventábamos nuevas recetas.
Tener nuestro lugar propio en el living hizo que muchos de los
pequeños que recolectábamos (la mayoría de las calles pero a algunos
nos animamos a robarlos de casas de vecinos) pasaran días junto a
nosotros, porque tomarles cariño lo hacía todo más interesante. No era lo
mismo guardarse algo en el cuerpo, quedarse para siempre algo que
amábamos, que algo que no nos importaba. Y la mirada de los cachorros
cuando los lastimábamos, como si no pudieran creerlo... La carne sabía
distinto y los chillidos resonaban y nos estrujaban por dentro y ni
siquiera había que tocarse para sentir placer. A la noche revivíamos todo
eso en sueños y era como si nunca terminara.
‒Tengo una idea –Nino me había seguido hasta el baño, se sentó
sobre el inodoro cerrado y meció las piernas mientras me observaba
limpiar la bacinilla.
‒Me imagino –Yo ya conocía la voz que usaba cuando quería
sugerirme algo que no me iba a agradar‒. Me imagino: es acerca de
Madre.
Se acomodó el gorro y me mostró sus orejas: la que no tenía lóbulo pero
también la intacta.
‒No vas a tener que esperar al próximo cumpleaños. –Me tentó.
Él sabía muy bien, yo nunca necesité decírselo, que el día que
cumplió su promesa de darme de probar su carnecita había sido el mejor
de mi vida. Era primavera y pusimos la mesa en el jardín; como siempre
que hacíamos algo especial, encendimos velas y sacamos la vajilla que
Madre guardaba en el mueble con vitrina, los cubiertos de plata y los
vasos de cristal. Cuando salió la primera estrella, Nino se arrodilló
delante de mí y con solemnidad se sacó el gorro, me lo dio para que lo
tuviera mientras con los dedos de una mano tironeaba hacia abajo el
lóbulo y con el cuchillo más afilado cortaba hasta llegar al cartílago. La
comimos cruda, él me dio a mí en la boca, en la punta del tenedor la
carnecita clavada parecía guardar recuerdos de haber estado viva hasta
hacía segundos, y seguía palpitando. La sangre chorreaba espesa y con
olor a hierba.
Tuve un espasmo húmedo y engrudado, el primero que recuerdo.
‒Está bien, a ver, ¿cuál es el plan? –dije. Sequé la bacinilla, salí del
baño. Nino se sujetó de mi ropa y fue detrás de mí, dando saltitos de
felicidad pero cuidándose de que Madre no lo oyera.
Decidimos esperar a que llegara el frío porque no queríamos que
los vahos hicieran sospechar a los vecinos pero utilizamos esas semanas
para experimentar con fuego y ácido. Era conmovedor ver cómo los
gatitos y los perros trataban de escaparle a las llamas y no se entregaban
ni aunque supieran que estaban perdidos. Llegamos a establecer una
secuencia satisfactoria que empezaba con la punta de la cola y, luego del
lomo, la panza y las orejas, terminaba en los ojos. Usábamos fósforos,
goteros resistentes, hornallas e incluso una vez, directamente metimos
uno al horno. Los gritos tenían algo que recordaba a la ópera, primero
como una advertencia muy baja, luego se volvían súplicas y llegaban a un
chillido de terror igual a los solos de las sopranos (a Madre le gustaba
escuchar discos de pasta de las obras de Verdi), al final se iban
extinguiendo entre gorgoteos hasta que los envolvían las flamas o hasta
que el ácido los corroía por dentro. Grabábamos todo el proceso y
después lo volvíamos a escuchar tendidos en el pasto y mirando el cielo,
abrazados, con los auriculares puestos.
Era víspera de Navidad cuando lo hicimos. Fui yo quien le ató las
muñecas y los tobillos a la cama. Nino observaba y me iba dando
indicaciones.
‒Más fuerte –decía-, más fuerte.
Le puse un pañuelo bordado con sus iniciales, su preferido, bien
adentro de la boca, tuve que aprovechar mientras Madre dormía porque
a pesar de todo me preocupaba la fuerza de su mandíbula. Nino me dijo
que alrededor del cuello le ajustara el cinto de mi padre. El extremo lo
enrollé a un gancho en la pared, puesto ahí a martillazos.
Contamos los días y registramos cada cosa en nuestro diario. Yo,
acomodado a los pies de la cama para no perderme ningún detalle y Nino
en el piso, junto al placarcito. El olor era nauseabundo, “guh, guh,
guuuuh”, se quejaba Madre. Tironeó de las ataduras sólo mientras duró
su sorpresa pero llegó un momento, lo percibí con total claridad, en que
entendió lo que ocurría y se quedó quieta. Me hubiera gustado tener una
cámara porque no hay palabras para describir la belleza de la
desesperación y la decadencia, el modo en que atrae a las moscas y le da
hogar a sus larvas que se multiplican como geisers y cuando ya no caben,
salen de la vagina a explorar el mundo. Las cucarachas prefieren las
orejas y la boca, y a las ratas les apetecen las puntas de los dedos de los
pies y, especialmente, los ojos.
El proceso demoró más de lo que habíamos previsto, y nos aburrimos.
La terminamos acomodando bajo el árbol, entre las raíces, en una pose
de bailarina. Seguía siendo pesada, se quejó y se volvió a resistir a pesar
de que estaba más allá, que aquí. Nos propusimos sacarla después del
invierno para ver cómo estaba y porque había cosas que sólo ella podía
darnos:
‒Un atrapa-sueños
‒Una lámpara de noche
‒Un felpudo para la puerta del jardín
Necesitábamos los huesos pequeños de sus manos para que el
viento los hiciera chasquear, un cráneo redondo donde poner velas de
noche para alumbrar el camino y piel arrugada de cara de mala para
espantar a los curiosos y los enemigos.
Pero antes de eso, y antes de que pudiéramos organizar la cena
especial donde serviríamos la segunda y última carnecita del lóbulo de
Nino, surgió algo mucho más interesante: una familia nueva en la
cuadra, algo que no sucedía desde hacía tiempo, y el único hijo, Gero,
más chico que yo, muy rubio, con sonrisa de dientes separados, y un poco
tímido.
Nino lo odió desde el principio.
Yo no podía dejar de pensar en el pelo que bajaba por su nuca
haciendo un camino dorado. Quería pasar mi nariz por ahí y luego
rasparlo con mis dientes hasta sacarle sangre, deseaba meterlo dentro de
mí. Pasé horas espiándolo desde las ramas altas del árbol, así aprendí su
nombre y llegué a saber de memoria todos sus movimientos: tenía un
perro labrador con el que jugaba a tirarle palos y pelotas. Iba y venía
siempre con sus padres.
‒Voy ser su primer amigo. –Decidí un día.
‒Me vas a dejar. –Sentado en el cantero, Nino lucía triste, furioso,
un poco enfermo.
‒¿Qué? ¿Por qué decís eso? Vení. –Lo agarré de la mano y fuimos a
buscar ropa.
‒¡No, Fos! –protestó mientras subíamos al altillo‒ ¡A mí me gusta
eso que tenés puesto!
‒¿Esto? No voy a salir así, Nino. Esto es para estar acá con vos, sólo
para vos.
Noté que sus ojos vigilantes y algo alarmados me recorrían
mientras yo me bajaba los breteles y la seda quedaba acumulada como un
ovillo transparente y rosado a mis pies; era el camisón de Madre que más
me gustaba, fresco, igual que las caricias de Nino. Él se cruzó de brazos y
me dio la espalda para que no pudiera ver que temblaba, pero yo me
acerqué de puntillas y lo sostuve. Cuando lo besé, creí que mi cuerpo se
inundaba de cosquillas fosforescentes.
‒Me pongo pantalones pero esta me la dejo, ¿sí? –Conduje sus
dedos al borde calado de la prenda interior, también de Madre. Eso
pareció reconfortarlo‒. Ya probamos con pájaros, gatos y perros. –Lo
miré a los ojos. Ahora era yo quien suplicaba.
Todos los análisis de animales que había hecho a lo largo de mi
carrera como gourmet fueron muy útiles, pero más ayudó la gorrita de
béisbol, que me puse vuelta hacia atrás, y el hecho de que Gero estuviera
tan solo. Tropecé con él cuando iba de camino a la plaza, era un día
ventoso y nublado, de esos que parece que cae la noche justo después del
mediodía. Ronin, así se llamaba su labrador, me husmeó con
desconfianza y con interés, de seguro percibía rastros de Nino (los
animales tienen un sexto sentido, dicen) y de nuestras costumbres,
aunque yo me había lavado las manos y el cuerpo con mucha dedicación.
Le acaricié el lomo y detrás de las orejas, también la barbilla, y el perro
terminó moviendo la cola, aunque no me dio ni una sola lameteada.
‒Ronin… ¿es un nombre? –pregunté cuando ya nos habíamos
acomodado en las hamacas. Por el horario y el frío, el arenero estaba
desierto.
‒Un Ronin es un Samurai sin amo –explicó Gero y arrojó una rama
con más fuerza de la que podía tener alguien con su esqueleto de
pajarito. El perro dudó, nos observó: a él, luego a mí. Finalmente
obedeció, aunque pareció que lo hacía de favor. Mientras corría miraba
de costado para controlarme.
‒Pero sí tiene amo –dije‒: vos sos su amo.
Gero pensó unos segundos y negó con la cabeza mientras reía.
Tardé en invitarlo porque la idea me ponía muy nervioso; no podía
dormir de cuánto lo necesitaba y cuánto pensaba en él, no hablaba de
otra cosa que de sus muslos y su olor a peras. Nino me seguía a todas
partes, como siempre, pero ya no me agarraba de la mano, ahora decía
que si me tocaba se iba a descomponer porque yo estaba contaminado.
No me ayudó a arreglar la casa, aunque se lo pedí de mil formas, me
observó desde un rincón mientras yo trapeaba. Hacía días que había
escondido las dos orejas bajo el gorro y apenas me dirigía la palabra.
‒¡Sos un caprichoso! –le grité‒. Después no esperes que te
comparta. –Era la primera vez que me enojaba con él y, aunque se cruzó
de brazos y se mostró ofendido, no me preocupé por consolarlo.
Gero vino una tarde de lluvia, no trajo a Ronin pero sí un pan y un
sachet de leche.
‒Mi mamá dice que no se puede ir a la casa de amigos sin llevar
algo de merienda –explicó. Por la forma en que miró el empapelado lleno
de globos de humedad y sucio de moho, me pareció que mentía. Pero yo
estaba demasiado contento para irritarme por eso.
Le mostré el altillo, donde guardaba algunos juguetes de la época
en que papá todavía estaba, como un cubo Rubik al que le faltaban teclas
y las damas y la Oca; el living con el estante de discos y las enciclopedias.
Pero el jardín fue lo que más le gustó, salimos sin paraguas, garuaba y a
él el barro no le hacía nada porque usaba botas de goma. Nino nos seguía
a distancia, prudente como un gato que aprovecha cada sombra; hacía
girar el pompón de su gorro entre el pulgar y el índice. El pasto estaba
descuidado pero en el cantero habían brotado flores silvestres blancas y
violetas. Las ramas del árbol eran fuertes, y Gero sugirió que pusiéramos
una hamaca; sólo necesitábamos soga gruesa o cadenas y una tabla. Lo
dijo como al pasar, pero con entusiasmo, y sus palabras me hicieron
tiritar de placer. Él confundió mi piel de gallina y, muy preocupado, me
arrastró para adentro:
‒Vamos, a ver si te enfermás. No te podés enfermar, sos mi único
amigo.
Mientras Gero esperaba sentado en una silla, calenté la leche y puse
el pan en una sartén; la cocina se llenó de aromas que casi había olvidado
y que me dieron alegría. Agachado bajo la mesa, con las rodillas contra el
pecho, Nino vigilaba.
‒¿Qué juego te gusta más? –preguntó Gero.
‒¿De los que tengo?
‒Sí, o no. De cualquiera.
‒No sé… ¿A vos cuál te gusta, Gero?
‒¿Qué te pasó en la oreja?
Me di vuelta, lo miré sin saber qué responderle.
‒El otro día lo noté –dijo tocándose su propia oreja y señalándome‒
, te falta un pedacito. ¿Por eso te ponés el gorro hasta abajo, para que no
se vea? ¿Te avergüenza?
Me encogí de hombros y fingí que controlaba las tostadas. En el
primer cajón, el que estaba a la altura de mi panza, había cuchillos bien
afilados.
‒Hice la gran Van Gogh.
‒¿La qué?
Escuché la risita de Nino debajo de la mesa y sentí bronca, también
nostalgia.
Gero se había levantado y estaba pegado contra mi costado, tan
cerca que sentía los retumbos de su corazón igual que si fueran míos. Sus
dedos de uñas pálidas se estiraron con cuidado, como hacía yo cuando
quería sacar un gatito de la teta de su madre, y se colaron debajo de mi
gorro. Mi cuerpo húmedo palpitaba.
‒¿Significa que te la cortaste vos? –Lento, muy lento, tiró del
pompón hasta sacarme el gorro. Miró mis dos orejas, la mutilada y la
intacta, con expresión seria‒. ¿Y después qué hiciste?
‒Yo…
‒Decile. –Me desafió Nino, soltando otra risita‒. A ver si te animás.
Decile.
Abrí apenas el cajón, metí una mano.
‒Yo… ‒Fui tanteando, buscaba el mango grueso de la cuchilla
dentada.
‒¿La guardaste, la tiraste? ¿Qué hiciste?
Las piernas no me sostenían y sentía mis huesos como
electrificados. La punta de mi lengua asomó para catar el aire, el olor a
peras de Gero mezclado con el mío se clavó en mi frente y me hizo
parpadear. Encontré el cuchillo.
‒No te animás –repitió Nino, pero esta vez se refería a otra cosa.
‒¿Te dolió? –Gero pasó la yema del dedo por la cicatriz irregular y
bordó de mi oreja.
‒¡Ah! –me estremecí.
‒Contame por qué lo hiciste, Foscari.
‒No te animás. No te animás. No te animás.
Alcé la cuchilla, gritando algo que ni yo entendí y, cuando la bajé, la
giré sin pensarlo y le di con el mango en el pómulo. Él se desplomó, más
por la sorpresa que por el golpe. Se agarró la cara, que por suerte se
hinchó pero no sangraba (el olor rojo, a peras maduras habría sido
irresistible), y me miró con una desilusión y un horror que yo no sabía
que existían. Volví a gritar. Me puse en cuatro patas y me abalancé sobre
él y le grité, lo escupí, le grité. Gero salió corriendo, lo oí tropezar varias
veces, creo que tiró algo por el camino, un cuadro, una mesita, no sé.
Dejó la puerta abierta.
Yo quedé de rodillas, lloraba y chillaba como un cachorro que no
esperaba que lo lastimasen. Cuando ya no pude más de cansancio y
tristeza, apoyé la frente contra el piso y pensé por qué mejor no usaba la
cuchilla conmigo mismo.
Pero Nino había salido de abajo de la mesa. De puntillas se acercó,
me abrazó muy fuerte.
‒Shhh –me consoló.
‒No me dejes –le pedí.
Alejandra Decurgez. Nació en Argentina en 1977 y vive en Vicente López. Es
Licenciada en Psicología por la Universidad del Salvador, se formó como
guionista en el Sindicato de la Industria Cinematográfica Argentina y cursó el
seminario sobre géneros cinematográficos dictado por Robert McKee.
Es autora de la novela Mis Muertos Amarillos (Peces de Ciudad) y del poemario
infantil Esencial (Poe Kiddie Comicz). Algunos de sus relatos han sido
publicados en Próxima, Axxón, Skeimbol y SuperSonic. Forma parte de la
antología internacional Alucinadas II (ciencia ficción escrita por mujeres), del
Tomo 11 de la colección argentina Pelos de Punta y de la antología internacional
WhiteStar en honor a David Bowie.
Ha recibido mención honorífica por su guión The Dive en el Fantasmagorical
Film Festival de Kentucky del 2015 y fue finalista en el Miami International
Science Fiction Film Festival del mismo año. En el 2016, su guión The Mantis
fue finalista en los mismos festivales.

POR QUÉ LO HICE?

“I due Foscari” nació del interés por el caso del caníbal de Rotemburgo, quien
hace unos años se volvió célebre al contactarse con un muchacho por Internet
para satisfacer las mutuas fantasías de devorar y ser devorado (al muchacho en
cuestión no le fue muy bien que digamos). Leí un poco acerca de la historia de
Armin Meiwes, así se llama el caníbal, y, con ayuda del bagaje de lecturas que me
dio mi profesión de psicóloga, fui componiendo a Foscari. Me interesaba
particularmente trabajar la atmósfera familiar endogámica, asfixiante, casi
incestuosa, y darle a Foscari la voz de un niño con una cierta sofisticación pero
profundamente perturbado. Busqué insertar el cuento en un realismo retorcido,
difuso y primordial porque la locura siempre se cuela, coloniza y termina
deformando la cotidianeidad, y puede ser más terrorífica que cualquier criatura
del averno.
En el corazón de las tinieblas
Arturo Esparza es un artista plástico (mexicano).
Esparza reconstruye fragmentos de su infancia,
cosas que se han consumido por el tiempo, el
olvido, a las cuales trata de rescatar. Hay una
historia detrás de todo esto. La muerte es un
vehículo de transformación y a partir de ella
empezamos a nacer. Toca temas relacionados con
lo sagrado y la muerte. Trata de hacer con su obra
algo poéticamente oscuro. El astrosa tiene una
deslumbrante capacidad de abrirle huecos a la
realidad, o de excavar donde la realidad está abierta.
Crea un universo íntimo, que muestra la forma en que disfruta de la belleza y ésta
la encontramos en todas las manifestaciones de la vida, incluso cuando termina.
Su obra se ha exhibido dentro del país y fuera de él. El artista cuenta con un
portafolio en el mercado global y es parte de Macabre Gallery (arte oscuro).
LA MUERTE DE LA MÚSICA

PATRICIO CHAIJA

En la heptagésimocuarta edición de la vigésimotercera reposición


de Operación Fama por los altoparlantes atronó la voz del presentador,
Marley. “¡Bienvenidos a una nueva edición de Operación Fama! Esta
noche tenemos una gala increíble, en donde lo más encumbrado de la
música hará temblar de placer a la audiencia, creando un ambiente…”

Etc.

El delirio de la gente eran piedras despeñadas por un abismo,


chocando con las paredes verticales de la histeria. La pantalla se llenó
con la cara de una chica que lloraba mirando al escenario. Tenía una
remera azul que decía SANTOS, y debajo Somos la música. Se encendió
una luz roja, diminuta, treinta grados hacia la derecha del conductor.
Hacia allí miró éste. “¡Esta noche veremos al grupo más famoso de la
Argentina! ¡Récord en Luna Park completos! ¡El mejor! ¡El imbatible!
Nadie nunca le pudo ganar en nuestros duelos, hace varios meses que
estos chicos son la banda más vendedora de la historia del país. Con
ustedes… ¡Los Santos!”

El público de pie y aplausos y gritos. Papeles brillantes salieron


despedidos de unos compresores disimulados sobre el escenario. Desde
detrás de la cortina de luces y papelitos apareció una figura. Primer
plano de Andrés, el líder natural del grupo. Siempre con la palabra justa
y mesurada en las entrevistas, con ese pelo hasta los hombros y esa
carita que parecía decir Perdónenme por ser tan sexy.
Gustavo, Alejo y Juanma aparecieron detrás. Las chicas deliraban.
La compañía había elegido mediante un estudio de mercado la
conformación del grupo. La votación online había sido un fiasco. Pero la
gente creía que participaba y que ellos eran los elegidos del público.

“Esta noche”, dijo Marley, y su voz hizo menguar un poco el chillido


que poblaba el estudio de televisión, “Los Santos se medirán con una
banda nueva, recién llegada a nuestros estudios: Démosle un aplauso
grande a ¡los Senatas!”

El aplauso fue notoriamente lacónico. Un murmullo de desagrado


corrió por los labios de la concurrencia. El grupo estaba conformado por
cuatro personas encapuchadas, vestidos de negro, gris o blanco. Tenían
máscaras. No se sabía de qué material eran. Incluso, tiempo después,
cuando ya había pasado todo, la gente no pudo recordar cómo eran esas
máscaras. (La sombra prístina de un animal salvaje o de un ave
carroñera sobrevolaba la evocación.)

Volvió a prorrumpir la alegría cuando se dio paso al duelo de esa


noche y Alejo se adelantó y clavó una rodilla en el piso. El rosario que
rodeaba su cuello se bamboleó. Una llamarada de luces anaranjadas
explotó desde la pantalla detrás y el chillido se hizo oír: ¡Aleeejo, Aleeejo,
Aleeejo! Cantaron su éxito Cuando vos no estás.

Cuando te noto lejos


y todo a mi alrededor
parece hablarme de vos
¡uoohh, uoohh!
La sinfonía estaba en marcha. El acople de voces era perfecto. El leve
carraspeo en la garganta de Gustavo, el carisma de Juanma con sus ojos
azules, clarísimos, que no dudaba en revolotear hacia la audiencia, en
estudiadas poses y guiños, los agudos de Alejo y el manejo del público –y
la potente voz- de Andrés, hacía que Internet colapsara. En todas sus
plataformas, en los celulares, televisores, en Ipods, radios, el sonido
magistral, propio de los ángeles del cielo desfilando para la humanidad,
daba una sensación de irrealidad. Parecía que el cielo se hubiera roto y
serafines bajaran para enternecer el corazón de las personas. La música
irradiaba luz. La matemática más perfecta se desarrollaba en el canal 9
antes del espacio publicitario.

Cuando la última nota quedó flotando en el lugar el estallido del


público fue tremendo. Ya todos daban por descontado que no era
necesario que los contrincantes, los duelistas, hicieran nada. Ya habían
perdido antes de empezar. El voto del público se inclinaría por ese
cuarteto de muchachos bonitos ungidos con falsa modestia. Eran
irresistibles para la audiencia.

Marley dio pie a los Senatas, y el contrapunto fue así.

Las luces viraron al rojo, al violeta, al verde.

Un acorde suave, en quinta, de una guitarra eléctrica que avanzaba


como un caballo en un desierto. A lomos del animal iba un guerrero
poderoso. El volumen subió y comenzó a cantar el líder.

Las personas presentes se miraban extrañadas. ¿En qué idioma


cantaba? No era una lengua antes oída. Los Santos, a un costado, centro
de las cámaras, saludaban a sus fans, confiados.

Cuando el bajo se acopló, todo el mundo pensó que estaba


sucediendo algo. No lo podían definir. El encanto de la canción era tan
grande que la gente empezó a vibrar con ese sonido. La batería, la
guitarra, el bajo y la voz, sobre todo la voz, eran enfermizas. Repugnaban
y agradaban. Nadie entendía en dónde estaba el secreto. Marley, como
toda la gente, estaba extasiado.

Entonces vino el momento del griterío. No fue por placer.

El solo de guitarra avanzó entre los corazones, haciendo retumbar


el tórax de los presentes, y el guitarrista se echó sobre el escenario y
direccionó el mástil de su instrumento hacia los contendientes, que a esa
altura ya tenían cara de preocupación.
Les estallaron los ojos. De las orejas les chorreó un líquido amarillento
como si alguien hubiera abierto una canilla de repente. Los dientes se les
aflojaron, a Andrés se le desjarretó la mandíbula, cayeron al piso entre
convulsiones espantosas. Gustavo echaba espuma por la boca. Juanjo
había muerto ahogado por su propia lengua. Alejo se golpeaba el cráneo
contra el suelo con violencia, se partía el cráneo y hurgaba con un dedo la
materia gris que rezumaba de su cabeza.

Esto duró unos minutos. Cuando terminó la canción, junto al solo


final, el lugar era un cementerio de despojos sangrantes y pelos
electrizados. Fue la vez en que los Santos perdieron un duelo. Cuatro
figuras sobre el escenario contemplaron gustosas lo que habían hecho y
en silencio se retiraron, caminando entre los muertos frente a una
audiencia muda.

Patricio Chaija nació en 1982 en Ciudad del Este, pero vivió desde siempre en Tornquist.
Luego de terminar la escuela se mudó a Bahía Blanca, donde se formó como profesor de
literatura. Hoy día vive en Bahía y escribe historias de horror. Ha publicado los libros de
narrativa El cazador de mariposas (2009), Nuestra Señora de Hiroshima (2012), Siniestro
(2017), entre otros.

POR QUÉ LO HICE?


Escribí "La muerte de la música" en 2009, hace hoy nueve años. Se me ocurrió al saber del
legendario payador, el gaucho Santos Vega, quien se enfrentó en un contrapunto con el diablo.
Quise narrar cómo sería ese duelo en el futuro. Por eso el grupo se llama "Los Santos" y por
eso el contrincante es "Los senatas". Se me ocurrió que el duelo debía ser televisado y
transmitido por Internet, ya que si todo va por ahí en la actualidad, entonces en el futuro debía
ser más acentuado ese canal. Y me dije que un programa de televisión, de esos que muestran
talentos, sería el marco ideal para el duelo que quería contar (incluso en varios productos
televisivos actuales los participantes compiten y tienen "duelos" de canciones). Y me dije que
debía estar Marley. Eso le dio un marco de ciencia ficción. El final me pareció el adecuado
para un relato de terror. Así mezclé dos géneros que me encantan.
Si pudiera vivir nuevamente mi vida
en la próxima trataría de cometer más errores
no intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos,
haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares donde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.
Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.
Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.
Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.
Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera
y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
y jugaría con más niños,
si tuviera otra vez vida por delante.
Pero ya ven, tengo 85 años…
y sé que me estoy muriendo.

J.L. Borges
PERDÓN POR TODA LA SANGRE

MATIAS BRAGAGNOLO

Cuenta una moderna leyenda nórdica que, hace ya algunas décadas,


cuando la televisión y los automóviles todavía existían, en una de las
frías noches de la ciudad de Estocolmo, en Suecia, la mamá de un niño
apodado Pelle se acercó a la cama donde su pequeño dormía para darle
un tardío beso de buenas noches. Encendió la lámpara de la mesa de
noche y descubrió algo que la aterraría: el rostro de su hijo estaba más
pálido que lo usual, sus labios y sus párpados estaban azulados y, peor
aún, no estaba respirando.
La ambulancia no tardó en llegar, pero para entonces Pelle ya había
vuelto a respirar, luego de que con mucha dificultad su desesperada
madre lo hubiera sacado de su trance mortuorio.
Desde entonces, el intenso sueño de Pelle fue vigilado noche tras
noche por sus hermanos menores y sus padres, alertas ante cada una de
las varias interrupciones prolongadas en la respiración del infante, listos
para volverlo a la vida una y otra vez.
El niño creció, y las cosas no fueron fáciles cuando comenzó la
escuela secundaria. Las amenazas y las tundas por parte de sus
compañeros eran diarias, hasta que un día los golpes alcanzaron un
límite: uno de sus órganos linfáticos (más precisamente el bazo) estalló.
El sangrado interno fue tan profuso como podía esperarse, y Pelle fue
rescatado por su hermana de la fuente con agua helada donde los
abusadores lo habían arrojado antes de escapar.
En el hospital los doctores lucharon contra la muerte a brazo
partido. Mientras sus venas gradualmente se vaciaban, los ojos cerrados
de Pelle vieron una puerta que se abría hacía un sótano. Un instante
después, Pelle caía por la abertura. El vacío se tiñó de un particular color
azul en ese primer nivel, para luego volverse gris. A lo lejos distinguió
una brillante luz que se agrandaba a medida que él avanzaba: era la Luna
que todo lo congela, el nivel que ningún mortal puede alcanzar... a menos
que haya llegado al final de sus días. Atravesado ese portal, ya nunca
puede regresarse a la Tierra.
Mientras Pelle observaba embelesado esa blancura que cada vez
abarcaba más y más el espacio que se abría ante su visión, los esfuerzos
de los doctores lo trajeron de regreso a la vida. Y entonces Pelle supo que
el color del nivel terrestre era el de la noche más oscura.
Comenzó a tener sueños recurrentes en los que su sangre se
congelaba en sus venas. Una extrema melancolía comenzó a invadirlo,
alternada con momentos de felicidad exacerbada. Su humor se volvió
retorcido y su conversación monosilábica.
Para cuando las primeras poluciones nocturnas asaltaron sus
sueños repletos de pesadillas y apneas, ya había perdido todo interés por
tener contacto con amigos o chicas, e incluso por alimentarse e
higienizarse. El espejo le devolvía la imagen de un cadáver ambulante, y
si fijaba la vista demasiado tiempo en su cuerpo desnudo podía incluso
percibir cómo su carne lentamente se pudría, para volver a regenerarse
mientras dormía.
Para entonces ya era consciente de que la vida solo es un sueño. Y
que tarde o temprano habría que despertar.
Fue por esos tiempos cuando fundó una banda metálica llamada
“Mórbido”, en la cual era cantante. Fue por esa época también cuando
adoptó el nombre de “el Muerto”, y solía empezar sus recitales saliendo
de un ataúd ubicado en el centro del escenario.
Frustrado por la escasa difusión alcanzada por su banda, el Muerto
respondió a un aviso publicado en una revista de heavy metal. Una banda
noruega de creciente popularidad llamada “Mutilación” necesitaba un
cantante.
Luego de un breve intercambio epistolar con miembros de la
banda, le fue solicitada una cinta de demostración. El Muerto despachó
una encomienda en la que enviaba un cassette con canciones de Mórbido,
una carta y un ratón clavado a un crucifijo.
El Muerto llegó con sus largos cabellos rubios al aeropuerto de Oslo
sin un centavo ni un lugar en el que vivir. Sólo traía la ropa que llevaba
puesta, y en un bolsillo de su chaqueta portaba un conejillo de indias en
estado de descomposición, con agujas clavadas en los ojos. Su única
remera tenía estampado un collage con recortes de avisos fúnebres.
Jamás había estado en el país, y prácticamente no hablaba el idioma,
motivo por el cual durante los primeros meses las conversaciones que
mantuvo con sus compañeros de banda tuvieron lugar en inglés.
Necrocarnicero, el bajista de Mutilación, se apiadó del distante
joven de 18 años y lo invitó a vivir en su casa. No pudo evitar notar que el
Muerto jamás intentó ponerse en contacto con su familia, ni siquiera
para dar señales de vida. A diferencia de la mayoría de los músicos de la
escena, no fumaba tabaco ni consumía drogas, y sólo bebía alcohol
ocasionalmente. Comenzó a acumular bajo su cama los pájaros y las
ardillas que hallaba muertos en sus paseos por los helados bosques de las
afueras de Oslo, en los cuales la noche solía alcanzarlo y envolverlo con
su viento glaciar y las sombras de las negras y abismales montañas.
Algún crítico de rock describió la música de Mutilación como “el
formato musical más extremo que pueda imaginarse”. Fue el nacimiento
de la corriente musical conocida como Metal Negro Noruego.
Y el Muerto se abocó con ahínco para lograr que su presencia
escénica estuviera a la altura de la truculencia musical de Mutilación.
Sobre el escenario disponía cabezas de cerdo clavadas sobre estacas
de madera, y solía arrojar pedazos de carne podrida contra la audiencia,
logrando usualmente una rápida reducción de los presentes antes de la
última canción.
Semanas antes de cada concierto solía enterrar bajo tierra las
vestimentas que usaría en la ocasión, con el propósito de que se
pudrieran y de que él pudiera sentir el hedor de tumba sobre su piel,
vistiendo los andrajos putrefactos, embarrados y plagados de insectos.
Después de que los otros miembros de la banda se negaran a
enterrarlo vivo, el cantante de áspera voz agonizante se vio obligado a
diseñar lo que se llamó “maquillaje de cadáver”: pintura negra sobre los
ojos y blanca sobre el resto del rostro, en un intento por emular la piel de
las víctimas de la Peste Negra del siglo XIV.
La autodestrucción que se había iniciado cuando aún era un niño
no se había detenido. Llegaba a pasar semanas enteras sin comer, con la
esperanza de que su piel se estirara sobre sus huesos hasta abrirse. Pero
nunca esperó a ver si ello realmente podía ocurrir: alentado por
Eurónimo, el guitarrista y líder de la banda, sobre el escenario solía
cortarse y arrojar su sangre a la audiencia. Durante un recital en
Sarpsborg las heridas fueron tan grandes (había usado una botella de
vidrio rota y un cuchillo de fabricación casera) que una aguda
descompensación no tardó en hacerse presente mientras esperaba la
ambulancia sentado sobre la mesa de la cocina del local, con las heridas
cubiertas de cinta aislante. La ambulancia nunca llegó, y el Muerto volvió
al escenario para cantar una última canción, antes de tambalearse y caer
al suelo desvanecido.
En una de las giras, mientras su nariz sangraba constantemente
como consecuencia de la desnutrición que su cuerpo acusaba, nuestro
héroe encontró al costado de una ruta un cuervo muerto. Lo conservó en
una bolsa de plástico a la que cerró herméticamente y el suvenir lo
acompañó durante el resto de las presentaciones. Religiosamente abría la
bolsa antes de cada show, enterraba su nariz por la abertura y aspiraba
profundamente la pestilencia. El hedor de la muerte que se impregnaba
en sus fosas nasales le daba ánimos para cantar.
Sin demasiado éxito financiero, al borde de la pobreza y viviendo
de la asistencia social que brindaba el gobierno noruego a los
desocupados, en 1991 el Muerto, Eurónimo y el baterista de la banda
(apodado el “Martillo del Infierno”) arrendaron una vieja y amplia
cabaña en los bosques cercanos a Kråkstad, en la que vivirían y ensayaría
la banda. Cuando el Muerto no estaba trabajando con los músicos
simplemente se sentaba a escribir cartas y dibujar, sintiéndose cada día
más y más deprimido.
Luego de algunas semanas, la relación entre el Muerto y Eurónimo
comenzó a desintegrarse hasta el punto en que ambos habían dejado de
ser amigos. Una noche en que Eurónimo decidió escuchar a todo volumen
cierta música electrónica que el Muerto odiaba, este último simplemente
tomó su almohada y se marchó a dormir al bosque, donde la temperatura
podía congelar a cualquier ser vivo que se preciara de ser humano.
Minutos después, Eurónimo, furioso, salió con su escopeta y comenzó a
disparar al aire, ante la indiferencia de su amigo.
La noche anterior a la partida del Martillo del Infierno hacia Oslo
para visitar a sus padres, el Muerto le mostró el afilado cuchillo que
acababa de comprar. Eurónimo también se ausentaría durante el fin de
semana. Necesitaba arreglar algunos asuntos relacionados con la
discográfica de la banda.
Solo en la cabaña, el Muerto escribió la letra de la canción “Vida
eterna”, en la cual se preguntaba: “¿Qué quedará de mí cuando esté
muerto? No había nada cuando estaba vivo...”.
Más tarde salió y caminó entre los fresnos, los avellanos y los arces
haciéndose cortes en las muñecas con su nuevo y filoso cuchillo. Su
remera blanca con la frase estampada “Amo Transilvania” pronto fue
envuelta en una delicada niebla funeraria. Sólo el susurro del viento
podía oírse. Pensó en hacer realidad su deseo de abandonar esta vida
irreal, para dejar de pudrirse en vida. Pero lo había hecho tantas veces
ya, que no lograba juntar la fuerza de voluntad suficiente como para
provocar cortes profundos.
Volvió a la cabaña y se sentó en el sótano y siguió cortando la carne
de sus raquíticos brazos. Ahora la sangre caía tanto sobre el suelo como
sobre los instrumentos musicales esparcidos. Pero el frío de la primavera
parecía coagular la sangre al instante y como por arte de magia en las
finas heridas.
Antes de escribir su nota suicida tanteó su cuello en busca de
alguna de sus arterias carótidas. Pero resultaba infructuoso buscar algo
cuya precisa ubicación anatómica desconocía. Como fuera, en un lugar
que por superstición eligió, abrió un profundo tajo.
Esperó. Esperó. Su cuerpo se negaba a morir en medio de la
hemorragia.
Subió a su habitación, en el segundo piso. Se sentó sobre su propio
lecho, un colchón sobre el suelo. Sobre su almohada yacía la escopeta
recortada de Eurónimo.
No pudo dudarlo ahora.
Sin verificar que el arma estuviera cargada, apoyó la punta del
cañón en su frente y presionó el gatillo.
Cuando Eurónimo regresó, todo parecía indicar que la cabaña
estaba vacía. La puerta del frente estaba cerrada. Al parecer, desde el
interior. Fantaseando con la idea de que el Muerto hubiera hecho uso de
su escopeta, o de que al menos estuviera colgando de una soga en su
habitación, ahorcado, se dirigió a la parte trasera de la cabaña, para
descubrir que la ventana de ese cuarto estaba abierta. Trepó hasta la
abertura e ingresó.
El Muerto yacía en el suelo con los ojos abiertos y gran parte de la
masa encefálica derramada por la abertura que había dejado el hueso
frontal al ser pulverizado por el disparo. Lo más esperado por Eurónimo
había ocurrido.
Tal como había regresado, Eurónimo hizo autostop hasta la
población más cercana, donde compró una cámara fotográfica
descartable. De regreso en la cabaña, tomó tantas fotografías como pudo
de la escena suicida. Cometió el error de reacomodar ciertos objetos,
quitándole veracidad al registro.
Luego no pudo resistir la tentación de levantar, cucharada tras
cucharada, los sesos sanguinolentos del Muerto. En el refrigerador sólo
había verduras congeladas, por lo cual sólo pudo preparar un tosco guiso
de cerebro condimentado con pimienta, que pensativamente comió como
profana cena sentado a la mesa de la cocina.
En el sótano Eurónimo halló la nota suicida. "Perdón por toda la
sangre”, comenzaba diciendo, "pero me he tajeado las muñecas y el
cuello”.
Después de que la policía retirara el cadáver, El Martillo del
Infierno y Eurónimo vivieron en la cabaña por algunas semanas más. Y
fue mientras limpiaba la sangre que impregnaba la habitación cuando el
Martillo del Infierno encontró en un rincón dos pedazos de cráneo que la
policía científica no había descubierto. Eurónimo los convirtió en
colgantes que ambos conservaron como amuletos.
Podría también contarles otra historia. La historia de cómo, días
más tarde, impresionado por los acontecimientos, Necrocarnicero dejó la
banda, y fue sustituido por el Conde Grishnackh. La historia de cómo con
nuevos bajista y cantante Mutilación editó su primer disco, incluyendo
todas las inquietantes letras que el Muerto había escrito, cuando por
entonces ya habían Eurónimo y sus colegas compatriotas comenzado con
las amenazas de muerte mutuas y la quema serial de iglesias cristianas, y
Fausto, el baterista de la banda afín Emperador, había acuchillado a un
sujeto que intentó seducirlo en un bosque. O también podría narrar la
historia que cuenta cómo el Conde Grishnackh asesinó a Eurónimo,
poniendo punto final a la primera etapa del Metal Negro Noruego.
Pero el sol ha vuelto a ocultarse, el viento afuera ya está silbando
con todo su espanto y los lobos pronto recorrerán el bosque aullando de
hambre. Tendremos que apagar las velas y esperar un nuevo día.

Matías Bragagnolo nació en La Plata en 1980. Su novela “PETITE MORT”,


centrada en el mito del cine snuff, fue finalista de los concursos “Laura Palmer
no ha muerto” (Editorial Gárgola, Argentina, 2010) y “Extremo Negro - BAN!”
(2013); y fue publicada en Argentina en 2014 y en España en 2015 por el sello
Extremo Negro. Su segunda novela, “EL BRUJO”, ambientada en una cárcel de
máxima seguridad, fue publicada en 2015 también por Extremo Negro. Cuentos
suyos han sido publicados en antologías, revistas y diarios (Entre dientes, La
Bruma, NCO de La Matanza, Relatos Sin Contrato, Hoy Día Córdoba, The
Wax, Antología Penumbria de cuento fantástico Nº 41, etc.). En 2018 se editó
“La balada de Constanza y Valentino”, una novela sobre incesto y posesión
satánica, por la editorial La otra gemela.

POR QUÉ LO HICE?

Más allá de mi gusto por el black metal y la curiosidad por los sucesos delictivos
asociados al género que tuvieron lugar en Noruega a principios de los noventas
(fenómeno que aún hoy la sociología estudia), en el 2013 estaba a punto de
empezar a trabajar en la pentalogía de novelas sobre la secta Niños de Dios en la
que todavía trabajo, y necesitaba testear un poco mis aptitudes para la narración
literaria de hechos reales. Así que este cuento fue una buena excusa para calentar
motores. Investigué y convertí la información en un cuento de espanto sin faltar a
la veracidad ni a la verosimilitud.
HORRORÓSCOPO VOGUE por Tenia Saginata

ARIES

Marzo 21- Abril 20

Marte te acompañó el mes pasado


pero en octubre estará algo retrógrado.
Según las normas legales vigentes
te lloverán viscosidades
así que cierra bien la boca cuando mires para arriba.
Prepárate para redefinir términos.
Estará bien visto desollar mamíferos pequeños
para obtener su preciosa piel
y viceversa.
Hacia el día 17 habrá giros radicales:
Puertas giratorias y terroristas islámicos.
Cuídate mucho de palabras que empiecen con "Am":
Ambivalencias.
Ambulancias.
Amputaciones.
En el amor cuida mucho a tu pareja,
mantenlo en lugares cerrados
como cajas de fósforos
o frascos de galletas.
Sorpresa inesperada: te obligan a donar un órgano.
Clave del signo: No confíes en el ortopedista,
es pedófilo, sádico, romántico y le recuerdas a Shirley Temple.
Hacia fines de mes requerirán tu fuerza vital.
¡Diles que no!
Más bien emánala con un vestido rojo,
como el de estilo Cowboy
que ofrece a pocos dólares Burberry Prorsum
LA TIERRA MALDITA

ALEJANDRO NEGRETE

En el campo, rodeados de durazneros, Natalia y sus dos hijas


lloraban de rodillas junto a sus perros: habían aparecido sin vida. El
padre de las niñas, Mario Giroldi, cavaba pozos con una pala, ahí
enterrarían las mascotas. “Habrá sido alguna especie de virus”, pensó el
hombre.
Anochecía.
—Naty necesito ir al pueblo a comprar algunas cosas —dijo Mario,
mientras se acercaba detrás de ella en la cocina—. Vuelvo enseguida.
—Bueno —respondió Natalia.
—¿Vas a estar bien? —dijo Mario, preocupado.
—Sí. Andá tranquilo. Vamos a estar bien.
“No te olvidés de traer alimentos para los perros” estuvo a punto
de decirle. “¿Para qué?... Ya no los tenemos”, pensó.
—Voy con vos —dijo Lara, la hija adolescente.
Dejó sobre la mesa la novela que estaba leyendo y salió con su
papá. Al cruzar la tranquera en el auto, vieron como las ramas de los
eucaliptos comenzaban a agitarse violentamente con el viento. Se
alejaron. Todo estaba muy oscuro.

Ema, la hija menor, con un pañuelo húmedo limpiaba sus patines.


Al día siguiente, debutaba como patinadora en otra ciudad, se sentía
triste por lo que había pasado con sus mascotas. Natalia preparaba la
cena y pensaba: “No sé si quiero seguir teniendo perros, ver llorar a mis
hijas…”.
Un ruido extraño cortó sus pensamientos. Se dirigió hacia la
ventana. A unos metros distinguió a tres encapuchados que no dejaban
de mirarla, uno fumaba un cigarrillo, los otros bebían de una botella.
Asustada dio una vuelta a la llave en la puerta, y la dejó puesta de
los nervios que tenía.
Alzó a su hija, con la mano libre agarró el celular intentando llamar
a la policía: No había señal. El picaporte giraba con violencia y escuchaba
los gritos:
—¡Abra la puerta, abra la puerta!
Los vidrios de las ventanas estallaron, pero las rejas les impidieron
entrar. La puerta comenzó a romperse, la pateaban con violencia.
Inesperadamente, se oyeron unos ladridos. Los extraños quedaron
inmovilizados. La mujer miró por la ventana:
—¿Negro? —se preguntó.
Estaba semicubierto de tierra. Mostraba los colmillos, era uno de
sus perros preparado para atacar a los hombres. Preparado para
defenderlas.
—¿Blanca? —dijo Ema.
La niña miraba por la ventana, con temor, cómo su perra se
acercaba a los encapuchados.
—¡Creí que los habían envenenado! —gritó uno y levantó la barreta
para golpear a los animales, pero antes Negro le saltó al cuello, el
hombre cayó y la sangre comenzó a bañar el suelo. Los otros delincuentes
se echaron a correr aterrorizados, pero fueron alcanzados uno a uno por
otras tres mascotas.
Cinco perros despedazaban a los hombres, a uno de ellos, un brazo
y una oreja les fueron arrancados.
—¡Que alguien me ayude por favor! —gritó horrorizado.
Natalia y su hija miraban por la ventana, asustadas.
—¡Están todos mamá! —dijo Ema— Ringo, Negro, Blanca… Estefi y
Mía.

Más tarde, Mario se iba acercando en el auto. Escuchó gritos de


horror.
—¡Ese es Ringo! —dijo Lara—. Parece endemoniado…
El rottweiler destrozaba la cara del desconocido. Sus ojos brillaban
en la oscuridad como brasas encendidas, su pelaje estaba salpicado de
sangre. Los cinco animales reconocieron el motor del vehículo y
corrieron hacia allá. Lara, inconscientemente, bajó del auto. Los perros
estaban tan enfurecidos, tan desconocidos, que creyeron que iban a
atacarlos a ellos.
La chica retrocedió de espaldas y cayó sentada… los animales se le
echaron encima y comenzaron a lamerle la cara.
Mario corrió hacia la casa gritando:
—¡Natalia! ¡Natalia!
La mujer abrió la puerta que había cerrado con llave y el hombre,
después de comprobar que Natalia y Ema estaban bien, fue hasta su
habitación, de un manotazo abrió el cajón de la cómoda, revolvió la ropa
y sacó la carta guardada hacía quince años. Ahora iba a leerla por
segunda vez, completa, porque la primera vez el miedo no se lo había
permitido.

26 de febrero de 2003
Mario:
Mi querido hijo, toda la vida has sospechado los secretos que hubo entre
nosotros. En este día tan feliz para vos y Natalia, ha llegado la hora de
contarte la verdad, porque algún día vas a heredar las tierras.
Hace muchos años, cuando tu padre y yo éramos jóvenes, decidimos
comprar hectáreas al Estado; una tribu de indios las reclamaba y al no
lograr recuperarlas, las maldijeron. La mayoría eran brujos poderosos.
Estuvimos presentes aquel día cuando todos ellos levantaron sus manos al
cielo y hablaron en una lengua que no entendíamos. Grandes nubarrones
negros se iban amontonando.
Cuando eras un niño de cinco años, apareció en nuestro campo un perro
rabioso de raza Pitt Bull e intentó atacarte mientras andabas caminando
por ahí. Yo corrí hacia a vos y te levanté. Tu padre con una pistola le
acertó un tiro en un costado del cuerpo, el animal murió y fue enterrado.
Más tarde, tu hermana Claudia jugaba en el patio y comenzamos a
escuchar que nos llamaba a los gritos, corrimos afuera: de nuevo el mismo
perro, intentaba atacar a Claudia, que lloraba y le temblaban las piernas.
Esta vez, tu padre, enfurecido agarró un hacha y se la hundió en el cráneo.
El Pitt Bull, murió por segunda vez.
Desde ese entonces, descubrimos que el mal acecha para alimentarse. Los
inocentes se alimentarán de los malos y los malos volverán malditos.
Vos no temas, porque Dios estará de tu lado.
Con todo mi amor, tu madre.
Olga

Al terminar de leerla, el papel todavía temblaba en sus manos. Se


dirigió hacia la ventana.
—¿Dónde está Lara? —preguntó Natalia que se acercó con Ema.
Mario recordó que Lara seguía afuera, desde ahí no podía verla y
tampoco a los perros.
“Los inocentes se alimentarán de los malos y los malos volverán
malditos”, releyó esa frase y comprendió por qué no habían sido atacados
por sus mascotas. Comenzó a ver afuera, por la ventana, cómo los
delincuentes se levantaban ensangrentados, sin dificultad. Tenían una
mirada diabólica y se encaminaron hacia la casa. Repentinamente, uno de
ellos comenzó a morderse la mano mientras caminaba. Se arrancaba
pedazos, comiéndoselos.

Ese fue el comienzo.

Alejandro Negrete nació en San Pedro, Buenos Aires en 1991.


Su primer libro de cuentos: “Y un día se hace la luz” fue publicado en febrero
del 2017. Actualmente concurre a un taller literario dictado por el escritor Jorge
Sagrera, mientras aguarda la salida de su segundo libro de relatos: La flor de la
higuera.

PORQUÉ LO HICE:
Inspirándome en Cementerio de animales de Stephen King y en la familia real
Giroldi de la ciudad de San Pedro, comencé a escribir "La tierra maldita" para la
convocatoria en The wax en homenaje al padre de los zombies. No llegué a
terminar el relato para la fecha final de entrega
LEYENDA URBANA

ALEJANDRINA BUJALIS

Teníamos diecisiete y varias cervezas encima, también estábamos


llenos de acné. Sería por eso que esa noche no nos levantamos ninguna
chica, como casi todas las noches.
Frío, de esos inviernos en los que el frío te pasaba la ropa. De esos
que no existen más en Buenos Aires. Dos pelotudos caminando por
Cazón, la calle principal del Tigre, tan principal que nos quedaba grande,
por eso decidimos costear la vías del Mitre.
La amistad a los diecisiete años guarda cosas que después se
esconden en el último estante, despojando a la inocencia del alma más
pulida.
Y en el paso a nivel, mientras íbamos sacando el humito por la
boca… quedamos boquiabiertos
—Che, ¿estás mirando lo mismo que yo, Diego?
Para esto, Diego estaba hipnotizado.
Blanca de pies a cabeza, levitaba por el paso a nivel, no se le veía la
cara tapada por el pelo o algo así…
Lo agarré a Diego de la mano. La boca abierta de mi amigo me
provocó una risa nerviosa.
—¿Qué mierda era eso?
Nunca lo supimos y tampoco lo averiguamos. Me acuerdo que no
paramos hasta quedarnos sin aire, y con un dolor al costado cerca del
hígado.
Creo que corrimos quince cuadras sin parar y tomamos un remis.
Esa noche no dormimos, los dos tomamos mate sin hablar.

No vayan a creer que no fuimos más a bailar por culpa del


fantasma.
Simplemente, éramos dos perdedores, ¿no es así?
SOBRE LAS CALLES GRISES

Salió del edificio en donde se sentía prisionero. Antes de hacerlo se


miró al espejo para ver cómo le quedaba la remera de Nirvana, su
preferida.
Al llegar a la calle, dejo atrás las voces de “no hagas esto”, “hacé
aquello”, “a vos lo que te conviene”. Poco importaba estar endeudado de
buenos consejos sobre lo que tenía que hacer con su maldita vida.
Siguió por las calles grises, en donde estaba lleno de gente que no
miraba a los ojos, rara en su forma de vestir y de moverse.
Esa era la misma gente que le recordaba a los que siempre le
daban consejos.
Parecen tan grises como el pavimento pensó el chico de la remera de
Nirvana.
Paró en una esquina, a esperar un semáforo. Mientras, cerró los
ojos y se imaginó que la tierra se abría y de ella salía un gran monstruo.
Pero nadie notaba su presencia.
De pronto…
Abrió sus ojos, y todo lo que imaginó se hizo realidad.
Un gran monstruo gris de cuya boca salía una baba de brea y
smog, emergió del medio de la calle. Nadie se dio cuenta, todos
caminaban como si nada. Solo él que tenía puesta la remera de Nirvana.
Al instante fue devorado y al rato vomitado pero ya no era el
mismo, sino alguien con traje gris como esa gente que no mira a los ojos.

Alejandrina Bujalis: San Fernando, finales de la década del 70. Estudió Profesorado de Lengua
y literatura en I.S.F.D. N 39 de Vicente López. Actualmente se despeña como docente en la
localidad de Tigre, en donde vive. También curso la carrera de periodismo. Su Literatura se
inspira tanto en textos de Alejandro Dolina, Marcelo Birmajer Julio Cortázar o el periodismo
literario de Laura Ramos. Ha escrito libros de poesía –como Cuerpo elemental – Cuentos,
Jumper y ha colaborado en medios locales, también con La Izquierda diario En su narrativa los
personajes parecen salidos de cualquier parte del a ciudad o el conurbano profundo, áspero
que se mezcla con la ficción de sus escritos.
MATO Y VOY
MAXIMILIANO CHIAVERANO

Llegan escapando de la tormenta, apaleados por el viento de una


noche que pinta para estar adentro viendo una película y comiendo
pochoclo, o leyendo al calor de la chimenea. O, jugando una buena partida
de truco como los cuatro amigos.
Los que vienen de afuera son tres. Dos llegan empapados, el otro no.
—Buenas noches…—Ya en el interior calefaccionado, Tobías se sacude
como un perro mojado y restriega los pies en el tapete mugriento.
—Lucas, acá adentro cerrá el paraguas que trae mala suerte —dice
Carlos, el dueño de casa.
—¿Qué pasa, Carlos, ya te estás atajando por si perdés el partido de
truco?
—¡Ah! Mirá entonces que ya está… cantaste el rabón de antemano
entonces—asegura Nicolás, un rasta que hace las veces de compañero
canábico de Lucas.
Carlos sonríe y le estrecha la mano a los tres. Luego encierra la
tempestad afuera y los conduce al comedor. Tienen que esquivar una lata
de durazno al natural ubicada bajo la gotera del cielorraso y luego se
ubican en los lugares de siempre: en las sillas de plástico blancas. Lucas y
Nicolás juegan juntos, Tobías y Carlos son el equipo contrario. Los cuatro
se enfrentan en la mesa decorada por anotaciones y dibujos, que como
cartografías lúdicas, atestiguan muchísimas noches de insomnio, naipe y
espada. De oros y bastos y…
—¿Preparo unos mates? —pregunta Carlos con fingida caballerosidad.
—Dele nomás, eso ni se pregunta.
—Con la miseria que cobré esta semana apenas si me alcanzó para la
yerba —se excusa el cebador—. Encima tuve que comprar un mazo de cartas
nuevo porque el otro daba pena.
—Sí, es cierto, se podían freír milanesas con la grasa que tenían esas
cartas —comenta Lucas riéndose.
Más tarde Carlos vuelve de la cocina con una pava plateada humeante
y el mate. Arrancan todas las rondas: Nicolás saca una cajita de papelitos
de armar y una...
—¿Jugamos con flor?
Tobías mezcla los naipes con una sonrisa picaresca, luego se escupe
los dedos como solía hacer su abuelo y reparte tres cartas a cada uno.
—A ver si les cambia la suerte esta vez, porque la semana pasada…
—…pasaron vergüenza —completa Nicolás, pasando la lengua por la
goma del papelillo para diseñar un cilindro perfecto del grosor y el largo de
un dedo anular.
—¿Fuego?
La caída de la lluvia y los truenos, tapan los demás ruidos que
podrían llegar desde fuera. En el interior caldeado de la casa de barrio,
tiene lugar la partida, por lo menos hasta que ambos equipos llegan a los
doce puntos. En aquel momento, Carlos anota en la columna que dice
“Nosotros”, los últimos dos puntos que han robado con un envido
mentiroso.
Tobías tiene el ancho. Si no vi mal, acaba de guiñarme el ojo. Por
lógica me toca apuntalar la primera mano. ¿Qué tiro? Piensa Carlos,
apoyándose las cartas en los labios mientras examina la jugada de los otros.
Va a jugar el tres, que es lo más alto que tiene, pero un comportamiento
inusual de Tobías le detiene, su compañero sigue guiñándole el ojo. Ya te vi
pelotudo. Te van a ver…
—¿Pero…qué te pasa Tob…?
Tobías guiña repetidamente el ojo izquierdo y frunce la nariz
¿Ahora me dice que tiene puntos también? Qué tarado, me lo comunica
ahora que lo están viendo todos. Capaz que está queriendo engañarlos…si es
así es demasiado obvio…
—Bueno, mato esos reyes con un tres y el resto te lo dejo a vos Tobías.
¿Voy? ¿Tobías?
Pero la jugada de Carlos ha perdido importancia. Los otros están
alarmados, porque a Tobías parece estar dándole espasmos. Sacude el
cuerpo y se le arruga la cara. No tiene el ancho, no tiene puntos, sino un
bruto ataque cardíaco.
El partido de truco ya no existe. Tobías está muerto. La atmósfera de
la estancia ha cambiado con violencia a un clima insospechado de velorio.
Nervioso, Carlos va y viene por la sala, Nicolás vuelve a armar un cigarrillo
y Lucas mira el cadáver sin saber qué decir. Han probado inútilmente
reanimarlo; pero con cada segundo que pasa, más rígido se pone.
—Carlos, ¿probaste de llamar al hospital de nuevo?
—Sí. No contestan…
—Llamá a un taxi —sugiere Lucas.
—Ya probé. Con esta lluvia difícil que te hagan caso.
—Esto es un verdadero bajón. Un bajón. No puedo creerlo—murmura
Nicolás.
—Che, cálmense un poco.
Afuera se desploma el cielo en forma de granizo. Explotan los vidrios
de la claraboya del baño y los tres se sobresaltan. Carlos corre crispado,
vomitando una puteada que tenía atravesada hacía rato. No se siente para
nada bien. Su amigo muerto en la casa, en su mesa, frente a él.
—Yo no pienso salir. Es una tragedia ya sé, pero si te cae una de esas
piedras en la cabeza te la parte —dice Nicolás.
—Me da cosa tenerlo muerto ahí, sentado como si todavía estuviera
jugando con nosotros. Deberíamos llevarlo a…
—¿A dónde Lucas? ¿Te fijaste como está afuera? A mí tampoco me
gusta, pero hay que aguantar hasta que calme un poco. Después vemos que
hacemos.
—Tan joven… ¿Cuánto tenía? ¿Treinta y… pico?
Carlos cubre el cuerpo con una sábana vieja. Nicolás enciende el
televisor. Le baja el volumen y empieza un zapping frenético. Con cada clic
se le va el color de la cara.
—Mierd…—le tiembla la voz —¡miren, miren, miren…!—Cambia de
canales. Clic. Clic. Clic. En todos hay lo mismo.
—¡Dejá la tele, mostrá un poco de respeto!
—¡No, no, en serio, miren…!
Un cartel con fondo rojo y letras blancas dice: “ALERTA: PANDEMIA”.
El mensaje los reúne en torno al televisor y cada vez que el rasta cambia de
canal, un texto similar cubre la pantalla. “CAOS: INFECCIÓN FUERA DE
CONTROL”, “PERMANEZCA EN SU CASA”, “BROTE VIRAL SE INICIA EN
CENTRO”, “EXTRAÑOS SÍNTOMAS” “REACCIONES VIOLENTAS” “LA
MUERTE CAMINA EN LA CALLE” “SE EXPANDE A GRAN VELOCIDAD”
“EVITE TODO CONTACTO CON AQUELLAS PERSONAS QUE PRESENTEN
SINTOMAS…”
Lucas, sin habla, boquea como pescado a la luz de la luna. Nicolás
queda más sobrio que nunca. A Carlos le tirita la respiración y poco a poco
cree adivinar con horror el pensamiento de sus amigos:
Tobías trabaja en el centro… Esta mañana… trabajó esta mañana… y
el mate… y los naipes… y el cigarro… su apretón de manos…
Miran hacia la mesa, donde han dejado sentado al cadáver de Tobías.
De golpe, la sábana respira.

Maximiliano A. Chiaverano. Escritor argentino. Abrió los ojos a esta realidad el 20


de abril de 1980 en Cañada de Gómez, una pequeña localidad al sur de la provincia
de Santa Fe. Aún sobrevive y es autor de varios engendros literarios, algunos
revelados en diversas antologías, como así también en su blog
(www.legadohereje.wordpress.com) y de muchos otros que todavía esperan latentes
por ver la luz. En 2007 publicó su primer libro en papel, el volumen 1 de la trilogía
Legado Hereje “Anatema Carmesí”, una alquimia de prosa poética con tintes
oscuros. Además de la literatura, ha incursionado en otras formas de expresión
como las artes plásticas, la escultura y la música.

POR QUÈ LO HICE?

Mato y voy, un guiño a "El Eternauta", del maestro H. G. Oesterheld. Una versión
"zombi" inspirada en aquella icónica escena del partido de truco en el chalet de
Vicente López, la noche misma que comienza la terrible invasión extraterrestre.
PEOR CUANDO BAJÓ

CEZARY NOVEK

Entonces fue que el candado cedió. Lo que buscaban estaba,


supuestamente, debajo de una tabla floja bajo la cama de Leónidas.
Franco y Manuel se miraron. No había vuelta atrás. Ambos sabían en
dónde se metían y lo que podían ganar si lograban salir de la casa con
eso.
Según el dato que les habían pasado, Leónidas estaría visitando a
su madre –que vivía a 100 km– ese fin de semana. Nadie lo quería en el
barrio. Les llevaba veinte años y desde chico le temieron. El tipo atendía
un quiosco en frente de la plaza. Manuel nunca compró ahí. Franco
siempre daba rodeos y buscaba cualquier excusa para no ir. Cada vez que
lo veían, les corría un escalofrío por la espalda.
La leyenda contaba que había quedado así por un accidente
automovilístico cuando era niño. Que sus abuelos murieron en el acto
pero él quedó atrapado en el bollo de metal retorcido y ardiente. Y que le
tuvieron que cortar las manos para sacarlo. Otra versión decía que a
Leónidas nunca le gustó trabajar, y que metió las manos en una
conservadora con hielo hasta que se le gangrenaron. Que gracias a eso
pudo tramitar una pensión vitalicia por invalidez. Y que las sucesivas
devaluaciones lo obligaron a trabajar igual en el quiosco. El padre de
Manuel afirmaba que la segunda versión era la correcta, sólo que en
realidad lo hizo para no tener que ir a la guerra de Malvinas. De la forma
que sea, nadie le conoció novia alguna. “Y claro, con esos garfios, quién le
va a dar bola”, comentaba la novia de Franco cada vez que discutían
sobre lo de esa noche. Ella insistió en que no fueran. Cuando los vio
determinados en su plan, se pelearon. Hablaron de terminar la relación.
Manuel le dijo que después de que pasara todo, él la convencería, que no
se distraiga pensando en eso. Que las mujeres son cambiantes.
Pero ella estaba el día que desapareció el perro de Saúl, el
verdulero. Juraba una y otra vez haber visto a Leónidas haciéndole cosas
horribles. Cosas que no
involucraban los ganchos. “Es
un resentido. Y creo que se ha
vuelto peligroso. Por favor, ni
se acerquen a esa casa”, les
había rogado.
Ya estaban en el living.
Habían decidido no prender
ninguna luz para que no se
viera nada sospechoso desde
afuera. Buscaron a tientas en
las dos piezas que estaban
abiertas, pero estaban llenas
de cachivaches. Antes de
entrar a la que estaba
cerrada, Franco le puso la
mano en el pecho a su amigo. “Mejor volvamos. Mirá si está”. “Qué va a
estar, si no hay pasaje a esta hora”. Se miraron un momento. Manuel
abrió la puerta y entraron. Estaba tan oscuro que no podían ver siquiera
dónde estaba la cama. Franco pensó que si les salía bien, se irían del
barrio. Había muchas oportunidades esperándolos si todo salía bien.
Sonó el celular de Franco. Manuel retrocedió y tropezó con un
fuentón de lata.
“Salgan ya mismo de ahí. Les dijeron cualquiera: Leónidas no fue a
ver a la madre. Era ella la que venía a visitarlo”.
“Imposible”, dijo Manuel.
Entonces se prendió la luz. Leónidas estaba sobre la cama, desnudo,
sin los garfios, murmurando algo. Estaba boca arriba y tenía los ojos
cerrados.
Vieron a su madre, en el techo, adherida por las manos como una
araña.
Ella también los vio. Lo que era el peor de los problemas.
Pero no el único.
Leónidas empezó a reír. Su madre también.
Y la luz se apagó de nuevo.

Cezary Novek (La Paz, Entre Ríos, 1982). Profesor en Comunicación Social
(UNC). Docente y periodista freelance. Coautor de El vaso ruso. Verdad,
compromiso y batahola (Postales japonesas, Córdoba, 2010) y –junto a
Guillermo Bawden– Letra muerta. Una novela en la argentina postapocalíptica
(Llanto de Mudo/Fan, Córdoba/Buenos Aires, 2012). Autor de Ropa Sucia
(2011), Comidos (Sofía Cartonera, UNC, 2014), Los colores que no vemos
(Colección Leer es Futuro, Ministerio de Cultura Nación, 2015) y La
configuración del silencio (Contamusa, 2018). Colabora con los diarios Marcha
Noticias, Hoy Día Córdoba, La voz del Interior además de las revistas Deodoro,
Matices, La Central, Lembra y Solo Tempestad. Participó de las antologías Mala
sangre (Colección Pelos de Punta, 2015), Muertos (de amor y de miedo)
(Ediciones de la Terraza, 2016) y Mare Monstrum (Austrobórea Editores, Chile,
2017) Blog: www.elsordidotopico.blogspot.com.ar

POR QUÉ LO HICE?

Uh, no hay mucho más por detrás. Me senté y lo escribí de una. Después lo
estuve corrigiendo. Quiero decir, sólo fue un ejercicio de imaginación "algo que
de mucho miedo, que me ponga nervioso"
Meterse en una casa ajena sin saber si te van a descubrir o no
y pensé: peor si es en la casa de alguien que te da miedo siempre.
Me contaron de un tipo que se había estropeado las manos para salvarse del
servicio militar, que no cicatrizó bien y que usaba esas pinzas.
Pensé que sería un giro interesante que incluso en el momento de ser
descubiertos sucediera algo aún peor, algo que hiciera palidecer los dos miedos
anteriores (el miedo al personaje y el miedo a ser descubiertos)

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