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Historia del tren

El ferrocarril, pieza principal de las transformaciones que supuso el


tren, existía ya en el siglo XVI, en las minas de Transilvania: se
trataba de carriles de madera que hacían de carretera, dado el
estado de los caminos en aquella época. Sobre esa superficie
uniforme se deslizaban las pesadas carretas de tracción animal.

También en Gran Bretaña los antecedentes del ferrocarril se


remontan al siglo XVII: unos sencillos caminos de rodadura
formados por superficie plana de tablas de madera, como en
Transilvania, sobre los que circulaban arrastrados por
animales los vagones repletos de carbón desde las minas al
canal, ya que el transporte fundamental era fluvial o marítimo.

Fue en Inglaterra donde surgió la idea de reemplazar las planchas


de madera por otras de hierro para aumentar la carga de las
vagonetas sin que el carril o vía de deslizamiento se resintiera
por el peso.

En 1763, Richard Reynolds creó el primer rail de fundición que


reemplazaron a los de madera que habían funcionado desde 1602
en las minas de Newcastle. Otro inglés, William Jessop, concibió
en 1789 el primer rail de bulto que con diversas modificaciones y
mejoras funcionó hasta 1858, en que el rail de acero fue
introducido por Bassemer. También desde 1789 funcionaba el
cambio de agujas.

En 1802 el mecánico inglés Richard Trevithick construyó en las


fundiciones y forjas de Coalbrookdale, la primera locomotora de
vapor, que en 1804 arrastraba un convoy de cinco toneladas y
recorría quince kilómetros a la velocidad de veinte por hora.
Aunque a este ingenio se le agregó un vagón de pasajeros, era
escasamente útil, ya que totalmente cargado no lograba alcanzar
una velocidad superior a la del hombre andando.
El primer uso práctico de la máquina de vapor y del
ferrocarril se dio en las minas inglesas de carbón de piedra,
donde en 1804 se creó un tendido de raíles de hierro colado sobre
el que avanzaba la locomotora de vapor de Richard Trevithick, en
Gales del Sur. Pero como el hierro colado no soportaba bien el
peso de la locomotora, se rechazó su empleo.

El ya entonces llamado caballo de hierro no era práctico por la


cantidad de roturas y averías que conllevaba, y se empezó a
hablar del ferrocarril como medio de transporte humano, aunque
se ridiculizó a quienes patrocinaban la idea.

Todos desistieron del proyecto menos un hombre


singular: George Stephenson, que ya había ingeniado y puesto a
prueba su locomotora Blücheren (Blucher) en la mina Killingworth,
en Northumberland. Todo el mundo sabe que fue él el inventor
de la máquina de vapor en 1815, máquina que fue probada en
las minas de carbón de piedra citada, donde arrastró ocho vagones
que podían transportar hasta 30 toneladas de carbón a la
velocidad de siete kilómetros por hora.
Blucher:
la locomotora de George Stephenson
En 1821 Stephenson hizo un tendido de raíles de hierro
colado con tramos de un metro de longitud que poco después
sustituyó por los de cinco, y que empezó a fabricar el
fundidor John Birkinshaw. Al principio, locomotora y caballo se
repartían la tracción en las minas.

La blucher de Stephenson fue la primera locomotora de


vapor en pleno funcionamiento que podía ir por los rieles de los
ferrocarriles públicos. El blucher se estrenó a una velocidad de 4
millas por hora, pero su inventor se puso pronto a trabajar para
aumentar su velocidad.

En 1825, el tren de Stephenson, que fue rebautizado como


“locomoción”, fue sacado para ensayo de velocidad. La prueba, tal
como lo esperaba su diseñador, se desarrolló sin contratiempos,
logrando llevar a 450 personas desde Darlington a la estación
Stockton a una velocidad de 15 millas por hora.

La era del ferrocarril comenzó de manera efectiva con la línea


Liverpool-Manchester, en 1830. Se conseguía aplicar un invento
coetáneo, el vapor, como energía o combustible que tirara de la
recién inventada locomotora. Por primera vez iba a ser posible
viajar a una velocidad mayor que la diligencia o el caballo.

En poco tiempo las distancias se irían reduciendo y así, no pasado


mucho tiempo, el viaje Londres-Edimburgo, de doce días de
duración en otro tiempo, se reduciría a media docena de horas.

Para llegar a aquel estado de cosas sería necesario vencer la


resistencia de los desconfiados y escépticos que apegados al
pasado no veían con buenos ojos innovación alguna.

Todavía a mediados del XIX un médico barcelonés, Pedro Felipe


Monlau, tras un viaje en ferrocarril, aseguraba: “El telégrafo
eléctrico y este gran monstruo alimentado de vapor son lo peor
que existe para el sistema nervioso”.

El dramaturgo riojano Manuel Bretón de los Herreros, de mediados


del XIX, bromeaba así sobre el invento: “Viajar en ferrocarril es
como viajar en abstracto”.

Nadie daba futuro al invento, contra el que se reaccionaba en el


medio popular de manera parecida a como lo hizo la sociedad
protectora de pájaros y medio ambiente, que pintaron un
horizonte muy negro:

—El tendido de las vías haría imposible los pastos.

—El humo de las máquinas envenenaría el aire y mataría los


pájaros.

—No sería posible vivir cerca de su paso, por el humo y el ruido.


—Las cosechas arderían afectadas por las chispas de la máquina.

Tampoco la prensa estuvo a la altura de las circunstancias. Un


diario londinense aseguraba, referido a Stephenson y demás
innovadores:

“No vale la pena ocuparse de los visionarios que pretenden


reemplazar las diligencias. ¿Hay algo más absurdo y ridículo que
decir que una locomotora nos hará viajar el doble de rápido que
una diligencia? Si alguien quisiera viajar tan velozmente, más vale
ponerlo en la boca de un cañón y lanzarlo así de una comarca a
otra…”.

Periódicos serios como el The Times decía en vísperas de la


aprobación de la primera compañía de explotación ferroviaria
inglesa:

“Pretenden alcanzar una velocidad incluso de treinta y dos


kilómetros hora, cuando es sabido que no se ha logrado nunca
más de nueve. La perfección de la locomotora es problemática.
Además, tienen un peso enorme: pesan ocho toneladas, y un peso
tal, lanzado a la velocidad de que se habla, destrozará los carriles
y la máquina y los coches descarrilarán, y todo saltará por los
aires. Además, ¿cómo se arrancará el hielo de las vías en las
grandes heladas? Todos están locos”.

Por cierto, tal vez te interese también: Historia del avión.

Pero el inventor de la criatura se reía. A su hijo Robert


Stephenson le escribió de la siguiente manera optimista:

“Los caminos de hierro reemplazarán pronto a los demás medios


de transporte, y servirán lo mismo para el rey que para el último
de sus vasallos. No está lejos el tiempo en que será más ventajoso
para el operario ir a su trabajo en tren que marchar a pie. Habrá
dificultades, pero tú verás con tus ojos, hijo mío, lo que estoy
ahora prediciendo. Estoy de ello tan seguro como de que estamos
vivos”.

Fue precisamente su hijo quien jugaría un papel decisivo en el


éxito final del nuevo transporte. En 1828 trabajaba en Newcastle
en el diseño de una locomotora capaz de convencer a los más
recalcitrantes. Se trataba de la locomotora de vapor The
Rocket (El Cohete) con la que compitió en las pruebas
de Rainhill alcanzando cuarenta y cinco kilómetros por hora a una
media de veintiuno durante los noventa kilómetros de su recorrido.

The
Rocket: expuesta en el Museo de Ciencias de Londres.
Cuando un año después se inauguró la primera línea de pasajeros,
la Liverpool-Manchester, de 46 kilómetros de recorrido la suerte
del tren estaba echada.
En 1848 Thomas Russell Crampton construyó su máquina
gigante Liverpool para la línea Londres-Wolverton; antes, en la
línea belga Lieja- Namour, había logrado por primera vez
superar los cien kilómetros por hora.

Fue la consagración, el triunfo del tren tras haber conseguido


correr a casi ciento treinta kilómetros por hora. Poco después se
iluminaron los vagones con lámparas de gas (1858), y nacía el
concepto y aplicación de vagón restaurante en Estados Unidos
(1863). El coche cama de George M. Pullman permitía en 1865
lujos que el viajero nunca hubiera podido imaginar.

En España el primer ferrocarril echó a andar el 28 de octubre de


1848: la línea Barcelona-Mataró, iniciativa de José María
Roca y Miguel Biada, que habían tenido la ocasión de conocer y
probar el nuevo invento en Cuba. Era el primer tren español. Se
construyó en un año, a pesar de que fue necesario tender nuevos
puentes sobre el río Besós y construir el túnel de Montgat.
La línea Madrid-Aranjuez fue inaugurada el día 9 de febrero de
1851 por Isabel II con estaciones en Getafe, Pinto, Valdemoro,
Ciempozuelos y Aranjuez, con ramal que iba a palacio. Circulaban
tres trenes diarios en cada dirección y los billetes costaban veinte
reales, los de primera clase; catorce, los de segunda; ocho, los de
tercera, y cuatro los de cuarta clase. Se le llamó popularmente
tren de la fresa y era el primer tramo del tren que tendría que unir
Madrid con el mar por Alicante. La línea Madrid-Sevilla, una de las
líneas más vanguardista del ferrocarril español, ya unía por tren
estas ciudades en la década de los 1860.

Muy lejos quedaba el ferrocarril de Stockton-Darlington, el


primero tren de uso público inaugurado en septiembre de 1825.
Atrás quedaban viejos cacharros como la locomotora de vapor
de Hojn Blenkinson de 1812, la primera fabricada en serie y que
aún existe como atracción turística en la línea Leeds- Middleton.

Ya nadie se acordaba de la simpática Puffing Billy de 1813, del


ingeniero W. Helley, que corría sobre carriles de hierro colado, o
de aquella locomotora atracción de feria, la Catch me who can=
“Que me alcance quien pueda”, que durante un mes dio vueltas en
un recinto circular cerrado de la Euston Square de Londres hacia
1808, ridiculizando las posibilidades y utilidad del formidable
invento que es el tren.

Por cierto, si quieres saber cuándo se inauguró el primer


ferrocarril sin conductor, decirte que fue en 1927 y en
Inglaterra, que bien puede calificarse de la patria de los
ferrocarriles, se inauguró el primer ferrocarril que no
precisaba ni de maquinista ni de revisor. Desde entonces, este
nuevo modelo ha venido dedicándose ininterrumpidamente al
transporte del correo de la capital inglesa. Sus vagones ya han
recorrido más de 80 millones de kilómetros.

El término tren, es una forma posverbal del latín trahere=


arrastrar, tirar de algo, es voz llegada al castellano a través del
francés train, a su vez del inglés.

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