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Del aborto a la clonación: Principios de una bioética liberal
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Del aborto a la clonación: Principios de una bioética liberal

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About this ebook

Rodolfo Vázquez replantea, examina y critica las teorías, principios y reglas normativas que estructuran el lenguaje de la bioética; aborda temas imprescindibles como el principio de autonomía, de la dignidad de la persona y de la igualdad; estudia cuestiones tan debatibles como el aborto, la eutanasia, la obtención y adjudicación de órganos, el Proyecto del Genoma Humano y la clonación.
LanguageEspañol
Release dateSep 18, 2015
ISBN9786071632371
Del aborto a la clonación: Principios de una bioética liberal

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    Del aborto a la clonación - Rodolfo Vázquez

    CIENCIA, TECNOLOGÍA, SOCIEDAD


    DEL ABORTO A LA CLONACIÓN

    Comité de Selección

    Dr. Antonio Alonso C.

    Dr. Héctor Nava Jaimes

    Dr. León Olivé

    Dra. Ana Rosa Pérez Ransanz

    Dr. Ruy Pérez Tamayo

    Dra. Rosaura Ruiz

    Dr. Elías Trabulse

    Coordinadora

    María del Carmen Farías R.

    RODOLFO VÁZQUEZ

    Del aborto a la clonación

    Principios de una bioética liberal

    MÉXICO

    Primera edición, 2004

    Primera edición electrónica, 2015

    Diseño de portada: R/4, Rogelio Rangel

    D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-3237-1 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    PARA ANA

    INTRODUCCIÓN

    HOY DÍA es un lugar común afirmar que la medicina, según la célebre frase de Stephen Toulmin, ha venido a salvar la vida de la ética,¹ es decir, a rescatarla de la rigidez y abstracción excesiva que la caracterizó hasta principios de la década de 1970. Si pensamos que el término bioética fue empleado por primera vez por Potter en 1971,² y que uno de los libros vertebrales sobre ese concepto, Principles of Biomedical Ethics, de Beauchamp y Childress, fue publicado a finales de esa década,³ debemos reconocer que esta disciplina es una recién llegada al escenario de la filosofía y del conocimiento en general.

    Tradicionalmente los temas de la bioética han preocupado a los profesionales de la medicina y fueron los mismos médicos quienes se plantearon, de manera poco rigurosa o científica, los dilemas morales. Asimismo, los problemas de vida o muerte parecían, por lo general, ser un coto cerrado y exclusivo de los teólogos. De manera un tanto improvisada los legisladores, no necesariamente con formación jurídica y sin ningún conocimiento científico, dictaban leyes sobre la materia. De tal suerte, la bioética como actividad practicada profesionalmente por filósofos y juristas es una ciencia joven.⁴ Pese a su juventud, debemos reconocer que la literatura generada a partir de los setenta es quizás de las más abundantes en el campo de la ética aplicada y difícilmente es abarcable en un solo manual.

    La bioética se ha convertido en un discurso multidisciplinario en el que concurren psicólogos, genetistas, biólogos, químicos, sociólogos, antropólogos y juristas y, al mismo tiempo, en una disciplina filosófica por derecho propio. Esta doble filiación, para llamarla de algún modo, por un lado a través de la convergencia de diversas aproximaciones científicas y, por el otro, como una especulación estrictamente filosófica, ha dado lugar al cuestionamiento de las relaciones posibles entre unas y otra: o bien la bioética es resultado de aportes de distintos campos y la filosofía no tiene un papel fundamental, o bien la bioética es una rama de la filosofía que echa mano de sus propios recursos metodológicos y conceptuales desatendiendo la problemática planteada por los saberes científicos. El enfoque que propondré en este libro será de tipo intermedio porque concentrar el discurso bioético sólo en el filosófico lleva a no tomar conciencia de los aportes significativos de otras disciplinas, pero por otro lado afirmamos que el papel de la reflexión filosófica es fundamental en este discurso.⁵ Por lo tanto, evitaremos restringirnos a un acercamiento filosófico que diluya la bioética en una ética general o en una especie de filosofía de segundo rango, pero también que la desdibuje en los diversos conocimientos científicos a expensas de su identidad filosófica.

    Por otra parte, la interdisciplinariedad de la bioética ha obligado a no pocos investigadores a especializarse, al grado de perder el sentido de universalidad que se percibía en los primeros teóricos. Así, por ejemplo, es frecuente escuchar que el filósofo dedicado a estos temas ya no se presenta como un experto en bioética sino en consentimiento informado, en investigación en seres humanos, en eutanasia activa, en libertad reproductiva, etc. Quizá sea tiempo de tomarnos un respiro, hacer un diagnóstico y un balance, y replantearnos cuáles son las teorías, principios y reglas normativas principales que estructuran el lenguaje de la bioética. Éste será en parte el propósito que anima el capítulo inicial del libro. Decimos en parte porque la labor de diagnosticar —es decir, de presentar el grado de avance de la disciplina, lo que se ha hecho y lo que resta por hacer en un campo tan vasto— es una empresa que excede con mucho las posibilidades de este trabajo. Pero sí es factible hacer un balance de las diversas propuestas teóricas y del papel que tienen y deben tener los principios y las reglas en el discurso normativo de la bioética. Defenderemos, frente a los teóricos generalistas y particularistas, la posibilidad de una vía intermedia en la que los principios, las reglas y las convicciones particulares, en una suerte de equilibrio reflexivo, constituyen un factor medular en la construcción de la normatividad adecuada para el campo de la bioética.

    Por supuesto, la propuesta epistemológica y normativa delineada en el capítulo I no pretende excluir una toma de posición teórica, que servirá de referente crítico para los problemas que se abordarán en los capítulos posteriores, del aborto a la clonación. Tal postura, sin entrar ahora en mayores especificaciones o justificaciones del término, la denominaremos liberal. A grandes rasgos, con este calificativo queremos dar a entender que buena parte de las reflexiones que haremos adoptarán el principio de la autonomía, el de la dignidad de la persona (ambos en las líneas de John Stuart Mill e Immanuel Kant, respectivamente) y el de la igualdad como los principios reguladores de las diversas conductas que se presentan en el ámbito de la medicina y la salud.

    Un liberal, o al menos el liberal al que aludimos, parte del supuesto de que toda elección individual es valiosa por el mero hecho de ser libre; ese liberal acepta que existe una multiplicidad de planes de vida porque los valores en los cuales se sustentan son objetiva e inconmensurablemente plurales. No niega que pueda haber formas de vida mejores que otras, pero rechaza cualquier intervención del Estado (o de otros individuos) que busque imponer de manera perfeccionista o paternal algún plan de vida y, por lo tanto, proscribe las acciones que perjudiquen la autonomía y el bienestar de terceros. En el marco del liberalismo que se propone en este libro, la función del Estado no se entenderá únicamente a partir de sus deberes negativos sino también de sus deberes positivos, que se traducen en facilitar, promover y ordenar la realización de las acciones que favorezcan, de manera prioritaria, los intereses de los individuos más desaventajados.

    Tomaré como formulaciones directrices del Principio primario de autonomía personal las propuestas por Carlos S. Nino y Mark Platts. Para Nino este principio prescribe que:

    siendo valiosa la libre elección individual de planes de vida y la adopción de ideales de excelencia humana, el Estado (y los demás individuos) no debe intervenir en esa elección o adopción limitándose a diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente e impidiendo la interferencia mutua en el curso de tal persecución.

    Por su parte, Mark Platts propone el siguiente enunciado:

    Debemos dejar a los agentes racionales, competentes, tomar las decisiones importantes para su propia vida según sus propios valores, deseos y preferencias, libres de coerción, manipulación o interferencias.

    El principio de autonomía personal permite identificar determinados bienes sobre los que versan ciertos derechos, cuya función es poner barreras de protección contra medidas que persigan el beneficio de otros, del conjunto social o de entidades supraindividuales. El bien más genérico protegido por este principio es la libertad de realizar cualquier conducta que no perjudique a terceros. De manera más específica, entre otros, están el reconocimiento del libre desarrollo de la personalidad; la libertad reproductiva; la libertad de residencia y de circulación; la libertad de expresión de ideas, actitudes religiosas, científicas, artísticas y políticas, y la libertad de asociación para participar en las comunidades voluntarias totales o parciales que cada individuo considere conveniente.

    Ahora bien, si la autonomía personal se toma aisladamente puede llegar a ser un valor de índole agregativa. Esto quiere decir que, al menos en una versión utilitarista, cuanta más autonomía exista en un grupo social, más valiosa será la situación, independientemente de cómo esté distribuida dicha autonomía. Sin embargo, este hecho contraviene intuiciones muy arraigadas en el ámbito del liberalismo. Por ejemplo, si una élite consigue grados inmensos de autonomía a expensas del sometimiento del resto de la población, este estado de cosas no resulta aceptable desde el punto de vista liberal. Por tal razón es necesario defender un segundo principio, que limita el de la autonomía personal: el Principio primario de la dignidad personal.

    Este principio supone que no pueden imponerse privaciones de bienes de manera injustificada, ni que una persona pueda ser utilizada como instrumento para la satisfacción de los deseos de otra. En este sentido, dicho principio clausura el paso a ciertas versiones utilitaristas que, al preocuparse por la cantidad total de felicidad social, desconocen la relevancia moral que tienen la separabilidad y la independencia de las personas. A su vez, el reconocimiento de este principio implica ciertas limitaciones en la búsqueda de los objetivos sociales y en la imposición de deberes personales, y restringe la aplicación de la regla de la mayoría en la resolución de los conflictos sociales. El Principio primario de la dignidad personal podría enunciarse de la siguiente manera, siguiendo a Kant: siendo valiosa la humanidad en la propia persona o en la persona de cualquier otro, no debe tratársele nunca como un medio sino como un fin en sí mismo.⁸ Principio al cual agregaría que no deben imponérsele contra su voluntad sacrificios o privaciones que no redunden en su propio beneficio.

    Este principio, además, permite detectar ciertos bienes y los derechos correspondientes, íntimamente relacionados con la identidad del individuo. Sin duda, el bien genérico es la vida misma y, más específicamente, entre otros bienes, están la integridad física y psíquica del individuo, la intimidad y privacidad afectiva, sexual y familiar, así como el honor y la propia imagen.

    Con la noción de igualdad nos referimos a una relación entre dos o más personas o cosas que, aunque diferenciables en uno o varios aspectos, son consideradas idénticas en otro aspecto conforme a un criterio de comparación pertinente. La igualdad no es una propiedad atribuible a las cosas o a las personas, sino una noción relacional entre personas o cosas. Esta noción de igualdad puede analizarse tanto desde un punto de vista descriptivo como de uno normativo, que es el que aquí nos interesa; es decir, no una descripción de la condición humana, sino de cómo deben ser tratados los seres humanos.

    En un primer acercamiento, el principio normativo de la igualdad puede enunciarse como sigue: Todos los seres humanos deben ser tratados como iguales. Ahora bien, la realidad en la que ha de darse dicho principio presenta una enorme multiplicidad de rasgos, caracteres y circunstancias de los seres humanos. El Principio de igualdad trata de establecer cuándo está justificado establecer diferencias en las consecuencias normativas y cuándo no es posible. Cuando no hay diferencias relevantes, el tratamiento debe ser igual, mientras que cuando aquéllas existen debe ser diferenciado. Entre ambos tipos de tratamiento hay un orden lexicográfico, es decir, la diferenciación basada en rasgos distintivos relevantes procede sólo cuando la no discriminación por rasgos irrelevantes está satisfecha. Por ello, la enunciación del Principio primario de la igualdad personal, en los términos de Francisco Laporta, es muy acertada:

    Una institución satisface el principio de igualdad si y sólo si su funcionamiento está abierto a todos en virtud de principios de no discriminación y, una vez satisfecha esa prioridad, adjudica a los individuos beneficios o cargas diferenciadamente en virtud de rasgos distintivos relevantes.

    Ejemplos de rasgos no relevantes que no justificarían un trato discriminatorio entre las personas serían la raza, el sexo, las preferencias sexuales o las convicciones religiosas. Ahora bien, si el principio de igualdad no se reduce exclusivamente al problema de la no discriminación sino al tratamiento diferenciado cuando existen diferencias relevantes, la cuestión es cómo determinar que un rasgo o característica es relevante y, de acuerdo con tal criterio, proceder a la discriminación.

    A diferencia de la perspectiva escéptica que niega la posibilidad de determinar qué diferencias son relevantes, o del enfoque moral consecuencialista que justifica la desigualdad de tratamiento por los resultados, coincido con Laporta en que se requiere una justificación moral deontológica que determine la relevancia de las diferencias con respecto a principios morales, y que tales rasgos diferenciales constituirían una razón para aplicar un tratamiento diferencial.¹⁰ Varios son los principios que se han propuesto para la justificación de un tratamiento diferenciado. Por lo pronto, cabe mencionar que el Principio de igualdad, referido al problema de la justicia distributiva, tiene que ver primordialmente con la distribución de bienes públicos y con los derechos que sirven para su protección: los llamados derechos económicos, sociales y culturales.

    Considero que la combinación de los principios de autonomía, dignidad e igualdad de la persona, tal como han sido enunciados, constituye una base normativa suficiente para la construcción de una teoría liberal. En la exposición de los capítulos de

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