Guillermo Giacosa
Lima, 2003, 2004, 2005.
I
Si estos negros podridos no me sueltan las manos, les voy a tener que
romper la cara.
Sólo lo pensaba. Era imposible agredir a Lincoln y a Jefferson que me
sonreían constantemente. El paseo por Monrovia era en un suplicio.
Llevado de las manos por este par de ridículos con nombres ridículos,
me sentía escarnecido.
Al carajo con las diferencias culturales, a quién se le ocurre llevar a
pasear a otro hombre de la mano. Y uno de cada lado, ni siquiera me
puedo rascar.
Mientras tanto Jefferson: “ese es el hotel más moderno de la ciudad” y
Lincoln: “las cabras que están al lado son de una familia de parientes
del cocinero”. Y yo, si me vieran los muchachos de Rosario, “very
nice, very nice”. Todo era very nice con tal de que mis anfitriones me
dejaran de joder, por Dios que me suelten.
Sólo unos días antes de que Jefferson y Lincoln me pasearan como a
un minusválido por las calles de Monrovia, África era para mí sólo
una palabra con negros, tambores y alguna vaga referencia a la reina
de Saba y a Haile Selassie que solía sorprendernos por la televisión
paseando con sus leopardos y que en ese año de 1962 acababa de
anexar Eritrea a su reino de Etiopía.
Y fue con esa vagas nociones y alguna lectura de último momento
sobre Liberia, que abordé el Comet 4 de BOAC. Nunca antes había
estado en un avión y por ello me convertí, sin saberlo, en el pasajero
que me precedía en procura de asiento. Sus gestos se adueñaron de mí.
El horror del debut me transformó en otro. Copié todo hasta que la
azafata le señaló, al remedo en el que me había convertido, una
fantástica ventanilla suavemente triangular que, quince años después,
se reveló como el motivo de que esos aviones estallaran en el aire.
Pero ese no era tiempo de estallidos, era altamente improbable, por no
decir imposible, que ocurriera un accidente en un avión inglés en el
que un joven argentino, de Rosario para más seguridad, emprendía un
viaje hacia Monrovia becado por la UNESCO. El cruce inédito de
circunstancias tan aparentemente desvinculadas excluía, como
cualquier persona sensata puede comprender, toda posibilidad de
imprevistos fatales.
A estas tranquilizantes matemáticas mágicas se agregaban factores
que aumentaban la invulnerabilidad: nadie sale de una hepatitis
devastadora para morir luego en un avión británico. Nadie deja, a la
fuerza, un extraordinario trabajo de avicultor que cuida sus aves
evocando a Tagore o creyéndose un personaje de Hesse, para
desintegrarse en el espacio o perderse en el Atlántico. Nadie. Y menos
yo que luego debía seguir viaje a Europa, regresar a Argentina y
cumplir con un fantástico destino que aún no lograba explicarme pero
que, de todas maneras, iba a ser fantástico. Era cuestión de tiempo y
por el momento no tenía apuro.
Dakar, el Hotel N´Gor, 24 horas de espera para partir hacia Monrovia
y un balcón hacia el Atlántico me hicieron añicos. Asomarse desde la
orilla opuesta del océano es mucho más que asomarse desde la orilla
opuesta. Es estar en la orilla opuesta. Solo, sin tribu, sin códigos.
Absolutamente solo. Pensé en el tango “Sur, paredón y después...” era
yo, yo solo, contra el paredón y la incógnita del después que
comenzaba a morderme la mano.
Las embrolladas calles de Dakar, sus coloridas y desparpajadas gentes
y un pasmoso mercado, operaron una cura temporal. Una masa negra,
informe y ligeramente movediza, borró finalmente mi angustia
transformándola en curiosidad y luego en estupor cuando, gracias a la
diligente acción del carnicero, comprobé que se trataba de un modesto
trozo de carne sobre el que las moscas, cubriéndola en su totalidad,
transitaban zumbonas e indolentes y con el derecho que otorga ser
partes de un paisaje que nadie objeta. Ellas, disciplinadamente,
abandonaban su presa cada vez que algún inoportuno cliente
solicitaba adquirir parte del producto. Nadie ignoraba que bajo las
moscas estaba la carne. Marketing senegalés, pensé.
Sofocado por imágenes inéditas regresé al Hotel.
Antes que las moscas abandonaran mi mente comprobé que la
italianita, con tetas a lo Lollobrígida, que venía en el avión, también
seguía viaje a Monrovia. No podía ser casualidad. Alguien desde
algún lugar me estaba invitando a algo. Tenía que actuar.
Convaleciente de hepatitis no podía aflojar los nervios con un trago.
Solo le dije. “Vas a Monrovia”. Suficiente, se invitó a cenar. Puso sus
opulentos senos sobre la mesa y me cenó. Se comió quince días de mi
plata para el resto del viaje. Mientras ella comía yo intentaba hallar la
palabra italiana adecuada para luego poder contarle a mis amigos la
primera de una larga serie de aventuras que seguramente el África
había preparado para mí.
Y mientras yo pensaba, ella, ya de pie: “arrivedercci caro, ce
vediamo domani” (1), yo: arrivedercci, sólo arrivederci carajo, creo
que no era la palabra pues la enternecedora historia, que ya había
empezado a contarme a mí mismo, y que me ubicaba como audaz don
Juan en tierras desconocidas, permutó, instantáneamente, del don
Juan avasallante al noble joven Guillermo víctima de su propia
inocencia y bondad. Con una sublime facilidad para justificarme, de la
que me ha costado años y golpes desprenderme, acomodé la historia a
las imperiosas necesidades del ego.
Cuando a la mañana siguiente, próximos a descender en Monrovia, la
vi salir de la cabina del piloto tratando de arreglarse la blusa y el pelo,
comprendí que una cifra en dólares, más que una palabra, hubiese
funcionado a la perfección.
Las tetamentas italianas fueron oscurecidas por la selva y su inmensa
plantación de caucho donde miles de familias, clavando pequeños
cuencos bajo las heridas recién abiertas en los árboles, cumplían
monótonas jornadas de trabajo. Eso era la Firestone, también Liberia,
la república más antigua del Africa occidental y la tierra, entre otros,
de los kpelliés, bassas, gios, krus, grebos. Una ensalada gigantesca
que los americanos terminaron de aderezar en el siglo XIX con el
envío de los esclavos emancipados que se convirtieron, ellos y sus
descendientes, en los américo liberianos Y en el medio de la
propiedad de la cauchera el único aeropuerto de Monrovia para
aviones de fuselaje ancho. De allí a la sede de la conferencia de la
Federación Mundial de Asociaciones pro Naciones Unidas donde la
argentina Cristina de Aparicio, cuya mano se había movido detrás de
mi beca, me devolvió el placer tranquilizador, del que comencé a ser
consciente por primera vez en mi vida, del infinito valor que tiene
para cada ser humano poder usar los propios códigos, los de la
infancia, los del día a día. Sin ellos acecha el desamparo.
No me alojé, por justas razones económicas, en el hotel imponente de
la conferencia, sino en un modestísimo albergue en cuya planta baja
la juventud monroviana contorsionaba poseída por el rock and roll.
Del cielo de la música pasaba al infierno del insomnio pues la
batahola rockanrolera duraba hasta la extenuación de los danzantes
que solía producirse en vísperas del alba.
(1)
chau querido, nos vemos mañana.
Mi habitación situada sobre el bar improvisadamente bailable, era
un cubículo musical alumbrado por la luz intermitente que anunciaba
la existencia del hotel.
Hasta allí llegaron la primera mañana Jefferson y Lincoln, los dos
jóvenes liberianos responsables de mi bienestar. Todo hubiese sido
normal si no hubiese padecido el detalle de tener que pasearme por
toda Monrovia tomado de las manos de mis nuevos amigos.
Sepultado en mis prejuicios sentía a Freud bailotear en el transpirado
encuentro de esas manos que me conducían por la desoladora pobreza
de una ciudad donde alternaban lujosos edificios con chozas
miserables.
Las manos juntas frente a las cabras que pelaban el paisaje, las manos
apretadas frente al imponente palacio presidencial, las manos
angustiadas frente al cuartel del ejército.
Las manos hablándome en un inglés que apenas comprendía y de un
mundo cuyos límites, unas horas antes tan sólidos y seguros,
comenzaban a alejarse a una velocidad de pánico.
Como en Dakar, la textura de lo cotidiano me devolvió a un mi mismo
que cada vez era menos yo mismo y cada vez más alguien diferente a
aquel muchacho de 22 años que sólo 72 horas antes había abordado el
avión de la BOAC.
El viaje pensado y masticado poco tenía que ver con las sensaciones
que experimentaba. El entorno crudamente extraño, en lugar de
distraerme, me llevaba hacia adentro, el paisaje exterior, hecho de
imágenes, gestos, palabras, desconocidos hasta entonces, se
transformaba en un impulso que gestaba nuevos estados de mi
conciencia.
Abandonado el lastre de la cotidianeidad y de las respuestas
mecánicas, aparecía el desafío de elaborar nuevas respuestas.
Sobre el fondo implacable que es la necesidad de sobrevivir, se
dibujan alternativas inéditas, impensadas, estremecedoras.
Y no sólo se dibujan, se plasman, se convierten en nuevas actitudes,
en comportamientos que aunque parecen comenzar a aprenderse,
siempre han estado ahí: larvados, replegados, latentes.
Es como ocupar una habitación nueva en la propia casa. Una
habitación cuya puerta disimulada nos hacía pensar que no existía.
Descubrir una es saber que hay otra, y otra y otra.
La textura de lo cotidiano fue, en este caso, la alegría de Jefferson y
Lincoln que me tenían aprisionado con sus manos y que disfrutaban
del carapálida sudamericano asombrado y desamparado por tanta
novedad exterior y por tanto golpe interior.
Muchos años después, en mi enésimo asombro y mientras, también
de manos dadas, discutía con el Ministro de la Juventud y de los
Deportes de la República Popular de Benín, recordé aquel primer
contacto físico al estilo africano y sentí que los miedos perdidos eran
en realidad un hallazgo. Me dije, no perdiste, encontraste. Y reí
mucho, reí con un ministro que reía de otra cosa, porque en Porto
Novo, capital de Benín, podía discutir asuntos intrincadamente
burocráticas con las manos enlazadas a un ministro, mientras los
chillidos de los monos me recordaban que la vida es una sola y que
está hecha de la misma y corruptible materia.
Esa segunda noche Jefferson y Lincoln me dejaron solo. Caminé
hasta la extenuación por el barrio del hotel. Intenté comunicarme con
gente que me sonreía. Viví, en la agobiante noche monroviana, el
placer de observar, desde afuera, el monótono transcurrir de la vida
cotidiana.
Seis meses después, ya en Italia y siendo huésped del conde Umberto
Morra, leí los artículos que él había escrito sobre ese tiempo que
compartimos en Monrovia, y me enteré, con estupor, que el barrio que
había visitado era uno de los tantos sitios donde, anualmente, un
blanco servía de banquete en una vieja tradición antropofágica. Mi
respeto por las culturas ajenas no se hubiese podido desarrollar si, esa
noche, yo hubiese sido el elegido para cumplir las obligaciones del
ritual.
La Firestone, que a los hombres prefiere masticarlos a crédito, nos
invitó a un banquete no antropofágico que sirvió de preludio a una
visita guiada por la plantación en la que mi interés por los trabajadores
y no por el caucho encolerizó a los anfitriones.
“Por acá señor, por acá. Eso no tiene importancia.” “Eso” era el
cauchero que intentaba mostrarme su choza. La plantación de Liberia,
como la de los países asiáticos son producto de un robo histórico: el
de las semillas de caucho sustraídas al Brasil por marineros de su
majestad británica.
De la selva organizada de la Firestone, pasamos a la selva
aparentemente anárquica de las comunidades nativas.
Delgadísimo, desgarbado, blanco hasta hacer doler el ojo de los
negros, fui la fiesta de los niños de la aldea que me siguieron e
imitaron como si yo fuese un espectáculo montado especialmente para
que ellos mostraran su total desinhibición ante los descoloridos
visitantes.
La densidad de la atmósfera selvática es como una piel pegada a tu
propia piel. Su feracidad es casi indecente. No hay murmullo que
parezca ajeno a la gestación o a la muerte. No es la vida lo que se
percibe, es el hacer de la vida, la vida en sustancia y movimiento, la
vida procreándose y destruyéndose. Fascinación y espanto.
Ese aliento respirando sobre los contornos de la aldea me atrajo como
un imán hacia una senda por la que me perdí ajeno a todo lo que no
fuera el jadear obsceno de tierra, árboles, animales, aire, todo vivo,
todo presente, todo adherido a ti, todo latiendo, como si se tratara de
un vientre inmenso lanzando las primeras aguas de un parto.
Luego vino el grito, pero no el grito de la naturaleza instándome a
entrar en ese juego de vida y muerte, a fundir mi insignificante
memoria individual en la gran memoria de las especies, sino el grito
del guía que me devolvió a la realidad de la que provenía. “Usted es
un blanco”, me dijo”. Evidentemente que soy y seré un blanco, atiné
a responder con orgullo cartesiano. “No –insistió- usted es un blanco
para los animales de la selva, no por su color, por su olor”
Me enteré luego que por esas sendas los nativos marchan armados
pues los ataques no son imposibles, aunque sí poco frecuentes. Es
probable, me explicó, que esos animales teman a los negros, pero no a
los blancos sobre cuya capacidad destructiva no están enterados.
Ignoro si estos conceptos son exactos, pero sirvieron para moderar mis
desatinos emocionales.
Mi pasado siempre me ha parecido la historia de otra persona, para
contarla siento estar construyendo un personaje que me asombra por
sus salidas y me atemoriza por su total irresponsabilidad para cuidar
su vida. ¿Guillermo 22 años se sentía protegido por una fuerza
superior? Es verdad que hasta los ocho años veía colores en torno a
las personas y que a los 16 el grupo religioso de Lanza del Vasto le
auguró un futuro de predicador. Pero en realidad los colores
desaparecieron y el temor a ser como los que le auguraban tal destino,
lo condujo a ser escrupuloso en la administración de una
hipersensibilidad que lo tenía a mal traer. No halló mejor fórmula que
pensar que era un cuerpo con un alma posible y no un alma con un
cuerpo usado de instrumento.
Había pues que atender ese cuerpo y el primer paso se lo debo al
filósofo Vicente Fattone quien me recomendó leer a Hermann Hesse.
Aunque sus recomendaciones eran Demian y La Ruta Interior, el
primero en llegar a mis manos fue Siddartha. Y Siddartha me condujo
a depositar prolijamente en un cajón toda la imaginería católica que,
presidida por un enorme cuadro de San Luis Gonzaga, se había
adueñado de mis emociones religiosas. Siddartha, fantástico espíritu
santo de las santas ganas de vivir, borró del plumazo que estaba
esperando, el patético sentimiento de culpa inculcado por el
catolicismo. ¡Qué libertad! Que sentimiento espléndido era saber que
los impulsos del cuerpo no constituían un pecado o una ofensa a Dios.
Que juerga tremenda poder vivir sin la atroz sensación de estar
alterando el orden natural del universo. Mi madre había abonado el
terreno para que Hesse sembrara. “No te creas todo lo que los curas
dicen” era su sensata respuesta a las obsesiones que me inculcaron en
el único y aciago año que debí pasar por una escuela religiosa.
La idea del infierno se había transformado en un infierno interior,
cerrado, sin rendijas, pues no quería preocupar a mis padres.
Una noche en la cama con mi obsesión hecha entraña y sin que yo
hubiese mencionado el tema, mi madre se sentó junto a mi y
dijo: “Guillermito el infierno no existe, es un invento de los curas para
darle miedo a la gente”. Desde ese instante se apagaron las llamas
internas, el infierno desapareció para siempre de mi vida y el
sentimiento de culpa se redujo a los límites de su propia ridiculez.
Hesse luego haría el resto. Con cuanta superioridad solía mirar a mis
compañeros cuyas madres, seguramente aleccionadas por los curas, no
revelaban la verdad a sus hijos sobre los sucios trucos inventados para
hacerles la vida imposible.
De ese año de 1950, Año del Libertador General José de San Martín,
según rezaba en todo escrito, cuaderno o publicación, recuerdo la
única cachetada que recibí en mi vida y a cuyo autor busqué mucho
tiempo para regresársela, no con la palma de la mano sino con un
largo y elaborado discurso que hiciera que sus tripas se retorcieran
hasta el vómito.
El autor fue el Padre Sentol, un cura joven y neurótico que me vio
conversando mientras hacia fila para la confesión y sin anuncio previo
me descargó una soberbia bofetada.
Pasados más de cincuenta años aún puedo revivir las sensaciones del
instante. La humillación, la ira, el odio me fueron sembrados de
manera fulminante por ese torpe pajarraco enlutado.
Mi padre me había advertido que si algún cura me tocaba un solo pelo
me escapara de la escuela y lo fuera a buscar que él le iba a “romper la
cara”. La imagen de mi padre rompiéndole la cara me complacía, pero
la imagen ulterior de verlo preso por romperle la cara a un
representante de Dios me horrorizaba. Humillado y muerto de miedo
oculté prolijamente lo ocurrido y realicé, a los diez años mi primer
gran sacrificio para proteger la libertad de don Lorenzo Giacosa, mi
padre.
El año terminó sin otras cachetadas y nunca más volví a pisar, como
alumno al menos, un colegio religioso.
La bofetada africana fue distinta. No me humilló. Me abrumó, me
arrinconó en un espacio sin respuestas mecánicas. Me mostró la
dramática presencia del otro y me entregó algunas claves, que aún
sigo descifrando, sobre los laberintos de la comunicación humana.
Pero no es tiempo de jeroglíficos, en un par de horas parte el Boeing
707 de Air France. París y Ginebra, estoy seguro, deben estar
impacientes por verme llegar.
II
la”(1)
III
Guillermo de la Argentina. Fue suficiente para que los dos suecos dejaran de
saludar mecánicamente y me escrutaran como si se tratara del último ejemplar
del demonio de Tasmania. ¿De la Argentina? Oui, de l´Argentine. Argentine.
Arkentina, pensé, como decía mi abuela italiana. Yes, I am coming from
Argentina, dije con un orgullo totalmente natural y justificado. Ah....
southamerica exclamaron los suecos y volvieron a mirarme procurando
distinguir el lugar exacto de la pluma ausente. ¿Tú eres de la clase alta? No, soy
de la clase media y cuando me iba a internar en una accidentada perorata en
franglish sobre la poderosa clase media argentina, presentaron a un turco que
correspondía exactamente a los estereotipos de los suecos que estaban
encantados de ver un turco que parecía un turco, no como ese argentino que
parecía un italiano del norte y hasta con un poco de esfuerzo podría ser sueco.
Algunas de las medallas adquiridas en Suiza perdieron brillo ante el
desconcierto escandinavo. Era cuestión de esperar, ya comprenderían que yo no
venía de cualquier país, venía del Granero del Mundo, del país que comía el
doble de carne de la que comen los americanos, del país en el que la tierra arada
huele a patria y es mejor que siga arando como decía una propaganda, del país
en el que podíamos pasar horas tomado mate sin que la economía se afectara,
del país que no se dejó engatusar por los ingleses y no entró en la Segunda
Guerra Mundial, del país de Martín Fierro y el asado con cuero, etc. Pensé
cuántas etcéteras tiene la Argentina. No sabía que todos los tenían. Cada uno es
un refugio, una salida, una coartada para tranquilizarse con los códigos propios y
descansar en el espíritu de la tribu.
Allí, en los Alpes franceses, el trabajo era podar árboles en un bosque. Éramos
veinte nacionalidades podando árboles, viviendo en una enorme cabaña de
madera, tomando vino caliente por las noches, cantando y contándonos historias.
Allí yo era yo, el turco era el turco y los suecos, a pesar de todos nosotros, eran
los suecos. Nadie era indiferente a las otras personas.
No la necesitaba pero el día que me atacó un enorme y sanguinario oso pude
haberme colgado otra medalla.
Era un domingo apacibilísimo y yo descansaba contra un terraplén de tierra
sobre el que estaba construida la cabaña veinte metros más arriba. Aunque
cegado por un fortísimo sol que me daba de frente, pude ver el animal que
estaba a poca distancia.
Grité: “un oso”. Grité por segunda vez en francés: un os, un os y nadie entendía
porque yo vociferaba tanto anunciando, un hueso, un hueso. Será un hueso real
o un hueso simbólico conjeturaron los suecos. Será un hueso otomano o un
hueso cristiano, se preocupó el turco. Supe en ese instante dramático que las
clases de francés y mi aplicación que me llevaba a ir al estadio de Rosario
Central repitiendo en los entretiempos, je suis, je ne suis pas, je ne suis pas
encore, je voudrais, j´ai voulu, no eran suficientes. Podía comprar una baguette,
pero no podía alertar ante un oso. Podía invitar a una cita amorosa, pero no
podía preservar mi vida. Podía usar formas verbales extravagantes, pero no
podía mencionar ese animal enorme cuyo aliento comenzaba a sentir en mi
nuca. Es verdad que los enfrentamientos con osos no estaban previstos en esa
beca de la UNESCO, pero debí ser más precavido. En un fugaz instante de
gloria me vi como el primer becario devorado por un oso. No estaba del todo
mal, pero no creo que mis padres lo aprobaran. Al fin y al cabo ellos habían
invertido casi más de lo que podían para que yo dejara una marca en el mundo y
no creo que esa fuera la marca que ellos esperaban.
El peligro vuelve vertiginosos los procesos mentales, es casi
imposible reconstruirlos. Ignoro cuanto tiempo pasó, sé, eso sí, que no tuve la
visión global que les adjudican a los moribundos. Recuerdo que cuando voltee
mi cabeza vi avanzar hacia mí, en lugar del oso de pesadillas, un pequeño perro
vagabundo, que, si bien tenía el color pardo de algunos osos y la misma
estructura en su cabeza, era, digamos, 40 veces más pequeño. Ignoro si fue una
metamorfosis instantánea, un ardid sueco para descubrir aborígenes encubiertos
o una jugarreta de mis sentidos, pero que el oso o su representación estuvieron
ante mí, eso, para mi cerebro, es absolutamente innegable
Cuando me preguntaron por qué me había puesto a gritar en medio de esa
bucólica mañana de descanso: un hueso, un hueso, la dificultad para mentir sin
que mis gestos me transformen en un muñeco desarticulado y cierto regodeo
masoquista, me condujeron a describir lo sucedido con pelos y detalles. Los
suecos se miraron entre ellos. El turco movió la cabeza de izquierda a derecha
aprobando en gestos turcos, los otros movieron la cabeza de arriba hacia abajo,
aprobando en gestos occidentales. No me quisieron menos por intentar
amedrentarlos con un hueso. La historia del oso regresó en diez idiomas por la
noche mientras la salamandra ponía luces de fuego, el vino caliente circulaba y
algunos ojos, más brillantes que de costumbre, anunciaban que esa sugerencia
de dormir temprano para trabajar bien quedaba definitivamente abolida. Ignoro
si mi historia del oso actualizó el sentimiento sobre la fragilidad de la vida, pero
lo cierto es que así ocurrió y un simple perro, anunciado como un hueso obró
como estímulo para iniciar el cultivo de una sana pereza.
Podar bosques era menos seductor que poder observar a los últimos nómadas de
Europa. Por esa región de los Alpes Marítimos franceses solía pasar un pequeño
pueblo en procura de aguas y pastos para sus ovejas. Vivían en carpas, recogían
leños y no entendían que hacían esos intrusos hablando cada uno su propia
lengua y podando árboles en un territorio que era propiedad de la memoria de
sus ancestros.
No supe o no recuerdo su nombre, no eran gitanos. A pesar de la extensión de la
pampa y las leyendas de los gauchos nunca había visto una población nómada
como ésta, jamás. Con el tiempo este pueblo sería para siempre como imaginaría
a los nómadas: Seres cuyo andar sin arraigos visibles es una bella y dramática
metáfora de la existencia. Los suecos me miraban como si yo mismo fuera
nómada. Creo que les extrañó que no me sumara al contingente de trashumantes.
El turco, fiel a su cultura, movió la cabeza de arriba abajo diciendo esto no
ocurre en Turquía. O al menos él no estaba enterado.
Llegó del último día, la última noche y con más vino caliente que de costumbre
brindaron y cantaron por Guillermo que se va a Paris. Y se fue creyendo que
retendría los rostros y los nombres que se han borrado definitivamente, que
recordaría canciones cuyas letras, salvo ese himno llamado Monsieur le
President, se mezclaron luego con otras canciones de otras despedidas que nunca
quiso que llegaran. Sólo queda la gran cabaña con su atmósfera de vino y fuego,
el oso jibarizado, el turco con sus gestos a contramano y los suecos a quienes los
años y la globalización les habrán enseñado la inutilidad de las ideas
preconcebidas.
Ahora, en el tren Marsella-París, tenía doce horas completas para que mi fértil
imaginario chapoteara a gusto en las fantasías que haría realidad tan pronto
desembarcara en la gran ciudad.
IV
La familia Domergue vivía en la banlieu parisina. “Hemos oído hablar
mucho de usted.” fueron sus palabras de bienvenida. “Yo también”
respondí mecánicamente. Es verdad, mis padres siempre hablaban de
mí y por lo que recuerdo lo hacían siempre en los mejores términos.
Los Domergue, de amabilidad superlativa, dejaron pasar mi “yo
también” y me instalaron entre las habitaciones del diligente Jean y la
atractiva Francoise, los hijos de la familia.
El primer domingo fuimos al bosque y allí, junto a 600 personas
devoramos ciervo y jabalí mientras todos proferían insultos terribles
contra el hexágono. Si bien la geometría fue uno de mis enemigos
más encarnizados durante el bachillerato, nunca llegué a experimentar
odio contra triángulos o cuadrados y mucho menos contra el
hexágono que era una de las figuras menos utilizadas por nuestro
detestable profesor de matemáticas. Esto, que parecía un mitin de
reprobados en geometría, se transformó de pronto en una
manifestación de fanáticos de la historia, entre bocado y bocado
comenzaron los viva Carlomagno, ¡que viva Carlomagno, que viva! y
en un instante el bosque se llenó de banderas con símbolos bellos y
extravagantes. Cantaron algo que no era La Marsellesa, volvieron a
insistir con Carlomagno y luego dijeron cosas terribles sobre la
traición de Charles De Gaulle y la infame entrega de Argelia.
Mi conocimiento del francés era demasiado débil para tanta pasión.
Hablaban de gente de pies negros, que los verdaderos héroes ¿eran?
¿tenían? los pies negros. Que desconcertante drama escuchar insultos
inspirados en la geometría, vivas a un rey muerto en el año 814 y la
exaltación de los pies negros. Pensé que en la selva liberiana todo era
más sencillo, por no hablar del silencio suizo o la camaradería en los
Alpes.
Cuando logré pescar el hilo del discurso pregunté atónito a Francoise
si hablaban en serio. “Mais oui, bien sur” me respondió casi
malhumorada. Traduje literalmente: Pero si, bien seguro. Es decir por
supuesto de supuestos. Era verdad, reclamaban el Imperio Franco de
Carlomagno y despotricaban porque Francia se había reducido al
hexágono europeo, a esa poca tierra en forma de hexágono que tenían
en Europa. Descubrí que los pies negros, había algunos entre nosotros
que por desgracia para mi curiosidad, estaban occidentalmente
calzados, eran los franceses oriundos de Argelia y que así se llamaban
por haber nacido en África. Pies negros, pero alma, cuerpo y cerebro
de blancos, no confundan. Sobre todo si estás en una reunión como
esa que había convocado la derecha nacionalista francesa para llamar
traidor a De Gaulle, vivar a Carlomagno y apoyar indirectamente a la
tenebrosa OAS (Organización del Ejército Secreto) que
descuajeringaba árabes en Argelia y colocaba bombas en Paris.
El doctor Domergue, físico nuclear, no era el más entusiasta al gritar
pero sí el más sólido al argumentar. Me dio una explicación de la que
sólo he retenido la leyenda sobre el pie de Carlomagno que sirvió para
establecer la medida de longitud que hoy llamamos pie y que su madre
Bertrada fue luego conocida como Berta la del Gran Pie. Entre los
pies de Carlomagno y su madre y los pies negros de Argelia tuve la
sensación de haber asistido a un gran congreso podológico al aire
libre.
Mi condición de huésped y mis dificultades con el francés
transformaron en estúpida sonrisa las objeciones que no salían de mi
boca. En todo caso di a entender que el ciervo y el jabalí habían
estado excelentes y que las banderas eran muy vistosas y ya me
enteraría yo más sobre ese señor Carlomagno que tan rápido había
pasado por mis lecciones de historia.
Gente tan simpática y hospitalaria no podía tener malas intenciones. Y
seguramente no las tenían, sólo querían restaurar, supongo que con
algunas modificaciones, un imperio que había comenzado a
derrumbarse en los siglos IX y X y mantener algunas colonias
agregadas posteriormente. Nada complicado. Pensé que a los
alemanes no les iba a hacer mucha gracia pero en fin allá ellos, no
sería yo quien les debilitara el ánimo para una empresa tan idealista.
Por lo que he leído en la prensa, 40 años después de ese picnic
gigante, presumo que no han tenido éxito.
¿Cómo, siendo un becario del sistema de Naciones Unidas, que había
obtenido el viaje por mi trabajo sobre Derechos Humanos, fui a parar
a una casa tan encantadoramente fascista? Lo ignoro. Quizá deseaban
que Francoise practicara español. En su momento me pareció
extravagante y divertido. Evoqué esa genial perogrullada de Saint
Exupery que, hablando de la guerra civil española, afirma que todas
las ideologías tienen las mismas emociones. Aún recuerdo con cariño
a Francoise, a Jean y, por supuesto, a Carlomagno con su histórico
pie incluido.
1
V
Levanté la cabeza y, una vez más, repetí la única frase completa que
sabía en la lengua del país: “No hablo griego”.
Esperaba, como ya me había sucedido antes, que mi interlocutor
fuese incapaz de comprender que alguien no hablara su idioma y me
castigase con una larga perorata en la que mi falta de respuesta sería
un accidente sin importancia.
Esta vez fue distinto, Anastasio Collusi pronunció un: “Yo hablo
castellano”, que, luego de casi un mes sin escuchar una palabra en mi
idioma, sonó a himno nacional con símbolos patrios incluidos.
- Usted es español.....
- No – me replicó- soy argentino...
En realidad Anastasio era griego pero había pasado 25 años en la
Argentina y no hacía mucho había regresado con la secreta intención
de morir en su tierra.
La terapia de poder conversar fluidamente me devolvió tantas cosas
que, sin pensarlo, m repuse inmediatamente de la insolación y acepté
la invitación para pasar el fin de semana en su casa.
Anastasio vivía en la montaña, en un villorrio llamado Sideri, cuya
población no excedía los 300 habitantes. Para que pudiera llegar sin
tropiezos confió al farmacéutico la tarea de encaminarme y regresó de
inmediato para preparar los festejos a los que obliga la hospitalidad de
los campesinos.
El sábado por la mañana me puse en manos del farmacéutico que, en
un caos de sonidos ininteligibles, me hizo comprender que no podría
acompañarme y con un jeroglífico inaccesible escrito en alfabetagama
y dibujado por él, trató de suplir su indispensable compañía.
Solo, papel en mano, con una temperatura de 40°C y una insolación
como antecedente, me puse en marcha. No se trataba de un camino
convencional, eran senderos casi imperceptibles. Las referencias una
que otra casa y uno que otro árbol. Luego de perderme varias veces di
con un aguatero al que al decirle Sideri, respondió Sideri. Estaba
salvado.
Recorrimos juntos lo que restaba de camino intercambiando sonrisas
inútiles hasta que una fuente, en la que tres niñas vestidas de negro me
ofrecieron espontáneamente un cántaro de agua helada, anunció el
comienzo del villorrio.
Allí mismo me esperaba un grupo de niños que, riendo emocionados,
me condujo hasta la bodega del minúsculo poblado. En su interior,
formando un cuadrado y sentados contra la pared estaban los
notables, todos hombres por supuesto y en el exterior el resto del
pueblo, sin mujeres, naturalmente. Lo cierto fue que nadie quería
perderse el espectáculo y todos se habían dado cita para conocer esta
rara especie llegada de los confines de América del Sur, cuya
presencia, lo supe después, estaba destinada a devolverle la honra a un
hombre.
Anastasio me abrazó y tradujo diligentemente cada una de mis
palabras. Junto a los vecinos más importantes tomamos yerba mate,
que yo había tenido la precaución de llevar conmigo, y ouzo, la bebida
tradicional de los griegos. Luego que todo Sideri me vio y pudo
comprobar que anatómicamente en nada me diferenciaba de ellos y
que mis ropas eran relativamente normales, la multitud se dispersó, los
notables regresaron a sus hogares y Anastasio me condujo a su casa,
no sin antes ufanarse del magnífico local de la fábrica de aceite de
oliva en la que trabajaban dos obreros, claro que por turnos, pues
juntos no cabían.
Ya en su casa Anastasio me mostró a su mujer. “Esa que esta ahí, esa
es mi mujer”, dijo desinteresado, creo que un poco avergonzado y
dando por sentado que para mi la señora Collusi no era otra cosa que
un objeto más de la casa, un semoviente sin importancia. Se quejó,
eso sí, de lo mucho que había envejecido en los 25 años que él había
estado ausente. Es verdad que pocas veces recordó enviarle dinero,
pero, caramba, ese no era un motivo para que no lo esperara joven,
lozana y ansiosa como estaba en el momento en el que él,
prometiendo un pronto regreso, partía hacia la Argentina.
En ningún lugar que no fuera ese hubiese podido mantener con
Anastasio una conversación que excediese los tres minutos. Su
conducta, herencia de cuatrocientos cincuenta años bajo la dominación
del imperio otomano, era, para mis patrones sociales y para mi
dificultad de entonces de comprender el relativismo cultural, medieval
y aberrante
Los hombres de la casa, Anastasio, su hijo y yo cenamos en la mesa
principal, mientras la mujer y la nuera de mi anfitrión nos observaban
a prudente distancia y prestas a obedecer cualquier deseo de sus
propietarios.
Se me asignó para dormir la cama de la señora Collusi mientras ella,
sin decir esta boca es mía, se acostaba juiciosamente en el suelo. Mis
intentos de protesta se diluyeron en un contexto cultural tan sólido que
resultaba invulnerable a cualquier alteración.
Al día siguiente, luego del desayuno, me puse en marcha. La
despedida tuvo gusto a confesión.
Anastasio había tratado de explicar infructuosamente a sus
conciudadanos que la Argentina, país donde había vivido veinticinco
años, no era un país habitado por aborígenes oscuros y emplumados.
Nunca nadie le creyó.
Cuando supo de mi presencia en Filiates se puso inmediatamente en
marcha pues, ya viejo, podía ser ésta su última oportunidad para
recuperar el prestigio perdido por haber vivido tanto tiempo entre
salvajes.
Ignoro si mi presencia logró convencerlos. Hice lo que pude. Jamás
podré saber si fue suficiente.
VI
Regresar es otra cosa. La sorpresa que todo lo subordina desaparece y
deja espacio para los verdaderos descubrimientos. Rehacer un camino,
como el que yo rehice junto a Catherine para llegar al 12 de la
Avenue de Versailles, fue como ver por primera vez, pero ahora con
ojos sosegados, los detalles que antes se devoraba la emoción. Todo
parecía en su lugar. Era como lo recordaba, pero mucho más hermoso.
Nunca había visto ese picaporte, ni aquel balcón y mucho menos ese
trozo de muro medieval incorporado a la construcción. Ahora todo
volvía a comenzar. Le pregunté a Catherine:
- ¿Tú crees que todo lo que vivimos no es sino un comienzo?
- ¿Has oído hablar de Heráclito?, inquirió pedagógica la princesa.
- En Argentina no hacemos otra cosa que hablar de Heráclito,
cuando no estamos hablando de fútbol estamos hablando de
Heráclito, respondí traicionado una vez más por el humor.
- Me lo figuraba, desde que te conocí supe que era así, dijo
fascinada de ver que mi tendencia al desvarío no había sido
quebrada por los embates amorosos del obispo ortodoxo.
- Verdad –juré- mi madre cuando llegaba a casa lo primero que
preguntaba era ¿de qué están hablando de fútbol o de Heráclito?
- ¿Y ustedes?
- Nosotros a coro, de fútbol Amandita, de fútbol.
- ¿Era verdad?
- No, pero ella odiaba perderse las conversaciones sobre
Heráclito.
Y reíamos, reíamos de todo, incluido el propio Heráclito, quien en la
versión que fuimos elaborando terminó siendo un viejo desmemoriado
que nunca encontraba el camino al río y siempre terminaba bañándose
en cualquier parte. De ahí su peregrina afirmación de que nadie se
baña dos veces en el mismo río. Con lo cual, concluíamos, se hacía
evidente que las posturas filosóficas eran producto de distracción,
error, casualidad o simple senilidad como en el caso de Heráclito. O
interpretación, acotaba sutil Catherine, alguien pudo escuchar al vejete
diciendo que no se podía bañar dos veces en el mismo río y elevó una
queja de carácter puramente higiénico a premisa filosófica.
A pesar de Notre Dame el día llegó. Esa tarde debía partir hacia
Barcelona abandonando una intensa vida de 40 días. Toda una vida.
Mi vida. En ese momento pensé que era la vida que siempre había
querido. Hicimos promesas y nos mantuvimos firmes y silenciosos
hasta el último llamado para embarcar. En el avión me ajusté el
cinturón de seguridad, comprobé la indiferencia de quienes me
rodeaban y silenciosamente, mientras oía la aceleración de las
turbinas, abrí el libro de Baudelaire que Catherine me había entregado
con su último abrazo y leí:
“No importa lo que ocurra, eres lo mejor que me ha pasado en mi
vida”.
VII
Lo mejor que le había pasado en la vida a Catherine llegó a Barcelona
con su libro de Baudelaire bajo el brazo y recibió el primer golpe de la
realidad cuando el grupo de recepción le dirigió palabras que le era
imposible comprender. ¡Carajo me olvidé el español!, No puede ser,
¿qué dicen? Y el grupo continuaba con su formal letanía jeroglífica en
la que algunas palabras eran reconocibles pero el resto inalcanzable.
Un minuto después el oscuro discurso de bienvenida se volvió
diáfano. El español volvió a ser español y el joven becario enamorado
comprendió que lo habían recibido en catalán y que esa era la forma
revolucionaria de protestar contra el imperialismo cultural del
castellano impuesto por Francisco Franco:
- Creí que me había olvidado el español, confesé justificando
mi espléndida cara de estúpido del primer contacto.
- Eso se llama castellano, debes decir castellano no español,
sobre todo en Cataluña. Aquí hablamos catalán aunque le pese
al miserable.
El miserable era naturalmente el Caudillo. No era necesario que me
explicaran el por qué, nieto yo mismo de Manuel Antelo, un sólido
español de Galicia, pertenecía a una familia anticlerical y
antimilitarista que detestaba a Franco con tanto entusiasmo como los
propios opositores españoles. Durante mi infancia escuché hablar de
Franco, Hitler y Mussolini como de demonios encarnados y, con la
frescura de la edad, los consideraba tales e imaginaba en ellos
deformaciones físicas que generalmente no solían coincidir con las
fotos que veía en los diarios. Luego de enterarme, gracias a una
instructiva película sobre el conde Drácula, que los vampiros no se
reflejan en el espejo, colegí que los rasgos demoníacos de estos
dictadores se volvían invisibles en las fotos y solía pasarme horas con
una lupa tratando en encontrar evidencias con las cuales sorprender a
mi familia y porqué no al mundo entero con un hallazgo que delatara
y desnudara a estos asesinos. Estaba convencido que si la gente
pudiera ver sus verdaderos rasgos todo volvería a ser como debía ser,
que no sabía exactamente como era, como tampoco lo sé en la
actualidad, pero que podría parecerse un poco a la forma como
vivíamos en mi casa, donde los gritos y las peleas estaban desterrados
y cada uno hacia lo que quería, incluso Albina, nuestra cocinera, o
especialmente ella que cocinaba según el humor con que se levantaba
y nos dirigía la palabra cuando se le daba la gana.
Gracias a Quevedo, Pío Baroja, Azorín, Valle Inclán y sobre todo a
Ortega y Gasset, España, esa España invertebrada, era parte de mi
vida, y ésta se sintió desgarrada cuando a los 17 años leí “La Forja de
un Rebelde” de Arturo Barea. Sus relatos de las terribles carnicerías
vividas durante la guerra civil y particularmente los mensajes de sus
transmisiones radiales en un Madrid sitiado por el fascismo me
enardecían y sólo lamentaba no haber podido luchar por la República.
Tan pronto mis anfitriones catalanes hubieron constatado mis
credenciales democráticas y tomado disimulado examen a mis
convicciones y lealtades, creció entre nosotros uno de esos afectos
imprevistos y tempestuosos que era imprescindible, estábamos en
España, carajo, celebrar constantemente con almuerzos y cenas
generosos en vinos y comidas.
- Mañana te esperamos a almorzar en casa.
- ¿A qué hora?
- A las cuatro hombre, a las cuatro.
Luego de cenar en Paris a las 6.30 de la tarde, almorzar a las cuatro
requería un proceso de adaptación que, debo admitir, no me costó más
que el asombro inicial. Me fascinaba prolongar la sobremesa hablando
pestes de Franco y descubrir que antes que nos hubiésemos levantado
del almuerzo comenzaban los preparativos para la cena a la que no
estaba invitado, pero a la que era convidado tan pronto me levantaba
con la intención de retirarme. Los argumentos eran variados y
contundentes:
“¿Dónde vas tío, no ves que en la calle débil y mal alimentado
como estás te pueden asaltar?”
“De aquí nadie sale hasta que se acabe el vino.”
“Una caridad hombre, ayuda a esta pobre gente a comer lo que
les sobra. ¿No ves que se pueden enfermar?”
“El que se marcha es franquista”
Sensible tanto a la buena comida como al espíritu gregario de los
españoles nunca pude repetir un “me tengo que ir”. El proceso de
alimentación, no sé de qué otra forma llamarlo, comenzaba a las
cuatro y terminaba, con suerte, a la medianoche. De ahí regresaba
caminando hasta mi pensión para intentar, por lo general
infructuosamente, que mi estómago no me torturara por los excesos
cometidos. No pocas veces la locuaz dueña de la pensión, a la que
bauticé como la Andaluza Insomne, me recibía por las madrugadas
con un
-Venga hombre que bueno que ha llegado, no se irá usted con
hambre a la cama, no va a decir luego que pasó hambre en Cataluña y
menos pasaría en Sevilla que esa es mi tierra, tiene que probar
este......
Y una vez era jamón, otra cantinpalo, otra alguna especialidad de
Andalucía o un queso desconocido o una berenjena en escabeche y
por supuesto un vaso de vino. O dos. Y luego era imposible no
conversar con esta andaluza encantadora, aunque ligeramente
franquista que insistía, totalmente convencida, que si no iba a Sevilla
es como si nunca hubiese estado en España. Y tras escuchar la
infaltable afirmación: “ya verá usted allí lo que es un buen gazpacho”,
me iba a la cama con las primeras luces del alba. Nunca antes y sólo
nuevamente en España después, llegué a sufrir el martirio de tener que
comer el tamaño de mi hambre multiplicado por tres, cinco, ocho,
dependiendo de los días y de la generosa voluntad de mis anfitriones.
En una ocasión me rescataron de una casa donde ya había cenado,
para llevarme a otra donde habían preparado una cena para mí. Esa
noche dormí sentado, luego de haber ingresado a la pensión casi
subrepticiamente aterrado por la posibilidad de que la Andaluza
Insomne me atacara con una paella o un bocadillo de jamón. Para
poder resistir los embates gastronómicos de España sólo tomaba una
taza de té digestivo por la mañana y no probaba alimentos hasta que se
iniciaba la cotidiana maratón gastronómica a las cuatro de la tarde.
La información de mi antifranquismo se había corrido discretamente
entre los miembros de la asociación pro Naciones Unidas que me
recibía y todos se disputaban el placer de poder hablar mal del
Caudillo de España por la Gracia de Dios con un extranjero.
La vida en Barcelona me dejaba poco tiempo para la nostalgia, a
menudo trataba de imaginar cómo reaccionaría Catherine, tan
ordenada y reservada, ante esta tempestad de afectos. Curiosamente
debo admitir que no he logrado recordar los nombres de mis
anfitriones. Recuerdo sí, las comidas, el ambiente y la amenazadora
presencia de la Andaluza Insomne atacándome con un plato siempre
rebosante, pero no los nombres y muy poco las caras.
Venía de un mundo de emociones controladas y donde cada palabra
podía ser largamente justificada por una disertación casi sin fisuras. El
mundo de ahora, ahogado en una dictadura perversa, privilegiaba los
sentidos, daba permiso a las emociones y se preocupaba más por la
forma en que algo se decía (siempre que no se tratase de Franco) que
por el contenido propiamente dicho.
Aquí podía dar rienda suelta al animal emotivo y afectuoso que había
en mí, pero no podía gozar de mi faceta lúdica que amaba jugar con
las palabras y crear mundos imaginarios.
Una noche, en el barrio gótico, descubrimos una exposición de Dalí.
Allí sentí casi como un dolor la ausencia de Catherine. Pensé que era
extraordinariamente parecida a Gala, la mujer que Dalí enamoró
cubriéndose de boñiga la cabeza y la cara. Su respuesta a esa ridícula
búsqueda de atención, se parecía mucho a las respuestas con las que
Catherine solía calmarme. Menos escatológico y menos audaz que
Dalí, sólo me cubría con mi desamparo. Catherine sabía oler el
desamparo masculino, lo intuyó aquella noche en Chambord y se
adelantaba con delicadeza cada vez que lo veía reaparecer. Poseía el
consistente instinto que las hembras han perfeccionado en miles de
años para servir de amparo y protección a la vida.
El juego exige que quien ampara satisfaga el ego de quien es
amparado y por ello deben cambiarse simbólicamente los roles. Esa es
la única razón por la cual las mujeres, incluida Catherine, permiten
que se las califique de sexo débil.
VIII
El buey solo bien se lame. Es lo primero que pensé una vez instalado
en el vuelo 0142 de Aerolíneas Argentinas. La relación entre lo que
estaba sucediendo y la monótona vida de los bueyes no es muy clara.
Nunca he sido de lamerme mucho. Más bien poco y en privado. De
vez en cuando algún dedo con resabios de dulce de leche u otro dedo
después de haberlo paseado por anatomías ajenas y deseadas.
Pecadillos menores y sin estatus para aparecer en circunstancias tan
dramáticas como las que estaba viviendo.
Ahora, colgadito del cielo, a diez mil metros de altura, encerrado en
una cáscara de lata pintada con los colores de mi país, sentía que
todo había transcurrido en un lapso brevísimo. El viaje que fue
preparado al calor de espléndidas fantasías y que durante ocho meses
trastornó mi precaria visión del mundo, era, en este instante, un
insignificante recuerdo subordinado a la ansiedad por el retorno.
Los afectos raigales regresaban descomedidamente voraces
reclamando su parte. Durante el asombro provocado por los
descubrimientos supieron replegarse cautelosamente, ahora,
aprovechando la fragilidad del momento, reaparecían demandando,
con apetito feroz, toda mi atención. Necesitaba abrazarme a la tribu,
sumergirme en los códigos con los cuales crecí y sentir que ahora mis
palabras y mis acciones podían salir a la superficie sin pasar por
crueles aduanas interiores o, en todo caso, sólo debería someterme a
los viejos controles con las que mi propia cultura me había
domesticado.
La tormenta interior se agitaba, todo parecía comenzar de nuevo. La
inevitable evocación de Heráclito me devolvió a las horas disfrutadas
con Catherine. Nuestro Heráclito personal, senil y desmemoriado,
fue un ´clic´ que ancló en la tempestad como legítimo representante de
los ocho meses durante los cuales exploré, con dolor y gozo, mis
propios límites.
El whisky ensanchó la ventana abierta por Heráclito y hubo un
instante de euforia que hubiese querido compartir con la azafata si
ésta, en vez de atiborrarnos de alimentos y de sonrisas prefabricadas
se ocupase del alma del pasajero que es la que suele estar en vilo
durante un vuelo y para la cual no son necesarios cinturones de
seguridad, pero sí oídos y atención. Es lo menos que se puede pedir a
diez mil metros de altura, mientras a novecientos kilómetros por hora
se regresa a ese sucedáneo del perfecto útero que es la patria.
- Señorita su atención por favor – imaginé que le decía.
- Si señor es toda suya.
- Siéntese a mi lado – mi imaginación se ponía audaz.
- Ya sé, no me diga, le alegra volver, pero le entristece partir.
- ¿Siempre es así? - mi imaginación reclamaba consuelo.
- Siempre que uno ha comprometido sus sentimientos.
- Todo es muy confuso ahora.
- Todo se pondrá en su lugar. En su país usted vivía, sin
saberlo, en libertad condicional, luego experimentó la
libertad no condicionada de ser un desconocido.
- ¿Y ahora temo volver a la libertad condicional?
- Lo teme y lo desea –dijo la azafata ideal.
- Lo deseo, quiero mucho a mi gente.
- El afecto también limita – respondió cada vez más audaz.
- Depende – mi imaginación recordaba a mi madre y a
Catherine cuyos afectos arrastraban como locomotoras.
- En todo caso no se preocupe, es posible que en un par de
meses olvide el viaje y vuelva a disfrutar de la libertad
condicional. Todos lo hacen, al fin y al cabo pretender más es
cosa de jóvenes.
El vehemente “jamás” que iba a lanzar se chocó con la azafata real
que me entregó, a cambio de todas las confesiones que no escuchó,
una bandeja con prosciuto italiano, bife argentino y pan español. No
era el consuelo que buscaba, pero acompañada por un tinto Don
Valentín, tampoco era un consuelo despreciable.
Con las comidas no había problemas, nací y creo que moriré omnívoro
y ansioso por los alimentos, pero mi hermano Federico siempre
encontraba pelos en la sopa y recitaba su letanía de “me gusta, no me
gusta; quiero, no quiero”, y mi madre, tan natural, sin alterarse jamás:
“No querés comer Federiquito, no comás”. Y a la noche igual y al día
siguiente Federiquito, a quien sentaban enfrente de mí por consejo
médico, inspirado en mi voracidad terminaba comiéndose hasta las
uñas.
Pero Federiquito se vengaba sobre su hermano menor diciéndome que
por haber nacido último iba a ser el último en morirme y que en
consecuencia me iba a quedar solo en la bola del mundo y que iba a
ser el único boludo. El boludo lo repetía varias veces hasta que yo,
angustiado ante perspectiva tan nefasta, gritaba: “Mami no quiero ser
el único boludo”. Y mi madre, sin dramas, sin siquiera reprender al
terrorista que azuzaba mi angustia, me acariciaba, se reía y era más
que suficiente. Yo sabía que jamás podría reír si algo grave me fuese a
ocurrir. Alguien que cada noche me daba un salvoconducto para
seguir viviendo nunca permitiría que yo fuese el único boludo.
Mi preocupación era la soledad, no la boludez. Esta me era
indiferente. Por esa época era para mí, no para Federico, un concepto
referido exclusivamente al globo terráqueo. Mi hermano gozaba con la
inocente interpretación y con los pedidos de auxilio.
Mi voracidad alimenticia tomaba revancha por mí y, sin pensarlo, ni
siquiera imaginarlo, lo obligaba a comer aún lo que más detestaba.
Libertad condicionada para ambos por mutua dependencia, aseguró
la azafata.
Más allá de eso vivimos muchos años pendientes el uno del otro con
más complicidades que peleas.
Una tarde decidimos organizar una pequeña fogata en la terraza. No
era lo más aconsejable, pero uno no puede jugar a los pieles rojas sin
prender una fogata. El fuego consumió un enorme depósito de
muebles inútiles que teníamos al aire libre y de pura timidez, o quizá
para obligarnos a hablar de un milagro, no incendió el resto de la casa.
Cuando llegaron mis padres, Albina los esperaba en la puerta dichosa
de poder dar una noticia tan mala, era parte de su personalidad gozar
esos momentos. “Chicos que locos, miren si se quemaban, que bueno
que no pasó nada”, fue la intervención de mi madre a quien mi padre
secundó con un “deben tener más cuidado”.
Luego de un examen en el lugar de los hechos mi madre opinó, para
horror de Albina, que en realidad habíamos hecho una excelente
limpieza y que todo estaba ahora mucho mejor.
Por la noche el incendio ya era parte del folclore familiar y, a pesar de
Albina, lo mencionábamos con mucho humor y sin pizca de
preocupación.
Libertad condicional, pero sin miedo, sin cárcel y sin represores,
sentenció la azafata.
La calle España era una de las pocas que aún conservaba árboles en el
centro de Rosario. Por allí fuimos esa noche con Marisa, ella catorce
años, yo quince. Yo la había sometido, mientras bailábamos y podía
hacerlo sin que me viera la cara, a la formula ritual de la época, sin la
cual ninguna relación podía iniciarse:
- ¿Te querés arreglar conmigo?
- Sí.
Estábamos arreglados, era fantástico, Marisa era la más linda, un poco
bajita, pero la más linda. Pasé semanas reuniendo fuerzas para sacar
de mi interior ese “Te querés arreglar conmigo”. Lo tuve en la punta
de la lengua cien veces pero no había caso, no salía. Salió solo, sin
que me diera cuenta estaba diciendo “te querés arreglar conmigo” y
ella, sí, sólo sí. Tan simple y ya estábamos arreglados.
Y arreglados volvimos por la calle España y arreglados nos paramos
bajo un árbol y arreglados nos dimos un beso que desató en mí interior
un torrente de lava que desarregló todo el mundo construido hasta
entonces. Me arreglé con Marisa pero me desarreglé con el resto.
Había que empezar todo de nuevo en la condición de arreglado con
Marisa.
Me sentía Goldmundo, el héroe de Hermann Hesse que abandona el
convento y encuentra la verdad en el dolor y en el pecado. Ese beso
bajo lo árboles de la calle España tenía el sabor de todos los pecados
juntos de Goldmundo y la gloria de permitirme estrenar una vida
nueva. Si con Hesse ingresé a un universo de libertad, con Marisa
comencé a intuir los goces que me estaban reservados.
Esa noche incomparable terminé en casa de mi amigo Héctor
consultándole sobre el contenido moral de ese paso terrible que
acababa de dar. Me absolvió a condición que nunca engañara a Marisa
y la tratara con el mayor de los respetos.
El romance duró un año y acumulamos muchísimas horas de caricias
y deseos frustrados por una cultura de la represión que ambos
habíamos interiorizado con igual prolijidad.
Eso sí era libertad condicional disfrazada de libertad total. Nadie nos
vigilaba. Nosotros nos vigilábamos. El guardián estaba adentro. La
confianza que nuestros padres tenían en nosotros era un compromiso
adicional imposible de quebrar sin quebrase uno.
1
Vehículo de dos ruedas tirado por un caballo muy común en las zonas rurales de Argentina
Aquí sí el control social operaba de manera siniestra. En las
comunidades donde todos se conocen cara a cara la seguridad
reemplaza la libertad y cada uno es esclavo del papel que se le ha
asignado.
IX
“La tía Martha no pudo venir pero te manda un beso”, dijo mi madre
en medio del barullo y la algarabía con que veinte familiares y amigos
festejaban el reencuentro. El baño tribal era prodigioso. Una mirada,
un gesto, eran más que un discurso. Todos me encontraban más
gordo, más flaco, más pálido, más bronceado, más maduro, más viejo,
más juvenil. Todos me encontraban algo que tenía que ver con lo que
yo, como cualquier otro ser humano, significaba para cada uno de
ellos. Pensé, en medio de esa fiesta de los afectos improvisada en el
aeropuerto: “Para cada uno soy una persona distinta”. Me alegró que
fuera así porque así era y antes no lo sabía.
En Sunchales, la vieja estación de trenes de Rosario, el baño tribal se
repitió con amigos y desconocidos. Me comprometí con UNESCO a
gestar un movimiento de jóvenes pro Naciones Unidas y algunos de
los presentes eran parte de la incipiente organización. Mis cartas
circularon más de lo previsto y muchos ya estaban manos a la obra.
No imaginé, la mañana de mi arribo, que lo que allí comenzaba
marcaría, para bien y para mal, la vida de gran número de personas.
Trece años después de ese día iniciaríamos nuestra diáspora
enaltecidos por el recuerdo de horas de extraordinaria plenitud
humana y atosigados por la incapacidad de la sociedad argentina para
resolver, sin violencia y destrucción, los conflictos que la paralizaban.
Todo comenzó como un juego cuyas reglas fuimos aprendiendo de la
propia realidad. Ningún problema se resolvía como nosotros creíamos.
Las fórmulas importadas de Europa parecían destinadas a normar las
vicisitudes de un juego de salón y no a responder a las necesidades de
una sociedad dividida e injusta. Buscar respuestas en la realidad no
transporta al mejor de los mundos. Destruye ingenuidades y utopías y
puede conducir a la desesperanza.
Faltaba aún mucho tiempo para eso, ahora todos querían escuchar
sobre Europa y poner en práctica experiencias de trabajo social como
las relatadas en mis cartas. También querían, cuando sólo quedábamos
varones, saber si todas las francesas eran putas, si era verdad que los
latinos despertábamos pasiones sexuales incontrolables, si me había
acostado con una negra, si era cierto que las europeas no se depilan, si
el olor a sobaco de esas minas 2 era insoportable, si se bañaban todos
los días, si, como le había pasado a un NN que nunca era posible
identificar, te “la agarraban” delante del marido porque a éste le
gustaba mirar, si me la habían “agarrado” en la calle o en el metro, si
se veían parejas de maricones sueltas por ahí, si había tiendas porno, si
había streap- tease callejero, si las tetas de las italianas eran como las
de las películas, si, si, si, si, interminables, casi todos envueltos en
forma de afirmación que busca ser confirmada.
Catherine hubiese sucumbido ante tal avalancha de prejuicios. La
noche en Saint Germain de Pres, cuando me avergonzó por mi idiota
apreciación de un hombre con pelo largo, regresaba cada vez que
salían estos temas.
A ellos se agregaban otras convicciones no ligadas al sexo pero
igualmente insensatas: “Te acepto lo que quieras pero no jodas en
ningún lugar se come como en la Argentina”; “Las minas de este país
2
Mujer, muchacha
son las más lindas del mundo”; “Dónde vas a comer carne como acá”;
“En ninguna parte se vive como aquí”; “Los europeos son unos
degenerados”; “Europa está muerta”; “Somos el granero del mundo”
La distancia me había abierto los oídos y tuve la sensación de
escuchar estos argumentos por primera vez en mi vida. Me llevó
tiempo comprender que son los argumentos propios de la tribu. La
seguridad tribal se refuerza con estas afirmaciones que valorizan lo
autóctono y desvalorizan lo foráneo. Sucede, incluso, en sociedades
desarrolladas como la francesa donde el grupo de carlomagnistas
ponía a Francia en la cima del mundo, o en España donde me hablaron
del “genio de la raza” u otras irracionalidades que, magnificadas,
producen fenómenos tan trágicos como el nazismo. La idea de
superioridad racial, que carece de sustento científico, pareciera ser
parte de los comportamientos destinados a asegurar la supervivencia.
Afirmaciones en apariencia inocentes como “es una bendición haber
nacido en este país” o “como mi tierra no hay”, esconden el germen de
un peligroso y limitante localismo.
La defensa irracional de lo propio abarca todos los campos y muy
específicamente los más elementales como la alimentación.
3
buenos días
4
tengo hambre
5
buen provecho
6
uno nunca sabe
7
originario de Sri Lanka, antiguamente llamado Ceilán
Curiosamente comunicábamos más fácil con ellos, que pertenecían a
culturas que nos eran ajenas, que con los europeos que, en la década
de los sesenta, llegaban con un irritante y cuadriculado libreto de la
salvación que partía de la premisa no explícita, pero si muy idiota, de
que cada uno de nosotros era tan subdesarrollado como lo era nuestra
economía. Creo, exagerando, que les asombraba vernos comer y
comportarnos como ellos. Jerry, una guapa estadounidense del Cuerpo
de Paz creado por Kennedy y que trabajaba en Bolivia, pasó
accidentalmente por mi casa y viendo a mi familia dijo, para horror de
nuestros sentimientos antiimperialistas: “parece una familia
americana”. Salvo mi padre, que admiraba a los Estados Unidos, los
demás tardamos en reponernos de ese elogio.
8
Di lo que tienen guardado
inevitable victoria. Fue así, nunca les entregaron los prometidos títulos
de propiedad sobre la tierra que habitaban.
9
Mató unos cuantos
Se detuvo para cerciorarse si era yo, de quien su hijo con seguridad le
había hablado favorablemente, luego recorrió morosamente el
espectáculo a su alrededor y volvió a gritar, a modo de letanía, quizá
como último consuelo: “El antes hizo cagar unos cuantos, él antes
hizo cagar unos cuantos.”
Se olvidó de mí, regresó a la intimidad de su dolor. Me sentí
pavorosamente solo. Era poco menos que un náufrago en ese
escenario de seres convencidos de que todas las respuestas estaban en
los caños de sus armas. Allí la muerte era presencia y diálogo;
presente y futuro.
No fue difícil deducir del sinfín de murmullos poco disimulados y de
gestos inequívocos que el “El Negro”, ese sindicalista limpio, honesto,
siempre dispuesto a servir a sus compañeros, era, además, un
disciplinado y sanguinario militante de la intolerancia dispuesto a
matar y morir, como de hecho acababa de ocurrirle.
Tampoco fue difícil enterarse, al amparo de la aparente impunidad que
ofrecía el haber pagado con la vida de uno de los suyos el precio de lo
que ellos denominaban su lucha política, que “El Negro” había sido
ultimado por la facción opuesta del peronismo local liderada por
Jorge, quien a su vez había sido asesinado y arrojado al río por “El
Negro” y sus secuaces a inicios de esa misma semana. Ambos grupos
se habían logrado descabezar y en ese inusual amanecer, velando la
muerte del último caído, se pergeñaban las próximas revanchas.
Mi espanto me arrojó a los límites mismos de la esquizofrenia.
Jorge, por quien mi aprecio seguía vigente, había sido mi amigo
durante algunos años y sólo dejamos de vernos cuando su paso a la
clandestinidad política nos alejó física e ideológicamente. “El Negro”,
líder del sindicato de trabajadores de la televisión era, en aquellos
tiempos en los que buscábamos afanosamente el modelo de un hombre
nuevo, un ejemplo aparente de sindicalista honesto, justo, competente.
Ambos eran parte de mis afectos y estoy seguro que, depuestos los
fanatismos, se hubiesen llegado a entender cordial y fraternamente en
torno a una mesa de café. Creo, incluso, que hubiesen llegado a ser
grandes amigos.
La mañana del velorio mi razón no pudo impedir el colapso emocional
que me provocó descender a las entrañas de ambos crímenes. La
evidencia de los seres queridos asesinando y asesinándose desarticuló
mi bien montado sistema de defensas y justificaciones.
Entre brumas, a partir de ese momento mi mente comienza a bloquear
los registros, recuerdo haberle preguntado a alguien, a quien le
entregué las llaves de mi carro, si sabía conducir.
Fui sacado del velorio y llevado, a mi pedido, a las afueras de Rosario,
a cualquier sitio con campo y cielo abiertos.
Allí, con la dramática sensación de estar partiéndome lentamente por
la mitad, pude, acuclillado sobre la tierra, llorar desconsoladamente
por los muertos, por los vivos, por la cordura olvidada, por el siniestro
rumor de la violencia, por el esfuerzo estéril en un espacio cuyos
rumbos habían sido borrados.
Pero aun faltaba mucho para que ese encuentro se produjese o para
que nuestras ilusiones fueran destripadas por la realidad, apenas era
1963 y a inicios del 64, si el Ejército Argentino lo permitía, yo debía
partir nuevamente a Paris donde, una Catherine convertida en leyenda,
sería confrontada con el ser de carne y hueso que la encarnaba.
Del ritual del vino, descendí a esos teléfonos parisinos que conviven
promiscuamente con los baños de los bares, para anunciar, lleno de
ansiedad, mi llegada:
- “Bonjour, je suis a Paris” (1) – dije con un placer que me
permitió masticar cada palabra como si fuera a comerla.
- “Catherine n´est pas ici” (2) – respondió del otro lado una voz
masculina que parecía saber de mi llegada pero que evitó
todo tono de bienvenida.
- “Merci” (3) – dije y corté con el alma repentinamente
desinflada y la euforia destripada por el desconcierto.
- “¿Qué dices?”.
- “Je dit oui naturallement” (1) – respondió una Catherine sin
asombros y a quien la perspectiva de casarse conmigo le
parecía normal, casi inevitable.
XI
Nadie notó, felizmente, que cuando abordé al barco que me llevaría de regreso a
la Argentina, tenía una enorme argolla rodeando mi cuello y un cable de quince
mil kilómetros que me traería de vuelta en poco tiempo.
Todos parecían indiferentes a este sujeto engrillado, desmoralizado, que se decía
debussolé10 en francés, porque su desorden era netamente francés y que para que
alguien lo entendiera en ese barco del Río de la Plata debiera haber confesado
que su cabeza nadaba en una nube de indescriptibles flatulencias.
Sólo sabía que me iba para volver y casarme, de eso no me cabía duda.
El mar, un director de cine y un cuidador de caballos de polo como compañeros
de camarote, más los códigos de la infancia que flotaban conmigo en ese
trasatlántico argentino, me permitieron aflojar los grilletes de la asfixia
matrimonial y volví a respirar como solía hacerlo antes de caer en mis
decisiones apresuradas. Casi parecía una persona normal, o esa era, al menos,
la impresión que me dejaba el espejo y las respuestas sin espanto que recibía de
la gente.
Simón, el director de cine, acababa de divorciarse y no tenía la mejor opinión
sobre el matrimonio, Clemente, el hombre de los caballos, sólo pensaba en
yeguas y para él en una mujer no era otra cosa que una yegua en dos patas.
No eran la mejor orientación para un desenamorado buscando la pista perdida,
pero serían mis compañeros de habitación durante veinte días y eran lo único
que tenía a mano.
10
Sin brújula
Simón a veces se compadecía y mirando el mar, como quien quiere ahogar sus
mentiras antes de que salgan, decía: parece una buena chica, es inteligente, te
quiere, creo que no te vas a arrepentir. Y antes de que fuera él quien se
arrepintiera, yo cambiaba de tema y todo quedaba en el mismo limbo en el que
venía flotando desde mucho antes de subir a bordo.
En realidad el barco era para mí como un útero gigante con vista al mar: flotaba,
me alimentaban todo el día, no tenía decisiones que tomar. No quería ir a
ningún lado: ni regresar a Europa, ni llegar a la Argentina. El útero, una vez
más, el lugar ideal, pero, como siempre, con un cronograma implacable.
Mientras el barco entero se preparaba para los festejos del cruce de la línea
ecuatorial, los cincuenta años de Simón y los veinticuatro míos armaban y
desarmaban mundos en torno a la vida de pareja. Yo trataba de atrapar el
vínculo perdido con Catherine, contándole lo mejor de los mejores momentos.
Creía que el clic amoroso se había perdido como se pierden los objetos y que
como a éstos podría volver a encontrarlo. Estaba casi convencido que si hablaba
de ella como lo hacia cuando ella era indispensable, para que mi vida fuera mi
vida, podía recuperar el sentimiento extraviado. Si lo encontraba, todo volvería
a tener sentido y el viaje de regreso a Francia sería una fiesta y no un funeral
como anticipaban todos los pronósticos de mi meteorología interior.
El oído atento de Simón me empujaba a nuevas conclusiones que no siempre
eran felices. La confianza creciente entre nosotros me hizo menos prudente a mí
y más inquisitivo a Simón.
- ¿Por qué se me vino el mundo abajo cuando Catherine dijo sí?
- Porque lo tuyo era una fantasía y cuando las fantasías aterrizan se hacen
añicos.
- Una fantasía que resistió dos años de separación.
- Mientras no se confronte con la realidad el tiempo que dura una fantasía
no tiene importancia. Las fantasías religiosas nunca pueden ser
confrontadas con la realidad y duran eternamente.
- Lo que no entiendo –repliqué- es cómo una sola palabra, o cuatro, porque
Catherine dijo “Je dit oui, naturalement”, pudo borrar instantáneamente la
ilusión, el entusiasmo, todo, todo, hecho mierda porque a esa boluda se le
ocurrió decir “Je dit oui, naturalement”.
- Eh che ¿qué te pasa? –dijo un Simón asustado por mi principio de
histeria- es la primera vez que hablás así, ahora resulta que el ángel
comprensivo y tolerante se transformó en una boluda ¿qué mierda querías
que te dijera? ¿y si te decía no carajo, no quiero, sos un inmaduro, ibas a
reaccionar de la misma manera?
- Quería -dije, tratando de saber qué es lo que quería, pensando en voz alta-
quería que contestara como lo hubiera hecho mi mamá, que me explicara
que mi intención era estupenda, propia de un tipo excelente como yo, pero
que era apresurada, que había que pensarlo mejor, que había mucho
tiempo por delante. No sé qué mierda quería. Creo que cualquier
respuesta hubiese provocado una hecatombe pues la idea misma del
matrimonio significaba cancelar lo vivido hasta entonces. Fue como decir
hasta aquí llegamos, las cosas no van más como estaban. El matrimonio
no era un nuevo comienzo, era un punto final y lo que yo esperaba, creo,
es que Catherine dijera algo sensato, porque en esa pareja ella
representaba la sensatez. Debe haberme matado que primara en ella la
idea de institucionalizar la felicidad, porque ella y yo sabíamos que era
imposible. Pasamos horas haciendo el elogio del momento, de la
necesidad de atraparlo, vivirlo, desmenuzarlo y después, si te quedaban
ganas, usarlo de recuerdo.
- Guillermito escuchá bien, ¿sabés lo que vos querías? Vos querías que te
siguiera inflando el ego sin comprometerte, y ahí sí fue una boluda porque
no se dio cuenta que el último envión para inflarte te reventó”.
La lucidez de Simón hizo pasar el ocaso, fiesta cotidiana en medio del mar, a
segundo plano. Otra vez todo el mundo era sólo mi barullo interior. No obstante
lancé la frase personal más lúcida de todo el viaje:
- Sabés Simón que mi vieja nunca me exigió nada.
Simón, que era cineasta, que era buenísimo y que por nada del mundo me
hubiese querido joder, dijo:
- Después de una confesión así la cámara hace un paneo por cubierta,
incorpora el balanceo del mar y termina yéndose con este atardecer del
carajo. Luego - agregó como para que todo terminara como siempre
terminaban nuestras conversaciones- aparecés vos vomitando por la
borda.
Finalizada la sesión de terapia marina nos fuimos a cenar y a escuchar, como
cada día, las hazañas de nuestros compatriotas en tierras europeas. Los
comentarios eran tan edificantes como “no vas a comparar un bife argentino con
esas salsitas de los franchutes”; “no saben morfar11, no saben”, “qué van a saber,
comen carne una vez a las quinientas”; “no vas a comparar las pizzas argentinas
con las de los tanos”; “y las pastas che, las pastas argentinas son mejores, claro
tenemos mejor harina”;
11
comer
“como la Argentina no hay, que va a haber, no jodan”. Yo –ante tanta
profundidad de opiniones- no podía evitar el recuerdo de una propaganda
durante la Segunda Guerra Mundial que, luego de hacer alusión al horror en
Europa, decía, refiriéndose a la Argentina “tierra arada huele a patria y es mejor
que siga arando”. Simón callaba, sonreía e intercambiaba miradas cómplices
conmigo. Los dichos de la mesa solían luego mezclarse en nuestras
conversaciones con los pesares de mi promesa matrimonial y de vez en cuando,
si yo le daba un respiro, con algún recuerdo de mi paciente amigo.
- ¿Y qué pensás hacer ahora que la tenés más clara?, preguntó Simón
después de esa cena filosófica y seguramente sintiendo que mis desvaríos
eran más interesantes que las opiniones sobre lo maravillosa que era la
Argentina.
- Casarme
- ¿Casarte?
- Tengo que hacerlo, no sé si porque no me animo a volver atrás o porque
me quiero castigar, pero es lo que voy a hacer. Cuanto menos me quiero
casar, más dispuesto estoy a hacerlo. No entiendo, es como una
compulsión.
- Estás rayado, escribile una carta, explicale lo que te pasa, decile que
necesitás más tiempo, boludeces así, al final van a terminar jodiéndose los
dos, o no, a lo mejor le agarrás el gustito a eso de vivir seis meses en
Argentina y seis en Francia.
- Esa fue una imposición pre matrimonial del hijo de puta de mi suegro,
además Catherine, cuando estemos en Argentina va a vivir en Tierra del
Fuego, quiere estudiar los restos de la cultura ona.
- Con una mina así no te podés aburrir
- Nunca me aburrí con ella, o gozaba, o aprendía o sufría como un hijo de
puta, pero nunca tenía tiempo de aburrirme. O me tenía en el aire como un
barrilete o me pateaba por el piso como a una pelota. Y eso de volar o
arrastrarme dependía exclusivamente de mí, ella era siempre la misma.
Todo eso hubiese querido contarle a Simón. Decirle que no era tan idiota como
parecía, pero por ese tiempo era tan evidentemente idiota como parecía y Simón
se quedó con mis quejas adolescentes, mis ayes de inmaduro y mi mirar el
mundo tratando de encontrar alguien que me explique de qué se trata.
La postal que envié desde las Canarias a Catherine decía: “Pienso en ti”, no
decía de qué modo, ni en medio de qué torturas, sólo decía la verdad. Desde Río
la segunda postal decía: “Te encantaría Guanabara”, nada de te quiero, te
recuerdo. Las postales eran como decir presente cuando pasan lista y después
estar en otra cosa. Atenuaban mi sentimiento de culpa.
El puerto de Buenos Aires, como París en verano, era una fiesta. ¡Y qué fiesta!
Mis viejos, mis amigos, yo, todos agitando brazos, vociferando sonidos
primitivos que pretendían ser palabras, haciendo gestos que me decían la tribu
esta con vos, que les decían yo estoy con la tribu. Útero, códigos, oasis, la paz
en el único lugar del mundo donde la vida merecía vivirse.
XII
Solía atravesar a menudo el Río de la Plata en el Vapor de la Carrera. El viaje
entre Buenos Aires y Montevideo era una fiesta. Un paréntesis a la realidad
agobiante que vivíamos entre el fin de la década del sesenta y el inicio de la
década del setenta. Partía por las noches de la capital argentina y llegaba a las
seis de la mañana al puerto de Montevideo. Nadie dormía, nadie quería perder
esa noche casi irreal. Para mí, era también un viaje por el tiempo. El Vapor de la
Carrera estaba cargado de historia, allí se habían palpitado desde los años 20 los
clásicos hípicos de Palermo y Maroñas. Allí las burguesías argentina y uruguaya
olvidaban diferencias, trenzaban alianzas y, mientras trataban de asegurarse que
el futuro fuera siempre así, con ellos jugando y el pueblo yugando14, barajaban
pronósticos de las carreras que se avecinaban. Siempre jugando, con caballos o
con seres humanos, a veces dueños de los resultados y siempre dueños de la
historia.
Eso pensaba mientras atravesábamos ese río que no es río, sino un mar de aguas
marrones y sentía nostalgias de un pasado que sólo conocía a través de la
literatura argentina. Era también como revivir el mundo de mis padres que, más
favorecidos por el dinero que sus hijos, solían escaparse a Montevideo o a Punta
del Este cuando les asomaban las ganas.
En este milenio el Vapor de la Carrera se ha convertido en un museo-mercado
inmovilizado en Buenos Aires, en las aguas del inmundo riachuelo de la Boca.
Allí intenté sentir nostalgias de aquellos viajes y nostalgias de las nostalgias que
me poseían cada vez que trepaba a ese barco. No fue posible. Sólo visité una
nave estática a la cual el óxido, bajo la pintura que brilla, le ha devorado hasta
los recuerdos.
En ese tiempo, con menos hechos para recordar, tenía más nostalgias. Ahora,
con tantos recuerdos, mi nostalgia parece haberse mudado para dejar espacio a
la curiosidad por el presente. En mí las nostalgias pesaban cuando aún mi futuro
personal me interesaba. Eran como un puente que me hacía sentir vivo y
continuando una propuesta que, aunque difusa, siempre tenía la forma de algo
que puede existir. Luego, los años, que según creía debían sumergirme en los
14
trabajando
recuerdos, me han liberado, no de ellos, pero sí de la ansiedad por repetir la
historia.
Fue en el regreso de uno de esos viajes, que el mundo, que ya se me había
venido varias veces encima sin lograr que reaccionara, comenzó a abrir los
entresijos para que intuyera los peligros del berenjenal por donde andaba
chapoteando sin más conciencia que mi entusiasmo y una buena fe que le sabía a
mermelada a los buitres que, a balazos y dentelladas, usaban la desorientación y
el afán de absoluto de los jóvenes para transformarlos, sin preparación alguna,
en soldados de una causa irrealizable. Escuchar a muchachos de veinte años
hablar de su propia muerte con una naturalidad que ni siquiera suelen usar los
ancianos era aterrador. Mi sentido común y los pliegues más primitivos de mi
cerebro se resistían a aceptarlo. Desconcierto, dolor, rabia y repugnancia eran
los pilares sobre los que me apoyaba para entender y responder a aquello que
excedía mi razón.
Tom que viajaba conmigo y que en materia de ver detrás de las apariencias era
casi tan estúpido como yo, dio la patada inicial:
- No fue casualidad –dijo como quien descubre la aguja en el pajar.
- Que mierda va a ser casualidad, respondí sin saber que iba a responder
eso. Luego vino un soliloquio al que Tom solía invitar con su silencio y
con una suerte de reverencia hacia quien jugaba a la inocencia con
apuestas más fuertes que la suya.
Habíamos ido a una de las tantas reuniones internacionales en las que el tema,
como siempre, era la solidaridad, la pobreza, la marginación, el trabajo social.
Nos hospedaron unas monjas encantadoras y vivarachas. Se vestían de azul y
nos atendían con un cuidado que nos hacía sentir que el mundo dependía de
nosotros. Terminada la primera jornada un grupo de desconocidos nos cambió
de alojamiento, con un estilo cortés pero imperativo, como si se tratara de una
cuestión de vida o muerte. Y se trataba, lo olí al instante, de una cuestión de vida
o muerte. Una hora después el local de las monjas era intervenido por la policía.
Dicen que Dan Mitrione, el jefe de la CIA en Montevideo, ya sabía de qué se
trataba. Los Tupamaros, guerrilleros lúdicos y cancheros hasta el hartazgo, le
ganaron de mano y nos mandaron a un sitio donde al día siguiente la reunión
concluyó sin sobresaltos. Nadie, que yo supiera, pertenecía a la guerrilla, sin
embargo ésta, en Uruguay, pretendía vincularse con todas aquellas personas a
las que consideraban posibles agentes de cambio. No sé si coparon la reunión, si
la organizaron o si pasaron de casualidad, sé que la paranoica policía uruguaya,
desde que fotografiaron a su presidente orinando, veía todo color tupamaro, y
por poco no nos sumamos a los desaparecidos de la época.
- Ves Tom, decía, estamos en el medio. En el puto medio. Para la guerrilla
somos fachos, para la policía somos comunistas y nosotros como boludos
hablando de Derechos Humanos como si fuera el tema más inocente del
mundo. En Rosario les presto el mimeógrafo a los troskos hijos de puta en
nombre de la libertad de expresión, el local a los marxistas en nombre de
la libertad de pensamiento. Estoy loco, Tom, estamos locos. Seguro que
terminamos todos en cana. Si el Viejo (Perón) no vuelve y pone orden nos
vamos todos a la mierda. ¡Que quilombo por Dios! Pucho, el
revolucionario ideal, preso por sacar a hacer turismo a los de las FAR
(Fuerzas Armadas Revolucionarias) en un auto robado. Sí, estaban
haciendo turismo, aunque no lo creas, conociendo Rosario. Venían a
planificar la lucha armada y de paso ventilaban el alma conociendo las
bellezas de la ciudad. Con pelotudos así cómo carajo podés cambiar algo.
Y ahora el boludo escribe desde la cárcel que nunca se sintió tan bien. Se
siente héroe y como ahí no puede decidir un carajo está feliz. Volvió al
útero. Irresponsabilidad absoluta. Cuando salga seguro que lo matan.
(desgraciadamente así ocurrió un par de años más tarde) Si la cárcel es la
felicidad, la muerte debe ser el paraíso. Y nosotros planificando
experiencias de trabajo social para que la gente sepa cómo es su país y
cuáles son sus responsabilidades. Lo averiguan después de haber vivido
en el limbo veinte años y se sienten tocados por el Espíritu Santo, quieren
hacer justicia con sus manos, se preguntan con cara de cojudos cómo la
historia los ignoró por tanto tiempo y ponen manos a la obra, hacen la más
fácil, matan o instan a matar a explotadores o represores como si todo se
redujera a eso. Desde el momento que toman conciencia ya la revolución
corre por su exclusiva cuenta, navegan como hipnotizados por los
extremos y los que no piensan igual son unos cagones y sus antiguos
amigos unos irresponsables. Van a terminar todos presos o muertos. Y
nosotros atrás haciendo cola para que la bronca recién estrenada de estos
termine arrastrándonos. Esto va a acabar mal, acordate lo que te digo. El
otro día vino Carlos M. a casa, hacía un montón de tiempo que no lo
veíamos, se corría la bola de que se había metido con los Montoneros.
¿Sabés qué nos dijo el hijo de puta: “Esta noche la policía viene a
buscarlos a ustedes. Lo se de buena fuente”. Estaba con Tuiti y Osvaldo
en la casa. No nos cabía un alfiler en el culo del susto. ¿Y qué hacemos?
Fue la pregunta. “Se vienen a Venado Tuerto15 conmigo. Yo los escondo
en casa, nadie va a sospechar y cuando todo pase regresan”.
- ¿Y ustedes qué hicieron?, Tom comenzaba a enterarse que el mundo no
era tan simple como solíamos presentarlo en nuestras charlas.
- Conversamos un rato a solas. Le dijimos a Carlos M. que nos esperara.
Los tres tuvimos la misma opinión: no nos vamos ni cagando a ningún
lado, si vienen que vengan, ya veremos qué hacemos. Carlos M. estaba
azorado, no podía entender que fuéramos tan boludos, tan irresponsables o
tan lúcidos. Vaya a saber qué pensaba ese fanático. Se dio por vencido y
se fue.
15
ciudad situada a 100 kms de Rosario
- Buen tipo el Carlos M. –dijo un Tom cuya cándida boludez era
incorregible.
- ¡Qué va ser buen tipo! Es un reverendo hijo de puta, ¿para qué te crees
que nos vino a buscar? Para hacernos montoneros a la fuerza, boludo, a
eso estaba jugando, a reclutar. Nos llevaba a Venado Tuerto, nos tenía un
mes escondidos y cuando la gente viera que habíamos desaparecido de
circulación, dejado el barrio y el laburo16 y nadie supiera más de nosotros,
se armaba la historia de que habíamos pasado a la clandestinidad. La
policía se enteraba en un santiamén y nos metía en la lista de montoneros
buscados. A partir de ese momento nuestro único recurso iban a ser ellos.
Quedábamos totalmente en sus manos. A su puta merced. Al principio
creímos que era honesto, que se estaba jugando por nosotros pero esa
noche, que fue una de las peores de mi vida, la policía no apareció, ni
tampoco a la siguiente, ni a la subsiguiente. Era evidente que se trataba de
una trampa.
Mucho tiempo después que eso ocurriera una mañana Carlos M. apareció en el
bar y me dijo: “Anoche tuvimos una reunión y decidimos que no vamos a
matarte”. ¿Quién mierda son ustedes para decidir sobre mi vida? Fue lo único
que atiné a decirle mientras él, oliendo la gloria de su destino, emprendía la
retirada arrastrando ese aire mezcla de guerrillero, compadrito y mafioso que
había perfeccionado desde que decidió ingresar a la historia por la puerta
grande. Cuando lo conocí, muchos años atrás, era gandhiano, creía que ningún
ser humano tenía derecho de destruir ninguna forma de vida y cosas por el
estilo. La militancia lo cambió. Antes gozaba con la no violencia, ahora,
diciéndole a sus amigos que tenía poder de vida y muerte sobre ellos. Ambos
principios los defendía con la misma insana pasión de los que no encuentran
sentido a nada que se aleje de las posturas absolutas.
No sólo los Montoneros habían sido ganados por la soberbia y el infantilismo de
izquierda. Los del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo, de orientación
trotskista) aunque ideológicamente más sólidos, también tenían lo suyo. Una de
sus más prominentes guerrilleras, a la que años después conocí en París y a la
que todos rebautizamos casi espontáneamente como Pepita la Pistolera, nos
contaba alucinadas historias de aquellos seres casi míticos a los cuales el ejército
y la policía argentinas perseguían con obsesión. “Un día –relataba Pepita-
fuimos invitados a cenar a casa de unos amigos que ignoraban nuestra
militancia. No podíamos desairarlos, pero como esa noche teníamos planificada
una operación de secuestro fuimos con el auto que acabábamos de robar y lo
dejamos estacionado en la puerta de nuestros anfitriones”. “Estábamos
totalmente locos, nos había ganado un sentimiento de omnipotencia que no tenía
nada que ver con la realidad”, recuerda Pepita sin ningún tipo de nostalgia.
16
trabajo
“Otra día –sigue Pepita que nos tenía absolutamente embelesados con sus
relatos- salí con los capos máximos, incluido el gran Santucho17, teníamos que
robar un carro para la operación nocturna. Santucho decidió exhibir la técnica
ideal y cuando ya estaba a un paso de sorprendernos, apareció una vieja con
ruleros y una escoba y lo corrió a escobazos. ¿Sabés lo que fue ver nuestro líder
corrido a escobazos por una vecina cualquiera? Me acuerdo que le preguntamos
por qué no reaccionó y, descendiendo al plano de los mortales que parecía haber
abandonado hacía rato, dijo ¿Y qué querían que hiciera?” Al parecer ni Trotsky,
ni Mao enseñaron cómo enfrentar vecinas furiosas desfiguradas por los ruleros y
empuñando antirrevolucionarias y peligrosas escobas.
Pepita, que otrora dirigió la operación que terminó con primer rapto de
importancia en Argentina, repite una y otras vez en esa noche parisina:
“Estábamos locos, completamente locos”. “Yo me di cuenta –prosigue- cuando
luego de mil peripecias y de ser la última y única guerrillera del ERP que
quedaba con vida en Rosario, pude pasar con documentos falsos al Brasil. En
ese momento, con mis hijos en brazos, el alivio que sentí fue tan enorme que fue
como si un viento me hubiese despejado la mente. No sentí que salía de la
Argentina, sentí que pasaba de lo locura a la vida real”.
Pepita era menuda, muy bonita, graciosa, extremadamente simpática,
inteligente. No había ninguna relación entre lo que imaginábamos como los
audaces guerrilleros del ERP y esa figura que ahora vivía cómoda y
pacíficamente en Europa gracias a un pasaporte que le otorgaron los italianos y
que le permitía ostentar la misma nacionalidad del industrial que ella secuestró y
que fue noticia en todo el mundo18.
Así de desprolija era la revolución de los setenta en la Argentina. Ni las fuerzas
del cambio, ni las del orden establecido, estuvieron jamás a la altura de sus
responsabilidades. Los primeros por inmaduros, desordenados, improvisados, a
veces también por sus acciones estúpidas y, en la mayoría de los casos,
políticamente inoportunos, los segundos, habituados a la defensa de sus intereses
sin importarles el costo, dejaron todo en manos de una banda de fascistas
enfermos y criminales. La consiga era “Roben lo que quieran, hagan lo que
quieran, pero no dejen un revolucionario en pié”. Todo estaba permitido, hasta
el mismísimo Henry Kissinger, secretario de Estado de los Estados Unidos, le
había hecho un guiño al gobierno argentino instándolo a acelerar su conducta
homicida antes de que un cambio de administración en su país pudiese empañar
la carnicería.
El peronismo, que la gente más humilde sentía y vivía casi como una religión,
pretendía ser aprovechado por alucinados jóvenes de la clase media poseídos por
complejos mesiánicos y por dirigentes gremiales, en algunos casos admirables,
pero en su mayoría oscuros y venales. Todos, una y otra vez, eran devorados
por la coyuntura y por políticos sin imaginación. La indisposición para
17
jefe del ERP
18
se refiere al caso Sallustro
comprenderse era tan descomunal que parecíamos sumergidos en un universo
cuyos códigos se habían transformado en cifras crípticas que ya nadie lograba
interpretar.
Ese cataclismo se convirtió en muerte y exilio. Los más afortunados iniciamos
una diáspora involuntaria. Decirles a nuestros padres que habíamos decidido
partir provocaba en estos un júbilo que sólo podía explicarse por el olor a muerte
prematura que rodeaba a cada uno de los jóvenes que, con ideas o con armas,
combatía la dictadura o simplemente objetaba el orden vigente.
Mi madre no fue una excepción. Yo acababa de llegar de una reunión de
UNESCO en Argelia. Era uno de esos meses de enero en los que Rosario se
convierte en la antesala del infierno y mientras mi compañera, que era actriz, se
quedaba representando su obra de teatro, nosotros nos escapamos a una casita de
la familia a orillas del Paraná. Luego de la parrillada ritual, que supo a gloria
tras quince días a puro cordero y té de menta en Orán y Argel, mi madre, cuya
salud era motivo de la tranquilidad y la envidia de todos nosotros, tuvo una
extraña descompensación. Regresamos a la casa de mis padres, acompañados de
un primo médico y vivimos una noche cuyo recuerdo aún me angustia. Su
corazón había dado un aviso y no lograba estabilizarse. Al día siguiente fui a
hablar con su médico personal que de alguna manera, ahí lo supe, se había
transformado en su confidente:
- ¿Qué tiene exactamente la vieja doctor?
- Nada que usted no pueda curar, me respondió.
- Pero el médico es usted, ¿qué puedo hacer yo?
- Usted es el único culpable de lo que le pasa a Amandita.
- ¿Yo?
- Sí, usted.
- Pero si yo no paso dos días sin visitarlos o sin invitarlos a comer o a
pasarla en mi casa, jamás discutimos por nada – hubiese querido que el
doctor se hubiese equivocado de hermano, que me hubiese dicho Federico
o Juan Carlos son los culpables de lo que le pasa a su mamá, pero no, era
yo y eso era más de lo que podía soportar. Sin saber que lo que venía era
muchísimo más de lo que ya en ese momento no podía soportar.
- Doctor ¿usted me está hablando en serio?
- Guillermo su mamá, Amandita, recibe todos los días llamados anónimos
diciéndole que lo van a matar a usted.
- Nunca me dijo nada, repliqué espantado, no por las amenazas de muerte
ya que yo también las recibía a diario y que aún atormentado de miedo
trataba de procesar sin involucrar a nadie.
- Porque es Amandita, porque respeta su trabajo, su vocación, porque
respeta su vida. Usted la conoce mejor que yo, ya sabe porque lo hace.
Decir que me sentí abrumado es casi no decir nada. Abrumado por el amor y por
el espanto. Porque entre los llamados infames y el silencio de mi madre cabían
todas las posibilidades humanas. Desde las comportamientos violentos del
cerebro primitivo hasta el éxtasis del desprendimiento total. Desde la cobardía
feroz del que amenazaba por teléfono al inusual coraje de respetar tu integridad
como ser humano, incluso por sobre tu propia vida. Ya me decía la vieja cuando
niño, sin que yo entendiera mucho de qué se trataba: “tu vida es tuya
Guillermito, vos sos mi hijo pero no sos mío”. Creo que lo aprendí por ósmosis
y recién lo hice parte mía esa tarde con ese médico revelándome los misterios
del viejo código. Código que a fuerza de escucharlo se incorporó a mi vida
transformándome en un extraño individualista, que no permitía que nadie
decidiera nada por él, pero con comportamientos gregarios y preocupaciones
sociales. Si de niño no era propiedad de mi vieja, quién podía pretender tener
autoridad sobre el pequeño anarquista que comenzaba a gestarse. Muchos años
después, cuando la violencia política nos obligó a dejar el país, mi madre
resumió la vieja enseñanza. Una de sus cartas terminaba diciendo: “Te
extrañamos mucho, pero te queremos más”. Primero respetó mi integridad y mis
decisiones, luego, cuando el fantasma de la muerte desapareció, expresó sus
sentimientos sin dejar de ser fiel a lo que siempre había pensado.
Quizá la herencia que nos dejaron los viejos no fue la más apropiada para
enfrentar la vida. Nos prepararon, tal vez, pero no para usar armas
convencionales. En mí sembraron lo que yo he definido como “la patología del
regalo”. De niño nomás mis viejos me inocularon el virus. Cada vez que a
alguno de los crápulas de mis amiguitos se les ocurría tentarse con mis juguetes,
mi madre o mi padre, el que estuviera presente, destruía mi sistema de defensas
diciendo: “¿Por qué no se lo regalás, Guillermito?” Y Guillermito comenzó así
su desatinada carrera de regalador. Mi tía Carmen y mi madre, dos expertas en el
tema, se habían adiestrado recíprocamente en no hacer elogio de nada que fuera
de la otra porque ésta prestamente se lo regalaba. Un “ay que lindo” y ya tenías
el objeto en el bolsillo. La penúltima escala de mi primer viaje a Europa fue
Barcelona donde acababa de ocurrir una catástrofe que dejó a mucha gente sin
hogar. Dejé mi ropa. Mi madre dijo en Rosario, “seguro que con esto de
Barcelona Guillermito vuelve sin ropa” y Guillermito volvió sin ropa. En una
sociedad atragantada por el concepto de propiedad mi conducta era, por decir lo
menos, inapropiada. No es generosidad, es incompatibilidad con el exceso de
bienes. Una cierta incomodidad que nunca entendí muy bien pero que no logró
arrastrarme a un psicoanalista para resolverla porque poseo una habilidad
inusitada para justificar ante mi mismo cada uno de los huecos de mi
personalidad y porque nunca interfirió demasiado en mis proyectos de vida. Con
los años he comprendido que ese comportamiento, sin embargo, no es sólo un
hueco, es también un arma no convencional que, sin saberlo o quizá
premeditadamente, dejaron los viejos entre mis manos para enfrentar una
sociedad donde sólo la abundancia de bienes parece ser fuente de placer o
alegría. Casi digo plenitud. Pero la plenitud precisamente se encuentra en la otra
orilla. En no pertenecer a los objetos. En no ser como aquel reloj al que un día le
regalaron un señor llamado Julio Cortazar. Recuerdo los casinos de Curazao
donde seres vivos con aspecto humano, atosigados de tics nerviosos y cábalas
inexplicables, se prosternaban ante la mesa de la ruleta como quien espera
recibir una revelación. Hombres mayores que deberían estar arreglando sus
cuentas finales con la vida, sólo hacían cuentas de los números que se repetían o
de los que no había salido aún y repasaban, con una angustia que impregnaba el
ambiente, sus sucesivos estados financieros castigados por una rueda, algunos
números y una bola. El “no va más” del croupier se parecía a las advertencias de
la troyana Casandra que nadie escuchaba. Me parecía extraño que nadie
entendiera que el “no va más” se refería a la vida y no el juego.
Pero eso fue después. Ahora era 1965 y en agosto de ese año yo debía partir a
Europa, junto a mis padres, para casarme con todas las de la ley en la ciudad de
Tours, cerca de Vouvray, con una ex princesa de Chambord plebeyizada por el
arte de mis dudas. Ese matrimonio hubiese impedido parte de esta historia. Digo
hubiese pues allá por el mes de marzo fui atacado por unas extrañas fiebres.
Amanecía bien pero a mediodía ya estaba en 39° y en la tardecita en 41°. Dos
días con ese cuadro y al tercero una jornada enteramente normal. Luego la
historia volvía repetirse y las fiebres altísimas se alternaban con días apacibles
sin que ningún análisis diera indicios inteligibles sobre lo qué estaba ocurriendo
con mi cuerpo. Como había estado en África todos apuntaban al paludismo.
“Seguro que tiene malaria” decían con indisimulado orgullo mis amigos. Era
comprensible, no cualquiera en Argentina tenía un amigo con malaria. Pero fue
inútil, los análisis no revelaban nada porque no tenían nada que revelar. La mía
no era una enfermedad que se descubriera en los laboratorios. Ante el fracaso de
esas pruebas sólo restaba intentar ir un poco más allá. Eso fue lo que hizo uno de
los médicos que me atendía y cuyo nombre y rostro mi memoria ha guardado en
una caja de seguridad cuya clave desconozco.
Una tarde se sentó en mi cama y preguntó, a boca de jarro y con esa cara que no
recuerdo y con un descaro que yo había estado esperando largamente:
- ¿Cuáles son tus planes, Guillermo?
- ¿Mis planes? ¿Qué planes quiere que haga con esta fiebre?
- Digo tus planes para cuando te sanes, estas fiebres no son eternas.
- Me caso en agosto doctor, me caso en Francia.
- ¿Y te querés casar realmente?, preguntó sin darme tiempo para levantar la
guardia.
Un temblor de tierra me hubiese sorprendido menos pues en ese tiempo todos
daban por sobre entendido que yo me casaba porque me quería casar. A nadie,
salvo a ese inspirado médico, se le ocurriría preguntar algo tan personal y
aparentemente inoportuno como ¿Y te querés casar realmente? Era casi una
descortesía, una intromisión en mi vida privada. Pero la respuesta no consideró
estas variables. Brotó transparente, como si en pocas palabras se estuviese
resumiendo una historia:
- Nooooooooooo doctor, no me quiero casar. El no fue tan contundente que
hasta yo mismo logré convencerme. Se había estado amasando en los
oscuros circuitos del cerebro y sólo las fiebres y la debilidad le
permitieron salir. Estaba casi escandalizado conmigo mismo. Nunca me
había sentido tan desnudo, tan frágil, tan expuesto y a la vez tan libre.
- Eso es todo lo que te pasa, dijo el médico aparentemente ajeno al
vendaval que había desatado. Y agregó: escribile una carta y contale todo
lo que te pasa. No omitas nada. Se absolutamente sincero. Si lo hacés ya
mismo se acaban las fiebres. Te lo prometo.
Por supuesto que escribí esa carta. Fue el esfuerzo imprescindible por
despojarme de la fiebre y reapropiarme de mi vida. Fui sincero contando las
mismas debilidades que miles de hombres habrán invocado tantas veces para no
asumir un compromiso que determine sus vidas. La ligereza con la que le
propuse matrimonio aquella noche en la Avenue de Versailles, contrastaba con
la pesadez que sentía para detallar cada uno de los argumentos que escribía.
Todo me parecía tan vano, tan etéreo, tan grotesco. Sentía vergüenza y alegría.
Cada párrafo era una pequeña venganza hacia ella por no haberme hecho
reflexionar en el momento oportuno y un gran desgarro interior pues sentía que
todo lo que decía era cierto, pero no expresaba, de ningún modo, lo que
realmente pasaba en mí. Expresaba lo que quería pero al transformarlo en
palabras sentía que se volvía falso. Una verdad que desembocaba en un embuste,
un embuste que nacía de una verdad. No era eso realmente, no podía estarle
diciendo eso a una persona a cuyo lado había buceado mi propio interior con
armas de las que antes carecía. Cómo poner en palabras: la magia terminó,
cuando la magia compartida seguía en mí, aunque de otra forma. Cómo decir:
fue una etapa, como si fuese pasado, cuando en cada gesto esa etapa seguiría
siendo parte indesligable de mí. No, era evidente que las palabras, además de
insuficientes, eran traidoras. En el fondo sabía, con egoísmo masculino, que la
lucidez con la que Catherine había enriquecido mi vida, le permitiría
comprender lo que mis palabras no lograban decir.
Y así fue. A vuelta de correo me devolvió mi vida sin reproches. La devolución
llegó en un sobre vía aérea con una bella estampilla de 6 nuevos francos y las
palabras exactas para hacerme sentir el más inmaduro de los seres humanos.
Una vez más lograba desarmar mis argumentos sin golpes bajos, ni lamentos.
Racional hasta en la derrota lograba que mi liberación tuviera sabor a nada.
Cuarenta años más tarde volví a la Avenue de Versailles para confrontar mis
recuerdos y allí revivió un rastro del sabor a nada de mi liberación.
La autopista que ahora bordea el Sena creó un claro cortocircuito en mi memoria
y no pude reconstruir la noche que fui testigo de un suicidio, ni las mañanas con
una baguete bajo el brazo, ni esas interminables despedidas en la calle cuando
cada uno partía para su trabajo, ni esas madrugadas regresando de comer sopa de
cebollas en Les Halles. Pensé en un teatro vacío, en un estadio de fútbol sin
público ni jugadores con un único y atónito observador esperando que la vida
retorne.
Nada me fue devuelto, la memoria, en este caso, fue un silencioso y solemne
cementerio. El escenario era sólo una carcasa en la cual no podía ni
reconocerme ni conectar con mi emoción.
Solo, con sesenta y cuatro años, pisaba la tierra de alguno de mis recuerdos más
deslumbrantes y no sentía, ni siquiera, la necesidad de regresar al pasado. Sólo
una vaga curiosidad por saber qué había ocurrido realmente y por tratar de
descifrar algunas de las trampas que mi memoria, con seguridad, había urdido a
favor de mi equilibrio interior.
Ignoro si es una victoria o una derrota. Quizá no sea ni una cosa ni la otra,
ambas, en todo caso, son categorías inventadas para justificarnos, para darle a
nuestra existencia una dimensión de la que carece. Es posible que una lenta
apatía vaya debilitando las emociones de la memoria y los hechos, todos los
hechos casi sin distinciones, pasen a registrarse como las cifras monótonas y
casi idénticas de un calendario convencional. Los recuerdos, otrora cargados de
inusitada intensidad, comienzan a parecerse más a la realidad, no porque la
reflejen tal como fue, lo cual es imposible, sino porque se acomodan a su
verdadero tamaño. Lo que en otra etapa de nuestra vida fuimos agrandando y
embelleciendo, en la necesidad de hallar un sentido a la existencia, nos llevó a
ignorar cual era el límite exacto entre la realidad y la fantasía. Tal vez porque
ese sea el resquicio exacto en el que debemos ubicarnos para poder soñar. Libres
de esa exigencia, por falta de interés y de proyectos, los recuerdos vuelven a
ocupar el espacio real. Están allí sólo para ser recordados y no para justificar una
aventura, una pérdida, un lamento o una ilusión. Quizá la madurez, o esto que
llamamos madurez, no sea otra cosa que la capacidad de mirar la vida de frente,
sin necesidad de maquillar la supuesta belleza o el supuesto horror. Sin
necesidad de retornar al pasado pero también sin prisa para que el futuro nos
transforme en nada. Esa extraña aceptación del destino final y esa también
extraña y apacible sensación de que la vida es sólo un parpadeo que quizá ni
siquiera se registre en la memoria del cosmos, posee el regusto a un regalo
inesperado y hasta posiblemente inmerecido que hoy, tan cerca y tan lejos de
todo lo que ocurrió, me permite sonreír sin esperar absolutamente nada de lo que
vendrá y gozar sin ansiedad los movimientos convulsos de este estar en el
mundo.
Esta distancia para observar la otra orilla sin temor y seguir husmeando con
placer el buen olor de la vida es, quizá, lo que siempre estuve buscando.