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El asesinato de Chile

Eric Hobsbawm

El asesinato de Chile se había esperado durante tanto tiempo, y la agonía de los


últimos meses de Allende ha sido tan cubierta por la prensa, que todos los que
viven de aparecer en los medios ya pronunciaron sus responsos; con la excep-
ción de Washington, que mientras escribo continúa manteniendo un elocuente
silencio. Incluso el Partido Laborista, que mostró el mismo interés por la social-
democracia en Chile –mientras estuvo viva– que por los asuntos corrientes de
Afganistán, ha llorado su muerte con algunas lágrimas oficiales. Esto es tempo-
ralmente embarazoso para los asesinos, cuyo modelo fue una contrarrevolución
mucho menos publicitada, la que por cierto produjo la mayor masacre que se
registre en la posguerra: la de Indonesia en 1965.
Antes del golpe, los jóvenes reaccionarios habían pintado “Yakarta” en los
muros de Santiago; y ahora los militares chilenos les están diciendo a los te-
levidentes cuán exitosa ha sido Indonesia desde entonces en atraer el capital
extranjero. No habrá ningún problema para atraer el capital extranjero. Nadie
sabrá siquiera cuántos chilenos caerán víctimas de la venganza de su propia clase
media, pues la mayor parte de las víctimas será el tipo de chilenos de quien nun-
ca nadie oyó hablar más allá de su fábrica, su población o su pueblo. Después
de todo, cien años después de la Comuna de París, todavía no conocemos con
precisión cuántas personas murieron en la masacre que acabó con ella.
El principal problema con las condolencias públicas es que muy pocos
de sus autores estaban realmente interesados en Chile. La tragedia de este
pequeño y remoto país es que, como España en los años treinta, su proce-

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so político resultó ser de importancia mundial, ejemplar y, desafortunada-
mente, desprotegido. Se volvió un test, un caso de estudio. Los americanos
sabían perfectamente que el experimento no era acerca de si el socialismo
podía sobrevenir sin una insurrección violenta o una guerra civil, sino sobre
algo mucho más simple: para ellos el asunto era, y sigue siendo, la per-
manencia de su supremacía imperialista en América Latina. En los cinco
últimos años este dominio ha comenzado a verse erosionado por una serie
de regímenes políticos, no solo Chile sino también Perú, Panamá, México,
y más recientemente, con el triunfo de Perón, Argentina. Más que Allende,
se habría apostado que Perón iba a ser quien finalmente atrajera hacia sí un
golpe de Estado. Estados Unidos se había confiado, con buenas razones, en
que un lento estrangulamiento de la economía acabaría con el experimen-
to socialista en Chile, que siempre fue un país con una deuda externa en
permanente escalada, costos de importaciones en rápido ascenso y una sola
materia prima para vender, el cobre, cuyo precio se derrumbó en 1970 y se
mantuvo bajo los dos años siguientes. Pero hoy los americanos sienten que
ya no pueden esperar. En cualquier caso, las continuas entregas de armas a
las Fuerzas Armadas chilenas muestran que Estados Unidos siempre tuvo en
mente la posibilidad de un golpe.
Para el resto del mundo, Chile era un experimento más bien teórico sobre
el futuro del socialismo. Tanto a la derecha como a la ultraizquierda les preo-
cupaba probar que el socialismo democrático no es algo que pueda funcionar.
Sus obituarios, por lo tanto, se han concentrado en probar cuánta razón te-
nían. Para ambos bandos la culpa es de Allende.
La debilidad y los errores de la Unidad Popular de Allende fueron, sí, gra-
ves. Pero, antes de que la mitología decante y solidifique en moldes inmóviles,
dejemos tres cosas en claro. La primera y más obvia es que el gobierno de
Allende no se suicidó sino que fue asesinado. Lo que acabó con él no fueron
los errores políticos y económicos, ni la crisis financiera, sino la metralla y las
bombas. Y, para aquellos comentaristas de la derecha que se preguntan qué
otra opción les quedaba a los opositores de Allende más que un golpe, la res-
puesta es simple: no hacer un golpe.
En segundo lugar, el gobierno de Allende no era un experimento de socia-
lismo democrático, sino un intento de la burguesía de atenerse a la legalidad
cuando la legalidad y el constitucionalismo no servían ya a sus intereses. La
Unidad Popular no tuvo el tipo de poder constitucional que el Partido Labo-
rista ha tenido, y malgastado, cuando ha sido gobierno. Tenía a un Presidente
legalmente elegido por una pequeño margen de votos, que enfrentaba a un

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Poder Judicial hostil y a un Congreso controlado por sus enemigos, que le
impidieron aprobar cualquier proyecto de ley excepto si la oposición lo auto-
rizaba. Allende no operó con un poder constitucional sino meramente con los
recursos que su ingenio le permitió obtener de su posición como mandatario
legítimo (aunque constitucionalmente baldado). La mayor parte de esos re-
cursos se habían agotado a fines del primer año de gobierno. Incapaz de obte-
ner el control en las elecciones parlamentarias de este año, no había forma de
obtener mucho más por los medios constitucionales.
Pero, ¿y por medios inconstitucionales? Este es el tercer punto al que que-
ría hacer referencia, y es que la opción de “revolución” antes que “legalidad”
no era realmente una opción. Ni militarmente ni en términos políticos esta-
ba la Unidad Popular en posición de imponerse en un torneo de resistencia
física. Sin duda Allende detestaba la idea de la guerra civil, como cualquier
adulto con experiencia histórica, sin importar lo convencido que se esté de
que a veces es necesaria. Pero si hizo todo lo que estuvo en su poder para evi-
tarla fue porque creía que su bando sería el perdedor; e indudablemente te-
nía razón. Fue el otro bando el que trató de provocar una prueba de fuerza;
y, por cierto, lo hizo echando mano de los métodos tradicionales de la clase
obrera, con efectos devastadores. Las huelgas nacionales de los camioneros
fueron diseñadas no simplemente para paralizar la economía sino para en-
frentar al gobierno con una decisión incómoda, la coerción o la abdicación,
y de este modo obligar a los militares a abandonar su postura de neutralidad
política. Porque los reaccionarios sabían que si los militares debían elegir
entre identificarse con la izquierda o con la derecha, lo harían con la dere-
cha. Las huelgas fallaron el último otoño, pero tuvieron éxito este verano.1
Contra este estado de cosas, Allende solo contaba con la amenaza de la
resistencia. En efecto, preguntó al otro bando si estaba preparado para em-
barcarse en una fea y a largo plazo incontrolable guerra civil. Probablemente
calculó mal la reticencia de la burguesía chilena a esa opción. En general la
izquierda ha subestimado el temor y el odio de la derecha, la facilidad con
que los hombres y mujeres bien vestidos adquieren el gusto por la sangre.
Pero, como los acontecimientos han mostrado, la resistencia de la izquierda
estaba organizada. Solo el tiempo dirá si estaba organizada lo suficiente-
mente bien. Quizás no. Pero, a diferencia de la izquierda brasileña en 1964,
la izquierda chilena ha caído luchando. Y si el país va a entrar ahora en un
período de oscuridad, nadie puede albergar la menor duda acerca de quién
apagó la luz.

1 [Hobsbawm se refiere al otoño y verano boreales.]

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¿Qué podría haber hecho Allende? Es un difícil momento para llevar a
cabo una investigación sobre los posibles errores de esos hombres y mujeres
valientes, muchos de los cuales están muertos o lo estarán pronto. Yo no qui-
siera en ningún caso unirme a aquellos que hoy rondan la tumba de Allende
con carteles donde se lee, convenientemente escrito de diversas formas, “Te lo
dije”. Ni siquiera es fácil, en este instante, distinguir entre lo que fue un error
y lo que no lo fue, entre asuntos que no estaban bajo el control de los chilenos
(como el mercado del cobre), asuntos que teóricamente podrían haber sido de
otro modo pero que en la práctica eran inmodificables (por ejemplo, la pará-
lisis de la política a raíz de las rivalidades al interior de la Unidad Popular) y
políticas que sí podrían haber sido diferentes. No hay duda de que la apuesta
económica del régimen de Allende –y fue siempre una apuesta contra todas
las previsiones– fue un fracaso.
Personalmente no creo que hubiese mucho que Allende hubiese podido
hacer después de, digamos, principios de 1972 excepto hacer hora, asegurar la
irreversibilidad de los grandes cambios que se había logrado concretar, y con
suerte mantener un sistema político que le diera a la Unidad Popular una se-
gunda oportunidad más tarde. En el curso de un solo período presidencial no
había modo de construir el socialismo, y Allende lo sabía y no prometió hacer-
lo. En cuanto a los últimos meses, es casi seguro que no había prácticamente
nada que él pudiera hacer. Por trágicas que sean las noticias sobre el golpe, era
un hecho esperado y que se había predicho. No fue una sorpresa para nadie.

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