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Revolución y Guerra Tulio H.

Donghi

REVOLUCIÓN Y GUERRA
Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla.

Tulio H. Donghi

PRIMERA PARTE
El marco del proceso

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Revolución y Guerra Tulio H. Donghi

PRÓLOGO:

El tema de investigación proclamado por el autor es el surgimiento de un centro de


poder político autónomo, controlado por un cierto grupo de hombres, en un área en la que
hasta la noción misma de actividad política había permanecido desconocida por casi todos
hasta poco antes.

El objetivo general es seguir las vicisitudes de una élite política creada, destruida y
vuelta a crear por la guerra y la revolución. En cuanto a las preguntas de investigación, son
varias:

- ¿Cuáles fueron las relaciones sociales en cuyo cause iba a volcarse la nueva
actividad política?

- ¿Cuál fue la relación entre la élite política surgida de ese proceso y las élites sociales
y económicas cuya posición y actitudes van a ser hondamente afectadas desde entonces?

- ¿Cuál es el uso que la élite política hace de su recién conquistado poder para redefinir
su relación tanto con los restantes sectores de la élite como con esos grupos populares sin
cuya acción no habría alcanzado a encumbrarse (pero respecto a los cuales muy a menudo
se resiste a compartir el protagonismo)?

I- EL RÍO DE LA PLATA AL COMENZAR EL SIGLO XIX:

La delimitación espacial es el ámbito geográfico correspondiente al Virreinato del Río


de la Plata, mientras que la delimitación temporal está referida al período comprendido
entre la creación de dicha entidad política y el final de la primera década del siglo XIX.

El Virreinato del Río de la Plata era en realidad una estructura frágil y para nada
coherente y compacta, que reflejaba las vicisitudes de los dos siglos y medio previos de
conquista y colonización. Se trataba de un territorio de clima menos hostil que otras regiones
americanas, donde la existencia de una población prehispánica de agricultores sedentarios
fue aprovechada por la colonización para erigir la siguiente sociedad rural y señorial, según el
modelo de la metrópoli. No sería sin embargo esta nueva sociedad un cuerpo homogéneo: en
dos zonas rioplatenses surgirían centros de cultura fuertemente mestizada, con rasgos que
las diferenciarían entre sí: el Interior, por un lado, y las tierras guaraníes del Paraguay,
Uruguay y Alto Paraná, por el otro. Otras características de las tierras virreinales serían las
siguientes:

- Las regiones antes citadas (que llegarían a ser el núcleo natural del territorio y la
nacionalidad) estaban apenas pobladas y los españoles dominaban tan solo una estrecha
franja de tierra que iba desde Córdoba hasta Buenos Aires, pasando por el “istmo
santafesino” y el ”corredor porteño”.

- La llanura chaqueña y la Patagonia estaban fuera de control español, habitadas por


tribus errantes.

- Al este del Paraná, el dominio español era endeble y tardaría mucho en afirmarse.

- En el Alto Paraná y Uruguay, las misiones jesuíticas constituían un baluarte frente a


las avanzadillas portuguesas.

La economía virreinal estaba orientada no hacia el Atlántico sino hacia el Norte, hacia el
Perú. Todas las regiones antes descritas habían organizado su economía para satisfacer las
necesidades de Potosí, donde las minas de plata habían hecho surgir a una de las ciudades
mayores del mundo. Para Potosí producían sus telas de algodón el Interior y el Paraguay, su

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lana el Interior, su yerba mate el Paraguay y Misiones, sus mulas Buenos Aires, Santa Fe y el
Interior. Aunque Buenos Aires, en esos tiempos apenas una aldea miserable, pretendía ser
también un puerto clandestino de la plata potosina, compitiendo en esta etapa con una
escurridiza Colonia del Sacramento.

La estructura económica vigente entró en crisis hacia finales del siglo XVIII debido a
numerosas causas como el ascenso del oro y el declive de la plata, la irrupción de nuevos
centros financieros en Europa, etc. La nueva coyuntura determinaría el ascenso de una
Argentina litoral y el descenso de las regiones que, desde la conquista, habían estado en el
centro de la vida española.

a) Estabilidad en el Interior:

El interior es la vasta zona que se extiende al este de los Andes, de la meseta


altoperuana, hasta donde las estribaciones orientales y meridionales de las sierras
pampeanas se pierden en la llanura. Se trata de una zona dónde la fertilidad se concentra
cerca de los cursos de agua, ya que el resto forma una llanura abierta y esteparia con
amplios trechos desérticos.

- Salta: protegida por una línea de fortificaciones de cara al indómito Chaco, en Salta
gobierna una aristocracia rica, dueña de la tierra y repartida en estancias, sobre una plebe
mestiza. La característica principal es el latifundio o gran propiedad, base económica de la
aristocracia, que también domina el comercio. Al borde de la ciudad tiene lugar anualmente
la feria de mulas más grande del mundo, adonde confluyen las bestias de Buenos Aires y del
Interior, quedando en invernada en las praderas cercanas, antes de afrontar la etapa final del
viaje hacia Potosí. De un tráfico de 50000 animales al año antes de 1795, las rebeliones
ulteriores lo harán descender a la mitad en el quinquenio siguiente para volver a aumentar
gradualmente (en 1803 serán ya 50 mil). El comercio mular es la fuente de prosperidad para
gran parte de la aristocracia salteña, entre la cual descuellan las dinastías vascongadas. Los
patriarcas de las mismas han arribado a la zona como burócratas o comerciantes; en el
primer caso, no tardan en incorporar la actividad mular a sus negocios. El acceso a la tierra
es alcanzado siempre por entronque con mujeres pertenecientes a familias más antiguas.
Pronto establecen diferencias sociales con el resto, sobre la base de diferencias de sangre.

- Tucumán: se nutre del agua que baja del frente montañoso del Aconquija, en los
límites con Catamarca. Es un oasis subtropical, centro vital de la ruta entre Buenos Aires y el
Perú, que se apoya en el comercio y las artesanías. Destaca por sus trabajos en maderas
duras, por la fabricación de carretas y por la labor de sus curtiembres para los cueros de sus
propios ganados. También se desarrolla incipientemente la ganadería, la agricultura y una
pequeña industria de sebo y jabón. La tejeduría doméstica no permite el autoabastecimiento
de sus pobladores, por lo que se debe recurrir a la importación de lienzos ordinarios desde
Perú. La élite social está conformada por un pequeño grupo de hombres ligado al comercio y
las escasas producciones.

- Catamarca: se conserva aquí el cultivo del algodón. Bajo la forma de tejidos de uso
cotidiano para los más pobres, el algodón catamarqueño encuentra hasta 1810 salida en el
Interior y el Litoral, sin amenazar nunca la el predominio de la producción peruana.
Entretanto, su producción agrícola encuentra mercados en Tucumán, mientras que el vino
compite en la región vecina con los de Mendoza y San Juan. El aguardiente alcanza
mercados más lejanos. Con las tierras mejor repartidas entre la desbordante población de los
valles, no existe el latifundio al estilo salteño. La orden de los franciscanos se halla
establecida desde la conquista tras una efímera evangelización jesuita.

- La Rioja: Los llanos de la Rioja, también, como Córdoba, se benefician a principios


del siglo XIX con el ascenso ganadero y con la intensificación del tráfico en el Interior. Al
ganado menor, se anexa el mular, que se exporta parte a Chile y parte a Perú. En cambio, la

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Rioja montañosa es mayoritariamente indígena aún. La gran propiedad es la característica,


aunque la modesta riqueza de la clase propietaria impide que se den aquí los contrastes que
son característicos en Salta.

- San Luis: con población en descenso, es, al igual que Córdoba y Santiago, un centro
proveedor de mano de obra para otras regiones. La ganadería puntana abastece de carne a
Mendoza y San Juan, mientras que los cultivos abastecen a una población en continuo
descenso.

- San Juan y Mendoza: poseen dos oasis consagrados al cultivo de regadío,


desarrollados ya embrionariamente antes de la conquista. Mendoza es un centro comercial
importante que se halla en el itinerario de la ruta que une a Buenos Aires con Chile. Produce
vinos, agricultura de cereal y explotación ganadera, que son la fuente de riqueza de un grupo
dominante de comerciantes y transportistas. San Juan no es tan afortunada y se halla en
decadencia desde 1778, pese a haber sido la ciudad más importante de la región cuyana. En
aquél año el nuevo régimen de libertad comercial ocasionó un derrumbe en los precios de sus
principales producciones: vino y aguardiente, que servían para pagar los consumos de bienes
procedentes de otras regiones.

- Santiago del Estero: es una región extremadamente pobre conformada por dos oasis
largos y paralelos: el del río Dulce y el del Salado. Los habitantes de la región sirven
usualmente de base humana para todas las empresas agrícolas del Litoral (es por tanto un
foco proveedor de mano de obra). La agricultura se basa en el trigo, que se envía a regiones
más prósperas, y en el maíz, que se consume localmente. La tejeduría doméstica florece y el
excedente de telas y ponchos se comercializa en el Litoral, compitiendo con los productos de
los obrajes indígenas peruanos sobre la base de su baratura. La élite social también se
compone aquí de comerciantes que dominan los exiguos lucros caravaneros.

- Córdoba: con pasado agrícola, a principios del siglo XIX le alcanza el auge ganadero.
La oligarquía cordobesa se nutre de las ganancias del comercio urbano y de la nueva
actividad ganadera. En las serranías la actividad económica está orientada a la agricultura y
el ganado menor; allí también florece la tejeduría doméstica, con comerciantes que recorren
la zona vendiendo a crédito a las tejedoras para luego cobrarse con su trabajo. Córdoba, al
igual que Santiago, también es una región proveedora de mano de obra para los pueblos
carreteros y centros agrícolas de Buenos Aires. La clase dominante es rica en tierras, pero
pobre en dinero. Los jesuitas han sido expulsados, declinando con su éxodo la explotación
agrícola.

Las consecuencias del nuevo régimen de libre comercio inaugurado en 1788 no deben
ser exageradas en cuanto a las artesanías, ya que las telas importadas eran principalmente
productos finos que no competían en forma directa con las baraturas del Interior. Pero los
efectos sobre las economías de la zona occidental del interior sí se dejaron sentir, sobre todo
en los oasis agrícolas, donde los españoles habían establecido pequeñas réplicas de la
agricultura mediterránea: vid, trigo, aceite, frutas secas. Estos productos hallaron una fuerte
competencia no solo en Buenos Aires sino en todo el Interior, debido a que sus símiles
españoles llegaban al virreinato a menores precios, inundando dichos mercados.

b) El ascenso del Litoral:

Tampoco lo que iba a ser el Litoral argentino conforma un bloque homogéneo. El Litoral
está integrado por cuatro centros: Asunción, Corrientes, Santa Fe y Buenos Aires.

- Corrientes es el centro más pobre y rústico, con numerosos bandoleros y esclavos


alzados, refugiados en sus montes. La riqueza ganadera crece en la campaña donde antes
los jesuitas se habían lucido entre algodonales y campos de yerba mate. La ciudad de
Corrientes no controla la riqueza de la campaña, pero participa en ella, aunque vive del
comercio y de la navegación (industria naviera). El comercio se basa en la yerba mate y el

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algodón, producciones que perviven de la época jesuítica, compitiendo con Asunción. En las
misiones, los pueblos guaraníes son ahora superexplotados por administradores que las
saquean sistemáticamente, impidiendo a los indios el camino a la prosperidad individual.

- Santa Fe: en decadencia como centro de comercio terrestre y fluvial, Santa Fe conoce
sin embargo una prosperidad creciente gracias a la ganadería. Aprovechando su relativa
cercanía con el Interior y las viejas rutas que con él la unen, Santa Fe se enriquece con la
cría y el comercio de mulas, que los grandes productores llevan a vender hasta Salta y
Potosí. Son estas actividades las que dominan la economía santafesina.

- Buenos Aires: libre de indígenas hasta el Salado, predominan las estancias


medianas al norte que combinan agricultura con ganadería, la pequeña propiedad al Oeste
con predominio agrícola, la explotación mixta al sudoeste. La agricultura tiene su centro en
los distritos occidentales, donde no todos son propietarios mientras quienes sí lo son, deben
recurrir al auxilio temporal de una mano de obra escasa. He aquí un rasgo constante de la
vida campesina litoral: el trabajo asalariado tiene en ella un papel necesario, aun
tratándose de los propietarios más pobres. Las principales características son las
carestías de dinero, de tierra y del trabajo. Muchos buscan alivio a sus penurias acudiendo al
transporte como actividad complementaria: por tanto, al revés de lo que ocurre en el Interior,
donde la actividad transportista está en manos de los más ricos propietarios y mercaderes
(dueños de verdaderas flotas de carretas), en Buenos Aires son enjambres de carreteros,
dueños de uno o dos vehículos, los que llevan a la ciudad la voluminosa cosecha de cereales
y emprenden por añadidura la aventura de la ruta norteña.

El trigo rioplatense, además de las limitaciones legales, padece el problema que es muy
caro para ser exportado, salvo en momentos excepcionales. Y así seguirá sucediendo
durante decenios, encontrando su destino en el mercado local, amparado mediante
prohibiciones de importaciones. La agricultura sobrevive entonces penosamente

La ganadería, entretanto, también tendrá sus propios problemas, principalmente la


explotación destructiva de las vacadas sin dueños, los rodeos de estancia y la competencia
de la ganadería entrerriana y oriental. Desde 1795 la guerra desordena la explotación de
cueros y frena la expansión de la ganadería. En Buenos Aires como en Santa fe, la cría de
mulas, menos necesitada de hombres y tierras que la vacuna, tiende a expandirse más que
ésta. Pero aunque la coyuntura es desfavorable, la ganadería sigue siendo el centro de la
vida económica de la campaña porteña. En las estancias se la combina con la agricultura
cerealera: la mano de obra empleada por los estancieros se compone de peones o braceros
agrícolas y de especialistas que no permanecen mucho tiempo en un solo lugar. A la par de
las estancias también se da una más reducida explotación ganadera solo parcialmente
sustentada en tierras propias, donde los dueños de tropillas y majadas arriendan u ocupan
baldíos. Se trata de una fachada legal para el robo y el comercio ilícito. Los estancieros se
disputan con éstos la escasa mano de obra existente y por lo tanto, cara.

En cuanto a la banda oriental, el primitivismo de la vida ganadera va acompañado por


un progreso técnico superior al de Buenos Aires: surge aquí el primer saladero de la región, al
que seguirán otros. Montevideo debe su desarrollo a su relativo aislamiento: es una ciudad
fortificada y una ciudad de guarnición que tiene una población peninsular
excepcionalmente numerosa que no depende para su subsistencia del orden
económico local, sino de la capacidad de la administración imperial para atender sus
salarios. Casi desconectada de la campaña por dicho motivo, la consecuencia se observa
precisamente en ésta última: la Banda Oriental, como Corrientes, mantiene entonces un
sector rural primitivo que nos devuelve al estado de cosas imperante antes de 1750, excepto
por la aceleración del ritmo económico motivada por el régimen de libre comercio vigente tras
1788. La inseguridad jurídica que se manifiesta, por tanto, al nivel de la propiedad de las
tierras de la campaña motiva la aparición de los gauchos ya en el siglo XVIII, como una

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referencia a los ladrones y contrabandistas de ganado y cueros, que es usada sobre todo por
los habitantes de las ciudades.

c) Buenos Aires y el auge mercantil:

Capital del Litoral es Buenos Aires que, a finales del siglo XVIII es ya comparable a una
ciudad española de segundo orden y, por lo tanto, muy distinta a esa aldea de paja y adobe
de medio siglo antes. Este crecimiento es consecuencia de su elevación a centro principal de
comercio ultramarino para el extremo sur del imperio español. Buenos Aires es entonces una
ciudad comercial y burocrática donde llegan desde 1750 los representantes de la nueva
España renovada de Carlos III: catalanes, vascos, navarros y gallegos. Los nuevos ricos
hacen su fortuna a la manera tradicional: son consignatarios de casas españolas (a veces
mantienen lazos de parentesco con ellas) y obtienen altas ganancias sobre la base del
desconocimiento de las casas españolas sobre los movimientos del mercado local.

En cambio, los controles son muchos más estrictos con respecto a los agentes
comerciales en el Interior, dado que los contactos son mucho más frecuentes entre las
grandes casas porteñas y sus corresponsales establecidos en ciudades como Córdoba,
Salta, Santiago o Jujuy. Al cabo, la distribución de los lucros comerciales termina
favoreciendo a los comerciantes porteños debido al escaso control que soportan desde
España y a la estricta vigilancia que ejercen sobre sus agentes en el Interior. Por otra parte, la
mayor parte de los ingresos procede de comisiones o reventas de artículos importados que
de exportaciones de cueros. El giro comercial es, en consecuencia, modesto y con altas tasas
de utilidad. El éxito del sector comercial porteño se debe a que en estas instancias, satisface
con sabia parsimonia una demanda que considera irremediablemente estática y que
corresponde a una estrecha franja de gente pudiente. Por otra parte, la exportación de cueros
que podría dar mayor dinamismo económico al Litoral está sometida a los vaivenes de las
guerras en Europa.

En resumen, el arte de comerciar se ha reducido a la existencia de una situación


sustancialmente estática y ha aprendido a sacar partido de ella en base a altas tasas de
ganancia. Existen no obstante espíritus aventureros que, evadiendo la ruta gaditana,
aprovechan los riesgos de la guerra para hacerse rápidamente ricos. Usan para ello las rutas
de Cuba, del Brasil y los Estados Unidos. Se trata de un grupo que, durante los años finales
del dominio español, favorece junto con los hacendados, la liberalización comercial
emprendida por la corona. Prioriza la especulación por sobre la rutinaria explotación de una
situación privilegiada. La nueva vía de ascenso social consiste entonces en acumular golpes
de fortuna aprovechando una coyuntura variable según la cual España veía amenazada y
luego totalmente cortada la vinculación con sus territorios ultramarinos (guerra primero con
Francia y luego con Inglaterra). Esta coyuntura, pues, aleja tanto el control ejercido por
España como impide por las mismas razones la presencia en el escenario rioplatense de las
potencias comerciales mejor consolidadas, sustituyéndolas por otras que aprovechan la
situación: Buenos Aires conoce entonces los barcos de comercio de EEUU, de las ciudades
hanseáticas, de los países nórdicos, de Turquía… Incluso esas nuevas potencias reemplazan
mal a las anteriores y Buenos Aires llegará a desarrollar su propia flota comercial para
alcanzar latitudes tales como Europa, América del Norte, África, el Índico. No obstante, la
finalización de las guerras y la reconciliación entre España e Inglaterra en 1808, permitirían el
desembarco de la nueva metrópoli aliada ya en 1809, lo que cambiaría nuevamente toda la
situación en perjuicio de los emprendedores. Desde protagonista, Buenos Aires volvería a ser
colocada en los arrabales del mundo comerciante.

Entretanto, las principales características del último período virreinal son las siguientes:

- En primer término, pese a la expansión de la ganadería litoral, el principal rubro de


exportación es el metal precioso (un 80% en 1796). Luego siguen los cueros y en menor
medida la carne seca y salada.

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- La primacía del metálico es indudable. De Buenos Aires sale anualmente un caudal de


plata similar al nivel de acuñaciones de Potosí. Una parte de la plata que pasa por dicha
ciudad es la porción situada al margen del proceso comercial que es extraída y acuñada para
la corona (el famoso quinto real). Se trata de una proporción reducida, puesto que la mayor
parte del metal altoperuano es atraído a Buenos Aires por mecanismos comerciales y más
tarde extraído merced a la importación de productos excepcionalmente costosos. Así, pues,
la hegemonía del sector comercial aparece impuesto por las cosas mismas: es un aspecto
necesario del orden colonial. La prosperidad de Buenos Aires y la más modesta de los
centros de comercio y transporte sobre la ruta peruana deriva básicamente de la participación
en los beneficios que ese orden otorgaba a los comercializadores sobre los productores.

- El mayor negocio mercantil rioplatense, la exportación de productos de Castilla al


Tucumán, Cuyo, al Alto Perú, para ser vendidos a cambio de metálico, supone el
mantenimiento del orden colonial. Por sí solo, el comercio de cueros y tasajo se presenta
ruinoso. Solo aquéllas regiones del interior que sean capaces de generan con su propia
actividad agrícola, ganadera y comercial los excedentes necesarios podrán adquirir productos
de Castilla (tal será el caso de Tucumán, a diferencia de la declinante San Juan, cuyos
escasos recursos los destinará a bienes esenciales).

d) Una sociedad menos renovada que su economía:

Frente a los cambios económicos que empiezan a vislumbrarse y que son más
atenuados hacia el Interior, la sociedad rioplatense se ve a sí misma como dividida por líneas
étnicas. En el litoral los esclavos se encuentran sometidos a un régimen jurídico especial y ya
en 1778, en la misma Buenos Aires, algunos hombres de color se han convertido en
artesanos y comerciantes teniendo su propia dotación de esclavos. En el Interior, entretanto,
una gran parte de la población africana llegada para cubrir los vacíos demográficos ya ha
logrado emanciparse y se encuentra en un estadio más avanzado que en el Litoral. Ni en uno
ni en otro lado los africanos se hayan confinados exclusivamente a los niveles más bajos de
la escala social.

Pero una vez libres, los africanos no ingresan a una sociedad abierta a nuevos
ascensos. Por el contrario, se incorporan a una estructura social dividida en castas. Por una
parte están los españoles, descendientes de la sangre pura de los conquistadores; por el otro
los indios, descendientes de los pobladores prehispánicos. Los unos y los otros se hallan
exentos por derecho de las limitaciones a que estaban sometidas las demás castas. El resto
(mulatos, negros libres, zambos, mestizo, calificados en infinitas gradaciones) vive sometida a
limitaciones jurídicas de grado variable.

Pero estas rígidas alineaciones según castas graduadas en función de la sangre son
algo nuevo. En el siglo XVII han pesado más que en el XVI y en el XVIII más que en el XVII.
No obstante, la usurpación de casta o la adquisición del estatuto del español es posible: la
primera se alcanza sencillamente por traslado a lugares donde el origen del emigrante es
desconocido (recurso muy usado por mulatos claros); la segunda se obtiene mediante
declaratoria judicial y cuesta dinero (para el procedimiento y para comprar testigos de valía).
En este último caso, una denuncia bien fundada, no obstante, podía cortar carreras públicas o
profesionales endeblemente apoyadas en declaratorias de pureza de sangre.

Los españoles de Indias, en el campo jurídico, estaban exentos del tributo y esa
exención era en la metrópoli el signo mismo de la hidalguía. La sociedad española en Indias
parece más democratizada: existe un sector socialmente alto más extenso que el de la
metrópoli, pero su distancia social respecto de los restantes es amplia. En Hispanoamérica
existe una concepción de nobleza apoyada sobre todo en la idea de pureza de sangre en
lugar de la noción que impera en la península, más ligada a linajes y funciones precisas. Hay
por tanto un número elevado de nobles entre la población que en el Interior oscila en un 30%
del total, siendo más elevado en el Litoral. Este sector se denomina a sí mismo noble y se

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tiene por tal. Esta línea divisoria no se halla amenazada por la presión ascendente de los que
legalmente son considerados indios (cuyos pueblos, habitados por mestizos, conservan muy
poco del legado prehispánico).

Los pueblos de indios se encuentran en crisis desde que participan en los mismos
circuitos comerciales de los españoles, sin mencionar la emigración de parte de sus
habitantes. Pero los indios que los abandonan, ingresan en la sociedad española en niveles
muy bajos, sin posibilidades ni apetencias de ascenso. En cambio, aquélla línea divisoria está
menos defendida frente a la presión de los africanos emancipados, debido a que éstos
desempeñan actividades más propicias al ascenso social que el indio (labrador casi siempre
en tierras marginales). Los negros forman un grupo predominantemente urbano; aparte de la
esclavitud doméstica, sus labores se relacionan con la artesanía. Los mulatos terminan por
ser la amenaza externa más grave para esa organización social según castas.

No obstante, la mayor amenaza contra esa organización social es intrínseca al grupo


superior. Siendo el grupo de los españoles muy numeroso, no todos son sin embargo
poderosos económicamente hablando. Por el contrario, dentro de este grupo que se llama a
sí mismo gente decente, hay un vasto sector semi-indigente cuyo mantenimiento es
asegurado por el poder público y por los cuerpos eclesiásticos. La suerte de los pobres
decentes es particularmente dura y ello se ve reflejado en otra división no institucionalizada
dentro de la gente decente y que está basada en puras diferencias económicas. Los intentos
de ascenso social desplegados por los pobres decentes son usualmente torpedeados por
denuncias sobre falta de pureza de sangre, una acusación particularmente peligrosa para
aquéllos cuyo rápido progreso provoca la irritación de la gente decente del sector tradicional.

Aun dejando de lado el extracto pobre, la gente decente no forma un grupo homogéneo:
permanentemente se muestra abierta a nuevas incorporaciones de peninsulares y de
extranjeros, quienes cumpliendo con el requisito de pureza de sangre, deben todavía ostentar
el capital suficiente como para estar por encima de los pobres decentes. Algunas sociedades
del Interior, como la salteña, reciben la afluencia masiva de inmigrantes españoles que se
incorporan como burócratas y comerciantes por lo que la hegemonía de la gente decente, allí
donde sus bases económicas locales son endebles, depende sobre todo de la solidez del
orden administrativo heredado de la colonia (por eso no es de extrañar que resista mal a la
crisis revolucionaria que vendrá poco después).

También el signo divisorio entre las clases, además de estar depender de la pureza de
sangre y del poderío económico, está determinado por la instrucción. No obstante, el sector
económicamente dominante tiene el predominio dentro de la gente decente. En Salta y
Córdoba dicho sector fundamenta su riqueza en la tierra, mientras que en Cuyo y Tucumán lo
hace en base al comercio, aunque complementándolo con actividades administrativas. En
todo caso, la función pública da prestigio y una buena dosis de corrupción, alentada por la
endeblez de los controles que se hacen a la distancia, facilita el enriquecimiento de los
funcionarios peninsulares. Precisamente uno de los rasgos característicos de los grupos
hegemónicos de las Indias españolas es la inventiva desplegada para acrecentar los
beneficios abusando de la propia posición jurídica y social, a veces explotando también el
poder político más para ejercer rapiña que especulación.

En el Litoral, la división entre españoles y castas no tenía tanta relevancia debido a


que los españoles formaban la mayoría de la población (al menos en las ciudades). Los
indios faltaban casi por completo y casi todos los africanos estaban separados por el régimen
de la esclavitud. La división está aquí más disipada, aunque existe un sector alto de
dignatarios y grandes comerciantes, muy ligados entre sí, y sectores medios igualmente
vinculados a la vida administrativa y mercantil en situación dependiente, lo que también es
habitual en los centros urbanos del Interior. La diferenciación está, en cambio, en la
importancia numérica de ese sector dependiente que es muy importante en Buenos Aires.
También es considerable en Buenos Aires la presencia de un sector medio independiente

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vinculado al artesanado, que tiene un peso específico mayor que en el Interior, debido a que
cuenta con un mercado consumidor voluminoso con el que se contacta directamente.

A su vez, el sector comercial de Buenos Aires depende mucho menos de las


estructuras burocráticas que su símil del Interior. Los hijos de los comerciantes se vuelcan por
su parte a las carreras liberales, acudiendo para ello a Charcas, Córdoba o Santiago de Chile,
adonde también asisten miembros de grupos intermedios en busca de un instrumento eficaz
de ascenso social. En la Buenos Aires de los últimos tiempos virreinales la tenencia de un
título académico es una vía de acceso a los grupos dirigentes. Entretanto, la presencia de
una vasta masa esclava contribuye sin duda a mantener un sector marginal de blancos
pobres y sin oficio, poniendo en constante crisis a la organización gremial en el sector de las
artesanías. Las ciudades del Litoral, mucho más que las del interior, no aseguran trabajo para
toda la población, tanto más por cuanto prima la ganadería. En estas ciudades, los sectores
que no se adaptan a la nueva economía de mercado no logran desarrollar actividades al
margen de ésta; por ejemplo no hay tejeduría doméstica. Esto produce una abundancia de
pobres ociosos, característica de Buenos Aires y de casi todos los centros urbanos del Litoral,
que son más indisciplinados que levantiscos, ameritando una serie de medidas por parte del
cabildo. Esta plebe ociosa es ubicada al margen de la gente decente.

En la campaña litoral, por el contrario, la población está más tocada por las
innovaciones económicas; el núcleo es la estancia, y sus moradores son mayoritariamente
hombres. La estructura familiar es casi inexistente. En ausencia del patrón, la autoridad
máxima en las estancias es un capataz mulato o negro emancipado, residente estable, cuyas
hijas son asiduamente buscadas por los peones conchabados debido al prestigio social que
las rodea. En todo caso, en esta zona moderna y primitiva a la vez, el prestigio personal
supera a las consideraciones de linaje y, parte de ese prestigio se logra a través de
estructuras que nada tienen que ver con la estancia y sí con el bandolerismo y el comercio
ilícito.

Las zonas cerealeras y de pequeña ganadería aparecen a la vez mucho más


ordenadas y tradicionales. La agricultura litoral es una derivación de la del Interior. Las
explotaciones son reducidas por una cuestión práctica: no se puede cercar los campos y es
imposible vigilar una gran explotación; además está el problema de la carestía de la mano de
obra asalariada. Reduciendo el tamaño de la explotación es como muchos agricultores
pueden superar el trance de la falta de braceros. Las jerarquías sociales en estas regiones no
siguen tanto a las líneas de castas.

Una división social según castas en el Interior, una estratificación social poco sensible a
los cambios económicos en el Litoral (salvo en la zona de ganadería nueva) parecen
entonces definir el entero panorama de la comarca rioplatense. Pedro las desigualdades
alimentan tensiones en las zonas de más vieja colonización. Además, en los últimos tiempos
virreinales una sensación adicional refuerza tales tensiones: se trata del sentimiento que
opone a los españoles europeos y a los americanos; a los primeros se los acusa muy
frecuentemente de monopolizar las dignidades administrativas y eclesiásticas, de cerrar a los
hijos del país el acceso a los niveles más altos dentro de los oficios de la república.
Imputaciones que serán nuevamente reiteradas hasta el cansancio por los jefes de la
revolución. Entretanto, el resurgimiento económico de España tras los cambios borbónicos en
la administración, aunque limitado, tiene como efecto el establecimiento ultramarino de
nuevos grupos comerciales rápidamente enriquecidos, muy ligados en sus intereses al
mantenimiento del lazo colonial (otro motivo más para atizar el aborrecimiento contra los
peninsulares). No obstante, había otros factores que influían negativamente acrecentando el
descontento hacia los españoles, como era la falta de oportunidades que la sociedad virreinal
ofrecía para mantenerse o avanzar en niveles medios o altos. Dicha falta de oportunidades
tenía que ver sobre todo con la escasa renovación de la economía rioplatense. Así, pues, el
odio al peninsular incluía a sectores sociales muy vastos, pero se manifestaba con particular

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intensidad en los niveles más bajos, a los que el orden colonial no les reservaba funciones
precisas.

La sociedad está de este modo menos tocada de lo que cabría esperar por los impulsos
renovadores que se insinúan en la economía. Pero aún menos lo están la cultura y el estilo
de vida. Incluso las nuevas instituciones creadas a partir de las reformas borbónicas no
pueden escapar a la influencia de las rígidas tradiciones de la vida rioplatense. En este
sentido, la iglesia juega un papel fundamental; la expulsión de los jesuitas no ha hecho mella
en su poder ni en el de las demás órdenes monásticas. A su prestigio, la Iglesia une un
poderío económico y social nada desdeñable: propiedades rústicas y fundos urbanos y
suburbanos que exigen para su mantenimiento tropas de esclavos (en la ciudad de Córdoba
son las congregaciones las mayores propietarias de negros) dan a los cuerpos eclesiásticos
un indiscutible arraigo en la realidad económica. De este modo, en esa sociedad rígidamente
jerarquizada, la iglesia y las órdenes hacen las veces de puente entre los más alto y lo más
bajo de la jerarquía social. Tanto más por cuanto si consideramos que en torno a los
conventos se mueve una densa clientela de plebeyos integrada tanto por indigentes como por
sectores apenas pudientes, mientras que a las catedrales acude la flor y nata de la gente
“noble”.

La escasa densidad poblacional, no obstante, sigue siendo el punto flaco del edificio
virreinal al contribuir a la disolución de los lazos sociales. Una consecuencia de ello es el
carácter marcadamente masculino de la sociedad litoral respecto de la del Interior; quizá por
la influencia de las tradiciones indígenas la mujer tenía una gravitación mucho más intensa en
el Interior que en la metrópoli. Esto se notará especialmente en las guerras de la
Independencia, con mujeres encabezando batallones o acaudillando a campesinos, o en la
misma rutina cotidiana, con tiendas del Interior atendidas por mujeres. En el Litoral, en
cambio, las mujeres de los pueblos no son adictas al huso y al telar y en la campaña son
singularmente escasas. La débil demografía también incide en los cuadros eclesiásticos,
donde faltan postulantes.

La nueva economía también tendrá sus efectos sobre las poblaciones del Interior: frente
a un Litoral en ascenso, un número creciente de inmigrantes, saliendo de Córdoba, Santiago
del Estero y San Luis surte de mano de obra a la zona agrícola cada vez más amplia de
Buenos Aires. De esta manera, la baja densidad demográfica se difunde al Interior agrícola y
artesanal y ni siquiera esta redistribución interna asegura el equilibrio, ya que para 1810 el
Interior todavía mostraba una población más abundante que el Litoral en expansión. Así,
pues, pese a la afluencia de migrantes tanto del Interior como peninsulares, la falta de brazos
se sigue haciendo sentir en el Litoral, donde tampoco el crecimiento vegetativo alcanza para
cubrir las necesidades.

En las últimas etapas coloniales, el problema demográfico es en parte atenuado por la


introducción de esclavos. No obstante, a falta de plantaciones o minas, los africanos son
destinados al sector de servicios domésticos, lo cual explica por qué el régimen esclavista no
alcanzó el auge que tuvo en el Caribe. Con todo, la presencia de esclavos se refuerza a
medida que pasa el tiempo: en 1744 constituían el 16,5 % de la población, el 25% en 1778 y
el 30% en 1807. Habría que destacar que en el Interior la proporción de esclavos
emancipados era sustancialmente más alta que en Buenos Aires.

Conclusión: la sociedad rioplatense se nos muestra entonces menos afectada por la


corriente renovadora de la economía de lo que a menudo se nos suele presentar. Pero el
orden colonial aparece asediado por todas partes a raíz de esa corriente y su carta de triunfo
consiste en mantener el pacto colonial; mientras éste subsista, la hegemonía mercantil, que
es su expresión local, está destinada también a sobrevivir. La revolución va a significar, entre
otras cosas, el fin de ese pacto colonial y se presentará empobreciendo el orden social de la
colonia mientras se busca el establecimiento de un nuevo pacto en el que las relaciones con
las nuevas metrópolis se van a dar de un modo diferente.

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II- LA REVOLUCIÓN Y DISLOCACIÓN ECONÓMICA:

Tres fueron las consecuencias principales que dejó el proceso revolucionario de


manera inmediata:

- La mutilación y fragmentación del hinterland comercial de Buenos Aires,

- La transformación profunda del comercio ultramarino, colocado ahora bajo el signo de


la hegemonía británica y,

- El empobrecimiento paulatino de un fisco cada vez más exigido por mayores gastos
bélicos.

a) Mutilación y fragmentación del espacio económico virreinal:

La revolución comenzó a mutilar el hinterland comercial que la geografía y la política


borbónica habían creado para Buenos Aires: en manos realistas, el Alto Perú se perderá
definitivamente, con lo que la ruta del norte quedaba cerrada. Todo el Interior mercantil, que
había crecido sobre esa ruta, sufrió de inmediato los efectos del cierre. Ello explica por qué el
movimiento revolucionario fue visto allí con sentimientos contradictorios.

El cierre de la ruta del Norte no fue, sin embargo, completo. Los contactos con el Alto
Perú fueron decreciendo gradualmente y aún en 1824 hay testimonios que certifican su
existencia, si bien es cierto, no ya con la intensidad de años anteriores. La desesperación por
salvar algo de la anterior bonanza llevó inclusive a algunos comerciantes a dar vida a una
ruta poco transitada, la del Despoblado, que atravesaba Salta al oeste de la tradicional. Con
todo, la disminución del flujo de metálico también reconocía como causa el declive sufrido en
la producción de plata potosina, que ya no iba a alcanzar los niveles de las últimas décadas
coloniales. El Interior se transformaba así en un callejón sin salida entre los dos polos de la
economía virreinal, donde la escasez de circulante obligará a los gobiernos provinciales a
emplear la vajilla familiar para lograr acuñaciones de dudosa ley (Salta, Tucumán, Santiago
del Estero). Será una aventura que no durará mucho: al erigirse la República de Bolivia en
1825, la ruta altoperuana volverá a quedar abierta para el Interior. No obstante, las relaciones
entre el Alto Perú y el resto del antiguo virreinato no se habrían de reconstruir acorde al
formato anterior, habiendo escapado el altiplano definitivamente a la órbita atlántica (en la
que lo había instalado la política borbónica). De ahora en más, el Alto Perú quedará
expectante de la ruta del Panamá, empleando en la coyuntura la del Cabo de Hornos.
Pasando por Chile, los beneficios del tráfico comercial quedarán en manos de los mercaderes
británicos con base en Valparaíso.

El Interior será entonces para Bolivia proveedor de ganados y de alguna otra


producción local, pero ya no cumplirá el anterior rol de intermediario entre el centro minero y
Buenos Aires. El Alto Perú se había perdido para siempre para los grandes comerciantes
porteños e inclusive su supremacía será puesta en cuestión en comarcas menos remotas.
Así, en el Interior termina por establecerse un equilibrio entre las influencias rivales de
Valparaíso y Buenos Aires, a la espera de que luego de 1852 la salida atlántica reconquiste
su total predominio.

Pero no solo el proceso revolucionario cerró la ruta del norte sino que también instauró
la fragmentación económica y política. Así, la primera década revolucionaria estará signada
por la rivalidad entre la capital virreinal y el litoral antigüista, mientras que la década siguiente,
la segunda, será aún más extrema, con Buenos Aires habiendo perdido completamente su
hegemonía, que solo podrá recuperar tras 1841. La característica sobresaliente de estos
períodos postrevolucionarios estará dada por una guerra civil que fragmentará el antiguo
espacio virreinal. En consecuencia, el cuadro que representaba el interior en los años
virreinales iba a ser recordado con nostalgia en la Época independiente. A las dificultades que
entonces se daban, la revolución iba a agregar las consecuencias de la inseguridad: para mal

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o para bien, la existencia del virreinato había garantizado el flujo comercial de manera
relativamente segura a lo largo de esos grandes despoblados del interior.

b) El peso creciente del estado:

Hasta 1810 las finanzas virreinales habían dependido del metálico altoperuano, por lo
que puede inferirse que incluso en la época virreinal, la separación económica del altiplano
habría causado una seria crisis financiera. Producida la revolución y perdidas las minas
potosinas, fueron las rentas de la aduana (desde 1810 a 1930) las que iban a proporcionar lo
más saneado de los recursos del nuevo estado. Recursos sin embargo insuficientes, sobre
todo debido a que la guerra multiplicaba las erogaciones del estado. ¿Cómo costear la
guerra? En el nuevo país, donde la autoridad del poder central no estaba afirmada ni mucho
menos, no estaban dadas las condiciones para modificar el sistema impositivo; tampoco
estaban dadas para extraer mayores tributos a partir del nuevo sector dominante de
comerciantes británicos, más que nada por razones políticas y financieras. Todo ello
contribuía a que para obtener recursos monetarios adicionales se prefiriese recurrir a
contribuciones extraordinarias antes que a un cambio profundo en el sistema impositivo. Las
contribuciones permitían imponer mayores sacrificios a los sectores menos defendidos dentro
del grupo comercial: primero a los peninsulares (a los que bien pronto pareció justo empujar
hacia una ruina segura) y luego a los comerciantes nativos. El primer empréstito se lanzó muy
pronto, en noviembre de 1811.

La situación característica de ahogo financiero estatal es propia de la primera década


revolucionaria. Luego, el fin de la guerra de independencia y el alivio que significó la
disolución del estado nacional determinaron que las rentas aduaneras fueran usufructuadas
exclusivamente por Buenos Aires, con lo que el alto comercio porteño se liberó del lastre de
su servidumbre reciente.

El peso de la guerra revolucionaria se hizo sentir de manera distinta en el Interior. Las


acciones bélicas, las requisas de ganado, los aportes voluntarios, la necesidad de mantener
una compleja estructura burocrática heredada del período colonial, un sistema impositivo
basado en tasas al comercio y al tránsito, todo se confabuló contra las finanzas de las
provincias, que eran incapaces de afrontar inclusive sus erogaciones ordinarias. Sin embargo,
la situación límite se presentó poco después, con la guerra civil, cuando la miseria se
introdujo en numerosas provincias de la mano de los ejércitos que las cruzaban en uno y otro
sentido. Hubo que acudir más asiduamente entonces a la ordinaria percepción de tasas, al
saqueo liso y llano, a préstamos forzosos y a contribuciones extraordinarias en hombres y
ganados.

La guerra civil, al cabo, afectó más directamente que la lucha revolucionaria a la fortuna
urbana y mueble (vía saqueo, expoliaciones e incluso pago con papeles de dudosa calidad),
aunque también se acentuó la presión sobre la ganadería del Interior. Aún Buenos Aires, con
sus recursos abundantes, supo recurrir a las requisiciones de animales.

Conclusión: El costo creciente del estado (consecuencia de la fragmentación del


virreinato, que dejaba fuera a ese Alto Perú tan importante para las finanzas públicas como
para la economía rioplatense; de la fragmentación política y de la instalación de la guerra civil
como rasgo recurrente de la realidad postrevolucionaria) fue particularmente gravoso por el
modo en que hizo sentir. Las transformaciones consecuentes operarán en busca de un nuevo
equilibrio que tendrá su rasgo dominante en el cambio de las estructuras comerciales
conocidas hasta entonces, moldeadas en los años del virreinato.

c) Descomposición de las estructuras comerciales prerrevolucionarias:

La revolución significaba el final del sistema comercial imperante en los tiempos


virreinales y el rápido ocaso del centro relativamente autónomo de comercio ultramarino que
la crisis mundial había hecho de Buenos Aires. La primera década revolucionaria fue prolífica

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en ruinas: la de muchos de los comerciantes vinculados a la ruta gaditana, la de casi todos


los conquistadores de nuevas provincias lanzados luego de 1795 a las especulaciones más
atractivas, etc. Desde 1806, fecha de la primera invasión inglesa, la presencia británica
contribuyó a acelerar la crisis del sistema comercial. Fue un primer ensayo de apertura
económica hacia una nueva metrópoli económica. Pero fue la invasión de 1807 la que,
habiendo dejado en Montevideo un considerable botín en telas que los ingleses se proponían
vender, la que dejó más huella: pese a las penas contra los infractores, las telas fueron
comercializadas ocasionando una baja sustancial de precios que los importadores de telas
españolas juzgaron catastrófico. Esta experiencia anticipaba a juicio de muchos lo que
ocurriría en caso de suprimirse las restricciones al comercio ultramarino. El trauma subsistiría
incluso hasta 1809, cuando el reglamento de comercio provisorio1 ni siquiera contemplaría la
posibilidad de suprimirlas completamente, al reservar el comercio interno a los comerciantes
locales (vedado a los extranjeros), cosa que sería difícil de mantener en la práctica
(numerosos comerciantes ingleses infringirían tal disposición) ya en 1810).

La resistencia contra el grupo comercial británico, manifestadas por el consulado y


sostenidas por el reglamento, tendría suerte diversa, dependiendo de la estrechez financiera
del ejecutivo. Cuando la misma era acuciante, la liberalidad comercial se permitía pese a la
oposición del consulado. La asamblea acatará este criterio tras lo cual el poder revolucionario
ya no volverá a intentar la protección del comercio local mediante limitación legal a la libertad
de acción del extranjero.

¿Cuáles fueron las causas y las consecuencias de ese triunfo británico? La causa
primera es que Inglaterra ofrece a la vez, durante la primera década revolucionaria, el primer
centro exportador y el primer mercado consumidor con que cuenta el comercio ultramarino
del Río de la Plata. El desarrollo económico e industrial de los ingleses les da inmediatamente
la hegemonía en el transporte y la financiación de los bienes comercializados. Frente a esto,
los comerciantes locales se hallan muy mal preparados: su otrora superioridad había
procedido de sus buenas relaciones con la ahora desplazada Cádiz y de ocupar con rapidez
el espacio dejado por el vacío de poder provocado por la supremacía comercial británica.

El nuevo orden mercantil resultó menos favorable a la prosperidad que el anterior para
los sectores comerciales tradicionales y la dureza de la concurrencia británica dejó un
recuerdo amargo y tenaz en este linaje mercantil transformado luego en ganadero. Aún más
desfavorable era la situación de los comerciantes locales en cuanto a las exportaciones.
Durante la etapa virreinal el principal rubro había sido el metálico; la revolución no termino
con el mismo, pero puso en primer plano a las producciones pecuarias del Litoral. A los
comerciantes locales, con una estructura armada para el comercio del metálico, la nueva
naturaleza del principal bien exportado les implicó una difícil adaptación, mientras que sus
rivales británicos habían desembarcado en Buenos Aires ya con la mentalidad configurada
para los bienes pecuarios. Sin atender a la legislación restrictiva, los ingleses desempeñaron
un papel transformador y su principal innovación fue el uso sistemático de la venta en
subasta. Por medio del mismo, lograron establecer un rápido y directo contacto con el
pequeño comercio local, sustituyendo en la hegemonía a las grandes casas importadoras de
los tiempos virreinales. Por otra parte, la influencia de los ingleses en la zona porteña también
se manifestó de un modo demoledor: frente a costosa red de comercialización de la etapa
virreinal (integrada por corresponsales, consignatarios y grandes casas), los británicos
impusieron una nueva caracterizada por una estructura menos compleja. La guerra

1 Ante la desesperante escasez de recursos, el virrey Cisneros tomó una medida extrema, aun contra
la oposición del Consulado: el 6 de noviembre de 1809 aprobó un reglamento provisorio de libre
comercio que ponía fin a siglos de monopolio español y autorizaba el comercio con los ingleses, que
debían hacerlo a través de un agente mercantil español que actuaría como consignatario. Este régimen
transitorio tenía fecha de caducidad, que tras algunas idas y vueltas se fijó indefectiblemente para el 19
de mayo de 1810.

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revolucionaria, al tiempo que perturbaba la paz y la seguridad interna de la que dependía la


primera, favorecía el establecimiento de una nueva, más adaptable a las circunstancias.

También los ingleses introdujeron el empleo sistemático del metálico en las


transacciones, cuya disponibilidad y utilización oportunista permitía lograr mejores precios y
condiciones. Motivaba a los ingleses el bloqueo continental de Napoleón, el cual vedaba
Europa al ingreso de sus productos manufacturados. La caída de Napoleón, no obstante, no
restablecerá de inmediato el anterior statu quo comercial: el continente se hallaba devastado
por la guerra y su capacidad de consumo era inesperadamente baja. Hasta 1820 el comercio
británico en el Río de la Plata será una aventura inspirada en la desesperación.

La ampliación de importaciones es la innovación más importante de la primera década


revolucionaria y va acompañada de un cambio en la naturaleza misma de esas
importaciones. Aparecen tejidos de consumo popular destinados a dominar el comercio
importador rioplatense hasta muy avanzado el siglo XIX (antes se habían importado textiles
únicamente de alta calidad: paños de lana, sedas, etc.). Aunque entre 1795 y 1810 ya habían
aparecido paños de mediana calidad que imitaban a los más costosos. Por tanto, el textil
barato ya en 1815 ha obtenido su victoria. ¿Por qué la obtuvo tan fácilmente? Porque vino a
ocupar el lugar dejado por las telas altoperuanas que empezaron a escasear a causa del
aislamiento del altiplano. Pero no solo los tejidos ingleses desplazaron a los altoperuanos
sino que también avanzaron en intensidad y amplitud de consumo gracias a las ventas de
stocks sobrantes a precios de liquidación realizadas por los comerciantes británicos. El
empobrecimiento producido por la dislocación y fragmentación del espacio económico
virreinal también favoreció el consumo de prendas baratas. De modo que en el Litoral, la
conquista del sector urbano por los textiles ingleses fue rápida.

¿Y en el Interior? Ya en los tiempos virreinales las clases altas empleaban telas


ultramarinas. Los sectores medios y bajos, especialmente los populares dividían sus
preferencias entre las telas locales y las altoperuanas. Una parte importante de la producción
local escapaba a la economía de mercado al ser producida para el autoconsumo. La
revolución tuvo en el Interior cambios menos dramáticos que en el litoral, y más lentos
también. Las telas inglesas tendieron a reemplazar a las españolas entre las clases altas
urbanas, pero en los sectores populares a las baraturas textiles inglesas les costó mucho más
imponerse y de hecho aún en 1840 no lo habían conseguido. Un censo de 1869 aún
demostraba la parte que todavía tenía en las provincias norteñas y centrales la producción
textil doméstica en su economía. Las consecuencias para la artesanía textil local del Interior
no fue por lo tanto tan gravosa como se cree, aunque las mismas variaron de una provincia a
otra. Será finalmente la irrupción del ferrocarril lo que pondrá fin a su agonía. En todo caso,
las importaciones y el libre comercio más que frustrar una expansión industrial interna del
rubro textil, motivaron una agravación del desequilibrio en la balanza de comercio. También
podría señalarse que la acentuación de las importaciones textiles era la contracara de la
reorientación de las exportaciones hacia el sector pecuario y ganadero.

Con respecto al alto comercio porteño, las guerras revolucionarias y su exposición a los
mercaderes ingleses lo impulsó a defenderse a través del consulado y también participando
de actividades especulativas que prometían ser rendidoras (especialmente a aquéllos
vinculados a la política). Merced al accionar del consulado, los comerciantes porteños, si bien
no lograron restablecer su antigua posición prerrevolucionaria, al menos se vieron favorecidos
por ciertas desgravaciones impositivas que iban a defender con tesón frente a los
naturalizados. También se vieron favorecidos por algunas reformas que trataban de cerrar a
los concurrentes extranjeros el contacto con los pequeños comerciantes locales que se
habían ofrecido a actuar como sus auxiliares y prestanombres.

La defensa corporativa ejecutada por el alto comercio local fue, al cabo,


deplorablemente ineficaz. Más suerte tuvieron en cambio desarrollando la especulación. La
guerra revolucionaria les abrió una veta dentro de un estado pobre en recursos; numerosos

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importantes comerciantes se transformaron en financistas ocasionales, proveyendo al ejército


y la marina o a los nuevos negocios de corsarios. Estas actividades atraían solo
moderadamente a los grandes comerciantes porteños, ya que eran muy riesgosas debido al
alto grado de incobrabilidad del deudor (el estado revolucionario). Algunos le encontraron la
vuelta prestando a condición de que se los compensase con beneficios aduaneros. Atractivo
en corta perspectiva, este estilo de especulación terminaba casi siempre por ser ruinoso.

Otra opción fue la construcción de cuartos y casas pequeñas para alquilar. La inversión,
muy adecuada a esa ciudad en rápida expansión demográfica que era Buenos Aires, ya
había tenido su auge en las últimas dos décadas coloniales y se hizo menos fácil luego de la
revolución: los sectores medios que las rentaban sufrían permanentes carestías y pagaban
cada vez peor y muchas esposas de combatientes del ejército revolucionario alegaron sus
derechos a suspender el pago.

Ni la especulación, ni la compra de prestigiosos valores ultramarinos ni la inversión


inmobiliaria ofrecían refugio a los comerciantes locales cada vez más acorralados por la
concurrencia de los extranjeros. Por tanto, tanto los artesanos del interior como los
comerciantes locales son víctimas del desequilibrio que surge con los cambios introducidos
en la economía luego de 1810. Unos y otros son víctimas por igual. La economía virreinal,
con sus lentitudes y sus deformaciones, no injustamente subrayadas por nuestros amigos
ilustrados, era una economía equilibrada; año a año el flujo de metálico y cueros cubría en
exceso las importaciones de la escasa demanda local. Tras 1810, en cambio, a la crisis de
las exportaciones metálicas se acompañó un aumento de las importaciones provocado por la
presión de los nuevos dominadores del mercado, que llevó a una ampliación del consumo. El
desequilibrio consecuente no halló ningún mecanismo compensador.

La explicación de dicho desequilibrio se puede esbozar a partir del carácter monopólico


del nuevo grupo exportador; los exportadores ingleses tienen una política común de precios
que los compromete a no entrar en competencia recíproca. Gracias a ella logran pagar cada
vez menos por los cueros. Esta es la versión que da el consulado, tras la cual se esconde la
verdadera razón que es la normalización del comercio anglo ruso, siendo que los rusos son
los proveedores habituales de productos pecuarios en el mercado inglés (mayor oferta frente
a igual demanda implica una baja en los precios).

¿Y qué hay con respecto a la escasez de circulante? ¿Era la saca desenfrenada la


única causa de la misma? Parece que no. Una de las consecuencias del final del
proteccionismo fue la ampliación de la economía monetaria en la vida económica de la
región, propiciada principalmente por los ingleses. El modesto caudal traído por algunos
emprendedores británicos comenzó a revolucionar la economía de numerosas regiones. Pero
si bien los comerciantes ingleses introducían ahora en la circulación un caudal de moneda
que la escasez anterior hacía apreciable, tendían por otra parte a retirarlo demasiado
rápidamente, y con creces, de esa circulación interna. Por otra parte, si ahora esa escasez
era sentida con más rigor era debido a que amplios sectores populares y actividades
económicas modestas se habían incorporado más ampliamente a un régimen monetario (por
ejemplo, cuando el nuevo ejército revolucionario pagaba las soldadas a sus integrantes, que
procedían de las clases pobres en su mayoría). Las soluciones propuestas, provisionales,
pasaron por la fragmentación de las monedas de plata más pequeñas (las de 4 reales) en
minúsculos pedazos irregulares, a los que se atribuía el valor de un real, emisión de discos y
contraseñas por parte de los pulperos para uso de su clientela. Solamente en Buenos Aires
se dará una solución más amplia: primera la acuñación de cobre y luego la inflación del papel,
iban a proporcionar una moneda pequeña como la que la nueva organización del mercado
exigía.

La búsqueda del nuevo equilibrio (recordar que el anterior se había perdido al sucumbir
el régimen colonial) iba a estar signada en la primera década revolucionaria por una balanza
comercial deficitaria. Antes de 1810 las exportaciones pecuarias habían alcanzado el 20%b

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de las exportaciones totales; a partir de esa fecha son las únicas que cuentan (ya no se
exporta el metálico altoperuano) y solo podrán ser completadas con metales preciosos
recurriendo a la masa de circulante, ya insuficiente en tiempos coloniales, puesto que el
control de los centros productores está definitivamente perdido para Buenos Aires (es decir,
el Alto Perú). Esta es la causa real del desequilibrio, que los comerciantes agrupados en el
consulado prefieren no advertir. La corrección solo procederá cuando se eleve la producción
pecuaria; el crecimiento de ésta es el que terminará por cubrir el déficit de intercambio. Sin
embargo, la expansión productiva tomará aún algún tiempo más y se dará de modo desigual,
con preferencia en la campaña de Buenos Aires y a partir de 1820.

Las posibilidades abiertas por el nuevo régimen comercial iban a ser muy
desigualmente utilizadas. La Banda Oriental y Entre Ríos, destrozados ambos por la guerra
civil, iban a dejar de ser el centro de expansión de la ganadería rioplatense. Santa fe y
Corrientes corrieron una suerte similar. Gracias a ese vacío marginal mejoró la situación de
Córdoba y de Santiago del Estero, pero es sobre todo la campaña de Buenos Aires la
principal beneficiada: tenía la ventaja de una menor distancia respecto del centro exportador.
Aun así, los hacendados no habían alcanzado en la Buenos Aires de los años que van de
1816 a 1820 ese predominio económico y social que luego ya no les será disputado. El grupo
mismo todavía no había comenzado a renovarse en medida significativa por el ingreso de los
sobrevivientes de las catástrofes que la riqueza urbana había sufrido a partir de 1810 (se
refiere al grupo de los grandes comerciantes locales). Además estaba el problema de la
limitación de tierras que había dejado como herencia una frontera largamente inmóvil al sur
del Salado durante el período colonial que, para colmo de males había sido descuidada
durante la guerra de Independencia (las tropas veteranas fueron retiradas de la frontera
india).

La prosperidad ganadera que beneficia sobre todo a la campaña de Buenos Aires no


solo afecta a ésta; de ella depende cada vez más la de la ciudad cuyo comercio canaliza sus
frutos. Y entre la ciudad y la campaña, una clase terrateniente dotada desde el comienzo con
fuertes raíces urbanas y enriquecida a partir de 1820 con nuevos reclutas provenientes de las
clases altas de la ciudad es ahora la primera de la provincia: comparte el poderío económico
con exportadores-importadores predominantemente extranjeros de los que no la separa
ningún conflicto fundamental de intereses. De este modo la economía de Buenos Aires
adquiere un nuevo centro de gravedad; la sociedad porteña tiene un sector dominante más
coherente que en cualquier momento de su pasado. En otras palabras, la transferencia de
protagonismo que se manifiesta desde los comerciantes locales prerrevolucionarios hacia los
hacendados postrevolucionarios no es otra cosa que la transferencia de poderío económico,
social y político de la ciudad al campo.

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Revolución y Guerra Tulio H. Donghi

REVOLUCIÓN Y GUERRA
Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla.

Tulio H. Donghi

SEGUNDA PARTE
Del Virreinato a las Provincias Unidas del Río de la Plata

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I- A CRISIS DEL ORDEN COLONIAL:

a) La guerra y el debilitamiento del vínculo imperial:

La guerra a escala mundial en general y la que mantiene con Inglaterra en particular


imponen a la nación española una serie de sacrificios y un esfuerzo cada vez más vasto. El
resultado buscado es pese a todo más remoto y sin embargo, las reformas borbónicas
adoptadas en ese sentido consolidan a la nueva entidad virreinal en el ámbito rioplatense.
Antes descuidada, la zona ahora es objeto de un esfuerzo de renovación administrativa,
económica y militar que se ejerce con especial intensidad. Ello se hace patente cuando
simultáneamente a la creación del virreinato cae en manos españolas la Colonia del
Sacramento, que estaba en poder de los agentes británicos en América, es decir, los
portugueses. Así, mientras que en el Caribe la caída de La Habana y los once meses de
ocupación suministran la opción del libre comercio con la potencia hegemónica, en el Río de
la Plata el orden español se afirma con más fuerza que nunca. No obstante, tal afirmación va
también a demostrar un agotamiento casi tan rápido, cuyos síntomas se empiezan a dejar
sentir desde 1805. En particular son las innovaciones introducidas en el sistema mercantil
para adaptarlo a las coyunturas de la guerra las que lo introducen.

Ya en 1791 un conjunto de medidas adoptadas por la Corona acrecentaba la autonomía


del centro comercial porteño respecto de la metrópoli, generando tensiones entre un sector
favorecido por las mismas y otro, que temía perder los privilegios del anterior régimen
económico colonial. Este hiato disgregador, a fin de cuentas no solo encumbraba en la vida
económica a figuras que no debían ya nada a la existencia del agonizante pacto colonial sino
que abría también la perspectiva de un proceso al margen de él. A poco Buenos Aires
aparecía como el centro del mundo comercial cuando hasta hacía poco tiempo había sido un
remoto y olvidado rincón del mundo colonial español. Esta nueva sensación fue un
descubrimiento que empezó a transformar la imagen que de él se elaboraba en el área
colonial. Pero con el consulado como máximo representante de los intereses proclives al
mantenimiento del pacto colonial, no era sino el poder político el único instrumento de
transformación de un orden económico que no parecía capaz por sí solo de elaborar fuerzas
renovadoras de suficiente peso.

Con todo, el dominio de la economía no solo supone la existencia de un poder político


que arbitre sobre las fuerzas internas al proceso económico; también implica que todavía la
ciencia económica es incapaz de fijar finalidades al proceso que estudia. En el nuevo proceso
que se abre tras la permeabilización del régimen proteccionista, algunos como Belgrano ven
las ventajas y desventajas del liberalismo ilustrado. Entre las desventajas, la que más les
horroriza es el tráfico de hombres. Mejor que cualquier texto de Belgrano, la huella de la
nueva situación se encontrará en la Representación de los Hacendados de 1809. Aquí la
conversión al liberalismo económico es total y sin reservas; aquí la Corona a la que se dirigen
perentorias súplicas no es sino un fantasma. El primer plano lo ocupan los comitentes, esos
hacendados seguros de su derecho, aún más seguros de su poder. Su contenido cierra un
capítulo en la historia del pensamiento rioplatense; la imagen del monarca como justo árbitro
que reparte prosperidad y bienestar entre sus súbditos ya se ha desvanecido del todo para
esas alturas. También otra cuestión se plantea como cierta: que los gobiernos
revolucionarios, frente a las fuerzas económicas localmente predominantes, tendrán una
autonomía de decisión menor que la del gobierno colonial. De allí la ambigüedad de nuestros
economistas ilustrados frente a la nueva situación que se iba planteando: por un lado eran
conscientes de que el poder regulador de la Corona se iba desvaneciendo y, por otro,
presumían que cualquier instrumento que crearan en su reemplazo tampoco iba a ser eficaz.

De este modo la coyuntura guerrera debilitaba el lazo económico que en las relaciones
entre metrópoli y colonia se superponía al político, pero ese debilitamiento no anunciaba
necesariamente una crisis radical de la relación colonial. Aún muchos de los innovadores en
el plano económico creían posible la realización del grandioso proyecto de Buenos Aires

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Revolución y Guerra Tulio H. Donghi

como centro del mundo en el marco del vínculo imperial (obviamente antes de que se
desatara la guerra de Independencia). Los cambios económicos concomitantes con la nueva
coyuntura guerrera preparaban sin duda una crisis total del lazo colonial, pero lo preparaban
lentamente: así, dos años antes de la ruptura revolucionaria de ese lazo, Belgrano esperaba
aún que durase por un siglo más. La crisis política tenía un ritmo más rápido: a partir de 1806
sus etapas se sucedieron vertiginosamente.

¿Y qué hay acerca de la experiencia política en la colonia? No mucha, pero se estaba


aprendiendo: mientras el sistema político español entraba en crisis progresiva (ya en el siglo
XVIII), quienes seguían siendo sus servidores fieles se dedicaron al aprendizaje de toda una
cultura política de reemplazo, especialmente tras la revolución francesa; esa tarea, inspirada
en la mera curiosidad, revelará toda su utilidad luego de 1810, cuando el nuevo orden exija
un nuevo lenguaje y una nueva ideología política. Entonces la capacidad para adecuarse a la
nueva situación estará ya ampliamente difundida. De este modo la creciente difusión de
innovaciones ideológicas, supuesto antecedente de la revolución hispanoamericana, adquirirá
relevancia práctica una vez desencadenada la revolución misma.

Entretanto, la aparición de enemigos secretos del vínculo colonial reconocía numerosas


causas:

- la crisis de equilibrio de las castas representada por las rebeliones peruanas,


- la conspiración de los franceses de 1795 que, habiendo intentado captar el
descontento de los esclavos negros, tenía sin embargo como líderes a comerciantes
y artesanos de origen europeo.
- la primera logia, fundada en 1804 por un portugués, que habiendo reclutado a
comerciantes y burócratas, se salvó de ir a juicio (a diferencia de los conspiradores
franceses) una vez descubierta por las autoridades oficiales gracias a la presencia
en el grupo de numerosos altos funcionarios.
- el accionar de agentes reales o potenciales de potencias extranjeras, que
permanentemente llegaban a Buenos Aires debido a las guerras europeas.

b) Las invasiones inglesas abren la crisis institucional:

La guerra entre Inglaterra, de una lado, y España y Francia, del otro, tuvo su clímax en
Trafalgar (1805), victoria que aseguró a la primera el dominio sobre los mares. Una sombra
negra se proyectó entonces sobre los territorios coloniales españoles a los que precisamente
el mar unía con la metrópoli. Para ese entonces, la situación del virreinato de la Plata dejaba
mucho que desear militarmente; escaseaban las tropas regulares, las milicias locales eran
muy ineficientes debido a su nula vocación para las armas y, para colmo de males, las únicas
fuerzas experimentadas se hallaban estacionadas en la frontera india.

La debilidad de las tierras rioplatenses era mejor conocida en Madrid que en la propia
Buenos Aires. Por eso, cuando Beresford con su pequeño ejército tomaron Buenos Aires, el
acontecimiento tuvo el sabor de una verdadera catástrofe inesperada para los porteños. La
mansedumbre inicial la expresaron sobre todo los altos funcionarios, el cabildo civil y las
dignidades eclesiásticas, quienes se apresuraron a jurar fidelidad a aquél que los gobernaba
en nombre del rey inglés. También demostraron mansedumbre los capitulares cuando
escribieron al virrey fugitivo que devolviese el tesoro fiscal para evitar que el conquistador se
ensañase con los bienes privados de los ciudadanos. Sobremonte accedió con tal de impedir
semejante ultraje. Con todo, la actitud servil de las corporaciones porteñas, Consulado
incluido, motivada por el instinto de supervivencia, les permitió descubrir una nueva
dimensión política, ausente en el pasado, un nuevo tipo de relación con la autoridad suprema
en la que era ésta la que ahora solicitaba, amenazando o prometiendo, una adhesión que
antes ni siquiera se había discutido. Y, en la administración civil, era el Cabildo el que creía
llegada la hora de una reivindicación largamente esperada, tanto más por cuanto mantenía en
ese entonces una puja política con el virrey en cuanto a competencias administrativas.

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La solución a tal puja llegó con el triunfo de Liniers. Pese a que Sobremonte se había
retirado al Interior y estaba lentamente reclutando un ejército con el que pretendía recuperar
su capital, su experiencia de burócrata le jugó una mala pasada en el campo militar, para el
que no estaba preparado. De modo que cuando la primera avanzadilla británica fue vencida,
en la ciudad nadie quiso, menos el cabildo, restituir el poder a quien se había mostrado
incapaz de defenderla en el primer momento de la invasión. Dos días después de vencido el
enemigo exterior, el cabildo llamó a convocar una Junta de Guerra, liquidando así a su favor
el pleito político que venía manteniendo con el virrey. Este delegará en Liniers el mando
militar de la capital y se retirará a la Banda Oriental para enfrentar una nueva ofensiva donde
también se revelará poco preparado. Así, esta delegación parcial hecha por el virrey fue vista
por muchos con agrado: era preferible antes que el derrocamiento violento.

Los vencedores fueron los capitulares y Liniers, que emprendieron conjuntamente la


empresa de la que surgirá una fuerza capaz de respaldarlos sólidamente (aunque será un
arma de doble filo para sus creadores, pues se podrá volver en su contra para destruirles):
una organización militar destinada a enfrentar la nueva amenaza británica. No obstante,
pronto ambas partes, Capitulares y Liniers, entrarán en conflicto con respecto a la nueva
milicia armada, compuesta mayormente por personas de bajo origen a los que Liniers se
empeñará en pagar con el erario público. La principal denuncia de los capitulares será
entonces que Liniers y los primeros gobernantes de la Junta usaron el poder para promover a
presidiarios y hombres vagos, cuyos salarios exorbitantes no hacían otra cosa que liquidar el
tesoro.

En todo caso, la creación del cuerpo de Patricios, supuso también la creación de


nuevos cargos rentados; antiguos oficiales civiles entraron en conflicto con nuevos
funcionarios militares. Por otra parte, la militarización implicó una carga extra para el erario de
Buenos Aires, carga que antes de las invasiones inglesas había corrido por cuenta de la
Corona (aunque ésta hacía rato que había descuidado esta función tutelar). Siendo que hasta
entonces el comercio y la administración pública habían sido por excelencia las fuentes de las
ocupaciones tenidas por honorables, a partir de 1806 la milicia se convirtió en una rápida vía
de ascenso social para personas desconocidas, tanto más por cuanto la elección de los
oficiales y suboficiales estaba a cargo de los propios milicianos.

Aunque se discuta la procedencia social de los 1200 oficiales y suboficiales que


componían una fuerza integrada en total por 8 mil hombres de los que un tercio eran
esclavos, y su incidencia en una sociedad como la porteña, integrada por no más de 50 mil
almas, lo cierto es que esas fuerzas eran locales por su reclutamiento y financiación y,
además, en su mayoría americanas. Fueron esos cuerpos de americanos los que introdujeron
los nuevos elementos en el equilibrio del poder.

Fue la segunda invasión inglesa la que hizo que los capitulares pensaran que su
carrera ascendente ya no hallaría rival. El Cabildo fue el protagonista de la nueva victoria, ya
que a la ciudad no la salvó en esta ocasión Liniers sino la resistencia de los regimientos
peninsulares y criollos. La Defensa, más que la Reconquista, fue una victoria de la ciudad, de
sus regimientos (peninsulares y criollos), de todos sus habitantes (aun los esclavos, provistos
con armas blancas, cuya valentía incluso sorprende a quienes los han armado no sin
vacilaciones). Fue fundamentalmente la victoria del cabildo y de su alcalde de primer voto,
Martín de Álzaga, rico comerciante peninsular cuyas ambiciones son aún más vastas que las
de la institución con la que se identifica.

Liniers, el héroe popular de la reconquista de 1806, que no había tenido una


participación destacada en 1807, era el nuevo virrey interino desde que Pascual Ruiz
Huidobro, el militar de mayor jerarquía que le precediera en ese cargo, fuera tomado
prisionero en Montevideo y remitido a Inglaterra. Tanto Liniers como sus aliados y adversarios
sabían que nunca ocuparía ese cargo con carácter definitivo. Pero su acercamiento a los
colaboradores de Sobremonte fue lo que determinó que el Cabildo le retirara su apoyo y se

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distanciara de él. A medida que se identificaba con el estrecho mundillo de la alta burocracia,
Liniers se alejaba de quienes lo habían catapultado en su vertiginoso ascenso. Desde
entonces, para el Cabildo, Liniers empezó a representar al mismo tiempo la autoridad
legítima, por un lado, y un serio rival en el dominio de las fuerzas nuevas que la militarización
había introducido en el equilibrio de poder, por el otro. Por eso es que los capitulares se
mostrarían especialmente sensibles a las tentativas de Liniers para extender la militarización
al campo, reclutando en la campaña del Litoral y aún en el Interior los miembros para nuevos
cuerpos cuya oficialidad no se designaría por el complejo sistema adoptado por las milicias
urbanas sino por nombramiento del sucesor del virrey. Los capitulares le acusarían entre
otras cuestiones por apresurar la carrera de quienes le eran afines y de proteger los intereses
mercantiles de sus amistades, en suma, de corrupción (un mal que era habitual en la última
etapa colonial).

Así, a menos de un año de la Reconquista, el Capitán general y el Cabildo estaban ya


enfrentados; unos y otros creían contar con la adhesión de esa fuerza nueva que la
militarización había creado. No convendría, con todo, exagerar la importancia de la
militarización, pues la Corona seguía gravitando como árbitro para estos diferendos y
mientras esto sucediera, aquella fuerza no podría ser empleada en los conflictos locales.

Pero precisamente la crisis metropolitana es la que va a dotar de nuevas


consecuencias a los cambios comenzados localmente en 1806. A comienzos de 1808,
cuando la corte portuguesa, huyendo de la invasión francesa, llegó a Río de Janeiro para
refugiarse tras la caída de Lisboa, la guerra volvió a acercase al Plata. Con el apoyo dado por
España a Francia contra Portugal e Inglaterra, las guerras napoleónicas parecieron a un paso
de reabrir las viejas disputas mantenidas por los estados peninsulares en las fronteras
sudamericanas. Fue la oportunidad que habían estado esperando los capitulares para volver
a la gran política sin esperar por la intermediación de la Corona. Así, Álzaga paso a la Banda
Oriental para organizar con el elegido de Liniers, Elío, la defensa de la región frente a una
posible ofensiva portuguesa. Entretanto, Liniers buscaba la manera de acordar con los
portugueses un modus vivendi que permitiera abrir los puertos brasileros al comercio
rioplatense. El Cabildo vio esa maniobra con suspicacia y sospechó que se trataba de un
ardid del Capitán General para favorecer a esos comerciantes que le eran afines. Además
estaba preocupado por la mayor firmeza de Liniers, quien parecía menos inseguro y más
resuelto desde que la Corona le ratificara en el puesto.

Ni el propio Liniers ni la Audiencia, preocupada por el creciente poderío y ambición de


los capitulares, prestaron oídos a una acusación que había errado en el motivo del litigio. De
todos modos el Cabildo no cesó de arrojar sospechas sobre la lealtad española del virrey,
argumento que no tardaría en ser reforzado por el nuevo realineamiento político que
sobrevendría en 1808, cuando tras la invasión francesa a España, Inglaterra se decidiría a
apoyar a los peninsulares contra Napoleón. La nacionalidad de Liniers se transformó
entonces en una causa de legítimos recelos y ayudó en la acusación hecha por los
capitulares basada en que el virrey era un agente napoleónico. No obstante, la misma carecía
de fundamentos serios y hasta la evidente inocencia del francés terminaría siendo
implícitamente aceptada por sus enemigos, que a partir de ese momento le acusarán de un
presunto afán independentista, hecho que no hace otra cosa que reflejar el avance de la crisis
rioplatense y del partido de la independencia. Así, cada uno de los sectores en pugna
terminaba atribuyendo al adversario una supuesta afiliación a dicho partido: los amigos de
Álzaga acusaban de ello a Liniers mientras que Belgrano y sus acólitos hacían lo propio con
el grupo acaudillado por el orgulloso alcalde (Álzaga). La destinataria de sus ruegos fue la
infanta Carlota Joaquina, a quien suplicaban que hiciera sentir su influencia antes de que los
inesperados revolucionarios instauraran una república independiente en Buenos Aires.

La opción de la infanta no era descabellada para muchos que sostenían tal suplicas.
Desde Río de Janeiro, Carlota podía ofrecer una investidura legítima ya que era la
primogénita de quien fuera hasta mayo de 1808 el rey de España. Por otra parte, las juntas

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que habían surgido en la metrópoli tras el motín de Aranjuez, la abdicación de Carlos IV y


Fernando VII y la subida al trono de José I Bonaparte, eran débiles militarmente y su
pretensión de actuar en nombre del rey cautivo era además muy discutible. En estas
condiciones, la infanta podría llenar el vacío que se había producido en la cima de la
monarquía española, ya sea como regente o como reina provisional.

La cuestión planteó tanto certezas como dudas entre los bandos rioplatenses en pugna.
Para los funcionarios regios, la opción del carlotismo era sin dudas la que más se ajustaba a
sus intereses; para el resto, era la mejor entre muchas malas. Muchos veteranos del partido
de la independencia y otros que sin tener afinidad por la causa monárquica se volcaron a ella,
lo hicieron con el convencimiento de que la alternativa sevillana era la menos atractiva.
Estaban convencidos de que la Junta de Sevilla 2 iba a conservar antes que a innovar en
tierras americanas, con tal de ganar para su causa la solidaridad de los agentes coloniales
del antiguo régimen y así poder reforzar su frágil autoridad. La otra opción a la Junta y al
carlotismo era la separación (república mediante), pero ésta era inviable ya que los
interesados (como Belgrano, Vieytes o Castelli) no se creían con las suficientes fuerzas para
dirigir una empresa tan audaz. Para ellos, “republicanos” eran los capitulares: tenían el
aparato institucional de su lado (en cambio ellos no) y, sobre todo, la ventaja de su
identificación con los españoles europeos. Esto último daba mejores chances a las tentativas
innovadoras del Cabildo frente a la de unos súbditos americanos cuya lealtad nunca había
despertado total confianza. Tampoco en el caso de que se emprendiese la separación debía
ignorarse el hecho de que ahora España era aliada de Portugal e Inglaterra. No es extraño
entonces que los futuros patriotas centrados en Montevideo se esmeraran en conservar el
manto de legitimidad promoviendo para ese fin a la infanta Carlota, bajo cuya égida se podría
volcar el equilibrio local en beneficio de los americanos.

La militarización producida tras la primera invasión inglesa salvó a Liniers de sus


adversarios momentáneamente triunfantes y dio un desenlace inesperado al conflicto (que
desde septiembre de 1808 se había agudizado): frente a la autoridad de Buenos Aires y el
virrey interino, se levantó la disidencia de Montevideo y su Junta presidida por el brigadier
Elío, al que Liniers había intentado desalojar sin éxito luego de que lo estableciera allí tras la
devolución de la ciudad por os ingleses 3 . Al enfrentamiento político se sumaba así otro
histórico que habían mantenido Buenos Aires y Montevideo por la supremacía rioplatense.
Montevideo, una ciudad de guarnición, provista de la campaña mejor dotada para la
ganadería, no estaba dispuesta a ceder ante su antigua rival.

Obligada por el descalabro producido por la ocupación inglesa, Montevideo había


erigido su Junta, tras lo cual no dudó en invocar tales circunstancias atenuantes para hacerse
admitir por las autoridades virreinales. Esa esperanza, pronto se desvaneció ya que los
magistrados, funcionarios y jefes militares de Buenos Aires se alinearon con el virrey. Desde
entonces, Montevideo pudo mantenerse firme primero por la incapacidad de Buenos Aires
para organizar contra ella una campaña militar y segundo debido a las simpatías que la

2 La Junta Suprema Central fue un órgano formado en septiembre de 1808 que acumuló los poderes
ejecutivo y legislativo españoles durante la ocupación napoleónica de España. En ella había
representantes de las Juntas que se habían formado en las provincias españolas. La Junta que se
formó en la provincia de Sevilla el 27 de mayo de 1808 se llamó en un comienzo Junta Suprema de
España e Indias y tuvo un papel importante en la resistencia militar del Sur de España, así como en la
comunicación con Inglaterra y con las colonias americanas. La Junta Suprema Central pasaría a
llamarse en 1810 Consejo de Regencia de España e Indias.
3 El conflicto citado había surgido en agosto de 1808, cuando Liniers recibió la visita de un enviado de

Napoleón Bonaparte, el Marqués de Sassenay, que pretendía que el Virreinato reconociera a José
Bonaparte como rey de España; Liniers lo recibió en público y rechazó todos los pedidos, pero días
más tarde lo volvió a recibir en privado, lo que encendió los rumores de traición en su contra. A
continuación, lanzó una proclama incitando al Virreinato a permanecer neutral en la guerra de
independencia española que acababa de estallar.

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ciudad encuentra en el Cabildo porteño, con el que mantiene furtivos contactos (Elío y
Álzaga).

La boda de la hija de Liniers en contravención a las uniones familiares de altos


funcionarios en sus distritos, ofreció luego a los capitulares una oportunidad para cuestionar
al virrey ante la audiencia (el motivo aparente ocultaba en realidad el temor que sentían los
capitulares de que en la inminente renovación del cuerpo el virrey interviniese doblegando
ese foco de disidencia). La Audiencia no se dejó impresionar por los argumentos capitulares y
sostuvo la opción que mejor le parecía defender la estabilidad institucional, lo que fue
interpretado por el Cabildo como una nueva prueba de que el virrey la había transformado en
servidora de su política.

Corroborado como el representante local de la legitimidad, la misma se transformó en


un arma decisiva para el virrey no solo frente a los funcionarios y magistrados sino también
frente al aparato militar. El virrey salió favorecido en estas primeras instancias y el apoyo
militar que recibió fue elocuente cuando el 17 de octubre de 1808, ante rumores acerca de un
levantamiento en apoyo a los sediciosos montevideanos, la mayoría de los comandantes se
puso del lado de Liniers para descubrir y castigar a los cabecillas.

El mismo alineamiento se iba a producir en la asonada del 1º de enero de 1809 4 ,


cuando finalmente se intentó el derrocamiento del virrey. Entonces, luego de que Liniers
hubiese accedido a ratificar a los nuevos miembros del cabildo, estalló un tumulto en la Plaza
Mayor. Sus protagonistas, un centenar de ciudadanos y los milicianos del cuerpo de miñones
previamente convocados por el Cabildo de Álzaga en previsión de un golpe de mano virreinal,
pidieron la instalación de una junta, previa remoción del virrey. Miñones y Patricios estuvieron
a punto de trenzarse en una batalla campal que fue evitada por la intercesión del obispo y por
la renuncia que ofreció Liniers condicionada a la no constitución de una junta. Ruiz Huidobro,
de vuelta de su cautiverio y con una designación de virrey otorgada por la Junta de Galicia y
ulteriormente impugnada por la de Sevilla, era el candidato ideal para reemplazarle. Pero el
cambio no llegó a producirse: los patricios y andaluces volvieron a ocupar la Plaza Mayor y, a
través de Saavedra hicieron saber que no tolerarían la sediciosa deposición del virrey. El
resultado fue la re-entronización de Liniers y la derrota humillante del cabildo, con las
siguientes consecuencias:

- Represión inmediata.
- Algunos capitulares (Álzaga entre ellos) junto con comandantes y oficiales de los
regimientos sediciosos fueron deportados a Patagones (para luego ser liberados por
los disidentes de Montevideo a cuyo lado hallarán refugio).
- Los regimientos subversivos, vizcaínos, miñones y gallegos, fueron disueltos.

4 Liniers y Álzaga eran los héroes de las Invasiones Inglesas pero pronto entraron en conflicto, tanto
por el pésimo gobierno del virrey, como por el hecho de que aquél era francés y España había entrado
en guerra con Napoleón Bonaparte.
El 1 de enero de 1809, Álzaga organizó una revolución para deponer a Liniers: sacó a la calle a los
tercios (batallones) de "Gallegos", "Miñones de Cataluña" y "Vizcaínos" formados por españoles,
organizó una manifestación en contra del virrey y le exigió la renuncia. En su lugar sería nombrada una
junta, dirigida por españoles y con dos secretarios porteños: Mariano Moreno y Julián de Leyva. Pero
la renuncia de Liniers fue a condición de que el mando pasara al general Pascual Ruiz Huidobro, el
segundo en el mando militar. Eso desconcertó a Álzaga y dio tiempo a la reacción del coronel Cornelio
Saavedra, comandante del regimiento de Patricios. Éste disolvió las fuerzas españolas sublevadas y
obligó a Liniers a retirar la renuncia.
Álzaga fue enviado preso a Carmen de Patagones y se le siguió un juicio con el curioso título de
"proceso por independencia". Los tercios de españoles sublevados fueron disueltos, lo que facilitaría la
Revolución de Mayo. Pero el gobernador Francisco Javier de Elio, de Montevideo, que había formado
una junta de gobierno en esa ciudad, rescató a Álzaga de Carmen de Patagones. Esta junta fue
disuelta cuando llegó al Río de la Plata el nuevo virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, pero Álzaga
pudo regresar a Buenos Aires.

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- El 8 de enero Liniers juró fidelidad a la Junta de Sevilla, única depositaria de la


soberanía en ausencia del rey cautivo.
- Fueron disueltos los regimientos que agrupaban a los oriundos de las regiones
metropolitanas de las que provenían también los dominadores del comercio virreinal.
- Este último sector fue uno de los grandes perdedores.
- Los peninsulares que resultaron victoriosos fueron los que provenían de regiones de
España que enviaban emigrantes menos prósperos (Andalucía) o que estaban
ligados a la burocracia del reino.

¿Quiénes se enfrentaron realmente el 1º de enero de 1809? ¿Carlotistas versus


monárquicos? Este no parece ser el caso, dado que los derrotados se volvieron hacia la
Junta de Sevilla para pedir su reivindicación, sin sentir que por ello traicionaban sus propios
ideales ¿Americanos versus españoles? Tampoco, ya que en ambos bandos la presencia de
unos y otros estaba garantizada por la necesidad de los cabecillas de ampliar su base de
apoyo. Con todo, la victoria fue celebrada con un sentido a la vez americano y plebeyo, lo que
no dejó de alarmar a la Junta de Sevilla.

El sentido de la jornada del 1º de enero de 1809 aparece pues ambiguo y con esa
ambigüedad se vincula la fragilidad de la victoria del virrey y sus apoyos militares. Bien
pronto, victoriosos y vencidos debieron reconocer que aquella jornada no había resuelto
nada. El bando vencedor supo entonces que se sometía a los dictámenes de la legalidad,
encarnada en esas circunstancias por la Junta de Sevilla. Por eso, la estrella de la infanta
Carlota volverá a relucir a mediados de 1809 cuando los vencedores de enero, desahuciados
por Sevilla, buscan en ella una nueva fuente de legitimidad. No constituían aún una clase
política pero tampoco eran una élite sustancialmente burocrática.

El desahucio comentado procedió a través del reemplazo de Liniers por el marino


Baltasar Hidalgo de Cisneros, sugerido por Manuel José de Goyeneche, un delegado
rioplatense de la Junta de Sevilla para quien Liniers a pesar de ser leal, no reunía las
condiciones necesarias que exigía la coyuntura: genialidad, energía y probidad. Al llegar
Cisneros a Montevideo, a mediados de julio de 1809, Elío aceptó la autoridad del nuevo virrey
y disolvió la Junta, siendo nombrado inspector de armas del Virreinato. En Buenos Aires la
situación no se presentaba tan fácil ya que había dos partidos opositores: los juntistas
locales, dirigidos por Martín de Álzaga, estaban en decadencia tras la derrota de la asonada
del pasado 1 de enero. No obstante, eran mejor vistos en España, por lo que Cisneros se
congració con éstos al no desautorizar a Elío e indultar a los responsables de la asonada. El
otro partido, el carlotismo, intentaba establecer la regencia de Carlota en el Río de la Plata y
cuestionaba la autoridad de la Junta Suprema y — por consiguiente — la de Cisneros. Ni bien
hubo llegado a la Banda Oriental, el nuevo virrey exigió la adhesión de las corporaciones y
magistraturas y la decisiva de su antecesor, lo que finalmente se produjo tras un mes de
espera en la Colonia. El proceder pacífico de Liniers dejó sin posibilidades a sus seguidores,
que, con tal de sostenerle en el poder, habían jugado con la idea de ignorar tal designación
alegando que había sido hecha por una autoridad ilegítima. Cisneros ocupó finalmente su
cargo en Buenos Aires, donde intentó aplacar las conspiraciones y fortalecer su poder:
aunque se vio obligado a enviar a Elío a España (colocó a Nieto en su lugar).

Durante 1809 ocurrieron dos revoluciones en el Alto Perú, la actual Bolivia, que
dependía del Virreinato del Río de la Plata: el 25 de mayo estalló la Revolución de
Chuquisaca y el 16 de julio otra en La Paz. En ambas ciudades se formaron juntas de
gobierno por la ausencia del rey español. Cisneros envió en su contra un ejército integrado
por patricios y otros soldados de distintos regimientos formados en Buenos Aires después de
1806. Al mando del general Vicente Nieto, dicho ejército logró un éxito incruento en
Chuquisaca. El alzamiento de La Paz, en cambio, fue aplastado por tropas enviadas desde el
Virreinato del Perú, siendo sus dirigentes condenados a muerte. En Buenos Aires, la
represión aumentó el resentimiento de los revolucionarios porteños: Domingo French y

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Antonio Luis Beruti criticaban que los alzamientos altoperuanos — dirigidos por criollos —
fueran reprimidos con la pena capital, mientras los alzamientos contra Liniers — dirigidos por
españoles peninsulares — acabaran en indultos.

Luego, en septiembre de 1809 la organización militar de Buenos Aires fue revisada por
Cisneros a los fines de aligerar la carga que la misma ejercía sobre el erario público (ahora
virreinal). Fueron restablecidos los regimientos disueltos tras la asonada del 1º de enero, solo
que ahora ya no se los congregaba permanentemente en cuarteles sino mediante ejercicios
semanales a los fines de bajar el costo de su mantenimiento. Entretanto, los condenados por
dicha asonada fueron perdonados y readmitidos en el seno de la comunidad porteña.

c) La revolución:

Cisneros más que nadie, porque su autoridad dependía de ello, sabía hasta qué punto
la situación local era una variable de lo que sucedía en la península. Por eso dosificaba toda
la información procedente de la Metrópoli, tanto más por cuanto las noticias no eran
alentadoras y confirmaban la debacle española frente a los ejércitos napoleónicos. Pero los
ecos de la derrota hispánica de Ocaña (noviembre de 1809) se filtraron por todas partes y ya
no hubo manera de mantener en secreto un hecho que iba a sacudir a las Américas: la Junta
de Sevilla había declinado su opaca autoridad en el Consejo de Regencia constituido en
Cádiz.

En la capital del Virreinato del Río de la Plata la novedad fue recibida con resistencia, y
la ascendencia del Consejo de Regencia terminó despertando rechazo. La hegemonía militar
seguía entonces en poder de quienes habían salido airosos de la asonada de enero de 1809,
aun a pesar de la rehabilitación hecha por Cisneros en beneficio del bando capitular de
Álzaga y de la preferencia que había dado a dicho grupo la difunta Junta de Sevilla. No
obstante, algunos partidarios del Cabildo de 1808 ahora se habían pasado con los jefes
militares que le habían infligido la derrota de enero de 1809: este era el caso del brillante
abogado criollo Mariano Moreno y del comerciante catalán José Larrea.

Cisneros, que se había preocupado de mantener el equilibrio que había encontrado a


su llegada, otorgó además la autorización para comerciar con Inglaterra, que Liniers no había
osado conceder (aunque por el solo proyecto fue tildado de criminal por sus enemigos del
cabildo). La media de Cisneros inauguró esa revolución comercial tan temida por los
mercaderes que habían formado el núcleo del partido vencido en la asonada de 1809. Por
eso la defección de Larrea y Moreno y por eso también la pasividad del partido capitular para
colaborar en la resistencia de un sistema que tan mal venía sirviéndolo.

Frente a todos se encontraba en primer término la fuerza armada cuyo equilibrio


Cisneros no había osado transformar; de ella dependía el desenlace de la crisis y, solo
cuando sus jefes se declararon incapaces de restablecer el orden (mayo de 1810), recién
Cisneros reconoció que debía inclinarse ante sus vencedores. Entre el 18 y el 25 de mayo de
1810 los oficiales reconocieron como jefe al coronel Saavedra y, más que remisos en la
defensa del antiguo orden se mostraron partidarios activos de su destrucción, que se dará
precisamente entre esas fechas.

Cronológicamente los hechos se suceden así:

- El 17 de mayo de 1810 se conocen las noticias acerca de que la Junta de Sevilla ha


sucumbido en beneficio del Consejo de Regencia. Ese mismo día los regimientos se
acuartelan y a través de sus oficiales el virrey es intimado a abandonar el cargo por
representar a una autoridad caduca. Al mismo tiempo se solicita al cabildo que actúe
en la emergencia.
- El 21 la presión ya se ejerce en la Plaza Mayor mediante una breve muchedumbre
(unas mil personas), reclutada entre el pueblo bajo. El virrey y el cabildo deciden
convocar a una Junta General de vecinos que reúna a los principales de la ciudad;

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Saavedra entretanto ofrece el auxilio de su tropa para asegurar el orden. Entre los
convocados, solo una minoría se muestra resuelta a defender el orden vigente.
- La del 22 de mayo no es una disputa ideológica la que se produce sino una querella
entre abogados que intentan usar un sistema normativo, cuya legitimidad no
discuten, para fundamentar las soluciones que defienden. Ya no se discute si la
autoridad del virrey ha caducado o no en derecho sino que se va más allá al tratar de
establecer quiénes han de ocupar el poder vacante. Y el Cabildo es la institución
elegida para establecer un nuevo gobierno. Su accionar se basa en la precaución lo
cual se hace patente cuando el mismo virrey es transformado en presidente de una
Junta cuyos restantes miembros se reparten así: dos pertenecen al movimiento que
viene impulsando el cambio institucional y los dos restantes son los que se han
mostrado de acuerdo con que sea el cabildo quien disponga una nueva forma de
gobierno. La Junta refleja así en su misma incoherencia el equilibrio de fuerzas
puesto de manifiesto en el Cabildo Abierto.
- El 24 de mayo el Cabildo entrega el poder a la junta por él creada y el conflicto
resurge: los oficiales no se muestran de acuerdo con que Cisneros vuelva a asumir
el comando militar supremo. El intento de los capitulares de defender a su creación,
recibe la desaprobación de los oficiales. Cisneros renuncia y de nuevo los
capitulares proponen que se elija a su reemplazante en la presidencia de la junta.
- Pero el 25 la plaza se manifiesta con agitación popular (¿dónde estaba Saavedra,
quien el 22 había prometido asegurar el orden en la ciudad?), proponiendo la
ampliación de dicha Junta y que la autoridad del virrey fuera sustituida por la de
dicho cuerpo ampliado. La Junta es entonces ampliada; se trata de la Primera
Junta 5 : Saavedra es el nuevo presidente, y como vocales le acompañan los
abogados Manuel Belgrano y Juan José Castelli, el eclesiástico Manuel Alberti, el
hacendado y oficial Miguel de Azcuénaga y los comerciantes peninsulares Juan
Larrea y Domingo Matheu. Mariano Moreno y Juan José Paso, doctores ambos, son
los nuevos secretarios sin voto. Así, la instalación de la Primera Junta de Gobierno
representa la concentración del poder político y el militar y asegura la
institucionalización del mismo liderazgo cuya eficacia se hizo notar en las jornadas
previas al 22 (Saavedra y sus oficiales)6.

5 La Primera Junta de Gobierno, oficialmente denominada la Junta Provisional Gubernativa de las


Provincias del Río de la Plata a nombre del Señor Don Fernando VII, fue la Junta de gobierno surgida
el viernes 25 de mayo de 1810 en Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, como
consecuencia del triunfo de la Revolución de Mayo que destituyó al virrey Baltasar Hidalgo de
Cisneros.
6 Intervención de Castelli: La intervención de Juan José Castelli constituyó la base de lo que se

llamaría luego el Dogma de Mayo, el fundamento teórico de la revolución. Con la caída en prisión de
Fernando VII y la defección de la regencia que quedara en su lugar —dijo Castelli— se produjo una
situación de acefalía y, de acuerdo con la teoría clásica de la monarquía usufructuaria, la soberanía
había retrovertido al pueblo, a la entera nación. El pueblo de España había ejercido dicha soberanía a
través de las juntas locales y, más tarde, de la Junta Central Gubernativa de Sevilla. Ésta, emanación
directa de la voluntad popular, tenía un poder gubernativo legítimo, pero de ninguna manera poderes
constituyentes; podía mandar, pero no disponer quién ejercería el poder en caso de su disolución. Al
producirse ésta, la soberanía tornaba una vez más al pueblo, y se hacía necesaria una nueva
manifestación de su voluntad. Por lo tanto, la autoridad del Consejo de Regencia era nula, y
particularmente lo era en América, ya que los ciudadanos de las colonias no habían participado en
absoluto de su constitución. De todo esto infirió Castelli su premisa básica: los ciudadanos de las
colonias americanas, cuyos derechos son esencialmente iguales a los de los peninsulares, han
readquirido así la prerrogativa de ejercer libremente su soberanía.
Al mismo tiempo —siguió diciendo— al caducar la autoridad del rey y desaparecer sus organismos
depositarios temporales, la potestad de los virreyes y restantes autoridades subalternas también ha
cesado. El poder de las instituciones de gobierno dependientes de la Corona es un reflejo directo de
ésta; por lo tanto, es lógico concluir que al extinguirse la autoridad básica, desaparecen también los

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La saga de hechos hasta aquí expresados deja el siguiente interrogante: ¿Los


acontecimientos que pusieron fin al orden colonial fueron fruto de la acción de una reducida
élite de militares profesionales, audazmente dispuesta a aprovechar la pasividad nacida del
desconcierto no solo de los representantes del antiguo régimen sino también de la masa de la
población urbana? Pese a que tal fue la hipótesis sostenida por el doctor Mariano Moreno,
existen una serie de evidencias que derrumban irremisiblemente tal hipótesis: casi ninguno de
los jefes de los regimientos militares surgidos en 1806 viven de su salario militar; más de uno
está lejos de haber renunciado a ejercer sus tareas habituales. Se trata de miembros de la
élite criolla que han hallado en la militarización un canal institucionalizado de comunicación
con la plebe urbana. Entonces, la revolución militar es a la vez la revolución de la entera élite
criolla. El sólido apoyo de los regimientos urbanos ha sido el que ha asegurado una transición
sin violencia. Lo que sigue ahora es enviar misiones al Interior, con apoyo militar, para llevar
la buena nueva y aplastar posibles disidencias frente al nuevo orden. La élite criolla a la que
los acontecimientos iniciados en 1806 han entregado el poder local, debe crear de sí a la vez
una clase política y un aparato militar profesional del que aún carece.

poderes que de ella emanan. En particular la del virrey Cisneros, que había sido designado por un
organismo —la Junta Central Gubernativa— que ya no existía.
Como conclusión de su medular intervención, Castelli sostuvo que la situación del momento era de
acefalía; que la autoridad del virrey y demás instituciones locales había caducado y que el pueblo
criollo estaba en condiciones de ejercer su soberanía, dándose el gobierno que mejor conviniese. En
su opinión, debía constituirse una junta autónoma de gobierno.

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II- LA REVOLUCIÓN EN BUENOS AIRES:

a) Nace una nueva vida política:

Tras la sustitución del antiguo orden, el nuevo poder quiere hacer de la legitimidad su
carta de triunfo. Quienes se le opongan serán considerados rebeldes en los mismos términos
que eran considerados bajo el antiguo orden. Para evitar la guerra civil el nuevo orden no
reconoce tener frente a sí a grupos enteros sino a individuos aislados. Pero tan poco deseado
enfrentamiento no podrá ser evitado: así, el grupo peninsular terminará transformándose en
sospechoso y por lo tanto sometido a legislación discriminatoria. El poder revolucionario lo
distingue desde el comienzo con su hostilidad más abierta y hace esto principalmente porque
siendo poco numerosos, ofrece un blanco admirable para la hostilidad colectiva. Así, los altos
funcionarios de carrera han de soportar las peores injurias, transformándose en víctimas
designadas de la revolución; sus reemplazantes en la burocracia, identificados como el
personal de recambio, serán considerados patriotas. La entera población americana se
identifica con ellos y se siente partícipe de su encumbramiento. La Gaceta, al referirse a la
llegada de la expedición revolucionaria a Salta, habla de miles que la reciben cantando
proclamas reivindicatorias de un poder de dominación que ha abandonado a los peninsulares.
Negándose a reconocer adversarios en grupos enteros, al final la revolución se tiene que
resignar al hecho consumado que es la existencia de dos sectores hostiles entre sí,
peninsulares y americanos. Con los primeros adopta una posición ambigua, considerándoles
extraños al principio para luego recordar que se trata de antiguos amigos que ahora pueden
volver a serlo, juramento de lealtad mediante. Pero la conjura de Álzaga (1812)7 marca una
ruptura completa entre los dos sectores de la élite; así, a la proyectada represión sobre el
sector americano que tenían en mente los conspiradores le sigue una agudización inmediata
de las medidas anti peninsulares, acompañada de ejecuciones que se suceden en la Plaza
Mayor. Con el tiempo, solo merced a cartas de ciudadanía, los peninsulares podrán conservar
sus empleos. De este modo, la revolución ha enfrentado a un grupo entero, lo ha excluido de
la sociedad que comienza a reorganizarse bajo su signo, y solo ha aceptado a reclutas
individuales provenientes del mismo.

La revolución comienza así por ser la aventura estrictamente personal de algunos


porteños y las reticencias que éstos encuentran tienen algo de alarmante. Las simpatías por
la causa revolucionaria se miden desde entonces merced a juramentos de lealtad poco

7 El 1º de julio de 1812, el gobierno descubrió —o creyó descubrir— una conspiración de españoles


contra el Primer Triunvirato, formado por Juan Martín de Pueyrredón, Feliciano Antonio Chiclana y
Manuel de Sarratea. Ésta debía estallar el 5 de julio, quinto aniversario de la Defensa. No se sabe
cuáles eran exactamente sus intenciones, aunque no parece que la conspiración quisiera volver lisa y
llanamente a la dependencia del rey de España. Buenos Aires estaba escasa de tropas, mayormente
enviadas al Ejército del Norte, por lo que la situación era delicada. Durante las investigaciones, el
secretario del Triunvirato Bernardino Rivadavia, basado en pruebas y confesiones extremadamente
sospechosas, extendió la acusación a Álzaga y a un extenso grupo de partidarios. En realidad, existen
serias dudas de que la conspiración fuera siquiera real. Álzaga fue arrestado y sometido a proceso
criminal secreto; tan secreto, que nunca fue publicado ni se supo la identidad del único testigo, que
incluso se dijo que era un esclavo. Es casi seguro que Rivadavia se estaba vengando de una vieja
afrenta personal y usó los cargos para apoderarse de los bienes de Álzaga. Éste y muchos otros
fueron condenados a muerte. Las ejecuciones comenzaron el 4 de julio, dos días después de su
arresto, lo que deja en claro que los acusados complotados ya estaban condenados de antemano. En
total, fueron ejecutados más de treinta hombres, incluidos jefes militares, frailes y comerciantes, cuyos
bienes fueron expropiados. Álzaga fue fusilado y colgado el 6 de julio de 1812 en Buenos Aires, en la
Plaza de la Victoria. Los cuerpos de los conspiradores fueron exhibidos en la plaza durante tres días,
en el que fue el más sanguinario de los desgraciadamente frecuentes excesos de la revolución. Una
lápida recuerda a Martín de Álzaga en el Convento de Santo Domingo, aunque sus restos se hallan en
el Cementerio de la Recoleta, en la bóveda familiar. Estaba casado con María Magdalena de la
Carrera. De sus hijos dos destacaron en los bandos opuestos de la revolución. Félix de Álzaga se
convirtió en un importante militar, político y hacendado en la nueva nación, mientras que Cecilio de
Álzaga, comerciante y político fue un tenaz enemigo de la emancipación argentina.

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espontáneos exigidos a todos los jefes de familia y a donativos que sí se demuestran más
auténticos entre los más pobres, tampoco constituyen una muestra de sinceridad verdadera.
Siempre persiste la duda bajo la siguiente pregunta: ¿tal donación no habrá sido hecha para
no despertar sospechas de deslealtad por la causa patriota? Y claro, es una pregunta que por
lo general se dirige a los más pudientes, donde la disponibilidad de recursos permite llevar
adelante dicho juego. Otra vía para la adhesión al nuevo poder es la existencia del peligro
alternativo de un retorno al antiguo orden colonial; pero como elemento disciplinante deja
mucho que desear desde que hasta 1815 constituirá aún una salida viable la reconciliación
con la metrópoli. Con todo, el temor a las represalias de cualquier restauración es un
elemento precioso en la formación de una solidaridad revolucionaria.

Pese a que por sospechar se lo crea en soledad, el poder revolucionario no nace solo.
Los revolucionarios son dueños de la calle, que sus enemigos prudentemente prefieren no
disputar. Dueños del ejército urbano, dueños de la entera maquinaria administrativa de la
capital virreinal (donde la hostilidad abunda pero no osa expresarse), los jefes revolucionarios
no tienen nada que temer de Buenos Aires. Aun así, deben consolidar su poder y la mejor
manera de hacerlo es vincularse con las masas sin abandonar el estilo autoritario del viejo
régimen, lo que frente a los sectores marginales concede una ventaja cierta. Los medios para
lograr adhesiones incluyen:

- La obligación impuesta a los párrocos de predicar desde el púlpito sobre el cambio


político y sus bendiciones.
- El empleo del sistema de policía heredado del orden colonial, alcaldes y tenientes
alcaldes encuadrados en la organización municipal, a fin de asegurar la vigilancia y
la represión sobre los sospechosos.
- La confiscación de bienes para quienes abandonen la ciudad sin licencia (como
expresión de vigilancia política sobre los desertores).
- Toda clase de penas para aquéllos que sigan ocultando armas.

Por tanto, de un modo u otro, la revolución hace sentir su presencia aun a esa
población marginal urbana que los administradores coloniales habían juzgado más prudente
ignorar. Con mayor tesón se aplicarán tales controles en los sectores sociales mejor
integrados: la idea es disciplinar la adhesión a la vez que hacer inocua la disidencia. Con
todo, al entrometerse el poder de policía en las costumbres de la sociedad, la revolución
empezó a decaer en fervor.

Para recuperar ese fervor se despliega toda una serie de ardides propagandísticos para
mantener en alto la causa revolucionaria: la conmemoración del 25 de mayo, en 1811, se
celebra con cuatro noches de iluminación, salvas de artillería, repique de campanas, fuegos
artificiales, música, arcos triunfales, máscaras, danzas y bailes, etc. No obstante, tras la
mascarada alegre de la fiesta se esconde la discreta preparación y vigilancia del sistema de
policía. Si no totalmente nueva, la parte de la fuerza armada en las celebraciones es más
importante que en el pasado.

Las nociones y creencias que la celebración expresa e intenta difundir parecen haber
sido las siguientes:

- Satisfacción con la situación política dominante.


- Festejos ofrecidos en homenaje a la revolución y no a sus dirigentes de la hora, que
ya se saben efímeros.

La ciudad parece festejarse a sí misma, ebria de su propia gloria, la inmortal Buenos


Aires se presenta como libertadora de un mundo. También se celebra la libertad americana,
luego de siglos de opresión española. Frente a la antigua metrópoli, con la cual el lazo político
no se ha roto, el pasado indígena es reivindicado como herencia común de todos los

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americanos. No obstante, la revolución se inhibe de innovar frente a las más significativas de


las diferencias sociales heredadas, que consisten en privilegios para la gente “decente” tal
como antes los garantizaba el Antiguo régimen. Un ejemplo de ello tiene lugar cuando en la
elección para cargos a diputados y apoderados de la ciudad, las autoridades encargadas de
controlar la entrada a la plaza mayor, niegan el acceso no solo a las mujeres y a las gentes
de a caballo sino también a los negros, muchachos y otra gente común.

Pese a marcar de esa manera los límites de la movilización política que la revolución
promueve, la presencia plebeya desde mayo de 1810 se hace sentir como nunca en el
pasado. Además, la politización popular, si bien no es deseada por la élite revolucionaria, si
es necesaria desde que para la misma, el apoyo popular resulta vital para compensar el lugar
residual que hasta hace poco venía ocupando dentro de la élite colonial. También hay otros
motivos para contar con el apoyo de los sectores populares y aún con el de los marginales: la
guerra exigirá una participación creciente de todos aquellos que se precien de ser
americanos. De esta manera, los motivos patrióticos y militares pasan a primer plano
mientras que los aspectos políticos del cambio revolucionario son reservados para un sector
más restringido y menos limitado para tomar decisiones. A pesar de ello no convendría
ignorar los alcances de la movilización popular que, aunque limitada, no podía dejar de tener
consecuencias políticas. Si bien sería excesivo sostener que la fe plebeya en la invencible
Buenos Aires guió alguna vez la política que desde la ciudad se hacía, es en cambio
indudable que ya no habría ningún gobierno que pudiera impunemente ignorarla del todo.

b) La crisis de la burocracia:

La transformación de la burocracia tiene lugar a partir del dictado del decreto de


supresión de honores del presidente de la Junta, en diciembre de 1810. En el decreto se
estigmatizan “aquellos prestigios” que para desgracia de la humanidad inventaron los tiranos.
Bajo el dulce dogma de la igualdad todo ahora debe ser distinto y la llaneza será el rasgo
característico de la conducta del magistrado, quien en adelante, en nombre del sagrado
dogma de la igualdad, no tendrá, fuera de sus funciones, otras consideraciones que las que
merezca en función de sus virtudes. Esta severa disciplina que la Junta se impone a sí misma
será mucho más estricta para los demás funcionarios. Por ejemplo, los nuevos oidores de la
Audiencia, elegidos entre los abogados actuantes del foro porteño, no solo reciben salarios
más bajos sino que son privados de todo signo exterior de prominencia8.

También la medida intenta impedir una solidaridad de intereses entre los funcionarios
que vuelva a oponerlos con los administrados. Pese a que al principio el pueblo se manifiesta
en contra de que se reconozcan indemnizaciones a los cesanteados del orden colonial, al
cabo los funcionarios decidan pagar retroactivamente el retiro a los militares confinados y
alimentos a las víctimas civiles del mismo castigo. No obstante, tal solidaridad entre
burócratas no excluye tensiones internas, que la revolución intensifica al crear un centro de
poder político poco dispuesto a dejar crecer a sus rivales con tal de afirmar su supremacía.
Una de las armas que se usa para ello es crear inestabilidad en el cargo suprimiendo la
característica vitalicia en algunos de ellos, lo que disminuye la voluntad de resistencia de los
funcionarios de carrera. Tan solo frente a una magistratura se doblegó el poder
revolucionario: el Cabildo, que en las jornadas de Mayo había sabido reservarse la
superintendencia sobre el gobierno creado bajo su égida. Una muestra de ello es que en la
designación de los capitulares (hasta 1811 ellos mismos designan a sus sucesores y desde
1815 lo hará el voto popular), el poder político se abstiene de intervenir.

Pero el caso del Cabildo constituye la excepción y la regla es que el poder supremo se
afirma sobre la nueva burocracia y las magistraturas, a las que supedita a las necesidades

8La Audiencia será reemplazada en 1812 por un Tribunal de Apelaciones que jamás alcanzará el
poderío del órgano precedente y cuyos integrantes serán designados por dos años y no a perpetuidad
como se acostumbraba con los oidores.

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presupuestarias de la Revolución. En este sentido, los nuevos funcionarios dispondrán en el


flamante estado de derechos sobre los ingresos menos indiscutidos que en el régimen
colonial. Si bien no dejarán de ser pagados por su trabajo, la Junta establece el mecanismo
que asegurará ese pago, el cual ya no quedará sujeto como antes a la discrecionalidad del
funcionario de turno.

Por su parte, las corporaciones dotadas en el pasado de patrimonio propio lo verán


ahora sacrificado en aras de la guerra revolucionaria. En el caso de las corporaciones
eclesiásticas, quedarán supeditadas a donaciones de esclavos y dinero. Inclusive en 1815 el
patrimonio completo de las cofradías e iglesias es entregado al estado con cargo de
devolución ni bien la situación se normalice.

La contracara de la pérdida de poder, prestigio y patrimonio que sufren las


corporaciones y los funcionarios es la concentración de poder en una sola persona, el
Director Supremo, en aras de quien se sacrifica el austero ideal que la Junta había fijado en
diciembre de 1811 a través del decreto de supresión de honores antes mencionado. De esta
manera, la banda y la escolta virreinales vuelven a acompañar a la persona del primer
magistrado y sus ministros también se ven favorecido por el asunto con tratos de señoría. De
todos modos, la inestabilidad no permite a los beneficiarios de semejantes deferencias gozar
de las mismas por mucho tiempo.

Con la Iglesia, no obstante, se da una situación parecida a la del Cabildo; el nuevo


poder no la puede reducir a su voluntad como lo ha hecho con el resto de los funcionarios y
magistrados. Muy por el contrario, deberá aprender a convivir con ella como modo de
depurarla aunque sea de manera parcial e incompleta, de sus elementos anti revolucionarios.
Al final, los nuevos obispos solo son aceptados en el nuevo orden (aunque no pierdan su
condición de sospechosos) si prestan a él el prestigio de su investidura. Inclusive los
controles alcanzarán en algunos casos el nivel de la marca personal: por ejemplo, algunos
obispos son obligados a destituir a subalternos cuando éstos son descubiertos manteniendo
contactos personales o epistolares con disidentes. Pero el nuevo poder también dispone de
un arma mucho más efectiva que la mera intimidación y ésta consiste en saber favorecer en
el seno de la institución eclesiástica, secular o regular, a quienes le son adictos tanto en el
ejercicio de las funciones heredadas de la colonia como en el de las que debe asumir ahora
en tanto que iglesia aislada de Roma9. Este aislamiento de la iglesia local también es el que
determina la falta de reacción frente al espíritu invasor del gobierno civil, que se aprovecha
muchas veces para promover postulantes que le son leales a cargos como el de provisores
(que se estatuyen mientras Buenos Aires permanece sin obispo).

El empleo de la coacción, que no es sino un aspecto de la aspiración a controlar desde


mucho más cerca a la totalidad de los gobernados, es ejercido por el nuevo poder
revolucionario a través del sistema de policía y baja justicia heredado del Antiguo Régimen.
Pero las atribuciones de los funcionarios que han de controlar son ampliadas
convenientemente e incluyen la vigilancia de la residencia, la del humor político en sus
respectivos distritos, el control de las armas, la captura de vagos y desocupados para su
ulterior reclutamiento en el ejército, etc. Los principales favorecidos son los alcaldes y
tenientes-alcaldes, quienes a los ojos de los grupos populares y marginales se transformaron
en los verdaderos representantes del nuevo poder. Para aquéllos a quienes la revolución ha
dado el ejercicio directo del poder, la emergencia de este nuevo grupo es la emergencia de lo
que puede ser una élite rival que se ha de controlar y oportunamente contrastar. Y la manera
hallada para lograr tal cometido es nuevamente hacer anual el cargo de alcalde. A partir de
1812, entonces, ocupan los cargos los candidatos designados por el Cabildo saliente, previa

9Lo de Iglesia aislada de Roma se debe en primer lugar al cautiverio pontificio y en segundo, por la
decisión vaticana de no mantener relaciones oficiales con la Hispanoamérica revolucionaria que ha
desobedecido el derecho de patronato reconocido al soberano español). Debido a dicho aislamiento,
Buenos Aires no tendrá nuevo obispo por un cuarto de siglo.

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aprobación por parte del poder supremo (la reforma de 1815 que dispone la renovación de
cargos capitulares por la elección popular no afecta la de los alcaldes de barrio).

De esta manera, el Cabildo comparte con el poder supremo la elección de los alcaldes
de barrio y todavía puede aún participar en la creación de una parte del nuevo funcionariado.
Pero es el poder supremo el que se reserva mediante una reforma profunda de la
organización policial, un control mucho más directo sobre sus actividades. El reglamento de
policía dictado en 1812 coloca a justicias de campaña y a alcaldes de barrio bajo las órdenes
del Intendente de Policía y de sus comisarios. De este modo, la relación entre el nuevo
estado y los sectores populares y marginales que hasta entonces se habían relacionado de
manera ambigua a través de los alcaldes de barrio y del teniente-alcalde, acentúa sus
aspectos autoritarios y represivos. Al mismo tiempo, la importancia de los alcaldes de barrio
en el aparato de control de esos sectores disminuye rápidamente. Con ello, el poder supremo
o la nueva élite gobernante, que para el caso son lo mismo, consigue minar el poder de esta
otra posible élite rival, cuya base de sustento, las clases subalternas y marginales, ahora
controla directamente por medio de una policía centralizada y rentada con fondos del fisco
central. Se trata al cabo de una estrategia que solo Buenos Aires puede adoptar; en primer
lugar porque la revolución ha nacido allí y la experiencia revolucionaria es la maestra de tales
lecciones, y, en segundo lugar, porque a diferencia de Buenos Aires, el Interior no posee los
recursos de la aduana para emprender medidas similares.

c) La dirección revolucionaria frente al ejército y la élite económica social urbana:

Entre 1806 y 1810, es decir, en el lapso de tiempo que va desde la primera invasión
inglesa hasta la Revolución de Mayo, la militarización que había llevado a la creación de
milicias urbanas rentadas no había sido capaz de lograr una tropa disciplinada enteramente.
A la falta de profesionalismo se sumaba además la cuestión de la legitimidad de ese ejército
urbano, que muchos ponían en duda. Al desencadenarse la guerra, tras 1810, la revolución
puso fin a esa situación y acreció de inmediato el prestigio militar.

Amenazado el nuevo Estado por la pérdida del Alto Perú a raíz de la derrota de Huaqui
(20 de junio de 1811), la tendencia que aflora es hacer del ejército el primer estamento
estadual precisamente para proteger al estado. La distinción con el resto de los funcionarios
civiles y con los militares retirados se hace sentir cuando desde diciembre de 1814 se impone
una baja en los sueldos que no afecta a los miembros activos del ejército.

Iniciado el camino revolucionario, el mejor camino que encuentra el nuevo poder para
conducir la movilización política popular en pos de la nueva fuerza armada es recurrir a los
motivos patrióticos y guerreros. El resultado es altamente favorable y pronto, el prestigio que
alcanzan los mandos y oficiales no encuentra rival frente a los demás cargos detentados por
funcionarios y magistrados. Además, la gloria militar es exaltada en los momentos triunfales
mediante festejos extraordinarios, aunque tras la magnificación de dicha gloria se oculte el
objetivo real que es consolidar la ventaja de una facción en el marco de la política interna. Las
derrotas también en la medida que permitan resaltar acciones patriotas heroicas.

El intento de glorificar a los miembros del ejército, sin embargo, no hace otra cosa que
magnificar la tensión existente dentro de la burocracia, al relativizar la importancia, otrora sin
igual, del sector civil de la misma (magistrados, capitulares, presbíteros, etc.). La arrogancia
cunde entre las filas de la nueva fuerza, pero no alcanza aún a opacar su popularidad.

Dentro del marco de la tropa, entretanto, se aplican los mismos principios originalmente
adoptados para la Junta mediante el reglamento de supresión de honores: la igualdad ha de
ser la regla y los progresos del igualitarismo se proclamarán como un verdadero dogma. Está
claro que los preceptos de igualdad corren aquí por cuenta de la necesidad de hombres para
integrar la fuerza y defender la causa patriota. No se puede ser anti igualitario allí donde tales
prejuicios llevarían a disminuir la cantidad de potenciales reclutas para la gran causa de la

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libertad. Con todo, las reticencias no desaparecen; los cargos de oficiales seguirán vedados y
estarán ocupados, aun en los cuerpos de color, por blancos.

También se aplica otra distinción que atenta contra aquél principio de igualdad y es la
normativa que se dicta desde 1810 para hacer recaer principalmente el peso del
reclutamiento en los sectores marginales. En otras palabras, la población libre y
económicamente activa se ve favorecida por la propensión de las autoridades a incorporar
vagos al ejército. Pero también la participación de esclavos logrados por donaciones
destinadas a mostrar adhesión a la causa y luego directamente por confiscaciones a
españoles europeos, supone la existencia de diferencias en el seno de las fuerzas armadas,
aunque se trate de reclutas menos peligrosos que los marginales.

En todo caso, la composición de los cuerpos militares va cambiando paulatinamente:


surgidos de un movimiento en el que el elemento voluntario había predominado debido a la
urgencia de expulsar al invasor inglés, a medida que pasa el tiempo empiezan a tener mayor
peso los vagos, malentretenidos y esclavos incorporados por necesidad. Una fuerza
constituida así encierra un peligro latente ya que puede ser empleada políticamente para
doblegar a enemigos internos. Pero la profesionalización es precisamente el antídoto que
evita el veneno de la politización en sus cuadros de oficiales. En conclusión, no es solamente
la guerra la que exige profesionalizar las milicias y convertirlas en un ejército regular, sino
también la necesidad de erradicar de ellas a la política.

De este modo, la transformación de la milicia en una fuerza regular avanza un paso


más. Se reajusta la disciplina, relajada durante los últimos meses coloniales, se intenta
disponer de una oficialidad de escuela enviando a los aspirantes a la Escuela de
Matemáticas, etc. No obstante, el cambio produce resistencias, conflictos y tensiones que
encuentran su punto álgido cuando los patricios se sublevan en diciembre de 1811, exigiendo
entre otros desatinos que sea la propia tropa la que elija a sus oficiales por voto, lo cual no
era una novedad en Buenos Aires. Al final, los rebeldes, tropa y suboficiales (los oficiales no
han tomado parte), son reducidos y reprimidos, condenados a muerte unos y a prisión otros.
Las clavijas se ajustan desde entonces para lograr mayor disciplina entre la tropa, y la
severidad se hace mayor en las zonas de guerra que frente a las tropas estacionadas en la
capital. El resultado es que el proceso lleva a una separación neta entre las tropas y sus
oficiales, las primeras sometidas a una férrea presión disciplinante y los segundos casi
marginados de ella. Las consecuencias quedarán muy pronto a la vista de cualquier
observador: frente a una cuadrilla de oficiales que se mueven como sátrapas orientales, la
humilde tropa se distinguirá por su ciega obediencia.

De este modo, la revolución ha transformado la milicia urbana, sometida levemente a


disciplina militar y permeada a la más mínima influencia política, en un ejército regular dentro
del cual la virtud cardinal de los soldados es la sumisión a sus oficiales. Esta transformación
de los soldados favorecida por la guerra, tenía una consecuencia política precisa: el cuerpo
de oficiales ejercía su influjo político por derecho propio. Dejando de constituir el enlace entre
una élite y los sectores más amplios que la crisis ha movilizado en un momento, pasa a ser el
dueño directo de los medios de coacción al mandar sobre una masa obediente de soldados.
Así, la profesionalización da una preeminencia nueva al cuerpo de oficiales convirtiéndolo
casi en garante de la estabilidad política del nuevo régimen revolucionario, aunque esto
parezca exagerado. Al mismo tiempo, también lo diferencia del resto del personal político
revolucionario por el propio poder específico que adquiere y porque la comunidad en el
heroísmo es la madre de todos sus sacrificios por la patria, cuestión que le es ajena al resto
de sus compatriotas civiles. Sobre esto último basan su derecho a vivir de la industria y de las
privaciones de los civiles, generando tensiones a primera vista con dos grupos bien definidos:

 En primer término con esos sectores locales que han dominado la economía y que
ahora se ven amenazados por la doble presión de la guerra y de la concurrencia
mercantil extranjera. Dichos sectores no juzgan con buenos ojos la despreocupación

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con que los brillantes oficiales del ejército revolucionario impulsan la marcha a la
victoria y la penuria. Tampoco les agrada sus aires de superioridad.
 En segundo lugar, con quienes tienen la responsabilidad directa del manejo político y
ven agotarse la benevolencia de los grupos de los que han surgido mientras la
costosa revolución se obstina en no rendir los frutos prometidos. Estos ven en esos
oficiales algo irritante, y es que son los únicos beneficiarios de los sacrificios que la
guerra impone.

En 1812 se hace presente en el Río de la Plata un nuevo saber militar y, a la vez, un


tercer grupo de tensión; no se trata en este caso de civiles, ya que sus portavoces son los
militares de carrera que han hecho en el ejército regio la guerra contra Francia y se unen
ahora a la causa patriota: José de San Martín y Carlos María de Alvear. Se trata de técnicos
que pueden llevar adelante la guerra con una pericia que les es exclusiva. Frente a estos
hombres de armas que cuentan con carrera y experiencia y cuyo ideal es el oficial profesional
que cree en la disciplina, en la lenta preparación administrativa de los ejércitos, en el cálculo
sereno antes que en la improvisación heroica en el campo de batalla, se encuentra la otra
oficialidad que ha nacido de la revolución y que es más proclive a preferir el valor, llevado
hasta la temeridad. Aunque el valor y la pericia son comunes a ambos sectores, hay una
característica de los segundos que molesta al primer grupo de los oficiales de carrera y es la
superioridad que sienten sobre la comunidad civil y que no intentan ocultar, tendencia que
San Martín combatirá en su propio cuerpo de oficiales, tanto en los campamentos como en
los combates.

Ya sea por causa de la profunda diferenciación surgida entre oficiales de carrera


forjados en la experiencia guerrera europea y los oficiales improvisados a partir de las
invasiones inglesas y de la revolución, ya sea por los efectos de las disensiones políticas que
recurrentemente aparecen en el seno del ejército o porque muchos oficiales no viven
específicamente de su cargo militar, es que el espíritu de corporación no se perfecciona entre
los oficiales revolucionarios. De este modo, pese a barrer con las antiguas corporaciones
coloniales, la revolución tampoco puede crear nuevas ni siquiera en la única institución que
ha nacido de ella: el ejército patrio. Por otra parte la revolución ha iniciado una guerra cuyo
resultado se mantiene incierto; esta falta de certezas, alimentada por circunstanciales
derrotas, determina ascensos y caídas en desgracia que también atentan contra el espíritu
corporativo.

En la carrera revolucionaria los protagonistas debían mantener una doble lealtad: a la


revolución, cuyo abandono implicaba automáticamente el mote de traidor, y a la propia
carrera de promoción individual. La carrera revolucionaria implicaba riesgos ciertos a quienes
jugaban en ella su propia carrera militar; sin duda los golpes de fortuna eran posibles, pero a
la larga el excesivo contacto con el poder político dedicado a una mendicidad agresiva era
peligroso para la fortuna personal. Cada cambio de facción traía consigo el encumbramiento
de un personal de recambio no siempre dispuesto a dividir el botín con los que ya habían
gozado de él en el pasado. Buena parte de los jefes políticos del movimiento revolucionario
adquirieron fama de corruptos ante la opinión pública. Lo que cabría preguntarse es si fueron
motivados por una ambición personal desaforada o si, por el contrario, se quisieron
compensar de un destino más cargado de peligros que de promesas.

Surgida la revolución, la misma no puede exigir más lealtades que a ella misma. Lo que
comienza por configurar al grupo revolucionario es la conciencia de participar en una
aventura común de la que los más buscan permanecer apartados. Para esa aventura se unen
algunos hombres que no actúan como puros jefes militares, como es el caso de Belgrano,
cuyo prestigio no procede del lugar que ocupan en los cuerpos milicianos sino de su
veteranía en las tentativas de organizar una alternativa a la crisis imperial española. Estos
hombres se desempeñan en representación general de los americanos, a diferencia de los
jefes militares puros, que adhieren a a un grupo perfectamente identificable al que deben su
fuerza. La revolución introdujo algunos retoques a este cuadro tan sencillo. Acaso el más

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trascendental haya sido la inclusión en el sector dirigente de figuras que son incorporadas a
él en su condición de integrantes de ciertos sectores sociales (así el presbítero Alberti debe
muy claramente su lugar en la Junta a su condición de eclesiástico, lo mismo que Larrea y
Matheu a la de comerciantes). Así, la revolución establecía canales de comunicación con el
cuerpo social, con la salvedad que los representantes de tales sectores sociales no lo eran
tanto dado que no habían sido elegidos por sus pares; más que representantes eran reclutas
de esos sectores elegidos por su afinidad con la revolución.

Al principio y durante las primeras etapas revolucionarias, la dirigencia del movimiento


no varía en su composición: una parte procede de un cuerpo de oficiales de ciertos cuerpos
de milicianos urbanos, más ciertos grupos de opinión laxamente organizados). La dualidad
subsiste en la Primera Junta en torno a las figuras de Cornelio Saavedra, el presidente (y
militar), y uno de sus secretarios, Mariano Moreno (abogado). La relación de fuerzas entre
ambos grupos que existe en mayo de 1810 parece asegurar una sólida hegemonía al de
base miliciana que conoce por jefe a Saavedra. Mas su lenta erosión iba a reconocer dos
causas: por un lado la destrucción de las milicias urbanas que habían desencadenado la
revolución en manos de la revolución misma acorde con su necesidad de profesionalizar a la
fuerza y, por el otro, la aproximación de los más lúcidos jefes de la milicia a las posiciones de
sus rivales morenistas (quienes tenían la misma noción que ellos acerca de los problemas
reales que despertaba la revolución).

Los acorralados seguidores de Moreno solo se constituirán en facción tras la muerte de


su jefe, acicateados por la necesidad de soportar mejor los padecimientos comunes a que les
someten sus adversarios saavedristas (destierros y confinamientos tras las jornadas de abril
de 1811). No obstante, el primer año de revolución ofrece a ambos grupos una enseñanza
sustancialmente idéntica en cuanto a los peligros de la democratización (que en las milicias
consiste en la elección de los oficiales por el voto de los propios milicianos) y esta enseñanza
permite a la vez un cambio radical y al mismo tiempo discreto: la profesionalización de los
grupos militares. ¿Pero ese cambio mismo no es peligroso? La dirección revolucionaria más
que considerarlo peligroso lo cree necesario desde que, sintiéndose inquietamente sola entre
los grupos sociales de los que ha surgido, aspira ahora a emplear al ejército profesional para
independizarse del apoyo militante de cualquier sector social.

La endeblez de la dirigencia revolucionaria no se nota tanto en el período 1806-1810,


pero desde 1810 la situación cambia radicalmente al agravarse la coyuntura tras la revolución
y frente a la guerra inminente. Desde entonces, el uso recurrente de la pena de muerte es un
síntoma de desesperación y, a la vez, un recurso que más que acercar apoyos, los aleja. Las
represalias de este tipo ciertamente disuaden de participar en la actividad política tanto más
por cuanto los riesgos son serios y evidentes. Se trata entonces de un clima de desconfianza
en la dirección revolucionaria que se traduce más que en oposición militante, en una
cuidadosa toma de distancia que subsistirá a lo largo de los siguientes nueve años.

¿Pero esa actitud cautelosa, de reserva, fue una actitud común de todos los sectores
altos urbanos frente al poder revolucionario? No parece ser el caso, desde que de la
benevolencia de dicho poder dependen las dos bases que sustentan a esos altos sectores de
la sociedad relacionados con el comercio y la burocracia: el prestigio y la riqueza. La misma
actividad económica del estado revolucionario crea nuevas solidaridades entre los integrantes
de los sectores altos y el poder revolucionario. Los contactos son entonces importantes para
transgredir ciertas disposiciones comerciales para períodos de guerra como prohibiciones de
comerciar con el enemigo. Estos contactos se dan a través de la simple corrupción o por vía
de las solidaridades revolucionarias (que permitían por ejemplo ser beneficiados con la
provisión exclusiva de un ejército), pero en todo caso los beneficios que otorgan son
circunstanciales cuando no ilusorios. Individuos oportunistas de los sectores altos no
desdeñan entonces la provisión o el crédito al estado. Aun así, esos contactos no alcanzan,
no son suficientes para identificar a los sectores altos en su conjunto, como grupo, con el

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elenco dirigente revolucionario. Tampoco ayuda a tal identificación el hecho de la precariedad


política, puesto que un cambio puede transformar al beneficiario en encolerizada víctima.

Desapegados con la dirigencia revolucionaria, los altos sectores sociales están sin
embargo ligados a ella por una comunidad de intereses cuya coincidencia no siempre es
duradera. Y es precisamente esa volatilidad una razón adicional para que los lazos surgidos
de la búsqueda de ventajas no se consoliden a partir de la identificación del entero sector de
intereses con la dirección revolucionaria.

Por otra parte, la revolución ha trastocado la composición de la élite, desplazando a las


familias peninsulares al papel residual que antes habían desempeñado las criollas. Estas
familias criollas parecen recuperar en la sociedad revolucionaria un lugar que altos
funcionarios y magistrados no reconquistan tan fácilmente. Entre ellas y el nuevo poder se
establecen relaciones que reiteran las que ellas mismas o sus rivales habían mantenido con
la alta administración colonial. La interacción prestigia al nuevo poder frecuentemente
acusado de advenedizo. Pero esos nuevos interlocutores no se tornan en militantes de
primera línea. Muchas de esas familias prestarán apoyo a personajes como San Martín
(casado con la hija del señor Escalada, un prestigioso y adinerado vecino que no ha
escamoteado su riqueza para prestar servicios a la causa), concediéndoles un lugar en la
Buenos Aires que por su dedicación y méritos propios jamás habrían alcanzado. Pero se trata
tan solo de apoyo, no de celo revolucionario.

La relación de la dirigencia revolucionaria con estos sectores altos tan reacios a


convertirse en partidarios sinceros parece peligrosa y sin embargo no lo es. La explicación de
ello radica en el hecho de que tales dirigentes o bien proceden de tales grupos o bien les
tienen como ejemplo de lo que quieren ser. Al cabo, para ese grupo ha sido lanzada la
revolución siendo el beneficiario designado de la eliminación de las cliques10 peninsulares
que con sus contactos mercantiles o burocráticos con la metrópoli le habían disputado con
éxito el primer lugar en Buenos Aires.

En realidad el peligro para la dirigencia parece provenir de la falta de coherencia de ese


alto sector con el que se vincula y del que no debe esperar reciprocidad plena. Es
precisamente la falta de coherencia lo que hace que dicho sector no se pueda involucrar
como grupo revolucionario a la causa. Y es por beber de esa incoherencia lo que motiva la
escisión en facciones del grupo revolucionario original: así, la lucha que separó a los adictos
de Saavedra y a los de Moreno acabó transformando dos imágenes distintas de la revolución
en un conflicto faccioso entre moderados y fanáticos. Pero ya en el contexto de esa lucha, la
formación en marzo de 1811 de un club político morenista sirve al menos no para ampliar el
número de dicha facción sino para darle consistencia y sustento, en otras palabras,
coherencia. Se trata de un nuevo estilo de politización no tan comprometido con probar la
popularidad de la facción sino la fuerte ligazón de sus integrantes. Barrido primero, el grupo
morenista será luego reivindicado ya como Sociedad Patriótica, cuyo rasgo principal será su
falta de condescendencia para con un gobierno que todavía no controla. Hasta que en
octubre de 181211 se impone gracias a un movimiento del ejército, en concurrencia con la

10 El término proviene de la palabra inglesa clique, que define a un grupo de personas que comparten
intereses en común
11 La Revolución de octubre de 1812: José de San Martín, conjuntamente con los miembros de la Logia

Lautaro y la Sociedad Patriótica coincidieron en privilegiar la organización del Ejército Libertador y la


declaración de la Independencia. La logia intentó llegar al poder apoyando la candidatura de
Monteagudo en la renovación de los triunviros, estipulada para octubre de 1812. El Triunvirato logró el
rechazo de Monteagudo y la elección de Pedro Medrano, allegado de Rivadavia, asegurando la
continuidad de su política. Al ver cerrado el camino al gobierno, la logia movilizó a las tropas, ocupando
la Plaza de Mayo en la madrugada del 8 de octubre, con las tropas del Regimiento de Granaderos a
Caballo bajo el mando de San Martín, y el Batallón de Arribeños al mando de Ocampo. Por su parte, la
Sociedad Patriótica recurrió a las peticiones públicas y a la movilización de vecinos. Después de

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Logia Lautaro 12 , que termina con los herederos indirectos y escasamente leales del
saavedrismo encabezados por el tímido Bernardino Rivadavia y por Martín de Pueyrredón.

Si bien es cierto que la Sociedad Patriótica de los morenistas y la Logia Lautaro


coinciden en los sucesos de octubre de 1812, no por ello su accionar es el mismo. Ambas se
parecen en cuanto a objetivos, integrantes y tendencias, pero se diferencian en la función que
cumplen en el sistema político revolucionario. Mientras que la Sociedad morenista se funda
en la coherencia y firmeza de opiniones, la logia pone el énfasis en la unidad táctica y en la
disciplina de los dirigentes para dar continuidad al régimen revolucionario. La logia es una
importación de ultramar, una derivación de las sociedades secretas de corte masónico, de
cuya organización interna se sabe muy poco. Como propósito tiene el de asegurar la
confluencia plena de la revolución rioplatense en una más vasta revolución
hispanoamericana, republicana e independentista. No es por tanto un órgano moderado, lo
cual la acerca a la concepción morenista de la revolución13. Sin embargo hallará obstáculos
para imponerse en la Asamblea Constituyente: por un lado las reticencias crecientes surgidas
de la disidencia del Litoral (en cuyos jefes los porteños ven a peligrosos advenedizos de
reciente creación), y el otro, el surgimiento de una ola restauradora en Europa que tiene una
presión demoledora. Para sobrevivir a tan difícil trance, la logia debe aprender de nuevo a
disimular retornando a la prudencia. La nueva atención a los problemas inmediatos acarrea
un nuevo deslizamiento de objetivos que tiende a identificar la supervivencia de la revolución
con la conquista y conservación del poder en manos de un determinado grupo político. La
Logia se transforma así en una máquina de dominación política controlada por la facción de
Alvear, que se diferencia de las anteriores porque ni bien asume el poder, lo hace con una
solidaridad cimentada en ambiciones y resentimientos comunes, cosa que tanto el
saavedrismo como el morenismo habían logrado al final de sus días. Otro atributo de la
facción alvearista es la sagacidad y la clarividencia de objetivos: con estas armas consigue
desarmar a la facción sanmartiniana y confinar a su jefe primero al frente del Ejército del
Norte (casi al borde de la disolución), y luego en el gobierno de la intendencia de Cuyo. Ya
antes, Alvear había dirigido con San Martín la revolución del 8 de octubre de 1812, que
reemplazó al Primer Triunvirato por el Segundo y que convocó a la Asamblea del año XIII, de
la que fue su primer presidente. Ambicionando el poder político, logra que la Asamblea
Constituyente de 1813 fije un sistema unitario de gobierno, el Directorio, para el cual hace
elegir a su tío Gervasio Antonio de Posadas (primo de su madre).

La máquina política así montada sirve a un grupo reducido de personas y ello provoca
la reacción de aquéllos que se sienten víctimas de una marginación injusta (Beruti). Debido a
la mejor organización el grupo revolucionario, bajo su nueva jefatura alvearista, consigue
mantener el poder sin necesidad de contar con cualquier fuerte apoyo social en su capital. No
obstante, compensa y neutraliza su aislamiento estableciendo en la campaña a la guarnición
porteña, a la que asigna oficiales de probada lealtad. Aislada de cualquier agitación urbana y
comandada por elementos leales al grupo, la fuerza es una garantía contra cualquier
sorpresa. Sin embargo seis mil hombres no es todo el ejército y la capital tampoco constituye
todo el área revolucionaria. Ello se hace patente doblemente:

 Primero, cuando habiendo sido mal recibido por el cuerpo de oficiales del Ejército del
Norte al intentar reemplazar a su comandante, Alvear es obligado a retirarse y,
 segundo, cuando escoge un reemplazante para San Martín (que no desea integrarse
en el engranaje alvearista) en la intendencia de Cuyo y el cabildo mendocino lo
rechaza.

ciertas vacilaciones, renunció el gobierno y el cabildo constituyó un Segundo Triunvirato, que estaba en
sintonía con la Logia Lautaro. La elección fue ratificada por el pueblo.
12 La idea originaria de la Logia Lautaro era la creación de un estado constitucional, liberal y unitario.
13 Mientras el acento de la Sociedad Patriótica es el esclarecimiento ideológico, la finalidad de la Logia

Lautaro es la manipulación de influencias con vistas a efectos políticos.

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De pronto, la crítica coyuntura impone la salida del discreto y opaco tío de Alvear,
Posadas, y su reemplazo por el propio Alvear, el 11 de enero de 1815. La disidencia que
entretanto se ha extendido desde la Banda Oriental (por obra de Artigas) hacia Entre Ríos,
Corrientes y Santa Fe, aparece en el horizonte como una fuerza irreductible. Alvear renuncia
a Montevideo, que debe entregar a los disidentes de Artigas luego de haberla conquistado a
los españoles en junio de 1814, para emplear a su guarnición contra la avanzada federal que
ha vuelto a apoderarse de Santa Fe. Pero la vanguardia de su ejército se subleva en
Fontezuela y, con las manos atadas, Alvear decide finalmente renunciar, subirse a un barco
inglés y partir, dejando a sus seguidores en las manos de sus enemigos.

Al cabo, la caída de Alvear es producto del veredicto adverso del cuerpo de oficiales en
quien confiaba el Director Supremo. ¿Pero cuál es la explicación para semejante desplante?
Pues los reveses que han empezado a producirse resquebrajan la solidaridad del reducido
grupo alvearista y erosionan la lealtad de aquellos oficiales que antes le eran leales
ciegamente. De modo que la traición se consuma solo cuando el Cabildo ha comenzado ya,
alentado por el pronunciamiento de Fontezuela hecho por Álvarez Thomas, su reacción
ofensiva contra Alvear y la opinión pública urbana ha comenzado a hacer de los capitulares
sus paladines contra lo que ya se denomina como la tiranía del Director Supremo.

La caída de Alvear también se explica en el plano interno por exigir fuera de la ciudad
de Buenos Aires una lealtad a la causa sin que alcanzasen cinco años precedentes para
demostrar la necesidad de la misma de otra manera que no fuera a través de la coacción
armada. Utilizando la fuerza como el máximo argumento tanto en política interior como
exterior, el poder revolucionario terminó así por hacer del ejército su instrumento político por
excelencia.

d) El fin de la revolución y el principio del orden:

El derrumbe alvearista de 1815 impone a la revolución una doble reconciliación: primero


con un universo rioplatense para quien los últimos cambios han resultado demasiado
radicales y, segundo, con un país que, forjado entre victorias y derrotas, está conociendo sus
propias fronteras. También le impone una revisión sobre su decidido desapego por la élite
porteña, cuya opinión no puede ser ignorada sin correrse peligro por ello. Algunos proponen
el regreso al conservadurismo como remedio para todos los males del momento.

La caída del alvearismo es seguida por las usuales comisiones investigadoras, los
exilios y hasta por la pena de muerte, pero los herederos inmediatos del poder durarán poco
en él. Desde el comienzo existe tensión entre el Cabildo, que ha recuperado un protagonismo
más amplio como fortaleza de los notables de la ciudad, y los jefes militares que han
colaborado para derribar a Alvear y que ahora encuentran difícil hallar nuevos puntos de
coincidencia. Además, la concordia post-alvearista durará bastante poco y uno de los
primeros que pateará el tablero será un ambicioso Artigas, dispuesto a desgajar el territorio
sometido a su influjo del proceso de reorganización política comenzado con la caída de
Alvear.

En medio de una inestabilidad reflejada en la caída del director suplente Álvarez


Thomas, el lento proceso electoral del que surgiría un nuevo Congreso general Constituyente,
seguía avanzando; el Congreso, cuya convocatoria había sido decidida por el Cabildo, se
reuniría en Tucumán, en marzo de 1816. A comienzos de mayo elegiría a uno de sus
miembros, Juan Martín de Pueyrredón (confinado en 1812 en San Luis por la triunfante
revolución militar de octubre y elegido diputado de ese distrito), como nuevo Director
Supremo. La presencia de Pueyrredón en Buenos Aires poco después, evita una nueva crisis
política y señala la instauración pacífica de un nuevo orden.

¿Pero rompía este nuevo orden con el pasado revolucionario? La independencia se


había declarado en Tucumán, ya en 1816, pero la guerra contra los realistas proseguía sin

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interrupciones. Por fortuna el fin de la guerra se hallaba a la vuelta de la esquina: un último


esfuerzo dará la victoria y la paz. Entretanto, en el marco estrecho dejado por la guerra que
prosigue, el régimen directorial busca como puede restablecer todos los elementos de la
pública felicidad. Como primera medida se encamina a subsanar una carestía de alimentos,
prohibiendo la exportación de trigo, harina y carne salada, con lo que arremete contra los
márgenes de lucro de los sectores que producen tales bienes, sectores altos que el Director
Supremo sacrifica momentáneamente para evitar actos de indisciplina entre la plebe más que
por razones sentimentales sinceras. Este modo falto de sinceridad vuelve a alejar a la plebe
revolucionaria al debilitar su confianza en el equipo dirigente y su descontento solo se deja
ser escuchado porque comienza a ser compartido por otro sector influyente: el ejército.

El nuevo régimen redefinirá también su relación con el ejército. Los de frontera han
adquirido un nuevo peso con la guerra revolucionaria llevada a los lejanos límites del área
rioplatense. No obstante, también han operado cambios en su seno:

 El Ejército del Norte, con la estrella declinante luego de padecer duras derrotas a
manos de los realistas (Huaqui, Sipe-Sipe, Vilcapugio, Ayohuma), se encuentra en
proceso de reorganización a cargo de Belgrano, aunque ya no será el mismo de
antes ni tendrá su otrora peso. En Salta es reemplazado por las fuerzas provinciales.
 Se ha constituido, organizado por San Martín con criterios austeramente
profesionales, el Ejército de los Andes, que ahora es el más importante de todos.
 Y en Buenos Aires y su campaña, el ejército que Alvear pretendiera emplear como
reaseguro para su propia posición, se halla en una nebulosa, relevado
momentáneamente de sus funciones de custodio del orden interno en beneficio de
nuevas milicias creadas luego del derrumbe del alvearismo, que el Cabildo pone bajo
su mando.

Por otro lado, el acrecido número de nuevos oficiales que no consigue colocarse en el
ejército o en otros destinos activos por falta de vacantes, obliga a Pueyrredón a invitarles a
instalarse en tierras que aún no han sido conquistadas a los indios. Ello genera descontento y
Pueyrredón opta por la indulgencia, hasta que la revolución que notoriamente se está
preparando contra el gobierno le obliga a ir contra sus convicciones y reprimir. Pero la
represión será limitada y moderada, no tanto por la indulgencia que siente su artífice sino por
la prudencia que exige un frágil orden existente que ya no tolera nuevas sacudidas
sangrientas. Pero además el Director Supremo adopta esa postura porque no desea exponer
en un proceso judicial a la red secreta de confidentes que ha permitido al gobierno prevenir la
revolución.

Si bien renunciaba a cualquier popularidad vasta, el régimen de Pueyrredón aspira a


contar con el apoyo reflexivo de sectores más limitados, ante los que se presenta como la
alternativa menos mala para administrar el legado catastrófico de la revolución. Para ganarse
a la élite criolla, invoca la prudencia financiera, pero la jugada al cabo no resulta debido a la
incidencia del contrabando, cuando se introduce la reforma del arancel aduanero por causa
de la miseria fiscal. En definitiva es la guerra, al mantener exigencias financieras mayores
que las que pueden enfrentar los recursos normales del nuevo estado, la que hace entonces
imposible un retorno a un orden estable que es el nuevo objetivo del gobierno revolucionario.
Tampoco sirve al régimen de Pueyrredón el desencanto que produce el no poder alcanzar
dicho orden puesto que le hacen perder adhesiones entre los patriotas juiciosos. A falta de
apoyos sólidos el régimen puede contar con la timidez de sus opositores, sobre quienes la
represión no se ejerce sino con indulgencia. Por lo pronto, Pueyrredón se contenta con que la
impopularidad que lo rodea en su capital puede agravar crisis producidas en otros sectores
pero no generarlas por sí misma.

Así, si la falta de apoyos no termina siendo el problema, si lo es el que se presenta en


el Interior, con la disidencia del Litoral, que representa una seria amenaza para el gobierno de
Buenos Aires.

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III- LA REVOLUCIÓN EN EL PAÍS:

a) La revolución en el Interior:

Si Buenos Aires presenta problemas superlativos a la revolución, los que ésta halla en
el Interior no son menos complejos ni intensos. Todo lo contrario, ni bien son interpeladas por
los emisarios revolucionarios, las autoridades de las respectivas intendencias y
gobernaciones deslindan el problema en cabildos abiertos especialmente convocados al
efecto para que sean estos órganos los que ejerzan de árbitros (y sobre los que tales
autoridades no dudan en influir).

Pero a la presión que ejercen tanto las autoridades locales como la nueva que se ha
creado en Buenos Aires se suma otra procedente de una muy incómoda fuente: la fuerza.
Ésta se aplica especialmente en Córdoba para reducir la oposición de la resistencia local; en
las otras jurisdicciones hay una concurrencia entre presión porteña y apoyo de las milicias
urbanas que es suficiente para intimidar y reducir a los ejércitos de frontera (Montevideo será
la excepción). Lo mismo que en Buenos Aires, aquellos peninsulares que inicialmente se
muestren lentos para reaccionar favorablemente al cambio de sistema, serán marginados a
más largo plazo. Pero en el Interior (salvo en Salta), el peso de este grupo es menos
determinante que en Buenos Aires. De todas maneras, la revolución cuenta con dos caminos
diametralmente opuestos para hacerse fuerte en las restantes regiones del Virreinato:

 Uno es atraer para su causa a las élites dirigentes y a los burócratas, funcionales
ambos al régimen colonial hasta entonces vigente, lo que implicaría, de tenerse
éxito, un rápido control sobre las jurisdicciones en cuestión.
 El otro es atacar directamente el equilibrio social existente y, con él, la desigualdad
entre castas. En este caso se corre el riesgo de atraerse la oposición de las élites
dominantes, pero la ventaja es que la revolución podría disponer de una base social
más amplia y sólida como sustento.

De todas maneras, en función a la prioridad que se le concede al factor de la estabilidad


social (muy preciado en Buenos Aires a la hora de estallar la revolución), se abordan tres
soluciones distintas:

- Ataque deliberado al equilibrio preexistente (Alto Perú).


- Conservación de ese equilibrio, al que no se oponen por el momento fuerzas locales
considerables (Interior).
- Defensa de ese equilibrio, amenazado por los mismos avances del proceso
revolucionario que Buenos Aires ha buscado primero extender (Litoral).

a.1) La Revolución como revolución social (ALTO PERÚ): la propuesta consiste en


este caso atacar deliberadamente el equilibrio preexistente. Desde 1809 se han producido en
esta zona algunos alzamientos y represiones, por lo que las tropas porteñas que llegan
encuentran ciudades ya pronunciadas a su favor. Antonio González Balcarce, a cargo de la
expedición, comunica a Buenos Aires la pacificación completa del Alto Perú14. Sin embargo,

14 Rápido fue el avance hacia el norte de la columna que marchaba al mando de González Balcarce.
El grueso de las fuerzas realistas al mando de José de Córdova había establecido su cuartel general
en Cotagaita. Aquí se produjo un encuentro que fue desfavorable para los porteños, aunque éstos
pudieron retirarse en orden. Pocos días más tarde el 7 de noviembre tuvo lugar el combate de
Suipacha, primer triunfo patriota, que fue de escasa significación militar pero importante por su
repercusión política. Todas las ciudades del Alto Perú se pronunciaron por la revolución y apresaron a
sus gobernantes. Potosí depuso al gobernador Paula Sanz, formándose una junta de gobierno patriota,
y en Charcas otro levantamiento apresó al mariscal Nieto y al general Córdova y los entregó a Castelli.
Por último, el intendente Domingo Tristán de La Paz, ante la inminencia de la llegada de las fuerzas de
Buenos Aires y de Cochabamba, también reconoció a la Junta de Buenos Aires.

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tras la aparente unanimidad subyacen muchas reticencias e incertidumbres respecto al futuro.


También el alcalde de La Paz manifiesta que la plebe paceña quisiera recibir armas, lo cual
está muy lejos de las intenciones de Balcarce. Los mismos indios de ese distrito hacen surgir
dificultades impensadas cuando se niegan a pagar sus tributos hasta que no lleguen los
hombres de Buenos Aires.

Por los motivos mencionados, las relaciones entre los mensajeros armados de la
revolución y sus nerviosos colaboradores altoperuanos no tardan en tensarse. Cuando la
operación del Alto Perú termina en fracaso luego del desastre militar de Huaqui (que entrega
la región entera al ejército organizado por los contrarrevolucionarios del Perú), esa relación
tensa se traduce en un rápido cambio de actitud de muchos adictos a los libertadores
llegados del Sur. La hora de buscar culpables se impone entonces en el bando revolucionario
y es la facción saavedrista aún dominante la que los encuentra en la figura de Juan José
Castelli, que ha acompañado a la expedición como representante de la Junta.

¿Por qué los saavedristas cargaron sus tintas contra Castelli? El 25 de mayo de 1811,
conmemorando el primer aniversario de la revolución, Castelli pronunció un discurso en las
ruinas de Tiahuanaco en el que proclamó concluida la secular servidumbre indígena. Aunque
tal proclama no tuvo efectos jurídicos inmediatos (menos de un mes después se perdería la
zona entera), hizo cundir la alarma entre quienes estaban preocupados por el futuro del
equilibrio social y racial de la zona. Pero el representante porteño no había actuado por sí ya
que dicha proclama estaba contemplada entre las instrucciones cursadas por la Junta.
Además era una movida lógica, ya que para el ejército destacado para el Alto Perú, los
portadores indígenas eran sumamente necesarios para cargar las armas y el bagaje sin
mencionar que podían ser utilizados como potenciales reclutas en caso de agudizarse el
conflicto. Obviamente que una mejoría en el estatus de los indios llevaría aparejado el
descontento de las restantes castas, y muy especialmente el de los peninsulares
especialmente que se habían aprovechado del indígena durante años para enriquecerse y
llevar una vida más llevadera. No se descartaba pues la utilización de herramientas tales
como deportaciones masivas de españoles o depuraciones sistemáticas en el sector
administrativo, dependiendo su elección de la agudeza de la crisis. En todo caso una cosa
era cierta: que los revolucionarios tenían pensado emplear en beneficio de la causa las
tensiones existentes entre españoles, casta e indios.

La liberación indígena proclamada pues por Castelli aparece así como una amenaza al
estatuto de las demás castas altoperuanas, pero no es la única amenaza que surge de la
política revolucionaria. La causa revolucionaria necesita de soldados pero también de
vituallas y contribuciones para mantenerles. Los primeros se obtienen fácilmente en el
camino, en cambio las segundas solo pueden proceder de los sectores pudientes,
especialmente de los altos, que son precisamente los más afectados por la política pro
indígena de la revolución. Ante el desapego y la resistencia de las élites se procede a reprimir
a los desafectos, que no tardan en recibir la solidaridad de sus redes clientelares y familiares.
Muy pronto, la sensación que surge entre la población es la confusión: los altoperuanos
dudan de los motivos que traen esos hombres del Sur y se preguntan si están siendo
liberados o conquistados. Para colmo el proceder de los revolucionarios siembre más dudas
que certezas; por ejemplo, la política respecto a la gran industria minera del Potosí es seguir

Castelli ordenó el fusilamiento de los jefes realistas Nieto, Paula Sanz y Córdova en la Plaza Mayor
de Potosí. También autorizó saqueos, confiscaciones y otros desmanes de las tropas en perjuicio de
los vencidos que fueron mal vistos por las poblaciones. Asimismo cometió la imprudencia política de
intentar ampliar el apoyo a su causa liberando a los indígenas del tributo y declarando la total igualdad
entre las razas. Como consecuencia, los criollos del Alto Perú se unieron a los españoles. Por otro
lado, la permanencia inactiva de las tropas patriotas en Potosí durante dos meses relajó la disciplina y
el espíritu de combate. Además la vida licenciosa de algunos oficiales y las actitudes ofensivas hacia el
sentimiento religioso de la población altoperuana terminaron de provocar la enajenación de ésta, que
en poco tiempo estuvo a favor de la independencia de las autoridades del Río de la Plata.

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manteniendo la producción. Pero al mismo tiempo se extraen técnicos y mano de obra


capacitada de las minas potosinas para desarrollar la actividad en el Famatina. A los
potosinos la medida les implica un trago amargo pues temen perder su prosperidad minera si
pasan definitivamente a la órbita revolucionaria. Pero más les preocupa que, ante la
perspectiva de una derrota, los revolucionarios hagan destrozos en sus instalaciones para
impedir que la producción argentífera beneficie a los realistas.

Volviendo a la política filo indígena, ¿hasta qué punto la misma no estaba motivada por
la necesidad que nacía de la coyuntura bélica? Ciertamente ambigua, era sobre todo un arma
de guerra empleada sin medir demasiado sus consecuencias para el fututo del Alto Perú.
Cuando tras Huaqui y Sipe-Sipe el Alto Perú se reveló inconquistable para un inoperante
Ejército del Norte, la política hacia los indios, con sus ambigüedades y todo, ya no sería
abandonada con tal de importunar la vida a los realistas. Y no sin éxito: la presencia de la
revolución sobrevivirá en alzamientos como el cuzqueño de Pumacahua (1814) y en las
republiquetas15, en algunas de las cuales el aporte indígena será decisivo.

Es importante destacar en este punto que la política indígena de la revolución solo tenía
como marco de aplicación concienzudo las áreas inseguras del extremo norte, la masa
andina, que es de donde el virrey del Perú extraía sus mejores recursos. En las regiones más
seguras y cercanas de Córdoba y Salta, tal política no tenía cabida ya que lo que se buscaba
en estas latitudes tan próximas y afines era limitar los avances de la emancipación indígena a
fin de mantener el statu quo en beneficio de las castas superiores. Por otra parte, allí donde
abiertamente se proclamaba el final de la servidumbre indígena, como era el caso del ámbito
geográfico donde se desempeñaba el Ejército del Norte, los revolucionarios eran, salvo
contadas excepciones, remisos a practicarla con el ejemplo propio.

a.2.1) Revolución en la estabilidad: el caso de Cuyo y Tucumán16: la solución pasa


aquí por conservar el equilibrio social, al que no se oponen por el momento fuerzas locales
considerables. Los indígenas no son numerosos y, reunidos en bloques heterogéneos, están
en gran parte hispanizados. Entonces, ¿para qué alterar el equilibrio social? Tratándose de
una zona que yace enteramente a la retaguardia del Ejército del Norte, no es aconsejable
adoptar aquí medidas radicales que puedan perturbar la vida económica. La perspectiva de
un cambio que amenace la hegemonía de la gente decente sobre la plebe queda entonces
descartada de antemano. No obstante, la propensión del grupo dominante a dividirse en sí
mismo también presagia discordias en su seno para el caso de una ruptura con el orden
colonial. Está claro que con la irrupción de las banderas revolucionarias, quienes tienen más
para perder son aquellos que a la sazón detentan el poder y que, por tal razón, en caso de
adherirse a la causa, pueden perderlo todo si esta fracasa. Por el contrario, los sectores que
se han mantenido expectantes tras la primera fila, y que por tanto tienen un protagonismo
residual, son quienes tienen más para ganar al no perder nada si la revolución se
desbarranca. Poner todas las fichas en ellos, no obstante, implicaría un riesgo cierto para los
patriotas, puesto que ocasionarían el descontento y la hostilidad de los localmente más

15 El terrible final del ejército del Norte, además de ocasionar nuevamente la pérdida del Alto Perú, hizo
llegar a la conclusión de que ése no era el camino adecuado para enfrentar a los españoles de Lima.
San Martín propondría reemplazarlo por la expedición a Chile y el ataque a Lima por mar. Mientras
tanto, las poblaciones altoperuanas continuarían hostigando a los españoles por medio de las llamadas
"republiquetas", que capitaneadas por los gobernantes designados por Belgrano y otros caudillos
mantuvieron convulsionada la región. Pezuela finalmente no pudo mantenerse en Salta y decidió
abandonarla, retirándose al centro del Alto Perú para luchar desde allí contra los insurrectos. En Salta
se organizó una milicia de gauchos para defender la frontera con Perú. De esta forma el límite entre los
futuros Estados de la Argentina y Bolivia se fijó imprecisamente en lo que era el límite entre las
Audiencias de Buenos Aires y Charcas, las cuales habían sido parte del Virreinato del Río de la Plata.
16 En 1814 Cuyo es separada de la Intendencia de Córdoba del Tucumán, de la que también se

desgaja la Rioja en 1820.

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poderosos, que no podrían ver sin alarma la elevación de quienes en el pasado no habían
osado siquiera rivalizar con ellos.

En consecuencia, la actitud de los emisarios de la revolución es mesurada y


circunspecta. Se contentan con recibir con beneplácito toda manifestación de adhesión, por
más ligera que sea, ya que no consideran prudente presionar cuando las reticencias que
también son abundantes hacen menos claro el panorama del Interior. En Salta, por ejemplo,
las instrucciones que deja Chiclana a su sucesor están dentro del paraguas abierto por la
revolución: favorecer en los empleos públicos a los americanos y atender especialmente a los
indios para que dejen de ser reputados como esclavos. Pero tales medidas no son de fácil
aplicación: en el caso de la primera, los usos y costumbres sugieren que hay que tener
cuidado, puesto que el “mérito acreditado” (concepto que abarca competencia técnica y
origen social aceptable) pesa más que el ser hijo del país. En el caso de la segunda
instrucción, la liberación de los indios implica su traslado inmediato a las zonas mineras
quitándoles de sus reducciones de frontera. La necesidad de premiar a los amigos, que para
ampliar las bases de apoyo se convierte en una necesidad para la revolución, también remite
a nuevos inconvenientes al momento de acordar una estrategia común que satisfaga esta
premisa con las dos anteriores instrucciones. ¿Pero cómo evitar el surgimiento de aliados y
adversarios simultáneamente cuando es sabido que cualquier medida adoptada produce
beneficiarios y perjudicados? Otra vez Chiclana aconseja a su sucesor que elija entre sus
posibles aliados locales aquéllos elementos que le merezcan la menor desconfianza, siempre
cuidándose de no generar nuevas perturbaciones que pudiesen alterar el equilibrio interno de
los sectores altos frente a la revolución. Se trata de un equilibrio concerniente no a individuos
sino a familias, puesto que en el Interior los lazos familiares son más importantes que en
Buenos Aires.

En todo caso, la neutralidad aconsejada por Chiclana a sus sucesores era valiosa por
prudente pero muy difícil de llevar a la práctica. Insertarse en el lugar de las antiguas
autoridades coloniales implicaba quedar donde antes habían estado éstas, en el centro de un
sistema de afinidades y hostilidades. Por tanto, a partir de allí era muy difícil no mezclarse en
conflictos entre los grupos rivales dentro de la élite. Esta experiencia la habían vivido cada
uno de los funcionarios coloniales en los dos siglos previos y el equilibrio se había mantenido
con su perpetua inestabilidad. No había razones ahora, si se actuaba con el suficiente tacto,
para que el equilibrio que la revolución había encontrado corriera riesgos de perderse. Pero el
consejo de actuar con prudencia era relevante dentro del contexto revolucionario porque de la
prudencia dependía que una simple disputa entre familias no se enlazara con los conflictos
entre la revolución de Buenos Aires y el movimiento artiguista, amplificándolos más allá de su
habitual marco geográfico. De allí la rescatable gestión de San Martín al frente de la
Intendencia de Cuyo, conciliando a las facciones locales y evitando la perpetuación de
conflictos externos en el contexto local.

Pero la misión del poder revolucionario en el Interior no se podía limitar solo a limar
asperezas y aliviar tensiones internas, porque de por sí la revolución implicaba una ruptura
con el pasado. Desde el vamos, tras tal ruptura, las antiguas preeminencias debían hallar una
nueva manera de justificarse si se quería que continuasen. Una forma de lograrlo era a través
de donaciones a la causa y entre las noticias que del Interior más se difundieron en Buenos
Aires fueron las contribuciones al ejército: ellas acompañaron el avance de la expedición
armada revolucionaria en 1810 y aún lo seguían haciendo en 1816 y 1817. Monetarias al
principio, gracias a los últimos destellos del metálico potosino, las donaciones se hicieron
después en animales y productos de la tierra, cuando la ruptura del orden colonial arrojó al
Interior a los brazos de la estrechez financiera.

La revolución también se presenta para el Interior como un cambio abrupto, una


verdadera ruptura que obliga a muchos integrantes de la élite económica a reconsiderar su
futuro en base a hechos que les afectan en el presente. Por ejemplo, aquéllos que mantienen
lazos comerciales con Lima, cimentando sus patrimonios en producciones locales que

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exportan al Perú, no pueden hacer más que reconvertirse y buscar otro destino comercial, ya
que la guerra revolucionaria les veda el acceso a ese territorio realista. En algunos casos
tendrán suerte y podrán salir adelante; en otros, la ruina será el común denominador junto
con la nostalgia por la otrora prosperidad. Lo grave del caso es que también hay un efecto
cascada: el deterioro de la actividad económica también se percibe tanto a nivel cualitativo
como cuantitativo, en la recaudación de los diezmos eclesiásticos y decimales y en el erario
cada vez más estrecho de las ciudades. Además de caer en picada, los diezmos deben
satisfacerse cada vez más en bienes, ya que el dinero escasea. Algunos rechazan esta
opción, con lo que obligan al deudor a pedir prestado o lisa y llanamente a resistirse a pagar.
También los sueldos civiles se resienten, en este caso más por demoras que por otra cosa.
Con todo, ésta suerte oscura no es la que corren todos, pues hay algunos que se defienden
mejor, especialmente cuando las necesidades del nuevo poder revolucionario crean nuevos
negocios como el de proveer caballos, mulas y vacas a los ejércitos patriotas.

La guerra revolucionaria que se libra bien al norte también influye en aquellos lugares
del Interior que, como La Rioja, yacen del otro lado del teatro de operaciones. En estas zonas
la coyuntura guerrera confiere un poder más amplio a las autoridades locales de aplicación,
que en tiempos coloniales habían ocupado un lugar decididamente marginal en el sistema
administrativo. Sin hombres ni medios suficientes, el gobierno revolucionario, de manera
indeliberada o instintiva, delega en estas autoridades subalternas una autoridad que en su
propia capital se había negado a ceder. ¿Por qué hace esta diferencia? Hay si se quiere un
comienzo de explicación en:

 La tradición política española y europea que veía en la plebe urbana la fuente por
excelencia de posibles tormentas políticas.
 En la experiencia que precedió a la revolución, cuando fue efectivamente una
progresiva agitación urbana la que terminó por desencadenarla).
 Y, finalmente, en la necesidad de conceder mayor libertad de decisión a los agentes
que reclutaba entre quienes gozaban ya de bases locales de poder y prestigio.

No obstante, existe una sola excepción donde sí el gobierno revolucionario aceptó de


manera deliberada o concienzuda ceder la autoridad, y este fue el caso de Salta, que se
verá a continuación.

a.2.2) Revolución en la estabilidad: Salta y el “sistema de Güemes”: innovación


deliberada es la que efectúa el gobierno revolucionario en tierras salteñas, luego de tres
tentativas infructuosas de conquistar sólidamente el Alto Perú, al término de las cuales acabó
entrando al ruedo de una guerra defensiva financiada exclusivamente por recursos locales.
Los reveses y la resignación a no perseverar por el Norte obligaron al poder central a delegar
en esas autoridades locales de ejecución, funciones mucho más amplias para acometer la
defensa de la frontera con los realistas. Pero no solo era la gama de atribuciones delegadas
más considerable; también lo era el territorio involucrado en la medida: no era una capitanía o
una comandancia sino toda una provincia la que se separaba del control político directo del
poder central con total beneplácito de éste.

El “sistema de Güemes” parece entonces ir contra las tendencias profundas de ese


régimen directorial. La originalidad del mismo procede de la misma Salta, de su pasado
prerrevolucionario y de la instalación en ella de una guerra interminable. Las
transformaciones económicas y el esfuerzo bélico que la revolución impone en el Interior, se
hacen extremos en Salta, por eso más que una excepción este es un caso extremo dentro del
Interior.

Hasta 1815 Salta se ha visto indudablemente más afectada por la guerra que otras
comarcas del Interior. Cabeza de Intendencia, Salta había visto separada de su jurisdicción
en 1814 la de la nueva provincia de Tucumán (que abarcaba además de Tucumán,
Catamarca y Santiago del Estero). Había sido gobernada por gobernadores intendentes

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designados desde Buenos Aires, excepto en los períodos en que estuvo bajo dominación
realista. Precisamente esta oscilación efectiva de un poder hacia otro, había creado allí
condiciones sociales y políticas que eran únicas en todo el ámbito rioplatense. En este
sentido, una de las características principales salteñas era la pervivencia de un influyente
grupo realista que contó con el apoyo de alguna de las familias más influyentes. La dureza
con que cada bando solía actuar cada vez que recuperaba el control del territorio despertaba
inevitablemente adhesiones y simpatías por el rival vencido que, a continuación, se hacía
más fuerte retroalimentando así el ciclo (de esta manera el minucioso saqueo dispuesto por
Pezuela tras la segunda ocupación de Salta había consolidado al bando revolucionario bajo
las autoridades que había tenido desde 1810). En el sur de la provincia empezó entonces la
resistencia, que tenía por líder principal a Apolinario Figueroa (cabeza del linaje que en 1810
había donado veintidós mil de los veinte ocho recolectados para la expedición al Alto Perú).
También es cuando entró en escena Güemes.

La guerra en Salta ha dado lugar a una militarización que recorre caminos


convencionales: dos cuerpos urbanos, divididos por una rigurosa línea de casta, y numerosos
cuerpos de milicia rural organizados y costeados en su armamento por grandes propietarios
que las comandan. ¿Qué aporta Güemes a esa resistencia que ha comenzado en su
ausencia? Martín Güemes es hijo de un funcionario regio casado con una descendiente del
fundador de Jujuy y, por tanto, ese origen lo ubica dentro de la clase alta salteña (más por
posesión de tierras ya que no de dinero). La modestia de su riqueza lo ubica al margen de la
elite dominante. Su carrera militar, entretanto, es la típica de ese sector al que pertenece:

 Entre 1805 y 1810 permanece en Buenos Aires.


 En 1810 regresa a Salta de la que lo aleja una resolución de Belgrano dos años más
tarde.
 En 1814 San Martín le hace regresar a sus pagos donde, como oficial de carrera,
Güemes organiza en la Frontera milicias que combaten con mejor suerte que las de
los hacendados, a las fuerzas regulares realistas. En su lucha, Güemes cuenta con
el apoyo de grandes propietarios rurales como los Gorriti, influyentes también en
Jujuy.
 En septiembre de 1814 se le nombra coronel. Entonces sus éxitos obligan a los
realistas a evacuar la ciudad de Salta. La provincia es ocupada por el ejército
nacional y a Güemes se le hace difícil encontrar un lugar en él, debido a las
diferencias que mantiene con el general José Rondeau. Mientras dicha tensión
crece, desde Buenos Aires llega un nuevo intendente designado por el Director
Supremo; su nombre es Hilarión de la Quintana, no es popular y lo será aún menos
cuando empiece a recolectar donaciones para la causa.
 En 1815 Güemes se retira del ejército nacional al mismo tiempo que Quintana deja la
intendencia, que es asumida interinamente por los capitulares. En mayo llega la
noticia de la caída del Director Supremo Alvear, ante lo que los capitulares convocan
a una asamblea de vecinos distinguidos que eligen a Güemes como nuevo
gobernador. Este hecho consumado permite evitar nuevas injerencias desde Buenos
Aires pero lo permite no tanto por el efecto de la medida en sí sino por su propio
contenido: se apoya en un exitoso Güemes que gracias a sus victorias militares
puede justificar sus diplomas. Por otra parte, esas mismas victorias le han permitido
hacerse de botín y armas, lo que junto con nuevos reclutas logra formar cuerpos muy
leales hacia su persona y hacia la de los oficiales que pone a cargo (hacendados).
 En 1816, la llegada de un derrotado Rondeau procedente del Norte vuelve a sembrar
la semilla de la discordia, aunque pronto se restablece la paz. Luego, bajo el
directorio de Pueyrredón, los servicios de Güemes para conservar la provincia
norteña por un lado, y facilitar la campaña libertadora de San Martín de manera
indirecta, por el otro, son reconocidos por Buenos Aires y ya no se le vuelve a
cuestionar su autoridad.

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Pero esos servicios han impuesto a la provincia una carga difícil de soportar, golpeando
una economía regional que para colmo de males ha visto interrumpida su ruta comercial
tradicional hacia el altiplano. También han impuesto una relación de reciprocidad entre
Güemes y la clase alta que le ha consagrado gobernador y protector; relación de reciprocidad
en la que el primero ha prestado un encomiable servicio militar a la provincia mientras que la
élite ha contribuido con donaciones, aunque cada vez más a regañadientes, sin las cuales no
se habría podido financiar la guerra.

La plebe, mientras tanto, ha adherido intensamente al “sistema” de Güemes debido a


que la convocatoria del militar le ha permitido acceder a la primera clase del estado (a
manera de reconocimiento), frente a una élite dubitativa en su apoyo unánime a la causa.
Pero la cosa no queda solo en un mero acto de reconocimiento: el gobierno libera a los
trabajadores en tierra ajena de la obligación de pagar tributo en dinero, trabajo o frutos a los
propietarios (aunque los efectos prácticos de esta medida revolucionaria se desconocen). En
suma lo que hace Güemes es tomar a cargo la manutención de la maquinaria bélica
provincial para trasladarla luego a quienes poseen los recursos para ello: los dueños de
ganado y potreros de alfalfa. Por eso, los terratenientes salteños no guardan un recuerdo
grato del sistema de Güemes; de él solo evocan imágenes de gauchos ingresando de manera
impertinente a sus tierras para saquearlas literalmente del producto del trabajo de años.

Sin duda Güemes no ignora como el modus operandi de su sistema le granjean del
favor de quienes le han llevado al poder local. Así que cuando el gobernador propone una
reforma impositiva para recaudar de ella los fondos para la guerra, la asamblea de vecinos
notables rechaza su iniciativa. ¿Por qué lo hace si la medida parece favorecerles? Pues
porque de hecho no lo hace. Manteniendo el discrecional sistema de las contribuciones
forzosas, la carga para los terratenientes es fácil de sobrellevar en la medida que les permite
transferir una parte de ella en cabeza de otros menos poderosos y menos bien protegidos
políticamente (por caso, los peninsulares que todavía subsisten en la élite). Pese a ese
remedio, el desagrado de la elite por Güemes no amaina y éste, conocedor de la situación,
hace lo imposible por no tirar más de la cuerda. Al cabo, los poderosos le podrán recordar
como salido del infierno, que es lo que de hecho ocurre, pero en honor de la verdad, nadie
podrá exhibir alguna víctima que haya perdido la vida en castigo por oponerse al supuesto
tirano. La magnanimidad de Güemes se explica por los apoyos que tiene fuera del espectro
de la élite; esta corre el riesgo de ser destrozada si acciona abiertamente contra el
gobernador, que es a la vez ídolo de la plebe.

Pero la misma causa que le ha catapultado a la cima, es el mismo factor que genera el
debilitamiento progresivo del sistema: la guerra. A la larga, la misma debía caer sobre la
espalda de la población entera. Es por tanto la guerra la que constituye la originalidad del
curso político salteño. Algo similar sucede en el Litoral, pero aquí, la diferencia con el caso
salteño, es que su territorio forma parte del área de influencia directa de Buenos Aires.

b) La otra revolución: Artigas y el Litoral.

Desde 1811 un proceso que Buenos Aires ha suscitado, pero que bien pronto escapa a
su dirección, se extiende a la Banda Oriental primero y al resto del Litoral después. En 1815
avanza más allá aún, a Córdoba y La Rioja y, por un momento, también parece que hallará
ecos en el Norte del país revolucionario. Aunque esos avances resultan efímeros, todavía en
1820 la disidencia litoral es capaz de derribar por segunda vez al poder revolucionario
instalado en Buenos Aires, contribuyendo así con el último golpe a la destrucción de ese
poder central que tardará más de cuarenta años en resurgir en las Provincias del Río de la
Plata.

La disidencia litoral es, al igual que el sistema de Güemes, fruto de la guerra: de ella
nace y de ella muere. Tiene también un parecido adicional con el caso salteño y es que los
poderosos la acusan de destruir la riqueza ajena y de ser conducida por sectores inferiores

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social, económica y políticamente. En realidad, las bases sociales de la disidencia litoral son
desde el comienzo complejas y, además, la incidencia que tiene en el equilibrio social de las
diferentes regiones que afecta no es igual en todos lados. Es mayor en la Banda Oriental y
dentro de ésta, todavía más determinante en la franja ribereña del Uruguay, donde figuras de
origen modesto alcanzan posiciones de liderazgo. Dos motivos pues señalan en este caso la
crisis del orden social prerrevolucionario: por un lado, la promoción de dirigentes de niveles
secundarios o subalternos y, por el otro, la promoción de una comarca marginal como centro
de un nuevo poder. Entre ambas, desagrada más la segunda: de allí que líderes para nada
modestos o de ilustre pasado, como Artigas, que es nieto de uno de los fundadores de
Montevideo y miembro de su élite, fuera acusado de advenedizo. Pero ésta es la rama que
oculta al bosque; lo que se trata en el caso de la disidencia litoral, además de un
desplazamiento geográfico del poder político, es un traslado de la base social del poder
político.

La revolución artiguista es entonces esencialmente un alzamiento rural. En ella, el


desplazamiento de las bases de poder desde la ciudad al campo adquiere una intensidad
excepcional frente a un proceso similar que en casi todo el Río de la Plata se produce en
secreto y de manera paulatina, tomando casi la primera década revolucionaria.

El pronunciamiento de Mayo de 1810 en Buenos Aires, sembró ajetreadas


deliberaciones e idas y vueltas en Montevideo. El 1 de junio de ese año se reunió en esa
ciudad un cabildo abierto en el cual participaron los principales miembros de la sociedad:
autoridades civiles, militares y eclesiásticas, y “la parte más sana del vecindario” (el patriciado
comercial y saladerista), además del enviado porteño Galain. Allí, y luego de una apasionada
discusión, se decidió el principio de acatar la autoridad de la Junta de Buenos Aires, pero con
condiciones, y se nombró una comisión para que redactara el pliego que las contuviera. Pero
en la noche del 1 o del 2 de junio anclaba el bergantín “Nuevo Filipino”, portador de abultadas
y falsas noticias que hablaban de grandes triunfos de las tropas comandadas por el Consejo
de Regencia y del retroceso de los franceses en toda España. Esto provocó un cambio
radical en la situación, y el día 2 se volvió a reunir el Cabildo Abierto. Llevados los pliegos
ante el Ayuntamiento reunido en Cabildo Abierto, el 2 de junio “un grito general de la
Asamblea determinó que se reconociese al Consejo de Regencia y se suspendiese toda
deliberación sobre el nombramiento de Diputado y demás puntos acordados en la sesión
anterior, hasta ver los resultados de dichas noticias en la Capital”. A pesar de que la
Asamblea determinó revocar lo aprobado el día anterior y reconocer la autoridad del Consejo
de Regencia, se decidió también acatar la autoridad de la Junta de Buenos Aires siempre que
esta reconociera la regencia peninsular, lo que equivalía indudablemente a una negativa. De
esta manera, Montevideo adoptó la opción de la disidencia y bien pronto aplicó una buena
dosis de fuerza militar para arrastrar consigo a toda la Banda Oriental.

Pero en la campaña, el influjo de la ciudad no pasaba de ser militar. Montevideo


buscaba en ella recursos para la lucha desigual que sus dirigentes le imponían y con ello
creaba nuevas causas de hostilidad rural17. En esos focos de resistencia rural fue donde
Buenos Aires depositó su confianza para propiciar el alzamiento oriental contra Montevideo,
del que luego no cesaría de arrepentirse. De este modo, Buenos Aires esperaba al menos
dos cosas:

 Alejar el peligro representado por la disidencia oriental.


 Asegurarse una ventaja permanente debilitando a Montevideo, a la que reprochaba
no saber acomodarse a un lugar mucho más modesto, tras Buenos Aires.

Para lograr ambas cosas dio su auxilio a Artigas, maniobra que al cabo tuvo un doble
efecto: catapultar a éste hacia el liderazgo, y brindar una legitimidad, dudosa es cierto, a la

17El espíritu de la campaña era definitivamente levantisco, en especial luego de la Revolución de Mayo
y de las medidas represivas adoptadas por Soria y por Elío desde Montevideo.

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revolución rural. De este modo fue el conflicto entre Buenos Aires y Montevideo el que hizo
posible el alzamiento rural y marcó su ritmo durante las primeras etapas. Cuando el dominio
de la campaña en torno a Montevideo se tornó incierto, Elío, gobernando la ciudad en calidad
de Virrey, sacó a sus tropas para recuperar el control. Su accionar provocó el combate de Las
Piedras, en el que Artigas resultó vencedor, comenzando acto seguido el sitio de Montevideo,
donde las deserciones de importantes hacendados y vecinos hacia el bando rural se tornarán
en una sangría permanente para los realistas.

En julio de 1811, los portugueses, en ayuda de Elío, invadieron la Banda Oriental a las
órdenes del Capitán General de Río Grande do Sul, Diego de Souza. Antes de penetrar en el
territorio, su líder publicó un manifiesto sobre “las puras y leales intenciones de su Majestad
Real que era pacificar las tierras de Su Majestad Católica y no conquistarlas”. Poco después
el 20 de octubre de 1811 tuvo lugar la negociación para un arreglo general de la crisis del
Plata. Allí la diplomacia británica, bajo la experta conducción de Lord Strangford, impuso al fin
los objetivos de su política: restablecer la paz entre los gobiernos planteases –y acaso
también en el Alto Perú– mediante un “statu quo” que dejara en suspenso la disputa entre los
“juntistas porteños” y “regentistas” montevideanos. Esto tenía como fin dejar expeditos los
medios para que el libre comercio fuera garantizado a los comerciantes británicos y para que
se pudiera desarrollar el tráfico mercantil sin sobresaltos ni problemas. Según los términos del
armisticio, Buenos Aires devolvió a la obediencia montevideana la mitad oriental de Entre
Ríos, y la entera campaña oriental, con tal de alejar a los invasores portugueses.

El resultado del armisticio fue el éxodo: la retirada de todos los efectivos que reconocen
a Artigas como jefe indiscutible y del 80 % de la población de la campaña oriental al interior
de Entre Ríos, adonde marcharon indistintamente plebe y hacendados con sus cuadrillas de
esclavos y carretas. También el armisticio implicó un nuevo avance en la creación de un
movimiento revolucionario rural que desarticulará económicamente a la campaña, al distraer
gran parte de su población masculina en la guerra.

La guerra, por tanto, provocó grandes cambios en la campaña; las bases económicas
que sustentaban la hegemonía de los hacendados y comerciantes de la ciudad quedaron
deshechas de un plumazo, con consecuencias funestas para el proceso productivo. Y, por
sobre todo, se hizo evidente el descarado oportunismo de Buenos Aires para usar a la
campaña contra Montevideo para luego dejarla librada a su destino. La lección brindó a
Artigas una enseñanza: no debía volver a entregar la conducción de la revolución y la guerra
a Buenos Aires.

Lo mismo que en el caso de Salta, los sacrificios que impuso Artigas en pos de sus
objetivos causaron el encono de los notables, más que su política intransigente. Luego de
años de lucha, incursiones foráneas, pillajes, bloqueos y saqueos, nadie más que ellos
aguardaba el retorno de la paz, deplorando al mismo tiempo que los propósitos incumplidos
del líder oriental alejara cada vez más esa ansiada meta. Tampoco el desconsuelo y las
expectativas de los notables hallaron alivio cuando Artigas reemplazo a Elío por el más dúctil
Miguel Barreiro (1812). Quizá ello explique por qué, con el recrudecimiento de las invasiones
lusas en 1816, los primeros en defeccionar frente al enemigo fueron precisamente ellos.

La relación entre Artigas y la élite urbana (gran parte de la cual tenía sus bases en el
campo, por ser terratenientes absentistas) fue, sin duda, muy compleja. Si bien es cierto que
el líder oriental se granjeaba su resentimiento por obstinarse en la consecución de sus
objetivos, también es verdad que, con el amplio apoyo social que contaba entre la plebe rural,
bien podría haberse librado rápido de ella y acabar sin más con el entuerto. ¿Por qué no
adoptó esta última actitud? Las razones son múltiples pero la más importante parece haber
sido que Artigas sabía que necesitaría tarde o temprano de ellos para poner nuevamente en
marcha el aparato productivo de la región. Había otras no menos importantes, como aquella
que, partiendo del origen elitista del propio Artigas (nacido en Montevideo y dotado por
herencia de tierras en la campaña), ubicaba al líder oriental en el seno mismo del grupo con

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el que mantenía permanentes enfrentamientos sin que ello supusiera una ruptura definitiva ni
deseada. En el origen mismo de la actividad artiguista se podían encontrar indicios
reveladores acerca de las características que iban a adquirir las relaciones de Artigas con su
entorno. El contrabando y su actividad en la frontera le iban a ligar y a hacer identificar con
los sectores rurales, mientras que la forma obligada de poblamiento del territorio le pondría en
contacto con los terratenientes. Esta última había sido dispuesta por la corona ante la
necesidad de morigerar el peligro luso y los desórdenes del contrabando y del bandidismo. La
escasez de hombres abastecida por la falta de una inmigración regular desde la metrópoli
había obligado a una concentración en las actividades ganaderas, lo que explicaba la
preferencia hacia una distribución de tierras de grandes extensiones entre aspirantes a
futuros terratenientes absentistas.

La experiencia dejó una profunda impresión en la memoria de Artigas y a través de ella


aprendió a vincular los problemas de la economía rural de la Banda Oriental con las
peculiaridades de la distribución de la tierra en la región. Gracias a ella también le fue más
fácil extraer del postulado revolucionario de igualdad conclusiones que imponían la necesidad
de una repartición más amplia (o al menos no tan desigual) de la propiedad rural. Pero esa
determinación solo llegaría con la Revolución. Hasta entonces y desde 1797, Artigas, como
segundo de Félix de Azara18, se empeñará en la custodia de un orden rural que le ligaría
indefectiblemente con todo el extremo de la cadena social. Esta circunstancia es importante
para entender tanto la emergencia de Artigas como jefe revolucionario como la fidelidad de su
séquito, primero organizado al margen del orden legal y luego encuadrado en organización
militar. También lo es para comprender por qué los terratenientes le habían tolerado ante la
Corona, ya que en el mismo lapso de tiempo que coincide con el de la custodia del orden
rural, hecha por Artigas, ellos habían conseguido sus mejores ganancias en tierras, gracias a
la política de la Corona antes descripta.

En 1814 Artigas organizó la Unión de los Pueblos Libres, de la que fue declarado
Protector. Al año siguiente se puso manos a la obra para liberar Montevideo del control de los
unitarios aliados de Buenos Aires. Tras varios meses de enfrentamientos militares entre el
Directorio, en una guerra civil desarrollada en Corrientes, Entre Ríos y la Provincia Oriental, la
victoria de Fructuoso Rivera en la batalla de Guayabos en enero de 1815, obligó al Director
Carlos María de Alvear a evacuar Montevideo, entregándola al segundo de Artigas, Fernando
Otorgués. Pero a Otorgués, aunque no era un hombre negado ni analfabeto, le traicionaban
los hábitos de campaña y la vida militar, inhabilitándolo en el trato político que aquella ocasión
merecía. Se le consideraba prepotente, desconsiderado y tolerante con los excesos de los
soldados que se creían los verdaderos dueños de la ciudad. Por ello, Artigas resolvió
eliminarle y nombrar gobernador en su lugar al Cabildo. Luego, en mayo de 1815, instaló su
campamento en Purificación, unos cien kilómetros al norte de la ciudad de Paysandú, cerca
de la desembocadura del arroyo Hervidero, que desagua en el río Uruguay. Purificación
habría de transformarse en la capital de hecho de la Liga Federal. Desde allí y como si de un
gobierno diárquico se tratara, Artigas rinde escrupulosamente al cabildo las necesarias
muestras de respeto por la autoridad solicitando al mismo tiempo la autorización de los
capitulares para establecer a Fructuoso Rivera como comandante militar de la ciudad. ¿Estas
muestras de respeto de Artigas hacia la autoridad del Cabildo que él mismo había
consagrado solo se daban para salvar las formas? De hecho no, pues el asiento de Artigas
en Purificación confería a las autoridades montevideanas un margen de decisión mayor. De
allí la explicación a ese supuesto gobierno diárquico. Además, la dedicación de Artigas a la
lucha que proseguía al oeste del Uruguay fue un estímulo adicional para dejar en manos de

18 España y Portugal, por el tratado de San Ildefonso (1777), fijaban las fronteras de sus posesiones en
América del Sur. Se eligió a Azara para formar parte de los comisarios encargados de delimitar con
precisión las fronteras españolas. Partió hacia Sudamérica en 1781 para una misión de algunos meses
y se quedará durante 20 años. Colaboró con José Artigas en el establecimiento de pueblos en las
fronteras entre la Banda Oriental (actual Uruguay) y el Imperio del Brasil, cuya fundación más
importante fue el pueblo de Batoví, hoy del lado brasileño.

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Montevideo funciones de gobierno inesperadamente amplias. Excepto con las decisiones


adoptadas en relación con la guerra, que solo Artigas tomaba, el cabildo montevideano tenía
las manos libres en todo lo demás asuntos administrativos.

1815 es el año en que tanto Artigas como el Cabildo de Montevideo (donde los sectores
altos dominaban) coincidieron en la necesidad de iniciar la reconstrucción económica de la
Banda Oriental. Con ese propósito y para facilitar las cosas, Artigas aceptó limitar
progresivamente la autoridad militar que era, por otra parte, la base de su poder político, en
favor de ese sistema administrativo que tenía su cabeza en el cabildo. En medio de la guerra
era la restauración de la autoridad civil sobre la campaña. Entre otras cosas, a Artigas le
interesaba resolver algunas cuestiones que seguían sembrando conflictos, como el tema de
las contribuciones forzosas (que obviamente recaían sobre las fortunas de la clase pudiente),
para la que proponía como solución una reforma fiscal, o el de precisar la propiedad de los
ganados que habían dejado en herencia los pasados desórdenes. Sin embargo, a los
poderosos que dominaban en el cabildo, la cuestión de la reactivación económica despertaba
preocupación; en primer lugar porque se habían habituado a hacer rápidas y jugosas
ganancias en la coyuntura, ya sea abasteciendo al ejército o cazando aquél ganado cimarrón
y, en segundo lugar, porque como medida, tal reactivación todavía no pasaba de ser un
proyecto de resultados inciertos. Por tanto, ya desde su mismo punto de partida, la iniciativa
produjo fricción y reveló que a los capitulares les convenía más un personaje disoluto como
Otorgués que uno clarividente como Artigas, que pretendía más bien un cambio real y serio
para evitar la degradación definitiva de la campaña y la miseria consecuente.

El proyecto de reconstrucción rural de Artigas se llamó Reglamento provisorio de la


Provincia Oriental para el fomento de la campaña y seguridad de sus hacendados y fue
promulgado con la participación del Cabildo. La elaboración fue hecha entre Montevideo y
Purificación, interviniendo en las primeras etapas de la misma los propios hacendados. La
cuota de reforma social que se insertó indirectamente en su texto a través de una reforma
agraria establecía con claridad el deseo de hacer de los más infelices los más privilegiados.
En otras palabras, el reglamento (y Artigas a través de él), tenía como meta beneficiar en la
distribución de tierras para poblar a “los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y
los criollos pobres”. Como el reglamento era provisorio, esas tierras que se cedían no podían
ser dispuestas libremente por sus beneficiarios hasta que se produjese “el arreglo formal de
la provincia, en que ella deliberará lo conveniente” (art. 16).

Dos cuestiones se pueden inferir a partir del carácter provisorio del reglamento: la
primera es que tal carácter obedecía a una razón de urgencia que era la de poner en marcha
cuanto antes una región devastada y en decadencia económica; la segunda, que las tierras
se entregaban a personas que por residir en ellas se suponía que iban a trabajarlas. Las
tierras escogidas para ser repartidas fueron las de los “emigrados, malos europeos y peores
americanos que hasta la fecha no se hallan indultados por el Jefe de la Provincia para poseer
sus antiguas propiedades” (art. 12). En otras palabras, se desafectaba a los políticamente
peligrosos, americanos o españoles, y a quienes no habían conservado tales tierras como
residencia y explotación. La tierra disponible así lograda, se repartiría con criterios
igualitarios, a razón de una superficie estricta por cabeza de beneficiario que no debía
superar las 7.500 hectáreas.

¿Cómo incidió esta reforma agraria en la posteridad oriental? No mucho. En primer


lugar, nuevas invasiones portuguesas la interrumpieron antes de que fuera implementada
completamente y, en segundo término, los sucesivos gobiernos se mostraron poco
dispuestos a adherirse a ella. ¿Tuvo ribetes de revolución social? También es difícil saberlo si
no es haciendo especulaciones sobre lo que pudo haber sido y no fue debido a los motivos
anteriormente mencionados, que le impidieron perfeccionarse en la práctica y mostrar algún
resultado. La falta de perseverancia de los sucesores de Artigas y de los caudillos que le
seguían, más interesados en la rapiña sistemática, y la ausencia de un coherente sector
social beneficiario también contribuyeron al fracaso final del proyecto. Además incidió

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negativamente la actitud del Cabildo que, si bien no se opuso a la reforma agraria, si hizo lo
que pudo para ralentizarla debido a los lazos de solidaridad que guardaban los capitulares
con esos malos europeos y peores americanos a los que se quería perjudicar. En otras
palabras, antes que evitar cambios profundos en la distribución de las tierras, el cabildo se
preocupó en proteger los intereses de un sector terrateniente que aunque malo o peor, aún
conservaba su relación con la tierra (permaneciendo indiferente, en cambio, frente a aquéllos
que la habían abandonado).

Había pues una coincidencia parcial de intereses entre el Cabildo y la suprema


autoridad militar de la Banda Oriental, en cuanto a los objetivos de la reforma agraria, que era
volver a producir cuanto antes. Por lo tanto, de una coincidencia parcial Artigas no podía
esperar otra cosa que una colaboración parcial de los capitulares. Sería total, por el contrario,
respecto a otro de los capítulos del Reglamento Provisorio, el del trabajo obligatorio de los no
propietarios, que se probaba mediante papeletas entregadas para tal efecto por los
hacendados a sus peones. Los que no tuvieran ese elemento de prueba en su poder, según
el artículo 27 del reglamento, eran señalados como vagos y conminados a incorporarse al
ejército. No se cumplió a rajatabla esta disposición, como tampoco se cumpliría la que
disponía la prohibición para los hacendados de matar ganado que no fuese de su marca y de
hembras.

En suma, el desplazamiento del poder político desde la ciudad al campo, y dentro de


éste, desde los ricos a quienes pudiesen movilizar hombres tras de sí en pos de la producción
(que son a menudo esos mismos ricos) no bastó para cambiar de modo decisivo el equilibrio
social de la Banda Oriental, ni aún por la concurrencia del empobrecimiento de la élite urbana
(que recurría más a menudo al poder político para salvar las últimas trazas de su
prosperidad). Una de las razones principales fue precisamente el cogobierno o la diarquía
antes mencionada que, sin embargo, no sirve para explicar el repudio final del movimiento
artiguista por parte del sector de la élite montevideana que lo ha venido apoyando 19 . En
realidad, la causa de dicha ruptura fue, como sucediera en el caso salteño, la guerra y su
retorno a la Banda Oriental. Al igual que el sistema de Güemes, el artiguismo nació por la
guerra y también murió por culpa de ella. Abandonado a su destino desde Montevideo, a
Artigas definitivamente lo perdió para las élites urbanas que habían colaborado con él su
reticencia a aceptar la derrota política en pos de la paz económica que todos ansiaban. A
partir de entonces, la imagen que trazaron de él sus antiguos aliados urbanos recibió un
ajuste de tuerca y desde entonces se le pintó como a un despótico tirano que sembraba el
terror.

Sobre las tierras al oeste del río Uruguay en las que el artiguismo se extendió desde
1814, por el contrario, el desplazamiento de las bases sociales del poder político fue menos
considerable. Hasta la revolución de Mayo esa zona había formado parte de la intendencia de
Buenos Aires; la influencia artiguista obligó cuatro años más tarde a los porteños a aliviar tal
dependencia con tal de frenar la expansión oriental. A tal efecto se creó una región
administrativa como gobernación-intendencia pero bajo la tutela de funcionarios adictos a la
capital. Santa Fe no fue comprendida en dicha región, porque aún pensaban los porteños que
estaban en condiciones de conservarla bajo su poder directo. Pero la medida llegaba tarde.
¿Por qué Buenos Aires se mostró reacio a la idea de dejar avanzar al artiguismo sobre el
Litoral? Pues por dos razones: primero porque siempre había concebido al Litoral como un
dominio propio y, segundo, porque si accedía a abrirlo a la influencia oriental, podía perderse
la unidad amenazada de la revolución. ¿Por qué en cambio dio vía libre a Güemes en Salta
para hacer lo mismo que Artigas quería con el Litoral? Pues porque Salta estaba demasiado
lejos y además no había estado bajo su autoridad directa durante el período colonial y porque
la provincia norteña, además de costear su propia defensa frente a los realistas, guardaba

19La ruptura entre Artigas y sus colaboradores de la élite montevideana se produjo en 1816, cuando
los segundos se pasaron al bando del vencedor portugués que recientemente había vuelto a invadir la
región.

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una frontera vital para la revolución, permitiendo al mismo tiempo liberar recursos para el
Ejército Libertador de los Andes.

Lo cierto es que la alternativa artiguista representó para el Litoral una opción tentadora
frente a la dura sujeción que padecía respecto a Buenos Aires. Para colmo, la guerra
revolucionaria había agravado dicha sujeción, al tener verse obligados los litoraleños a
suministrar mayores cantidades de hombres y ganados a los desaforados ejércitos
libertadores. Por otra parte, Buenos Aires, que en 1811 había introducido a Artigas en dicho
escenario para oponerse a los realistas de Montevideo, no podía alegar ahora en su defensa
su propia torpeza. Le había permitido entonces emigrar al oeste del Uruguay, establecerse
por un tiempo en Entre Ríos e inclusive beneficiarse de la entrega en tenencia de la
gobernación de Yapeyú en las Misiones, donde Artigas ensayaría con los guaraníes el
experimento que luego pondría en práctica con el Reglamento Provisorio de 1815 en la
Banda Oriental. ¿Cómo pudo Artigas doblegar la resistencia de los demás sectores no
guaraníes del Litoral que se sintieron afectados por su medida? Gracias a la aversión que
todos sentían por Buenos Aires.

El caso entrerriano: La entera Mesopotamia, más por una hostilidad que se


acrecentaba cada vez que Buenos Aires elevaba sus requerimientos de hombres y bestias,
se entregó enteramente en los brazos de Artigas, inclusive Santa Fe, que sucumbió a sus
influencias en 1815. Para entonces, hacía un año ya que habían nacido los Pueblos Libres
reconociendo como protector a Artigas. Nada mejor que el plural en dicho nombre, pues
había un artiguismo entrerriano, uno correntino y otro santafesino, motivado por la necesidad
de adecuarse a cada contexto regional. Y en las tres provincias la llegada del federalismo
desde más allá del Uruguay también reconoce como causa las apetencias militares de
Buenos Aires sobre la zona. Entre Ríos, convertida en provincia en 1814 por el gobierno
central de Buenos Aires que apenas tenía alguna autoridad efectiva sobre ella, recibió tres
años más tarde un gobernador artiguista en la persona de José Ignacio Vera, hermano de
Mariano Vera, el gobernador de Santa Fe, cuya lealtad Artigas ganó justamente promoviendo
a su hermano en Entre Ríos.

La jugada del bando artiguista no hizo más que aprovechar los vínculos que muchos
santafecinos tenían en tierras entrerrianas, donde eran propietarios de las mayores estancias.
Pero para que uno subiera (José Ignacio Vera) otro debía necesariamente bajar (Hereñú, un
caudillo artiguista que durante el período de predominio porteño sobre Santa Fe, no había
parado de saquear estancias santafecinas desde sus bases entrerrianas). Molesto por su
caída, Hereñú se retiró a Buenos Aires de donde regresó con un ejército para recuperar su
antigua preeminencia en Entre Ríos. Le ayudaban otros jefes comarcales reticentes como él
al ascenso de Mariano Vera. Pero ni estos apoyos ni la asistencia más gravitante de Buenos
Aires le facilitaron la victoria. Todos fueron vencidos por Francisco Ramírez, cuyo poder se
encontraba en Concepción del Uruguay y cuya acción permitió conservar Entre Ríos dentro
de los Pueblos Libres. En 1818 Entre Ríos pasó a manos de Ramírez, bajo quien se produjo
la reconciliación con los antiguos rivales que, habiendo apoyado la causa de Hereñú,
pudieron conservar sus propiedades.

La de Ramírez fue entonces la más exitosa de las carreras políticas emprendidas en


Entre Ríos bajo signo artiguista. Hasta 1818, Ramírez había defendido primero la causa
patriota porteña y luego, se había pasado al artiguismo. No era como sostenían sus
adversarios de Buenos Aires un advenedizo que se insertaba en los primeros puestos
sociales y políticos del Litoral. Nieto de uno de los fundadores de Concepción del Uruguay,
era hijo de un paraguayo que se había establecido en tierras propias en el Arroyo Grande.
Pero es sin duda a partir de 1818 cuando la estrella de Ramírez empezó a adquirir una luz
propia que se evidenció sobre todo tras participar en la conquista de Buenos Aires, vencer al

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propio Artigas, y fundar la República de Entre Ríos20, todo lo cual consiguió entre 1820 y
1821. No obstante, su paso por el firmamento revolucionario fue fugaz, ya que trágicamente
el 10 de julio de 1821 moriría trágicamente enfrentando a la nueva constelación adversa
integrada por Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires.

¿Qué legado dejó Francisco Ramírez en el Litoral? A pesar de cumplir mal su papel de
cabecilla de la plebe lanzada al alegre rapiñar de la riqueza ajena, este propietario rural
compartía las preocupaciones económicas de sus colegas de la Mesopotamia. Si bien la
región fue sometida a los mismos sacrificios que Salta con Güemes, este hecho no cambió la
percepción positiva que de él se formó su oportuno y generoso rival Pedro Ferré, aún a costa
de soportar la sumisión de Corrientes. En opinión de este correntino, Ramírez había
demostrado mejor tino que Artigas, quien había puesto “la provincia entera a discreción de los
indios misioneros” y mucha mejor compostura administrativa que los porteños, que se habían
hecho representar allí por “una sociedad pública de ladrones”. Para Ferré, Ramírez había
restaurado, en suma, el orden, idea que ya el caudillo entrerriano había introducido en el
reglamento de la República de Entre Ríos. Otra vez era la guerra y su extensión en el tiempo,
la que guiaba a Ramírez a imponer a esas tierras demasiado agitadas un orden estricto que,
en cuanto al movimiento de las personas, promovía el control riguroso de residencia (para
evitar los movimientos furtivos que facilitaban el contrabando de ganado, siendo que la
riqueza ganadera era lo que más rápidamente se quería promover para devolver la bonanza
a la región). El Reglamento no contenía, sin embargo, nada parecido a una reforma agraria
que contemplase la entrega de tierras a no propietarios. Muy por el contrario, ofrecía la ayuda
del estado a quienes ya poseían la tierra. Tal medida conservadora de Ramírez fue posible
gracias a la falta de antagonismos sociales en ese Entre Ríos que, a diferencia de la Banda
Oriental, solo los ha conocido regionales.

Fue ese clima de concordia social el que también permitió a Ramírez organizar un
ejército mucho más disciplinado que los artiguistas y nacionales. Dicha concordia tenía su
razón de ser en que la provincia había sido hasta hacía poco una tierra de frontera en rápida
expansión donde no se había llegado a consolidar aún una diferenciación social abismal
entre sus pobladores. Una historia demasiado breve y una prosperidad constante habían
impedido la consolidación de un sector alto. La cohesión, entretanto, procedía de la simpleza
de sus estructuras. Por eso la causa artiguista no conoció aquí fisuras ni contratiempos,
aunque ésta relación tan especial con el artiguismo reconocía también otras causas que ni
Santa Fe ni Corrientes pudieron alegar en su favor. Veámoslas:

 Entre Ríos había tenido que ceder su mitad oriental a Montevideo tras el armisticio
de 1811, que había puesto fin a las hostilidades entre esa ciudad y Buenos Aires.
 También dicha provincia se había visto envuelta en la lucha con los realistas de
Montevideo mucho antes que sus vecinas mesopotámicas.
 La provincia también había sufrido duramente a manos de las invasiones lusas.
 Como movimiento autónomo respecto a Buenos Aires, el artiguismo también había
echado raíces locales.
 Para las ciudades de Corrientes o Santa Fe, la adhesión a la causa artiguista era
más gravosa dado que, a diferencia de Entre Ríos, su única salida al mar era por el
Paraná, controlado por el poder central.

De lo anterior se deduce que la relación entre Santa Fe y Corrientes con el artiguismo


iba a ser desde el comienzo más ambigua.

20 El 29 de septiembre de 1820, Ramírez expidió en Corrientes un Reglamento Constitucional para las


tres provincias de Entre Ríos, Corrientes y Misiones. El 24 de noviembre fue elegido en Gualeguay
Jefe Supremo de la República, de donde le vino el mote del Supremo Entrerriano, que nunca usó. Seis
días más tarde proclamaba en el territorio de esas tres la constitución de la República de Entre Ríos,
una provincia federal que deseaba unirse a las demás en una federación de iguales, y no una nación
soberana.

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El caso correntino: en Corrientes la victoria federal fue asegurada por el avance desde
Misiones del jefe artigueño Blas Basualdo, quien pudo ingresar en dicha provincia (1814) casi
sin oposición debido a que por los sacrificios exigidos aquí también para la guerra
revolucionaria, nadie movió un dedo por Buenos Aires (que además promovía a voluntad los
tenientes gobernadores a cargo de la jurisdicción). La entrada de Corrientes en la órbita
artiguista se tradujo en la elección de Juan Bautista Méndez como gobernador. Cambiando
sus alianzas exteriores, Corrientes consiguió así mayor libertad de acción y el igualitarismo
que a continuación propuso Artigas respecto a los indios solo fue aceptado a regañadientes
por los capitulares tan solo porque la opción del retorno de los porteños resultaba todavía
más desagradable.

Con todo, fue la incorporación a los Pueblos Libres lo que introdujo cambios
sustanciales en la provincia. Frente a un Cabildo (predominantemente urbano) mucho menos
condescendiente, Artigas pudo cambiar el equilibrio político interno cooptando el Congreso
Provincial (predominantemente rural) a través de electores que eran también comandantes de
milicias rurales leales a su persona. Los antagonismos políticos continuaron con una facción
del Cabildo propensa a dirigir un movimiento filoporteño, paralelo al de Hereñú en Entre Ríos,
y un Congreso mayoritariamente artiguista.

Corrientes fue por tanto menos leal, por facciosa, que Entre Ríos, y el Protector resolvió
aflojar la presión a fin de no contribuir a acrecentar los antagonismos existentes en ella. A
partir de entonces Artigas se moverá con pies de plomo para no padecer la humillación de ver
cómo una orden suya era descaradamente desobedecida. No es tanto que intentase mostrar
mayor deferencia o magnanimidad por propios principios humanitarios al decidirse a ceder
posiciones; lo que en realidad Artigas padecía en Corrientes era la falta de adhesiones más
efusivas. En consecuencia, el único beneficio que el Protector podía extraer de tal situación
era emplear a la provincia en provecho de su política general. Seguirá, eso sí, asesorando a
las autoridades protegidas en cuanto a ser comprensivas y dadivosas respecto a esos
miserables cuyo único crimen consistía en haber nacido pobres. También seguirá deplorando
los desórdenes y saqueos de cuerpos armados. Pero en todo caso, sus instrucciones en este
sentido fueron demasiado laxas como para ser tomadas como mandatos imperativos.

En cambio sí demostró mayor tesón en lo referente al cumplimiento de sus directivas


militares, que eran mucho más precisas que las políticas y sociales: gastar menos en
soldadas (muy altas las correntinas en comparación con las orientales), institucionalizar un
cuerpo de veteranos, no comerciar con los odiosos porteños… Pero no comerciar era un
mandato que en simultáneo implicaba miseria para la provincia, aunque para Artigas, el
empobrecimiento dignamente sobrellevado también significaba hacerse acreedor de una
estoica dignidad. “La pobreza no es delito”, sentenciaba en ese sentido y se remitía a citar
como ejemplo a esa Banda Oriental arruinada que hacía cinco años yacía bajo el yugo de la
guerra sin haber perdido por ello su honor. No obstante, las actitudes divergentes entre una y
otra región tenían una causa plausible: Corrientes a diferencia de la Banda Oriental, no tenía
vocación revolucionaria y eso hacía que actuase bajo el principio rector de la prudencia. Por
lo pronto debía seguir respondiendo a los requerimientos de hombres y bestias que le hacía
el Protector para llevar adelante sus pleitos frente a los porteños y los portugueses. Cuando
tal sacrificio de recursos alcanzó un límite intolerable para las finanzas y el sentido común
correntino, algunos ciudadanos pensaron que había llegado la hora de reconciliarse con
Buenos Aires, que a la sazón parecía entenderse mejor con las otras jurisdicciones
rioplatenses. Pero la desvinculación con el artiguismo tropezó en 1819 con una invasión de
guaraníes dirigida por Andrés Artigas (Andresito), que re-entronizó a Méndez en la
gobernación dando inicio a uno de los períodos más humillantes para el orgullo correntino.
Desde ese momento la provincia fue literalmente funcional a la última resistencia artigueña,
sin mencionar los padecimientos sufridos a manos del ocupante misionero que el Protector
tardó en retirar haciéndose el distraído. Con tantos desengaños, el artiguismo correntino
acabó perdiendo su vigor.

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Y no es para sorprenderse que ello ocurriera, si se considera que la revolución


artiguista jamás quiso ni pudo identificarse con una élite política rival a la que ya encontró
instalada. A lo sumo, lo que hizo fue transar con ella en aspectos menores, ya que sus
medidas innovadoras acabaron unas tras otra cajoneadas o modificadas por el Cabildo.
Ejemplo de ello es el caso de los indios misioneros a los que tanto la élite como el correntino
promedio consideraban un elemento extraño del paisaje correntino, que era preciso extirpar
como antesala para llegar a cualquier entendimiento nuevo. Sin duda Corrientes no se
hallaba impoluta de indios propios; los tenía en reservaciones y de larga data, pero eran muy
poco numerosos y estaban demasiado aislados como para influir en cualquier nueva
distribución de poder político.

Por lo pronto, la ciudad de Corrientes y la campaña, cada cual a su manera, con sus
propios intereses y élites que las representaban, se veían afectadas por los sacrificios cada
vez más rigurosos y exorbitantes que se deslizaban desde la Banda Oriental. Y, coronando
las desgracias, la prohibición de comerciar con sus mercados externos afectaba a todos por
igual. ¿Por qué entonces se había cambiado en su momento a Buenos Aires por Montevideo
y Purificación? Algo ya se ha mencionado al respecto. Corrientes eligió la opción artiguista
porque no tuvo una propia para ofrecer, que fuera menos riesgosa y gravosa.

El caso santafecino: el control de Santa Fe era vital para Buenos Aires desde que su
menudo territorio constituía el nexo tradicional con el Interior y con Asunción desde el origen
de los tiempos coloniales. Por tal motivo, Buenos Aires no podía verla integrada a un sistema
político hostil y sentarse a ver cómo su relación con el resto del antiguo virreinato se
desvanecía sin remedio. Pero tampoco a Santa Fe le convenía enteramente esa integración a
la Liga de los Pueblos Libres que, por razones políticas, la colocaría en un plano hostil con
quienes habitualmente constituían sus principales mercados: Paraguay, el Interior y el Perú
(en estas dos últimas jurisdicciones colocaba su principal producción, el ganado mular). Lejos
de ganar con ésta última opción, lo único que lograría sería un mercado comprador más
empequeñecido. Frente a las dudas santafecinas, a Buenos Aires aún le quedaba el camino
de la fuerza bruta para inclinar la balanza en su favor. Pero esto también tenía su costado
negativo para los porteños, porque ni bien se relajaba el lazo, el resentimiento empujaba a los
santafecinos a los brazos artiguistas.

En cuanto a las causas de la llegada e implantación del artiguismo a Santa Fe las


mismas presentaron aspectos comparables al caso correntino:

 Subordinación política hacia Buenos Aires desde bien iniciada la revolución, cuando
la tenencia de la gobernación fue negada a una figura local.
 Descontento generalizado por los arrebatos militares porteños.
 Sustracción de las milicias de veteranos para ser empleadas en la guerra contra
Artigas.
 Captación de las rentas capitulares santafesinas por la caja de Buenos Aires.

La estrechez económica y financiera que implicaron las presiones de la vieja capital


virreinal para Santa Fe se hicieron sobre todo evidentes en la frontera con el indio, que quedó
desguarnecida para el horror de los provincianos cristianos. Pero además, el despojo de
ganado a que era sometida la provincia para abastecer al Ejército de Norte, más la pérdida de
las tierras allende al Paraná adonde se enviaba a pastar al poco ganado que quedaba
provocó ruina y tribulación (hasta el punto que la actual cocina santafecina basada en el
pescado del Paraná surge de la necesidad de alimentación que tenía la gente en aquellos
lejanos días de la primera década revolucionaria).

Antes de lanzarse a los brazos del enemigo porteño, la elite santafecina realizó
numerosos llamamientos en pos de la comprensión de los porteños, que fueron
recurrentemente ignorados. Por fin, cuando quedó claro que más no se podía perder,
sobrevino el cambio. Francisco Antonio Candioti, un avezado traficante de mulas, fue

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establecido por Artigas como gobernador y la provincia se insertó con los Pueblos Libres. Las
dudas surgidas en torno al cambio de bando, sin embargo, no se disiparon una vez
consumado el mismo. Es que los santafecinos sentían cierta aversión por la política
filoindígena de Artigas ya que, estando en los límites con el indomable Chaco indio, no
podían olvidar sus prejuicios y temores de un día para el otro.

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A poco de asumir (marzo de 1815), Candioti enfermó de gravedad, justo cuando


avanzaba sobre su provincia una expedición unitaria porteña que debía seguir a Entre Ríos y
la Banda Oriental para atacar a Artigas. Pero el 3 de abril, la vanguardia de ese ejército se
sublevó en Fontezuela, en un movimiento que terminó en el derrocamiento del director
Alvear. Álvarez Thomas se hizo cargo del Directorio, y proclamó la paz con los federales,
pero a los pocos meses envió una nueva expedición a Santa Fe: un ejército de 3500
hombres, que se trasladó por el río Paraná, bajo el mando del general Juan José Viamonte.
Teóricamente debía proteger a Santa Fe de Artigas, pero tenía orden secreta de arrestar a
Candioti y sus aliados. Pero Candioti murió a fines de agosto de 1815, cuatro meses después
de haber asumido como gobernador y dos días después de la llegada de Viamonte. Al día
siguiente era elegido Juan Francisco Tarragona como gobernador, pasando Santa Fe de
nuevo a la órbita de influencia porteña.

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Tampoco duraría mucho la preeminencia porteña en esta ocasión. Ahorcada


económicamente por los sacrificios en dinero, hombres y animales que imponía la guerra
revolucionaria, el odio hacia los porteños acreció el resentimiento de los santafecinos en la
misma medida que aumentaba su miseria. En otras palabras, la provincia entregaba sus
recursos a cambio de nada. El alzamiento contra Viamonte se inició entre las tropas
destacadas en la frontera india, siendo su jefe el alférez Estanislao López, hijo de un
funcionario regio. Recuperada gracias a la ayuda artigueña y vuelta a perder al poco tiempo,
las fuerzas locales lograron por fin el control de la ciudad, aunque su último jefe porteño,
Eustaquio Díaz Vélez evadirse.

Desde entonces, Santa Fe osciló entre la influencia entrerriana que llegaba desde más
allá del Paraná y Buenos Aires. El nuevo gobernador era Mariano Vera que gobernó la
provincia por dos años y cuatro meses (1816 – 1818), pero su capacidad de administración
se vio limitada, ya que todo el tiempo estuvo en guerra contra el gobierno porteño. Su primera
actuación fue tomar preso a Viamonte (que no había cumplido con la capitulación) y
enviárselo a José Artigas, del cual era aliado. Vera procedía de la élite predominantemente
rural que dominaba también en la ciudad de Santa Fe frente al sector comercial; su gestión,
no obstante, pronto entró en colisión con los intereses del Cabildo, para quien Vera siempre
excedía los límites de su autoridad (o sea, las directivas de los propios capitulares). En 1817
Artigas se ganó su adhesión definitiva nombrando al nombrar a su hermano, Juan Ignacio,
gobernador de Entre Ríos. Luego, en 1818, inquieto por la pasividad demostrada por el
gobernador frente a los indios, el cabildo inició una revuelta que concluyó con la destitución
de Vera y su reemplazo por Estanislao López.

El nuevo gobernador no pertenecía al grupo capitular que lo había apoyado, pero su


experiencia militar (que Vera no tenía) fue la razón de su elección por los capitulares. Sin
contar con el apoyo completo de todos los regimientos de su provincia, López no tardó en
lograr la subordinación de aquéllos que aún se mantenían reacios a él. Y la ocasión se le
presentó unos meses más tarde tras una nueva tentativa realizada por Buenos Aires contra la
provincia. Durante el gobierno de Vera, el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón había
dejado en paz a Santa Fe política que cambió cuando asumió López, al organizar una
invasión a la provincia. En septiembre de ese año se inició el ataque desde dos frentes:
Córdoba (Juan Bautista Bustos) y Buenos Aires (Juan Ramón Balcarce).

La estrategia de López era adecuada a su inferioridad numérica y de armamento:


desgastar al enemigo con ataques continuos de tropas que huían enseguida para volver a
atacar cuando el enemigo rompía la formación, y con la captura de sus cabalgadas al amparo
de la niebla. Vencedor de Bustos primero, obligado a retirarse luego por Balcarce hacia el
Norte, López finalmente pudo imponerse a Balcarce gracias a una guerra de recursos.
Seguidamente una nueva campaña lanzada a instancias de Pueyrredón acabó súbitamente
cuando los bandos acordaron el cese el fuego en el armisticio de San Lorenzo, ante las
quejas de San Martín, para quien las luchas intestinas podían implicar la desafectación del
Ejército de los Andes de su campaña contra los realistas en pos de su utilización en Santa
Fe.

Las victorias de Estanislao López contra los porteños y su accionar decidido en la


frontera india le valieron las simpatías de sus comprovincianos, que más que sus éxitos
militares valoraron la mesura con la que manejó a la provincia, devolviéndole un poco de
disciplina y orden económico. Recién en 1822 el gobernador, ya sólidamente establecido,
debió enfrentar una conjura que implicaba a capitulares y vecinos procedentes de una
distinguida familia local, jefes milicianos desafectos y prisioneros. Gracias a la confesión de
uno de los presos, López pudo salvar la jornada sin sobresaltos y los implicados fueron
castigados sin demasiada severidad. Vencer a López desde entonces se tornó empresa muy
riesgosa para los grupos rivales y de hecho lo era porque el gobernador tenía bases de poder
independientes de esa élite que conformaba el núcleo más numeroso del cabildo santafecino.
¿Quiénes integraban esa base de poder? Precisamente todos aquéllos que se habían movido

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en el contexto donde mejor se había desempeñado López: la organización militar pagada por
la provincia pero unida al caudillo por lazos de lealtad más personales que institucionales.

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IV- LA DISOLUCIÓN DEL ORDEN REVOLUCIONARIO:

a) Fragmentación política: (1819 – 1821).

En el decenio revolucionario dos sistemas políticos rivales habían asumido como


primera tarea alcanzar la victoria en el campo de batalla. Hacia 1816 la guerra había
empezado a tornarse impopular y había indicios evidentes de agotamiento en ambos bandos,
surgidos sobre todo a raíz de los sacrificios que se le imponían a la población. Tanto para
Artigas, que había estado cerca de alcanzar la victoria en 1815, como para el grupo directorial
de Pueyrredón, la decadencia irremisible comenzada en 1816 implicó el surgimiento de
revigorizados poderes regionales. Ello se hizo evidente en el caso de la Liga Federal o Liga
de los Pueblos Libres de Artigas, que tras haber perdido Montevideo en 1817 debió asistir a
la disminución de su influencia tanto sobre la Santa Fe de López como sobre la Entre Ríos de
Ramírez, manteniendo solo una discreta autoridad en Corrientes gracias a la vigilancia de las
tropas guaraníes de las Misiones. También Buenos Aires debió asistir a un proceso similar en
el territorio que controlaba en el Interior, causada por la ineficiencia del aparato gubernativo
que hacia 1819 yacía casi paralizado. La regresión en este caso no era total debido a que la
frenaba el accionar del ejército nacional que todavía se desempeñaba como una maquinaria
obediente de la voluntad del Directorio.

Pero el ejército por sí solo no bastaba para impedir la disgregación de los territorios
controlados por Buenos Aires. Y la razón era que el uso indiscriminado de tropas con ese fin
no podía mantenerse indefinidamente a lo largo del tiempo. La causa patriota, es cierto, había
madurado lealtades espontáneas y efusivas en los años inmediatos a la revolución de 1810.
Pero a medida que fue pasando el tiempo, las requisas compulsivas de hombres empezaron
a desgastar tanto la moral como la empatía de las poblaciones que eran afectadas con el
saqueo indiscriminado de maridos e hijos para una guerra que no paraba de producir derrotas
en el Norte. Por otra parte, cuando las disidencias empezaron a abrir un segundo frente de
lucha, la sangría de hombres obligó a dosificar el empleo del ejército nacional en el frente
interno para no comprometer el externo.

Al final, no se llegó al enfrentamiento global porque el instrumento con que el gobierno


directorial contaba se le deshizo en las manos: la parte del ejército que se hallaba en territorio
nacional entró en disgregación progresiva, juntamente con el orden político en los territorios
que controlaba. Una de las causas de la citada disgregación fue la debilidad que fue
acometiendo al poder central asentado en Buenos Aires hacia 1819. No obstante había otras:
el alejamiento provisorio de Pueyrredón antes de su definitiva renuncia, la constitución
unitaria de 1819 a la que también se le achacaba un espíritu aristocrático y las inclinaciones
monárquicas del gobierno central. Dicha debilidad no pudo ser aprovechada por la disidencia
del Litoral a la que el avance portugués le hizo perder la oportunidad de quedarse con gran
parte del territorio nacional en 1815. Cinco años después el movimiento oriental estaba
agonizante, con su líder refugiado en Corrientes y sin poder ya hacer pie en la misma Banda
Oriental21. La marejada que empezó a formarse contra el gobierno directorial en 1819 fue, en
cambio, una combinación más laxa de coincidencias que empezaron a ponerse de acuerdo
en el Interior, para plantarle cara. Hasta entonces el término “federal” había sido empleado
por el bando artiguista, por lo que en el Interior prefirieron llamarse “liberales” como una
manera de señalar un nuevo comienzo en el que tuviesen cabida tanto quienes deploraban
su alianza con el Protector de los Pueblos Libres como quienes abandonaban su lealtad por
el gobierno directorial.

El caso de Tucumán: el inicio de la debacle para el gobierno central empezó en


Tucumán, ya en 1818, cuando el valor local, Bernabé Aráoz depuso al gobernador intendente
Mota Botello, que respondía a las directivas de la autoridad central. Como primera medida

21el 5 de septiembre de 1820, Artigas cruzó el río Paraná hacia el exilio en Paraguay, dejando atrás
para siempre a su patria y su familia.

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Aráoz buscó la formalización de su nueva condición en el Cabildo, en lo que le apoyaron los


jefes militares que habían participado en las recientes aventuras del Ejército del Norte. El
cabildo tucumano, de todas maneras, pretendió mantener las formas, invistiendo oficialmente
a Aráoz de manera interina, “hasta que el Directorio Supremo dispusiese otro nombre o se
avenga a aprobar la designación que haga esta Municipalidad”. Acto seguido, el nuevo
gobernador concedió el mando militar en Tucumán a aquellos jefes que le habían apoyado.
Así se daba el inicio a la gravitación focalizada dentro del territorio nacional del ejército que
hasta hacía poco había sido el instrumento de dominación y opresión por excelencia
empleado por el gobierno dictatorial. También hacía su debut el primer liderazgo regional con
el beneplácito de las mismas tropas que, en otras épocas, no habrían dudado un ápice en
echarle mano.

A la experiencia de ser gobernados en representación de una instancia central, siguió


en Tucumán 22 un período donde los peligros para la estabilidad social no dejaron de ser
advertidos. De pronto encontraron su lugar figuras de segunda línea procedentes de las
milicias locales cuya estrella en ascenso les permitía permanecer mal controladas por los
notables locales. Entretanto, éstos últimos, en posesión de la mayoría de los cargos
capitulares y de las magistraturas, empezaban a ocupar el vacío de poder dejado por el
gobierno central. Pero también un cambio en el estilo político se empezaba a notar desde que
para mantenerse en el poder, el gobernador se vio en la necesidad de acudir a clientelas
rústicas, o sea, a apoyos militares mejor enraizados en el marco local que en las viejas
guarniciones. Ello se manifestó también en la confusión que se produce entre el peculio del
nuevo líder político y el de la propia provincia.

Aun así, el cambio en el estilo político no comprometió sino más bien consolidó la
estabilidad social. Al apoyarse en bases rurales y populares, la administración tucumana no
se hizo menos celosa para defender la disciplina del trabajo rural mediante disposiciones
contra vagos. Los únicos contratiempos empezaron a surgir en el seno mismo de la élite
local, que se mostró incapaz de resolver sus íntimas rivalidades, envolviendo con ello a toda
la provincia. Reemplazada por clientelas rústicas, la guarnición militar tucumana, en un primer
momento tan influyente como aquélla, era para ese momento tan solo un recuerdo.

El caso de San Juan y Cuyo: en San Juan, en cambio, la guarnición militar pareció por
un instante aspirar a un poder no compartido. Si 1819 fue el año que dio inicio a la debacle
nacional de la autoridad directorial, 1820 fue la fecha elegido por la guarnición militar
sanjuanina para confrontar tanto a sus oficiales superiores como al teniente de gobernador
De la Rosa. Producida la fácil victoria, el capitán Mariano Mendizábal se hizo elegir en lugar
de De la Rosa por un cabildo recién renovado. Además de la soldadesca, el apoyo a
Mendizábal procedía de la élite sanjuanina que se había afirmado en la nueva composición
del cabildo. Muchos de ellos tendrían luego una larga vida política en contextos no siempre
más serenos.

Quienes apoyaron al nuevo teniente de gobernador lo hicieron movidos por las


arbitrariedades cometidas por su antecesor. A los opositores, por el contrario, les guiaba su
innegable obsecuencia hacia poder supremo y hacia el depuesto De la Rosa. La situación se
aclaró recién cuando el Director Supremo Rondeau terminó reconociendo la nueva situación

22La República Federal del Tucumán fue un estado semi independiente conformado por lo que hoy son
las provincias argentinas de Tucumán, Catamarca y Santiago del Estero que entonces formaban la
Gobernación Intendencia de San Miguel de Tucumán. Se estableció en medio de las luchas entre
Buenos Aires y las provincias del recién formado Estado Argentino y duró menos de un año: desde
septiembre de 1820 hasta agosto de 1821. Esta República no era independiente de las demás
provincias argentinas, sino que formaba con las demás una sola entidad. El nombre de República solo
implicaba que Tucumán dejaba de ser una dependencia de un gobierno central, para formar un Estado
Federal con las demás provincias. De hecho, sería la forma en que realmente se constituyó la
Argentina a partir de la Constitución Argentina de 1853.

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sanjuanina. Presentada como un cambio social, lo que el caso sanjuanino tenía de alarmante
se encontraba en sus apoyos militares. El gobernador de Cuyo, Luzuriaga, lo remarcó al
señalar que “una soldadesca amotinada que, una vez acostumbrada a la insubordinación no
pueden tener sobre ella sino una influencia precaria los mismos jefes que proclama”. La
solución que propuso, teniendo en cuenta que el gobierno nacional ya no contaba para
ayudar, fue sugerir que el nuevo gobierno local se apoyase en magistrados, vecinos y
propietarios, es decir en una fuerza moral en vez de una física (la subvertida guarnición) a la
que se debía doblegar. Predicando con el ejemplo, Luzuriaga renunció y se retiró a Chile. La
nueva autoridad cuyana, tras un frustrado primer intento (guarnición nacional comandada por
Alvarado), envió un segundo ejército (ahora con mayoría miliciana) contra los insurrectos que
no solo los venció sino que liberó San Juan con el beneplácito del Cabildo, que no hacía
mucho había apoyado a Mendizábal. Al final, la gravitación de los restos del ejército nacional
resultó menos decisiva de lo que su superioridad militar hacía suponer: en el caso sanjuanino,
la guarnición militar fue puesta en fuga por el ataque frontal de fuerzas menos aguerridas
(milicias en el segundo ataque), mientras que en Tucumán fue superada por sus aliados de la
élite local.

El caso de Córdoba: Sólo en Córdoba el jefe de un pronunciamiento militar pudo, con


apoyo de los cuerpos que ha sustraído a la obediencia del gobierno nacional, poner las bases
de una hegemonía local que arraigará sólidamente. La diferencia con Tucumán es que en
1818 el grueso del Ejército del Norte había abandonado dicha provincia para establecerse en
Córdoba con la misión de vigilar más de cerca las actividades de Estanislao López en Santa
Fe. Iniciada la guerra, pronto se mostró inoperante por varias razones: atraso en el pago de
soldadas, años de inactividad en Tucumán, tácticas inadecuadas frente a las más
innovadoras propuestas por López, malhumor de las poblaciones con las que debe convivir.
Pero sobre todo fue Belgrano quien dio en la tecla al señalar la causa principal de la victoria
de los santafecinos: la inmensidad de la pampa despoblada hacía imposible alcanzar a un
enemigo que se movía con más rapidez. El pesimismo reinante entre la tropa estalló
entonces bajo la forma de un alzamiento liderado por el general Bustos, en Arequito (enero
de 1820). La planta de oficiales no se mostró unánimemente de acuerdo con la medida
adoptada por el general y, en consecuencia, se escindió y, con ella, también el ejército se
dividió pacíficamente. La parte del mismo que siguió camino para Buenos Aires pronto cayó
en la cuenta de que luchaba para un poder moribundo y dudó: la tropa llana dio media vuelta
y corrió donde Bustos. Por su parte, los oficiales fueron munidos de un pasaporte para que
pudiesen seguir en paz su camino. Algunos volverían meses después a reencontrarse con
Bustos y sus soldados.

Es evidente pues que en el caso cordobés, el motín de Bustos era en primer lugar el
motín de un general y, en segundo término, un levantamiento que no suponía un peligro para
la paz social. De corte más conservador no representaba un peligro para las fortunas de los
propietarios. Bustos además era un veterano de la revolución, experimentado y reconocido,
pero por sobre todo, cordobés; es decir, el motín no introducía en este caso un elemento
extraño en el horizonte provincial.

En la ciudad de Córdoba, entretanto, el cabildo, sin conocer las reglas del juego,
entregó la gobernación a José Javier Díaz, quien ya la había ocupado durante la breve etapa
artiguista en 1815. Díaz se consideró de inmediato el legítimo depositario de la autoridad local
y no adivinó la rivalidad sobreviniente de Bustos, quien a su vez había prometido que su
ejército solo sería empleado en la lucha con los realistas, en el Norte. No cumpliría tal
promesa principalmente debido a la imposibilidad evidente del gobierno central de seguir
suministrando los recursos necesarios para mantener esa fuerza. Al final, Bustos llegó a
Córdoba para quedarse, pese a las recriminaciones del general Paz. En Córdoba la presencia
de los restos del ejército del norte causó de inmediato nuevas penurias financieras para la
gobernación interina de Díaz, cuya imagen empezó a caer en picada entre quienes debían
pagar mayores contribuciones. Se organizó un partido en torno a Bustos y en una Asamblea

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Constituyente y Legislativa se aclararon las afiliaciones entre aquéllos que seguían apoyando
el régimen central y quienes ahora se identificaban como federales o liberales y que algunos
llamaban también montoneros. Bustos se erigió como vencedor en la votación y sucedió a
Díaz el 24 de marzo de 1820.

Durante los primeros años de su gestión, Bustos fue el instrumento de un bando interno
a la élite que era esencialmente el continuador del que había apoyado anteriormente al
régimen dictatorial. Solo hacia 1824 Bustos comenzó a tomar peso propio. Al finalizar su
mandato, el 25 de febrero de 1825, sus partidarios lo propusieron para la reelección. Pero el
Congreso provincial de Representantes, mediante una maniobra, impuso en el cargo a un
político moderado de tendencia unitaria, José Julián Martínez. Esto despertó la ira de los
partidarios de Bustos que, con el apoyo de los comandantes de campaña -jefes de las
milicias rurales- disolvieron el Congreso y eligieron nuevos representantes que, el 30 de
marzo de 1825, lo consagraron nuevamente gobernador. ¿A qué se debió este desenlace?
Bustos tenía sin duda la lealtad de las milicias rurales lo mismo que la de las autoridades de
la campaña. Por tanto, la oposición se reducía a la élite urbana. En suma, mientras que al
principio Bustos solo había contado con el apoyo de sus dos mil quinientos efectivos (de allí
la falta de peso propio), hacia 1825 a ese apoyo se le habían añadido otros:

 El de los jefes de las milicias rurales cuya elección hasta el grado de coronel era
atribución exclusiva del gobernador.
 El de las autoridades civiles de los distritos rurales que, aunque designadas por el
cabildo, muestran sus simpatías por Bustos.

Así, pues, Bustos lograba una nueva base de poder apelando a los poderes que le
confería el Estatuto Provisional de 1821. Pero no solamente lo lograba gracias al predominio
en la administración que le daba ese instrumento jurídico. También lo conseguía porque la
concentración de poder en sus manos no solo se daba de hecho sino de derecho, al
habérsela institucionalizado. El apoyo de sus tropas, concurrentemente, servía para
convertirle en árbitro en lugar de mero instrumento. Pero a esas tropas había que
mantenerlas con recursos locales y, además, debían ser empleadas para lograr apoyos que
ya no se encuentran dentro de la élite local. Bustos al final los consiguió en la rústica
campaña, iniciando con ello la debacle de la otra élite de notables de base a la vez rural y
urbana.

El prestigio logrado y su buena administración convirtieron a Bustos en una especie de


líder natural para Córdoba y un ejemplo a imitar para sus vecinos; por lo tanto, fue señalado
como uno de los primeros objetivos de la reacción unitaria posterior al derrocamiento y
asesinato de Dorrego. Así, el general José María Paz, el más hábil de los jefes militares
unitarios, marchó sobre Córdoba, donde tenía "viejas deudas" que cobrarse 23 y venció a
Bustos y su aliado Quiroga en la Tablada. A continuación, Paz, ya sea por medio de
oportunas alianzas o de victorias militares, consiguió formar la Liga del Interior (1830), de
tendencia unitaria, de la que fue reconocido como autoridad suprema. A la caída de Bustos
(que murió en Santa Fe, en 1830) le sucedió una dominación mucho más rústica, la de los
hermanos Reynafé, quienes a su vez debieron ceder el poder a Manuel López (1835 – 1852),
jefe de las milicias de Río Tercero y oriundo de la zona pampeana de la provincia.

En suma, el ascenso discreto del poderío rural durante el decenio de Bustos (1820 –
1830) fue asegurado por la reducción progresiva de las fuerzas militares de línea. Esta
comenzó entre 1820 y 1821, tras el Motín de Arequito, que dispersó los restos sobrevivientes
del ejército del norte. Prosiguió luego ya en tiempos de paz, cuando el ahogo financiero obligó
a Bustos a emplear sus tropas como instrumento de política interna. Apenas readecuadas,

23Paz había sido expulsado de la provincia en 1821. Además, recriminaba a Bustos por el hecho de no
haber participado en la Guerra del Brasil y tampoco haber cumplido su promesa de llevar los ejércitos
nacionales al Norte, tras su motín en Arequito (1820).

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tales fuerzas no fueron un oponente digno para el ejército mejor preparado y armado de Paz.
De allí la fácil derrota de Bustos.

El caso de Córdoba como el de otras regiones del Interior es, pues el del surgimiento de
un nuevo liderazgo de base rural, apoyado en la organización de milicias predominantemente
rurales y en una serie de limitaciones y frenos puestos a la militarización urbana (por que los
nuevos líderes no quieren rivales en sus capitales). Planteado el problema de cómo financiar
una administración que ya no puede esperar recursos desde el gobierno central (que vive su
crisis extrema), cada líder reduce a su mínima expresión el aparato administrativo de su
respectiva jurisdicción, manteniendo a las autoridades menores para seguir recaudando. El
empleo de la fuerza, mientras tanto, se transforma en un recurso normal de la administración,
en un instrumento de las necesidades fiscales de los gobiernos provinciales. Las milicias
rurales, entretanto, se financian de la concurrencia entre las arcas públicas y la presión que
se ejerce sobre las élites y los nuevos poderosos a través de aquellas mismas milicias. Cada
provincia al cabo encuentra una variación de dicha solución: En Catamarca da lugar al
surgimiento de dirigentes subregionales, en la Rioja a la primacía de los Llanos sobre la
capital, y en Tucumán a la rivalidad entre jefes pertenecientes a la élite urbana que se han
dotado de séquito rural. La base rural del aparato militar de cada jurisdicción es pues el
común denominador en todos los casos.

El caso de Santiago del Estero: Pero no siempre el aparato militar era solo una
costosa reliquia del pasado. En algunos casos, la gravitación de tales ejércitos adquiría un
peso mayor cuando se trataba de tropas de frontera, implicando consecuencias políticas
complejas como en el caso de Santa Fe y Santiago del Estero. La evolución en Santiago del
Estero comenzó con la misma revolución, cuando los comerciantes de la capital, que
dominaban el cabildo y eran dueños de las escasas tierras irrigadas, de pronto sufrieron el
abrupto golpe de la paralización del tradicional flujo comercial de la época virreinal. La ruina
del comercio altoperuano junto con la escasez de mano de obra (Santiago y Córdoba eran
centros de migración hacia la campaña del Litoral), que se vio agravada por las requisas de
hombres para los ejércitos patrios fueron las causas de la decadencia santiagueña. Por otra
parte, la única riqueza que todavía la decadencia no se había atrevido a tocar, la de los
ganaderos con pasturas en Chaco, finalmente fue alcanzada con el inicio de las
contribuciones forzosas para la guerra revolucionaria. No obstante, la nueva coyuntura
económica favoreció a Santiago del Estero con el libre comercio, ya que los cueros
provinciales empezaron a ser más demandados. Al cambio en el equilibrio económico
sucedió otro en el político-militar: la tropa veterana de frontera fue retirada para la guerra de
independencia y reemplazada por hombres tomados de las milicias locales, en su mayor
parte en la retaguardia inmediata ganadera. Parecieron entonces dadas las condiciones para
un cambio político local: la hegemonía de la capital y de los propietarios de las tierras
irrigadas, que tenían su fortaleza en el Cabildo, parecía amenazada. El desenlace fue forzado
y precipitado por la crisis del gobierno central.

Entre 1820 y 1821, formando parte del territorio de la República de Tucumán del
gobernador Aráoz, la situación se agravó para Santiago. Salvo el representante de Matará, de
donde procedía Ibarra (la comarca ganadera de Matará no rivalizaba económicamente con
Tucumán), todos los demás representantes santiagueños deploraron la unión y se negaron a
votar en las elecciones de diputados que Santiago debía enviar a la capital de la república. Al
disolverse la misma en 1821, la posición de Ibarra se hizo particularmente delicada frente a
sus enemigos capitulares ahora triunfantes. Pero la solución que adoptó fue sencilla y brutal:
avanzó con sus tropas fronterizas y conquistó la capital, gobernando la provincia por los
siguientes 30 años.

Lo original de la medida de Ibarra fue haber matado dos pájaros de un tiro: por un lado
salvó su propio futuro político y, por el otro, al quedar como único dueño de la hegemonía
política, se aseguró los recursos necesarios para el mantenimiento de esa tropa fronteriza
que a la vez era su principal base de poder. Fuerza armada permanente, ya que no milicias

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como las de Quiroga, que solo eran movilizadas en momentos de crisis. El poder de Ibarra
era por tanto más independiente del equilibrio social y menos compartido con subjefes
regionales, por lo que la unificación política lograda por Ibarra era mayor que la obtenida por
Quiroga en La Rioja. Ibarra controlaba directamente toda la provincia mientras que Quiroga, a
pesar de haber vencido a sus opositores, no tenía un control efectivo ni mucho menos fuera
de los Llanos.

Pero esa independencia no implicaba un cambio revolucionario en el equilibrio social. El


nuevo gobernador de Santiago del Estero no pertenecía a la élite que había dominado el
Cabildo desde tiempos virreinales, aunque sí estaba emparentado con algunas familias
capitulares. Por otra parte él mismo había sido designado por Pueyrredón como comandante
de los fronterizos abipones y hasta el cabildo había barajado la posibilidad entre varias
alternativas, de convertirle en teniente de gobernador. Si Ibarra logró imponerse al cabo, fue
gracias a que la militarización de esa región cumplió funciones que, como la defensa del
indio, eran necesarias a la entera comarca santiagueña.

El caso de Mendoza: a diferencia de Santiago del Estero, en Mendoza, donde el


problema indio no tenía la misma intensidad, las fuerzas de frontera no alcanzaron nunca el
predominio que tuvieron las que estaban apostadas frente al Chaco indígena. Hasta 1820 los
ejércitos permanentes de la provincia fueron usados en la guerra revolucionaria. Entonces, en
aquel año, recrudeció el problema indio como un reflejo del conflicto que se estaba
produciendo en Chile entre araucanos y realistas. Aunque también influyó la intromisión en
sus tierras de demasiados fugitivos del nuevo orden. El Ejército de los Andes había sido
entretanto desplegado fuera del territorio nacional y lo poco que permaneció de él en
Mendoza devolvió a primer plano a las milicias locales de jefes no profesionalizados en el arte
de la guerra.

Cuando Mendoza inició su trayectoria como provincia separada, surgió nuevamente la


necesidad de desarrollar una tropa que estuviera a la altura de la tradición castrense. El
apoyo militar para la autoridad local se buscó primero entre las tropas regulares de la
guarnición antes nacional comandada por Alvarado. Pero su desempeño terminó en un fiasco
durante el primer ataque a Mendizábal, en San Juan. Fue por ello que las autoridades
mendocinas debieron reemplazar a Alvarado por Morón, un avezado veterano del Ejército del
Norte, a quien lo surtieron con complementos de milicia. Morón salió airoso en la segunda
expedición en San Juan, pero al poco tiempo fue barrido por el avance de Miguel Carrera
desde Chile. La victoria sobre Cabrera la logró José Albino Gutiérrez (un acaudalado
propietario y comerciante sin experiencia militar) con el concurso exclusivo de las milicias
locales. La victoria de la “fuerza moral” profetizada por Luzuriaga, parecía completa sobre las
fuerzas físicas. Entretanto, los hermanos Aldao (veteranos del Ejército de los Andes) habían
sido comisionados para constituir un nuevo cuerpo veterano de caballería. Ni bien lo hubieron
formado, lo emplearon en un conflicto interno dándole el nombre entonces en boga de
liberales. Sus partidarios fueron desplazados del cabildo con el apoyo de las milicias urbanas
y rurales y los Aldao prefirieron avenirse a negociar su incorporación a la “fuerza moral”, a la
cual prestarían servicios importantísimos.

A lo largo de la década de 1820 la emergencia de los Aldao como jefes supremos no


tuvo consecuencias inmediatas en el plano político. El avance de los jefes hacia el poder
supremo fue mucho más lento que en Santiago del Estero o Santa Fe. Por otra parte, los
hermanos Aldao habían logrado su experiencia militar en el Ejército de los Andes, que
actuaba lejos de su provincia. Fue esa experiencia la que les dará un papel rector en la
organización militar de frontera, que luego sabrán utilizar políticamente. Cuando la
hegemonía militar de la frontera se hubo consolidado, las consecuencias fueron las mismas
de las provincias antes citadas: una base de poder efectiva sobre la que sustentarse en un
proceso que funcionaba así:

 Consolidación de las tropas de frontera.

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 Mantenimiento de las mismas (vituallas, sueldos)


 Consenso generalizado de aportar porque todo el mundo las cree necesarias.
 Preeminencia consecuente sobre las milicias, de uso circunstancial en casos de
crisis extrema.
 Transformación en apoyo militar de la máxima autoridad local.

El ascenso de las fuerzas de frontera a la supremacía militar (por sobre las milicias) y a
la larga política sobre provincias enteras fue un hecho que se produjo especialmente a partir
de 1820, justo cuando se derrumbaba el poder del gobierno central. Un proceso análogo
aconteció en el ámbito de la Liga de los Pueblos Libres.

El caso en el Litoral: también aquí encontramos, tras de los nuevos poderes políticos,
un poder militar de base local que es en Santa Fe el de las tropas de frontera y en Corrientes
el de las milicias rurales. Solo en Entre Ríos sobrevive el cuestionado sucesor de Ramírez, el
porteño Lucio Mansilla sin séquito fuera del ejército. Resistido, su capacidad de iniciativa es
ínfima, por lo cual las provincias vecinas no se interesan por él. Atado de manos, no supone
un serio peligro para ellas.

Así, tras el definitivo derrape artiguista, para cada provincia del Litoral se puede
encontrar un ejemplo similar en el Interior. La divergencia de destinos entre éste y el Litoral,
que en la primera década revolucionaria saltaba a la vista, parece haber desaparecido ahora.
La diferencia consiste en que antes de 1820 existían fuertes oposiciones entre un pequeño
número de bloques regionales. Después esa fecha todas las jurisdicciones quedaron en una
situación parecida, caracterizada por la fragmentación y la diversidad.

b) 1820 en Buenos Aires: ruina y resurrección.

El período directorial había sido en Buenos Aires de creciente desorientación. Mientras


duró, la élite urbana vio secarse las fuentes de su riqueza y prestigio al mismo tiempo que
analizaba otras alternativas para poder subsistir, sobre todo en la campaña. También fue un
período donde la clase política aprendió una experiencia de la que los años virreinales no la
habían dotado ni mucho menos. Las masas populares, entretanto, vieron en esos diez años
de la primera década revolucionaria cómo, a medida que el tiempo avanzaba, el principio del
igualitarismo perdía su vigencia y era considerado como una tendencia extremista y, por
tanto, insidiosa.

La citada desorientación no fue sin embargo la causa de la debilidad política del


régimen directorial. Hasta su caída final no surgió en Buenos Aires una oposición que le
disputase la autoridad, aunque ello no significó que no existieran opositores en las sombras.
La debacle en su máxima expresión finalmente golpeó a la puerta cuando los restos del antes
prestigiosos y activo Ejército del Norte fueron llamados para reducir a Santa Fe a la
obediencia. Entonces el motín de Arequito y la negativa de los hombres a luchar en un frente
interno para el cual no se habían enrolado, determinaron que Buenos Aires debiera atender
con sus propios recursos la campaña contra la disidencia.

A su vez, la capacidad ofensiva de los disidentes estaba también muy disminuida tras
las sucesivas invasiones lusas y la pérdida de Montevideo en 1817. Artigas seguía peleando
una guerra de guerrillas en la Banda Oriental y había declarado también la guerra a Buenos
Aires a la que acusaba de haberse aliado con los luso-brasileños. Pero de hecho, la marcha
desafortunada de las hostilidades le había obligado a refugiarse en su reducto de
Purificación. Cuando sus propios aliados de la Liga Federal decidieron a su vez invadir
Buenos Aires, el Protector intentó disuadirles de la idea. Ramírez y López no le hicieron caso
y, en la batalla de Cepeda (1820) derrotaron al ejército de Rondeau, formado supuestamente
por los restos del ejército nacional. A partir de entonces sobre Buenos Aires se abatió un
período cargado de vicisitudes y caracterizado por la incertidumbre política. Gracias a su
superior experiencia, el partido directorial logró convertir lo que era una humillante derrota en

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una inesperada victoria, al reconquistar en octubre la hegemonía de la provincia,


estableciendo como gobernador a Martín Rodríguez.

Pero la identificación entre el partido directorial y la elite económica y social que habían
conducido a la revolución durante su primera década de vida parece una simplificación
excesiva. Ya se ha intentado demostrar cómo, aunque reclutado dentro de la élite criolla, el
grupo que dirigió la política revolucionaria no era idéntico a ella, y también cómo en el curso
de la lucha aumentaron las distancias entre uno y otro. Sin duda el régimen directorial advirtió
tal distanciamiento y procuró acortar la brecha, pero sus esfuerzos fracasaron; la brecha
persistió y hacia 1819 se la podía advertir nítidamente. En consecuencia, sobre la conciencia
del directorio pesaban los reproches de la oposición y las críticas de la élite criolla. También
la mencionada identificación entre régimen directorial y elite económico-social tiene como
consecuencia lógica la interpretación de los choques de 1820 como manifestaciones de un
conflicto abierto entre sectores sociales opuestos. Y testimonios como el de Beruti así lo
hacen pensar: “patria… llena de partidos y expuesta a ser víctima de la ínfima plebe, que se
halla armada, insolente y deseosa de abatir a la gente decente, arruinarlos e igualarlos a su
calidad y miseria”. La plebe, en efecto, fue armada, arreciaron las milicias, los veteranos se
desbandaron, pero al cabo, no se produjo ninguna rebelión plebeya. Por tanto, se podría
concluir que las tensiones sociales no existían al menos en el grado que las describieron los
grupos altos que, pese a la desbandada de los veteranos, no pasaron de sufrir más que
insolencias de la “ínfima plebe”.

Hasta entonces, la oposición antidirectorial 24 había centrado sus reproches en la


traición a la ideología revolucionaria. Traicionar la fe del movimiento había implicado
abandonar a su suerte a la Banda Oriental frente al avance luso-español. La oposición
hubiera deseado ver al gobierno de Buenos Aires dirigiendo una resistencia abierta en lugar
de facilitarle las cosas al invasor. Frente a tales reproches, la élite reprochaba a la oposición
que una decisión de esa naturaleza, aunque hubiese acabado en la victoria, habría traído
nuevos sacrificios económicos difíciles de soportar. Sin duda el régimen directorial había
fracaso en su tentativa de proseguir la guerra hasta la victoria y a la vez tutelar mejor los
intereses inmediatos de esa élite: pero al menos había intentado no descuidarlos y había
hecho serios sacrificios para no comprometer más la tambaleante prosperidad de los ricos
ante los nuevos requerimientos de San Martín. Esta moderación había ya demostrado su
inutilidad en 1819, cuando el gobierno directorial debió recurrir nuevamente a las formas
empleadas por sus antecesores que por su brutalidad tanto había condenado. Para la élite, la
opción frente a un Directorio que recurrentemente era tachado de monárquico y
antirrepublicano por sus antiguos detractores no era ni siquiera una opción digna de ser
considerada. A fin de cuentas, habría tenido con la antigua oposición los mismos problemas
dada su propensión a mostrarse más ambiciosa en cuanto a objetivos y, por tanto más
necesitada de recursos para alcanzarlos. Nomás pensar en su voracidad fiscal hacía
estremecer a la élite criolla.

Entretanto, para la oposición directorial de Buenos Aires, arreglar los asuntos


acontecidos como consecuencia de Cepeda habría significado un quebradero de cabeza.
Conciliar sus propios intereses con los de los vencedores sin traicionar el orgullo herido de los
oficiales del antiguo ejército revolucionario, vencidos en Cepeda, y el de la plebe, parecía una
difícil sino imposible empresa. Y aunque los dirigentes hubieran ignorado tales sentimientos
no habrían podido tampoco pactar sin arriesgar a perderse a sus seguidores, que constituían
su principal carta de triunfo. Tampoco los vencedores habrían por su parte aceptado pactar
con ellos, dado que la recaptura de la Banda Oriental tras su pérdida total como resultado de
la derrota de Tacuarembó resultaba al menos un proyecto irrealizable por lo costoso y
desestabilizante.

24 Los adversarios de Pueyrredón en Buenos Aires.

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Caído el Director Rondeau, se hizo patente, pues, que no habría posibilidades de


alcanzar un entendimiento entre los vencedores del régimen directorial y sus detractores.
¿Pero era posible un entendimiento entre los líderes del Litoral y la élite criolla? Al menos
inspiraba ciertas dudas, dado que la disidencia era vista como una amenaza al orden socio-
económico a la vez que al predominio de Buenos Aires. Sin embargo, el retorno de la paz
también implicaba para la élite la posibilidad de recuperar su prosperidad. Además, teniendo
un patrimonio que perder, estaba claro que sus miembros estaban más en sintonía con sus
intereses económicos que con sus propias convicciones ideológicas.

Al final, el entendimiento empezó a tomar forma entre vencedores y la élite económica


social. Pero llevó más tiempo del pensado y muchas negociaciones de por medio que, sin
embargo parecían nunca terminar. Además de la multiplicidad de actores, el juego político se
presentó complejo. Y siguió sorprendiendo con alianzas que se rompían y rehacían a medida
que nuevos hechos iban alterando la situación. Desde la hipótesis máxima de imponer un
gobierno sometido a la hegemonía santafecina, Estanislao López se contentó al final con una
paz relativamente sólida para su provincia (Francisco Ramírez había regresado a Entre Ríos
para confrontar a Artigas).

Luego, ante la aparición de Balcarce con la infantería intacta, el alma volvió al cuerpo
del bando directorial. Aguirre, que había sucedido a Rondeau, le devolvió el mando supremo,
y el derrotado en Cepeda pretendió que la reciente batalla nunca había tenido lugar. Pero ni
López ni Ramírez aceptaron este desenlace, como tampoco Soler, a quien Rondeau
encargaba ahora reagrupar las dispersas fuerzas nacionales quizá con ánimos de volver a la
lucha. Acorralado por las negativas y desplantes, Rondeau finalmente renunció a su cargo, y
su autoridad pasó al Cabildo. Pero Ramírez exigió a continuación la conformación de un
gobierno no vinculado con el régimen caído. Para atender a su requerimiento se congregó un
Cabildo Abierto que, acto seguido, eligió a la primera Junta de Representantes 25 de la
provincia. Ésta a su vez designó gobernador a Manuel de Sarratea, quien había hecho de
opositor de Pueyrredón en el pasado.

Habiendo convalidado la proclamación de Sarratea, los vencedores de Cepeda por fin


accedieron a firmar con él el tratado de Pilar el 23 de febrero de 1820. En el texto se
proclamaba una organización federativa para las provincias rioplatenses, aunque no se
incluía precisión alguna respecto a una campaña contra el ejército de ocupación luso-
brasileño que había arrebatado la Banda Oriental a Artigas. Por otra parte, un artículo secreto
prometía armas de Buenos Aires a Ramírez que debían ser empleadas en la guerra contra
los portugueses pero que de hecho el líder entrerriano usaría contra el propio Artigas.

La saga de hechos que se sucede tras el tratado de Pilar adquiere desde entonces una
velocidad vertiginosa.

 Soler denuncia a Sarratea por entregar armas a Ramírez.


 Balcarce irrumpe en escena y, dejando opacado a Soler, logra hacerse nombrar
gobernador por un Cabildo Abierto, el 6 de marzo de 1820.
 Sarratea y el despechado Soler se ven obligados a huir a la campaña.
 Las fuerzas de Balcarce, negándose volver a la lucha, se disgregan dejando aislado
a Balcarce, que se marcha a Montevideo.
 Sarratea recupera el poder y comienza a cumplir con el tratado de Pilar entregando
las armas comprometidas a Ramírez.
 Ramírez abandona Buenos Aires.
 Mientras tanto, la noticia de la firma del Tratado del Pilar había llegado a Artigas; la
exclusión de la Banda Oriental de los acuerdos provoca su enfrentamiento con los

25 La Junta de Representantes de Buenos Aires, también conocida como Sala de Representantes, fue
un organismo de gobierno que funcionó en la Provincia de Buenos Aires entre 1820 y 1854. Constituyó
el antecedente de la actual Legislatura de la Provincia de Buenos Aires

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caudillos litoraleños. Artigas, batido por los luso-brasileños en la batalla de


Tacuarembó, se repliega hacia Entre Ríos. Interpretándolo como un intento de
imponerse sobre él, Ramírez marcha contra él empuñando las armas cedidas por
Buenos Aires.
 En Buenos Aires, José Miguel Carreras toma el lugar del entrerriano y empieza a
preparar el ejército con el que intentará capturar Chile.
 Alvear llega tras Carreras a Buenos Aires e intenta desplazar a Soler del comando
de las fuerzas militares porteñas. Fracasa y su intentona compromete a Sarratea
(enemigo natural de Soler).
 Disminuido, Sarratea convoca a elecciones para una nueva Junta de Representantes
que, pese a su oposición, elige a Ramos Mejía, que es desconocido por Soler.
 Estanislao López vuelve a marchar junto con Carreras y Alvear sobre Buenos Aires.
 Ante el peligro inminente, la Junta confirma a Soler en reemplazo de Ramos Mejía y
se disuelve.
 En la campaña una legislatura rival designa a Alvear como gobernador.
 En la ciudad, entretanto, mientras el Cabildo se inclina por negociar, Soler junto con
Dorrego (que recién regresa del destierro que le impusiera Pueyrredón) y el coronel
oriental Pagola deciden resistir hasta el final.
 El Cabildo asume la gobernación interina y convoca a una Junta Electoral. Pagola
asume una brevísima dictadura.
 Soler, Dorrego y lo9s capitulares apartan a Pagola.
 Dorrego es designado gobernador interino.
 Dorrego reanuda la guerra y la lleva hasta Santa fe, pero no logra imponerse de
manera definitiva.
 La política de guerra a ultranza de Dorrego se hace impopular entre los que en
Buenos Aires añoran la paz. Estos sectores establecen contacto con Martín
Rodríguez a quien una nueva Junta designa gobernador interino. Dorrego renuncia
al comando militar.
 Pagola desata una rebelión con las milicias urbanas que es conjurada por las fuerzas
de frontera a cargo de Rodríguez y de Rosas.
 Final de la crisis interna de Buenos Aires y comienzo de la represión. Final de la
crisis interprovincial mediante el Tratado de Benegas26 (24 de noviembre de 1820),
concertado con Santa Fe.

26Artículos del Tratado de Benegas:


Artículo 1: Habrá paz, armonía, y buena correspondencia entre Buenos Aires, Santa Fe, y sus
Gobiernos, quedando aquéllos, y éstos en el estado en que actualmente se hallan; sus respectivas
reclamaciones, y derechos salvos ante el próximo Congreso Nacional.
Artículo 2: Los mismos promoverán eficazmente la reunión del Congreso dentro de dos meses
remitiendo sus Diputados a la Ciudad de Córdoba por ahora, hasta que en unidad elijan el lugar de su
residencia futura.
Artículo 3: Será libre el Comercio de Armas, Municiones, y todo artículo de guerra entre las partes
contratantes.
Artículo 4: Se pondrán en plena libertad todos los Prisioneros que existiesen recíprocamente
pertenecientes a los respectivos territorios con los vecinos, y hacendados extraídos de ellos.
Artículo 5: Son obligados los Gobiernos a remover cada uno en su territorio todos los obstáculos que
pudieran hacer infructuosa la paz celebrada, cumpliendo exactamente las medidas de precaución con
que deben estrecharse los vínculos de su reconciliación y eterna amistad.
Artículo 6: El presente tratado obtendrá la aprobación de los SS. Gobernadores en él día, y dentro de
ocho siguientes, será ratificado por las respectivas Honorables Juntas representativas.
Artículo 7: Queda garante de su cumplimiento la Provincia mediadora de Córdoba, cuya calidad ha sido
aceptada; y en su virtud -Subscriben los SS, que la representan, que tanto han contribuido con su
oportuno influjo a realizarlo.
Fecho y sancionado en la Estancia del finado Dr. Tiburcio Benegas a las márgenes del Arroyo del
Medio el día 24, de Nov. del año 1820, II° de la libertad de Sud América.

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De esta larga serie de eventos se puede observar la emergencia de dos elementos


dignos de mención: la Junta de Representantes y la fuerza militar de frontera. La Junta de
Representantes, cuyo rasgo novedoso es su parecido con el ave fénix por sus recurrentes
resurgimientos, es sin duda el reducto de la oligarquía de Buenos Aires. Sin embargo, la
misma nace de elecciones que no son precisamente cerradas al vasto electorado potencial
(ciudadanos y vecinos). Si en su elección participan pocos la razón se debe, más que una
coerción política, a una falta de entusiasmo cívico. Lo curioso de la Junta de Representantes
es que sus miembros, en cada votación, eligen a un candidato que no se identifica con quien
en la ciudad está ejerciendo el poder en el momento de la elección. La Junta de
representantes entonces es en Buenos Aires la expresión de un grupo de intereses y de una
élite social urbana, (y no de una facción política), la expresión de un sector social antes que
de una facción política. Por tanto, al no estar marcados sus miembros por la militancia
política, lo que prima en ellos son sus intereses como grupo, al margen de los deseos de los
jefes políticos que una y otra vez presidieron su resurrección.
Al mismo tiempo, la Junta de Representantes es un cuerpo que impone respeto y que
ciertamente sus adversarios no pueden ignorar: los vencedores, porque disponen de apoyo
militar limitado, están lejos de sus bases y, además, desean regresar rápidamente a ellas, y
los vencidos, es decir el cuerpo de oficiales que ha logrado sobrevivir a la batalla (Rondeau,
Balcarce), porque sus fuerzas se hallan en desbandada y porque el liderazgo de las milicias
urbanas exige un aceitado juego político para ser ganado (y esto se debe hacer día a día).
Los gobernadores que se suceden rápidamente en el firmamento porteño (Sarratea, Soler,
Dorrego) lo hacen porque son aliados externos a los miembros de la Junta de
Representantes. En cambio Rodríguez (que llegará para quedarse) y su tropa de frontera no
son vistos como un apoyo externo, sino como el brazo armado del mismo grupo que domina
la Junta. Ese ejército creado para defender la economía de la provincia de la amenaza
indígena, costeado en parte por los hacendados mismos, dirigido por jefes que son oficiales
profesionales, ese ejército es el adecuado a una élite porteña que en octubre de 1820 puede
celebrar el fin de las amenazas que han pesado sobre el entero orden social.

Conclusión: En octubre de 1820 Buenos Aires renuncia definitivamente a su primacía


política sobre el resto del país para defender mejor sus propias bases económicas y las de la
campaña que ha revelado su creciente poderío en el dramático final de la crisis de aquél año.

c) La “Feliz experiencia” de Buenos Aires:

En octubre de 1820 Buenos Aires había superado el caos y el colapso total. La facción
militar y plebeya, tan fuerte en la ciudad, había sido finalmente doblegada por las tropas de
frontera y los milicianos del Sur, dirigidos por Rodríguez y Rosas, es decir, por los rurales.

La continuidad entre el nuevo orden político de la provincia y el orden nacional anterior


no es tan evidente. El carácter completamente nuevo de la experiencia política que comienza
será bien pronto advertido; la felicidad de esos años de paz y bienestar será recordada con
nostalgia romántica en tiempos posteriores, cuando la situación se vuelva a complicar para
Buenos Aires.

En suma, un nuevo ordenamiento político en Buenos Aires surge de las ruinas dejadas
por la crisis de 1820. Será obra del ministro de gobierno de Rodríguez, Bernardino Rivadavia,
en colaboración con el ministro de Hacienda, Manuel José García, que reconocerá dos
etapas esenciales: una, la comprendida entre 1821 y 1824, en que se la puede caratular de
genialmente profética u obra maestra, y otra, de 1825 a 1827, en que adquiere ribetes
catastróficamente obtusos. Ello no quiere decir que ideas parecidas a las implementadas por
esos hombres no hayan sido concebidas con anterioridad. La guerra, cuando no, impide que
sean puestas en práctica antes de 1820, sobre todo por la voracidad de la maquinaria militar.
La paz que sobreviene en el territorio provincial es finalmente el factor determinante que hace
posible que la Feliz Experiencia potencial pueda ser llevada a los hechos y cambiada por una
Feliz Experiencia real. Es el descubrimiento de un rumbo nuevo y más seguro para la

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economía de Buenos Aires, resultado de esa paz, con sus promesas de una prosperidad más
general, lo que hace las veces de imán para atraer a los sectores de intereses a lanzarse de
lleno a la aventura.

El contexto inicial es el que ha dejado la guerra y no es el mejor escenario posible


(aunque tampoco el peor, debido a las potencialidades de la llanura bonaerense), con una
campaña arrasada y con los recursos de la aduana, usados hasta entonces en la empresa
revolucionaria, seriamente comprometidos. La población también refleja el cansancio de los
largos años de conflictos bélicos. Por otra parte hay un vasto personal militar desocupado y
dos equipos políticos, antes rivales (el de la oposición antidirectorial y el de los colaboradores
más inmediatos del directorio, como Tagle 27 ), dispuestos a explotar implacablemente
cualquier flaqueza del nuevo orden político para reconquistar el poder.

Pero el nuevo poder, gracias a las circunstancias en que ha surgido, tiene una notable
libertad de maniobra, en particular frente al ejército y las finanzas. Al primero lo puede
reorganizar ya no partiendo de una proyección nacional como antes, sino ajustándolo a las
necesidades precisas de la provincia. A las finanzas, entretanto, las puede manejar con el
único destino que antes tenía vedado por las aspiraciones nacionales de la revolución: las
rentas serán desde 1820 empleadas en el propio ámbito provincial.

Las reformas que implementa el gobierno de Martín Rodríguez, entonces, se hacen eco
primero del ejército. Se licencian tropas y a otros veteranos se los retira de la actividad en
forma definitiva, pero con sueldos equivalentes al treinta por ciento de la soldada. Como
compensación se les habilitan títulos adelantándoles lo que sería la jubilación de los
siguientes veinte dos años. Luego, en un mercado informal surgido al efecto, tales títulos
perderán su valor y colocarán a sus tenedores en un difícil trance.

La reforma militar se sanciona a la par de una administrativa (ambas entre septiembre y


noviembre de 1821) y concede a los empleados civiles retiros más modestos que a los
militares (jubilación equivalente a un cuarto del sueldo). También se simplifica el aparato
burocrático, empezando por el departamento de Hacienda. La idea en este caso no era tanto
ahorrar en partidas presupuestarias sino impedir que desde la juventud los hombres se
abandonaran a empleos públicos en lugar de emplearse en actividades productivas. En
definitiva, la meta que se persigue es un estado más eficiente para brindar a la sociedad un
marco de orden y seguridad al menor costo posible; en otras palabras, un estado gendarme.

Puesto al servicio de la economía privada, el estado se asigna una tarea que contempla
diversos objetivos. En primer lugar lanza disposiciones para el control de vagos, esa “clase de
vagabundos”, improductiva, gravosa, nociva a la moral pública e inductora de inquietudes en
el orden social. Los vagos son así destinados al servicio militar y si no son aptos, se los
emplea en la obra pública. También el estado instruye un registro de mendigos que el
ministro de gobierno ha de cursar al Jefe de Policía. Desde entonces los mendigos no están
habilitados para pedir limosnas en parajes públicos ni entre los asistentes de ceremonias
tales como entierros, honras, bautismos y casamientos. La pena por violar estas
disposiciones es la internación en el asilo público para quienes no tengan ni recursos ni
buena salud; en cambio para aquéllos que sean saludables o que dispongan de recursos, se
los destinará a obra pública y, en caso de reincidencia, a las tropas de campaña.

También se busca disciplinar a la fuerza de trabajo, por lo que la ley de noviembre de


1821 castiga a los aprendices que abandonen su empleo. Dos años después se
complementa esa medida con un decreto que extiende la obligación del contrato escrito a los
peones del campo. Reafirma además la necesidad para los peones de usar papeleta de
conchabo y, una vez terminada la relación laboral, de obtener del patrón un certificado en el
que conste su buen comportamiento y la declaración de cese recíproco y voluntario. Aunque

27 Temido y aborrecido secretario de Pueyrredón.

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muchas disposiciones retoman en gran medida la experiencia del pasado colonial, hay un
punto esencial en que no lo hacen: el interés por las clases populares no tiene como meta
beneficiarlo mediante el principio revolucionario de la igualdad ni aún convertirlo en el objeto
de la paternal atención de los gobernantes. Así, en el sector del trabajo el liberalismo parece
no tener vigencia, puesto que lo que prima es la coacción pública y el trabajo obligatorio o
forzoso. En el caso de la primera, su propósito es imponer una disciplina sectorial; en el caso
de la mano de obra, ello es evidente. Pero también es una disciplina que deben seguir los
patrones, ya que, por ejemplo, no pueden dar asilo y trabajo a peones de otros patrones.

Detrás de todos estos esfuerzos para imponer el trabajo forzoso y disciplinar el


mercado laboral se deja ver una nueva imagen de estado y, lo que no es menos relevante,
una alianza de intereses entre el estado y los titulares de los intereses económicos que éste
tutela. Una y otra requieren una profunda reforma del estado que contemple dos aspectos:

 Que el estado provincial renuncie a las ambiciones políticas de sus predecesores.


 Y que ese mismo estado se reserve las tareas administrativas antes delegadas a
corporaciones menores (Consulado, Cabildo de Luján y de Buenos Aires).

La centralización y la reforma administrativa también afecta al ejército y a la


organización eclesiástica. La ley de julio de 1822 crea un ejército permanente de dos mil
quinientas plazas y ciento trece oficiales. La fuente de reclutamiento es el voluntariado (con
enganche de entre 2 y cuatro años) y el contingente (enganche de 4 o 6 años dependiendo
de la edad). Las excepciones son más limitadas que antes de 1820 y se ven favorecidos los
comerciantes, propietarios y empleados públicos, no así los artesanos y asalariados. La
evolución de las fuerzas armadas desde entonces se ve afectada por la resistencia que
despierta el recurso del contingente. Tal forma de reclutamiento se torna bien pronto
impopular y hacia 1823 el ejército yace esencialmente integrado por marginales y
mercenarios. Pero tampoco la contratación de mercenarios se presenta fácil y solo tiene éxito
con los entrerrianos, lo que obliga al estado provincial a recurrir a las milicias para
complementarlo. Éstas existen ya (la de frontera ha ido aumentando su presencia y utilidad) y
lo que hace la ley de 1823 es darles una organización más sólida, distingüendo entre milicias
urbanas activas y pasivas. En la campaña, entretanto, se organiza la milicia de caballería con
requisitos referidos a cupo y edad de los aspirantes. Tanto la infantería como la caballería
solo son llamadas a servicios de armas en situaciones de emergencia y por un plazo no
mayor a los seis meses. El peso del reclutamiento de milicianos recae más sobre la campaña
debido a que la actividad militar se concentra en expandir la frontera. Al cabo, la reforma
militar busca adecuar el nuevo ejército a las nuevas necesidades y objetivos el estado
provincial.

La reforma eclesiástica, en cambio, no parece conllevar beneficios palpables para el


estado. La eliminación de las órdenes le deja en herencia un patrimonio que ni vale mucho ni
tiene rendimiento productivo alto. Además libera elementos religiosos hacia el ámbito laico
que oportunamente se pueden convertir en una verdadera causa de amenazas o disturbios.
De esta manera, el gobierno se lanza a innovar sin antes haber previsto las potenciales
tensiones que sus medidas pueden generar. La reforma entonces se cobra las primeras
víctimas en los conventos de la capital, que reduce a cuatro; también introduce normas
rígidas sobre el ingreso en las órdenes, a las que fija un número mínimo y máximo para poder
funcionar. Los eclesiásticos afectados, no obstante, protestan no tanto por estar en contra de
los cambios sino más bien para quedar bien con sus conciencias. De modo que la principal
oposición llega de un sector político (Tagle) que ve en las reacciones que suscita la reforma
eclesiástica un medio para rehacer un frente de oposición en la ciudad. Pero los clérigos de la
campaña que denuestan las medidas por herejes, pronto son reducidos a la obediencia y las
numerosas adhesiones que recibe el gobierno en apoyo, más que a un régimen se otorgan a
la paz interior que este ha sabido lograr.

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A continuación, son las confidencias de un conspirador las que dejan las únicas
consecuencias negativas del asunto. El delator ha revelado los nombres de algunos
destacados personajes como Saavedra. Pero lo que provoca escozor y sorpresa en el
gobierno es la inclusión de Juan Manuel de Rosas entre los conspiradores. Rodríguez y sus
ministros no avalan la locura o la perversidad de tales acusaciones. Pero el trago amargo que
queda es la sensación de vulnerabilidad a un retorno de la agitación política. El gobierno toma
debida nota de la lección aprendida para no desaprovecharla en el futuro.

El caso del sufragio universal: Una paradoja del nuevo gobierno es que al mismo
tiempo que identifica los intereses de la provincia con los de los grupos económicamente
dominantes, concede a través de la ley de agosto de 1821 el sufragio universal. Dicha ley fija
el régimen de elecciones para la Legislatura concediendo el voto activo a “todo hombre libre,
natural del país o avecinado en él, desde la edad de 20 años o antes si fuere emancipado” y
el pasivo a “todo ciudadano mayor de 25 años, que posea alguna propiedad inmueble o
industrial” para la cual no establece monto mínimo. Uno de sus más enconados críticos
póstumos, Esteban Echeverría, critica al sistema por haber concedido el voto y la lanza al
proletariado (Echeverría alude como proletariado de lanza a las milicias rurales que habían
hecho posible en 1820 el triunfo del nuevo régimen de gobierno). Por otra parte ese
proletariado de lanza, transformado en sufragante gracias a la ley electoral, asegura una
sólida base al régimen. No obstante, la ley de 1821 no puede considerarse una innovación
electoral pues registra antecedentes en 1812 y 1815, cuando se había otorgado el voto a los
vecinos y patriotas, aunque la apatía dominó entonces la escena. Quizá haya sido la
experiencia de esa apatía popular la que condujo al gobierno a conceder en 1821 el sufragio
universal. Pues de mantenerse la tendencia, la ventaja para el gobierno está en que con la
nueva ley puede movilizar a los batallones (la tropa de línea contribuye a incrementar
decididamente el número de sufragantes) en su propio beneficio. La ampliación del sufragio
también facilita el ensanchamiento del círculo dirigencial al incluir a los artesanos como
candidatos junto a los tradicionales doctores. Pero su presencia en la legislatura está lejos de
modificar esencialmente la composición de la Junta de Representantes, habitada en su gran
mayoría por notables de la élite socio económica.

Si bien la composición de la legislatura no se altera por efectos del sufragio universal, si


cambian los usos políticos. Mientras que en 1821 los votantes en toda la ciudad no habían
superado los trescientos, en 1823, bajo el clima de tensión sembrado por la reforma
eclesiástica, el gobierno movilizó a sus adictos 28 para confrontar mejor a sus opositores,
logrando con ello elevar la cifra de sufragantes a más de dos mil (700 de los cuales parecen
haber sido soldados y empleados públicos). El resultado fue una victoria abrumadora de 10 a
1. En estas condiciones, los riesgos del sufragio universal parecían insignificantes para el
gobierno, mientras que las ventajas estaban a la vista.

Para el sufragante que ha de votar sin sentir el rigor de la influencia del gobierno (como
es el caso de soldados y empleados de la administración pública), la elección se presenta
como un acto más espontáneo y natural. Asistirá por diversas razones: solidaridad con algún
candidato, identificación con alguna figura reconocida de la cual se conoce su intención de
voto o apego a las propias convicciones políticas. Incluso puede haber alguna figura pública
que haga proselitismo en pos de tal o cual candidato en un barrio determinado de la ciudad.
De todas maneras, ninguna de las facciones que participan en el escrutinio tiene estructura
formal propia y las listas de candidatos se anuncian a través de los periódicos usando
seudónimos.

Pese a la ampliación del sufragio, las decisiones políticas continuaron ceñidas a un


grupo reducido. ¿Qué cambió entonces en el orden político de la ciudad la adopción del

28 La movilización de los adictos, fueran éstos soldados o empleados públicos, se lograba a través de
diferentes medios como la intimidación, el temor a ser cesanteado, benevolencia para con el soldado,
clientelismo, etc.

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sufragio universal? Incrementó la participación popular, trasformó al acto comicial que en el


pasado tan solo había sido una mera y fría formalidad en una reñida batalla donde se jugaba
el destino del gobierno y junto con él, el de la Feliz Experiencia de Buenos Aires, expuso al
régimen recurrentemente a una prueba de fuego, adjudicó carácter provisional a las
autoridades que ocupaban el poder y exigió al gobierno una disciplina interna antes
inexistente para ganar las elecciones.

Además de la disciplina interna, otra garantía de éxito para el gobierno parece haber
sido la concurrencia de sus propios intereses con los de la élite económica y social que
dominaba en la Sala de Representantes. Ésta concurrencia, no obstante, no se revela como
condición sine qua non para asuntos menores como la reforma eclesiástica, donde el
gobierno no cuenta con el beneplácito ni de los sectores populares ni de dicha élite. Por
tanto, los gobernantes pueden moverse con libertad dentro de determinados límites.

La fuente de los peligros inmediatos para el grupo políticamente dirigente no está en


sus relaciones con la élite sino dentro del gobierno mismo, cuya transformación es menos
profunda de lo que se supone. Y es que numerosos personajes que el ministerio promueve
para la Sala de Representantes no tienen una adhesión sincera con el gobierno; se trata de
individuos más identificados con la primera década revolucionaria, que han entrado a la
carrera pública debido a la modestia de sus patrimonios o al descuido de sus intereses
particulares, que le ha cerrado el camino en la actividad privada29. De hecho, la participación
en el gobierno de estas personas procedentes del antiguo grupo dirigente es más abierta de
lo que se suele creer. Los pesos pesados del nuevo régimen, Rodríguez, Rivadavia y García,
son ellos mismos veteranos de la carrera de la revolución. Inclusive la nueva estructura
administrativa reformada es tan maleable que hasta se permite el lujo de incluir opositores en
calidad de funcionarios para restar fuerza al bando de los detractores (se puede exhibir aquí
el ejemplo de Alvear, un decidido opositor del gobierno que, sin embargo, es hecho
representante diplomático en el extranjero antes que soportar sus manejos difíciles en la
ciudad). Por tanto, tales intervenciones de advenedizos minan la coherencia interna y tornan
la disciplina del grupo gubernamental más elástica. De todas maneras, la posibilidad de elegir
a estas personas para evitar un mal mayor también implica para el régimen un margen
considerable de libertad de movimientos frente a los intereses de la élite social y económica.

La disciplina puertas adentro del gobierno tampoco es un requisito posible y necesario.


Al repartir favores el estado genera grupos en su seno en función de la gradación pecuniaria
o sentimental de aquéllos. Estos grupos, al accionar chocando entre sí para competir por
esos favores, lo que hacen es establecer líneas sobre las cuales actúa todo el cuerpo
gubernamental. Si además tenemos una bonanza económica de por medio entonces
empiezan a tallar también los intereses de la elite para relacionarse con determinados grupos
del gobierno, en cuyo caso el interés individual de los miembros de esa elite buscará los
beneficios del favor oficial frente al propio grupo.

Una bonanza económica y la posibilidad de valerse de grupos de intereses dentro del


mismo gobierno crean divisiones internas, como se ha visto, dentro de la propia élite
económica, dando una gravedad nueva a las tensiones entre los dirigentes del partido
ministerial. Tales divisiones no tienen motivaciones económicas sino financieras, motivadas
esencialmente por las rivalidades de los especuladores (pertenecientes a ese sector
económico dominante) por obtener el mejor beneficio.

Tal como las divisiones internas de la élite económica dominante, en el seno del
gobierno las divisiones no se producen en torno a la orientación general del estado sino a la
distribución del poder y sus beneficios entre alianzas estrictamente personales. Al cabo,
frente a la política de intereses basada en la solidaridad revolucionaria que se dio entre 1810
y 1820 tenemos una política de intereses que termina por reflejar el mundo de complicidades

29 Es el caso de Manuel Moreno, Dorrego y Vicente López y Planes.

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y rivalidades de una reducida oligarquía urbana. Este intrincado sistema político que se
desarrolla en el período de la experiencia feliz de Buenos Aires tan solo puede sobrevivir
mientras se mantenga un acuerdo marco fundamental entre todos los involucrados. Debilitado
éste, todo se irá al diablo.

Y de hecho es esto lo que se terminará dando a causa de numerosos factores:

 Creciente actividad financiera del estado que alimenta la participación de los


especuladores individuales.
 El retorno de la provincia a su papel hegemónico en el país que vuelve a poner sobre
el tapete políticas que se habían dejado de lado por impracticables e inconvenientes
para la paz y la prosperidad (tan deseadas ambas en 1820).

De este modo la feliz experiencia se encamina a una crisis a la que no habrá de


sobrevivir. Y la elección para nuevo gobernador de 1824 acelera los tiempos.

En 1823 la popularidad de Rodríguez no estaba pasando por su mejor momento; las


expediciones fronterizas contra los indios no habían dado más que sinsabores y el efecto
combinado de una sequía y una peste había hecho estragos en la campaña al agregar el
problema de la carestía de pan y carne en la ciudad. Además se habían descubierto dos
intrigas paralelas surgidas dentro del propio poder político para quitar a Rodríguez del
gobierno (la resolución de una de ellas permitiría a Juan Manuel de Rosas acceder a formar
parte del cuerpo ministerial). De modo que en vísperas de las elecciones de 1824, más que la
acción de los opositores, el principal enemigo del gobierno era su falta de disciplina interna
que le hacía perder coherencia.

Conclusión: Uno de los principales problemas que la revolución deja a todos los
gobiernos que la suceden de manera fragmentada a lo largo del país (tanto en Buenos Aires,
como en Córdoba, Santa Fe y Mendoza por citar los ejemplos más importantes), es crear un
orden político menos vulnerable a las propias debilidades a la vez que a las amenazas
externas. El primer paso para solucionarlo es seguir el camino de la institucionalización
tratando de evitar la formación previa de una red de afinidades y alianzas que solo serviría
para quitarle coherencia al grupo. La Feliz Experiencia logró el primer cometido pero fracasó
en el segundo (algo similar sucedió con el Interior). Trasladado al ámbito nacional, el flujo
comercial para alimentar la riqueza requería de un marco coherente y estable que regulase
las relaciones entre cada uno de los fragmentos que habían sobrevivido a la implosión del
proyecto revolucionario. Es evidente que tampoco tal marco se dio en la realidad. Por tanto,
del efecto doble de la ruralización y la ausencia de un marco institucional tuvo como resultado
el nacimiento de un nuevo estilo político que busca el modo de adaptarse a ese marco tan
inhóspito antes descripto.

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Revolución y Guerra Tulio H. Donghi

CONCLUSIÓN:

LOS LEGADOS DE LA REVOLUCIÓN Y LA GUERRA Y EL ORDEN POLÍTICO DE LA


ARGENTINA INDEPENDIENTE

a) Barbarización del estilo político, militarización y ruralización de las bases de poder:

En 1820 los principales rasgos del área rioplatense eran (con diferencia de grados entre
región en región):

 Territorio fragmentado, donde los poderes regionales que se repartían el dominio


eran de naturaleza débil y, por tanto, de existencia provisional.
 No había deslinde entre los poderes. Las legislaturas por lo general se reunían de
acuerdo a los caprichos del ejecutivo que, por otra parte se empeñaba en legislar. En
todo caso lo que había era un desarrollo incompleto de la reconstrucción
institucional.
 Muchas de las instituciones desarrolladas durante la primera década revolucionaria
tenían fuerte raigambre en viejas instituciones coloniales (la legislatura, en algunos
distritos como Santa fe era tan solo un cuerpo electoral y su creación era la
consecuencia del reemplazo de la soberanía del monarca por la del pueblo).
 Tales pervivencias eran comunes a todas las jurisdicciones provinciales sin importar
si eran el centro o la periferia del país.
 En algunas provincias, las tareas de gobierno estaban a cargo del gobernador y del
cabildo, quitando especificidad a las funciones de la legislatura (Córdoba).
 Pese a la adhesión a las ideas liberales imperantes en la Europa anti napoleónica, la
libertad religiosa no fue admitida por ningún distrito.
 Más que el peso de una tradición administrativa colonial que era más tenue en las
provincias de reciente creación, era el marco concreto de las instituciones la que las
apartaba del modelo teórico ideal. La perpetuación de gobernantes y legisladores era
difícil de evitar allí donde las mentes ilustradas brillaban por su ausencia. Por tanto,
los reemplazos eran extraños. Por otra parte, numerosas jurisdicciones eran
demasiado pobres como para permitirse el lujo de mantener una estructura
administrativa compleja.
 Uno de los estereotipos recurrentes en Buenos Aires acerca de la situación del
Interior era su característico barbarismo que el puerto pretendía evitar. No obstante,
ésta era una verdad a medias, puesto que numerosos personajes ilustrados de la
época revolucionaria tomaron parte de actos macabros (como el de enviar la cabeza
cortada de un adversario a otro enemigo).
 Antes de favorecer el ascenso de grupos de base rural, la revolución y la guerra
habían cambiado las actitudes de los grupos ya dominantes, impregnándoles de
brutalidad tanto es sus relaciones políticas como en las demás. De lo cual se puede
inferir que el barbarismo no procedía exclusivamente del proceso de ruralización. La
militarización de la primera década revolucionaria tuvo su parte de influencias en ello
al hacer de la ferocidad una virtud profesional. Así, mientras las tropas de los
pueblos libres podían ser más efectivas al momento del saqueo, las del gobierno
central eran aún más adictas a la ferocidad y la rapiña. Este estilo tildado de bárbaro
no pareció solo entre los oficiales y soldados, ya que hasta las distinguidas damas
citadinas (Salta) solían tomarse de las trenzas en plena vía pública e inducir al
castigo de otra, vía criado, por medio de latigazos.
 El deterioro del estilo de convivencia dentro de la élite no se limitó únicamente al
campo político. El uso de cuchillos apareció inclusive como un hábito entre los
freiles.
 Rudeza creciente de la vida colectiva luego de 1810, aunque ya atisbos de ella eran
recogidos en actas capitulares prerrevolucionarias.
 Los que tienen el poder y los que lo administran no son ya los mismos.

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b) Los dueños y los administradores del poder:

Tal dualidad no es en todas las regiones tan marcada ni tiene el mismo sentido. En
Buenos Aires se presenta como heredera de otra, inaugurada con la revolución misma, que
corre entre los hombres lanzados a la carrera de la revolución y esa élite urbana y criolla a la
que pertenecen pero que se resiste a seguirles por ese camino ante la incertidumbre que el
cambio trae aparejado. La emergencia de la campaña tras 1820, significa sustancialmente
una nueva base de poder para esa misma élite que apoya desde fuera el experimento
iniciado en 1821. La reticencia de esa élite a embarcarse por su propia cuenta en un
experimento semejante junto a aquéllos que habían hecho de la política revolucionaria una
profesión tomaría casi diez años en ser doblegada (es el caso de Juan Manuel de Rosas, al
que le llevará unos cuantos años asumir que él solo se puede manejar en la política)).

Aun estando presente en Buenos Aires, esa dualidad se presenta atenuada en sus
rasgos. La distancia entre la élite política y la económico-social en trance de parcial
ruralización es menor que en otras partes. Fuera de Buenos Aires, la convivencia entre los
dueños y los administradores del poder se revela desde el comienzo problemática y ello
explica en gran parte la fragilidad del orden político que surge de los derrumbes de 1820.

¿Quiénes son los administradores del poder? Están representados por dos grupos:

 Por un lado, los puros profesionales, que a la manera de emprendedores


individuales actúan lejos de sus comarcas de origen y sin contar con apoyos sociales
propios allí donde se desenvuelven; sus trayectorias exceden el marco de una única
provincia.
 Por el otro, las tradicionales plantillas burocráticas, grupos enteros que han adquirido
su sapiencia en base a la experiencia y a una competencia técnica innegable y que
han pasado a un segundo plano especialmente tras 1820. Precisamente es el lugar
secundario que ocupan tras ese año lo que los hace aparecer como un grupo
potencialmente descontento, sin fuerza para generar crisis pero con capacidades
suficientes como para ampliarlas.

Es entonces comprensible la preferencia por los colaboradores aislados y mal


integrados en la sociedad local, cuyo auxilio es a la vez menos exigente y menos peligroso. A
partir de 1820 la creciente inestabilidad política lanza a trayectorias similares a personajes
que hallan difícil seguir gravitando en su comarca de origen (el ejemplo más ilustre es el del
general Alvear, que intenta reinsertarse en la vida política porteña como integrante del séquito
de los caudillos litorales. O Dorrego que al marchar a Santiago del Estero se convertirá en un
administrador del poder del gobernador Ibarra, su verdadero dueño). De pronto, personajes
que se han desempeñado en la alta política o en cargos modestos de una administración
específica, la abandonan por diversos motivos, personales o circunstanciales, y recalan en
otros distritos donde ofrecen su experiencia estableciéndose en forma definitiva. Y claro,
ocasionando también el rencor de la plantilla de colaboradores de segunda línea para
quienes estos advenedizos vienen a eclipsar todavía más su tenue luz.

Por otra parte, la relación entre dueños del poder y colaboradores suele oscilar entre
períodos de colaboración relajada y momentos tensos que dependen principalmente de las
circunstancias. Pero no es sólo la debilidad en que han quedado las élites políticas golpeadas
por el derrumbe de 1820 la que empuja a una rencorosa colaboración. La distancia entre ellas
y los nuevos dueños del poder, surgidos de la ruralización, es menos extrema de lo que se
puede suponer y muchas veces está atenuada por la solidaridad con la que las partes se
relacionan.

La guerra, más que la revolución, introduce un cambio en el equilibrio político del grupo
dirigente que es más interior que exterior. Los lazos internos en dicho grupo no han de
disolverse al surgir la hegemonía del sector antes secundario. El caso de Bustos, Aldao o

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Ibarra (Córdoba, Mendoza y Santiago del Estero respectivamente) son por demás elocuentes:
todos ellos eran de origen lo bastante elevado para que su ascenso al poder supremo no
tuviera nada de escandaloso. Su éxito político los predispone mal frente al grupo
originalmente dominante pero no por ello se los separa irremediablemente de una élite de la
que ya formaban parte.

Sin duda, al consolidar nuevas bases de poder abren el camino para sucesores menos
bien integrados en la élite provincial. Sobre todo cuando en 1835 Juan Manuel de Rosas
intenta rehacer sobre bases más toscas y más sólidas la hegemonía de Buenos Aires, su
ascendiente sobre el Interior favorecerá el encumbramiento de figuras que ocupan un lugar
secundario (Manuel López, gobernador de Córdoba y aliado incondicional del Restaurador de
las Leyes, por ejemplo). Frente a este ascenso de personalidades secundarias, los auxiliares
letrados del nuevo poder recientemente emergido se mueven dentro de los estrictos límites
que les marcan sus derrotas pasadas.

Hay todavía otro motivo para que ese sector letrado auxiliar sea solo intermitentemente
rival de los nuevos dueños del poder: allí donde es más numeroso y cuenta con fuentes
adicionales de ingresos (comercio o tierra) se encuentra además demasiado frecuentemente
dividido por rivalidades internas: es el caso de Córdoba, donde Bustos usa esas rivalidades
para consolidar su propio poder.

La rivalidad del sector letrado, al que el derrumbe político de 1820 ha condenado a una
función auxiliar no implica entonces en sí misma una amenaza seria para el orden que
emerge de ese derrumbe. Solo constituirá una verdadera amenaza cuando el nuevo orden
sufra a causa de sus propias debilidades, que son las que le impiden consolidarse. Esas
debilidades están relacionadas con:

 Suplir mal la ausencia del poder central al que han reemplazado.


 No disponer de los recursos (ni de la ambición) necesarios para reemplazar al extinto
poder central en el desempeño de las funciones que éste ya cumplía mal. Un estado
demasiado débil para asumir directamente un compromiso, debido a su propia
penuria fiscal pone su limitada fuerza a disposición de quien lo reemplace en esta
tarea.
 Heredar las debilidades del estado central que han venido a suplir.

La inestabilidad, que es el precio de la redistribución del poder, alarma a sus mismos


beneficiarios. La búsqueda de elementos de cohesión que reemplacen a los desaparecidos
con el derrumbe del poder central será, por lo tanto, tenaz aunque vana.

c) La búsqueda de una nueva cohesión:

En el nivel más ínfimo, la solidaridad familiar, aún más que en tiempos coloniales, es el
principal elemento de cohesión, el punto de partida para alianzas y rivalidades, desde Salta
hasta Mendoza. Se trata de enteras familias que se vuelcan en bloque por la causa
revolucionaria o la del rey. También es posible descubrir cómo tales causas y las que luego
surgirán durante la primera década revolucionaria escinden a linajes enteros. ¿Cuáles fueron
las raíces y los límites de la solidaridad familiar?

Entre las primeras pueden citarse:

 El patrimonio de tierras, influencias y riqueza, que solo se puede conservar en la


medida en que los integrantes de la familia conserven la coherencia interna. La
familia consanguínea es el núcleo de un grupo más vasto compuesto por parientes
colaterales y una clientela rústica y urbana cuya lealtad reconoce diversas causas
(jurídicas, de patronazgo, etc.). Agrupaciones de este tipo pueden llegar a dominar
zonas enteras de una provincia.

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 La necesidad de soportar mejor los embates de la penuria y sus consecuencias una


vez perdido, por el motivo que fuere, el patrimonio familiar. En este caso, perdido el
patrimonio familiar aún queda el influjo político para tratar de revertir la situación;
gracias a él se podrán cobrar deudas o inclusive requerir la restitución de favores a
antiguos beneficiarios de los mismos.

Los límites, por su parte, estarán marcados por:

o El grado de solidaridad interna del grupo, que determina la intensidad de la


coherencia con que sus miembros interactúan dialécticamente. Del grado de
solidaridad que demuestre la familia dependerá su capacidad de resistencia para
defender tanto su posición relativa frente a otros clanes familiares como el patrimonio
y las influencias.
o La profundidad de la atención prestada por los funcionarios de la corona, al encarar
sus relaciones con las familias más influyentes entre sus administrados.
o La alternancia tanto de funcionarios coloniales como de la revolución al frente de una
determinada capitanía, intendencia o gobernación. De pronto, el cambio de un
funcionario con el que se habían establecido estrechas relaciones podía significar la
ruina de la familia momentáneamente beneficiada con su atención y el ascenso de
otra u otras.

Dado entonces que la familia ya contaba como elemento indispensable del orden
colonial, ¿qué cambió en ella la revolución? ¿En qué medida afectó la guerra revolucionaria
al vigor de esta institución familiar?

 En primer término la revolución le otorgó un mayor reconocimiento a su gravitación,


ante la necesidad de encontrar apoyos a medida que se extendía por el territorio
rioplatense.
 Pero también la revolución causó regresión y disolución de los lazos familiares
cuando alzó a unos miembros contra otros.
 La revolución, al triunfar, coronó la transferencia del patrimonio de un grupo a otro,
dentro de la misma familia (por ejemplo, el patrimonio del conspirador Álzaga fue
destinado a sus hijos).
 Dotó al grupo familiar de un nuevo jefe cuando el anterior debió ser eliminado por
opositor.
 El equilibrio interno a cada familia se vio conmovido por la revolución de una forma
más directa y brutal que por el antiguo régimen.
 En épocas de estrechez financiera o debido a la escasez de recursos humanos, el
gobierno central se vio obligado a valerse de las familias para cumplir determinadas
funciones, reservándose tan solo el papel de árbitro.

Tras 1820, la disolución del poder directorial devuelve un inmenso poder a las grandes
familias que han sabido atravesar las borrascas revolucionarias. Las huellas que la revolución
ha dejado en ellas son también vastas. Por ejemplo, la delegación de funciones ha hecho
surgir dirigentes locales poderosos con un peso específico mucho mayor frente a todo el
grupo familiar, comparado con el que tenían los jefes de familias de similares características
en tiempos de la colonia. Se trata de un tipo de dirigente nuevo que ahora tienen ascendencia
sobre una zona mucho más vasta que excede el área de influencias de la familia a la que
pertenece (Quiroga, en La Rioja). Ello hace que el patrimonio familiar quede
permanentemente expuesto a los vaivenes de su propia suerte. Las oscilaciones de fortunas
son, por lo tanto, más intensas y rápidas que en el pasado. A estas alturas, pues, es la
personalidad, el prestigio y la capacidad del jefe lo que marca la continuidad del linaje, más
que el patrimonio familiar, sus tierras o sus influencias políticas.

La disgregación del poder central en 1820 también contribuye para convertir a las
grandes familias en máquinas de guerra que se esfuerzan al máximo por establecer o

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cambiar alianzas ya sea para conservar el favor administrativo o para mantener su influencia
política, su ascendencia sobre la región, su patrimonio en tierras, ganados y dinero o todo
junto a la vez. Se advierte entonces cómo las grandes familias, sus alianzas y sus feudos no
pueden ser la base de constelaciones políticas sólidas, capaces de generar, capaces de
asegurar el orden regional o nacional.

La ascensión de dirigentes regionales, antes jefes familiares con bases de poder mucho
más restringidas, por otra parte choca con la de otros dirigentes que también desean expandir
su área de influencias. Surge entonces entre ellos la necesidad de articular sus propias
ambiciones personales lo que llevado al plano de la realidad adopta la forma de una red de
relaciones personales entre personajes políticamente influyentes. Sobre esa red, a la vez
tenue y compleja, de cambiantes relaciones personales, lo que la paciencia de los dirigentes
intenta erigir es un sistema de entendimiento entre figuras localmente influyentes que ocupe
el vacío dejado por el estado nacional. Es una modalidad que triunfa en todo el país, incluso
en Buenos Aires: gradualmente la entrada de esas relaciones en la esfera pública acaba por
transformarlas en alianzas políticas que, sin embargo, no pierden su sentido originario ni se
ven desnaturalizadas. Se trata entonces de una red hecha de coincidencias y afinidades
privadas que sigue prevaleciendo una vez insertada en la esfera pública. Pero una red así
constituida tiene a veces como consecuencia política la ruptura y no la consolidación del
sistema de equilibrio entre los distintos poderes regionales del que depende una paz siempre
insegura.

En suma, la rica multiplicidad de contactos, solidaridades y hostilidades que se dan en


el plano económico y social (nivel privado) no podría constituirse en la base de un orden
político estable. El único principio ordenador que podría funcionar para limitar las áreas de
conflicto que pudieren surgir en el ámbito privado es la institucionalización. Pero la estructura
institucional en 1820 es débil e inconexa; ha sido barrida por el fracaso del gobierno
directorial y ya no sirve para ofrecer estabilidad a las relaciones políticas que establecen entre
sí los distintos poderes regionales. Por otra parte, un orden político estable solo puede
cimentarse sobre solidaridades específicamente políticas, dentro de un sistema que haya
reducido al mínimo la posibilidad de conflicto de lealtades. Sin duda los nuevos titulares del
poder local se esfuerzan por crear un orden parecido, reafirmándose en sus áreas de
influencia y buscando apoyos sólidos fuera de ella. La fidelidad al jefe y la lealtad a la palabra
empeñada adquieren en este punto una importancia sustancial, ya que en ambos elementos
se funda el orden que se pretende establecer. El problema es que las promesas de amistad a
la vez privada y política impulsan a los interesados a defender el sistema poniendo énfasis en
la cuestión moral del asunto cuando lo que deben solucionar es un problema político.

Al prevalecer la raíz política del problema, de inmediato lo que se ve es que la lealtad


política sin reticencias considerada desde la fidelidad al jefe y la lealtad a la palabra
empeñada, se torna en una virtud imposible de practicar. En estas condiciones, ningún poder
regional puede contar con la amistad segura de ningún otro, lo que termina socavando la
cohesión interna de todo este sistema basado en liderazgos regionales. Como corolario, los
disidentes de una región vecina pueden recibir asilo y protección y si esas áreas están
dominadas por dirigentes hostiles, la protección se convierte en apoyo activo. Así, pues,
dentro de cada provincia e incluso en las relaciones interprovinciales la hostilidad y la tensión
son elementos insuprimibles del equilibrio que ha surgido tras 1820. De su adecuado manejo
dependerá por tanto la supervivencia de los líderes regionales, aunque también el empleo de
tal recurso aumentará indefectiblemente la fragilidad e inestabilidad del nuevo equilibrio.

Dentro de ese equilibrio, entonces, la estabilidad es imposible. En consecuencia nadie


se sentirá lo suficientemente satisfecho como para confiar en él. ¿Pero cómo cambiarlo o
modificarlo sin agravar la situación? La solución más obvia sería reestablecer el marco
institucional deshecho por la crisis de 1820. Pero ello demandaría simplificar el equilibrio
existente, lo que por el momento se presenta como una tarea titánica sino imposible (nadie
está en 1820 en condiciones de intentar imponerse a nivel nacional). Lo que queda pues es

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tratar de convivir en la coyuntura lo mejor posible, tratando de mantener una paz precaria
jugando un complicado juego político en demasiados tableros a la vez. Este es el camino que
seguirá Buenos Aires, no sin éxito, entre 1821 y 1824, cuando la Feliz Experiencia. Con todo,
ni su supremacía económica ni aún su mejor condición financiera le permitirán consolidar su
hegemonía sobre el resto de las provincias. Del fracaso sucesivo de las dos anteriores,
surgirá una tercera alternativa con la creación, primero en la provincia hegemónica y luego en
todo el país, de una solidaridad propiamente política, más resistente y efectiva que sus
símiles económica y social (alianzas familiares, alianzas de intereses suprarregionales). Es la
solución lentamente preparada por la crisis de la década que comienza en 1820, madurada
en la década siguiente gracias a la tenacidad de Juan Manuel de Rosas. Con ella surge
finalmente el orden político que la revolución, la guerra, la ruptura del orden económico
virreinal han venido preparando.

Nota:

 1º equilibrio: sistema de relaciones interregionales establecido por líderes con


proyección regional que priorizan solidaridades sociales y económicas (alianzas
familiares, alianzas de intereses suprarregionales) por sobre las políticas. 1818 a
1820. Sistema no institucionalizado.
 2º equilibrio: sistema impulsado por Buenos Aires a partir de su bonanza económica
y financiera entre 1821 y 1824 que, sin embargo, no le permite imponer su
hegemonía efectiva sobre el resto de las provincias. Sistema en vías de
institucionalización.
 3º equilibrio: sistema madurado entre 1930 y 1940 que, basándose en la solidaridad
política, permite a Juan Manuel de Rosas instaurar un orden político en todo el
territorio. Sistema institucionalizado políticamente.

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