Donghi
REVOLUCIÓN Y GUERRA
Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla.
Tulio H. Donghi
PRIMERA PARTE
El marco del proceso
PRÓLOGO:
El objetivo general es seguir las vicisitudes de una élite política creada, destruida y
vuelta a crear por la guerra y la revolución. En cuanto a las preguntas de investigación, son
varias:
- ¿Cuáles fueron las relaciones sociales en cuyo cause iba a volcarse la nueva
actividad política?
- ¿Cuál fue la relación entre la élite política surgida de ese proceso y las élites sociales
y económicas cuya posición y actitudes van a ser hondamente afectadas desde entonces?
- ¿Cuál es el uso que la élite política hace de su recién conquistado poder para redefinir
su relación tanto con los restantes sectores de la élite como con esos grupos populares sin
cuya acción no habría alcanzado a encumbrarse (pero respecto a los cuales muy a menudo
se resiste a compartir el protagonismo)?
El Virreinato del Río de la Plata era en realidad una estructura frágil y para nada
coherente y compacta, que reflejaba las vicisitudes de los dos siglos y medio previos de
conquista y colonización. Se trataba de un territorio de clima menos hostil que otras regiones
americanas, donde la existencia de una población prehispánica de agricultores sedentarios
fue aprovechada por la colonización para erigir la siguiente sociedad rural y señorial, según el
modelo de la metrópoli. No sería sin embargo esta nueva sociedad un cuerpo homogéneo: en
dos zonas rioplatenses surgirían centros de cultura fuertemente mestizada, con rasgos que
las diferenciarían entre sí: el Interior, por un lado, y las tierras guaraníes del Paraguay,
Uruguay y Alto Paraná, por el otro. Otras características de las tierras virreinales serían las
siguientes:
- Las regiones antes citadas (que llegarían a ser el núcleo natural del territorio y la
nacionalidad) estaban apenas pobladas y los españoles dominaban tan solo una estrecha
franja de tierra que iba desde Córdoba hasta Buenos Aires, pasando por el “istmo
santafesino” y el ”corredor porteño”.
- Al este del Paraná, el dominio español era endeble y tardaría mucho en afirmarse.
La economía virreinal estaba orientada no hacia el Atlántico sino hacia el Norte, hacia el
Perú. Todas las regiones antes descritas habían organizado su economía para satisfacer las
necesidades de Potosí, donde las minas de plata habían hecho surgir a una de las ciudades
mayores del mundo. Para Potosí producían sus telas de algodón el Interior y el Paraguay, su
lana el Interior, su yerba mate el Paraguay y Misiones, sus mulas Buenos Aires, Santa Fe y el
Interior. Aunque Buenos Aires, en esos tiempos apenas una aldea miserable, pretendía ser
también un puerto clandestino de la plata potosina, compitiendo en esta etapa con una
escurridiza Colonia del Sacramento.
La estructura económica vigente entró en crisis hacia finales del siglo XVIII debido a
numerosas causas como el ascenso del oro y el declive de la plata, la irrupción de nuevos
centros financieros en Europa, etc. La nueva coyuntura determinaría el ascenso de una
Argentina litoral y el descenso de las regiones que, desde la conquista, habían estado en el
centro de la vida española.
a) Estabilidad en el Interior:
- Salta: protegida por una línea de fortificaciones de cara al indómito Chaco, en Salta
gobierna una aristocracia rica, dueña de la tierra y repartida en estancias, sobre una plebe
mestiza. La característica principal es el latifundio o gran propiedad, base económica de la
aristocracia, que también domina el comercio. Al borde de la ciudad tiene lugar anualmente
la feria de mulas más grande del mundo, adonde confluyen las bestias de Buenos Aires y del
Interior, quedando en invernada en las praderas cercanas, antes de afrontar la etapa final del
viaje hacia Potosí. De un tráfico de 50000 animales al año antes de 1795, las rebeliones
ulteriores lo harán descender a la mitad en el quinquenio siguiente para volver a aumentar
gradualmente (en 1803 serán ya 50 mil). El comercio mular es la fuente de prosperidad para
gran parte de la aristocracia salteña, entre la cual descuellan las dinastías vascongadas. Los
patriarcas de las mismas han arribado a la zona como burócratas o comerciantes; en el
primer caso, no tardan en incorporar la actividad mular a sus negocios. El acceso a la tierra
es alcanzado siempre por entronque con mujeres pertenecientes a familias más antiguas.
Pronto establecen diferencias sociales con el resto, sobre la base de diferencias de sangre.
- Tucumán: se nutre del agua que baja del frente montañoso del Aconquija, en los
límites con Catamarca. Es un oasis subtropical, centro vital de la ruta entre Buenos Aires y el
Perú, que se apoya en el comercio y las artesanías. Destaca por sus trabajos en maderas
duras, por la fabricación de carretas y por la labor de sus curtiembres para los cueros de sus
propios ganados. También se desarrolla incipientemente la ganadería, la agricultura y una
pequeña industria de sebo y jabón. La tejeduría doméstica no permite el autoabastecimiento
de sus pobladores, por lo que se debe recurrir a la importación de lienzos ordinarios desde
Perú. La élite social está conformada por un pequeño grupo de hombres ligado al comercio y
las escasas producciones.
- Catamarca: se conserva aquí el cultivo del algodón. Bajo la forma de tejidos de uso
cotidiano para los más pobres, el algodón catamarqueño encuentra hasta 1810 salida en el
Interior y el Litoral, sin amenazar nunca la el predominio de la producción peruana.
Entretanto, su producción agrícola encuentra mercados en Tucumán, mientras que el vino
compite en la región vecina con los de Mendoza y San Juan. El aguardiente alcanza
mercados más lejanos. Con las tierras mejor repartidas entre la desbordante población de los
valles, no existe el latifundio al estilo salteño. La orden de los franciscanos se halla
establecida desde la conquista tras una efímera evangelización jesuita.
- San Luis: con población en descenso, es, al igual que Córdoba y Santiago, un centro
proveedor de mano de obra para otras regiones. La ganadería puntana abastece de carne a
Mendoza y San Juan, mientras que los cultivos abastecen a una población en continuo
descenso.
- Santiago del Estero: es una región extremadamente pobre conformada por dos oasis
largos y paralelos: el del río Dulce y el del Salado. Los habitantes de la región sirven
usualmente de base humana para todas las empresas agrícolas del Litoral (es por tanto un
foco proveedor de mano de obra). La agricultura se basa en el trigo, que se envía a regiones
más prósperas, y en el maíz, que se consume localmente. La tejeduría doméstica florece y el
excedente de telas y ponchos se comercializa en el Litoral, compitiendo con los productos de
los obrajes indígenas peruanos sobre la base de su baratura. La élite social también se
compone aquí de comerciantes que dominan los exiguos lucros caravaneros.
- Córdoba: con pasado agrícola, a principios del siglo XIX le alcanza el auge ganadero.
La oligarquía cordobesa se nutre de las ganancias del comercio urbano y de la nueva
actividad ganadera. En las serranías la actividad económica está orientada a la agricultura y
el ganado menor; allí también florece la tejeduría doméstica, con comerciantes que recorren
la zona vendiendo a crédito a las tejedoras para luego cobrarse con su trabajo. Córdoba, al
igual que Santiago, también es una región proveedora de mano de obra para los pueblos
carreteros y centros agrícolas de Buenos Aires. La clase dominante es rica en tierras, pero
pobre en dinero. Los jesuitas han sido expulsados, declinando con su éxodo la explotación
agrícola.
Las consecuencias del nuevo régimen de libre comercio inaugurado en 1788 no deben
ser exageradas en cuanto a las artesanías, ya que las telas importadas eran principalmente
productos finos que no competían en forma directa con las baraturas del Interior. Pero los
efectos sobre las economías de la zona occidental del interior sí se dejaron sentir, sobre todo
en los oasis agrícolas, donde los españoles habían establecido pequeñas réplicas de la
agricultura mediterránea: vid, trigo, aceite, frutas secas. Estos productos hallaron una fuerte
competencia no solo en Buenos Aires sino en todo el Interior, debido a que sus símiles
españoles llegaban al virreinato a menores precios, inundando dichos mercados.
Tampoco lo que iba a ser el Litoral argentino conforma un bloque homogéneo. El Litoral
está integrado por cuatro centros: Asunción, Corrientes, Santa Fe y Buenos Aires.
algodón, producciones que perviven de la época jesuítica, compitiendo con Asunción. En las
misiones, los pueblos guaraníes son ahora superexplotados por administradores que las
saquean sistemáticamente, impidiendo a los indios el camino a la prosperidad individual.
- Santa Fe: en decadencia como centro de comercio terrestre y fluvial, Santa Fe conoce
sin embargo una prosperidad creciente gracias a la ganadería. Aprovechando su relativa
cercanía con el Interior y las viejas rutas que con él la unen, Santa Fe se enriquece con la
cría y el comercio de mulas, que los grandes productores llevan a vender hasta Salta y
Potosí. Son estas actividades las que dominan la economía santafesina.
El trigo rioplatense, además de las limitaciones legales, padece el problema que es muy
caro para ser exportado, salvo en momentos excepcionales. Y así seguirá sucediendo
durante decenios, encontrando su destino en el mercado local, amparado mediante
prohibiciones de importaciones. La agricultura sobrevive entonces penosamente
referencia a los ladrones y contrabandistas de ganado y cueros, que es usada sobre todo por
los habitantes de las ciudades.
Capital del Litoral es Buenos Aires que, a finales del siglo XVIII es ya comparable a una
ciudad española de segundo orden y, por lo tanto, muy distinta a esa aldea de paja y adobe
de medio siglo antes. Este crecimiento es consecuencia de su elevación a centro principal de
comercio ultramarino para el extremo sur del imperio español. Buenos Aires es entonces una
ciudad comercial y burocrática donde llegan desde 1750 los representantes de la nueva
España renovada de Carlos III: catalanes, vascos, navarros y gallegos. Los nuevos ricos
hacen su fortuna a la manera tradicional: son consignatarios de casas españolas (a veces
mantienen lazos de parentesco con ellas) y obtienen altas ganancias sobre la base del
desconocimiento de las casas españolas sobre los movimientos del mercado local.
En cambio, los controles son muchos más estrictos con respecto a los agentes
comerciales en el Interior, dado que los contactos son mucho más frecuentes entre las
grandes casas porteñas y sus corresponsales establecidos en ciudades como Córdoba,
Salta, Santiago o Jujuy. Al cabo, la distribución de los lucros comerciales termina
favoreciendo a los comerciantes porteños debido al escaso control que soportan desde
España y a la estricta vigilancia que ejercen sobre sus agentes en el Interior. Por otra parte, la
mayor parte de los ingresos procede de comisiones o reventas de artículos importados que
de exportaciones de cueros. El giro comercial es, en consecuencia, modesto y con altas tasas
de utilidad. El éxito del sector comercial porteño se debe a que en estas instancias, satisface
con sabia parsimonia una demanda que considera irremediablemente estática y que
corresponde a una estrecha franja de gente pudiente. Por otra parte, la exportación de cueros
que podría dar mayor dinamismo económico al Litoral está sometida a los vaivenes de las
guerras en Europa.
Entretanto, las principales características del último período virreinal son las siguientes:
Frente a los cambios económicos que empiezan a vislumbrarse y que son más
atenuados hacia el Interior, la sociedad rioplatense se ve a sí misma como dividida por líneas
étnicas. En el litoral los esclavos se encuentran sometidos a un régimen jurídico especial y ya
en 1778, en la misma Buenos Aires, algunos hombres de color se han convertido en
artesanos y comerciantes teniendo su propia dotación de esclavos. En el Interior, entretanto,
una gran parte de la población africana llegada para cubrir los vacíos demográficos ya ha
logrado emanciparse y se encuentra en un estadio más avanzado que en el Litoral. Ni en uno
ni en otro lado los africanos se hayan confinados exclusivamente a los niveles más bajos de
la escala social.
Pero una vez libres, los africanos no ingresan a una sociedad abierta a nuevos
ascensos. Por el contrario, se incorporan a una estructura social dividida en castas. Por una
parte están los españoles, descendientes de la sangre pura de los conquistadores; por el otro
los indios, descendientes de los pobladores prehispánicos. Los unos y los otros se hallan
exentos por derecho de las limitaciones a que estaban sometidas las demás castas. El resto
(mulatos, negros libres, zambos, mestizo, calificados en infinitas gradaciones) vive sometida a
limitaciones jurídicas de grado variable.
Pero estas rígidas alineaciones según castas graduadas en función de la sangre son
algo nuevo. En el siglo XVII han pesado más que en el XVI y en el XVIII más que en el XVII.
No obstante, la usurpación de casta o la adquisición del estatuto del español es posible: la
primera se alcanza sencillamente por traslado a lugares donde el origen del emigrante es
desconocido (recurso muy usado por mulatos claros); la segunda se obtiene mediante
declaratoria judicial y cuesta dinero (para el procedimiento y para comprar testigos de valía).
En este último caso, una denuncia bien fundada, no obstante, podía cortar carreras públicas o
profesionales endeblemente apoyadas en declaratorias de pureza de sangre.
Los españoles de Indias, en el campo jurídico, estaban exentos del tributo y esa
exención era en la metrópoli el signo mismo de la hidalguía. La sociedad española en Indias
parece más democratizada: existe un sector socialmente alto más extenso que el de la
metrópoli, pero su distancia social respecto de los restantes es amplia. En Hispanoamérica
existe una concepción de nobleza apoyada sobre todo en la idea de pureza de sangre en
lugar de la noción que impera en la península, más ligada a linajes y funciones precisas. Hay
por tanto un número elevado de nobles entre la población que en el Interior oscila en un 30%
del total, siendo más elevado en el Litoral. Este sector se denomina a sí mismo noble y se
tiene por tal. Esta línea divisoria no se halla amenazada por la presión ascendente de los que
legalmente son considerados indios (cuyos pueblos, habitados por mestizos, conservan muy
poco del legado prehispánico).
Los pueblos de indios se encuentran en crisis desde que participan en los mismos
circuitos comerciales de los españoles, sin mencionar la emigración de parte de sus
habitantes. Pero los indios que los abandonan, ingresan en la sociedad española en niveles
muy bajos, sin posibilidades ni apetencias de ascenso. En cambio, aquélla línea divisoria está
menos defendida frente a la presión de los africanos emancipados, debido a que éstos
desempeñan actividades más propicias al ascenso social que el indio (labrador casi siempre
en tierras marginales). Los negros forman un grupo predominantemente urbano; aparte de la
esclavitud doméstica, sus labores se relacionan con la artesanía. Los mulatos terminan por
ser la amenaza externa más grave para esa organización social según castas.
Aun dejando de lado el extracto pobre, la gente decente no forma un grupo homogéneo:
permanentemente se muestra abierta a nuevas incorporaciones de peninsulares y de
extranjeros, quienes cumpliendo con el requisito de pureza de sangre, deben todavía ostentar
el capital suficiente como para estar por encima de los pobres decentes. Algunas sociedades
del Interior, como la salteña, reciben la afluencia masiva de inmigrantes españoles que se
incorporan como burócratas y comerciantes por lo que la hegemonía de la gente decente, allí
donde sus bases económicas locales son endebles, depende sobre todo de la solidez del
orden administrativo heredado de la colonia (por eso no es de extrañar que resista mal a la
crisis revolucionaria que vendrá poco después).
También el signo divisorio entre las clases, además de estar depender de la pureza de
sangre y del poderío económico, está determinado por la instrucción. No obstante, el sector
económicamente dominante tiene el predominio dentro de la gente decente. En Salta y
Córdoba dicho sector fundamenta su riqueza en la tierra, mientras que en Cuyo y Tucumán lo
hace en base al comercio, aunque complementándolo con actividades administrativas. En
todo caso, la función pública da prestigio y una buena dosis de corrupción, alentada por la
endeblez de los controles que se hacen a la distancia, facilita el enriquecimiento de los
funcionarios peninsulares. Precisamente uno de los rasgos característicos de los grupos
hegemónicos de las Indias españolas es la inventiva desplegada para acrecentar los
beneficios abusando de la propia posición jurídica y social, a veces explotando también el
poder político más para ejercer rapiña que especulación.
vinculado al artesanado, que tiene un peso específico mayor que en el Interior, debido a que
cuenta con un mercado consumidor voluminoso con el que se contacta directamente.
En la campaña litoral, por el contrario, la población está más tocada por las
innovaciones económicas; el núcleo es la estancia, y sus moradores son mayoritariamente
hombres. La estructura familiar es casi inexistente. En ausencia del patrón, la autoridad
máxima en las estancias es un capataz mulato o negro emancipado, residente estable, cuyas
hijas son asiduamente buscadas por los peones conchabados debido al prestigio social que
las rodea. En todo caso, en esta zona moderna y primitiva a la vez, el prestigio personal
supera a las consideraciones de linaje y, parte de ese prestigio se logra a través de
estructuras que nada tienen que ver con la estancia y sí con el bandolerismo y el comercio
ilícito.
Una división social según castas en el Interior, una estratificación social poco sensible a
los cambios económicos en el Litoral (salvo en la zona de ganadería nueva) parecen
entonces definir el entero panorama de la comarca rioplatense. Pedro las desigualdades
alimentan tensiones en las zonas de más vieja colonización. Además, en los últimos tiempos
virreinales una sensación adicional refuerza tales tensiones: se trata del sentimiento que
opone a los españoles europeos y a los americanos; a los primeros se los acusa muy
frecuentemente de monopolizar las dignidades administrativas y eclesiásticas, de cerrar a los
hijos del país el acceso a los niveles más altos dentro de los oficios de la república.
Imputaciones que serán nuevamente reiteradas hasta el cansancio por los jefes de la
revolución. Entretanto, el resurgimiento económico de España tras los cambios borbónicos en
la administración, aunque limitado, tiene como efecto el establecimiento ultramarino de
nuevos grupos comerciales rápidamente enriquecidos, muy ligados en sus intereses al
mantenimiento del lazo colonial (otro motivo más para atizar el aborrecimiento contra los
peninsulares). No obstante, había otros factores que influían negativamente acrecentando el
descontento hacia los españoles, como era la falta de oportunidades que la sociedad virreinal
ofrecía para mantenerse o avanzar en niveles medios o altos. Dicha falta de oportunidades
tenía que ver sobre todo con la escasa renovación de la economía rioplatense. Así, pues, el
odio al peninsular incluía a sectores sociales muy vastos, pero se manifestaba con particular
intensidad en los niveles más bajos, a los que el orden colonial no les reservaba funciones
precisas.
La sociedad está de este modo menos tocada de lo que cabría esperar por los impulsos
renovadores que se insinúan en la economía. Pero aún menos lo están la cultura y el estilo
de vida. Incluso las nuevas instituciones creadas a partir de las reformas borbónicas no
pueden escapar a la influencia de las rígidas tradiciones de la vida rioplatense. En este
sentido, la iglesia juega un papel fundamental; la expulsión de los jesuitas no ha hecho mella
en su poder ni en el de las demás órdenes monásticas. A su prestigio, la Iglesia une un
poderío económico y social nada desdeñable: propiedades rústicas y fundos urbanos y
suburbanos que exigen para su mantenimiento tropas de esclavos (en la ciudad de Córdoba
son las congregaciones las mayores propietarias de negros) dan a los cuerpos eclesiásticos
un indiscutible arraigo en la realidad económica. De este modo, en esa sociedad rígidamente
jerarquizada, la iglesia y las órdenes hacen las veces de puente entre los más alto y lo más
bajo de la jerarquía social. Tanto más por cuanto si consideramos que en torno a los
conventos se mueve una densa clientela de plebeyos integrada tanto por indigentes como por
sectores apenas pudientes, mientras que a las catedrales acude la flor y nata de la gente
“noble”.
La escasa densidad poblacional, no obstante, sigue siendo el punto flaco del edificio
virreinal al contribuir a la disolución de los lazos sociales. Una consecuencia de ello es el
carácter marcadamente masculino de la sociedad litoral respecto de la del Interior; quizá por
la influencia de las tradiciones indígenas la mujer tenía una gravitación mucho más intensa en
el Interior que en la metrópoli. Esto se notará especialmente en las guerras de la
Independencia, con mujeres encabezando batallones o acaudillando a campesinos, o en la
misma rutina cotidiana, con tiendas del Interior atendidas por mujeres. En el Litoral, en
cambio, las mujeres de los pueblos no son adictas al huso y al telar y en la campaña son
singularmente escasas. La débil demografía también incide en los cuadros eclesiásticos,
donde faltan postulantes.
La nueva economía también tendrá sus efectos sobre las poblaciones del Interior: frente
a un Litoral en ascenso, un número creciente de inmigrantes, saliendo de Córdoba, Santiago
del Estero y San Luis surte de mano de obra a la zona agrícola cada vez más amplia de
Buenos Aires. De esta manera, la baja densidad demográfica se difunde al Interior agrícola y
artesanal y ni siquiera esta redistribución interna asegura el equilibrio, ya que para 1810 el
Interior todavía mostraba una población más abundante que el Litoral en expansión. Así,
pues, pese a la afluencia de migrantes tanto del Interior como peninsulares, la falta de brazos
se sigue haciendo sentir en el Litoral, donde tampoco el crecimiento vegetativo alcanza para
cubrir las necesidades.
- El empobrecimiento paulatino de un fisco cada vez más exigido por mayores gastos
bélicos.
El cierre de la ruta del Norte no fue, sin embargo, completo. Los contactos con el Alto
Perú fueron decreciendo gradualmente y aún en 1824 hay testimonios que certifican su
existencia, si bien es cierto, no ya con la intensidad de años anteriores. La desesperación por
salvar algo de la anterior bonanza llevó inclusive a algunos comerciantes a dar vida a una
ruta poco transitada, la del Despoblado, que atravesaba Salta al oeste de la tradicional. Con
todo, la disminución del flujo de metálico también reconocía como causa el declive sufrido en
la producción de plata potosina, que ya no iba a alcanzar los niveles de las últimas décadas
coloniales. El Interior se transformaba así en un callejón sin salida entre los dos polos de la
economía virreinal, donde la escasez de circulante obligará a los gobiernos provinciales a
emplear la vajilla familiar para lograr acuñaciones de dudosa ley (Salta, Tucumán, Santiago
del Estero). Será una aventura que no durará mucho: al erigirse la República de Bolivia en
1825, la ruta altoperuana volverá a quedar abierta para el Interior. No obstante, las relaciones
entre el Alto Perú y el resto del antiguo virreinato no se habrían de reconstruir acorde al
formato anterior, habiendo escapado el altiplano definitivamente a la órbita atlántica (en la
que lo había instalado la política borbónica). De ahora en más, el Alto Perú quedará
expectante de la ruta del Panamá, empleando en la coyuntura la del Cabo de Hornos.
Pasando por Chile, los beneficios del tráfico comercial quedarán en manos de los mercaderes
británicos con base en Valparaíso.
Pero no solo el proceso revolucionario cerró la ruta del norte sino que también instauró
la fragmentación económica y política. Así, la primera década revolucionaria estará signada
por la rivalidad entre la capital virreinal y el litoral antigüista, mientras que la década siguiente,
la segunda, será aún más extrema, con Buenos Aires habiendo perdido completamente su
hegemonía, que solo podrá recuperar tras 1841. La característica sobresaliente de estos
períodos postrevolucionarios estará dada por una guerra civil que fragmentará el antiguo
espacio virreinal. En consecuencia, el cuadro que representaba el interior en los años
virreinales iba a ser recordado con nostalgia en la Época independiente. A las dificultades que
entonces se daban, la revolución iba a agregar las consecuencias de la inseguridad: para mal
o para bien, la existencia del virreinato había garantizado el flujo comercial de manera
relativamente segura a lo largo de esos grandes despoblados del interior.
Hasta 1810 las finanzas virreinales habían dependido del metálico altoperuano, por lo
que puede inferirse que incluso en la época virreinal, la separación económica del altiplano
habría causado una seria crisis financiera. Producida la revolución y perdidas las minas
potosinas, fueron las rentas de la aduana (desde 1810 a 1930) las que iban a proporcionar lo
más saneado de los recursos del nuevo estado. Recursos sin embargo insuficientes, sobre
todo debido a que la guerra multiplicaba las erogaciones del estado. ¿Cómo costear la
guerra? En el nuevo país, donde la autoridad del poder central no estaba afirmada ni mucho
menos, no estaban dadas las condiciones para modificar el sistema impositivo; tampoco
estaban dadas para extraer mayores tributos a partir del nuevo sector dominante de
comerciantes británicos, más que nada por razones políticas y financieras. Todo ello
contribuía a que para obtener recursos monetarios adicionales se prefiriese recurrir a
contribuciones extraordinarias antes que a un cambio profundo en el sistema impositivo. Las
contribuciones permitían imponer mayores sacrificios a los sectores menos defendidos dentro
del grupo comercial: primero a los peninsulares (a los que bien pronto pareció justo empujar
hacia una ruina segura) y luego a los comerciantes nativos. El primer empréstito se lanzó muy
pronto, en noviembre de 1811.
La guerra civil, al cabo, afectó más directamente que la lucha revolucionaria a la fortuna
urbana y mueble (vía saqueo, expoliaciones e incluso pago con papeles de dudosa calidad),
aunque también se acentuó la presión sobre la ganadería del Interior. Aún Buenos Aires, con
sus recursos abundantes, supo recurrir a las requisiciones de animales.
¿Cuáles fueron las causas y las consecuencias de ese triunfo británico? La causa
primera es que Inglaterra ofrece a la vez, durante la primera década revolucionaria, el primer
centro exportador y el primer mercado consumidor con que cuenta el comercio ultramarino
del Río de la Plata. El desarrollo económico e industrial de los ingleses les da inmediatamente
la hegemonía en el transporte y la financiación de los bienes comercializados. Frente a esto,
los comerciantes locales se hallan muy mal preparados: su otrora superioridad había
procedido de sus buenas relaciones con la ahora desplazada Cádiz y de ocupar con rapidez
el espacio dejado por el vacío de poder provocado por la supremacía comercial británica.
El nuevo orden mercantil resultó menos favorable a la prosperidad que el anterior para
los sectores comerciales tradicionales y la dureza de la concurrencia británica dejó un
recuerdo amargo y tenaz en este linaje mercantil transformado luego en ganadero. Aún más
desfavorable era la situación de los comerciantes locales en cuanto a las exportaciones.
Durante la etapa virreinal el principal rubro había sido el metálico; la revolución no termino
con el mismo, pero puso en primer plano a las producciones pecuarias del Litoral. A los
comerciantes locales, con una estructura armada para el comercio del metálico, la nueva
naturaleza del principal bien exportado les implicó una difícil adaptación, mientras que sus
rivales británicos habían desembarcado en Buenos Aires ya con la mentalidad configurada
para los bienes pecuarios. Sin atender a la legislación restrictiva, los ingleses desempeñaron
un papel transformador y su principal innovación fue el uso sistemático de la venta en
subasta. Por medio del mismo, lograron establecer un rápido y directo contacto con el
pequeño comercio local, sustituyendo en la hegemonía a las grandes casas importadoras de
los tiempos virreinales. Por otra parte, la influencia de los ingleses en la zona porteña también
se manifestó de un modo demoledor: frente a costosa red de comercialización de la etapa
virreinal (integrada por corresponsales, consignatarios y grandes casas), los británicos
impusieron una nueva caracterizada por una estructura menos compleja. La guerra
1 Ante la desesperante escasez de recursos, el virrey Cisneros tomó una medida extrema, aun contra
la oposición del Consulado: el 6 de noviembre de 1809 aprobó un reglamento provisorio de libre
comercio que ponía fin a siglos de monopolio español y autorizaba el comercio con los ingleses, que
debían hacerlo a través de un agente mercantil español que actuaría como consignatario. Este régimen
transitorio tenía fecha de caducidad, que tras algunas idas y vueltas se fijó indefectiblemente para el 19
de mayo de 1810.
Con respecto al alto comercio porteño, las guerras revolucionarias y su exposición a los
mercaderes ingleses lo impulsó a defenderse a través del consulado y también participando
de actividades especulativas que prometían ser rendidoras (especialmente a aquéllos
vinculados a la política). Merced al accionar del consulado, los comerciantes porteños, si bien
no lograron restablecer su antigua posición prerrevolucionaria, al menos se vieron favorecidos
por ciertas desgravaciones impositivas que iban a defender con tesón frente a los
naturalizados. También se vieron favorecidos por algunas reformas que trataban de cerrar a
los concurrentes extranjeros el contacto con los pequeños comerciantes locales que se
habían ofrecido a actuar como sus auxiliares y prestanombres.
Otra opción fue la construcción de cuartos y casas pequeñas para alquilar. La inversión,
muy adecuada a esa ciudad en rápida expansión demográfica que era Buenos Aires, ya
había tenido su auge en las últimas dos décadas coloniales y se hizo menos fácil luego de la
revolución: los sectores medios que las rentaban sufrían permanentes carestías y pagaban
cada vez peor y muchas esposas de combatientes del ejército revolucionario alegaron sus
derechos a suspender el pago.
La búsqueda del nuevo equilibrio (recordar que el anterior se había perdido al sucumbir
el régimen colonial) iba a estar signada en la primera década revolucionaria por una balanza
comercial deficitaria. Antes de 1810 las exportaciones pecuarias habían alcanzado el 20%b
de las exportaciones totales; a partir de esa fecha son las únicas que cuentan (ya no se
exporta el metálico altoperuano) y solo podrán ser completadas con metales preciosos
recurriendo a la masa de circulante, ya insuficiente en tiempos coloniales, puesto que el
control de los centros productores está definitivamente perdido para Buenos Aires (es decir,
el Alto Perú). Esta es la causa real del desequilibrio, que los comerciantes agrupados en el
consulado prefieren no advertir. La corrección solo procederá cuando se eleve la producción
pecuaria; el crecimiento de ésta es el que terminará por cubrir el déficit de intercambio. Sin
embargo, la expansión productiva tomará aún algún tiempo más y se dará de modo desigual,
con preferencia en la campaña de Buenos Aires y a partir de 1820.
Las posibilidades abiertas por el nuevo régimen comercial iban a ser muy
desigualmente utilizadas. La Banda Oriental y Entre Ríos, destrozados ambos por la guerra
civil, iban a dejar de ser el centro de expansión de la ganadería rioplatense. Santa fe y
Corrientes corrieron una suerte similar. Gracias a ese vacío marginal mejoró la situación de
Córdoba y de Santiago del Estero, pero es sobre todo la campaña de Buenos Aires la
principal beneficiada: tenía la ventaja de una menor distancia respecto del centro exportador.
Aun así, los hacendados no habían alcanzado en la Buenos Aires de los años que van de
1816 a 1820 ese predominio económico y social que luego ya no les será disputado. El grupo
mismo todavía no había comenzado a renovarse en medida significativa por el ingreso de los
sobrevivientes de las catástrofes que la riqueza urbana había sufrido a partir de 1810 (se
refiere al grupo de los grandes comerciantes locales). Además estaba el problema de la
limitación de tierras que había dejado como herencia una frontera largamente inmóvil al sur
del Salado durante el período colonial que, para colmo de males había sido descuidada
durante la guerra de Independencia (las tropas veteranas fueron retiradas de la frontera
india).
REVOLUCIÓN Y GUERRA
Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla.
Tulio H. Donghi
SEGUNDA PARTE
Del Virreinato a las Provincias Unidas del Río de la Plata
De este modo la coyuntura guerrera debilitaba el lazo económico que en las relaciones
entre metrópoli y colonia se superponía al político, pero ese debilitamiento no anunciaba
necesariamente una crisis radical de la relación colonial. Aún muchos de los innovadores en
el plano económico creían posible la realización del grandioso proyecto de Buenos Aires
como centro del mundo en el marco del vínculo imperial (obviamente antes de que se
desatara la guerra de Independencia). Los cambios económicos concomitantes con la nueva
coyuntura guerrera preparaban sin duda una crisis total del lazo colonial, pero lo preparaban
lentamente: así, dos años antes de la ruptura revolucionaria de ese lazo, Belgrano esperaba
aún que durase por un siglo más. La crisis política tenía un ritmo más rápido: a partir de 1806
sus etapas se sucedieron vertiginosamente.
La guerra entre Inglaterra, de una lado, y España y Francia, del otro, tuvo su clímax en
Trafalgar (1805), victoria que aseguró a la primera el dominio sobre los mares. Una sombra
negra se proyectó entonces sobre los territorios coloniales españoles a los que precisamente
el mar unía con la metrópoli. Para ese entonces, la situación del virreinato de la Plata dejaba
mucho que desear militarmente; escaseaban las tropas regulares, las milicias locales eran
muy ineficientes debido a su nula vocación para las armas y, para colmo de males, las únicas
fuerzas experimentadas se hallaban estacionadas en la frontera india.
La debilidad de las tierras rioplatenses era mejor conocida en Madrid que en la propia
Buenos Aires. Por eso, cuando Beresford con su pequeño ejército tomaron Buenos Aires, el
acontecimiento tuvo el sabor de una verdadera catástrofe inesperada para los porteños. La
mansedumbre inicial la expresaron sobre todo los altos funcionarios, el cabildo civil y las
dignidades eclesiásticas, quienes se apresuraron a jurar fidelidad a aquél que los gobernaba
en nombre del rey inglés. También demostraron mansedumbre los capitulares cuando
escribieron al virrey fugitivo que devolviese el tesoro fiscal para evitar que el conquistador se
ensañase con los bienes privados de los ciudadanos. Sobremonte accedió con tal de impedir
semejante ultraje. Con todo, la actitud servil de las corporaciones porteñas, Consulado
incluido, motivada por el instinto de supervivencia, les permitió descubrir una nueva
dimensión política, ausente en el pasado, un nuevo tipo de relación con la autoridad suprema
en la que era ésta la que ahora solicitaba, amenazando o prometiendo, una adhesión que
antes ni siquiera se había discutido. Y, en la administración civil, era el Cabildo el que creía
llegada la hora de una reivindicación largamente esperada, tanto más por cuanto mantenía en
ese entonces una puja política con el virrey en cuanto a competencias administrativas.
La solución a tal puja llegó con el triunfo de Liniers. Pese a que Sobremonte se había
retirado al Interior y estaba lentamente reclutando un ejército con el que pretendía recuperar
su capital, su experiencia de burócrata le jugó una mala pasada en el campo militar, para el
que no estaba preparado. De modo que cuando la primera avanzadilla británica fue vencida,
en la ciudad nadie quiso, menos el cabildo, restituir el poder a quien se había mostrado
incapaz de defenderla en el primer momento de la invasión. Dos días después de vencido el
enemigo exterior, el cabildo llamó a convocar una Junta de Guerra, liquidando así a su favor
el pleito político que venía manteniendo con el virrey. Este delegará en Liniers el mando
militar de la capital y se retirará a la Banda Oriental para enfrentar una nueva ofensiva donde
también se revelará poco preparado. Así, esta delegación parcial hecha por el virrey fue vista
por muchos con agrado: era preferible antes que el derrocamiento violento.
Fue la segunda invasión inglesa la que hizo que los capitulares pensaran que su
carrera ascendente ya no hallaría rival. El Cabildo fue el protagonista de la nueva victoria, ya
que a la ciudad no la salvó en esta ocasión Liniers sino la resistencia de los regimientos
peninsulares y criollos. La Defensa, más que la Reconquista, fue una victoria de la ciudad, de
sus regimientos (peninsulares y criollos), de todos sus habitantes (aun los esclavos, provistos
con armas blancas, cuya valentía incluso sorprende a quienes los han armado no sin
vacilaciones). Fue fundamentalmente la victoria del cabildo y de su alcalde de primer voto,
Martín de Álzaga, rico comerciante peninsular cuyas ambiciones son aún más vastas que las
de la institución con la que se identifica.
distanciara de él. A medida que se identificaba con el estrecho mundillo de la alta burocracia,
Liniers se alejaba de quienes lo habían catapultado en su vertiginoso ascenso. Desde
entonces, para el Cabildo, Liniers empezó a representar al mismo tiempo la autoridad
legítima, por un lado, y un serio rival en el dominio de las fuerzas nuevas que la militarización
había introducido en el equilibrio de poder, por el otro. Por eso es que los capitulares se
mostrarían especialmente sensibles a las tentativas de Liniers para extender la militarización
al campo, reclutando en la campaña del Litoral y aún en el Interior los miembros para nuevos
cuerpos cuya oficialidad no se designaría por el complejo sistema adoptado por las milicias
urbanas sino por nombramiento del sucesor del virrey. Los capitulares le acusarían entre
otras cuestiones por apresurar la carrera de quienes le eran afines y de proteger los intereses
mercantiles de sus amistades, en suma, de corrupción (un mal que era habitual en la última
etapa colonial).
La opción de la infanta no era descabellada para muchos que sostenían tal suplicas.
Desde Río de Janeiro, Carlota podía ofrecer una investidura legítima ya que era la
primogénita de quien fuera hasta mayo de 1808 el rey de España. Por otra parte, las juntas
La cuestión planteó tanto certezas como dudas entre los bandos rioplatenses en pugna.
Para los funcionarios regios, la opción del carlotismo era sin dudas la que más se ajustaba a
sus intereses; para el resto, era la mejor entre muchas malas. Muchos veteranos del partido
de la independencia y otros que sin tener afinidad por la causa monárquica se volcaron a ella,
lo hicieron con el convencimiento de que la alternativa sevillana era la menos atractiva.
Estaban convencidos de que la Junta de Sevilla 2 iba a conservar antes que a innovar en
tierras americanas, con tal de ganar para su causa la solidaridad de los agentes coloniales
del antiguo régimen y así poder reforzar su frágil autoridad. La otra opción a la Junta y al
carlotismo era la separación (república mediante), pero ésta era inviable ya que los
interesados (como Belgrano, Vieytes o Castelli) no se creían con las suficientes fuerzas para
dirigir una empresa tan audaz. Para ellos, “republicanos” eran los capitulares: tenían el
aparato institucional de su lado (en cambio ellos no) y, sobre todo, la ventaja de su
identificación con los españoles europeos. Esto último daba mejores chances a las tentativas
innovadoras del Cabildo frente a la de unos súbditos americanos cuya lealtad nunca había
despertado total confianza. Tampoco en el caso de que se emprendiese la separación debía
ignorarse el hecho de que ahora España era aliada de Portugal e Inglaterra. No es extraño
entonces que los futuros patriotas centrados en Montevideo se esmeraran en conservar el
manto de legitimidad promoviendo para ese fin a la infanta Carlota, bajo cuya égida se podría
volcar el equilibrio local en beneficio de los americanos.
2 La Junta Suprema Central fue un órgano formado en septiembre de 1808 que acumuló los poderes
ejecutivo y legislativo españoles durante la ocupación napoleónica de España. En ella había
representantes de las Juntas que se habían formado en las provincias españolas. La Junta que se
formó en la provincia de Sevilla el 27 de mayo de 1808 se llamó en un comienzo Junta Suprema de
España e Indias y tuvo un papel importante en la resistencia militar del Sur de España, así como en la
comunicación con Inglaterra y con las colonias americanas. La Junta Suprema Central pasaría a
llamarse en 1810 Consejo de Regencia de España e Indias.
3 El conflicto citado había surgido en agosto de 1808, cuando Liniers recibió la visita de un enviado de
Napoleón Bonaparte, el Marqués de Sassenay, que pretendía que el Virreinato reconociera a José
Bonaparte como rey de España; Liniers lo recibió en público y rechazó todos los pedidos, pero días
más tarde lo volvió a recibir en privado, lo que encendió los rumores de traición en su contra. A
continuación, lanzó una proclama incitando al Virreinato a permanecer neutral en la guerra de
independencia española que acababa de estallar.
ciudad encuentra en el Cabildo porteño, con el que mantiene furtivos contactos (Elío y
Álzaga).
- Represión inmediata.
- Algunos capitulares (Álzaga entre ellos) junto con comandantes y oficiales de los
regimientos sediciosos fueron deportados a Patagones (para luego ser liberados por
los disidentes de Montevideo a cuyo lado hallarán refugio).
- Los regimientos subversivos, vizcaínos, miñones y gallegos, fueron disueltos.
4 Liniers y Álzaga eran los héroes de las Invasiones Inglesas pero pronto entraron en conflicto, tanto
por el pésimo gobierno del virrey, como por el hecho de que aquél era francés y España había entrado
en guerra con Napoleón Bonaparte.
El 1 de enero de 1809, Álzaga organizó una revolución para deponer a Liniers: sacó a la calle a los
tercios (batallones) de "Gallegos", "Miñones de Cataluña" y "Vizcaínos" formados por españoles,
organizó una manifestación en contra del virrey y le exigió la renuncia. En su lugar sería nombrada una
junta, dirigida por españoles y con dos secretarios porteños: Mariano Moreno y Julián de Leyva. Pero
la renuncia de Liniers fue a condición de que el mando pasara al general Pascual Ruiz Huidobro, el
segundo en el mando militar. Eso desconcertó a Álzaga y dio tiempo a la reacción del coronel Cornelio
Saavedra, comandante del regimiento de Patricios. Éste disolvió las fuerzas españolas sublevadas y
obligó a Liniers a retirar la renuncia.
Álzaga fue enviado preso a Carmen de Patagones y se le siguió un juicio con el curioso título de
"proceso por independencia". Los tercios de españoles sublevados fueron disueltos, lo que facilitaría la
Revolución de Mayo. Pero el gobernador Francisco Javier de Elio, de Montevideo, que había formado
una junta de gobierno en esa ciudad, rescató a Álzaga de Carmen de Patagones. Esta junta fue
disuelta cuando llegó al Río de la Plata el nuevo virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, pero Álzaga
pudo regresar a Buenos Aires.
El sentido de la jornada del 1º de enero de 1809 aparece pues ambiguo y con esa
ambigüedad se vincula la fragilidad de la victoria del virrey y sus apoyos militares. Bien
pronto, victoriosos y vencidos debieron reconocer que aquella jornada no había resuelto
nada. El bando vencedor supo entonces que se sometía a los dictámenes de la legalidad,
encarnada en esas circunstancias por la Junta de Sevilla. Por eso, la estrella de la infanta
Carlota volverá a relucir a mediados de 1809 cuando los vencedores de enero, desahuciados
por Sevilla, buscan en ella una nueva fuente de legitimidad. No constituían aún una clase
política pero tampoco eran una élite sustancialmente burocrática.
Durante 1809 ocurrieron dos revoluciones en el Alto Perú, la actual Bolivia, que
dependía del Virreinato del Río de la Plata: el 25 de mayo estalló la Revolución de
Chuquisaca y el 16 de julio otra en La Paz. En ambas ciudades se formaron juntas de
gobierno por la ausencia del rey español. Cisneros envió en su contra un ejército integrado
por patricios y otros soldados de distintos regimientos formados en Buenos Aires después de
1806. Al mando del general Vicente Nieto, dicho ejército logró un éxito incruento en
Chuquisaca. El alzamiento de La Paz, en cambio, fue aplastado por tropas enviadas desde el
Virreinato del Perú, siendo sus dirigentes condenados a muerte. En Buenos Aires, la
represión aumentó el resentimiento de los revolucionarios porteños: Domingo French y
Antonio Luis Beruti criticaban que los alzamientos altoperuanos — dirigidos por criollos —
fueran reprimidos con la pena capital, mientras los alzamientos contra Liniers — dirigidos por
españoles peninsulares — acabaran en indultos.
Luego, en septiembre de 1809 la organización militar de Buenos Aires fue revisada por
Cisneros a los fines de aligerar la carga que la misma ejercía sobre el erario público (ahora
virreinal). Fueron restablecidos los regimientos disueltos tras la asonada del 1º de enero, solo
que ahora ya no se los congregaba permanentemente en cuarteles sino mediante ejercicios
semanales a los fines de bajar el costo de su mantenimiento. Entretanto, los condenados por
dicha asonada fueron perdonados y readmitidos en el seno de la comunidad porteña.
c) La revolución:
Cisneros más que nadie, porque su autoridad dependía de ello, sabía hasta qué punto
la situación local era una variable de lo que sucedía en la península. Por eso dosificaba toda
la información procedente de la Metrópoli, tanto más por cuanto las noticias no eran
alentadoras y confirmaban la debacle española frente a los ejércitos napoleónicos. Pero los
ecos de la derrota hispánica de Ocaña (noviembre de 1809) se filtraron por todas partes y ya
no hubo manera de mantener en secreto un hecho que iba a sacudir a las Américas: la Junta
de Sevilla había declinado su opaca autoridad en el Consejo de Regencia constituido en
Cádiz.
En la capital del Virreinato del Río de la Plata la novedad fue recibida con resistencia, y
la ascendencia del Consejo de Regencia terminó despertando rechazo. La hegemonía militar
seguía entonces en poder de quienes habían salido airosos de la asonada de enero de 1809,
aun a pesar de la rehabilitación hecha por Cisneros en beneficio del bando capitular de
Álzaga y de la preferencia que había dado a dicho grupo la difunta Junta de Sevilla. No
obstante, algunos partidarios del Cabildo de 1808 ahora se habían pasado con los jefes
militares que le habían infligido la derrota de enero de 1809: este era el caso del brillante
abogado criollo Mariano Moreno y del comerciante catalán José Larrea.
Saavedra entretanto ofrece el auxilio de su tropa para asegurar el orden. Entre los
convocados, solo una minoría se muestra resuelta a defender el orden vigente.
- La del 22 de mayo no es una disputa ideológica la que se produce sino una querella
entre abogados que intentan usar un sistema normativo, cuya legitimidad no
discuten, para fundamentar las soluciones que defienden. Ya no se discute si la
autoridad del virrey ha caducado o no en derecho sino que se va más allá al tratar de
establecer quiénes han de ocupar el poder vacante. Y el Cabildo es la institución
elegida para establecer un nuevo gobierno. Su accionar se basa en la precaución lo
cual se hace patente cuando el mismo virrey es transformado en presidente de una
Junta cuyos restantes miembros se reparten así: dos pertenecen al movimiento que
viene impulsando el cambio institucional y los dos restantes son los que se han
mostrado de acuerdo con que sea el cabildo quien disponga una nueva forma de
gobierno. La Junta refleja así en su misma incoherencia el equilibrio de fuerzas
puesto de manifiesto en el Cabildo Abierto.
- El 24 de mayo el Cabildo entrega el poder a la junta por él creada y el conflicto
resurge: los oficiales no se muestran de acuerdo con que Cisneros vuelva a asumir
el comando militar supremo. El intento de los capitulares de defender a su creación,
recibe la desaprobación de los oficiales. Cisneros renuncia y de nuevo los
capitulares proponen que se elija a su reemplazante en la presidencia de la junta.
- Pero el 25 la plaza se manifiesta con agitación popular (¿dónde estaba Saavedra,
quien el 22 había prometido asegurar el orden en la ciudad?), proponiendo la
ampliación de dicha Junta y que la autoridad del virrey fuera sustituida por la de
dicho cuerpo ampliado. La Junta es entonces ampliada; se trata de la Primera
Junta 5 : Saavedra es el nuevo presidente, y como vocales le acompañan los
abogados Manuel Belgrano y Juan José Castelli, el eclesiástico Manuel Alberti, el
hacendado y oficial Miguel de Azcuénaga y los comerciantes peninsulares Juan
Larrea y Domingo Matheu. Mariano Moreno y Juan José Paso, doctores ambos, son
los nuevos secretarios sin voto. Así, la instalación de la Primera Junta de Gobierno
representa la concentración del poder político y el militar y asegura la
institucionalización del mismo liderazgo cuya eficacia se hizo notar en las jornadas
previas al 22 (Saavedra y sus oficiales)6.
llamaría luego el Dogma de Mayo, el fundamento teórico de la revolución. Con la caída en prisión de
Fernando VII y la defección de la regencia que quedara en su lugar —dijo Castelli— se produjo una
situación de acefalía y, de acuerdo con la teoría clásica de la monarquía usufructuaria, la soberanía
había retrovertido al pueblo, a la entera nación. El pueblo de España había ejercido dicha soberanía a
través de las juntas locales y, más tarde, de la Junta Central Gubernativa de Sevilla. Ésta, emanación
directa de la voluntad popular, tenía un poder gubernativo legítimo, pero de ninguna manera poderes
constituyentes; podía mandar, pero no disponer quién ejercería el poder en caso de su disolución. Al
producirse ésta, la soberanía tornaba una vez más al pueblo, y se hacía necesaria una nueva
manifestación de su voluntad. Por lo tanto, la autoridad del Consejo de Regencia era nula, y
particularmente lo era en América, ya que los ciudadanos de las colonias no habían participado en
absoluto de su constitución. De todo esto infirió Castelli su premisa básica: los ciudadanos de las
colonias americanas, cuyos derechos son esencialmente iguales a los de los peninsulares, han
readquirido así la prerrogativa de ejercer libremente su soberanía.
Al mismo tiempo —siguió diciendo— al caducar la autoridad del rey y desaparecer sus organismos
depositarios temporales, la potestad de los virreyes y restantes autoridades subalternas también ha
cesado. El poder de las instituciones de gobierno dependientes de la Corona es un reflejo directo de
ésta; por lo tanto, es lógico concluir que al extinguirse la autoridad básica, desaparecen también los
poderes que de ella emanan. En particular la del virrey Cisneros, que había sido designado por un
organismo —la Junta Central Gubernativa— que ya no existía.
Como conclusión de su medular intervención, Castelli sostuvo que la situación del momento era de
acefalía; que la autoridad del virrey y demás instituciones locales había caducado y que el pueblo
criollo estaba en condiciones de ejercer su soberanía, dándose el gobierno que mejor conviniese. En
su opinión, debía constituirse una junta autónoma de gobierno.
Tras la sustitución del antiguo orden, el nuevo poder quiere hacer de la legitimidad su
carta de triunfo. Quienes se le opongan serán considerados rebeldes en los mismos términos
que eran considerados bajo el antiguo orden. Para evitar la guerra civil el nuevo orden no
reconoce tener frente a sí a grupos enteros sino a individuos aislados. Pero tan poco deseado
enfrentamiento no podrá ser evitado: así, el grupo peninsular terminará transformándose en
sospechoso y por lo tanto sometido a legislación discriminatoria. El poder revolucionario lo
distingue desde el comienzo con su hostilidad más abierta y hace esto principalmente porque
siendo poco numerosos, ofrece un blanco admirable para la hostilidad colectiva. Así, los altos
funcionarios de carrera han de soportar las peores injurias, transformándose en víctimas
designadas de la revolución; sus reemplazantes en la burocracia, identificados como el
personal de recambio, serán considerados patriotas. La entera población americana se
identifica con ellos y se siente partícipe de su encumbramiento. La Gaceta, al referirse a la
llegada de la expedición revolucionaria a Salta, habla de miles que la reciben cantando
proclamas reivindicatorias de un poder de dominación que ha abandonado a los peninsulares.
Negándose a reconocer adversarios en grupos enteros, al final la revolución se tiene que
resignar al hecho consumado que es la existencia de dos sectores hostiles entre sí,
peninsulares y americanos. Con los primeros adopta una posición ambigua, considerándoles
extraños al principio para luego recordar que se trata de antiguos amigos que ahora pueden
volver a serlo, juramento de lealtad mediante. Pero la conjura de Álzaga (1812)7 marca una
ruptura completa entre los dos sectores de la élite; así, a la proyectada represión sobre el
sector americano que tenían en mente los conspiradores le sigue una agudización inmediata
de las medidas anti peninsulares, acompañada de ejecuciones que se suceden en la Plaza
Mayor. Con el tiempo, solo merced a cartas de ciudadanía, los peninsulares podrán conservar
sus empleos. De este modo, la revolución ha enfrentado a un grupo entero, lo ha excluido de
la sociedad que comienza a reorganizarse bajo su signo, y solo ha aceptado a reclutas
individuales provenientes del mismo.
espontáneos exigidos a todos los jefes de familia y a donativos que sí se demuestran más
auténticos entre los más pobres, tampoco constituyen una muestra de sinceridad verdadera.
Siempre persiste la duda bajo la siguiente pregunta: ¿tal donación no habrá sido hecha para
no despertar sospechas de deslealtad por la causa patriota? Y claro, es una pregunta que por
lo general se dirige a los más pudientes, donde la disponibilidad de recursos permite llevar
adelante dicho juego. Otra vía para la adhesión al nuevo poder es la existencia del peligro
alternativo de un retorno al antiguo orden colonial; pero como elemento disciplinante deja
mucho que desear desde que hasta 1815 constituirá aún una salida viable la reconciliación
con la metrópoli. Con todo, el temor a las represalias de cualquier restauración es un
elemento precioso en la formación de una solidaridad revolucionaria.
Pese a que por sospechar se lo crea en soledad, el poder revolucionario no nace solo.
Los revolucionarios son dueños de la calle, que sus enemigos prudentemente prefieren no
disputar. Dueños del ejército urbano, dueños de la entera maquinaria administrativa de la
capital virreinal (donde la hostilidad abunda pero no osa expresarse), los jefes revolucionarios
no tienen nada que temer de Buenos Aires. Aun así, deben consolidar su poder y la mejor
manera de hacerlo es vincularse con las masas sin abandonar el estilo autoritario del viejo
régimen, lo que frente a los sectores marginales concede una ventaja cierta. Los medios para
lograr adhesiones incluyen:
Por tanto, de un modo u otro, la revolución hace sentir su presencia aun a esa
población marginal urbana que los administradores coloniales habían juzgado más prudente
ignorar. Con mayor tesón se aplicarán tales controles en los sectores sociales mejor
integrados: la idea es disciplinar la adhesión a la vez que hacer inocua la disidencia. Con
todo, al entrometerse el poder de policía en las costumbres de la sociedad, la revolución
empezó a decaer en fervor.
Para recuperar ese fervor se despliega toda una serie de ardides propagandísticos para
mantener en alto la causa revolucionaria: la conmemoración del 25 de mayo, en 1811, se
celebra con cuatro noches de iluminación, salvas de artillería, repique de campanas, fuegos
artificiales, música, arcos triunfales, máscaras, danzas y bailes, etc. No obstante, tras la
mascarada alegre de la fiesta se esconde la discreta preparación y vigilancia del sistema de
policía. Si no totalmente nueva, la parte de la fuerza armada en las celebraciones es más
importante que en el pasado.
Las nociones y creencias que la celebración expresa e intenta difundir parecen haber
sido las siguientes:
Pese a marcar de esa manera los límites de la movilización política que la revolución
promueve, la presencia plebeya desde mayo de 1810 se hace sentir como nunca en el
pasado. Además, la politización popular, si bien no es deseada por la élite revolucionaria, si
es necesaria desde que para la misma, el apoyo popular resulta vital para compensar el lugar
residual que hasta hace poco venía ocupando dentro de la élite colonial. También hay otros
motivos para contar con el apoyo de los sectores populares y aún con el de los marginales: la
guerra exigirá una participación creciente de todos aquellos que se precien de ser
americanos. De esta manera, los motivos patrióticos y militares pasan a primer plano
mientras que los aspectos políticos del cambio revolucionario son reservados para un sector
más restringido y menos limitado para tomar decisiones. A pesar de ello no convendría
ignorar los alcances de la movilización popular que, aunque limitada, no podía dejar de tener
consecuencias políticas. Si bien sería excesivo sostener que la fe plebeya en la invencible
Buenos Aires guió alguna vez la política que desde la ciudad se hacía, es en cambio
indudable que ya no habría ningún gobierno que pudiera impunemente ignorarla del todo.
b) La crisis de la burocracia:
También la medida intenta impedir una solidaridad de intereses entre los funcionarios
que vuelva a oponerlos con los administrados. Pese a que al principio el pueblo se manifiesta
en contra de que se reconozcan indemnizaciones a los cesanteados del orden colonial, al
cabo los funcionarios decidan pagar retroactivamente el retiro a los militares confinados y
alimentos a las víctimas civiles del mismo castigo. No obstante, tal solidaridad entre
burócratas no excluye tensiones internas, que la revolución intensifica al crear un centro de
poder político poco dispuesto a dejar crecer a sus rivales con tal de afirmar su supremacía.
Una de las armas que se usa para ello es crear inestabilidad en el cargo suprimiendo la
característica vitalicia en algunos de ellos, lo que disminuye la voluntad de resistencia de los
funcionarios de carrera. Tan solo frente a una magistratura se doblegó el poder
revolucionario: el Cabildo, que en las jornadas de Mayo había sabido reservarse la
superintendencia sobre el gobierno creado bajo su égida. Una muestra de ello es que en la
designación de los capitulares (hasta 1811 ellos mismos designan a sus sucesores y desde
1815 lo hará el voto popular), el poder político se abstiene de intervenir.
Pero el caso del Cabildo constituye la excepción y la regla es que el poder supremo se
afirma sobre la nueva burocracia y las magistraturas, a las que supedita a las necesidades
8La Audiencia será reemplazada en 1812 por un Tribunal de Apelaciones que jamás alcanzará el
poderío del órgano precedente y cuyos integrantes serán designados por dos años y no a perpetuidad
como se acostumbraba con los oidores.
9Lo de Iglesia aislada de Roma se debe en primer lugar al cautiverio pontificio y en segundo, por la
decisión vaticana de no mantener relaciones oficiales con la Hispanoamérica revolucionaria que ha
desobedecido el derecho de patronato reconocido al soberano español). Debido a dicho aislamiento,
Buenos Aires no tendrá nuevo obispo por un cuarto de siglo.
aprobación por parte del poder supremo (la reforma de 1815 que dispone la renovación de
cargos capitulares por la elección popular no afecta la de los alcaldes de barrio).
De esta manera, el Cabildo comparte con el poder supremo la elección de los alcaldes
de barrio y todavía puede aún participar en la creación de una parte del nuevo funcionariado.
Pero es el poder supremo el que se reserva mediante una reforma profunda de la
organización policial, un control mucho más directo sobre sus actividades. El reglamento de
policía dictado en 1812 coloca a justicias de campaña y a alcaldes de barrio bajo las órdenes
del Intendente de Policía y de sus comisarios. De este modo, la relación entre el nuevo
estado y los sectores populares y marginales que hasta entonces se habían relacionado de
manera ambigua a través de los alcaldes de barrio y del teniente-alcalde, acentúa sus
aspectos autoritarios y represivos. Al mismo tiempo, la importancia de los alcaldes de barrio
en el aparato de control de esos sectores disminuye rápidamente. Con ello, el poder supremo
o la nueva élite gobernante, que para el caso son lo mismo, consigue minar el poder de esta
otra posible élite rival, cuya base de sustento, las clases subalternas y marginales, ahora
controla directamente por medio de una policía centralizada y rentada con fondos del fisco
central. Se trata al cabo de una estrategia que solo Buenos Aires puede adoptar; en primer
lugar porque la revolución ha nacido allí y la experiencia revolucionaria es la maestra de tales
lecciones, y, en segundo lugar, porque a diferencia de Buenos Aires, el Interior no posee los
recursos de la aduana para emprender medidas similares.
Entre 1806 y 1810, es decir, en el lapso de tiempo que va desde la primera invasión
inglesa hasta la Revolución de Mayo, la militarización que había llevado a la creación de
milicias urbanas rentadas no había sido capaz de lograr una tropa disciplinada enteramente.
A la falta de profesionalismo se sumaba además la cuestión de la legitimidad de ese ejército
urbano, que muchos ponían en duda. Al desencadenarse la guerra, tras 1810, la revolución
puso fin a esa situación y acreció de inmediato el prestigio militar.
Amenazado el nuevo Estado por la pérdida del Alto Perú a raíz de la derrota de Huaqui
(20 de junio de 1811), la tendencia que aflora es hacer del ejército el primer estamento
estadual precisamente para proteger al estado. La distinción con el resto de los funcionarios
civiles y con los militares retirados se hace sentir cuando desde diciembre de 1814 se impone
una baja en los sueldos que no afecta a los miembros activos del ejército.
Iniciado el camino revolucionario, el mejor camino que encuentra el nuevo poder para
conducir la movilización política popular en pos de la nueva fuerza armada es recurrir a los
motivos patrióticos y guerreros. El resultado es altamente favorable y pronto, el prestigio que
alcanzan los mandos y oficiales no encuentra rival frente a los demás cargos detentados por
funcionarios y magistrados. Además, la gloria militar es exaltada en los momentos triunfales
mediante festejos extraordinarios, aunque tras la magnificación de dicha gloria se oculte el
objetivo real que es consolidar la ventaja de una facción en el marco de la política interna. Las
derrotas también en la medida que permitan resaltar acciones patriotas heroicas.
El intento de glorificar a los miembros del ejército, sin embargo, no hace otra cosa que
magnificar la tensión existente dentro de la burocracia, al relativizar la importancia, otrora sin
igual, del sector civil de la misma (magistrados, capitulares, presbíteros, etc.). La arrogancia
cunde entre las filas de la nueva fuerza, pero no alcanza aún a opacar su popularidad.
Dentro del marco de la tropa, entretanto, se aplican los mismos principios originalmente
adoptados para la Junta mediante el reglamento de supresión de honores: la igualdad ha de
ser la regla y los progresos del igualitarismo se proclamarán como un verdadero dogma. Está
claro que los preceptos de igualdad corren aquí por cuenta de la necesidad de hombres para
integrar la fuerza y defender la causa patriota. No se puede ser anti igualitario allí donde tales
prejuicios llevarían a disminuir la cantidad de potenciales reclutas para la gran causa de la
libertad. Con todo, las reticencias no desaparecen; los cargos de oficiales seguirán vedados y
estarán ocupados, aun en los cuerpos de color, por blancos.
También se aplica otra distinción que atenta contra aquél principio de igualdad y es la
normativa que se dicta desde 1810 para hacer recaer principalmente el peso del
reclutamiento en los sectores marginales. En otras palabras, la población libre y
económicamente activa se ve favorecida por la propensión de las autoridades a incorporar
vagos al ejército. Pero también la participación de esclavos logrados por donaciones
destinadas a mostrar adhesión a la causa y luego directamente por confiscaciones a
españoles europeos, supone la existencia de diferencias en el seno de las fuerzas armadas,
aunque se trate de reclutas menos peligrosos que los marginales.
En primer término con esos sectores locales que han dominado la economía y que
ahora se ven amenazados por la doble presión de la guerra y de la concurrencia
mercantil extranjera. Dichos sectores no juzgan con buenos ojos la despreocupación
con que los brillantes oficiales del ejército revolucionario impulsan la marcha a la
victoria y la penuria. Tampoco les agrada sus aires de superioridad.
En segundo lugar, con quienes tienen la responsabilidad directa del manejo político y
ven agotarse la benevolencia de los grupos de los que han surgido mientras la
costosa revolución se obstina en no rendir los frutos prometidos. Estos ven en esos
oficiales algo irritante, y es que son los únicos beneficiarios de los sacrificios que la
guerra impone.
Surgida la revolución, la misma no puede exigir más lealtades que a ella misma. Lo que
comienza por configurar al grupo revolucionario es la conciencia de participar en una
aventura común de la que los más buscan permanecer apartados. Para esa aventura se unen
algunos hombres que no actúan como puros jefes militares, como es el caso de Belgrano,
cuyo prestigio no procede del lugar que ocupan en los cuerpos milicianos sino de su
veteranía en las tentativas de organizar una alternativa a la crisis imperial española. Estos
hombres se desempeñan en representación general de los americanos, a diferencia de los
jefes militares puros, que adhieren a a un grupo perfectamente identificable al que deben su
fuerza. La revolución introdujo algunos retoques a este cuadro tan sencillo. Acaso el más
trascendental haya sido la inclusión en el sector dirigente de figuras que son incorporadas a
él en su condición de integrantes de ciertos sectores sociales (así el presbítero Alberti debe
muy claramente su lugar en la Junta a su condición de eclesiástico, lo mismo que Larrea y
Matheu a la de comerciantes). Así, la revolución establecía canales de comunicación con el
cuerpo social, con la salvedad que los representantes de tales sectores sociales no lo eran
tanto dado que no habían sido elegidos por sus pares; más que representantes eran reclutas
de esos sectores elegidos por su afinidad con la revolución.
¿Pero esa actitud cautelosa, de reserva, fue una actitud común de todos los sectores
altos urbanos frente al poder revolucionario? No parece ser el caso, desde que de la
benevolencia de dicho poder dependen las dos bases que sustentan a esos altos sectores de
la sociedad relacionados con el comercio y la burocracia: el prestigio y la riqueza. La misma
actividad económica del estado revolucionario crea nuevas solidaridades entre los integrantes
de los sectores altos y el poder revolucionario. Los contactos son entonces importantes para
transgredir ciertas disposiciones comerciales para períodos de guerra como prohibiciones de
comerciar con el enemigo. Estos contactos se dan a través de la simple corrupción o por vía
de las solidaridades revolucionarias (que permitían por ejemplo ser beneficiados con la
provisión exclusiva de un ejército), pero en todo caso los beneficios que otorgan son
circunstanciales cuando no ilusorios. Individuos oportunistas de los sectores altos no
desdeñan entonces la provisión o el crédito al estado. Aun así, esos contactos no alcanzan,
no son suficientes para identificar a los sectores altos en su conjunto, como grupo, con el
Desapegados con la dirigencia revolucionaria, los altos sectores sociales están sin
embargo ligados a ella por una comunidad de intereses cuya coincidencia no siempre es
duradera. Y es precisamente esa volatilidad una razón adicional para que los lazos surgidos
de la búsqueda de ventajas no se consoliden a partir de la identificación del entero sector de
intereses con la dirección revolucionaria.
10 El término proviene de la palabra inglesa clique, que define a un grupo de personas que comparten
intereses en común
11 La Revolución de octubre de 1812: José de San Martín, conjuntamente con los miembros de la Logia
Logia Lautaro 12 , que termina con los herederos indirectos y escasamente leales del
saavedrismo encabezados por el tímido Bernardino Rivadavia y por Martín de Pueyrredón.
La máquina política así montada sirve a un grupo reducido de personas y ello provoca
la reacción de aquéllos que se sienten víctimas de una marginación injusta (Beruti). Debido a
la mejor organización el grupo revolucionario, bajo su nueva jefatura alvearista, consigue
mantener el poder sin necesidad de contar con cualquier fuerte apoyo social en su capital. No
obstante, compensa y neutraliza su aislamiento estableciendo en la campaña a la guarnición
porteña, a la que asigna oficiales de probada lealtad. Aislada de cualquier agitación urbana y
comandada por elementos leales al grupo, la fuerza es una garantía contra cualquier
sorpresa. Sin embargo seis mil hombres no es todo el ejército y la capital tampoco constituye
todo el área revolucionaria. Ello se hace patente doblemente:
Primero, cuando habiendo sido mal recibido por el cuerpo de oficiales del Ejército del
Norte al intentar reemplazar a su comandante, Alvear es obligado a retirarse y,
segundo, cuando escoge un reemplazante para San Martín (que no desea integrarse
en el engranaje alvearista) en la intendencia de Cuyo y el cabildo mendocino lo
rechaza.
ciertas vacilaciones, renunció el gobierno y el cabildo constituyó un Segundo Triunvirato, que estaba en
sintonía con la Logia Lautaro. La elección fue ratificada por el pueblo.
12 La idea originaria de la Logia Lautaro era la creación de un estado constitucional, liberal y unitario.
13 Mientras el acento de la Sociedad Patriótica es el esclarecimiento ideológico, la finalidad de la Logia
De pronto, la crítica coyuntura impone la salida del discreto y opaco tío de Alvear,
Posadas, y su reemplazo por el propio Alvear, el 11 de enero de 1815. La disidencia que
entretanto se ha extendido desde la Banda Oriental (por obra de Artigas) hacia Entre Ríos,
Corrientes y Santa Fe, aparece en el horizonte como una fuerza irreductible. Alvear renuncia
a Montevideo, que debe entregar a los disidentes de Artigas luego de haberla conquistado a
los españoles en junio de 1814, para emplear a su guarnición contra la avanzada federal que
ha vuelto a apoderarse de Santa Fe. Pero la vanguardia de su ejército se subleva en
Fontezuela y, con las manos atadas, Alvear decide finalmente renunciar, subirse a un barco
inglés y partir, dejando a sus seguidores en las manos de sus enemigos.
Al cabo, la caída de Alvear es producto del veredicto adverso del cuerpo de oficiales en
quien confiaba el Director Supremo. ¿Pero cuál es la explicación para semejante desplante?
Pues los reveses que han empezado a producirse resquebrajan la solidaridad del reducido
grupo alvearista y erosionan la lealtad de aquellos oficiales que antes le eran leales
ciegamente. De modo que la traición se consuma solo cuando el Cabildo ha comenzado ya,
alentado por el pronunciamiento de Fontezuela hecho por Álvarez Thomas, su reacción
ofensiva contra Alvear y la opinión pública urbana ha comenzado a hacer de los capitulares
sus paladines contra lo que ya se denomina como la tiranía del Director Supremo.
La caída de Alvear también se explica en el plano interno por exigir fuera de la ciudad
de Buenos Aires una lealtad a la causa sin que alcanzasen cinco años precedentes para
demostrar la necesidad de la misma de otra manera que no fuera a través de la coacción
armada. Utilizando la fuerza como el máximo argumento tanto en política interior como
exterior, el poder revolucionario terminó así por hacer del ejército su instrumento político por
excelencia.
La caída del alvearismo es seguida por las usuales comisiones investigadoras, los
exilios y hasta por la pena de muerte, pero los herederos inmediatos del poder durarán poco
en él. Desde el comienzo existe tensión entre el Cabildo, que ha recuperado un protagonismo
más amplio como fortaleza de los notables de la ciudad, y los jefes militares que han
colaborado para derribar a Alvear y que ahora encuentran difícil hallar nuevos puntos de
coincidencia. Además, la concordia post-alvearista durará bastante poco y uno de los
primeros que pateará el tablero será un ambicioso Artigas, dispuesto a desgajar el territorio
sometido a su influjo del proceso de reorganización política comenzado con la caída de
Alvear.
El nuevo régimen redefinirá también su relación con el ejército. Los de frontera han
adquirido un nuevo peso con la guerra revolucionaria llevada a los lejanos límites del área
rioplatense. No obstante, también han operado cambios en su seno:
El Ejército del Norte, con la estrella declinante luego de padecer duras derrotas a
manos de los realistas (Huaqui, Sipe-Sipe, Vilcapugio, Ayohuma), se encuentra en
proceso de reorganización a cargo de Belgrano, aunque ya no será el mismo de
antes ni tendrá su otrora peso. En Salta es reemplazado por las fuerzas provinciales.
Se ha constituido, organizado por San Martín con criterios austeramente
profesionales, el Ejército de los Andes, que ahora es el más importante de todos.
Y en Buenos Aires y su campaña, el ejército que Alvear pretendiera emplear como
reaseguro para su propia posición, se halla en una nebulosa, relevado
momentáneamente de sus funciones de custodio del orden interno en beneficio de
nuevas milicias creadas luego del derrumbe del alvearismo, que el Cabildo pone bajo
su mando.
Por otro lado, el acrecido número de nuevos oficiales que no consigue colocarse en el
ejército o en otros destinos activos por falta de vacantes, obliga a Pueyrredón a invitarles a
instalarse en tierras que aún no han sido conquistadas a los indios. Ello genera descontento y
Pueyrredón opta por la indulgencia, hasta que la revolución que notoriamente se está
preparando contra el gobierno le obliga a ir contra sus convicciones y reprimir. Pero la
represión será limitada y moderada, no tanto por la indulgencia que siente su artífice sino por
la prudencia que exige un frágil orden existente que ya no tolera nuevas sacudidas
sangrientas. Pero además el Director Supremo adopta esa postura porque no desea exponer
en un proceso judicial a la red secreta de confidentes que ha permitido al gobierno prevenir la
revolución.
a) La revolución en el Interior:
Si Buenos Aires presenta problemas superlativos a la revolución, los que ésta halla en
el Interior no son menos complejos ni intensos. Todo lo contrario, ni bien son interpeladas por
los emisarios revolucionarios, las autoridades de las respectivas intendencias y
gobernaciones deslindan el problema en cabildos abiertos especialmente convocados al
efecto para que sean estos órganos los que ejerzan de árbitros (y sobre los que tales
autoridades no dudan en influir).
Pero a la presión que ejercen tanto las autoridades locales como la nueva que se ha
creado en Buenos Aires se suma otra procedente de una muy incómoda fuente: la fuerza.
Ésta se aplica especialmente en Córdoba para reducir la oposición de la resistencia local; en
las otras jurisdicciones hay una concurrencia entre presión porteña y apoyo de las milicias
urbanas que es suficiente para intimidar y reducir a los ejércitos de frontera (Montevideo será
la excepción). Lo mismo que en Buenos Aires, aquellos peninsulares que inicialmente se
muestren lentos para reaccionar favorablemente al cambio de sistema, serán marginados a
más largo plazo. Pero en el Interior (salvo en Salta), el peso de este grupo es menos
determinante que en Buenos Aires. De todas maneras, la revolución cuenta con dos caminos
diametralmente opuestos para hacerse fuerte en las restantes regiones del Virreinato:
Uno es atraer para su causa a las élites dirigentes y a los burócratas, funcionales
ambos al régimen colonial hasta entonces vigente, lo que implicaría, de tenerse
éxito, un rápido control sobre las jurisdicciones en cuestión.
El otro es atacar directamente el equilibrio social existente y, con él, la desigualdad
entre castas. En este caso se corre el riesgo de atraerse la oposición de las élites
dominantes, pero la ventaja es que la revolución podría disponer de una base social
más amplia y sólida como sustento.
14 Rápido fue el avance hacia el norte de la columna que marchaba al mando de González Balcarce.
El grueso de las fuerzas realistas al mando de José de Córdova había establecido su cuartel general
en Cotagaita. Aquí se produjo un encuentro que fue desfavorable para los porteños, aunque éstos
pudieron retirarse en orden. Pocos días más tarde el 7 de noviembre tuvo lugar el combate de
Suipacha, primer triunfo patriota, que fue de escasa significación militar pero importante por su
repercusión política. Todas las ciudades del Alto Perú se pronunciaron por la revolución y apresaron a
sus gobernantes. Potosí depuso al gobernador Paula Sanz, formándose una junta de gobierno patriota,
y en Charcas otro levantamiento apresó al mariscal Nieto y al general Córdova y los entregó a Castelli.
Por último, el intendente Domingo Tristán de La Paz, ante la inminencia de la llegada de las fuerzas de
Buenos Aires y de Cochabamba, también reconoció a la Junta de Buenos Aires.
Por los motivos mencionados, las relaciones entre los mensajeros armados de la
revolución y sus nerviosos colaboradores altoperuanos no tardan en tensarse. Cuando la
operación del Alto Perú termina en fracaso luego del desastre militar de Huaqui (que entrega
la región entera al ejército organizado por los contrarrevolucionarios del Perú), esa relación
tensa se traduce en un rápido cambio de actitud de muchos adictos a los libertadores
llegados del Sur. La hora de buscar culpables se impone entonces en el bando revolucionario
y es la facción saavedrista aún dominante la que los encuentra en la figura de Juan José
Castelli, que ha acompañado a la expedición como representante de la Junta.
¿Por qué los saavedristas cargaron sus tintas contra Castelli? El 25 de mayo de 1811,
conmemorando el primer aniversario de la revolución, Castelli pronunció un discurso en las
ruinas de Tiahuanaco en el que proclamó concluida la secular servidumbre indígena. Aunque
tal proclama no tuvo efectos jurídicos inmediatos (menos de un mes después se perdería la
zona entera), hizo cundir la alarma entre quienes estaban preocupados por el futuro del
equilibrio social y racial de la zona. Pero el representante porteño no había actuado por sí ya
que dicha proclama estaba contemplada entre las instrucciones cursadas por la Junta.
Además era una movida lógica, ya que para el ejército destacado para el Alto Perú, los
portadores indígenas eran sumamente necesarios para cargar las armas y el bagaje sin
mencionar que podían ser utilizados como potenciales reclutas en caso de agudizarse el
conflicto. Obviamente que una mejoría en el estatus de los indios llevaría aparejado el
descontento de las restantes castas, y muy especialmente el de los peninsulares
especialmente que se habían aprovechado del indígena durante años para enriquecerse y
llevar una vida más llevadera. No se descartaba pues la utilización de herramientas tales
como deportaciones masivas de españoles o depuraciones sistemáticas en el sector
administrativo, dependiendo su elección de la agudeza de la crisis. En todo caso una cosa
era cierta: que los revolucionarios tenían pensado emplear en beneficio de la causa las
tensiones existentes entre españoles, casta e indios.
La liberación indígena proclamada pues por Castelli aparece así como una amenaza al
estatuto de las demás castas altoperuanas, pero no es la única amenaza que surge de la
política revolucionaria. La causa revolucionaria necesita de soldados pero también de
vituallas y contribuciones para mantenerles. Los primeros se obtienen fácilmente en el
camino, en cambio las segundas solo pueden proceder de los sectores pudientes,
especialmente de los altos, que son precisamente los más afectados por la política pro
indígena de la revolución. Ante el desapego y la resistencia de las élites se procede a reprimir
a los desafectos, que no tardan en recibir la solidaridad de sus redes clientelares y familiares.
Muy pronto, la sensación que surge entre la población es la confusión: los altoperuanos
dudan de los motivos que traen esos hombres del Sur y se preguntan si están siendo
liberados o conquistados. Para colmo el proceder de los revolucionarios siembre más dudas
que certezas; por ejemplo, la política respecto a la gran industria minera del Potosí es seguir
Castelli ordenó el fusilamiento de los jefes realistas Nieto, Paula Sanz y Córdova en la Plaza Mayor
de Potosí. También autorizó saqueos, confiscaciones y otros desmanes de las tropas en perjuicio de
los vencidos que fueron mal vistos por las poblaciones. Asimismo cometió la imprudencia política de
intentar ampliar el apoyo a su causa liberando a los indígenas del tributo y declarando la total igualdad
entre las razas. Como consecuencia, los criollos del Alto Perú se unieron a los españoles. Por otro
lado, la permanencia inactiva de las tropas patriotas en Potosí durante dos meses relajó la disciplina y
el espíritu de combate. Además la vida licenciosa de algunos oficiales y las actitudes ofensivas hacia el
sentimiento religioso de la población altoperuana terminaron de provocar la enajenación de ésta, que
en poco tiempo estuvo a favor de la independencia de las autoridades del Río de la Plata.
Volviendo a la política filo indígena, ¿hasta qué punto la misma no estaba motivada por
la necesidad que nacía de la coyuntura bélica? Ciertamente ambigua, era sobre todo un arma
de guerra empleada sin medir demasiado sus consecuencias para el fututo del Alto Perú.
Cuando tras Huaqui y Sipe-Sipe el Alto Perú se reveló inconquistable para un inoperante
Ejército del Norte, la política hacia los indios, con sus ambigüedades y todo, ya no sería
abandonada con tal de importunar la vida a los realistas. Y no sin éxito: la presencia de la
revolución sobrevivirá en alzamientos como el cuzqueño de Pumacahua (1814) y en las
republiquetas15, en algunas de las cuales el aporte indígena será decisivo.
Es importante destacar en este punto que la política indígena de la revolución solo tenía
como marco de aplicación concienzudo las áreas inseguras del extremo norte, la masa
andina, que es de donde el virrey del Perú extraía sus mejores recursos. En las regiones más
seguras y cercanas de Córdoba y Salta, tal política no tenía cabida ya que lo que se buscaba
en estas latitudes tan próximas y afines era limitar los avances de la emancipación indígena a
fin de mantener el statu quo en beneficio de las castas superiores. Por otra parte, allí donde
abiertamente se proclamaba el final de la servidumbre indígena, como era el caso del ámbito
geográfico donde se desempeñaba el Ejército del Norte, los revolucionarios eran, salvo
contadas excepciones, remisos a practicarla con el ejemplo propio.
15 El terrible final del ejército del Norte, además de ocasionar nuevamente la pérdida del Alto Perú, hizo
llegar a la conclusión de que ése no era el camino adecuado para enfrentar a los españoles de Lima.
San Martín propondría reemplazarlo por la expedición a Chile y el ataque a Lima por mar. Mientras
tanto, las poblaciones altoperuanas continuarían hostigando a los españoles por medio de las llamadas
"republiquetas", que capitaneadas por los gobernantes designados por Belgrano y otros caudillos
mantuvieron convulsionada la región. Pezuela finalmente no pudo mantenerse en Salta y decidió
abandonarla, retirándose al centro del Alto Perú para luchar desde allí contra los insurrectos. En Salta
se organizó una milicia de gauchos para defender la frontera con Perú. De esta forma el límite entre los
futuros Estados de la Argentina y Bolivia se fijó imprecisamente en lo que era el límite entre las
Audiencias de Buenos Aires y Charcas, las cuales habían sido parte del Virreinato del Río de la Plata.
16 En 1814 Cuyo es separada de la Intendencia de Córdoba del Tucumán, de la que también se
poderosos, que no podrían ver sin alarma la elevación de quienes en el pasado no habían
osado siquiera rivalizar con ellos.
En todo caso, la neutralidad aconsejada por Chiclana a sus sucesores era valiosa por
prudente pero muy difícil de llevar a la práctica. Insertarse en el lugar de las antiguas
autoridades coloniales implicaba quedar donde antes habían estado éstas, en el centro de un
sistema de afinidades y hostilidades. Por tanto, a partir de allí era muy difícil no mezclarse en
conflictos entre los grupos rivales dentro de la élite. Esta experiencia la habían vivido cada
uno de los funcionarios coloniales en los dos siglos previos y el equilibrio se había mantenido
con su perpetua inestabilidad. No había razones ahora, si se actuaba con el suficiente tacto,
para que el equilibrio que la revolución había encontrado corriera riesgos de perderse. Pero el
consejo de actuar con prudencia era relevante dentro del contexto revolucionario porque de la
prudencia dependía que una simple disputa entre familias no se enlazara con los conflictos
entre la revolución de Buenos Aires y el movimiento artiguista, amplificándolos más allá de su
habitual marco geográfico. De allí la rescatable gestión de San Martín al frente de la
Intendencia de Cuyo, conciliando a las facciones locales y evitando la perpetuación de
conflictos externos en el contexto local.
Pero la misión del poder revolucionario en el Interior no se podía limitar solo a limar
asperezas y aliviar tensiones internas, porque de por sí la revolución implicaba una ruptura
con el pasado. Desde el vamos, tras tal ruptura, las antiguas preeminencias debían hallar una
nueva manera de justificarse si se quería que continuasen. Una forma de lograrlo era a través
de donaciones a la causa y entre las noticias que del Interior más se difundieron en Buenos
Aires fueron las contribuciones al ejército: ellas acompañaron el avance de la expedición
armada revolucionaria en 1810 y aún lo seguían haciendo en 1816 y 1817. Monetarias al
principio, gracias a los últimos destellos del metálico potosino, las donaciones se hicieron
después en animales y productos de la tierra, cuando la ruptura del orden colonial arrojó al
Interior a los brazos de la estrechez financiera.
exportan al Perú, no pueden hacer más que reconvertirse y buscar otro destino comercial, ya
que la guerra revolucionaria les veda el acceso a ese territorio realista. En algunos casos
tendrán suerte y podrán salir adelante; en otros, la ruina será el común denominador junto
con la nostalgia por la otrora prosperidad. Lo grave del caso es que también hay un efecto
cascada: el deterioro de la actividad económica también se percibe tanto a nivel cualitativo
como cuantitativo, en la recaudación de los diezmos eclesiásticos y decimales y en el erario
cada vez más estrecho de las ciudades. Además de caer en picada, los diezmos deben
satisfacerse cada vez más en bienes, ya que el dinero escasea. Algunos rechazan esta
opción, con lo que obligan al deudor a pedir prestado o lisa y llanamente a resistirse a pagar.
También los sueldos civiles se resienten, en este caso más por demoras que por otra cosa.
Con todo, ésta suerte oscura no es la que corren todos, pues hay algunos que se defienden
mejor, especialmente cuando las necesidades del nuevo poder revolucionario crean nuevos
negocios como el de proveer caballos, mulas y vacas a los ejércitos patriotas.
La guerra revolucionaria que se libra bien al norte también influye en aquellos lugares
del Interior que, como La Rioja, yacen del otro lado del teatro de operaciones. En estas zonas
la coyuntura guerrera confiere un poder más amplio a las autoridades locales de aplicación,
que en tiempos coloniales habían ocupado un lugar decididamente marginal en el sistema
administrativo. Sin hombres ni medios suficientes, el gobierno revolucionario, de manera
indeliberada o instintiva, delega en estas autoridades subalternas una autoridad que en su
propia capital se había negado a ceder. ¿Por qué hace esta diferencia? Hay si se quiere un
comienzo de explicación en:
La tradición política española y europea que veía en la plebe urbana la fuente por
excelencia de posibles tormentas políticas.
En la experiencia que precedió a la revolución, cuando fue efectivamente una
progresiva agitación urbana la que terminó por desencadenarla).
Y, finalmente, en la necesidad de conceder mayor libertad de decisión a los agentes
que reclutaba entre quienes gozaban ya de bases locales de poder y prestigio.
Hasta 1815 Salta se ha visto indudablemente más afectada por la guerra que otras
comarcas del Interior. Cabeza de Intendencia, Salta había visto separada de su jurisdicción
en 1814 la de la nueva provincia de Tucumán (que abarcaba además de Tucumán,
Catamarca y Santiago del Estero). Había sido gobernada por gobernadores intendentes
designados desde Buenos Aires, excepto en los períodos en que estuvo bajo dominación
realista. Precisamente esta oscilación efectiva de un poder hacia otro, había creado allí
condiciones sociales y políticas que eran únicas en todo el ámbito rioplatense. En este
sentido, una de las características principales salteñas era la pervivencia de un influyente
grupo realista que contó con el apoyo de alguna de las familias más influyentes. La dureza
con que cada bando solía actuar cada vez que recuperaba el control del territorio despertaba
inevitablemente adhesiones y simpatías por el rival vencido que, a continuación, se hacía
más fuerte retroalimentando así el ciclo (de esta manera el minucioso saqueo dispuesto por
Pezuela tras la segunda ocupación de Salta había consolidado al bando revolucionario bajo
las autoridades que había tenido desde 1810). En el sur de la provincia empezó entonces la
resistencia, que tenía por líder principal a Apolinario Figueroa (cabeza del linaje que en 1810
había donado veintidós mil de los veinte ocho recolectados para la expedición al Alto Perú).
También es cuando entró en escena Güemes.
Pero esos servicios han impuesto a la provincia una carga difícil de soportar, golpeando
una economía regional que para colmo de males ha visto interrumpida su ruta comercial
tradicional hacia el altiplano. También han impuesto una relación de reciprocidad entre
Güemes y la clase alta que le ha consagrado gobernador y protector; relación de reciprocidad
en la que el primero ha prestado un encomiable servicio militar a la provincia mientras que la
élite ha contribuido con donaciones, aunque cada vez más a regañadientes, sin las cuales no
se habría podido financiar la guerra.
Sin duda Güemes no ignora como el modus operandi de su sistema le granjean del
favor de quienes le han llevado al poder local. Así que cuando el gobernador propone una
reforma impositiva para recaudar de ella los fondos para la guerra, la asamblea de vecinos
notables rechaza su iniciativa. ¿Por qué lo hace si la medida parece favorecerles? Pues
porque de hecho no lo hace. Manteniendo el discrecional sistema de las contribuciones
forzosas, la carga para los terratenientes es fácil de sobrellevar en la medida que les permite
transferir una parte de ella en cabeza de otros menos poderosos y menos bien protegidos
políticamente (por caso, los peninsulares que todavía subsisten en la élite). Pese a ese
remedio, el desagrado de la elite por Güemes no amaina y éste, conocedor de la situación,
hace lo imposible por no tirar más de la cuerda. Al cabo, los poderosos le podrán recordar
como salido del infierno, que es lo que de hecho ocurre, pero en honor de la verdad, nadie
podrá exhibir alguna víctima que haya perdido la vida en castigo por oponerse al supuesto
tirano. La magnanimidad de Güemes se explica por los apoyos que tiene fuera del espectro
de la élite; esta corre el riesgo de ser destrozada si acciona abiertamente contra el
gobernador, que es a la vez ídolo de la plebe.
Pero la misma causa que le ha catapultado a la cima, es el mismo factor que genera el
debilitamiento progresivo del sistema: la guerra. A la larga, la misma debía caer sobre la
espalda de la población entera. Es por tanto la guerra la que constituye la originalidad del
curso político salteño. Algo similar sucede en el Litoral, pero aquí, la diferencia con el caso
salteño, es que su territorio forma parte del área de influencia directa de Buenos Aires.
Desde 1811 un proceso que Buenos Aires ha suscitado, pero que bien pronto escapa a
su dirección, se extiende a la Banda Oriental primero y al resto del Litoral después. En 1815
avanza más allá aún, a Córdoba y La Rioja y, por un momento, también parece que hallará
ecos en el Norte del país revolucionario. Aunque esos avances resultan efímeros, todavía en
1820 la disidencia litoral es capaz de derribar por segunda vez al poder revolucionario
instalado en Buenos Aires, contribuyendo así con el último golpe a la destrucción de ese
poder central que tardará más de cuarenta años en resurgir en las Provincias del Río de la
Plata.
La disidencia litoral es, al igual que el sistema de Güemes, fruto de la guerra: de ella
nace y de ella muere. Tiene también un parecido adicional con el caso salteño y es que los
poderosos la acusan de destruir la riqueza ajena y de ser conducida por sectores inferiores
social, económica y políticamente. En realidad, las bases sociales de la disidencia litoral son
desde el comienzo complejas y, además, la incidencia que tiene en el equilibrio social de las
diferentes regiones que afecta no es igual en todos lados. Es mayor en la Banda Oriental y
dentro de ésta, todavía más determinante en la franja ribereña del Uruguay, donde figuras de
origen modesto alcanzan posiciones de liderazgo. Dos motivos pues señalan en este caso la
crisis del orden social prerrevolucionario: por un lado, la promoción de dirigentes de niveles
secundarios o subalternos y, por el otro, la promoción de una comarca marginal como centro
de un nuevo poder. Entre ambas, desagrada más la segunda: de allí que líderes para nada
modestos o de ilustre pasado, como Artigas, que es nieto de uno de los fundadores de
Montevideo y miembro de su élite, fuera acusado de advenedizo. Pero ésta es la rama que
oculta al bosque; lo que se trata en el caso de la disidencia litoral, además de un
desplazamiento geográfico del poder político, es un traslado de la base social del poder
político.
Para lograr ambas cosas dio su auxilio a Artigas, maniobra que al cabo tuvo un doble
efecto: catapultar a éste hacia el liderazgo, y brindar una legitimidad, dudosa es cierto, a la
17El espíritu de la campaña era definitivamente levantisco, en especial luego de la Revolución de Mayo
y de las medidas represivas adoptadas por Soria y por Elío desde Montevideo.
revolución rural. De este modo fue el conflicto entre Buenos Aires y Montevideo el que hizo
posible el alzamiento rural y marcó su ritmo durante las primeras etapas. Cuando el dominio
de la campaña en torno a Montevideo se tornó incierto, Elío, gobernando la ciudad en calidad
de Virrey, sacó a sus tropas para recuperar el control. Su accionar provocó el combate de Las
Piedras, en el que Artigas resultó vencedor, comenzando acto seguido el sitio de Montevideo,
donde las deserciones de importantes hacendados y vecinos hacia el bando rural se tornarán
en una sangría permanente para los realistas.
En julio de 1811, los portugueses, en ayuda de Elío, invadieron la Banda Oriental a las
órdenes del Capitán General de Río Grande do Sul, Diego de Souza. Antes de penetrar en el
territorio, su líder publicó un manifiesto sobre “las puras y leales intenciones de su Majestad
Real que era pacificar las tierras de Su Majestad Católica y no conquistarlas”. Poco después
el 20 de octubre de 1811 tuvo lugar la negociación para un arreglo general de la crisis del
Plata. Allí la diplomacia británica, bajo la experta conducción de Lord Strangford, impuso al fin
los objetivos de su política: restablecer la paz entre los gobiernos planteases –y acaso
también en el Alto Perú– mediante un “statu quo” que dejara en suspenso la disputa entre los
“juntistas porteños” y “regentistas” montevideanos. Esto tenía como fin dejar expeditos los
medios para que el libre comercio fuera garantizado a los comerciantes británicos y para que
se pudiera desarrollar el tráfico mercantil sin sobresaltos ni problemas. Según los términos del
armisticio, Buenos Aires devolvió a la obediencia montevideana la mitad oriental de Entre
Ríos, y la entera campaña oriental, con tal de alejar a los invasores portugueses.
El resultado del armisticio fue el éxodo: la retirada de todos los efectivos que reconocen
a Artigas como jefe indiscutible y del 80 % de la población de la campaña oriental al interior
de Entre Ríos, adonde marcharon indistintamente plebe y hacendados con sus cuadrillas de
esclavos y carretas. También el armisticio implicó un nuevo avance en la creación de un
movimiento revolucionario rural que desarticulará económicamente a la campaña, al distraer
gran parte de su población masculina en la guerra.
La guerra, por tanto, provocó grandes cambios en la campaña; las bases económicas
que sustentaban la hegemonía de los hacendados y comerciantes de la ciudad quedaron
deshechas de un plumazo, con consecuencias funestas para el proceso productivo. Y, por
sobre todo, se hizo evidente el descarado oportunismo de Buenos Aires para usar a la
campaña contra Montevideo para luego dejarla librada a su destino. La lección brindó a
Artigas una enseñanza: no debía volver a entregar la conducción de la revolución y la guerra
a Buenos Aires.
Lo mismo que en el caso de Salta, los sacrificios que impuso Artigas en pos de sus
objetivos causaron el encono de los notables, más que su política intransigente. Luego de
años de lucha, incursiones foráneas, pillajes, bloqueos y saqueos, nadie más que ellos
aguardaba el retorno de la paz, deplorando al mismo tiempo que los propósitos incumplidos
del líder oriental alejara cada vez más esa ansiada meta. Tampoco el desconsuelo y las
expectativas de los notables hallaron alivio cuando Artigas reemplazo a Elío por el más dúctil
Miguel Barreiro (1812). Quizá ello explique por qué, con el recrudecimiento de las invasiones
lusas en 1816, los primeros en defeccionar frente al enemigo fueron precisamente ellos.
La relación entre Artigas y la élite urbana (gran parte de la cual tenía sus bases en el
campo, por ser terratenientes absentistas) fue, sin duda, muy compleja. Si bien es cierto que
el líder oriental se granjeaba su resentimiento por obstinarse en la consecución de sus
objetivos, también es verdad que, con el amplio apoyo social que contaba entre la plebe rural,
bien podría haberse librado rápido de ella y acabar sin más con el entuerto. ¿Por qué no
adoptó esta última actitud? Las razones son múltiples pero la más importante parece haber
sido que Artigas sabía que necesitaría tarde o temprano de ellos para poner nuevamente en
marcha el aparato productivo de la región. Había otras no menos importantes, como aquella
que, partiendo del origen elitista del propio Artigas (nacido en Montevideo y dotado por
herencia de tierras en la campaña), ubicaba al líder oriental en el seno mismo del grupo con
el que mantenía permanentes enfrentamientos sin que ello supusiera una ruptura definitiva ni
deseada. En el origen mismo de la actividad artiguista se podían encontrar indicios
reveladores acerca de las características que iban a adquirir las relaciones de Artigas con su
entorno. El contrabando y su actividad en la frontera le iban a ligar y a hacer identificar con
los sectores rurales, mientras que la forma obligada de poblamiento del territorio le pondría en
contacto con los terratenientes. Esta última había sido dispuesta por la corona ante la
necesidad de morigerar el peligro luso y los desórdenes del contrabando y del bandidismo. La
escasez de hombres abastecida por la falta de una inmigración regular desde la metrópoli
había obligado a una concentración en las actividades ganaderas, lo que explicaba la
preferencia hacia una distribución de tierras de grandes extensiones entre aspirantes a
futuros terratenientes absentistas.
En 1814 Artigas organizó la Unión de los Pueblos Libres, de la que fue declarado
Protector. Al año siguiente se puso manos a la obra para liberar Montevideo del control de los
unitarios aliados de Buenos Aires. Tras varios meses de enfrentamientos militares entre el
Directorio, en una guerra civil desarrollada en Corrientes, Entre Ríos y la Provincia Oriental, la
victoria de Fructuoso Rivera en la batalla de Guayabos en enero de 1815, obligó al Director
Carlos María de Alvear a evacuar Montevideo, entregándola al segundo de Artigas, Fernando
Otorgués. Pero a Otorgués, aunque no era un hombre negado ni analfabeto, le traicionaban
los hábitos de campaña y la vida militar, inhabilitándolo en el trato político que aquella ocasión
merecía. Se le consideraba prepotente, desconsiderado y tolerante con los excesos de los
soldados que se creían los verdaderos dueños de la ciudad. Por ello, Artigas resolvió
eliminarle y nombrar gobernador en su lugar al Cabildo. Luego, en mayo de 1815, instaló su
campamento en Purificación, unos cien kilómetros al norte de la ciudad de Paysandú, cerca
de la desembocadura del arroyo Hervidero, que desagua en el río Uruguay. Purificación
habría de transformarse en la capital de hecho de la Liga Federal. Desde allí y como si de un
gobierno diárquico se tratara, Artigas rinde escrupulosamente al cabildo las necesarias
muestras de respeto por la autoridad solicitando al mismo tiempo la autorización de los
capitulares para establecer a Fructuoso Rivera como comandante militar de la ciudad. ¿Estas
muestras de respeto de Artigas hacia la autoridad del Cabildo que él mismo había
consagrado solo se daban para salvar las formas? De hecho no, pues el asiento de Artigas
en Purificación confería a las autoridades montevideanas un margen de decisión mayor. De
allí la explicación a ese supuesto gobierno diárquico. Además, la dedicación de Artigas a la
lucha que proseguía al oeste del Uruguay fue un estímulo adicional para dejar en manos de
18 España y Portugal, por el tratado de San Ildefonso (1777), fijaban las fronteras de sus posesiones en
América del Sur. Se eligió a Azara para formar parte de los comisarios encargados de delimitar con
precisión las fronteras españolas. Partió hacia Sudamérica en 1781 para una misión de algunos meses
y se quedará durante 20 años. Colaboró con José Artigas en el establecimiento de pueblos en las
fronteras entre la Banda Oriental (actual Uruguay) y el Imperio del Brasil, cuya fundación más
importante fue el pueblo de Batoví, hoy del lado brasileño.
1815 es el año en que tanto Artigas como el Cabildo de Montevideo (donde los sectores
altos dominaban) coincidieron en la necesidad de iniciar la reconstrucción económica de la
Banda Oriental. Con ese propósito y para facilitar las cosas, Artigas aceptó limitar
progresivamente la autoridad militar que era, por otra parte, la base de su poder político, en
favor de ese sistema administrativo que tenía su cabeza en el cabildo. En medio de la guerra
era la restauración de la autoridad civil sobre la campaña. Entre otras cosas, a Artigas le
interesaba resolver algunas cuestiones que seguían sembrando conflictos, como el tema de
las contribuciones forzosas (que obviamente recaían sobre las fortunas de la clase pudiente),
para la que proponía como solución una reforma fiscal, o el de precisar la propiedad de los
ganados que habían dejado en herencia los pasados desórdenes. Sin embargo, a los
poderosos que dominaban en el cabildo, la cuestión de la reactivación económica despertaba
preocupación; en primer lugar porque se habían habituado a hacer rápidas y jugosas
ganancias en la coyuntura, ya sea abasteciendo al ejército o cazando aquél ganado cimarrón
y, en segundo lugar, porque como medida, tal reactivación todavía no pasaba de ser un
proyecto de resultados inciertos. Por tanto, ya desde su mismo punto de partida, la iniciativa
produjo fricción y reveló que a los capitulares les convenía más un personaje disoluto como
Otorgués que uno clarividente como Artigas, que pretendía más bien un cambio real y serio
para evitar la degradación definitiva de la campaña y la miseria consecuente.
Dos cuestiones se pueden inferir a partir del carácter provisorio del reglamento: la
primera es que tal carácter obedecía a una razón de urgencia que era la de poner en marcha
cuanto antes una región devastada y en decadencia económica; la segunda, que las tierras
se entregaban a personas que por residir en ellas se suponía que iban a trabajarlas. Las
tierras escogidas para ser repartidas fueron las de los “emigrados, malos europeos y peores
americanos que hasta la fecha no se hallan indultados por el Jefe de la Provincia para poseer
sus antiguas propiedades” (art. 12). En otras palabras, se desafectaba a los políticamente
peligrosos, americanos o españoles, y a quienes no habían conservado tales tierras como
residencia y explotación. La tierra disponible así lograda, se repartiría con criterios
igualitarios, a razón de una superficie estricta por cabeza de beneficiario que no debía
superar las 7.500 hectáreas.
negativamente la actitud del Cabildo que, si bien no se opuso a la reforma agraria, si hizo lo
que pudo para ralentizarla debido a los lazos de solidaridad que guardaban los capitulares
con esos malos europeos y peores americanos a los que se quería perjudicar. En otras
palabras, antes que evitar cambios profundos en la distribución de las tierras, el cabildo se
preocupó en proteger los intereses de un sector terrateniente que aunque malo o peor, aún
conservaba su relación con la tierra (permaneciendo indiferente, en cambio, frente a aquéllos
que la habían abandonado).
Sobre las tierras al oeste del río Uruguay en las que el artiguismo se extendió desde
1814, por el contrario, el desplazamiento de las bases sociales del poder político fue menos
considerable. Hasta la revolución de Mayo esa zona había formado parte de la intendencia de
Buenos Aires; la influencia artiguista obligó cuatro años más tarde a los porteños a aliviar tal
dependencia con tal de frenar la expansión oriental. A tal efecto se creó una región
administrativa como gobernación-intendencia pero bajo la tutela de funcionarios adictos a la
capital. Santa Fe no fue comprendida en dicha región, porque aún pensaban los porteños que
estaban en condiciones de conservarla bajo su poder directo. Pero la medida llegaba tarde.
¿Por qué Buenos Aires se mostró reacio a la idea de dejar avanzar al artiguismo sobre el
Litoral? Pues por dos razones: primero porque siempre había concebido al Litoral como un
dominio propio y, segundo, porque si accedía a abrirlo a la influencia oriental, podía perderse
la unidad amenazada de la revolución. ¿Por qué en cambio dio vía libre a Güemes en Salta
para hacer lo mismo que Artigas quería con el Litoral? Pues porque Salta estaba demasiado
lejos y además no había estado bajo su autoridad directa durante el período colonial y porque
la provincia norteña, además de costear su propia defensa frente a los realistas, guardaba
19La ruptura entre Artigas y sus colaboradores de la élite montevideana se produjo en 1816, cuando
los segundos se pasaron al bando del vencedor portugués que recientemente había vuelto a invadir la
región.
una frontera vital para la revolución, permitiendo al mismo tiempo liberar recursos para el
Ejército Libertador de los Andes.
Lo cierto es que la alternativa artiguista representó para el Litoral una opción tentadora
frente a la dura sujeción que padecía respecto a Buenos Aires. Para colmo, la guerra
revolucionaria había agravado dicha sujeción, al tener verse obligados los litoraleños a
suministrar mayores cantidades de hombres y ganados a los desaforados ejércitos
libertadores. Por otra parte, Buenos Aires, que en 1811 había introducido a Artigas en dicho
escenario para oponerse a los realistas de Montevideo, no podía alegar ahora en su defensa
su propia torpeza. Le había permitido entonces emigrar al oeste del Uruguay, establecerse
por un tiempo en Entre Ríos e inclusive beneficiarse de la entrega en tenencia de la
gobernación de Yapeyú en las Misiones, donde Artigas ensayaría con los guaraníes el
experimento que luego pondría en práctica con el Reglamento Provisorio de 1815 en la
Banda Oriental. ¿Cómo pudo Artigas doblegar la resistencia de los demás sectores no
guaraníes del Litoral que se sintieron afectados por su medida? Gracias a la aversión que
todos sentían por Buenos Aires.
La jugada del bando artiguista no hizo más que aprovechar los vínculos que muchos
santafecinos tenían en tierras entrerrianas, donde eran propietarios de las mayores estancias.
Pero para que uno subiera (José Ignacio Vera) otro debía necesariamente bajar (Hereñú, un
caudillo artiguista que durante el período de predominio porteño sobre Santa Fe, no había
parado de saquear estancias santafecinas desde sus bases entrerrianas). Molesto por su
caída, Hereñú se retiró a Buenos Aires de donde regresó con un ejército para recuperar su
antigua preeminencia en Entre Ríos. Le ayudaban otros jefes comarcales reticentes como él
al ascenso de Mariano Vera. Pero ni estos apoyos ni la asistencia más gravitante de Buenos
Aires le facilitaron la victoria. Todos fueron vencidos por Francisco Ramírez, cuyo poder se
encontraba en Concepción del Uruguay y cuya acción permitió conservar Entre Ríos dentro
de los Pueblos Libres. En 1818 Entre Ríos pasó a manos de Ramírez, bajo quien se produjo
la reconciliación con los antiguos rivales que, habiendo apoyado la causa de Hereñú,
pudieron conservar sus propiedades.
propio Artigas, y fundar la República de Entre Ríos20, todo lo cual consiguió entre 1820 y
1821. No obstante, su paso por el firmamento revolucionario fue fugaz, ya que trágicamente
el 10 de julio de 1821 moriría trágicamente enfrentando a la nueva constelación adversa
integrada por Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires.
¿Qué legado dejó Francisco Ramírez en el Litoral? A pesar de cumplir mal su papel de
cabecilla de la plebe lanzada al alegre rapiñar de la riqueza ajena, este propietario rural
compartía las preocupaciones económicas de sus colegas de la Mesopotamia. Si bien la
región fue sometida a los mismos sacrificios que Salta con Güemes, este hecho no cambió la
percepción positiva que de él se formó su oportuno y generoso rival Pedro Ferré, aún a costa
de soportar la sumisión de Corrientes. En opinión de este correntino, Ramírez había
demostrado mejor tino que Artigas, quien había puesto “la provincia entera a discreción de los
indios misioneros” y mucha mejor compostura administrativa que los porteños, que se habían
hecho representar allí por “una sociedad pública de ladrones”. Para Ferré, Ramírez había
restaurado, en suma, el orden, idea que ya el caudillo entrerriano había introducido en el
reglamento de la República de Entre Ríos. Otra vez era la guerra y su extensión en el tiempo,
la que guiaba a Ramírez a imponer a esas tierras demasiado agitadas un orden estricto que,
en cuanto al movimiento de las personas, promovía el control riguroso de residencia (para
evitar los movimientos furtivos que facilitaban el contrabando de ganado, siendo que la
riqueza ganadera era lo que más rápidamente se quería promover para devolver la bonanza
a la región). El Reglamento no contenía, sin embargo, nada parecido a una reforma agraria
que contemplase la entrega de tierras a no propietarios. Muy por el contrario, ofrecía la ayuda
del estado a quienes ya poseían la tierra. Tal medida conservadora de Ramírez fue posible
gracias a la falta de antagonismos sociales en ese Entre Ríos que, a diferencia de la Banda
Oriental, solo los ha conocido regionales.
Fue ese clima de concordia social el que también permitió a Ramírez organizar un
ejército mucho más disciplinado que los artiguistas y nacionales. Dicha concordia tenía su
razón de ser en que la provincia había sido hasta hacía poco una tierra de frontera en rápida
expansión donde no se había llegado a consolidar aún una diferenciación social abismal
entre sus pobladores. Una historia demasiado breve y una prosperidad constante habían
impedido la consolidación de un sector alto. La cohesión, entretanto, procedía de la simpleza
de sus estructuras. Por eso la causa artiguista no conoció aquí fisuras ni contratiempos,
aunque ésta relación tan especial con el artiguismo reconocía también otras causas que ni
Santa Fe ni Corrientes pudieron alegar en su favor. Veámoslas:
Entre Ríos había tenido que ceder su mitad oriental a Montevideo tras el armisticio
de 1811, que había puesto fin a las hostilidades entre esa ciudad y Buenos Aires.
También dicha provincia se había visto envuelta en la lucha con los realistas de
Montevideo mucho antes que sus vecinas mesopotámicas.
La provincia también había sufrido duramente a manos de las invasiones lusas.
Como movimiento autónomo respecto a Buenos Aires, el artiguismo también había
echado raíces locales.
Para las ciudades de Corrientes o Santa Fe, la adhesión a la causa artiguista era
más gravosa dado que, a diferencia de Entre Ríos, su única salida al mar era por el
Paraná, controlado por el poder central.
El caso correntino: en Corrientes la victoria federal fue asegurada por el avance desde
Misiones del jefe artigueño Blas Basualdo, quien pudo ingresar en dicha provincia (1814) casi
sin oposición debido a que por los sacrificios exigidos aquí también para la guerra
revolucionaria, nadie movió un dedo por Buenos Aires (que además promovía a voluntad los
tenientes gobernadores a cargo de la jurisdicción). La entrada de Corrientes en la órbita
artiguista se tradujo en la elección de Juan Bautista Méndez como gobernador. Cambiando
sus alianzas exteriores, Corrientes consiguió así mayor libertad de acción y el igualitarismo
que a continuación propuso Artigas respecto a los indios solo fue aceptado a regañadientes
por los capitulares tan solo porque la opción del retorno de los porteños resultaba todavía
más desagradable.
Con todo, fue la incorporación a los Pueblos Libres lo que introdujo cambios
sustanciales en la provincia. Frente a un Cabildo (predominantemente urbano) mucho menos
condescendiente, Artigas pudo cambiar el equilibrio político interno cooptando el Congreso
Provincial (predominantemente rural) a través de electores que eran también comandantes de
milicias rurales leales a su persona. Los antagonismos políticos continuaron con una facción
del Cabildo propensa a dirigir un movimiento filoporteño, paralelo al de Hereñú en Entre Ríos,
y un Congreso mayoritariamente artiguista.
Corrientes fue por tanto menos leal, por facciosa, que Entre Ríos, y el Protector resolvió
aflojar la presión a fin de no contribuir a acrecentar los antagonismos existentes en ella. A
partir de entonces Artigas se moverá con pies de plomo para no padecer la humillación de ver
cómo una orden suya era descaradamente desobedecida. No es tanto que intentase mostrar
mayor deferencia o magnanimidad por propios principios humanitarios al decidirse a ceder
posiciones; lo que en realidad Artigas padecía en Corrientes era la falta de adhesiones más
efusivas. En consecuencia, el único beneficio que el Protector podía extraer de tal situación
era emplear a la provincia en provecho de su política general. Seguirá, eso sí, asesorando a
las autoridades protegidas en cuanto a ser comprensivas y dadivosas respecto a esos
miserables cuyo único crimen consistía en haber nacido pobres. También seguirá deplorando
los desórdenes y saqueos de cuerpos armados. Pero en todo caso, sus instrucciones en este
sentido fueron demasiado laxas como para ser tomadas como mandatos imperativos.
Por lo pronto, la ciudad de Corrientes y la campaña, cada cual a su manera, con sus
propios intereses y élites que las representaban, se veían afectadas por los sacrificios cada
vez más rigurosos y exorbitantes que se deslizaban desde la Banda Oriental. Y, coronando
las desgracias, la prohibición de comerciar con sus mercados externos afectaba a todos por
igual. ¿Por qué entonces se había cambiado en su momento a Buenos Aires por Montevideo
y Purificación? Algo ya se ha mencionado al respecto. Corrientes eligió la opción artiguista
porque no tuvo una propia para ofrecer, que fuera menos riesgosa y gravosa.
El caso santafecino: el control de Santa Fe era vital para Buenos Aires desde que su
menudo territorio constituía el nexo tradicional con el Interior y con Asunción desde el origen
de los tiempos coloniales. Por tal motivo, Buenos Aires no podía verla integrada a un sistema
político hostil y sentarse a ver cómo su relación con el resto del antiguo virreinato se
desvanecía sin remedio. Pero tampoco a Santa Fe le convenía enteramente esa integración a
la Liga de los Pueblos Libres que, por razones políticas, la colocaría en un plano hostil con
quienes habitualmente constituían sus principales mercados: Paraguay, el Interior y el Perú
(en estas dos últimas jurisdicciones colocaba su principal producción, el ganado mular). Lejos
de ganar con ésta última opción, lo único que lograría sería un mercado comprador más
empequeñecido. Frente a las dudas santafecinas, a Buenos Aires aún le quedaba el camino
de la fuerza bruta para inclinar la balanza en su favor. Pero esto también tenía su costado
negativo para los porteños, porque ni bien se relajaba el lazo, el resentimiento empujaba a los
santafecinos a los brazos artiguistas.
Subordinación política hacia Buenos Aires desde bien iniciada la revolución, cuando
la tenencia de la gobernación fue negada a una figura local.
Descontento generalizado por los arrebatos militares porteños.
Sustracción de las milicias de veteranos para ser empleadas en la guerra contra
Artigas.
Captación de las rentas capitulares santafesinas por la caja de Buenos Aires.
Antes de lanzarse a los brazos del enemigo porteño, la elite santafecina realizó
numerosos llamamientos en pos de la comprensión de los porteños, que fueron
recurrentemente ignorados. Por fin, cuando quedó claro que más no se podía perder,
sobrevino el cambio. Francisco Antonio Candioti, un avezado traficante de mulas, fue
establecido por Artigas como gobernador y la provincia se insertó con los Pueblos Libres. Las
dudas surgidas en torno al cambio de bando, sin embargo, no se disiparon una vez
consumado el mismo. Es que los santafecinos sentían cierta aversión por la política
filoindígena de Artigas ya que, estando en los límites con el indomable Chaco indio, no
podían olvidar sus prejuicios y temores de un día para el otro.
Desde entonces, Santa Fe osciló entre la influencia entrerriana que llegaba desde más
allá del Paraná y Buenos Aires. El nuevo gobernador era Mariano Vera que gobernó la
provincia por dos años y cuatro meses (1816 – 1818), pero su capacidad de administración
se vio limitada, ya que todo el tiempo estuvo en guerra contra el gobierno porteño. Su primera
actuación fue tomar preso a Viamonte (que no había cumplido con la capitulación) y
enviárselo a José Artigas, del cual era aliado. Vera procedía de la élite predominantemente
rural que dominaba también en la ciudad de Santa Fe frente al sector comercial; su gestión,
no obstante, pronto entró en colisión con los intereses del Cabildo, para quien Vera siempre
excedía los límites de su autoridad (o sea, las directivas de los propios capitulares). En 1817
Artigas se ganó su adhesión definitiva nombrando al nombrar a su hermano, Juan Ignacio,
gobernador de Entre Ríos. Luego, en 1818, inquieto por la pasividad demostrada por el
gobernador frente a los indios, el cabildo inició una revuelta que concluyó con la destitución
de Vera y su reemplazo por Estanislao López.
en el contexto donde mejor se había desempeñado López: la organización militar pagada por
la provincia pero unida al caudillo por lazos de lealtad más personales que institucionales.
Pero el ejército por sí solo no bastaba para impedir la disgregación de los territorios
controlados por Buenos Aires. Y la razón era que el uso indiscriminado de tropas con ese fin
no podía mantenerse indefinidamente a lo largo del tiempo. La causa patriota, es cierto, había
madurado lealtades espontáneas y efusivas en los años inmediatos a la revolución de 1810.
Pero a medida que fue pasando el tiempo, las requisas compulsivas de hombres empezaron
a desgastar tanto la moral como la empatía de las poblaciones que eran afectadas con el
saqueo indiscriminado de maridos e hijos para una guerra que no paraba de producir derrotas
en el Norte. Por otra parte, cuando las disidencias empezaron a abrir un segundo frente de
lucha, la sangría de hombres obligó a dosificar el empleo del ejército nacional en el frente
interno para no comprometer el externo.
21el 5 de septiembre de 1820, Artigas cruzó el río Paraná hacia el exilio en Paraguay, dejando atrás
para siempre a su patria y su familia.
Aun así, el cambio en el estilo político no comprometió sino más bien consolidó la
estabilidad social. Al apoyarse en bases rurales y populares, la administración tucumana no
se hizo menos celosa para defender la disciplina del trabajo rural mediante disposiciones
contra vagos. Los únicos contratiempos empezaron a surgir en el seno mismo de la élite
local, que se mostró incapaz de resolver sus íntimas rivalidades, envolviendo con ello a toda
la provincia. Reemplazada por clientelas rústicas, la guarnición militar tucumana, en un primer
momento tan influyente como aquélla, era para ese momento tan solo un recuerdo.
El caso de San Juan y Cuyo: en San Juan, en cambio, la guarnición militar pareció por
un instante aspirar a un poder no compartido. Si 1819 fue el año que dio inicio a la debacle
nacional de la autoridad directorial, 1820 fue la fecha elegido por la guarnición militar
sanjuanina para confrontar tanto a sus oficiales superiores como al teniente de gobernador
De la Rosa. Producida la fácil victoria, el capitán Mariano Mendizábal se hizo elegir en lugar
de De la Rosa por un cabildo recién renovado. Además de la soldadesca, el apoyo a
Mendizábal procedía de la élite sanjuanina que se había afirmado en la nueva composición
del cabildo. Muchos de ellos tendrían luego una larga vida política en contextos no siempre
más serenos.
22La República Federal del Tucumán fue un estado semi independiente conformado por lo que hoy son
las provincias argentinas de Tucumán, Catamarca y Santiago del Estero que entonces formaban la
Gobernación Intendencia de San Miguel de Tucumán. Se estableció en medio de las luchas entre
Buenos Aires y las provincias del recién formado Estado Argentino y duró menos de un año: desde
septiembre de 1820 hasta agosto de 1821. Esta República no era independiente de las demás
provincias argentinas, sino que formaba con las demás una sola entidad. El nombre de República solo
implicaba que Tucumán dejaba de ser una dependencia de un gobierno central, para formar un Estado
Federal con las demás provincias. De hecho, sería la forma en que realmente se constituyó la
Argentina a partir de la Constitución Argentina de 1853.
sanjuanina. Presentada como un cambio social, lo que el caso sanjuanino tenía de alarmante
se encontraba en sus apoyos militares. El gobernador de Cuyo, Luzuriaga, lo remarcó al
señalar que “una soldadesca amotinada que, una vez acostumbrada a la insubordinación no
pueden tener sobre ella sino una influencia precaria los mismos jefes que proclama”. La
solución que propuso, teniendo en cuenta que el gobierno nacional ya no contaba para
ayudar, fue sugerir que el nuevo gobierno local se apoyase en magistrados, vecinos y
propietarios, es decir en una fuerza moral en vez de una física (la subvertida guarnición) a la
que se debía doblegar. Predicando con el ejemplo, Luzuriaga renunció y se retiró a Chile. La
nueva autoridad cuyana, tras un frustrado primer intento (guarnición nacional comandada por
Alvarado), envió un segundo ejército (ahora con mayoría miliciana) contra los insurrectos que
no solo los venció sino que liberó San Juan con el beneplácito del Cabildo, que no hacía
mucho había apoyado a Mendizábal. Al final, la gravitación de los restos del ejército nacional
resultó menos decisiva de lo que su superioridad militar hacía suponer: en el caso sanjuanino,
la guarnición militar fue puesta en fuga por el ataque frontal de fuerzas menos aguerridas
(milicias en el segundo ataque), mientras que en Tucumán fue superada por sus aliados de la
élite local.
Es evidente pues que en el caso cordobés, el motín de Bustos era en primer lugar el
motín de un general y, en segundo término, un levantamiento que no suponía un peligro para
la paz social. De corte más conservador no representaba un peligro para las fortunas de los
propietarios. Bustos además era un veterano de la revolución, experimentado y reconocido,
pero por sobre todo, cordobés; es decir, el motín no introducía en este caso un elemento
extraño en el horizonte provincial.
En la ciudad de Córdoba, entretanto, el cabildo, sin conocer las reglas del juego,
entregó la gobernación a José Javier Díaz, quien ya la había ocupado durante la breve etapa
artiguista en 1815. Díaz se consideró de inmediato el legítimo depositario de la autoridad local
y no adivinó la rivalidad sobreviniente de Bustos, quien a su vez había prometido que su
ejército solo sería empleado en la lucha con los realistas, en el Norte. No cumpliría tal
promesa principalmente debido a la imposibilidad evidente del gobierno central de seguir
suministrando los recursos necesarios para mantener esa fuerza. Al final, Bustos llegó a
Córdoba para quedarse, pese a las recriminaciones del general Paz. En Córdoba la presencia
de los restos del ejército del norte causó de inmediato nuevas penurias financieras para la
gobernación interina de Díaz, cuya imagen empezó a caer en picada entre quienes debían
pagar mayores contribuciones. Se organizó un partido en torno a Bustos y en una Asamblea
Constituyente y Legislativa se aclararon las afiliaciones entre aquéllos que seguían apoyando
el régimen central y quienes ahora se identificaban como federales o liberales y que algunos
llamaban también montoneros. Bustos se erigió como vencedor en la votación y sucedió a
Díaz el 24 de marzo de 1820.
Durante los primeros años de su gestión, Bustos fue el instrumento de un bando interno
a la élite que era esencialmente el continuador del que había apoyado anteriormente al
régimen dictatorial. Solo hacia 1824 Bustos comenzó a tomar peso propio. Al finalizar su
mandato, el 25 de febrero de 1825, sus partidarios lo propusieron para la reelección. Pero el
Congreso provincial de Representantes, mediante una maniobra, impuso en el cargo a un
político moderado de tendencia unitaria, José Julián Martínez. Esto despertó la ira de los
partidarios de Bustos que, con el apoyo de los comandantes de campaña -jefes de las
milicias rurales- disolvieron el Congreso y eligieron nuevos representantes que, el 30 de
marzo de 1825, lo consagraron nuevamente gobernador. ¿A qué se debió este desenlace?
Bustos tenía sin duda la lealtad de las milicias rurales lo mismo que la de las autoridades de
la campaña. Por tanto, la oposición se reducía a la élite urbana. En suma, mientras que al
principio Bustos solo había contado con el apoyo de sus dos mil quinientos efectivos (de allí
la falta de peso propio), hacia 1825 a ese apoyo se le habían añadido otros:
El de los jefes de las milicias rurales cuya elección hasta el grado de coronel era
atribución exclusiva del gobernador.
El de las autoridades civiles de los distritos rurales que, aunque designadas por el
cabildo, muestran sus simpatías por Bustos.
Así, pues, Bustos lograba una nueva base de poder apelando a los poderes que le
confería el Estatuto Provisional de 1821. Pero no solamente lo lograba gracias al predominio
en la administración que le daba ese instrumento jurídico. También lo conseguía porque la
concentración de poder en sus manos no solo se daba de hecho sino de derecho, al
habérsela institucionalizado. El apoyo de sus tropas, concurrentemente, servía para
convertirle en árbitro en lugar de mero instrumento. Pero a esas tropas había que
mantenerlas con recursos locales y, además, debían ser empleadas para lograr apoyos que
ya no se encuentran dentro de la élite local. Bustos al final los consiguió en la rústica
campaña, iniciando con ello la debacle de la otra élite de notables de base a la vez rural y
urbana.
En suma, el ascenso discreto del poderío rural durante el decenio de Bustos (1820 –
1830) fue asegurado por la reducción progresiva de las fuerzas militares de línea. Esta
comenzó entre 1820 y 1821, tras el Motín de Arequito, que dispersó los restos sobrevivientes
del ejército del norte. Prosiguió luego ya en tiempos de paz, cuando el ahogo financiero obligó
a Bustos a emplear sus tropas como instrumento de política interna. Apenas readecuadas,
23Paz había sido expulsado de la provincia en 1821. Además, recriminaba a Bustos por el hecho de no
haber participado en la Guerra del Brasil y tampoco haber cumplido su promesa de llevar los ejércitos
nacionales al Norte, tras su motín en Arequito (1820).
tales fuerzas no fueron un oponente digno para el ejército mejor preparado y armado de Paz.
De allí la fácil derrota de Bustos.
El caso de Córdoba como el de otras regiones del Interior es, pues el del surgimiento de
un nuevo liderazgo de base rural, apoyado en la organización de milicias predominantemente
rurales y en una serie de limitaciones y frenos puestos a la militarización urbana (por que los
nuevos líderes no quieren rivales en sus capitales). Planteado el problema de cómo financiar
una administración que ya no puede esperar recursos desde el gobierno central (que vive su
crisis extrema), cada líder reduce a su mínima expresión el aparato administrativo de su
respectiva jurisdicción, manteniendo a las autoridades menores para seguir recaudando. El
empleo de la fuerza, mientras tanto, se transforma en un recurso normal de la administración,
en un instrumento de las necesidades fiscales de los gobiernos provinciales. Las milicias
rurales, entretanto, se financian de la concurrencia entre las arcas públicas y la presión que
se ejerce sobre las élites y los nuevos poderosos a través de aquellas mismas milicias. Cada
provincia al cabo encuentra una variación de dicha solución: En Catamarca da lugar al
surgimiento de dirigentes subregionales, en la Rioja a la primacía de los Llanos sobre la
capital, y en Tucumán a la rivalidad entre jefes pertenecientes a la élite urbana que se han
dotado de séquito rural. La base rural del aparato militar de cada jurisdicción es pues el
común denominador en todos los casos.
El caso de Santiago del Estero: Pero no siempre el aparato militar era solo una
costosa reliquia del pasado. En algunos casos, la gravitación de tales ejércitos adquiría un
peso mayor cuando se trataba de tropas de frontera, implicando consecuencias políticas
complejas como en el caso de Santa Fe y Santiago del Estero. La evolución en Santiago del
Estero comenzó con la misma revolución, cuando los comerciantes de la capital, que
dominaban el cabildo y eran dueños de las escasas tierras irrigadas, de pronto sufrieron el
abrupto golpe de la paralización del tradicional flujo comercial de la época virreinal. La ruina
del comercio altoperuano junto con la escasez de mano de obra (Santiago y Córdoba eran
centros de migración hacia la campaña del Litoral), que se vio agravada por las requisas de
hombres para los ejércitos patrios fueron las causas de la decadencia santiagueña. Por otra
parte, la única riqueza que todavía la decadencia no se había atrevido a tocar, la de los
ganaderos con pasturas en Chaco, finalmente fue alcanzada con el inicio de las
contribuciones forzosas para la guerra revolucionaria. No obstante, la nueva coyuntura
económica favoreció a Santiago del Estero con el libre comercio, ya que los cueros
provinciales empezaron a ser más demandados. Al cambio en el equilibrio económico
sucedió otro en el político-militar: la tropa veterana de frontera fue retirada para la guerra de
independencia y reemplazada por hombres tomados de las milicias locales, en su mayor
parte en la retaguardia inmediata ganadera. Parecieron entonces dadas las condiciones para
un cambio político local: la hegemonía de la capital y de los propietarios de las tierras
irrigadas, que tenían su fortaleza en el Cabildo, parecía amenazada. El desenlace fue forzado
y precipitado por la crisis del gobierno central.
Entre 1820 y 1821, formando parte del territorio de la República de Tucumán del
gobernador Aráoz, la situación se agravó para Santiago. Salvo el representante de Matará, de
donde procedía Ibarra (la comarca ganadera de Matará no rivalizaba económicamente con
Tucumán), todos los demás representantes santiagueños deploraron la unión y se negaron a
votar en las elecciones de diputados que Santiago debía enviar a la capital de la república. Al
disolverse la misma en 1821, la posición de Ibarra se hizo particularmente delicada frente a
sus enemigos capitulares ahora triunfantes. Pero la solución que adoptó fue sencilla y brutal:
avanzó con sus tropas fronterizas y conquistó la capital, gobernando la provincia por los
siguientes 30 años.
Lo original de la medida de Ibarra fue haber matado dos pájaros de un tiro: por un lado
salvó su propio futuro político y, por el otro, al quedar como único dueño de la hegemonía
política, se aseguró los recursos necesarios para el mantenimiento de esa tropa fronteriza
que a la vez era su principal base de poder. Fuerza armada permanente, ya que no milicias
como las de Quiroga, que solo eran movilizadas en momentos de crisis. El poder de Ibarra
era por tanto más independiente del equilibrio social y menos compartido con subjefes
regionales, por lo que la unificación política lograda por Ibarra era mayor que la obtenida por
Quiroga en La Rioja. Ibarra controlaba directamente toda la provincia mientras que Quiroga, a
pesar de haber vencido a sus opositores, no tenía un control efectivo ni mucho menos fuera
de los Llanos.
El ascenso de las fuerzas de frontera a la supremacía militar (por sobre las milicias) y a
la larga política sobre provincias enteras fue un hecho que se produjo especialmente a partir
de 1820, justo cuando se derrumbaba el poder del gobierno central. Un proceso análogo
aconteció en el ámbito de la Liga de los Pueblos Libres.
El caso en el Litoral: también aquí encontramos, tras de los nuevos poderes políticos,
un poder militar de base local que es en Santa Fe el de las tropas de frontera y en Corrientes
el de las milicias rurales. Solo en Entre Ríos sobrevive el cuestionado sucesor de Ramírez, el
porteño Lucio Mansilla sin séquito fuera del ejército. Resistido, su capacidad de iniciativa es
ínfima, por lo cual las provincias vecinas no se interesan por él. Atado de manos, no supone
un serio peligro para ellas.
Así, tras el definitivo derrape artiguista, para cada provincia del Litoral se puede
encontrar un ejemplo similar en el Interior. La divergencia de destinos entre éste y el Litoral,
que en la primera década revolucionaria saltaba a la vista, parece haber desaparecido ahora.
La diferencia consiste en que antes de 1820 existían fuertes oposiciones entre un pequeño
número de bloques regionales. Después esa fecha todas las jurisdicciones quedaron en una
situación parecida, caracterizada por la fragmentación y la diversidad.
A su vez, la capacidad ofensiva de los disidentes estaba también muy disminuida tras
las sucesivas invasiones lusas y la pérdida de Montevideo en 1817. Artigas seguía peleando
una guerra de guerrillas en la Banda Oriental y había declarado también la guerra a Buenos
Aires a la que acusaba de haberse aliado con los luso-brasileños. Pero de hecho, la marcha
desafortunada de las hostilidades le había obligado a refugiarse en su reducto de
Purificación. Cuando sus propios aliados de la Liga Federal decidieron a su vez invadir
Buenos Aires, el Protector intentó disuadirles de la idea. Ramírez y López no le hicieron caso
y, en la batalla de Cepeda (1820) derrotaron al ejército de Rondeau, formado supuestamente
por los restos del ejército nacional. A partir de entonces sobre Buenos Aires se abatió un
período cargado de vicisitudes y caracterizado por la incertidumbre política. Gracias a su
superior experiencia, el partido directorial logró convertir lo que era una humillante derrota en
Pero la identificación entre el partido directorial y la elite económica y social que habían
conducido a la revolución durante su primera década de vida parece una simplificación
excesiva. Ya se ha intentado demostrar cómo, aunque reclutado dentro de la élite criolla, el
grupo que dirigió la política revolucionaria no era idéntico a ella, y también cómo en el curso
de la lucha aumentaron las distancias entre uno y otro. Sin duda el régimen directorial advirtió
tal distanciamiento y procuró acortar la brecha, pero sus esfuerzos fracasaron; la brecha
persistió y hacia 1819 se la podía advertir nítidamente. En consecuencia, sobre la conciencia
del directorio pesaban los reproches de la oposición y las críticas de la élite criolla. También
la mencionada identificación entre régimen directorial y elite económico-social tiene como
consecuencia lógica la interpretación de los choques de 1820 como manifestaciones de un
conflicto abierto entre sectores sociales opuestos. Y testimonios como el de Beruti así lo
hacen pensar: “patria… llena de partidos y expuesta a ser víctima de la ínfima plebe, que se
halla armada, insolente y deseosa de abatir a la gente decente, arruinarlos e igualarlos a su
calidad y miseria”. La plebe, en efecto, fue armada, arreciaron las milicias, los veteranos se
desbandaron, pero al cabo, no se produjo ninguna rebelión plebeya. Por tanto, se podría
concluir que las tensiones sociales no existían al menos en el grado que las describieron los
grupos altos que, pese a la desbandada de los veteranos, no pasaron de sufrir más que
insolencias de la “ínfima plebe”.
Luego, ante la aparición de Balcarce con la infantería intacta, el alma volvió al cuerpo
del bando directorial. Aguirre, que había sucedido a Rondeau, le devolvió el mando supremo,
y el derrotado en Cepeda pretendió que la reciente batalla nunca había tenido lugar. Pero ni
López ni Ramírez aceptaron este desenlace, como tampoco Soler, a quien Rondeau
encargaba ahora reagrupar las dispersas fuerzas nacionales quizá con ánimos de volver a la
lucha. Acorralado por las negativas y desplantes, Rondeau finalmente renunció a su cargo, y
su autoridad pasó al Cabildo. Pero Ramírez exigió a continuación la conformación de un
gobierno no vinculado con el régimen caído. Para atender a su requerimiento se congregó un
Cabildo Abierto que, acto seguido, eligió a la primera Junta de Representantes 25 de la
provincia. Ésta a su vez designó gobernador a Manuel de Sarratea, quien había hecho de
opositor de Pueyrredón en el pasado.
La saga de hechos que se sucede tras el tratado de Pilar adquiere desde entonces una
velocidad vertiginosa.
25 La Junta de Representantes de Buenos Aires, también conocida como Sala de Representantes, fue
un organismo de gobierno que funcionó en la Provincia de Buenos Aires entre 1820 y 1854. Constituyó
el antecedente de la actual Legislatura de la Provincia de Buenos Aires
En octubre de 1820 Buenos Aires había superado el caos y el colapso total. La facción
militar y plebeya, tan fuerte en la ciudad, había sido finalmente doblegada por las tropas de
frontera y los milicianos del Sur, dirigidos por Rodríguez y Rosas, es decir, por los rurales.
En suma, un nuevo ordenamiento político en Buenos Aires surge de las ruinas dejadas
por la crisis de 1820. Será obra del ministro de gobierno de Rodríguez, Bernardino Rivadavia,
en colaboración con el ministro de Hacienda, Manuel José García, que reconocerá dos
etapas esenciales: una, la comprendida entre 1821 y 1824, en que se la puede caratular de
genialmente profética u obra maestra, y otra, de 1825 a 1827, en que adquiere ribetes
catastróficamente obtusos. Ello no quiere decir que ideas parecidas a las implementadas por
esos hombres no hayan sido concebidas con anterioridad. La guerra, cuando no, impide que
sean puestas en práctica antes de 1820, sobre todo por la voracidad de la maquinaria militar.
La paz que sobreviene en el territorio provincial es finalmente el factor determinante que hace
posible que la Feliz Experiencia potencial pueda ser llevada a los hechos y cambiada por una
Feliz Experiencia real. Es el descubrimiento de un rumbo nuevo y más seguro para la
economía de Buenos Aires, resultado de esa paz, con sus promesas de una prosperidad más
general, lo que hace las veces de imán para atraer a los sectores de intereses a lanzarse de
lleno a la aventura.
Pero el nuevo poder, gracias a las circunstancias en que ha surgido, tiene una notable
libertad de maniobra, en particular frente al ejército y las finanzas. Al primero lo puede
reorganizar ya no partiendo de una proyección nacional como antes, sino ajustándolo a las
necesidades precisas de la provincia. A las finanzas, entretanto, las puede manejar con el
único destino que antes tenía vedado por las aspiraciones nacionales de la revolución: las
rentas serán desde 1820 empleadas en el propio ámbito provincial.
Las reformas que implementa el gobierno de Martín Rodríguez, entonces, se hacen eco
primero del ejército. Se licencian tropas y a otros veteranos se los retira de la actividad en
forma definitiva, pero con sueldos equivalentes al treinta por ciento de la soldada. Como
compensación se les habilitan títulos adelantándoles lo que sería la jubilación de los
siguientes veinte dos años. Luego, en un mercado informal surgido al efecto, tales títulos
perderán su valor y colocarán a sus tenedores en un difícil trance.
Puesto al servicio de la economía privada, el estado se asigna una tarea que contempla
diversos objetivos. En primer lugar lanza disposiciones para el control de vagos, esa “clase de
vagabundos”, improductiva, gravosa, nociva a la moral pública e inductora de inquietudes en
el orden social. Los vagos son así destinados al servicio militar y si no son aptos, se los
emplea en la obra pública. También el estado instruye un registro de mendigos que el
ministro de gobierno ha de cursar al Jefe de Policía. Desde entonces los mendigos no están
habilitados para pedir limosnas en parajes públicos ni entre los asistentes de ceremonias
tales como entierros, honras, bautismos y casamientos. La pena por violar estas
disposiciones es la internación en el asilo público para quienes no tengan ni recursos ni
buena salud; en cambio para aquéllos que sean saludables o que dispongan de recursos, se
los destinará a obra pública y, en caso de reincidencia, a las tropas de campaña.
muchas disposiciones retoman en gran medida la experiencia del pasado colonial, hay un
punto esencial en que no lo hacen: el interés por las clases populares no tiene como meta
beneficiarlo mediante el principio revolucionario de la igualdad ni aún convertirlo en el objeto
de la paternal atención de los gobernantes. Así, en el sector del trabajo el liberalismo parece
no tener vigencia, puesto que lo que prima es la coacción pública y el trabajo obligatorio o
forzoso. En el caso de la primera, su propósito es imponer una disciplina sectorial; en el caso
de la mano de obra, ello es evidente. Pero también es una disciplina que deben seguir los
patrones, ya que, por ejemplo, no pueden dar asilo y trabajo a peones de otros patrones.
A continuación, son las confidencias de un conspirador las que dejan las únicas
consecuencias negativas del asunto. El delator ha revelado los nombres de algunos
destacados personajes como Saavedra. Pero lo que provoca escozor y sorpresa en el
gobierno es la inclusión de Juan Manuel de Rosas entre los conspiradores. Rodríguez y sus
ministros no avalan la locura o la perversidad de tales acusaciones. Pero el trago amargo que
queda es la sensación de vulnerabilidad a un retorno de la agitación política. El gobierno toma
debida nota de la lección aprendida para no desaprovecharla en el futuro.
El caso del sufragio universal: Una paradoja del nuevo gobierno es que al mismo
tiempo que identifica los intereses de la provincia con los de los grupos económicamente
dominantes, concede a través de la ley de agosto de 1821 el sufragio universal. Dicha ley fija
el régimen de elecciones para la Legislatura concediendo el voto activo a “todo hombre libre,
natural del país o avecinado en él, desde la edad de 20 años o antes si fuere emancipado” y
el pasivo a “todo ciudadano mayor de 25 años, que posea alguna propiedad inmueble o
industrial” para la cual no establece monto mínimo. Uno de sus más enconados críticos
póstumos, Esteban Echeverría, critica al sistema por haber concedido el voto y la lanza al
proletariado (Echeverría alude como proletariado de lanza a las milicias rurales que habían
hecho posible en 1820 el triunfo del nuevo régimen de gobierno). Por otra parte ese
proletariado de lanza, transformado en sufragante gracias a la ley electoral, asegura una
sólida base al régimen. No obstante, la ley de 1821 no puede considerarse una innovación
electoral pues registra antecedentes en 1812 y 1815, cuando se había otorgado el voto a los
vecinos y patriotas, aunque la apatía dominó entonces la escena. Quizá haya sido la
experiencia de esa apatía popular la que condujo al gobierno a conceder en 1821 el sufragio
universal. Pues de mantenerse la tendencia, la ventaja para el gobierno está en que con la
nueva ley puede movilizar a los batallones (la tropa de línea contribuye a incrementar
decididamente el número de sufragantes) en su propio beneficio. La ampliación del sufragio
también facilita el ensanchamiento del círculo dirigencial al incluir a los artesanos como
candidatos junto a los tradicionales doctores. Pero su presencia en la legislatura está lejos de
modificar esencialmente la composición de la Junta de Representantes, habitada en su gran
mayoría por notables de la élite socio económica.
Para el sufragante que ha de votar sin sentir el rigor de la influencia del gobierno (como
es el caso de soldados y empleados de la administración pública), la elección se presenta
como un acto más espontáneo y natural. Asistirá por diversas razones: solidaridad con algún
candidato, identificación con alguna figura reconocida de la cual se conoce su intención de
voto o apego a las propias convicciones políticas. Incluso puede haber alguna figura pública
que haga proselitismo en pos de tal o cual candidato en un barrio determinado de la ciudad.
De todas maneras, ninguna de las facciones que participan en el escrutinio tiene estructura
formal propia y las listas de candidatos se anuncian a través de los periódicos usando
seudónimos.
28 La movilización de los adictos, fueran éstos soldados o empleados públicos, se lograba a través de
diferentes medios como la intimidación, el temor a ser cesanteado, benevolencia para con el soldado,
clientelismo, etc.
Además de la disciplina interna, otra garantía de éxito para el gobierno parece haber
sido la concurrencia de sus propios intereses con los de la élite económica y social que
dominaba en la Sala de Representantes. Ésta concurrencia, no obstante, no se revela como
condición sine qua non para asuntos menores como la reforma eclesiástica, donde el
gobierno no cuenta con el beneplácito ni de los sectores populares ni de dicha élite. Por
tanto, los gobernantes pueden moverse con libertad dentro de determinados límites.
Tal como las divisiones internas de la élite económica dominante, en el seno del
gobierno las divisiones no se producen en torno a la orientación general del estado sino a la
distribución del poder y sus beneficios entre alianzas estrictamente personales. Al cabo,
frente a la política de intereses basada en la solidaridad revolucionaria que se dio entre 1810
y 1820 tenemos una política de intereses que termina por reflejar el mundo de complicidades
y rivalidades de una reducida oligarquía urbana. Este intrincado sistema político que se
desarrolla en el período de la experiencia feliz de Buenos Aires tan solo puede sobrevivir
mientras se mantenga un acuerdo marco fundamental entre todos los involucrados. Debilitado
éste, todo se irá al diablo.
Conclusión: Uno de los principales problemas que la revolución deja a todos los
gobiernos que la suceden de manera fragmentada a lo largo del país (tanto en Buenos Aires,
como en Córdoba, Santa Fe y Mendoza por citar los ejemplos más importantes), es crear un
orden político menos vulnerable a las propias debilidades a la vez que a las amenazas
externas. El primer paso para solucionarlo es seguir el camino de la institucionalización
tratando de evitar la formación previa de una red de afinidades y alianzas que solo serviría
para quitarle coherencia al grupo. La Feliz Experiencia logró el primer cometido pero fracasó
en el segundo (algo similar sucedió con el Interior). Trasladado al ámbito nacional, el flujo
comercial para alimentar la riqueza requería de un marco coherente y estable que regulase
las relaciones entre cada uno de los fragmentos que habían sobrevivido a la implosión del
proyecto revolucionario. Es evidente que tampoco tal marco se dio en la realidad. Por tanto,
del efecto doble de la ruralización y la ausencia de un marco institucional tuvo como resultado
el nacimiento de un nuevo estilo político que busca el modo de adaptarse a ese marco tan
inhóspito antes descripto.
CONCLUSIÓN:
En 1820 los principales rasgos del área rioplatense eran (con diferencia de grados entre
región en región):
Tal dualidad no es en todas las regiones tan marcada ni tiene el mismo sentido. En
Buenos Aires se presenta como heredera de otra, inaugurada con la revolución misma, que
corre entre los hombres lanzados a la carrera de la revolución y esa élite urbana y criolla a la
que pertenecen pero que se resiste a seguirles por ese camino ante la incertidumbre que el
cambio trae aparejado. La emergencia de la campaña tras 1820, significa sustancialmente
una nueva base de poder para esa misma élite que apoya desde fuera el experimento
iniciado en 1821. La reticencia de esa élite a embarcarse por su propia cuenta en un
experimento semejante junto a aquéllos que habían hecho de la política revolucionaria una
profesión tomaría casi diez años en ser doblegada (es el caso de Juan Manuel de Rosas, al
que le llevará unos cuantos años asumir que él solo se puede manejar en la política)).
Aun estando presente en Buenos Aires, esa dualidad se presenta atenuada en sus
rasgos. La distancia entre la élite política y la económico-social en trance de parcial
ruralización es menor que en otras partes. Fuera de Buenos Aires, la convivencia entre los
dueños y los administradores del poder se revela desde el comienzo problemática y ello
explica en gran parte la fragilidad del orden político que surge de los derrumbes de 1820.
¿Quiénes son los administradores del poder? Están representados por dos grupos:
Por otra parte, la relación entre dueños del poder y colaboradores suele oscilar entre
períodos de colaboración relajada y momentos tensos que dependen principalmente de las
circunstancias. Pero no es sólo la debilidad en que han quedado las élites políticas golpeadas
por el derrumbe de 1820 la que empuja a una rencorosa colaboración. La distancia entre ellas
y los nuevos dueños del poder, surgidos de la ruralización, es menos extrema de lo que se
puede suponer y muchas veces está atenuada por la solidaridad con la que las partes se
relacionan.
La guerra, más que la revolución, introduce un cambio en el equilibrio político del grupo
dirigente que es más interior que exterior. Los lazos internos en dicho grupo no han de
disolverse al surgir la hegemonía del sector antes secundario. El caso de Bustos, Aldao o
Ibarra (Córdoba, Mendoza y Santiago del Estero respectivamente) son por demás elocuentes:
todos ellos eran de origen lo bastante elevado para que su ascenso al poder supremo no
tuviera nada de escandaloso. Su éxito político los predispone mal frente al grupo
originalmente dominante pero no por ello se los separa irremediablemente de una élite de la
que ya formaban parte.
Sin duda, al consolidar nuevas bases de poder abren el camino para sucesores menos
bien integrados en la élite provincial. Sobre todo cuando en 1835 Juan Manuel de Rosas
intenta rehacer sobre bases más toscas y más sólidas la hegemonía de Buenos Aires, su
ascendiente sobre el Interior favorecerá el encumbramiento de figuras que ocupan un lugar
secundario (Manuel López, gobernador de Córdoba y aliado incondicional del Restaurador de
las Leyes, por ejemplo). Frente a este ascenso de personalidades secundarias, los auxiliares
letrados del nuevo poder recientemente emergido se mueven dentro de los estrictos límites
que les marcan sus derrotas pasadas.
Hay todavía otro motivo para que ese sector letrado auxiliar sea solo intermitentemente
rival de los nuevos dueños del poder: allí donde es más numeroso y cuenta con fuentes
adicionales de ingresos (comercio o tierra) se encuentra además demasiado frecuentemente
dividido por rivalidades internas: es el caso de Córdoba, donde Bustos usa esas rivalidades
para consolidar su propio poder.
La rivalidad del sector letrado, al que el derrumbe político de 1820 ha condenado a una
función auxiliar no implica entonces en sí misma una amenaza seria para el orden que
emerge de ese derrumbe. Solo constituirá una verdadera amenaza cuando el nuevo orden
sufra a causa de sus propias debilidades, que son las que le impiden consolidarse. Esas
debilidades están relacionadas con:
En el nivel más ínfimo, la solidaridad familiar, aún más que en tiempos coloniales, es el
principal elemento de cohesión, el punto de partida para alianzas y rivalidades, desde Salta
hasta Mendoza. Se trata de enteras familias que se vuelcan en bloque por la causa
revolucionaria o la del rey. También es posible descubrir cómo tales causas y las que luego
surgirán durante la primera década revolucionaria escinden a linajes enteros. ¿Cuáles fueron
las raíces y los límites de la solidaridad familiar?
Dado entonces que la familia ya contaba como elemento indispensable del orden
colonial, ¿qué cambió en ella la revolución? ¿En qué medida afectó la guerra revolucionaria
al vigor de esta institución familiar?
Tras 1820, la disolución del poder directorial devuelve un inmenso poder a las grandes
familias que han sabido atravesar las borrascas revolucionarias. Las huellas que la revolución
ha dejado en ellas son también vastas. Por ejemplo, la delegación de funciones ha hecho
surgir dirigentes locales poderosos con un peso específico mucho mayor frente a todo el
grupo familiar, comparado con el que tenían los jefes de familias de similares características
en tiempos de la colonia. Se trata de un tipo de dirigente nuevo que ahora tienen ascendencia
sobre una zona mucho más vasta que excede el área de influencias de la familia a la que
pertenece (Quiroga, en La Rioja). Ello hace que el patrimonio familiar quede
permanentemente expuesto a los vaivenes de su propia suerte. Las oscilaciones de fortunas
son, por lo tanto, más intensas y rápidas que en el pasado. A estas alturas, pues, es la
personalidad, el prestigio y la capacidad del jefe lo que marca la continuidad del linaje, más
que el patrimonio familiar, sus tierras o sus influencias políticas.
La disgregación del poder central en 1820 también contribuye para convertir a las
grandes familias en máquinas de guerra que se esfuerzan al máximo por establecer o
cambiar alianzas ya sea para conservar el favor administrativo o para mantener su influencia
política, su ascendencia sobre la región, su patrimonio en tierras, ganados y dinero o todo
junto a la vez. Se advierte entonces cómo las grandes familias, sus alianzas y sus feudos no
pueden ser la base de constelaciones políticas sólidas, capaces de generar, capaces de
asegurar el orden regional o nacional.
La ascensión de dirigentes regionales, antes jefes familiares con bases de poder mucho
más restringidas, por otra parte choca con la de otros dirigentes que también desean expandir
su área de influencias. Surge entonces entre ellos la necesidad de articular sus propias
ambiciones personales lo que llevado al plano de la realidad adopta la forma de una red de
relaciones personales entre personajes políticamente influyentes. Sobre esa red, a la vez
tenue y compleja, de cambiantes relaciones personales, lo que la paciencia de los dirigentes
intenta erigir es un sistema de entendimiento entre figuras localmente influyentes que ocupe
el vacío dejado por el estado nacional. Es una modalidad que triunfa en todo el país, incluso
en Buenos Aires: gradualmente la entrada de esas relaciones en la esfera pública acaba por
transformarlas en alianzas políticas que, sin embargo, no pierden su sentido originario ni se
ven desnaturalizadas. Se trata entonces de una red hecha de coincidencias y afinidades
privadas que sigue prevaleciendo una vez insertada en la esfera pública. Pero una red así
constituida tiene a veces como consecuencia política la ruptura y no la consolidación del
sistema de equilibrio entre los distintos poderes regionales del que depende una paz siempre
insegura.
tratar de convivir en la coyuntura lo mejor posible, tratando de mantener una paz precaria
jugando un complicado juego político en demasiados tableros a la vez. Este es el camino que
seguirá Buenos Aires, no sin éxito, entre 1821 y 1824, cuando la Feliz Experiencia. Con todo,
ni su supremacía económica ni aún su mejor condición financiera le permitirán consolidar su
hegemonía sobre el resto de las provincias. Del fracaso sucesivo de las dos anteriores,
surgirá una tercera alternativa con la creación, primero en la provincia hegemónica y luego en
todo el país, de una solidaridad propiamente política, más resistente y efectiva que sus
símiles económica y social (alianzas familiares, alianzas de intereses suprarregionales). Es la
solución lentamente preparada por la crisis de la década que comienza en 1820, madurada
en la década siguiente gracias a la tenacidad de Juan Manuel de Rosas. Con ella surge
finalmente el orden político que la revolución, la guerra, la ruptura del orden económico
virreinal han venido preparando.
Nota: