HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN
DE TRUJILLO
ALFREDO REBAZA ACOSTA
HISTORIA
DE LA REVOLUCIÓN
DE TRUJILLO
Historia de la Revolución de Trujillo
Alfredo Rebaza Acosta
Luis Alva Castro (Editor)
Impreso en el Perú.
Diseño e Impresión: Litho & Arte SAC., Jr. Iquique N° 046 - Breña
Nuestro agradecimiento:
Esta edición está dedicada a las juventudes del presente y del futuro,
con la seguridad de que este libro siga arrojando luz sobre los hechos,
sobre los que se han dado tantas y tan contradictorias versiones.
Víctor Raúl regresa al Perú, después de 8 años de exilio. En la fotografía, su reencuentro con Manuel Seoane
en Talara, 1931.
Índice
I ANTECEDENTES DE LA REVOLUCIÓN 1
La masacre de Paiján
Las violaciones de Chocope
La masacre de la Noche de Pascua
II PREPARATIVOS DE LA REVOLUCIÓN 15
Organización del Valle
IV LA RENDICIÓN DE LA PREFECTURA 39
V DISPOSICIONES DE LA PREFECTURA
REVOLUCIONARIA 48
X LA REPRESIÓN SANGRIENTA 88
ANEXOS
Querida Adriana:
Creo que Rebaza Acosta no tan solo ha enseñado historia, sino que
también la ha hecho. Y por eso su magisterio, más que una simple evo-
cación de sucesos, ha sido todo el tiempo una permanente incitación a
cambiar el mundo. Así lo supimos sus jóvenes discípulos de entonces y
así lo saben quienes ahora lo leen. Por eso esta edición de su Historia de
la Revolución de Trujillo tendrá siempre la virtud de traer hasta nosotros
el recuerdo de los bravos luchadores de entonces y de todas las épocas,
y la certeza de que ningún esfuerzo es vano cuando se ha apostado el
corazón por una causa generosa.
Pero sobrevino el alud imperialista. Desde fines del siglo pasado, las
pequeñas propiedades fueron absorbidas por las empresas imperialistas y
por el latifundio. Acentuóse el desequilibrio económico, a medida que au-
mentaban los grandes propietarios. El dicho de Plinio justificaríase una vez
más: “Latifundia Italiam perdidere”. En la región minera de la sierra del
Centro, la pequeña propiedad fue absorbida por el empresario yanqui. El
trágico Mac Cune pasó a ser un símbolo del imperialismo mañoso, terco
y opresor. En el Norte poco a poco aparecieron los tentáculos imperialis-
tas. El petróleo en Talara, Zorritos, Lobitos; el azúcar en La Libertad; el
XX
Nacido del dolor de un pueblo, amasado con el dolor de las clases opri-
midas del Perú, el Aprismo peruano avanza y sigue avanzando por el dolor
y con el dolor. Nada para él ha sido ni será fácil. Por lo mismo su triunfo
será definitivo, merecido y perdurable. Por vez primera, el Perú contempla
el caso de un partido, bajo cuyas banderas, se reúnen centenares de millares
de hombres, conscientes de que deben sacrificarse. Ningún señuelo de re-
compensas inmediatas los congrega. Ninguna ambición de galardones fáci-
les los empuja. Saben todos que en el Aprismo el sacrificio es interminable, y
que las alegrías surgen de la convicción de sabernos sacrificados y sacrificán-
donos en la forja de una obra perdurable y segura, inevitable y próxima ya:
la liberación de las clases oprimidas, el acercamiento de la Justicia Social.
La página de dolor de la Revolución de Trujillo sería, por eso, aun cuando
el movimiento no hubiera tenido por airón el airón aprista, sería una pá-
gina aprista. Estamos orgullosos de ella. Los dos mil muertos sembrados por
la tiranía en esa jornada vesánica; los colegiales masacrados en el flor de su
adolescencia; las mujeres victimadas con el grito de rebeldía en los labios;
Prólogo XXIII
los viejos que, como Fidel León, dieron a la muerte el sabor incomparable
de su ironía suprema, todos y cada uno son ejemplo y acicate para la lucha
definitiva, para la tarea final.
Búfalo Barreto
XXVI
Víctor Raúl en el Teatro Popular de la calle Ayacucho, con el clásico saludo aprista. Trujillo, 1931.
XXVII
Manuel “Búfalo” Barreto en la quinta de Llorens, cinco días antes de la revolución de Trujillo
XXVIII
Haya de la Torre entrando a Cajamarca. En la garita de control la policía revisa la documentación, 1931.
XXXI
Haya de la Torre ante una multitudinaria concurrencia de militantes apristas, a su arribo a la ciudad de Chiclayo, 1931.
XXXII
Otra vista donde se aprecia a Víctor Raúl Haya de la Torre y su “Manifiesto a la Nación”. Domingo 12 de noviembre de 1931
XXXV
Con Manuel Arévalo, militante aprista que ofrendó su vida por los ideales partidarios. En esta foto-
grafía, unidos mas allá de la muerte.
I
ANTECEDENTES
DE LA REVOLUCIÓN
Bastará citar una cifra para demostrar la fuerza enorme del Aprismo
en el departamento de La Libertad. De 4.600 electores que se inscri-
bieron en el Registro Electoral de Trujillo para las elecciones de 1931,
4.300 votaron por el APRA. O lo que es lo mismo solo faltaron 300
votos dispersos para unanimizar la votación. Casi lo mismo pasó en el
resto del departamento. Bastará recordar que en la provincia de Hua-
machuco, sobre una base de 1.200 electores, el comandante Sánchez
Cerro sacó tres votos.
El Aprismo, pues, tenía su baluarte más infranqueable en el departa-
mento de La Libertad. Y no se nos diga que ello obedeció a un estrecho
sentimiento regionalista, ya que el candidato del APRA a la Presiden-
cia de la República, Víctor Raúl Haya de la Torre, era trujillano. No,
más bien ello se debió —y esto es menester dejar ejecutoriado— a una
mayor comprensión del movimiento aprista, dadas las múltiples cir-
cunstancias. Así, por ejemplo, bastará recordar que el departamento
de La Libertad resiste a la succión de los tentáculos de tres imperia-
lismos: alemán, inglés y norteamericano. Las poderosas negociaciones
imperialistas, The Cartavio Sugar Co. inglesa, Empresa Agrícola Chi-
2 Historia de la Revolución de Trujillo
cama Ltda., alemana y The Northern Peru Mining & Smelting Com-
pany, norteamericana, han dado lugar a la formación —en sus vastos
campos y en sus inmensas fábricas— de un proletariado y de un cam-
pesinado con alto grado de conciencia de clase y con no poco fervor
revolucionario ante la injusticia.
No es este el lugar ni la oportunidad de examinar el proceso eco-
nómico de la Revolución de Trujillo. Habrá en ello mucha tela para
plumas más expertas y mejor entintadas que la mía. Pero sí urge dejar
establecido que el movimiento renovador aprista en el departamento de
La Libertad tuvo hondas raíces económicas y fue el fruto, repetimos, no
de un estrecho sentimiento regionalista, sino de una legítima y auténtica
conciencia política.
Cuando el comandante Sánchez Cerro, desde un balcón de la plaza
San Martín, anunció a las Américas que los apristas “no debían esperar
nada de su gobierno” y que, lejos de eso, “pulverizaría al APRA” induda-
blemente que se impuso la romana tarea de pulverizar a medio Perú. Y en
esta trayectoria de exterminio, era lógico suponer que se comenzara por
el foco más poderoso del Aprismo: por el departamento de La Libertad.
Refiramos los hechos.
LA MASACRE DE PAIJÁN
En los primeros días de diciembre de 1931, el gobernador de Paiján,
guardia civil Fernández, conocedor, sin duda, de la huelga política que
preparaba el Partido Aprista Peruano para protestar por la exaltación al
mando del comandante Sánchez Cerro, imaginó que los apristas iban
a atacar la comisaría de aquel lugar, y, con este motivo, comenzó a
transmitir a la subprefectura de Trujillo noticias alarmantes sobre un
inminente golpe, pidiendo refuerzos para su puesto.
Posteriormente, el guardia Fernández desestimó su pedido de re-
fuerzos porque dijo que el peligro había desaparecido.
Mientras tanto (y sin tener de ello conocimiento las autoridades de
Trujillo que condenaron la masacre), se había puesto de acuerdo con
la Guardia Civil de Casa Grande, que, al mando del teniente Alberto
Villanueva, vendría hacia Paiján en el momento oportuno.
Y así fue. El 6 de diciembre de 1931, a las 3 de la tarde más o
menos, el guardia Fernández que había solicitado la ayuda de algunos
Antecedentes de la revolución 3
Dirigentes del APRA en 1931, de izquierda a derecha: Pedro Muñiz, Luis Heysen, Manuel Seoane,
Víctor Raúl Haya de la Torre, Carlos Manuel Cox, Magda Portal, Samuel Vásquez, Manuel Vázquez
Díaz, Zoila Haya de la Torre. Solo falta Luis Alberto Sánchez.
El primer congreso de APRA en Trujillo. Al centro Antenor Orrego. A su lado Manuel “Búfalo” Barreto
6 Historia de la Revolución de Trujillo
1 Domingo Navarrete murió en el Hospital de Belén de Trujillo, a raíz de las heridas que re-
cibiera en la noche del ataque al local aprista. Momentos antes de exhalar el último suspiro,
hizo venir a sus hijos, y con voz trémula y apasionada, les pidió que le prometieran ser siempre
apristas. Luego les hizo levantar el brazo izquierdo y que dieran un viva al APRA. La escena,
de una dramaticidad única, conmovió fuertemente a los circunstantes.
12 Historia de la Revolución de Trujillo
Retrato en carboncillo de Victor Raúl Haya de la Torre. Autor Mariano Alcántara, integrante del
Grupo Norte.
Alfredo Tello Salavarria. Dibujo a pluma de Mariano Alcántara.
II
PREPARATIVOS DE LA
REVOLUCIÓN
4 Manuel Barreto Risco era un mozo de unos 35 años, robusto, casi atlético, que había forjado
su vida en medio de una lucha diaria. Había viajado por las costas del Pacífico, llevado de su
inquietud y de su bohemia.
Preparativos de la revolución 17
Estuvo en Santiago de Chile y en Valparaíso. También fue hasta Colón. La miseria lo empujó a
luchar continuamente, caldeando día a día su rebeldía proletaria. Mecánico y chofer, de primer
orden, suscitador de polémicas de índole social, agitador encendido, dueño de una oratoria
quemante y vibrante, en todo momento demostró una inteligencia singular para su medio.
Cuando la campaña eleccionaria de 1931, tuvo a su favor una fuerte corriente de opinión para
ser uno de los representantes apristas por La Libertad, pero su modestia y su desinterés hicieron
que declinara de seguir figurando en las votaciones.
Barreto poseía, además, una notable curiosidad por todo los estudios de índole social y econó-
mica. Alcanzó un grado de cultura difícil de alcanzar en medio del fragor desesperante de la
tragedia cotidiana del pan nuestro.
Barreto tenía planes vastísimos para conducir el movimiento libertario de Trujillo. Pensaba
salir hasta Cajamarca con las fuerzas libertarias, para engrosarlas y apertrecharlas para en seguida
atacar Chiclayo, con toda energía. Así se manifestó a los que lo acompañaron en el cuartel
O’Donovan. De boca de algunos de ellos he recogido la versión.
18 Historia de la Revolución de Trujillo
El filosofo aprista Antenor Orrego, Secretario General del APRA en Trujillo, 1931.
Preparativos de la revolución 21
están debilitadas. Parte de ellas y gran parte del parque serán embar-
cadas para Paita, dentro de algunas horas. Van a las fiestas del cente-
nario. De manera que el cuartel queda con pocos efectivos. Dentro
de dos o tres días vendrán nuevas tropas a reemplazar a las que se van.
Este es el momento. Así me lo han advertido los cabos y sargentos
comprometidos dentro de la artillería, “ahora o nunca” me han dicho,
después ya no nos ayudarán, no hay pues, minutos que perder. Yo
tomo ahora mismo el cuartel... ya lo saben.
Tejada hizo algunas observaciones, hubo réplicas y contrarréplicas y
por fin, cogió el comisionado su sombrero y dijo:
—De manera que ¿cuál es tu respuesta definitiva al Comité?
—Que no espero ni un día más. Todo lo tengo listo y esta noche
asaltaremos el cuartel.
Salió Tejada y por el camino fue haciendo hondas cavilaciones sobre
la gravedad del momento. Llegó a la casa de Haya y dijo al secretario
deneral del APRA:
—Barreto no acepta ninguno de los puntos propuestos, dice que no
espera un día más y que esta noche es el asalto al cuartel.
Agustín Haya encendió un cigarrillo, se sentó en una butaca, me-
ditó unos instantes, dio unas cuantas pitadas, y poniéndose de pie dijo
resueltamente:
—¡Bueno! ¡Vamos adelante! No podemos abandonarlos, iremos al
sacrificio; vengan Galarreta y Porras y vayan a avisar inmediatamente
a Julio Ascue, del Cuerpo de Segunda. Díganle que se prepare para
hoy mismo...
Al poco rato llegó un comisionado de Barreto a repetir más o menos
lo mismo que había dicho a Tejada.
Desde ese momento los ajetreos en la casa de Haya fueron in
tensísimos. Salían y entraban comisiones. Se hacían recuentos de ar-
mas. Se daban iniciativas. Se buscaban nombres de los que podían ser
solicitados en el acto.
Serían las ocho de la noche.
Salieron Leoncio Galarreta y Daniel Porras, comisionados para ha-
blar con Julio Ascue.
Preparativos de la revolución 25
Las señales convenidas eran: para Barreto, una piedra lanzada por
el cocinero Valera al otro lado de la tapia; para los grupos, el segundo
toque del reloj de la Catedral a las 2 de la mañana.
Los cuatro puntos de ataque al cuartel eran estos: Por la puerta falsa
de atrás (véase el plano) atacaría Barreto, con los obreros de Laredo, a
la cuadra de Infantería; por el lado de la línea férrea atacaría J. Delfín
Montoya, a la Artillería; por la avenida del Ejército atacaría Víctor Pe-
láez; por el lado del Tenis atacaría Alfredo Tello. Ambos con la consigna
de tomar la cuadra del retén.
Es así como transcurren las horas y llega, por fin, el momento del
ataque. Desde las nueve de la noche, en las calles de Trujillo y Laredo,
comienzan a pasarse la voz los comprometidos para estar todos en sus
puestos a la hora convenida. En las afueras comienzan a reunirse los
grupos al mando de sus jefes. Alfredo Tello reúne a los suyos en el cam-
po de aterrizaje de Trujillo. Se agrupan 60 hombres en ese lugar.
Son más o menos las 11 de la noche cuando parten hacia el cuartel
O’Donovan, atravesando la línea del tren al Valle. Llegan a un platanal
y se estacionan silenciosamente.
(No seguiremos adelante sin referir un incidente curioso que le pasó
a Tello: cuando ya tenía sus hombres reunidos, en el campo de aterri-
zaje, de repente se les acercó un desconocido que fue apresado en el
instante.
—¿Quién es usted?— preguntó Tello, enérgico.
—Soy empleado del señor Parodi.
Temiendo entonces que este sujeto entrara a la ciudad y dijera que
había visto gente sospechosa reunida, se optó por apresarlo y llevarlo
hasta el cuartel O’Donovan. Allí permaneció, nervioso y compungido,
hasta 10 minutos antes del asalto, en que Tello se acercó a él y palmeán-
dole en el hombro le dijo:
—Queda usted libre, amigo.
El sujeto se echó a correr como un chivato, con los ojos desorbitados
y sin mirar para atrás).
Desde las 10 de la noche han comenzado a llegar a los alrededores
del cuartel: Montoya, Gutiérrez, Quiroz, Cuervo, Valverde, Castañeda,
Terán, Nunja y otros, cada uno con su grupo.
El ataque al cuartel O’Donovan 31
Ya está cada uno en el lugar que le corresponde. Barreto viste terno plo-
mo y sombrero plomo. Tiene una pistola en la mano y va y viene, de aquí
para allá, agachándose para no ser visto. Todos guardan un silencio casi
religioso. Nadie chista. Hay alguien que enciende un cigarrillo y entonces
se acerca su jefe, se lo quita violentamente de la boca y lo arroja al suelo.
Todos miran hacia el cuartel. Unos echados en la maleza, otros en-
cogidos detrás de las tapias, todos están presos de una agitación nervio-
sa tremenda.
¡La una de la mañana!
Súbitamente desemboca un carro por la avenida y se dirige hacia el
cuartel. Todos lo miran sorprendidos... El carro hace un viraje, después
otro, y se va nuevamente hacia la ciudad. ¿Acaso ha ido a dar algún aviso?
Barreto llama a Nerón Montoya, y desorbitando sus vivaces ojos
verdes, le dice, mirando hacia el cuartel:
—“Solo con un acto heroico, podemos vencer.”
Ya se va acercando la hora decisiva. Faltan solo minutos. Todos ori-
nan nerviosamente, todos cargan sus armas, Artemio Chávarri ha lleva-
do unos arpones de fierro como banderillas.
Faltando diez minutos para las dos, Víctor Peláez se acerca a los de
su grupo y dice con voz enérgica a la vez que apagada:
—Se necesita un hombre que pierda la vida, matando ¡al centinela!
Se miran la cara unos a otros. Hay un grave silencio angustioso. Víctor
Calderón se sienta en un pedrón, se agarra la barbilla y medita. Cru-
zan por su imaginación muchas cosas trascendentales. Y surge en su
conciencia esta tremenda pregunta: ¿qué vale la vida de un hombre? Se
figura ver tomado el cuartel, se figura ver flamear el estandarte de la
revolución triunfante, se figura ver al Perú libre, y entonces se desborda
su corazón en un grito de perfiles eternos:
—¡¡Yo —contesta decidido y taciturno—. Yo voy a matar al cen-
tinela!!
Se le viste en el acto con el uniforme de un soldado de infantería
que ya se tenía listo. Escobar se acerca y le entrega su revólver cargado.
¡Suenan las dos de la mañana!
Víctor Calderón levanta el gatillo.
32 Historia de la Revolución de Trujillo
“Pueblo soberano:
Ya no hay fusiles, no hay metrallas, ni bayonetas que se opongan
a los sentimientos de vuestro pecho noble y generoso. La fuerza de
policía se rinde, como se rinde la Prefectura y como se rinden todas las
autoridades. Basta de sangre, calma tu ira, basta de sangre. El Sr. Cár-
denas ha sido designado para ocupar la Prefectura, si aceptáis, jurad por
Dios que respetaréis los intereses, la vida y el honor”6.
Todos levantan los brazos en alto y juran solemnemente. La inmen-
sa multitud llega ya a las puertas de la comisaría. Entran nuevos parla-
mentarios. Fracasan nuevamente, y entonces, Pedro Canseco, enfila un
cañón frente a la puerta y se dispone a disparar.
Algunos revolucionarios se oponen al disparo, pues en el preciso
momento en que las fuerzas revolucionarias llegan a la esquina In-
dependencia-Restauración, sin saberse si partieron de la multitud o
de la policía, sale una veintena de disparos que originan un barullo
tremendo. Aprovechan el desconcierto y se escapan los presos. Sale
precipitadamente el capitán Carbajal a la ventana de la comisaría que
da a la calle y dice que él está de acuerdo en vigilar el orden, sean
quien sean las autoridades, ya sean apristas o sanchecerristas. Pero que
no entrega las armas y que garantiza que sus soldados quedarían en su
cuartel y que se organizaría la vigilancia en las calles con el concurso
de los mismos apristas.
Todos asienten a esta medida y la muchedumbre desvía su atención
de la comisaría para concentrarla en la Prefectura, situada a pocas cua-
dras de distancia.
Veamos qué es lo que sucedía, mientras tanto, en el despacho de la
primera autoridad política del departamento.
Desde antes de las 8 de la mañana, han acudido a la Prefectura los
oficiales del cuartel O’Donovan que, no habiendo estado en su pues-
to la noche anterior, creían de su deber ir a ponerse a las órdenes de
la primera autoridad. Están presentes en el despacho el comandante
Julio Silva Cáceda, jefe del Regimiento de Artillería No. 1, el mayor
Luis Pérez Salmón, los capitanes Manuel Morzán y Víctor Corante y
los alféreces Ricardo Ravelli, Carlos Hernández y Carlos Valderrama.
Todo está listo, solo se espera una orden para disparar. Los jefes
están atentos a los movimientos de los que están parapetados en los
techos de la Prefectura.
De pronto, en el asta del pabellón prefectural, se ve subir un bande-
rín blanco, anunciando la rendición. El nuevo comando de la plaza, en
vista de la inutilidad de la resistencia, pues hasta las tropas de seguridad
se han negado a replegarse a la Prefectura, ha acordado la rendición.
Una explosión de júbilo estalla en los cuatro ámbitos de la plaza. Se
oyen gritos y vivas. Y se adelantan hacia la Prefectura los jefes revolucio-
narios.
Hay en el despacho un gran desconcierto. Se piensa que es necesario
entregar la Prefectura a una persona que tenga ascendiente en el pue-
blo y lo que pueda controlar. Todos están de acuerdo en que debe ser
el señor Alberto de Cárdenas. Pero el señor Cárdenas adolece de una
completa sordera que sería grave obstáculo en momentos tan difíciles.
Y entonces, dicen todos a una voz:
¡Agustín Haya de la Torre!
Y Agustín Haya de la Torre queda al mando de la Prefectura, desde
este instante.
Lo primero que hace es salir al balcón que da a la plaza de Armas
para arengar a la multitud. Una enorme ovación subraya su presencia.
Con voz enérgica y clara, Haya de la Torre comienza manifestando
que un grupo de apristas heroicos acababa de tomar el cuartel
O’Donovan, levantando la revolución contra el civilismo explotador
y contra su instrumento el presidente Sánchez Cerro, que el Comité
Aprista de Trujillo desde ese momento asumía el control y la respon-
sabilidad del movimiento y que recomendaba que cada aprista sepa
dar ejemplo de orden y de disciplina, ya que era necesario hacer ver
que la Revolución aprista era revolución de principios y de renova-
ción social.
Cada párrafo, cada pasaje de este discurso suscita vibrantes palmo-
teos. La muchedumbre arranca a cantar el Himno Nacional y el entu-
siasmo llega al delirio.
Sale nuevamente Haya de la Torre para anunciar que ha sido desig-
nado subprefecto revolucionario el señor Víctor Augusto Silva Solís.
La rendición de la Prefectura 47
13 Al día siguiente se encontró al c. Edilberto Enríquez, único muerto de aquel combate; este
avanzó descendiendo por el callejón camino de Santo Tomás al Puquio Chico y fue copado y
muerto a bayonetazos.
VIII
ATAQUE POR LA PORTADA
DE LA SIERRA
14 Como lo acordaron los jefes del Estado Mayor, desde las primeras horas de la mañana, la
Prefectura debería trasladarse escalonadamente a la sierra y había que evacuar la ciudad, pues
hemos visto que el bombardeo de la ciudad era inminente, y las medidas que para evitarlo se
habían tomado, sigamos a la prefectura revolucionaria y veamos lo que hizo en su retirada a
la sierra y cuál fue su labor.
68 Historia de la Revolución de Trujillo
contaba con arma alguna. Todos los “tigres” que las poseían estaban
en sus puestos de lucha. Cuando llegamos salían dos camiones re-
pletos de ciudadanos que marchaban a recoger las armas de los que
cayeran. Desde ese lugar pudimos obtener informes más ciertos de la
situación de la sierra. Silva Solís avanzó hasta Poroto para obtenerlos
mejores.
EL COMBATE TREMENDO
Regresamos a Trujillo cuando el combate tremendo se había ini-
ciado. Desde un alto contemplábamos el feroz ataque contra Trujillo,
por tierra, por aire y por mar. El estruendo era ensordecedor. Cuando
oscurecía ya, retrocedimos a la hacienda para inquirir informes. Todos
atendían en ese momento a la lucha. El c. Montoya emprendió a pie
el viaje a la ciudad, llevando nuestras disposiciones. Tanto él como el
capitán Rodríguez nos enteraron del triunfo completo de La Floresta,
pero advertían que otro destacamento enemigo atacaba por el barrio
de la Unión, desde el camino de Laredo. Nuestro regreso no era, así,
posible. Estos informes fueron ratificados más tarde. Aun en el caso
de rechazo de esa tropa era lógico que retrocediera por el camino por
el que tendríamos que pasar y por el que habría de emprenderse una
retirada en caso dado. Había que pensar en dejar expedita esa única vía
de escape que quedaba a los combatientes. Fue entonces cuando nos
decidimos a buscar el refuerzo de la sierra y hacer volver al c. Alegría
con su grupo. Emprendimos el viaje al interior en dos carros, Fernán-
dez estaba a cargo del auto en el que viajaba yo, en unión de Tejada,
Porras y Galarreta, el otro lo ocupaban Silva, Oré, Ascue, Ibáñez y el c.
chofer Huamanchumo.
En Galindo, en Poroto, en Samne, en Agallpampa, hicimos breves
paradas. En el primero de esos lugares hablé por última vez esa noche
con Trujillo y Laredo. De esta hacienda, falta por completo armamen-
to, como queda dicho, se anunció que se oían disparos cercanos; en
viaje rapidísimo nos trasladamos hasta Quiruvilca, lugar en que se nos
recibió con disparos desde las alturas. Conocimos entonces la verdadera
situación de la sierra.
Era imposible obtener de ella refuerzos. Al contrario, los necesi
taba. Los once guardias civiles que habían abandonado Quiruvilca
se encontraban en los cerros cercanos y el abandono de esa plaza, sin
70 Historia de la Revolución de Trujillo
guna vez fue necesario impedir que fuera él quien lo iniciara. Yo tenía
la seguridad de que ese digno militar cumpliría su palabra de honor. Y
así fue. Cooperaban con él distinguidos miembros del Ejército como
el mayor Isidoro Nieto y el teniente Santos Soto, la Guardia Civil y el
cuerpo de seguridad, con sus prestigiosos clases los sargentos Castro y
Rodríguez y el cabo Torres. Al saber el hecho, volví a Huamachuco,
dispuesto a conseguir el contacto de las fuerzas revolucionarias de am-
bos departamentos.
Nuestros compañeros de Huamachuco atacaban Cajamarca, en el
empeño de arrancar de nuevo esa heroica población de manos de los
reaccionarios. El viernes 15 se puso término a ese esfuerzo. Entonces
me fue posible emprender el viaje a Quiruvilca para comunicarme
con Huaraz. Así lo hice, telegrafiando al mayor López y obteniendo
su respuesta. Avanzamos a Santiago de Chuco, desde donde me fue
más fácil comunicarme con el teniente Soto, que actuaba en la pro-
vincia de Pallasca. Impartí órdenes de reconcentración. Había que
luchar con el empeño de cada grupo de defender hasta el sacrificio
sus localidades. Estuve en constante comunicación con Céspedes
Lara, que desde Otuzco confiaba en el rechazo de los contrarios. El
domingo conocí, una tras otra, de las capturas de Huamachuco y
Otuzco. Nuestras últimas llamadas telefónicas fueron contestadas de
ambos lugares por enemigos. Esa noche emprendí el viaje a Pallasca
en unión de los cc. Chávez, Talavera, Becerra, Bustamante y Flores.
Al día siguiente descansamos brevemente en Mollepata y al aproxi-
marnos a Pallasca supimos que Áncash también se había perdido.
En Pallasca se convino en la dispersión para comenzar a burlar la
persecución feroz y tenaz.
DESPUÉS...
El viaje prolongado, sin rumbo fijo, sometido a los cambios de di-
rección que imponía la proximidad de los perseguidores, comenzó el
19 de julio en unión del c. Gustavo L. Ríos, auténtico hermano en el
dolor. Se me reservaban todavía muy fuertes impresiones. El encuentro
con el teniente Soto, a quien después se fusiló en Huaraz. El tardío
conocimiento de los monstruosos fallos de las cortes marciales. Las no-
ticias horribles de la matanza oficial por todas partes. Después de dos
meses de constante viajar a caballo, llegamos a ese acogedor pueblo de
Sihuas, que debía ocultarme durante cerca de un año.
72 Historia de la Revolución de Trujillo
15 Herido de gravedad, Esquivel fue trasladado al Hospital de Belén para procurar su cura.
Nueve días más tarde, el 18 de julio es sacado por el mayor Demaison junto con veinte heri-
dos más y fusilados en las ruinas de Chan Chan por orden de Guzmán Marquina. Hay una
cruz que dice “heridos del hospital” señala el lugar, en medio de esas ruinas, donde reposan
los restos de esos titanes.
74 Historia de la Revolución de Trujillo
16 Estos dos héroes son muertos en el mismo sitio donde son alcanzados, a un costado de la ca-
rretera. Para arrancarles declaraciones más o menos interesantes, son duramente maltratados
pero ellos mudos completamente, reciben los golpes y sienten escapar la vida sin pronunciar
palabra. Un viva al APRA es la orden de disparar contra ellos y es así como caen a la zanja en
donde hasta ahora se encuentran, a un costado del camino.
Ataque por la portada de la sierra 75
NO FUIMOS NOSOTROS...
Tenemos el recuerdo de haber leído en alguna parte que el ideal es
el resumen, la concreción de lo real y que este (lo real) es la acción de
las fuerzas o leyes naturales, las que acatan los hombres de buena con-
ducta. Pero también hemos leído que las revoluciones son la resultante
de las leyes naturales contrariadas, obstaculizadas. De ahí deducimos
que toda revolución nacida con ese origen sera limbada de legitimidad
santa.
Nuestra revolución es sacrosanta; tonificó las rebeldías puritanas;
levantó la tensión arterial de todos los ideales y señaló, con su sacrificio,
a la ciudadanía latinoamericana adormecida, sus deberes trascordados,
hizo vibrar el continente. La era cristiana la ha registrado en su archivo
76 Historia de la Revolución de Trujillo
¿Será cierto que una alta autoridad militar, a raíz de los hechos,
telegrafió a Lima negando que fueran los apristas los ejecutores de la
matanza? Ya lo sabremos, desde que, lógicamente, el actual estado de
cosas tiene que variar como va variando, a despecho de pocos y con la
buena voluntad de muchos.
La masacre de la cárcel Central era lo que buscaba y encontró el
civilismo. Era el filón horrorizante, efectista, soñado, el dinamitazo que
abriría un abismo entre el enemigo secular y medular: el ejército (me-
nospreciado, odiado y socialmente descalificado por la oligarquía) y
el nuevo campeón de los pobres diablos (la clase media) y la canalla
(el pueblo): el Aprismo. Una calumnia más (son ellos, son ellos) y el
horizonte de sepia se esclarecía; aplastado el Aprismo con el ejército, se
destruiría a este con las “camisas negras” y... la Tierra Prometida con su
Mocho a la cabeza. Muy inteligente.
Por lo pronto ya hemos probado que todos los crímenes que
nos achacó El Comercio que mejor es no calificar y cuya lista tiene
el honor de encabezar como víctima descuartizada uno de nues-
tros exalcaldes, fueron una inicua y alevosa mentira... y, ahí están,
intactas, las once mil vírgenes que desfloramos... ¿Cómo podrán
defenderse en lo futuro los señores Miró Quesada de esta acción
abominable? Esos hombres no se defienden: se creen Borgias, Squi-
llaces y Sforzas.
En labios del señor cónsul de Chile y a los dos días de tomado el
cuartel, oímos nosotros esta frase que será histórica, “a mí me consta
que los revolucionarios han pagado hasta la última gota de gasolina”.
Tomen ustedes el peso a esta declaración de un repujado, de un alto re-
lieve tan excepcional y honroso. El pueblo que procede así cuando tiene
los tanques llenos de odiosidad por quince años de ultrajes, las arterias
abiertas por una lucha homérica y las pasiones encendidas hasta la esca-
la de todos los rojos, merece, siquiera, el respeto a la verdad histórica de
parte de ese puñado de hombres que hoy son sus amos y que ayer, no
más, fueron los lacayos de sus verdugos.
Fuera de nuestra cuna recibimos sinceros homenajes de respeto y
admiración ya que están reflejando sobre nuestra nacionalidad ester-
colada y abatida por tanta farsa sucia. Cuanto más empeño pone el
civilismo en enlodarnos, más nos limpia, pule y abrillanta la opinión
continental, para la cual el civilismo es tenebroso.
78 Historia de la Revolución de Trujillo
Para los jefes comandante Víctor Corzo y mayor Juan Dongo, a fin de
que atacaran la ciudad por el lado de Mansiche, con el 11o. de Infantería.
Para el coronel Daniel Matto, jefe de la Guardia Civil en la 5a.
comandancia de Lambayeque, para que atacará, asimismo, por el lado
Oeste, o sea por el solar del Seminario y vecindades del camal.
Para la escuadrilla de aviones y de hidroaviones a fin de que refor-
zaran el ataque de las tropas, bombardeando copiosamente las torres de
las iglesias que servían de formidables parapetos a los rebeldes y otros
edificios públicos.
Estas fueron aproximadamente las órdenes generales para el ataque.
Veamos, ahora, cómo se cumplieron y cómo se desarrolló la encarniza-
da batalla del 10 y 11 de julio.
Ya hemos dicho en capítulos anteriores que desde el 8 de julio los
apristas habían construido trincheras en varios lugares de la ciudad, con
el objeto de ofrecer la máxima resistencia de que fueran capaces. Gran-
des zanjones, defendidos por sacos de arena, al estilo de los mejores de
la más avanzada fortificación, se veían en la Portada de la Sierra, en la
calle del Palmo, en la Portada de Moche, en la Portada de Mansiche y
en La Floresta.
Los defensores de la ciudad habían organizado el servicio de las
trincheras en forma admirable. En medio del mayor orden, se hacían
las guardias, diurnas y nocturnas. Iban y venían por ellas, grupos de
gente entusiasta que inquiría sobre la marcha de las cosas, que se ofrecía
a reemplazar a los caídos, que pedían un fusil para defender tal o cual
punto sospechoso. Muchas admirables mujeres del pueblo trajinaban
por estos lugares, sin tener miedo a las balas, sin mirar la posibilidad de
un bombardeo aéreo, sin desmayar un solo instante en el acarreo de ba-
las o en el suministro de rancho para los combatientes. En plena plaza
de Armas de Trujillo, frente al local de la Prefectura, se habían instalado
las cocinas populares para preparar la comida para la gente de las trin-
cheras. Por todas partes había gran agitación al anochecer del 9 de julio.
Cuando clareó la alborada del 10 de julio, los apristas apostados en
el solar del Seminario y en la plazuela Albrecht-Cox, situada para el
lado de Mansiche, sintieron las primeras descargas de fusilería. Era el
mayor Juan Dongo, que con tropas del 11o. de Infantería había recibi-
do orden de trabar inmediato contacto con los rebeldes. Serían las 5 y
minutos de la mañana.
La batalla del 10 de julio 81
apostados en los techos del colegio Seminario. Viendo que le era impo-
sible avanzar, optó por hacer que sus soldados se tiraran al suelo, sobre
la maleza, y dispararan sobre los techos aludidos. Varias horas duró este
combate. Hubo durante su desarrollo muchas incidencias notables. El
reloj de la torre del colegio saltó de un balazo, marcando, por última
vez, las 11 y 50 de la mañana. Un arrojado oficial del 11o. de Infantería
logró llegar, con varios soldados, hasta las puertas mismas del mencio-
nado colegio, llamó y golpeó fuertemente. Uno de los suyos hizo fuego
y alcanzó en el hombro izquierdo al portero que había corrido a abrir el
portón. Dicho oficial intentó hacer un registro en el interior del local,
pero en ese instante los apristas emprendieron un formidable tiroteo
desde los techos y esquinas vecinas, haciendo salir a toda carrera al
aludido oficial y a sus acompañantes; al atravesar la calle fueron heridos
varios de los soldados.
Por el lado de Mansiche la resistencia era aún más denodada. En
la trinchera del óvalo cayeron muertos algunos, que inmediatamente
fueron reemplazados por otros apristas que esperaban ansiosamente
para entrar en la lucha. Se cuenta que, en circunstancias tan tremendas,
algunos de ellos hicieron gala de un humor trágico:
—Hasta cuándo no caes, hombre de Dios —decía uno que esperaba
impacientemente para coger el fusil— acaba pronto, hombre, porque
ya estoy impaciente de tanto esperar.
Hay a lo largo de la calle Libertad, una cuadra antes de llegar a la
plaza de Armas, un hotel viejo y desaseado que tiene unos balcones sali-
dos y corridos, de gran tamaño. En estos balcones se apostó un mucha-
cho apellidado Marrufo, con una de las ametralladoras quitadas en el
combate de La Floresta. Ayudado por otro aprista que, desde el techo,
le servía de vigía, barrió la calle de la Libertad durante todo el domingo
10 de julio, sin dejar que nadie se atreviera a asomar la nariz siquiera
por aquel lado de la población. Tanto Dongo como Castillo Vásquez se
estrellaron contra esta irreductible boca de fuego tan magníficamente
parapetada.
A la vez que se realizaban estos combates, por la Portada de la Sierra
ocurrían cosas graves que es menester que narremos.
También por este sector se había desencadenado un feroz tiroteo. El
jefe del Regimiento No. 7, en cumplimiento de la orden de Ruiz Bravo,
dispuso que se asaltaran las trincheras de la Portada de la Sierra. Fue
La batalla del 10 de julio 83
Amaneció el día del lunes 11de julio. Las tropas del Gobierno pu-
dieron entrar hasta la plaza de Armas de Trujillo y posesionarse de la
Prefectura, a medida que avanzaban hacia el centro los soldados iban
exigiendo a la vecindad que pusiera bandera blanca, en señal de ren-
dición.
—“¡Bandera blanca, afuera!” era la orden enérgica e impositiva que
se oía a través de cada puerta o de cada ventana.
La Prefectura fue ocupada por la Comandancia de Armas, que pro-
cedió inmediatamente a establecer oficinas. Los salones de la izquierda,
entrando, fueron destinados para el despacho de Ruiz Bravo y demás
jefes, los salones de la derecha para un tribunal militar que debería in-
terrogar sumariamente a los presos que cayeran.
Ruiz Bravo hizo redactar en el acto un bando militar. Un pelotón
de soldados irrumpió con aire marcial por las calles desiertas, precedido
por un lector de mirada desafiadora y voz enérgica. Dicho lector, en
cada esquina, dio a conocer a los pocos que escuchaban desde sus ven-
tanas o desde sus balcones, el siguiente bando prefectural.
La represión sangrienta 89
Por tanto:
Mando se imprima, circule y se le dé el debido cumplimiento. Dado
en la casa prefectural a los doce días del mes de julio de mil novecientos
treintidós.
El Coronel Comandante General
RUIZ BRAVO17
18 Formaban parte de la Corte Marcial, el comandante Matto, que acababa de batirse en Man-
siche y en Cartavio y que, desde luego, estaba jurídicamente incapacitado para ser juez.
También formaba parte de dicho tribunal marcial el capital Luis Tirado Vera —quien por una
de esas ironías sorprendentes y desconcertantes que a veces se presentan en la vida— debía
comparecer meses más tarde en este mismo salón y ante el mismo estrado, para ser juzgado
por rebelión contra Sánchez Cerro, y fusilado; también precisamente, en los fosos milenarios
de Chan Chan.
94 Historia de la Revolución de Trujillo
19 Léase en el capítulo siguiente el emocionante relato de uno de ellos, que salvó milagrosamente
de las descargas del pelotón.
98
Historia de la Revolución de Trujillo
20 Luis González Pinillos, que se encontraba entre los 47, fue un distinguido estudiante de ju-
risprudencia, cursaba los últimos años de su carrera en la Universidad Mayor de San Marcos.
Fue un ardoroso defensor de los principios de la Reforma Universitaria. En 1931 tomó parte
activa en la ocupación del local de la universidad por los estudiantes.
Al estallar la revolución de Trujillo, cooperó ayudando a la Prefectura Revolucionaria. Con-
ducía en su auto a diversos miembros del Comité aprista, por uno y otro sitio de la ciudad.
Alguien lo denunció y consiguió que lo llevaran al patíbulo.
21 El c. Asunción Vásquez, quien nos hace este relato, actuó durante la Revolución en Cartavio,
allí fue hecho prisionero y traído después a esta ciudad, internado en la cárcel Central y juz-
gado por la Corte Marcial. Tomamos la versión desde el momento cuando ya producida la
sentencia son internados nuevamente en la cárcel, para de allí ser llevados al sacrificio.
104 Historia de la Revolución de Trujillo
lomas blancas que yo pretendía cazar con una guaraca, y siempre con
el viejito a cuestas. Mi sueño fue interrumpido a las dos de la madru-
gada al ruido de cadenas al abrirse la puerta. Entraron en el calabozo
el capitán Ortega, el alférez Choquehuanca, buen hombre que tenía
compasión de los presos, y soldados, con los fusiles en alto.
cel vine forcejeando para desasirme de los alambres que me ataban las
manos, los que rompí al saltar del camión, y ya con las manos libres,
esperé el último momento.
Revolucionarios apristas, fusilados en Chan-Chan en 1932. Oleo de Felipe Cossío del Pomar
108 Historia de la Revolución de Trujillo
***
En el vasto escenario de Chan Chan se efectuaban todas las noches
los fusilamientos en masa. Grandes camionadas de hombres llegaban a
la madrugada y formaban ante los pelotones. Se usaba luz artificial para
orientar la puntería de los tiradores.
Se usaba de preferencia las zanjas y los fosos milenarios para dejar
los cuerpos exánimes. A pocos pasos de una laguna pequeña que hay al
lado norte de la gran ciudad chimú, existe un largo muro corrido. Allí
fueron ejecutados numerosos presos.
En la actualidad, los despojos humanos que se ven en algunos fo-
sos (sombreros, pantalones, huesos amarillentos) son los únicos medios
para orientar a los familiares de tanto desaparecido.
***
El anciano don Fidel León murió de manera ejemplar. Apresado
inmediatamente después de la derrota fue llevado a la Prefectura. Los
presos que allí se encontraban lo vieron entrar, erguido, con la mirada
altiva, vestido de habano claro, con chaleco blanco, con sombrero ne-
gro, con su inseparable bastón, colgado al brazo.
Uno de los oficiales que se encontraba presente le preguntó:
—¿Usted es aprista?
—Sí, señor, a mucha honra —contestó el viejo admirable, con voz
potente— así como ustedes son soldados de un ideal, yo también lo
soy del mío.
La tragedia de Chan Chan 109
***
Los fusilamientos sin sentencia se efectuaron también durante agos-
to. La siguiente carta enviada por Roberto Cisneros a sus familiares
evidencia esta afirmación. La reproducimos respetando la ortografía y
construcción del original.
“a 27 de agosto.
Carmen
Ayer vino el capitán Ortega y me dijo que yo estava acusado de
manejar ametralladora, yo he dicho que no, no habló mas porque en-
seguida se fue, ayer me llevaron a Chanchan hacer unos trabajos. Si el
señor que le hice ese dia ese travajito te quiere pagar recíbele lo que te
puede dar.
La coja maldita dicen que es la que me ha acusado, pero no digas
nada todavía hasta que me tomen declaración.
Cuida a tus hijitos Dios está conmigo, no llores no te acabes la vida,
vive para esas criaturas, si puedes bien mándame algo de comida, pero
no te sacrifiques que yo puedo pasarlo como sea, si te pagan envíale un
telegrama a Transito dile que estoy preso, si viene el señor Cueva man-
dale ofrecer mis herramientas todas las que ellos puedan comprarlas.
Saluda a todas las amistades en especial a las señoras Jesus y Nicolasa,
cariños para todos los chiquitos.
tuyo
Roberto
110 Historia de la Revolución de Trujillo
Víctor Raúl Haya de la Torre en Chan Chan, seguir peleando por la vida, 1933.
La tragedia de Chan Chan 111
***
Los cadáveres de los fusilados en Chan Chan quedaron tirados al
aire libre, en su mayor parte. Algunos fueron enterrados a flor de tie-
rra, de manera tal que podía descubrírseles fácilmente. El autor de este
libro, en su deseo de ilustrar gráficamente estas páginas, hizo tomar las
fotografías de Chan Chan que aquí se reproducen (Por no habernos
entregado a tiempo las reproducimos más adelante). En ellas se ven
despojos humanos bastante recientes.
Un campesino de Mansiche ha referido haber visto, en los días
de los fusilamientos, un cuadro verdaderamente extraordinario y ho-
rroroso. Dice que en cierto foso había varios cadáveres insepultos. Y
que uno de ellos había sido sorprendido por la muerte en forma sor-
prendente e impresionante. Con los ojos desorbitados, con un gesto
enérgico en los labios, con un brazo levantado, este cadáver daba una
fuerte impresión de rebeldía y de cólera. Los gallinazos danzaban al-
rededor, hambrientos e impacientes. Pero ninguno de ellos daba un
picotón a los muertos. Espantados por la actitud retadora del fusilado,
no se atrevían a acercarse.
Y es así cómo este revolucionario, aun después de muerto, ampara-
ba a sus compañeros de infortunio, de la voracidad de las lúgubres aves,
destripadoras de cadáveres. ¡Caso insólito de compañerismo en pleno
ultramundo!
112 Historia de la Revolución de Trujillo
Roberto Sánchez H., José A. Castro V., Pedro Huanilo L., Leopoldo
Marquina G., Pedro Cruz Gutiérrez, Eusebio Ramírez, Elio Pinedo L.,
Enrique Sheen Montoya, Cristóbal Rodríguez G., Manuel Velezmo-
ro Porturas, Francisco Salinas Miñano, Amado Rojas Paredes, Román
Alva M., Manuel Chuyo Carbajal, Jorge García M., y los ausentes:
Agustín Haya de la Torre, capitán Leoncio Rodríguez Manffaurt, Ja
vier Meléndez, Manuel Barreto, Simón Bécar, Adolfo León T., Au-
gusto Silva Solís, Ciro Alegría, Enrique Vásquez, N. Matallana, César
Chávez Tello, N. Ascoy, N. Heredia (a) “Chiquito”, Néstor Alegría,
José López, Segundo Tello, Candelario Chacón, Francisco Villanueva,
Gilberto Ruiz, Mercedes Rabínez, Julio Rodríguez, Rafael Vásquez,
Santiago Velásquez, Tomás Escalante, Luis Mendoza, Juan Eslava, José
Carrión, Roberto Bernuy, Modesto Montoya, Monge Rabínez, Pedro
Obeso, Francisco Vásquez, Arturo Buenaño, José M. Chumanchumo,
Juan Valverde, Segundo Rodríguez, Conversión Gutiérrez, Víctor Juá-
rez, Máximo Miñano, Juan Alvarado, Inocente Rodríguez, Juan Polo,
sastre Estenau, Benito Herrera, Juan Mori, Humberto Rázuri, chofer
Carranza, Santiago Vargas, Julio Sánchez, Aurelio Valderrama, Mar-
tín Zapata, Agustín Gamarra, Augusto Rivas Plata, Leopoldo Pérez,
Edmundo Vides, Víctor Oliva, Fernando Carrascal, Carlos Ramírez,
Rufino Fernández, Carlos Ramos, Merino Samana, Ricardo Maúrtua,
Ramón Caballero, Germán Asencio, Lucio Cueva Gallardo, Manuel
Caján, Pedro Canseco, Ángel Villalobos, Manuel Ramírez Benavides,
N. Galarreta, Segundo Mercado, N. Calderón, N. Sánchez (normalis-
ta), Lorenzo Ruiz, Céspedes Lara, Wenceslao Barrionuevo, sargento
N. Pajares, Jorge Novoa Flores, Asención Torres Herrera, guardia N.
Ascue, guardia Talavera, guardia Julio Oré Pinto, Teófilo Caballero,
Hermógenes Sevillano, N. Bailón, Juan González, hermanos Escobar,
N. Bron, Octavio Peláez, Nolberto Mariños, N. Vargas, Adán Sánchez,
Cosme Solari, guardia N. Marín, Luis González, Gustavo Iparraguirre,
Erasmo Tello, Federico Chávez R., N. Conduri, N. Carril, N. Icochea,
N. Castillo, Juan Luis Morales, N. Vélez, N. Vallejos, Antonio Vélez,
Enrique Vargas. Rafael Borseyú Barreto, N. Peláez, hermanos Canuto,
N. Buenaño, por los delitos flagrantes de rebelión, de homicidios cali-
ficados perpetrados con ensañamiento y alevosía contra la seguridad y
tranquilidad pública y otros.
Vistas las cuestiones de hecho y de derecho de que la Corte
Marcial se ha ocupado con arreglo a ley y respecto de las que ha
declarado:
Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial 117
dos Teodoro Núñez, Justo Castro Ríos, Elías Iglesias, Alberto Encinas,
Segundo Yengue, Carmen Yépez, José Fernández, Humberto Fernán-
dez, Alejandro Solari, Héctor Flores, Manuel Zavaleta, Alejo Cerna
B., Leopoldo Marquina, Román Alva E., Rosas Villanueva, Ulderico
Manucci, Roberto Arbaiza, Miguel Aguilar, Inocente Cerdán, Alfonso
Guevara, Pablo Vidal, Gustavo Lara, Juan Aguirre, Darío Huarcayo,
Federico Echeandía, Víctor Chávez Coeller, Carlos F. Flores, Eleodoro
Campos F., Enrique Sheen, Herminio Cueva y Enrique Carrión M.;
condenaron a los responsables del delito de rebelión a que se contraen
las dos primeras condenas, por vía de reparación civil, a restituir al
Fisco los siete mil soles oro, sacados de la Caja de Depósitos y Consig
naciones, así como a restituir la suma que por materiales sacaron del
comercio de esta plaza y los gastos originados al Fisco; mandaron que
se cumpla esta sentencia en el medio y forma determinados por los
Códigos de Justicia Militar y Penal Común, sin perjuicio de expedirse
las órdenes de captura contra los ausentes para la reapertura de su juz-
gamiento con arreglo al artículo quinientos noventaicuatro del Código
de Justicia Militar; y resolvieron las cuestiones incidentales planteadas
por el señor Fiscal en la forma siguiente:
a) La relativa a que se contemple en la sentencia a Víctor Raúl
Haya de la Torre, no es posible aceptar tal pedido conforme a lo dis-
puesto en la segunda parte del artículo quinientos cuarentainueve del
Código de Justicia Militar, tanto por no haberse encontrado presente
en los hechos delictuosos que se juzgan, cuanto porque es un aforis-
mo jurídico que nadie puede ser condenado sino después de ser juz-
gado y sentenciado en el modo y forma determinados por la ley y por
los actos u omisiones señalados en la misma; con la circunstancia de
que no puede estimarse a Haya de la Torre como ausente, porque está
dentro de la República, como es de pública notoriedad; pero siendo
evidente que tiene culpabilidad como instigador en los delitos que se
juzgan y debe también ser juzgado y sufrir la pena que le corresponde;
pronunciándose la Corte Marcial sobre este pedido conforme a los
artículos doscientos cuarentaiséis y doscientos cuarentaidós del Códi-
go de Procedimientos Penales; ordena que se remita copia de la parte
pertinente de este fallo, así como de las conclusiones del señor Fiscal
al Comandante General de la Primera División y Jefe de Operaciones,
a fin de que proceda a darle el curso conveniente para el juzgamiento
de dicho Raúl Haya de la Torre y de todos los que resulten culpables
por el delito de instigación a la rebelión, conforme al artículo segun-
Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial 125
Acribillados por la dictadura de Sánchez Cerro, yacen los cuerpos de los militantes apristas
Julio Oré Pinto y Carlos Ibáñez.
Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial 129
Prisión Real Felipe, 1932. Sentados al centro, Antenor Orrego; de pie con camisa a cuadros, Ramiro Prialé; izquierda Belisario Spelucín.
Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial
Antenor Orrego sentado rodeado de militantes apristas, entre otros Jorge Torres Ugarriza a la izquierda y Alejandro
Espelucín de pie al centro. Prisión Real Felipe, 1932.
131
132
ANEXOS
Otra vista donde Antenor Orrego aparece rodeado de militantes apristas en la prision del Real Felipe en 1933.
Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial
Paz y concordia. Víctor Raúl con los heridos apristas de Trujillo, víctimas del civilismo, el día de su salida del hospital.
Trujillo 1934.
133
134 ANEXOS
DOS PALABRAS
A los SS. Jefes y Oficiales de nuestros Institutos Armados, a las au-
toridades legalmente constituidas de mi país y al pueblo consciente y
patriota de Trujillo, verdadero testigo de mis horas de lucha y desespe-
ración, dedico las páginas de este folleto. A todos recomiendo la lectura
serena y desapasionada de sus párrafos, mientras pueda dar a la publi-
cidad mis “Deducciones y conclusiones del movimiento revolucionario
de Trujillo”. Se las dedico, agobiado por la dolorosa verdad que azota
mi alma de soldado.
No fui AUTOR del movimiento, como ligeramente me calificaron
los Jefes que me condenaron, SIN ESCUCHARME, y hasta ignoraba
por completo su preparación.
Tampoco pretendo pedir misericordia ni clemencia, porque eso se-
ría reconocerme culpable de una falta que no he cometido.
Pero sí tengo derecho para pedir y exigir SER ESCUCHADO por
los miembros de los Institutos Armados y los comprometo para que,
prestándome su apoyo moral, contribuyan a salvar nuestra nacionali-
dad, porque diré en el curso de mi exposición solamente la VERDAD,
única base sobre la que debe descansar la JUSTICIA.
Cuando mis nuevos jueces estén con el ánimo más sereno, me pre-
sentaré a responder de los cargos de que se me acusa; tengo que hacer
sensacionales revelaciones de carácter profesional, y, cuando quieran
escucharme, autorizándome a hacer publicar mi actuación durante los
días que Trujillo estuvo en poder de los revolucionarios, entonces, acep-
taré su fallo, cualquiera que él sea.
Trujillo, noviembre de 1932.
(Fdo.) - Cap. J. L. RODRÍGUEZ MANFFAURT.
Actuación del capitán J. L. Rodríguez M. 137
MI TESTAMENTO
No sé si acabarán estas líneas antes de que cesen para siempre los
latidos de mi corazón. Comprendiendo la magnitud y solemnidad del
momento que vivo, ante Dios, ante los hombres y por las cenizas ben-
ditas de mis padres, JURO DECIR SOLO LA VERDAD.
MI HISTORIA
1.- Me encontraba en esta ciudad desde el 21 de mayo, con licencia,
precisamente en el cuarto de hora que el porvenir me sonreía; gozaba
de buenos influjos en las esferas oficiales y hacía como tres meses que
los candidatos a las representaciones por Cajamarca me habían solicita-
do como Jefe Provincial de Cajamarca, de Contumazá y de Cajabamba.
2.- Desempeñaba el puesto de jefe militar de la provincia de Bolívar
y esperaba este cambio de colocación que, fatalmente, no se realizó a
pesar de la enorme influencia desplegada en este sentido. Permiso tras
permiso, he estado en Cajabamba del 3 al 18 de abril; del 20 de abril al
20 de mayo en Cajamarca y desde el 21 de mayo en Trujillo, de donde
no podía salir por estar impago de mis haberes desde el mes de marzo.
3.- Aquí tuve la oportunidad de hablar con el prefecto, Dr. Barúa
Ganoza, y el comandante Silva, sobre una autoridad que en Cajamar-
quilla desprestigiaba al régimen. En la última decena de junio hablé
también con el prefecto Dr. La Riva, a quien manifesté, confidencial-
mente, de otro mal elemento administrativo de Trujillo. Este caballero
me prometió hacer enmendar rumbos a ese funcionario.
4.- Asistí a la llegada de la escolta, especialmente invitado, pues ade-
más de mis relaciones de compañerismo, tenía personales relaciones de
amistad con los jefes y oficiales de la artillería cuya muerte irreparable
no solo deploro como todos, sino que los lloro con toda mi alma de
soldado.
Desde niño tuve amistad con el mayor Pérez Salmón y el día de su
cumpleaños este jefe tuvo la gentileza de llevarme a su casa. El coman-
dante Silva tuvo para mí siempre, deferencia especial, tantas bondades
de mis jefes y camaradas, no las podré olvidar nunca; mucho menos
138 ANEXOS
litares, para que digan la verdad. En ese minuto que hablaba a mis ca-
maradas de que tengan un poco de paciencia, porque todo se arreglaría
serenamente, un beodo me pegó un empellón y me metió a la fila de
los prisioneros, gritando: “Hay que tener cuidado compañeros, porque
éste nos traiciona”. Con toda suerte, 6 u 8 individuos de los que me
acompañaron de la ciudad protestaron de la actitud del borracho y a
jalones me vuelven a sacar; pero el microbio del espanto ya lo llevo en
el alma.
27.- Reunido el pueblo, avanza, y al llegar al cruce de la plazuela del
Recreo se le junta otra muchedumbre; traen en un auto a un hombre
vestido de plomo, recién afeitado, viene muy pálido y es la primera vez
que lo veo; pregunto quién es y me dicen: es Haya de la Torre. Dejo
aquí constancia de que es este momento que veo, por primera vez, al
señor Haya de la Torre.
Así en dos autos, y con una enorme cola de más de seiscientos hom-
bres, avanzamos hacia la comisaría; la muchedumbre, portando las ar-
mas del Estado, arrastraba los cañones. Dejo dicho que el microbio del
espanto lo llevaba ya en mí, por eso no pude evitar, ni siquiera atiné a
comprender, que el paso del pueblo por la puerta de la comisaría daría
lugar a un nuevo conflicto.
28.- Antes de llegar a la comisaría me dirigí al pueblo en el sentido
de conseguir la libertad de los presos, abogando el respeto y prestigio
del uniforme que llevaban, mucho más cuando las autoridades se ha-
bían rendido; esta petición no surtió ningún efecto y antes bien, por el
contrario, dio lugar a que aumente la vigilancia con los detenidos.
29.- Caminando, habían pasado la puerta de la comisaría los dos
autos, cuando de pronto sonó una veintena de disparos. ¿De dónde
partieron? No se podía saber si de la multitud o de la policía; el conflic-
to era inevitable. Con toda la fuerza de mis pulmones grité: “No hagan
fuego, no hagan fuego; no pasa nada”, entonces, por tercera vez logré
calmar la nerviosidad de la multitud, la que decía: “La policía es la que
hace fuego”, a su vez la policía acusaba al populacho. Todos los locos
juntos no podían haber dado un espectáculo igual; nadie entiende a
nadie y preciso es evitar que se rompan nuevamente los fuegos; así es
como, cogido de un barrote, en la ventana de la comisaría, arenga al
pueblo el Sr. Silva Solís, que después ocupó la subprefectura; bajó este
señor y subió otro, que no conozco. Los vi hablar, pero no escuché una
sola palabra de lo que dijeron, pues me encontraba en ese momento ro-
Actuación del capitán J. L. Rodríguez M. 147
venciendo las exigencias de los míos, se ausentó, salí como para alcan-
zarlo, pero ya no lo encontré.
48.- En la puerta de mi casa rogué a Dios que me ilumine y avancé
hasta la comisaría; al ver la puerta, se hizo la luz en mi cerebro. Entré,
busqué a los oficiales que habían quedado presos y al preguntar al ca-
pitán Carbajal por ellos, me contestó: “Unos se han escapado, otros
están presos en la Prefectura; la tropa ha pasado a la cárcel”. Le bos-
quejé a grandes rasgos mi plan; recoger todos los restos de la derrota
y lanzarlos sobre la multitud, en un momento oportuno; le pregunté:
¿Cuántos fusiles tiene Ud.? y me contestó: Ninguno; continuando, me
dijo: “Tengo algunos revólveres, pero son para la defensa personal”. Me
despedí y le dije: “Esté Ud. alerta, por si pueda hacer una reacción”.
Quiso darme dos hombres para que me acompañen y no se los acepté,
por no llamar la atención.
49.- Salgo de la comisaría y paso a paso iba concibiendo mayores
probabilidades de intentar una reacción. Me encaminé hasta el cuar-
tel O’Donovan, donde comencé a buscar si había seres vivientes; lo
encontré completamente abandonado, es así como me doy cuenta,
poco a poco, de todo el misterio del cuartel. Voy reconstruyendo en
el teatro de los sucesos la escena desarrollada: veo en el cuerpo de
guardia, los colchones tendidos; ni una señal de lucha, ni una sola
gota de sangre, paso a la prevención, todo está en su sitio, solo la
perezosa del oficial de guardia está volteada; en el pasadizo y en el
piso de cemento, tampoco hay una gota de sangre. Llego a la cuadra
de la compañía de Infantería y allí está la escena total del combate:
sangre, enormes charcos de sangre. Entro hasta el fondo mismo y
veo a la derecha un perrito negro, muerto; a la izquierda, un perro
grande, manchado y otro chico, medio chocolate, vivos los dos; los
llamo cariñosamente, me miran, pero no me conocen, ni siquiera
mueven la cola; mueven la cabeza hosca y no quieren escucharme.
Firmes en sus puestos, echados como centinelas nocturnos, clavados
en el suelo; más leales y más valientes que todo el cuerpo de guardia,
de esa noche fatal para la historia.
50.- Tengo que poner todo cuidado para no pisar un charco de san-
gre; salgo y recorro las otras cuadras, donde encuentro insignificantes
huellas del combate; veo en la pesebrera un caballo alazán o bayo claro
que patalea, espantando a los otros animales; me acerco, está agoni-
zando. Me dirijo por la puerta del fondo y salgo y comienzo a gritar,
154 ANEXOS
bedoras de que repetidas veces había logrado calmar los ánimos exal-
tados de la multitud, la había hecho jurar el respeto que debían a la
propiedad y el honor, llegando hasta a imponerme en los momentos
más álgidos de la lucha; aprobaban mi actitud y hubieran reclamado
mi concurso en los momentos sucesivos, que, según dominio público,
se presentaban con caracteres más serios y desesperantes. Así es como
a horas 18 más o menos, recibí una carta, hecha precipitadamente
que a la letra dice: “Sr. Capitán D. Leoncio Rodríguez. Presente. Dis-
tinguido señor y amigo: Acabo de conocer por referencias su actitud
de esta mañana, por lo que lo felicito, pues sé que encauzó Ud. las
cosas para que el pueblo no se desbordase, después de apoderarse del
cuartel; como se anuncia que preparan para la noche el principio de
actos que traerían malas consecuencias, le pido continuar ejerciendo
sus esfuerzos en el sentido de encaminarlos por el orden, a fin de que
no se cometan desmanes por algunos exaltados o mal aconsejados.
Creo que una actitud en este sentido, le traerá la gratitud del pueblo
entero. Lo saluda con toda atención su Afmo. y S.S. - Firmado: XX.
- Trujillo 7 de julio de 1932”.
El nombre y la firma me permito guardarlos en secreto hasta su
debida oportunidad, porque comprendo que este caballero no me des-
mentirá jamás. Era el único de los gobiernistas que no era odiado por el
populacho, no estaba preso, ni tampoco se había ocultado.
Leí la carta, hecha con mano nerviosa; comprendí que era sincero
lo que me decía y me puse en el caso de que muchas cartas como esa
habría recibido, si el pánico no hubiera hecho presa ya de la población
y sus hombres más representativos.
56.- Cuando en esto meditaba, por medio de un mensajero me
llamaron urgentemente a la Prefectura; no cabe duda que se seguía
cumpliendo el mandato misterioso del destino. Serían más o menos
las 19 cuando me encaminé a la Prefectura. —Al llegar, me oponen
resistencia a la entrada y me veo precisado a gritar: “Me llama el Pre-
fecto”—. Subiendo las gradas del frente, cambié una señal inteligente
con el capitán Carbajal que se encontraba en la puerta principal; pasé
al despacho donde encontré otros hombres más sensatos que los que
había dejado en la mañana; me acerqué al Sr. Haya de la Torre y le
dije: “Me ha hecho Ud. llamar, por eso he venido”. —Por toda res-
puesta sacó del bolsillo una tarjeta que ya tenía hecha y al dármela me
dijo: “En Ud. confiamos”; a lo que respondí: “Haré lo humanamente
Actuación del capitán J. L. Rodríguez M. 157
58.- Es por esto que a las declaraciones del señor Haya, contesté:
“Comprenderá usted que es enorme la responsabilidad que asumo.
Todo lo sacrifico, y, por el hecho mismo de este sacrificio, no creo que
debe usted engañarme, ni ocultarme nada, ni olvidarse de nada; de
usted para abajo, todos deben obedecer mis órdenes; de lo contrario,
puede usted ordenar la entrega del puesto que acaba de conferirme y
hasta mi prisión si lo tiene a bien, antes de pensar en desobedecerme.
Haré lo humanamente posible y obraré de conformidad como se pre-
senten las circunstancias. Téngame al tanto de todo lo que conozca y
ordene por todos los medios a su alcance, que no haya robos, ni incen-
dios, ni abusos porque estos son los enemigos que se están avecinando
velozmente”. Esta primera entrevista es a cada segundo interrumpida
por hombres que llegan y le hablan al oído al señor prefecto, para reti-
rarse luego.
59.- Después vuelvo a preguntarle: “¿No se le olvida nada?” y me
dice: “Creo que lo primero que hará la escuadrilla es bombardear la
Prefectura; usted comprende el riesgo que corremos todos; pero todos
no, porque sé que al primer disparo todos me abandonarán, pero si el
bombazo cae por fatalidad en el salón donde están los presos, todos
serían sepultados, y eso es lo que debemos evitar de todos modos; se
ha ordenado que de doce de la noche a una de la mañana se tome
para la Prefectura el local del Club Central, única casa a prueba de
bomba”. Le hice ver que la toma del club, hecha por la fuerza era
sumamente peligrosa, porque el pueblo con este ejemplo se daría el
derecho de tomar otras casas para resguardarse, y con ese pretexto
cometer mil abusos. Por otra parte le dije: “Puede usted poner en
libertad a los presos y salvar así cualquier responsabilidad posterior”.
“Eso no, nunca”, me contestó. “El primero que sale sería linchado
por el pueblo y en el camino del linchamiento ya nadie salvaría; usted
comprende que eso, aunque quisiéramos evitarlo, usted, yo, y seis u
ocho personas más, no lo podríamos conseguir. Estando presos, están
más seguros, y por otra parte; quién garantiza que saliendo no procu-
ren una reacción? Entonces tendríamos de luchar contra los de afuera
y los de adentro, estos últimos encabezados por los jefes y oficiales
puestos en libertad.
60.- Convenimos en que suspenda la orden de tomar el club por la
violencia y le ofrecí que de todos modos estaría a sus órdenes a las 24.
En seguida nos despedimos.
Actuación del capitán J. L. Rodríguez M. 159
Salgo y llamo que se me presenten todos los jefes del pueblo, nom-
bre con que se reconoce a los más barbudos o a los harapientos que
como he dicho, son los que hacen y deshacen. No se presenta ninguno,
a pesar de que hay una multitud como de unos 200 en inmediaciones
de la Prefectura; la mayor parte están desarmados. Cojo a uno por la
solapa y le pregunto: ¿Ud. dónde vive?. Receloso me contesta: en la
Portada de la Sierra. Está bien, le digo; reúna a todos los que viven en
esa dirección; tomo así, uno tras otro, unos doce jefes y voy formando
columnas por direcciones de calles. En seguida dije: Los que saben leer
y escribir, levantar la mano; saco a estos y los coloco a la cabeza de sus
respectivas columnas; dentro de estos mismos, a los que me prestan más
confianza, los hago jefes de calle, con segundos y terceros jefes, según
el número de hombres; mientras que los segundos sacan a lápiz una
relación de los nombres y sus direcciones, llamo a los primeros y formo
con ellos un círculo en la vereda de la plaza, costado izquierdo, saliendo
de la Prefectura.
61.- Con mirada penetrante examino el corazón de estos hombres
y satisfecho de mi examen, les dije: “Uds. comprenden que tenemos
un poderoso enemigo dentro de la ciudad”. —estos primeros jefes se
espantan, se miran y se interrogan con los ojos—, continuando, les
dije: “Para vencer a un enemigo se necesita conocer sus elementos de
combate, las fuerzas de que dispone y también conocer los elementos
de que disponemos para enfrentarnos a él”. La calma ha vuelto a estos
individuos, ante la serenidad con que les hablo, por lo que continúo:
“El enemigo de que os hablo tiene como elementos de combate: ira,
odio y venganza, coca y aguardiente; la mayor potencia de su fuerza
estriba en la inconsciencia con que manejan los fusiles y los cañones;
¿cuál es su plan de batalla?, el incendio, el robo, la violación, sangre y
muerte. Pues bien, jóvenes soldados de un ejército salvador, ¿os aterra
el enemigo? si es así; dejadme solo; bien sabéis que es verdad lo que
digo; pues, conociendo lo que pronto sucederá, no tenéis más que ir
a formar parte de esa monstruosidad, aumentando su fuerza bruta:
así, mientras que vosotros en una calle, os entretenéis en incendiar,
robar o violar: en otra calle, en otra casa, donde está vuestra madre,
vuestra esposa, vuestras hermanas o vuestras hijas, anidará el incen-
dio, el robo y la violación. No os espante, no es más que el fruto de
lo que habéis sembrado. Ahora si queréis, id, yo os lo mando; id para
cosechar el mejor fruto: la desesperación. Id, yo lo mando, soy el jefe
de la plaza”.
160 ANEXOS
tarjeta y me hacen pasar; todo está a oscuras; pido luz, pues quiero ver
la cara de los licenciados. Entonces pregunto: ¿Cuántos son ustedes? y
me contesta uno: “Somos dieciocho: quince licenciados y tres policías
vestidos de civiles”. Insisto en que me pongan luz y digo: “Regresaré
cuando haya luz”.
65o. Salgo y llego a la esquina de la plaza, siguiendo el bulevar a la
mano derecha de la Prefectura. Al mismo tiempo llegan unos jinetes,
portando carabinas y revólveres al cinto. Qué valientes, ¿verdad? les
pregunto: “¿Ustedes, quiénes son? Uno me responde: “Formamos la
guardia urbana”. Eran en total siete jinetes. Tanta vanidad, tanto orgu-
llo en esos pocos imberbes, me hace sonreír, pues me imagino el caso
de que la poblada capaz de atacar y rendir un cuartel, está atacando
una casa; suenan cuatro disparos y esos jinetes ponen pies en polvoro-
sa. Entonces, les digo: “Aceptado, yo soy el jefe de la plaza; en conse
cuencia, quedan ustedes a mis órdenes”. Al ver cierta incredulidad de
parte de ellos, les enseñé la tarjeta, preguntándoles: “¿Qué van a hacer?”
Responden: “Nos vamos a comer”. Vuelvo a preguntar: “¿Todos?”; a
una respuesta afirmativa, ordené: “Eso no es posible, cuatro deben ir a
comer y tres deben ir a cumplir la siguiente orden: “Que toda la gente
armada se concentre en las salidas de la ciudad; que nadie entre ni salga,
hasta que lleguen los jefes de sector, quienes tienen órdenes precisas;
esto como señalarles los grupos que se estaban formando (No. 60). En
caso de que se presente cualquier conflicto dentro de la ciudad, pidan
apoyo a los jefes de sector, en mi nombre”. Aceptaron la orden, pero
no la cumplieron; mejor que mejor: así puedo y debo quitarle a uno de
ellos la careta. Joven Roberto Narváez: no es la hora de los Pilatos, la
noche del día 7 no lo distinguí cuando daba esa orden; pero sí lo reco-
nozco el 8, en el día y en la noche; y también el día 9, hasta horas 19.
Este joven, no mal parecido, en toda la sucesión de los acontecimientos
lo veo siempre ebrio, con su bola de coca, me hago el que no lo reco-
nozco y por dos, tres y más veces, le quito el arma que portaba. Escoria
de la sociedad, tantas veces te libré del peligro y a pesar de que saben
todos que he muerto, porque así lo dicen los periódicos, sin embargo te
atreves a echar tu baba verdosa sobre las letras de mi nombre. Pues bien;
yo que para todos soy muerto, de mi tumba me levanto para decirte:
“Calla, imbécil, ¿no comprendes que te estás acusando tú mismo?, si
tienes la conciencia tranquila?, por qué te apuras en lavar las manos?,
no recuerdas que el día 9 a eso de las 10 de la mañana, te cruzaste en mi
camino a la altura y frente a la agencia Víctor me dijiste lleno de ira: No
162 ANEXOS
díjome así: “Nos mandan a hacer trincheras, pero antes, tenemos que
llevar a nuestras mujeres, aquí tenemos cuatro (mostrándome la casa
de las primeras víctimas del odio)”. — Por lo que respondí: “Eso
no es posible, y yo no lo puedo aceptar siendo como soy jefe de la
plaza, que se cometa tal salvajismo”; el que hacía de cabeza, replicó:
“Necesitamos las mujeres para que nos acompañen en las trincheras,
y eso es todo”; lleno de ira, de asco, repliqué: “He dicho que eso no
es posible”, réplica por réplica, me dijo: “Usted es don nadie para
que se oponga”, como amenazarme con el cañón de su fusil; en tan
inminente peligro, grité: “Soy el jefe de la plaza, estúpidos, y desde el
Prefecto para abajo, todo el mundo obedece mis órdenes, y así se lo he
dicho ya al Sr. Haya de la Torre; yo soy el único que puedo ordenar,
si no, allí tienen su puesto; esto como meter la tarjeta por las narices
del más audaz”. —Entregué la tarjeta, la lee el cabecilla y va pasando
de mano en mano, todos las leen, no son gentes de las haciendas, son
de la ciudad... Así, como dicen que se va el diablo cuando se siente
vencido, así se fueron estos salvajes, escoria de la sociedad; pusieron
sus fusiles a la funela, y se fueron apestando a odio, venganza, aguar-
diente y a coca, murmurando: “Cuidado con darles de mano”. Miré
mi reloj, pocos minutos faltaban para las 23; yo que siempre he sido
juzgado equivocadamente como oficial vanidoso, orgulloso, déspota,
y si me quedase un rasgo de estas impurezas, y con el derecho del
que está sentenciado a muerte, haría una pregunta a los que me han
juzgado: ¿Quién de ellos ha tenido en su vida una hora igual? —Pero
ya he dicho antes: “las grandes causas no se salvan con preguntas, ni
con respuestas; solo se salvan con hechos”—. Los míos y los hechos
de los que me han juzgado, sin oírme, responderán un día a la patria
y a la Historia.
Regresé a mi casa, me puse el capote, tomé solo una taza de café, y
con un cigarrillo en la boca, salgo frotándome las manos y paladeando,
paladeando mi esencia de café; sintiéndome tan grande y tan potente
como la pureza del deber ampliamente cumplido, sin miedo a las res-
ponsabilidades; así salí de mi casa analizando los actos míos del día;
y sentí mayor satisfacción aún al contemplar que, a pesar de tantos
peligros, nada me había pasado. —parece que Dios se había propuesto
salvarme siempre—.
68.- Salgo y me dirijo a la Prefectura; hablo con el señor Haya de
la Torre, a quien le pido por segunda vez que suspenda toda orden de
164 ANEXOS
prisiones; que todo el personal debe ser mandado a las trincheras; pido
un auto y me dirijo a rondar la población. Hombres aislados, armados
que encuentro, los llevo en el mismo carro hacia las salidas de la ciudad;
retirando así todo peligro del centro de la población, los llevo a las trin-
cheras: Oh, benditas trincheras; nadie supo comprender vuestro objeto.
Toda la potencia, toda la fuerza bruta de la multitud, en esa hora que
había sido señalada para dar el asalto a los conventos, a las iglesias y a
las casas particulares de los enemigos del gobierno, fue dedicada a cons-
truir trincheras. Son las primeras que se han hecho en el mundo para
salvar vidas, intereses y honores, amenazados por un enemigo tanto
más poderoso cuanto más inconsciente e irresponsable.
¡Con la sangre de todos los caídos y en nombre de Dios Santo, ben-
ditas sean trincheras de Trujillo!
69.- Si este es el crimen del que se me acusa, reconozco el crimen,
pero ¿qué otra cosa podría haber hecho con una multitud desenfrena-
da, que portando fusiles y cañones, saturada de odio y de venganza,
amenazaba la devastación de la ciudad? Yo sé que costó sangre y vida
tomar esas trincheras; pero también sé que costó vida y sangre defen-
derlas; la sangre y la vida de unos y otros enluta hoy a la patria. Con la
diferencia de que la sangre y la vida de los primeros, da victoria, gloria
y honor, y, la sangre y la vida de los segundos, solamente dio derrota,
persecución y deshonor. —Deshonor, persecución y derrota porque el
ochenta por ciento de los revolucionarios huye espantado por el peso
de su crimen de lesa humanidad (la masacre de la cárcel); honor, gloria
y victoria para las tropas del Gobierno que, después de tres días de
combate, por aire, mar y tierra, logran vencer al veinte por ciento de los
facciosos, aunque para conseguir su objeto hayan tenido que valerse de
medios vedados por la civilización (desoír la petición de parlamentar
sobre la situación; bombardear una ciudad sin previo aviso, cosa nunca
vista ni en conflictos internacionales; bombardear tal vez si a ciencia
cierta el hospital, donde estaban sus propios heridos). Que esas trinche-
ras hayan costado muchas vidas y mucha sangre, no es mi culpa. Dios
dio el don de entendimiento y si los hombres se encaprichan en jugar
a la guerra, tal vez así lleguen a entenderse, a despecho de ese don de
entendimiento: ¡¡No tengo yo la culpa!!
70.- Desde horas 23 hasta las 24, recorro en auto toda la ciudad,
dominando a la turba enfurecida, imponiendo respeto a la vida, a los
intereses y al honor; suspendiendo todas las prisiones decretadas; dando
Actuación del capitán J. L. Rodríguez M. 165
alcance para cuidar a las personas. Los jefes del pueblo te tienen bien
marcado, piénsalo bien y lo que resuelvas mándame decir en un pa-
pel”. Pregunté a todos si había alguna queja referente a malos tratos
y me contestaron que no. Sin embargo, llamé al alcaide y le dije así:
“Un preso es sagrado, nadie tiene derecho de tocarlo; como tenga yo la
menor queja, lo fusilo a usted.
“Cuando traigan alimentos o ropa de cama para cualquiera, en
tiéndalo bien, para cualquiera, usted debe dar toda facilidad. Cualquier
papel que por su conducto me manden los presos, debe llegar directa-
mente a mí, sin pasar por otras manos”. Dicho sea de paso que estas
indicaciones hechas al alcaide me hicieron demasiado sospechoso, por-
que posiblemente dicho vigilante hizo saber esto a los revolucionarios.
Me despedí de esa celda, rogándoles que no cometan imprudencias,
que tengan un poquito de paciencia, pues había queja de que querían
romper la puerta. Pasé a otra celda.
77.- Llegué a la que estaban los policías y después que hablé con
ellos, convinimos en que poco a poco deberían salir; que me dieran
tiempo para calmar los ánimos. Se acordó la primera salida para los
siguientes: Lucas Mayuhuay, Luis A. Flores, Carlos Zapata, y de otra
celda, el primero Bustamante, me despedí y pasé a la celda del tenien-
te Villanueva, con quien también conversé: “Camarada: Ya compren-
derá usted que soy el primero que deploro lo que le pasa; le ruego
tenga un poquito de calma, usted me conoce mejor que nadie, por lo
de ayer, el estado de ánimo del pueblo para su persona”. Me contestó:
“No crea, yo tengo mucha calma; pero no veo cómo se va a arreglar
esto”, le respondí: “Por ahora no hay ningún peligro para usted, mien-
tras tenga yo el comando de la plaza; cualquier cosa que se le ofrezca,
con toda confianza no tiene más que hacerme llamar”. Él me contó
entonces: “Fíjese lo que me pasa, le he dado a un aprista treinta libras
para que le entregue a mi señora, se ha mandado mudar y ni siquiera
sé quién es”; todo esto me decía con los ojos semillorosos, por lo que
le pregunté: “Pero le habrá dado delante de alguien que lo conozca?
Nadie ha visto y creo que nadie lo conoce”, le dije entonces: “Deme
usted siquiera alguna seña por la que yo pueda reconocerlo y hacer
las averiguaciones del caso”; pasó unos minutos forzando su imagi
nación y fatalmente esta no le ayudó, pues me dijo: “No creerá Ud.
camarada, pero no recuerdo ni la menor señal”; repliquéle entonces:
“No pasa de ser un niño porque a quién se le ocurre semejante cosa, si
recuerda la menor señal, mándeme llamar inmediatamente; además,
170 ANEXOS
80.- Salí con dirección a la Prefectura, donde hice unas seis órdenes,
nombramientos que conseguí me las firmaran en blanco, tanto el señor
Silva Solís, subprefecto, como el señor Haya de la Torre, prefecto. Estos
nombramientos en blanco tenían por objeto ir libertando a un buen
número de presos.
A las once y veinte abandoné la Prefectura y a mi paso, en la esqui-
na, entregué el primer nombramiento al teniente Aníbal Ramírez; se
le encomendaba el cuidado del cuartel O’Donovan; pues dicho oficial,
cuando entré me dio cuenta de que el cuartel estaba abandonado, que
el ganado se moría de hambre y de sed y que los equipos de los oficia-
les, así como los almacenes del regimiento, corrían el mayor peligro. Al
minuto de entregar al teniente Ramírez la orden, se me presentaron tres
policías vestidos de paisano, poniéndose a mis órdenes; entonces, sobre
la marcha les dije: “Quedan ustedes a órdenes del teniente Ramírez
para encargarse del cuidado del cuartel”.
81.- No había caminado aún veinte pasos, cuando vi que venía con
dirección a la Prefectura el teniente Severino; lo cogí de la mano y ha-
ciéndole regresar le pregunté: “Adónde va usted”, contestándome él:
“Voy a la Prefectura para estar al lado de mis jefes”. Entonces le repliqué:
“No sea usted niño, ellos no lo necesitan y además si entra, posiblemen-
te ya no sale”; forcejeó para soltarse y yo sosteniéndole con cólera, le
dije: “No sea imbécil; entre estar preso en la Prefectura y estar preso en
su casa, no cabe discusión; vaya a su casa, escóndase y no vuelva a salir”;
pero comprendiendo que podía engañarme y regresar a la Prefectura,
exponiéndose a un peligro, resolví ir y dejarlo en su casa. Por el camino
le fui hablando de su mujer y de sus hijos y que me hiciera el favor de no
salir, en compañía del teniente Ramírez lo llevé hasta su casa, que queda
en la última cuadra del jirón Restauración, la casita tiene un balcón; y
cuando llegábamos salió el hijito del teniente Severino y se le prendió
del cuello. Buen tino tuvo al fin este oficial, de escuchar mis consejos; no
lo he vuelto a ver en la sucesión de los acontecimientos.
Van dos oficiales que debían haber sido otras tantas víctimas, si yo
no hubiese intervenido oportunamente en su favor. El capitán Herrera,
a quien buscaba también para salvarlo, tuvo la suerte de escapar de la
comisaría y ocultarse lo mismo que otros oficiales; todos ellos se deben
a sí mismos la vida. De regreso a mi casa se separó el teniente Ramírez
en la plazuela de Recreo; siguiendo, me di cuenta de que me faltaba el
capitán Martínez. Entonces me dirigí al hotel Americano, que en ese
172 ANEXOS
y hablaré con ese señor, que tengo la seguridad que no me conoce; haré
lo posible porque salga”. Así fue, terminé de almorzar como pude, tomé
una taza de café, encendí’ un cigarro y bajé a la Prefectura; sin entrar
tomé un auto y me fui a la cárcel.
84.- Entré, volví a hablar celda por celda con los presos, entregué
personalmente las órdenes de libertad que llevaba para los policías y
les aconsejé que no dieran un paso en la calle si no estaban antes ves-
tidos de paisanos; cambié con ellos una seña inteligente, que después
pude constatar que me la habían comprendido, pues hay que declarar
que las órdenes que llevaba eran nombrándolos jefes de trinchera, y
las señas que les hice, era para que se ocultaran tan luego como salgan.
Efectivamente, se ocultaron y no he vuelto a ver a esos policías en los
acontecimientos sucesivos; creo demás decir que no fueron ni un mo-
mento a tales trincheras. Pero ahora resulta que esos policías, los únicos
que pude salvar, por mi intervención personal, aparecen como víctimas
escapadas, milagrosamente, de la matanza salvaje de la cárcel: cuanta
mentira encierra la historia. Yo conservo en mi poder un ejemplar de
esos formularios de nombramientos.
Después de entregar los nombramientos, me dirigí al alcaide y le
dije: “Necesito hablar con el gobernador de Salaverry”, “no hay incon-
veniente”, me contestó y me hizo pasar a la celda del fondo, donde creo
que hay una especie de jardín. Salió un señor de más de cincuenta años;
su semblante, su gesto, su traje, todo me indicó al correcto caballero;
bastante canoso, con una perrita muy simpática y bien cuidada, tenía
los pulgares metidos en las bocas del chaleco, una cadenita cruzaba los
bolsillos bajos del mismo y vestía traje plomo claro. Mientras entraba
y se cerraba la reja a mi espalda, le hablé así: “Señor, los parientes de
usted están diciendo que he ordenado su prisión; que me opongo a su
libertad y hasta que lo he tratado bastante mal; como usted comprende,
nada de esto es cierto, pues ni siquiera he tenido el gusto de conocerlo
y mucho menos podía haber procedido así”. Entonces, me respondió:
“Efectivamente, a mí también me han hecho creer que por orden de
usted estaba preso y que se oponía Ud. a mi libertad”. Repliqué: “Sepa,
señor, que yo no he ordenado ninguna prisión, antes bien, por el con-
trario, toda mi influencia personal le he puesto para suspender las pri-
siones decretadas para otros caballeros de esta localidad”. Entonces, dí-
jome: “Soy gobernador de Salaverry porque repetidas ocasiones no han
aceptado mi renuncia”; iba a continuar, pero le corté la frase diciendo:
“Perdón, señor, no es mi fuerte enterarme de su ideología política, ni
174 ANEXOS
de las actividades que usted tiene, ni siquiera cómo cumple usted con
el puesto que le ha confiado el gobierno; mi objeto, al venir a hablar
con Ud. es sinceramente, rogarle que no crea lo que dice el vulgo, pues
francamente hasta ignoraba que estuviese usted preso; por otra parte,
mi hermano Rodríguez Palacios, el dentista, me ha pedido gestionar su
libertad; se lo he prometido así; creo pues que entre una hora o menos,
estará Ud. en libertad; me tiene usted a sus órdenes, buenas tardes”.
85.- Volví la vista por si distinguiese algún conocido y vi a un joven
trigueño, vestido de plomo oscuro, con corbata de lazo, que parecía
que me hablaba con los ojos; me acerqué a él y le pregunté: ¿En qué
puedo servirlo? Díjome apellidarse Donaire; que era presidente de un
club sanchecerrista y que de allí se derivaba toda la odiosidad que le
tenían y que él no reconocía más crimen que ser amigo del gobierno
y que no sabía de qué lo podía acusar. A todo lo que le respondí: “No
soy revolucionario ni he formado parte de este movimiento; las cir-
cunstancias me han puesto anoche al frente del mando de la plaza, y lo
he aceptado con el único objeto de dar el mayor número de facilidades
y garantías; así pues cualquier recado para sus parientes, tendré gran
placer en serle útil; por lo pronto, a usted y al gobernador de Salaverry
voy a darles un alojamiento más aceptable, dentro de este hotel que
claro está no tiene grandes comodidades para ustedes”. Y me despedí;
volví nuevamente la vista y vi a otro joven que, por la cara me hizo
comprender que era hermano de unas señoritas Guadiamus, de Caja-
bamba; me acerqué a él y le dije: “Soy muy amigo de sus hermanitas,
me he criado en Ascope, donde posiblemente usted ha nacido; dos
hermanos de usted han sido compañeros de colegio míos; ahora, si
en algo puedo serle útil, me tiene a sus órdenes”. Me contó a grandes
rasgos su actuación a órdenes del capitán del Puerto de Salaverry; le
ofrecí gestionar su libertad y le di la comisión especial de que cual
quier recado de él o de sus compañeros de prisión tendría vivo placer
en cumplirlo, para lo cual no tenía más que mandar un papel firmado.
Guadiamus iba a salir, cuando vi otra cara conocida que de pronto me
pareció la de un camarada de la Escuela de Artes y Oficios de Lima;
a éste le dije: “Usted es Gonzales Tafur?” Afirmó, pero al ver la frial-
dad con que me recibió, le dije: “¿Ud. no ha estudiado en la Escuela
de Artes de Lima?”, me respondió: “Mi hermano menor estuvo allí”;
le ofrecí mis servicios personales, después de hablar con él sobre mi
camarada de la escuela; le encargué que ayudase a Guadiamus en la
comisión que le había dado y le ofrecí también gestionar su libertad.
Actuación del capitán J. L. Rodríguez M. 175
la Torre, pues por toda respuesta me dijo: “De todos modos pediremos
un parlamentario a Lima”.
Llegábamos a la salida de Laredo; bajamos del carro y pudimos
constatar que habría unos cuarenta hombres que se disputaban el tra-
bajo de hacer trincheras; así seguimos revisando los demás sectores,
mientras los aeroplanos evolucionaban sobre la ciudad rompiendo sus
fuegos de ametralladoras y bombas.
89.- Serían más o menos las 16.30 cuando, regresando a la ciudad,
me acerqué de nuevo al salón que ocupaban los señores jefes y oficiales.
Entré saludando a todos y me dirigí particularmente al comandante
Silva, a quien rogué me acompañara; salimos de este salón, penetramos
al grande que da a la puerta principal, pasamos del billar, y el siguiente
de la biblioteca y por último tomamos asiento en el salón grande, de
recepción. A grandes rasgos referí al comandante mi actuación, desde el
momento que tengo conocimiento de la toma del cuartel hasta el ins
tante en que acabamos de sentarnos. Cuando hube terminado me dijo:
“Lo felicito a usted, sinceramente, no podía ser de otro modo; todo lo
que sea tratar de contener desmanes del populacho está muy bien he-
cho; no se preocupe por lo que pueda decir el gobierno, pues yo tengo
la seguridad de que se prestará absoluta confianza a lo que yo pueda
decir”; después, continuando me dijo así: “Lo felicito sinceramente,
cuando las cosas se calmen un poco, sabré hacerme oír, y entonces, le
respondo que todo lo que ha hecho usted se reconocerá como muy bien
hecho”. Le referí en seguida la conversación que acababa de sostener
con el señor Haya y le ofrecí que si deseaba, él y todos los camaradas
podían ser puestos en libertad, siempre que se oculten inmediatamente
para evitar que el populacho vaya a estropearlos. A esta insinuación mía
dijo: “Eso no; la libertad de ningún modo; ¿qué diría el Gobierno?,
pues cómo explicaría mi libertad y la de mis oficiales?; cualquiera que
sea la suerte que corramos, prefiero que las fuerzas del gobierno me
encuentren prisionero”. Pero yo le objeté: “Yo creo mi comandante,
que lo que usted me dice es su opinión personal, particular; pero puede
haber oficiales que prefieran estar en sus propios domicilios; hay ade-
más un oficial, el alférez Picasso, que estando enfermo, debería pasar al
hospital; por consiguiente, le ruego consulte la opinión de todos ellos,
sin hacerles la menor presión, pues todos estamos jugando la vida a
cara o sello y por lo menos cada uno debe escoger cómo ha resuelto es-
perar los acontecimientos”. “Consultaré, me dijo el comandante, pero
tengo la seguridad de que todos correremos la misma suerte”. Dijo esto
178 ANEXOS
nadie escapará que habría pagado con la vida, cuando se hubiesen dado
cuenta de la maniobra de dar libertad a los presos. Solo el “qué dirá el
gobierno” llevó hasta la tumba a tantas vidas inocentes, dignas de mejor
suerte; y lo peor de todo es que el “que dirán” ha sido de todos modos
insalvable; cuando se serenen los ánimos; cuando calme la ira, el odio y
la venganza de ambos lados: La Historia dirá: “No murieron defendien
do ni rescatando su cuartel; murieron victimados en la cárcel por el qué
dirá el Gobierno”.
99.- Ha fracasado la reunión de los cónsules y también, por es-
tar escondidos, la reunión de los prominentes hombres; y aunque
quieren los señores cónsules lavarse las manos, la sangre derramada
en la cárcel pesa sobre sus conciencias de irresponsables; y digo irres-
ponsables, no porque carezcan del don de inteligencia; sino porque
no hay responsabilidad en el mundo para los grandes magnates; dad
gracias, señores cónsules, que en ningún momento pensé, ni sentí
con esa muchedumbre desenfrenada en sus pasiones primitivas; de lo
contrario, no hubiese evitado las prisiones; no hubiese libertado pri-
sioneros; el total de presos habría llegado a 700, y tal vez hasta a mil; y
dentro de estos, selectamente de preferencia, hubiese tenido el honor
de daros los más cómodos alojamientos; solo entonces, a vuestra ele-
vada inteligencia no escapará que el resultado habría sido otro: veinte
naciones a una sola voz habrían ordenado: ¡Alto el fuego! que era el
único propósito que alentó mi alma. Y si no se hubiesen apurado
a ordenar: “Alto el fuego”, la conflagración Sudamericana habría ya
comenzado en las costas del Pacífico. Pero Dios no ha querido seme-
jante cosa: que yo forme parte de los revolucionarios; y sí asumí —a
mucho ruego— el comando de la plaza fue solo para dar garantías a
todos, como lo hice, mientras me fue posible sostenerme en el puesto,
con dignidad. ¿No es verdad: capitán Demetrio Martínez?
Son las 24 del día 8, y muy pocas firmas se habían conseguido para
pasar un cable al Gobierno pidiendo que no bombardee la ciudad.
100.- Aunque todos abandonan los grandes intereses de la localidad:
vidas, intereses y honores, mi deber es rondar los diferentes sectores;
solo a inmediaciones de las trincheras hay vida, movimiento; y pese a
mis mayores esfuerzos porque la gente no se emborrache, no son pocos
los que están en este estado; desde el momento que veo el aguardiente,
ya no puedo pensar en descansar; temo más a los efectos del alcohol,
que a todas las ametralladoras juntas; por eso amanezco rondando hasta
Actuación del capitán J. L. Rodríguez M. 185
explique por qué está así”, “está disfrazado” gritó otro; y ante la insis-
tencia de que hable, dije: “Soy el jefe de la plaza, y no puedo ser un
traidor, toda vez que a muchos de ustedes consta, que antes de que se
rompan los fuegos he salido con cinco hombres por la línea y a la vista
de todos; en todo caso serán traidores los cinco hombres que me han
abandonado”. Entonces más de veinte hombres se acercan para reco-
nocerme, pero en la semioscuridad de la tarde la mayor parte duda; me
bajan del parapeto y me acercan a la luz del foco de la esquina, y poco a
poco se van dando cuenta esos individuos borrachos en su mayor parte,
dejándome en libertad.
111.- Han pasado más de veinte minutos desde que el 7o. comenzó
su retirada; los hombres se arremolinan como lobos para ir en su perse-
cución. “No sean bárbaros —les digo—, ustedes no comprenden que
esa retirada es una astucia del combate; si ustedes avanzan, poco des-
pués no quedará uno que cuente la historia”. Pero la gente no me oye
y se lanza en persecución de la tropa; hago un esfuerzo, los contengo
dos, tres minutos y soy impotente para contenerlos. Me dirijo hacia la
ciudad y una veintena de hombres, no armados, me sigue y va gritan-
do: “Victoria, victoria”. Así se esparce por la ciudad la primera noticia
de haber vencido al 7o. de Infantería. Muchos se van quedando en el
trayecto y solo con unos cuantos llego hasta la Prefectura.
112.- Entro y pregunto, al no encontrarlo, por el señor Haya de la
Torre; y me dicen que el prefecto y los suyos se han trasladado a La-
redo; entonces pedí que me pusieran en comunicación telefónica con
dicho lugar y cuando lo conseguí, les avisé que no había novedad; que
las tropas no habían entrado y que a fin de evitar desmanes del popu-
lacho, que se sentía victorioso, debían regresarse inmediatamente; así
me lo ofrecieron, aunque no pude comunicarme directamente con el
señor Haya.
Si los dirigentes habían huido, quién podría contener un desborde
de esa gente que en un sesenta por ciento estaba embriagada? Meditan-
do en esa crítica situación, me retiré a mi casa a las 18 y 30.
113.- Al llegar a mi casa sale mi hermana a mi encuentro; su espanto
es enorme; me abraza y yo no puedo contenerme, las lágrimas salen y
corren por mis mejillas; sale el capitán Martínez y también me abraza,
a quien le cuento la situación fatal del momento: “Ya no me obedece el
pueblo; casi todos están borrachos; me han colocado sobre un parapeto
para fusilarme; ya no hay salvación: todo está perdido con la estúpida
194 ANEXOS