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La perversión del lenguaje

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José Luis Pardo

30 junio 2004

La perversión del lenguaje es, de entrada, un tópico ante el cual casi


nadie se siente ajeno: la sensación de que a las cosas ya no se las
llama por su nombre está tan generalizada como la de que el clima
empeora o la de que la comida ya no es lo que era. Hay que
prevenirse, pues, contra una ingenuidad: no hubo jamás una situación
de partida, desviación de grado cero entre palabras y objetos, en la que
cada cosa respondiese a su nombre y hubiera un nombre para cada
cosa; en su misma esencia, el lenguaje funciona, y deja hueco a la
creación y al pensamiento, precisamente porque esa situación de
equilibrio contable es imposible, porque a las cosas sólo cabe
acercarse mediante aproximaciones y rodeos. Por otra parte, la palabra
es la superficie de inscripción de todo cuanto nos pasa, y por tanto no
puede evitarse que consigne nuestras miserias y nuestras glorias:
registra desviaciones que son el producto de conquistas históricas de
cuyo éxito sería mezquino lamentarse, o del tacto sin el cual las
relaciones sociales serían insoportables: que al adulterio ya no se le
llame delito ni a los negros esclavos no es una perversión, sino el
reconocimiento lingüístico de un cambio en el orden de las cosas que
a todas luces es fruto de un progreso. El peligro comienza, en todo
caso, cuando se pretende que el simple cambio de palabra resuelva
una situación injusta o, lo que es aún peor, la encubra. Y es propio del
lenguaje que el peligro no pueda nunca descartarse del todo, porque la
mentada imposibilidad de un balance presupuestario perfecto entre las
palabras y las cosas no hace posible decir la verdad sin dejar al mismo
tiempo un lugar a la mentira (recuérdese la definición
de signo propuesta por Umberto Eco: "todo aquello que sirve para
mentir"): a menudo la queja contra la "perversión" verbal oculta el
deseo de controlar el significado de los vocablos para ajustarlo a
nuestros intereses. ¿Cuándo puede, entonces, hablarse
de perversión del lenguaje o de uso perverso de la palabra?
Decimos "perversión", en este contexto, ante todo para señalar la
trasgresión de tres límites a los cuales está sometida normalmente la
variación lingüística. Un primer límite, el más obvio pero no el menos
importante, lo establecen las cosas mismas. Sobre ellas podemos
mentir, hacernos ilusiones o simplemente equivocarnos, pero para eso
hemos de emitir juicios, y emitir un juicio es formalmente someter
nuestro criterio a las tercas cosas que, más tarde o más temprano,
acabarán por desbaratar las falsedades que contra ellas hayamos
erigido. Para evitar este efecto correctivo sólo hay un método: la
violencia dirigida hacia las cosas mismas, la tergiversación y el
intento de sustituir la realidad —que nos desmiente— por una fantasía
que nos resulta más cómoda y propicia. Hubo un hombre que creía ser
John Lennon; por mucho que intentaba persuadir a sus interlocutores,
su pretensión chocaba siempre contra una objeción inamovible: la
existencia del verdadero Lennon (que en su fantasía era un impostor);
así que tuvo que acabar con esa existencia como condición previa
para realizar su ilusión. No le salió del todo bien. Pero hay quienes
tienen muchos más medios de persuasión y de aniquilación de la
disidencia y, por tanto, de sustitución de la realidad por una fantasía.
Ya en estos casos, no obstante, se percibe un segundo límite que
regula la acción lingüística: los otros a quienes se dirigen nuestras
palabras. No sólo las cosas limitan con su rigidez la elasticidad de
nuestras pretensiones, sino que el alocutario —cuya impronta en el
lenguaje no se produce desde fuera, sino que alienta en él como una
condición inmanente que materializa el hiato entre palabra y cosa—
también nos impone una frontera que no podemos traspasar sin
arruinar el sentido de lo que decimos: hasta los niños y los creadores
de fábulas necesitan, para dar a sus quimeras el crédito precario y
provisional requerido para el juego o la ficción, el expediente de
aquiescencia de un espectador que colabore con un "vale" tácito o
expreso. Hay reglas o principios que, no obstante ser objeto de
profunda convicción en el terreno privado, se vienen abajo en cuanto
intentan formularse en público, porque comportan abusos intolerables
cuyas víctimas no pueden consentir su vigencia. Y de nuevo es la
violencia lo único que puede acallar esas quejas y sobrepasar ese
límite del sufrimiento ajeno. Hay un grupo de varones convencido
hasta tal punto de su irresistible encanto para el sexo opuesto que no
encuentra concebible que una mujer rechace o abandone su compañía,
y que se propone golpear —si es preciso hasta la muerte— a aquellas
que no acepten este consenso hasta que se rindan a la evidencia. Hasta
ahora no les ha ido del todo mal. Pero también hay aquí quien dispone
de instrumentos de sumisión más sutiles, menos desacreditados o más
eficaces para vencer las resistencias.
Finalmente, el tercer límite en el uso de la palabra, quizá el más
difícil de percibir, lo señala la propia lengua. No se trata de la
"corrección" académica (que en buena medida se conforma con
sancionar lo que el uso ya ha consolidado), ni tampoco de la mera
ortodoxia sintáctica o semántica, sino de algo —por así decirlo—"más
profundo". No podemos decir todo lo que queremos. Tampoco el
lenguaje es solamente una herramienta al servicio de nuestros
propósitos y a la que no debamos ningún respeto; posee un rigor —ése
que, cuando un idioma se queda sin hablantes, se manifiesta
cerradamente como rigor mortis—cuyas violaciones también tienen
consecuencias. No podemos decir todo lo que queremos porque, entre
otras cosas, qué es lo que queremos lo sabemos en verdad sólo cuando
lo hemos dicho, cuando nuestro deseo ha pagado en la aduana de la
lengua el tributo sin el cual no llegaría a tener sentido ni siquiera para
nosotros mismos que somos sus portavoces. La prueba es que, cada
vez que hablamos para declarar nuestra voluntad, no tenemos más
remedio que oír lo que decimos como si lo dijera otro, como si nuestra
voz ya no fuera nuestra sino la de un extraño a quien no reconocemos
del todo, sintiendo entonces la humillación de que, en lo que ese eco
nos devuelve, hay siempre algo más o algo menos de lo que nosotros
queríamos decir, de lo que nosotros habíamos puesto. Por eso, entre
otras cosas, tenemos que seguir hablando. Porque, como decían los
clásicos, hablar es nada menos, pero también nada más, que decir algo
de algo. Las palabras tienen muchos significados —y por eso notamos
que nunca dicen todo lo que podrían o que dicen más de lo que
desearíamos—, pero sólo es posible emplearlas en un sentido cada vez.
Ese "algo más o algo menos" lo pone la lengua, viene de su intimidad
(no de la nuestra) como el recuerdo de aquello que nunca nos ha
pasado, de un pacto que nunca hemos hecho (no podemos, por
ejemplo, ni siquiera imaginar la escena de dos hombres poniéndose de
acuerdo en los fonemas de la lengua que van a utilizar para
entenderse, porque les faltaría para poder sellar ese trato el único
instrumento que les permitiría llegar a un acuerdo, a saber, la lengua
misma), pero que presuponemos implícito cada vez que hablamos. Sin
duda es éste el límite más fácil de transgredir, aquel cuyas
infracciones tienen menos coste: la lengua jamás se queja de todas las
violencias que se le infligen, soporta estoicamente los tormentos y
sólo ocasionalmente se revuelve dejando a sus usuarios en el ridículo
menor del sinsentido. Quien vulnera la regla "decir algo de algo",
aunque sea con la mejor intención de decirlo todo de todo, acaba
siempre por no decir nada de nada. Lo que queda lesionado en estos
casos es aquella fuerza inmanente, anónima e impersonal de la lengua
("el vivo numen del lenguaje", en palabras de Rafael Sánchez
Ferlosio) que los antiguos llamaban logos y nosotros razón. Al no
haber tribunales que condenen estas tropelías, ellas mismas no parecen
gran cosa; pero allí donde la razón es pisoteada, por muy usual que
este acto resulte, disminuye proporcionalmente la posibilidad de
entendimiento y, convertidas en armas arrojadizas, las palabras sólo
sirven para cavar las simas en las que depositar la sangre de los
contendientes, que nunca es bastante para solventar el pleito.
En verdad, no cabe esperanza alguna de que los usuarios de la
lengua dejemos algún día de pervertirla, de luchar contra las cosas
cuando éstas entorpecen nuestros fines, de despreciar a los otros
cuando hacen inverosímiles nuestras pretensiones o de tensar el hilo
de las razones hasta conseguir que se rompa por la mitad y nos
quedemos, cargados de nuestra razón rota, acusando siempre al otro
del desastre. Lo grave comienza cuando estos tres tipos de
perversiones se dan al mismo tiempo y concertadamente, y cuando la
violencia que supone su ejercicio continuado es sistemática y
constante, porque entonces la situación es tan siniestra como en
aquella nefasta utopía antes evocada de un déficit cero o de una total
"coincidencia" compacta entre las palabras y las cosas. Y es aún más
grave cuando los hablantes —en cuyas manos y labios está, en
definitiva, siempre la lengua, pues ni ella tiene otra posible residencia
ni nosotros otro lugar en donde reclinar la cabeza—operan la mayor
de todas las perversiones y fraguan la peor de todas las mentiras: la
que afirma que ellos no pueden hacer nada para impedirlo. ~

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