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Los archivos del cardenal: Casos reales
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Los archivos del cardenal: Casos reales

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Incluso antes de salir al aire, la serie de ficción Los archivos del cardenal levantó una fuerte polémica pública. Sus detractores consideraron que tergiversaba la historia reciente y contribuía a victimizar a la izquierda. Sus creadores retrucaron que, pese a ser una dramatización, cada capítulo se inspiraba en hechos rigurosamente ciertos.

Lo claro es que la serie está lejos de ser un desvarío sin trazas de realidad. Sus capítulos recrean alguno de los más recordados casos de violaciones a los derechos humanos cometidos durante el régimen militar. Desde el descubrimiento en 1978 de los cuerpos de quince detenidos desaparecidos en unos hornos de Lonquén, la fabricación de armas químicas para exterminar a opositores, la cacería de la CNI contra el MIR, el asesinato de Tucapel Jiménez, el sacrificio a lo bonzo de un padre desesperado y la confesión de un torturador arrepentido, hasta el brutal degollamiento de tres profesionales comunistas en 1985.

Estos y otros casos reales son reconstruidos aquí en dieciocho reportajes a cargo de destacados periodistas chilenos. Escritos con un estilo sobrecogedor, el lector revivirá parte de los episodios más dramáticos del período y distinguirá a las personas de carne y hueso que inspiraron al abogado Carlos Pedregal, la periodista Mónica Spencer, el desertor de los aparatos represivos Mauro Pastene y al joven Ramón Sarmiento, entre otros personajes de la serie revelación del año.

En suma, una selección de reportajes que reafirma que a menudo la realidad puede ser mucho más brutal que la ficción.
LanguageEspañol
Release dateAug 24, 2018
ISBN9789563241044
Los archivos del cardenal: Casos reales

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    Los archivos del cardenal - Andrea Insunza

    Notas

    Historias recobradas

    Entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990, es decir, durante la dictadura encabezada por Augusto Pinochet, se aplicó en Chile una política sistemática de violación de los derechos humanos contra los opositores al régimen, en la que se comprometieron recursos humanos y financieros del Estado. El saldo: 3.216 personas detenidas desaparecidas o ejecutadas y 38.254 víctimas de la prisión política y/o la tortura.¹

    La violencia se inició la misma mañana del 11 de septiembre de 1973, con el bombardeo y asalto al Palacio de La Moneda para derrocar al gobierno de Salvador Allende. Una semana después, la Iglesia Católica sufrió la represión en sus propias filas: el 19 de septiembre una patrulla militar arrestó y ejecutó al sacerdote español Juan Alsina, de treintaitrés años. El 11 de octubre el sacerdote salesiano Gerardo Poblete, de treintaiún años, murió a causa de las torturas a las que fue sometido por agentes del Estado en una comisaría en Iquique. A esto se sumó la detención de medio centenar de religiosos y la expulsión de Chile de otros cincuenta miembros del clero. 

    Desde un inicio fue tortuosa la relación entre el régimen militar y la Iglesia Católica, encabezada hasta 1983 por el cardenal Raúl Silva Henríquez. El 6 de octubre de 1973, menos de un mes después del asalto a La Moneda, el cardenal creó una Comisión Especial, para «atender a los chilenos que, a consecuencia de los últimos acontecimientos políticos, se encuentren en grave necesidad económica o personal». Dicha comisión tuvo como tarea establecer vínculos con otros credos religiosos, lo que dio origen al Comité de Cooperación para la Paz en Chile (Comité Pro Paz), un organismo ecuménico integrado también por las iglesias Evangélica Luterana, Evangélica Metodista, Ortodoxa, Pentecostal y por la comunidad hebrea de Chile. 

    El 24 de abril de 1974, en una declaración del Episcopado sobre la reconciliación, el cardenal resumía así el papel que tendría la Iglesia Católica bajo el régimen de facto: «Comprendemos que circunstancias particulares pueden justificar la suspensión transitoria del ejercicio de algunos derechos civiles. Pero hay derechos que tocan la dignidad misma de la persona humana, y ellos son absolutos e inviolables. La Iglesia debe ser la voz de todos y especialmente de los que no tienen voz». 

    En noviembre de 1975, y tras varios choques con la cúpula eclesial, Pinochet se reunió con el cardenal y le exigió que disolviera el Comité Pro Paz. De lo contrario, amenazó, ordenaría su cierre por decreto. Silva Henríquez accedió, pero lo que vino fue peor para el régimen: el cardenal creó la Vicaría de la Solidaridad, dependiente del Arzobispado de Santiago. Con sus oficinas instaladas a un costado de la Catedral Metropolitana, era una señal clara: ahora el organismo quedaba bajo su mando y protección. 

    No es casualidad entonces que, al analizar el rol de la sociedad chilena en el período que siguió al golpe militar, el Informe Rettig solo rescate la acción de las iglesias. Respecto de las violaciones a los derechos humanos –negadas por el Poder Judicial y negligentemente desatendidas por los medios de comunicación–,² el documento señala: 

    «Esta situación no produjo en Chile, en esta primera época, prácticamente ninguna reacción crítica de carácter público, excepto de parte de las iglesias, especialmente de la Iglesia Católica». 

    Si bien el régimen militar, el Poder Judicial y los medios de comunicación negaban la existencia de detenidos desaparecidos y se referían a ellos como «presuntos», la Iglesia –que en el trabajo de la Vicaría de la Solidaridad sumó a laicos de centro e izquierda– insistía en que agentes del Estado practicaban la desaparición forzada de personas. En 1978, los hechos impusieron la verdad: los cadáveres de quince campesinos, detenidos por Carabineros en los días posteriores al golpe militar y desaparecidos hasta entonces, fueron encontrados apiñados en unos hornos de cal de Lonquén, una localidad rural al sur de Santiago. El hallazgo inspiró el primer capítulo de la serie de ficción Los archivos del cardenal, transmitida por TVN entre el 21 de julio y el 13 de octubre de 2011. Si bien el régimen militar y sus adherentes civiles siguieron negando la existencia de violaciones a los derechos humanos, en adelante su versión se hizo insostenible. 

    Cuando los creadores de la serie decidieron escenificar, en formato audiovisual y para un público masivo, este período de la historia reciente, no hicieron ni más ni menos que rescatar algunas de las más dramáticas historias y los personajes reales que tejieron este desigual enfrentamiento. Por una parte, un régimen militar que tenía el control total de la vida nacional, incluyendo la prensa y los tribunales, versus un puñado de funcionarios que, amparados por la máxima autoridad de la Iglesia, se jugaron la vida para proteger los derechos básicos de quienes se hallaban perseguidos. 

    Con tales elementos a disposición de un buen equipo realizador, encabezado por Nicolás Acuña, era difícil que el resultado no sobrecogiera. Así lo entendió el presidente de Renovación Nacional, Carlos Larraín, quien incluso antes de que la obra saliera al aire la calificó de sesgada, pues contribuía a «victimizar» a la izquierda. Así lo captaron también ex colaboradores del régimen militar, como el diputado del mismo partido Alberto Cardemil, quien sostuvo que la serie se basaba en «sórdidos supuestos», uno de los cuales era que los buenos eran demasiado buenos y los malos demasiado malos. 

    A lo largo de sus doce capítulos, queda claro que Los archivos del cardenal no busca ser un documental fidedigno o una pieza histórica. Es, como sus creadores lo han planteado, una recreación dramática, con personajes ficticios y una trama orientada a captar al gran público. Sin embargo, tampoco es un desvarío sin trazas de realidad. Cada uno de sus capítulos rescata detalles de uno o más casos verídicos de violaciones a los derechos humanos acontecidas durante el régimen de Pinochet. Es cierto que en 1982 nunca fue asesinado un sindicalista de nombre Lautaro Marín, que en 1983 ningún trabajador en busca de sus hijos se quemó a lo bonzo en la Plaza de Armas de Santiago, y que jamás trabajó en la Vicaría de la Solidaridad un abogado de nombre Carlos Pedregal, el cual habría sido asesinado en 1985. Pero, en esos cuatro años, ¿acaso no fue ultimado el líder de la ANEF Tucapel Jiménez? ¿No se prendió fuego en la Plaza de Armas de Concepción Sebastián Acevedo? ¿No apareció brutalmente degollado el funcionario de la Vicaría José Manuel Parada, junto a otros dos profesionales comunistas? 

    Reconstruir los casos reales que inspiraron cada capítulo de la serie, separando la ficción de los hechos mediante las herramientas del periodismo de investigación, es uno de los objetivos centrales de este libro, realizado por el Centro de Investigación y Publicaciones de la Facultad de Comunicación y Letras de la UDP (CIP), con la colaboración de CIPER . Así, con estos dieciocho reportajes el público que siguió durante meses la serie dramática puede conocer las historias de los hombres y mujeres que inspiraron la creación de personajes como los abogados Carlos Pedregal y Ramón Sarmiento, la periodista Mónica Spencer y el torturador arrepentido Mauro Pastene. Este último protagonista, basado en el ex agente del Comando Conjunto Andrés Valenzuela, deja en evidencia hasta qué punto la guerra sucia contra la subversión acabó deshumanizando también a sus ejecutores. 

    Desde que se alzó como fiscalizador de los poderosos en las democracias modernas, el periodismo ha sido definido –con razón– como una herramienta al servicio de los ciudadanos para desenmascarar arbitrariedades e injusticias. En ese sentido, no deja de llamar la atención que, en uno de los períodos más negros de la historia nacional, los medios de comunicación chilenos –particularmente los diarios de circulación nacional y la televisión– no estuvieran a la altura de la circunstancia histórica. 

    Es cierto que varios de estos casos fueron finalmente aclarados por la justicia, y también que se han escrito meritorias investigaciones de prensa sobre sus víctimas y principales responsables. Sin embargo, también es cierto que esas historias fueron conocidas por un público restringido, principalmente en los años ochenta y noventa. En este sentido, otro de los méritos de la serie de TVN es que da a conocer una dramatización de estos sucesos a una audiencia más amplia, gracias al impacto de la televisión abierta. 

    Según las proyecciones del censo nacional de 2002, en 2011 más de la mitad de los chilenos –unos 9,5 millones– no había nacido cuando el cardenal Silva Henríquez creó la Vicaría de la Solidaridad. Se trata de un segmento de la población que, en su mayoría, tiene pocos recuerdos o derechamente no vivió ese período histórico. Este libro fue escrito en parte pensando en ellos. 

    Los archivos del cardenal abrió un debate público en torno al legado de la Vicaría de la Solidaridad, lo que sin duda contribuye de manera valiosa al conocimiento de nuestra historia reciente. El que todavía existan sectores empeñados en rehuir o minimizar lo que ocurrió con los derechos de las personas durante el régimen de Pinochet confirma la necesidad de rescatar estos episodios, para que los chilenos los conozcan y así la historia de algunos, que otros todavía no aceptan, se convierta en la historia de todos.

    Los editores 

    Lonquén: el fin del adjetivo «presunto»

    Alejandra Matus

    El 1 de diciembre de 1978, la Vicaría de la Solidaridad anunció el hallazgo de quince cadáveres en unos hornos de Lonquén. Pronto se supo que los cuerpos correspondían a un grupo de detenidos desaparecidos de Isla de Maipo. Ese hecho, en el que se basó el primer capítulo de Los archivos del cardenal, demolió la versión oficial de la dictadura, que negaba la existencia de desaparecidos. Miembros de una discreta comisión convocada por el cardenal Silva Henríquez y ex funcionarios de la Vicaría reconstruyen aquí uno de los hechos más relevantes en la historia del organismo.

    Abraham Santibáñez, subdirector de la revista Hoy, recibió una llamada de la Vicaría pidiéndole que se presentara en el edificio de Plaza de Armas de inmediato, pues debían entregarle una información importante. Ese caluroso noviembre de 1978, el país estaba bajo estado de emergencia y la única revista opositora con permiso para circular era Hoy. Santibáñez no hizo más preguntas y enfiló desde Providencia hacia el edificio que ocupaba la Vicaría de la Solidaridad junto a la Catedral Metropolitana de Santiago. 

    Jaime Martínez, el director de la revista Qué Pasa, recibió un llamado similar. Máximo Pacheco, ex ministro de Justicia de Eduardo Frei Montalva y ex parlamentario, entonces vicepresidente de la Comisión Chilena de Derechos Humanos, también fue convocado. En la Vicaría, los tres se encontraron con el obispo auxiliar de Santiago, Enrique Alvear, y con el vicario, Cristián Precht. Allí se les explicó que si aceptaban quedarse recibirían una información confidencial, respecto de la cual debían mantener estricto secreto a la espera de que se presentara una denuncia formal. Todos asintieron y la puerta se cerró. Según recuerda María Luisa Sepúlveda, entonces asistente social de la Vicaría y hoy presidenta del directorio de la Fundación Museo de la Memoria, se les contó del hallazgo de osamentas y se les pidió que constituyeran una comisión de hombres buenos para verificar la información. La petición fue que partieran de inmediato al sitio de los hechos, en autos de funcionarios de la Vicaría. 

    «Quisimos constituir una comisión que tuviera credibilidad frente a cualquier tribunal», cuenta Javier Luis Egaña, entonces secretario ejecutivo de la Vicaría. 

    Augusto Góngora, quien era director de la revista Solidaridad (de la Vicaría), recuerda que para las autoridades de la institución eclesiástica era muy importante la presencia de Martínez en el grupo: «A mí me impresionó mucho que él accediera. Qué Pasa era una revista de derecha y suponíamos que las ideas políticas de Martínez eran proclives al régimen. Sin embargo, yo creo que él actuó motivado por un sentido ético superior. No podía sustraerse de una denuncia de esa magnitud. Creo que además influyó su formación de periodista». 

    Abraham Santibáñez recuerda que quiso llamar a Hoy para avisar que se demoraría, pero se lo impidieron. «Les dijimos que no se preocuparan, que eso lo haríamos nosotros», recuerda Egaña. 

    El cometido tenía una importancia trascendental porque, hasta entonces, las denuncias sobre detenidos desaparecidos habían sido descalificadas oficialmente, tanto en Chile como en foros internacionales. En 1975, por ejemplo, el embajador chileno ante la ONU, Sergio Diez, había puesto en duda la existencia de personas cuya desaparición se había denunciado ante los tribunales. La propia Corte Suprema había cuestionado las identidades de los prisioneros. Y el Ministerio del Interior emitía rutinariamente informes negando que los desaparecidos hubieran sido alguna vez detenidos por los servicios de seguridad. 

    Un anciano con un cucalón

    La primera semana de noviembre de 1978, un «anciano extravagante, con un cucalón en la cabeza, barba crecida y botas altas»³ se presentó en las oficinas de la Vicaría. Quería hacer una denuncia sobre restos humanos que había encontrado en Lonquén, a condición de que se reservara su identidad. Lo atendió el sacerdote Gonzalo Aguirre, quien tenía una oficina habilitada para recibir denuncias. 

    Inocencio de los Ángeles confidenció que era un campesino, un ermitaño, que vivía en las cercanías de los hornos de cal de Lonquén. En los días posteriores al golpe de Estado, había escuchado disparos y el ruido de bultos cayendo en los enormes socavones de piedra. Estaba convencido de que allí había unos ciento cincuenta cuerpos. 

    Gonzalo Aguirre viajó al lugar con Inocencio y encontró restos óseos. No obstante, en la Vicaría se tomó la decisión de postergar nuevas acciones hasta que culminara la realización del simposio «La dignidad del hombre: sus derechos y deberes en el mundo de hoy», que había organizado la Iglesia y que se celebraba en Santiago para conmemorar el Año Internacional por los Derechos Humanos. A esa reunión, de carácter ecuménico y laico, concurrían las más altas autoridades en materia de derechos humanos de Naciones Unidas, la OEA, organismos internacionales y un enviado especial del Vaticano. 

    «Era el primer encuentro de estas características en Latinoamérica [desde el comienzo de las dictaduras militares], y la trascendencia de los invitados era tal que las gestiones para evitar su realización no prosperaron », recuerda Enrique Palet, por aquel entonces integrante de un comité de asesores del vicario Cristián Precht y del comité patrocinador del simposio. 

    El encuentro no estuvo ajeno a las vicisitudes. La idea original era que se desarrollara íntegramente en la Catedral. Con ese objetivo se retiró el altar, se movieron los escaños y se instalaron escritorios y mesas de trabajo. Detrás, en el presbiterio, colgaba a todo lo ancho un cartel que decía: «TODO HOMBRE TIENE DERECHO A SER PERSONA». Cuarenta y ocho horas antes de que comenzara, el cardenal Raúl Silva Henríquez citó a los organizadores para analizar la suspensión del simposio, pues el Cabildo de Santiago –la entidad eclesiástica que administra la Catedral– se oponía al uso del templo para ese fin. El Gobierno había ofrecido el edificio Diego Portales, pero ya el cardenal lo había rechazado, por razones obvias. 

    «Siempre me va a pesar lo duros que fuimos con él. Unánimemente nos opusimos a la suspensión. El cardenal nos dijo que tenía responsabilidades como pastor y que, aun a pesar de su sentir personal, debía negar el uso de la Catedral, salvo para el acto inaugural y el de clausura. Todavía me acuerdo de que, cuando terminó la reunión, lo vi marcharse caminando solo por el pasillo de la Vicaría, con el sombrero en la mano. Qué injustos fuimos. Con todo lo que él había hecho», relata Palet. 

    Repuestos de la mala noticia, los organizadores transformaron el interior de la Vicaría para convertirlo en un centro de eventos. El cartel tras el altar de la Catedral quedó allí toda la semana. En la ceremonia de inauguración del simposio se presentó la Cantata de los derechos humanos, compuesta por el sacerdote Esteban Gumucio en los textos y Alejandro Guarello en la música: «… Pero vino Caín y fue de noche. Cual fiera se lanzó contra su hermano», rezaba un verso de la obra. En los pasajes narrados, la voz de Roberto Parada tronaba en la Catedral. 

    Destapar el hallazgo de las osamentas en medio del simposio hubiera tenido un impacto mundial. Pero en la Vicaría temieron que la dictadura los acusara de orquestar un montaje. 

    «Nos dijimos: Nos van a sacar la mugre. Era la primera demostración de que los detenidos desaparecidos existían y de que ya no se podía seguir hablando de presuntos», explica Egaña. 

    María Luisa Sepúlveda recuerda que «fue muy angustiante guardarnos la información y manejar la seguridad del lugar. El simposio había empezado en abril con discusiones en organizaciones de base sobre los derechos humanos en los distintos ámbitos, en un momento en que nadie podía hacer nada, y las autoridades internacionales venían a reunirse con esas mesas de trabajo para debatir sobre sus conclusiones. No queríamos hacer nada que arriesgara ese trabajo que había costado tanto, ni que la denuncia terminara en un show y nos robaran los cuerpos». 

    Ya les había pasado con los ejecutados en la Cuesta de Chada, en 1974. Tras recibir la denuncia sobre la aparición de una veintena de cuerpos, los funcionarios de la Vicaría llegaron al lugar solo para descubrir que habían sido retirados. «Vinimos a encontrarlos en 1990, como osamentas arrumadas en el Servicio Médico Legal», cuenta María Luisa Sepúlveda. 

    El simposio terminó el 25 de noviembre, pero el último delegado se fue de Chile el 29. Recién entonces se sintió libre la Vicaría para proceder a tratar el caso Lonquén. Solo un puñado de los asistentes a la asamblea fue advertido para que estuviera atento a los sucesos posteriores a su partida. 

    Un catre 

    Abraham Santibáñez relata que al llegar al sitio los esperaba un grupo de seminaristas con chuzos y palas, para ayudarlos en la tarea. Primero se intentó entrar en los hornos, que tenían forma de embudo, por arriba. Pero una sólida losa de cemento lo impidió. Entonces lo intentaron por un socavón que se abría en la base. Era un espacio en forma de tubo, que se iba estrechando y que obligó a los testigos a reptar e introducirse por un pequeño boquete que al fin se abría por debajo de los hornos. La luz no entraba por ninguna parte y tuvieron que encender antorchas con papel de diario para iluminar y mirar hacia arriba. 

    «Había una rejilla metálica, como la de un somier, que había quedado atravesada sobre nuestras cabezas y sobre ella se veían calaveras amarillentas, con restos de cabellos, retazos de ropa, huesos largos», describe Santibáñez. 

    Máximo Pacheco contó en una entrevista: «Comenzamos a abrir el horno por abajo y de repente sale una calavera. Y después, un hueso, otro hueso y otro hueso. Yo creí que me desmayaba. Nunca en mi vida había visto una cosa semejante».

    Pacheco recuerda que el calor era insoportable y que a la sombra de un arbolito hizo un alto para reponerse junto al obispo Alvear. Santibáñez agrega que «alguien sugirió, contra toda ortodoxia, que había que llevarse algunos huesos, por la eventualidad de que tras nuestra partida vinieran a llevárselos. Y así se hizo». 

    El 1 de diciembre de 1978, los más altos funcionarios de la Vicaría de la Solidaridad, junto a Máximo Pacheco y al obispo Alvear, se presentaron en la Corte Suprema para presentar la denuncia y pedir una investigación. Los recibió el presidente, Israel Bórquez, quien tiempo antes había declarado estar «curco» con las denuncias sobre detenidos desaparecidos. 

    «Nos dijo: ¿Ustedes creen que si en el jardín de su casa ustedes hacen un hoyo y sale un hueso es suficiente para venir a molestar a la Corte Suprema?. Yo le dije: Señor, no es ese el caso. Y esta denuncia no es a usted, sino a la Corte, y yo quisiera que usted la presentara (al Pleno de la Corte)», relata Pacheco en la entrevista citada. 

    Bórquez enrostró al obispo Alvear que había sido un error presentar la denuncia con el patrocinio de Pacheco y Alejandro González (entonces jefe jurídico de la Vicaría), pues estos habían sido ministro y subsecretario de Justicia del Presidente Eduardo Frei Montalva, respectivamente, y para el juez eso significaba que eran políticos del nefasto viejo régimen; pero accedió a presentarla ante el Pleno. Pocas horas más tarde, la Corte Suprema ordenó a la jueza de Talagante iniciar la investigación. 

    La identificación 

    El 6 de diciembre el ministro Adolfo Bañados fue nombrado para investigar en calidad de ministro en visita.⁵ La noticia, que la Vicaría compartió con las familias que hasta entonces buscaban a los desaparecidos aún con la esperanza de que estuvieran vivos, desató una ola de ansiedad entre los parientes. 

    «Todos pensaban que podían ser sus familiares. Nosotros sospechábamos, por la denuncia inicial, que podría haber unos cien cuerpos y pensábamos que podían corresponder a hechos posteriores, tal vez a los 119 de la DINA»,⁶ afirma María Luisa Sepúlveda. 

    Los familiares de los desaparecidos empezaron a llegar a Lonquén mientras las asistentes sociales de la Vicaría, junto al sicólogo Sergio Lucero, intentaban contener su angustia en las oficinas del organismo. 

    «No había entre nosotros nadie con experiencia forense, y el Instituto Médico Legal estaba controlado por la dictadura. Con la ayuda de un abogado de la Universidad de Chile empezamos a construir fichas antropomórficas de las víctimas. Hay que recordar que hasta entonces las familias los buscaban vivos. Nosotros tuvimos que empezar a preguntarles por la estatura, si habían tenido lesiones, si tenían fichas dentales, qué ropa usaban. No todos tenían fotos. En ese tiempo mucha gente se hacía la ropa: empezaron a llegar con botones, trozos de tela. Fue muy duro, muy duro», dice María Luisa Sepúlveda. 

    La primera noticia que ayudó a aclarar el puzle fue saber que los cuerpos eran solo quince. Y más tarde, ya en febrero de 1979, la boleta de una fuente de soda de Isla de Maipo que apareció en una de las chaquetas recuperadas de los hornos. Recién entonces la búsqueda se centró en los familiares de Isla de Maipo. Se trataba de varones de tres familias de campesinos que trabajaban en el fundo Naguayán, y de cuatro jóvenes capturados en la plaza de Isla de Maipo: Sergio Maureira Lillo, de 46 años, detenido junto a sus hijos Sergio Miguel (27), José Manuel (26), Rodolfo Antonio (22) y Segundo Armando (24); Enrique René Astudillo Alvarez (51), junto a sus hijos Ramón (27) y Omar (19); Carlos Segundo Hernández Flores (39 años), junto a sus hermanos Nelson (32) y Óscar (30). Los muchachos capturados en la plaza de Isla de Maipo eran Iván Ordóñez Lama, de 17 años, y sus amigos José Herrera Villegas (17), Miguel Brant Bustamante (19) y Manuel Navarro Salinas (20). 

    Todos ellos habían sido detenidos el 7 de octubre de 1973 por una patrulla de siete carabineros bajo órdenes del teniente Lautaro Castro Mendoza. A cargo de la patrulla iba Pablo Ñancupil, quien conocía personalmente a varias de las víctimas. Tras la desaparición del grupo, sus familiares habían recibido informaciones contradictorias sobre su paradero y recorrido los centros de detención de Santiago y sus alrededores, hasta que en 1975 Sergio Diez dijo ante Naciones Unidas que «muchos de los presuntos desaparecidos no tienen existencia legal». El embajador chileno entregó entonces un listado entre los cuales figuraban ocho de los desaparecidos de Isla de Maipo: a Sergio Maureira lo había puesto en un listado de nombres ficticios y a otros siete los dio por encontrados muertos en el Instituto Médico Legal. 

    Las familias en Chile se desesperaron con la noticia, pero no recibieron ninguna confirmación sobre los decesos hasta que ese verano de 1978-1979, poco después del hallazgo en los hornos de Lonquén, fueron convocadas a la Vicaría para entregar los antecedentes para las fichas de sus familiares desaparecidos. María Luisa Sepúlveda recuerda que Rosario Rojas, la esposa de Enrique Astudillo y madre de Ramón y Omar, lucía una trenza que prometió no cortar hasta que encontrara a los suyos. 

    Uno a uno, los parientes de Isla de Maipo tuvieron que enfrentarse en la morgue a la tarea de reconocer a sus parientes por la ropa que usaban el día de su desaparición. 

    Eran ellos. Rosario se cortó la trenza. 

    Retiro de televisores 

    El hallazgo de los cadáveres de los quince detenidos desaparecidos de Isla de Maipo no solo desmintió, en los hechos, la versión entregada por el embajador Diez ante las Naciones Unidas. También demolió el calificativo de «presuntos» detenidos desaparecidos, utilizado por las autoridades del régimen, la justicia y la prensa oficialista de la época. 

    El ministro Bañados, además, tuvo la audacia de dar por acreditados los crímenes y de detener y procesar a los carabineros antes de inhabilitarse y traspasar el caso a la justicia militar, el 4 de abril de 1979. En agosto, el fiscal militar Gonzalo Salazar aplicó la ley de amnistía, liberando a los inculpados. Con no pocas dificultades, los abogados de la Vicaría lograron que el fiscal Salazar firmara la orden de entrega del cuerpo de Sergio Maureira, y con esa notificación se organizó el velorio en la iglesia Recoleta Franciscana, el 14 de septiembre. 

    Cuatro mil personas se congregaron a la espera de que los cuerpos fueran entregados para realizar la misa fúnebre

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