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La memoria sexual: base biológica de la sexualidad humana, por Leonardo Boff

Para comprender en profundidad la sexualidad humana, tenemos que entender que ella no existe aislada, sino que
representa un momento de un proceso mayor: el biogénico.
La nueva cosmología nos habituó a considerar cada realidad singular dentro del todo que viene siendo urdido desde
hace 13.700 millones de años y de la vida hace 3.800 millones de años. Las realidades singulares (elementos físico-
químicos, microorganismos, rocas, plantas, animales y seres humanos) no se yuxtaponen, se entrelazan en redes
interconectadas constituyendo una totalidad sistémica, compleja y diversa.
Así, la sexualidad emergió hace mil millones de años como un momento avanzado de la vida. Después que Crick y
Dawson descifraran el código genético en los años 50 del siglo pasado, hoy sabemos sin lugar a dudas que existe la
unidad de la cadena de la vida: bacterias, hongos, plantas, animales y humanos somos todos hermanos y hermanas
porque descendemos de una única forma originaria de vida. Tenemos, por ejemplo, 2.758 genes iguales a los de la
mosca y 2.031 idénticos a los del gusano.
Este dato se explica porque todos, sin excepción, somos construidos a partir de 20 proteínas básicas combinadas con
cuatro ácidos nucleicos (adenina, timina, citosina y guanina). Todos descendemos de un antepasado común, a partir
del cual se origina la ramificación progresiva del árbol de la vida. Cada célula de nuestro cuerpo, incluso la más
epidérmica, contiene la información básica de toda la vida que conocemos. Hay, pues, una memoria biológica inscrita
en el código genético de todo organismo vivo.
Así como existe la memoria genética, existe también la memoria sexual que se hace presente en nuestra sexualidad
humana. Consideremos algunos pasos de ese complejo proceso. El antepasado común de todos los seres vivos fue,
muy probablemente una bacteria, técnicamente llamada procarionte, un organismo unicelular, sin núcleo y con una
organización interna rudimentaria. Al multiplicarse rápidamente por división celular (denominada mitosis: una
célula-madre se divide en dos células-hijas idénticas) surgieron colonias de bacterias. Reinaron, ellas solas, durante
casi dos mil millones de años. Teóricamente la reproducción por mitosis confiere inmortalidad a las células, pues sus
descendientes son idénticos, sin mutaciones genéticas.
Hace unos dos mil millones de años ocurrió un fenómeno muy importante para la evolución posterior, solamente
superado por la aparición de la propia vida: la irrupción de una célula con membrana y dos núcleos. Dentro de ellos
se encuentran los cromosomas (material genético) en los cuales el DNA se combina con proteínas especiales.
Técnicamente es conocida como eucarionte o también célula diploide, es decir, célula con doble núcleo.
La importancia de esta célula binucleada reside en que en ella se encuentra el origen del sexo. En su forma más
primitiva, el sexo significaba el intercambio de núcleos enteros entre células binucleadas, llegando a fundirse en un
único núcleo diploide, que contenía todos los cromosomas en pares. Hasta aquí las células se multiplicaban solas por
mitosis (división) perpetuando el mismo genoma. La forma eucariota de sexo, que se da por el encuentro de dos
células diferentes, permite un intercambio fantástico de informaciones contenidas en los respectivos núcleos. Eso
origina una enorme biodiversidad.
Surge, pues, un nuevo ser vivo, la célula que se reproduce sexualmente a partir del encuentro con otra célula. Tal
hecho apunta ya hacia el sentido profundo de toda sexualidad: el intercambio que enriquece y la fusión que crea
paradójicamente la diversidad. Ese proceso envuelve imperfecciones, inexistentes en la mitosis, pero favorece
mutaciones, adaptaciones y nuevas formas de vida.
La sexualidad revela la presencia de la simbiosis (composición de diferentes elementos) que, junto con la selección
natural, representa la fuerza más importante de la evolución.
Tal hecho está cargado de consecuencias filosóficas. La vida está tejida de cooperación, de intercambios, de
simbiosis, mucho más que de lucha competitiva por la supervivencia. La evolución ha llegado hasta la fase actual
gracias a esa lógica cooperativa entre todos.
Dejando a un lado muchos otros datos y yendo directamente a la sexualidad humana, debemos reconocer que tiene
su base en un millón de años de sexogénesis. Pero posee algo singular: el instinto se transforma en libertad, la
sexualidad eclosiona en el amor. La sexualidad humana no está sujeta al ritmo biológico de la reproducción. El ser
humano se encuentra siempre disponible para la relación sexual, porque esta no se ordena solamente a la
reproducción de la especie sino también y principalmente a la manifestación del afecto entre la pareja. El amor
reorienta la lógica natural de la sexualidad como instinto de reproducción; el amor hace que la sexualidad se
descentre de sí para concentrarse en el otro. El amor hace a los dos preciosos al uno para el otro, únicos en el
universo, fuente de admiración, de enamoramiento y de pasión. A causa de esta aura el amor se revela como el
ámbito de la suprema realización y felicidad humana o, en su fracaso, de la infelicidad y de la guerra de los sexos.
El ser humano necesita aprender a combinar instinto y amor. Siente en sí la necesidad de amar y de ser amado. No
por imposición, sino por libertad y espontaneidad. Sin esa libertad de quien da y de quien recibe, no existe amor. La
libertad y la capacidad de “amorización” construyen las formas de amor que humanizan al ser humano y le abren
perspectivas espirituales, sobrepasando en mucho las demandas del instinto.
Placer sexual e Iglesia, por Leonardo Boff
Suele decirse que la Iglesia Católica tiene fobia sexual y que trata los temas de la moral familiar y de la sexualidad
con excesivo rigor. No falta razón al decirlo, pues la palabra «placer» suscita en ella preocupaciones y si se trata de
«placer sexual», sospechas. En realidad, ha educado más para la renuncia que para la alegre celebración de la vida.
Pero no siempre fue así. Dentro de la misma Iglesia hay tradiciones y doctrinas que ven en el placer y en la sexualidad
una manifestación de la creación buena de Dios, una chispa de lo Divino, una participación en el propio ser de Dios.
Esta línea se liga más bien a la tradición bíblica que ve con naturalidad y hasta con entusiasmo el amor entre un
hombre y una mujer, con toda su carga erótica, como plásticamente lo describe el Cantar de los Cantares, con senos,
labios, vulvas y besos.
Esta línea, sin embargo, no prosperó en la cristiandad. Al contrario, predominó la negativa por causa de la poderosa
influencia que el genio de San Agustín (354-430) ejerció sobre toda la Iglesia Romana. No cabe aquí identificar la base
material y sociocultural que permitió esta incorporación, pero hay que reconocer el carácter fuertemente negativo
de su visión, aunque de joven haya sido muy activo sexualmente, hasta el punto de haber tenido un hijo, Deodato.
En sus Soliloquios dice: «En cuanto a mí, pienso que las relaciones sexuales deben ser radicalmente evitadas. Estimo
que nada envilece tanto el espíritu de un hombre como las caricias sensuales de una mujer y las relaciones corporales
que forman parte del matrimonio». ¿Puede una Iglesia que afirma el amor humano asumir tal doctrina?
Pero no debemos absolutizar la posición rigorista de la Iglesia oficial. Al lado de ella también ha estado siempre
presente la otra, positiva y animosa. En efecto, una ideología, por más incisiva que sea, como la de San Agustín, no
tiene fuerza suficiente para reprimir el placer sexual, ya que éste se enraiza en propio misterio de la creación de Dios
y, quiera la Iglesia o no, siempre hará valer aquí y allí sus reclamaciones.
Para ilustrar la tradición positiva de la sexualidad cabe citar aquí una manifestación que perduró en la Iglesia por más
de mil años conocida con el nombre de "risus paschalis", de "risa pascual". Representa la presencia del placer sexual
en el espacio de lo sagrado, en la celebración de la mayor fiesta cristiana, la Pascua. Se trata del siguiente hecho,
estudiado con gran erudición por una teóloga italiana, Maria Caterina Jacobelli (Il risus paschalis e il fondamento
teologico del piacere sessuale, Brescia 2004): para resaltar la explosión de alegría de la Pascua en contraposición a la
tristeza de la Cuaresma, el sacerdote en la misa de la mañana de Pascua debía suscitar la risa en el pueblo. Y lo hacía
por todos los medios, pero sobre todo recurriendo al imaginario sexual. Contaba chistes picantes, usaba expresiones
eróticas y simulaba gestos obscenos, remedando relaciones sexuales. Y el pueblo reía y reía. Esta costumbre se
encuentra ya en 852 en Reims, Francia, y fue extendiéndose por todo el Norte de Europa, Italia y España, hasta 1911
en Alemania. El celebrante asumía la cultura de los fieles en su forma más popular, plebeya y obscena. Para expresar
la vida nueva inaugurada por la Resurrección, decía esta tradición, nada mejor que apelar a la fuente de donde nace
la vida humana: la sexualidad con el placer que la acompaña.
Se puede discutir la conveniencia de este método, pero no deja de revelar la existencia en la Iglesia de otra postura,
positiva y alegre, frente a la sexualidad.

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