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¿Existe un conocimiento profesional pedagógico específico?

Francisco Imbernón

En todo caso, hemos visto que la especificidad de la función docente está en ese análisis del
conocimiento polivalente que asume altas cotas en la profesión de un determinado conocimiento
pedagógico. Entiendo este conocimiento como el utilizado por los profesionales de la enseñanza, que se
va construyendo y reconstruyendo constantemente durante la vida experiencial profesional del
profesorado en relación con la teoría y la práctica. Pero este conocimiento no es absoluto y único, sino
que admite una gradación, desde el conocimiento vulgar (tópicos, sentido común, tradiciones, etc.),
similar a lo que algunos autores denominan «pensamiento espontáneo», hasta el conocimiento
especializado.

El conocimiento pedagógico vulgar no se da únicamente entre el profesorado, sino que existe


lógicamente en la estructura social, forma parte del patrimonio cultural de una sociedad determinada y se
traspasa, desde la infancia, a las concepciones y acciones del profesorado. Los individuos adquieren la
cultura social de su entorno; lo hacen en el interior de un núcleo humano familiar y también durante su
socialización y su tránsito por la estructura del sistema educativo y social. Lógicamente, este tránsito
supone que los individuos son conocedores de ciertas formas de la enseñanza, vivenciadas como
alumnos y alumnas, y de sus procesos y rutinas, lo que les permite, más tarde, en la edad adulta, opinar
sobre los procesos educativos. Este hecho, aunque no exclusivamente, ha tenido derivaciones
importantes en la minusvaloración de la importancia de la escuela y del concepto de la función del
profesorado, que ha ido, en los últimos años, en detrimento del reconocimiento social de la función
docente. Pero todo esto también significa que el profesorado no tiene el monopolio del saber y por tanto,
ha de estar dispuesto a reconocer que ejercer la profesión educativa supone estar sujeto a una constante
evaluación externa asistemática y a una cada vez mayor exigencia en la calidad de su trabajo.
Lógicamente, este cuestionamiento influye en la formación de un determinado concepto social y, por
tanto, en la justificación de una mayor o menor remuneración, en el desarrollo profesional, en el respeto
social y en el desempeño del rol que corresponde como profesión en el tejido social.

Pero también existe, desde mi punto de vista, un conocimiento pedagógico especializado que es el que
diferencia y establece la función docente y que necesita un proceso concreto de formación que reúne
características específicas, como la complejidad, la accesibilidad y la utilidad social, y que todo ello, en un
contexto determinado, permitirá emitir “juicios profesionales situacionales” basados en el conocimiento
experiencial, en la teoría y en la práctica pedagógica. Este conocimiento pedagógico especializado se
legitima en la práctica profesional en una actividad laboral en una institución, y radica, más que en el
conocimiento de las disciplinas, en los procedimientos de transmisión de éstas y en los factores
intervinientes que lo condicionan. El necesario conocimiento proposicional previo, el contexto, la
experiencia, la implicación, la confrontación y la reflexión en y sobre la práctica provocará la precipitación
de un determinado conocimiento profesional especializado.

El conocimiento pedagógico especializado está, por tanto, estrechamente unido a la acción; de ahí que
una parte de ese conocimiento pedagógico sea un conocimiento práctico, a partir de una experiencia que
suministra constante información que se procesa en la actividad cotidiana profesional. Corno dice Elbaz
(1981), el análisis del conocimiento del profesorado «más bien responde al propósito de empezar a
contemplar la actividad de enseñanza como ejercicio de un tipo especial de conocimientos con los que, al
realizar su trabajo, afrontan todo tipo de tareas y problemas». Pero para que se reflexione sobre este
conocimiento práctico y se elaboren procesos prácticos de mejora, son necesarios elementos teóricos
que, unidos a la experiencia, lo legitimen, lo cuestionen, lo analicen, etc. Si no, existe el riesgo de que el
conocimiento práctico sea predominantemente reproductor de las ideas de otros.

* Tomado con fines didácticos de: Imbernón, Francisco. La formación y el desarrollo profesional del profesorado. Hacia una nueva cultura
profesional. Ed. Graó. Barcelona, 1998.

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El contenido del conocimiento pedagógico especializado de la función docente puede ayudar a
establecer, de forma flexible, marcos concretos para la formación del colectivo. Intentemos analizar los
componentes principales de ese conocimiento pedagógico especializado.

Si analizamos la función docente a la luz de ese conocimiento pedagógico especializado, ésta aparece
estructurada en diversas tareas:

• La primera tarea es la del profesorado como mediador en el proceso de enseñanza-aprendizaje.


En esta función se introduce el trabajo de tutoría de forma destacada, ya que una tarea
fundamental será la de provocar y supervisar el buen funcionamiento del proceso educativo, así
como la tarea de moderador de grupos de aprendizaje.
• Otra tarea es la de conocedor disciplinar, que deriva de la capacidad del profesor o la profesora
para hacer la selección v el análisis adecuado de la disciplina o disciplinas e individualizar el
significado y la validez social y formativa que contiene. Esta función va unida a la de «planificador
y proyectista curricular», o sea, a la intervención intencionada sobre el curriculum, conociendo y
teniendo en cuenta la diversidad de componentes que intervienen en el proceso de enseñanza-
aprendizaje, los vínculos y las limitaciones que la realidad social e institucional establece y los
obstáculos que los condicionantes contextuales comportan.

Tampoco podemos olvidar que en la función docente ese conocimiento pedagógico de planificador
curricular es esencialmente colegial, no únicamente en el sentido de que ha de ser desarrollado por un
equipo de personas especializadas, en mayor o menor grado y según los temas, sino también porque el
acto de enseñar sólo tiene significado educativo si es introducido en un contexto curricular definido y
concreto, con otras personas. El proceso de aprendizaje aparece mucho más complejo que en el pasado,
ya que ha superado la fase en la que se consideraba una simple transmisión individual de conocimientos;
actualmente no puede ser llevado a cabo si no es sometido a una rigurosa evaluación colegial por parte
de la comunidad educativa que toma parte en el proceso. Y no se trata de un proceso aislado, sino que
forma parte de un «ecosistema socio-cultural». En su interior, la institución educativa, se asume la difícil
función de mantener el equilibrio basándose en la reflexión crítica conjunta respecto del proceso que
siguen los diversos agentes educativos, los cuales, interactuando entre ellos durante el desarrollo
educativo del alumnado, constituyen el sistema formativo real y hacen complejas y a veces poco
estructuradas las situaciones problemáticas de las cuales parte el proceso de aprendizaje. La labor
colegial comportará el saber trabajar dentro del «ecosistema», considerado un conjunto complejo de
interacciones humanas.

La competencia profesional, necesaria en todo ese proceso educativo v en todo conocimiento


especializado, se formará en último término en la interacción que se establece en un proceso consigo
mismo y en el seno de la colegiabilidad, interactuando en la práctica de la función docente en un contexto
determinado. He utilizado el término «competencia» con el significado de conocimiento profesional, pero
su significado es ambiguo; ¿qué significa ser competente en la función docente?

Podemos distinguir entre los saberes, capacidades y conocimientos que se reciben en los procesos de
formación y su aplicación a una determinada práctica. En esa aplicación, en una determinada situación
de trabajo, es donde aparece la competencia. Pero la adquisición de capacidades o conocimientos no
implica necesariamente ser competente. Por tanto, la competencia es un conocimiento adquirido que se
aplica a un proceso, pero la hetereogeneidad de la práctica educativa es múltiple, de modo que el
concepto de competencia se aplicará al saber reflexionar, organizar, seleccionar e integrar lo que puede
ser mejor para realizar la actividad profesional, resolviendo una situación problemática o realizando un
proyecto. La competencia no implica homogeneidad sino aplicación diversa según la situación y el saber
escoger y organizarse según las capacidades v conocimientos adquiridos.

La competencia es necesariamente adaptable y transferible. No puede limitarse a una tarea única y


repetitivo, sino que supone la capacidad de aprender, de innovar y de comunicar los procesos de
innovación, comprendiendo las diversas circunstancias profesionales y la capacidad de adaptar el
conocimiento a ellas. En este punto podemos destacar la importancia en el desarrollo de competencias

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profesionales de la comunicación mediante la formación colegial en la práctica como desarrollo
profesional. Lo anterior niega (y está en desacuerdo con ellos) otros conceptos de competencia docente
más usuales, como las características comunes que posee el docente independientemente de la
situación en que éste practique la enseñanza, a menos que establezcamos una competencia genérica de
la profesión, de difícil clasificación, y definamos la competencia específica que se desarrolla en el
contexto y en la práctica concreta de la enseñanza.

De todos modos, más que hablar de competencias necesarias, deberíamos hablar de competencias
entendidas como habilidades profesionales, las cuales, además de la capacidad de trabajar en grupo, se
van interiorizando en el pensamiento teórico y práctico del profesorado por distintas vías, entre ellas la
formación desde la propia experiencia.

Es interesante mencionar en este apartado, como elemento de reflexión, el informe norteamericano, de


tinte conservador, La nación en peligro, elaborado en 1981. En el que se analizaba la situación educativa
norteamericana, calificándola de «desarme unilateral educativo» provocado por la «feminización,
pasividad y pacifismo del profesorado», y donde se propone como uno de los remedios a ese desarme
que tiene como consecuencia un gran aumento de iletrados- el establecimiento de una carrera docente
con diversas etapas de formación permanente: instructor principiante, docente experimentado y docente
profesor. Estemos o no de acuerdo con tal gradación, es obvio que enfatiza la necesidad de un desarrollo
profesional basado en la formación del colectivo.

Pero el establecimiento de carreras docentes o etapas estereotipadas, méritos por formación, etc., no
pueden hacer olvidar una de las más importantes funciones o tareas docentes: la de la persona que
analiza y propone valores, impregnados de contenido ético e ideológico. La dimensión educativa de la
función docente parece más clara si se considera el proceso de educación como el desarrollo de la
capacidad de analizar v confrontar, en todas las situaciones y problemas, los comportamientos propios
con la conciencia colectiva, con el fin de analizarla y transformarla según nuevos modelos de vida a la luz
del sistema de valores que se va creando. El alineamiento profesional de la función docente tiene lugar
cuando se le quiere marginar de esta importante función (analizar críticamente y proponer valores),
aumentando el control del trabajo y construyéndose discursos morales estereotipados.

La función de analizar proponer valores es una tarea educativa compleja y a veces contradictoria, ya que
la formación de los individuos no se conseguirá únicamente mediante la simple interacción social, que en
una sociedad pluralista v democrática presenta aspectos altamente dilemáticos, sino también teniendo
como referencia puntos de carácter ético, inherentes a la naturaleza humana y en los que se coincide con
otros agentes sociales que inciden en esa proposición de valores. Cuando se dice que la escuela padece
una crisis de valores, se hace patente tal contradicción. Además, si situamos la función docente en el
marco de los condicionantes que comentábamos anteriormente, encontraremos que ésta, en las
próximas décadas, deberá desarrollarse en una sociedad cambiante, con un alto nivel tecnológico y un
vertiginoso avance del conocimiento. Ello implica no únicamente la preparación disciplinar, curricular,
mediadora, ética y colegial, sino también la necesidad de un importante bagaje sociocultural y de otros
elementos que hasta este momento no se incluían en la profesión, como los intercambios internacionales.
Será necesario, pues, formar y autoformar al profesorado en el cambio y para el cambio.

«La polémica culturalismo-profesionalismo» no es baladí; hay quien basa la ausencia de una formación
crítica y la oportunidad de construir su propia realidad teórica en la progresiva desaparición de
conocimientos sustantivos en el proceso de formación docente; la pasión por lo metodológico, a su vez,
contribuye a la formación de generaciones de profesores más preocupados por el control del aula que por
el aprendizaje en sí, convirtiéndolos, como compensación de su incapacidad para enseñar, en policías de
sus propias clases» (Aronowitz, 1973). El desarrollo del conocimiento profesional necesita, para no
convertirse en controlador y controlado, de una formación crítica de la realidad social.

Esa creciente complejidad social origina que la función docente también se haga, en concordancia, más
compleja, superadora del interés técnico aplicado al conocimiento profesional, en el cual la
profesionalidad crítica está ausente, ya que el profesorado se convierte en instrumento mecánico y

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aislado de aplicación y re-producción, únicamente con habilidades de aplicación técnica. Esto provoca
una cultura de alienamiento profesional, una aprofesionalización que tiene como consecuencias el
esperar las soluciones de los «expertos» y una inhibición de los procesos de cambio entre el colectivo, o
sea, una dependencia y una pérdida de profesionalidad y colegialidad y un proceso acrítico de diseño y
desarrollo del trabajo.

La función docente ha de superar, con la creación constante del conocimiento pedagógico, esa práctica
encorsetada y asumir su verdadero protagonismo en los procesos de profesionalización. La función
docente debe reunir las características de los procesos técnicos, científicos, sociales y culturales, y su
correspondiente contextualización, en una determinada praxis. La función docente podrá introducirse, en
este sentido, en una profesionalidad amplia (Stenhouse, 1984) o una profesionalidad desarrollada (Hoyle,
1974), en contraposición a una profesionalidad restringida. Exponemos en el Cuadro 1 las características
de la profesionalidad restringida y las de la desarrollada, analizadas por Hoyle (1974).

CUADRO 1. CARACTERÍSTICAS DE LA PROFESIONALIDAD RESTRIINGIDA


Y DESARROLLADA (Hoyle, 1974)

Profesionalidad restringida Profesionalidad desarrollada

- Destrezas profesionales derivadas - Destrezas derivadas de una reflexión entre


de experiencias. experiencia y teoría.

- Perspectivas limitadas a lo - Perspectivas que abarcan el más amplio contexto


inmediato en tiempo y espacio. social de la educación.

- Sucesos y experiencias del aula - Sucesos y experiencias del aula percibidos en


percibidos aisladamente. relación con la política y con las metas que se tracen.

- Metodología fundamental - Metodología basada en la comparación con la de los


introspectiva. compañeros y contrastada con la práctica.

- Valoración de la autonomía
- Valoración de la colaboración profesional.
profefesional.

- Limitada participación en actividades - Alta participación en actividades profesionales


profesionales no relacionadas adicionales a sus enseñanzas en el aula (por ejemplo
exclusivamente con la enseñanza en participación en actividades de los CEP, asociaciones
el aula. profesionales, investigación...).

- Lectura poco frecuente de literatura


- Lectura regular de literatura profesional.
profesional.

- Participación en tareas limitadas de - Participación considerable en tareas de formación


formación a cursos prácticos. que incluyen cursos de naturaleza teórica.

No podemos ser excesivamente utópicos y obviar las condiciones en que aún se mueve la función de
enseñar en el desarrollo de sus tareas. Tales condiciones no favorecen una nueva cultura profesional que
necesita de un colectivo «más equilibrado» profesionalmente, y no inestabilidad introducida por el propio
colectivo, falta de gratificaciones morales provocadas por el mismo profesorado en el seno de la
institución y aislamiento en el aula, todo lo cual que repercute en la práctica profesional y en la negación
de la cultura profesional colectiva. Todo esto significa replantearse cuestiones como el ambiente de
trabajo del profesorado, la tendencia a la rutina formal por el desarrollo de un limitado número de
esquemas prácticos, la limitación y la autolimitación de las atribuciones, su incentivación laboral, la
búsqueda de indicadores de rendimiento, el predominio de una cultura pedagógica llena de misticismos,
la soledad educativa, su escasa formación inicial (muy estándar), la jerarquización y burocratización

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crecientes, el bajo autoconcepto profesional, el tratamiento de la violencia del alumnado, la falta de
control inter e intraprofesional y la posible desvalorización de la acción pedagógica por parte de los
padres y del mismo colectivo profesional. Existe el riesgo de que el colectivo profesional autoperciba la
función docente como «un prestigio declinante».

Sería la paradoja de asumir una desprofesionalización individual y colectiva previa y sentida, antes de
iniciar un concepto colectivo profesional.

Otro factor que no ayuda a la cultura profesional crítica es la no definición explícita de sus funciones
profesionales, lo que lleva a asumir una superresponsibilidad y la consiguiente falta de delimitación de
funciones, eso es, «un perfil profesional difuminado», según palabras de Ortega (1990), el cual
significaría, como consecuencia, y según mi criterio, una formación también difuminada. Es asimismo
necesario un cambio consustancial de muchos procesos de profesionalización mediante la formación,
como las nuevas exigencias respecto al aprendizaje. a la organización, a los llamados temas
transversales, a la presión en favor de una educación para la productividad y a la asunción de
responsabilidades educativas que corresponderían a otros agentes de socialización. Lundgren (1988)
argumentaba ante la conferencia de ministros de educación europeos del Consejo de Europa (1987), que
«una medida cuya adopción tendría gran importancia sería aclarar las competencias respectivas de
políticos, administradores, directivos profesionales y docentes». Si no se sabe por qué se hacen las
cosas, difícilmente se podrá establecer conjuntamente cómo hacerlas bien.

Otro aspecto que no podemos obviar en la caracterización de la función docente es la procedencia de sus
profesionales y sus características sociales. Diversos estudios analizan los estratos sociales de donde
procede el profesorado y la alta feminización de la profesión. Estos últimos fenómenos se han analizado
desde diversas perspectivas, pero, sobre todo, desde el concepto de proletarización, como consecuencia
de una profesión de poco prestigio social y laboral que provoca un gran malestar del profesorado. Es, por
tanto, necesaria una revisión de quienes acceden a la profesión.

Tampoco podemos olvidar que la profesión de enseñar es predominantemente femenina, y que ello
influirá en la cultura profesional. Respecto a la feminización, tiene razón Abraham (1986) cuando
argumenta que «... El silencio que rodea la feminización de la enseñanza es significativo. Con la poca
atención que se le presta, el profesorado aparece como un ser humano desprovisto de sexo y la
feminización de la profesión es ignorada por completo».

No es mi intención entrar en profundidad en este debate, pero sí considero oportuno constatar un hecho
característico de la profesión que comporta diferencias con otras profesiones, por el rol que asume la
mujer en la sociedad y que comportará aspectos significativos en la formación y en el desarrollo
profesional. Este hecho conduce a una reflexión arriesgada que no quiero eludir; se trata de la
importancia de la formación del profesorado para superar situaciones perpetuadoras enfrentándolo a
realidades educativas y formativas concretas: la estructura jerárquica sexuada, la concepción social y la
desvalorización por el sexo, la alienación y el sentimiento de fracaso, las condiciones de trabajo, etc. La
formación asumirá aquí una importante función de revulsivo crítico al evidenciar contradicciones internas
de la profesión, y todo ello puede significar un camino para el cambio en las posturas y las relaciones
entre los profesionales, de uno u otro sexo.

Pero esta posibilidad de cambio en el sector educativo no puede plantearse seriamente sin un nuevo
concepto, un nuevo proceso y una nueva mentalidad de profesionalización del profesorado, de olvido de
rnisticismos; no será posible sin una nueva política educativa ni sin tener en cuenta las necesidades
personales y colectivas del profesorado. La formación puede ayudar a este cambio cuando genera
procesos de análisis y solución en una verdadera autonomía y cuando es intrínseca al proceso
profesional, y hay que establecer los mecanismos para que sea así. La formación que recibe el
profesorado ha de ser uno de esos canales innovadores. Aun así hay que recordar que los cambios en la
formación son lentos y que se realizan a medio y largo plazo, ya que, para favorecer el cambio y la
innovación es necesaria la intervención de muchos elementos sociales y culturales del contexto. Todo

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ello sin olvidar las diversas relaciones de control social y poder que existen alrededor de la educación y la
formación.

Si la cultura profesional del profesorado está en relación directa con el ejercicio de su práctica
profesional, también está mediatizada por una red de relaciones de poder. Pero la profesionalización ha
de servir para generar un poder interno que posibilite la colegiabilidad, no el privilegio. Si la práctica
educativa es un proceso constante de estudio, de reflexión, de discusión, de confrontación, de
experimentación, conjunta y dialécticamente entre el contexto y el colectivo de profesores y profesoras,
se acercará cada vez más al interés emancipatorio, crítico, asumiendo un determinado grado de poder
que repercute en el gobierno de sí mismos. Evitaremos así lo que nos advierten Carr y Kemmis (1988):
que «la práctica educativa se convierta en instrumental, en una actividad técnica, bajo el aspecto de una
teoría educacional cada vez más “pura o académica” y no controlada por el colectivo, sino por elementos
que, aunque hayan salido de él, permanecen fuera de los procesos de profesionalización».

En este libro nos interesa destacar los aspectos en los que ya hacíamos incidencia: el desarrollo
profesional del profesorado, tanto en la formación inicial como en la permanente, en una cultura
profesional que desarrolla una visión del profesorado como elemento activo, agente social y profesional
crítico que colabora y se confronta con otros profesionales.

Pero antes de continuar desarrollando el concepto y las características de esa formación en esa nueva
cultura, es necesario abrir un paréntesis e introducir nos en el análisis previo respecto a que en el
desarrollo y la formación profesionales del profesorado predomina una orientación, un enfoque o
perspectiva. Las prácticas formativas, tanto iniciales como permanentes, son la respuesta a una
determinada orientación, que incluye ideologías diversas sobre la educación, la cultura, la estructura
social y las relaciones entre los elementos sociales. Su diagnóstico será imprescindible para entender las
concepciones y las prácticas formativas y profesionales.

BIBLIOGRAFÍA

ABRAHAM, A. y cols. 1986. El enseñante es también una persona. Barcelona. Gedisa.

ARONOWITZ, S. 1973. False Promises. New York. McGraw Hill.

CARR, W.; KEMMIS, S. 1988. Teoría crítica de la enseñanza. La investigación acción en la formación del
profesorado. Barcelona. Martínez Roca.

ELBAZ, D. 1981. “The teachers practical Knowledge: Report of A Case Study” Curriculum Inquiry, 11.

HOYLE, E. 1974. “Professionality, professionalism and control in teaching”, London. Educational Review,
3.

LUNDGREN, U. P. 1988. “Nuevos desafíos para los profesores para la formación del profesorado”.
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ORTEGA, F. 1990. “La indefinición de la profesión docente”. Cuadernos de Pedagogía 186.

STENHOUSE, L. 1984. La investigación como base de la enseñanza. Madrid. Morat

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