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"He aquí, yo estoy con vosotros todos los días"

Durante tres años, los discípulos tuvieron delante de si el admirable ejemplo de Jesús. Día
tras día anduvieron y conversaron con él, oyendo sus palabras que alentaban a los cansados
y cargados y viendo las manifestaciones de su poder para con los enfermos y afligidos.
Llegado el momento en que iba a dejarlos, les dio gracia y poder para llevar adelante su
obra en su nombre. Tenían que derramar la luz de su Evangelio de amor y de curación. Y el
Salvador les prometió que estaría siempre con ellos. Por medio del Espíritu Santo, estaría
aun más cerca de ellos que cuando andaba en forma visible entre los hombres.

La obra que hicieron los discípulos, hemos de hacerla nosotros también. Todo cristiano debe
ser un misionero. Con simpatía y compasión tenemos que desempeñar nuestro ministerio
en bien de los que necesitan ayuda, y procurar con todo desprendimiento aliviar las miserias
de la humanidad doliente.

Todos pueden encontrar algo que hacer. Nadie debe considerar que para él no hay sitio
donde trabajar por Cristo. El Salvador se identifica con cada hijo de la humanidad. Para que
pudiéramos ser miembros de la familia celestial, él se hizo miembro de la familia terrenal.
Es el Hijo del hombre y, por consiguiente, hermano de todo hijo e hija de Adán. Los que
siguen a Cristo no deben sentirse separados del mundo que perece en derredor suyo.
Forman parte de la gran familia humana, y el Cielo los considera tan hermanos de los
pecadores como de los santos.

Millones y millones de seres humanos, sumidos en el dolor, la ignorancia y el pecado, no


han oído hablar siquiera del amor de Cristo. Si nuestra situación fuera la suya, ¿qué
quisiéramos que ellos hicieran por nosotros? Todo esto, en cuanto dependa de nosotros,
hemos de hacerlo por ellos. La regla de la vida cristiana conforme a la cual seremos juzgados
un día es ésta: "Todas las cosas que quisierais que los hombres hiciesen con vosotros, así
también haced vosotros con ellos." "(S. Mateo 7:12)

Todo lo que nos ha dado ventaja sobre los demás, ya sea educación y refinamiento, nobleza
de carácter, educación cristiana o experiencia religiosa, todo esto nos hace deudores para
con los menos favorecidos; y en cuanto esté de nosotros, hemos de servirlos. Si somos
fuertes, hemos de sostener a los débiles.

Los ángeles gloriosos que contemplan siempre la faz del Padre en los cielos se complacen
en servir a los pequeñuelos. Los ángeles están siempre donde más se les necesita, junto a
los que libran las más rudas batallas consigo mismos, y cuyas circunstancias son de lo más
desalentadoras. Atienden con cuidado especial a las almas débiles y temblorosas cuyos
caracteres presentan muchos rasgos poco favorables. Lo que a los corazones egoístas les
parecería servicio humillante, como el de atender a los míseros y de carácter inferior, es
precisamente la obra que cumplen los seres puros y sin pecado de los atrios celestiales.

Jesús no consideró el cielo como lugar deseable mientras estuviéramos nosotros perdidos.
Dejó los atrios celestiales para llevar una vida de vituperios e insultos, y para sufrir una
muerte ignominiosa. El que era rico en tesoros celestiales inapreciables, se hizo pobre, para
que por su pobreza fuéramos nosotros ricos. Debemos seguir sus huellas.

El que se convierte en hijo de Dios ha de considerarse como eslabón de la cadena tendida


para salvar al mundo. Debe considerarse uno con Cristo en su plan de misericordia, y salir
con él a buscar y salvar a los perdidos.

Muchos estimarían como gran privilegio el visitar las regiones en que se desarrolló la vida
terrenal de Cristo, andar por donde él anduvo, contemplar el lago junto a cuya orilla le
gustaba enseñar, y las colinas y los valles en que se posaron tantas veces sus miradas. Pero
no necesitamos ir a Nazaret, ni a Capernaúm ni a Betania, para andar en las pisadas de
Jesús. Veremos sus huellas junto al lecho del enfermo, en las chozas de los pobres, en las
calles atestadas de las grandes ciudades, y doquiera haya corazones necesitados de
consuelo.

Hemos de dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, consolar a los que sufren y a los
afligidos. Hemos de auxiliar a los de ánimo decaído, y dar esperanza a los desesperados.

El amor de Cristo, manifestado en un ministerio de abnegación, será más eficaz para


reformar al malhechor que la espada o los tribunales. Estos son necesarios para infundir
terror al criminal; pero el misionero amante puede hacer mucho más. A menudo el corazón
que se endurece bajo la reprensión es ablandado por el amor de Cristo.

No sólo puede el misionero aliviar las enfermedades físicas, sino conducir al pecador al gran
Médico que puede limpiar el alma de la lepra del pecado. Por medio de sus siervos, Dios se
propone que oigan su voz los enfermos, los desdichados y los poseídos de espíritus
malignos. Por medio de sus agentes humanos quiere ser un consolador como nunca lo
conoció el mundo.

El Salvador dio su preciosa vida para establecer una iglesia capaz de atender a los que
sufren, a los tristes y a los tentados. Una agrupación de creyentes puede ser pobre, inculta
y desconocida; sin embargo, en Cristo puede realizar, en el hogar, en la comunidad y aun
en tierras lejanas, una obra cuyos resultados alcanzarán hasta la eternidad.

A los que actualmente siguen a Cristo, tanto como a los primeros discípulos, van dirigidas
estas palabras:
"Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra." Por tanto, id, y doctrinad a todos los
Gentiles." "Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura." (S. Mateo 28:18,19;
S. Marcos 16:15.)

Y para nosotros también es la promesa de su presencia: "Y he aquí, yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el fin del mundo." (S. Mateo 28:20.)

Hoy no acuden muchedumbres al desierto, curiosas de oír y de ver al Cristo. No se oye su


voz en las calles bulliciosas. Tampoco se oye gritar en los caminos que pasa "Jesús
Nazareno." (S. Lucas 18: 37.) No obstante, es así. Cristo pasa invisiblemente por nuestras
calles. Viene a nuestras casas con palabras de misericordia. Está dispuesto a cooperar con
los que procuran servir en su nombre. Está en medio de nosotros, para sanar y bendecir, si
consentimos en recibirlo.

"Así dijo Jehová: En hora de contentamiento te oí, y en el día de salud te ayudé: y guardarte
he, y te daré por alianza del pueblo, para que levantes la tierra, para que heredes asoladas
heredades; para que digas a los presos: Salid; y a los que están en tinieblas: Manifestaos."
(Isaías 49: 8, 9.)

"¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres "nuevas, del que publica
la paz, del que trae nuevas del bien, "del que publica salud, del que dice a Sión: Tu Dios
reina! ""Cantad alabanzas, alegraos juntamente, soledades.... "Porque Jehová ha consolado
su pueblo.... "Jehová desnudó el brazo de su santidad "ante los ojos de todas las gentes; "y
todos los términos de la tierra"verán la salud del Dios nuestro." (Isaías 52:7,9, 10.)

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