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ADIÓS

Guy de Maupassant

Los dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el
bulevar muy animado. Les acariciaban los rostros esas ráfagas tibias que
circulan por las calles de Paris en las apacibles noches de verano y obligan a
los transeúntes a erguir la cabeza, incitándolos a salir, a irse lejos, a
cualquier parte en donde haya frondosidad, quietud, verdor… y hacen soñar
en riveras inundadas por la luna, en gusanos de luz y en ruiseñores.
Uno de los dos -Enrique Simón- dijo, suspirando profundamente:
-¡Ah! Envejezco. Antes, hace años, en noches como ésta, el mundo me
parecía pequeño, era yo capaz de cualquier diablura, y ahora, sólo siento
desilusiones y cansancio. ¡Es muy corta la vida!
Estaba ya un poco ventrudo. Tenia una esplendorosa calva y cuarenta y
cinco años, aproximadamente. Su acompañante -Pedro Carnier- algo más
viejo, pero también más ágil y decidido, respondió:
-Para mi, amigo mío, la vejez llegó sin avisarme; no lo noté siquiera. Yo vivía
siempre alegre; siempre fui vigoroso, divertido, emprendedor, y continúo
siéndolo. Como nos miramos al espejo todos los días, no advertimos los
estragos de la edad, porque su obra es lenta, incesante, acompasada, y
modifica el rostro de una manera tan suave, tan continua, que resulta para
cada cual imperceptible; no hay en su labor transiciones apreciables. Por eso
no morimos de pena, como sin duda moriríamos advirtiendo en un instante
los desmoches que sufre nuestra naturaleza en dos o tres años solamente.
No podemos apreciarlos. Para que uno se diese cuenta de lo que pierde,
seria necesario que pasara sin mirarse al espejo seis meses. ¡Oh! ¡ Qué
sorpresa tan desoladora recibiría!
“¿Y las mujeres, amigo mío? Son más dignas de compasión que nosotros. Yo
compadezco mucho, con toda mi alma, compadezco sinceramente a esas
pobres criaturas llamadas mujeres. Toda su dicha, todo su poder, toda su
gloria, todo su orgullo, toda su vida se reducen a su belleza, que dura diez
años.
“Yo envejecí sin darme cuenta, me creía un adolescente aún, mientras
andaba ya rondando la cincuentena. No padeciendo ningún achaque,
ninguna dolencia, ninguna debilidad, vivía como siempre, dichoso y tranquilo.
“La revelación de mi vejez se me ofreció de una manera sencilla y terrible,
que me dejó anonadado, aturdido, macilento durante una temporada. Luego,
acabé resignándome, y aquí me tienes otra vez tan fresco.
“Como nos acontece a todos, los amores turbaron con frecuencia mi
tranquilidad, pero un amor, uno principalmente, me llegó a lo vivo.. ¡Qué
mujer aquella! La conocí a la orilla del mar, en Etretat, un verano, hará doce
años aproximadamente, poco después de terminada la guerra. Nada tan
delicioso como aquella playa, tempranito, a la hora del baño. Es pequeña,
redonda como una herradura; la rodean altas costas blanquecinas horadadas
por los rudos embates de las olas, formando esas aberturas extrañas que se
llaman las Puertas: una, enorme, avanzando en el mar su estructura
gigantesca; la otra, enfrente, achatada, como si se hubiese acurrucado.
“Numerosas mujeres, formando espléndida muchedumbre, se reúnen y se
apiñan sobre la estrecha extensión pedregosa que cubren de vestidos claros,
convirtiéndola en un jardín cercado por altas peñas. El sol cae de lleno sobre
las costas, sobre las sombrillas de brillantes matices, sobre el mar de un azul
verdoso; y todo aquello es alegre, vivo, encantador; todo sonríe a los ojos.
“Plácidamente sentadas junto al agua, vemos a las bañistas. Bajan envueltas
en sus peinadores de franela, que abandonan con airoso y resuelto ademán,
en cuanto llegan a la franja espumosa de las olas tranquilas. Entran en el
mar, avanzando rápidamente, hasta que un estremecimiento frío y delicioso
las detiene y las turba un instante, produciéndoles una breve sofocación.
“Pocas bellezas resisten al examen que permite un baño. Allí se las juzga, se
las analiza desde los pies hasta el pelo. Sobre todo, la salida es terrible,
porque descubre todas las imperfecciones, aun cuando el agua de mar es un
poderoso remedio para las carnes lacias.
“La primera mañana que vi en el baño a la mujer que debía enamorarme
como ninguna, me dejó ya encantado y seducido. Sus líneas eran perfectas y
sus formas bien pronunciadas y firmes. Además, hay rostros cuyo encanto
nos penetra y nos domina bruscamente, invadiéndonos, conquistándonos de
pronto. Imaginamos que aquella mujer es la que debe hacernos felices, que
sólo nacimos para quererla y adorarla. En aquel momento sentí esa extraña
sensación, esa violenta sacudida que nos dice: «Aquí está la única, la
deseada.»
“Me hice presentar a ella, y bien pronto me hallé apasionado como nunca -ni
hasta entonces, ni después- lo estuve. Sus encantos me abrasaban el
corazón.
“Es a un tiempo delicioso y terrible verse de tal modo poseído, dominado por
una mujer. Es casi un suplicio, y asimismo es una dicha incomparable. Su
mirada, su sonrisa, los cabellos de su nuca oscilando traviesos, los menores
detalles de su rostro, sus gustos más insignificantes me desconcertaban, me
arrebataban, me enardecían. Ella era mí dueña, mi voluntad era suya y suyo
todo mi ser; me atraía, esclavizándome, con sus palabras, con sus ojos, con
sus ademanes, hasta con sus vestidos y con sus adornos; todo lo que la
hermoseaba, ejercía sobre mí una influencia diabólica.
“Me hacia suspirar su velillo puesto sobre un mueble, me desconcertaban
sus guantes abandonados sobre un sillón. La hechura y la elegancia de sus
vestidos me parecían inimitables. Ninguna mujer llevaba sombreros como los
suyos.
“Era una mujer casada. Su marido iba todos los sábados a verla para
volverse los lunes. Aquellas visitas no me apuraron: vi siempre al marido con
la mayor indiferencia. No me daba celos. Ignoro el motivo; pero jamás
hombre alguno de los que traté influyó tan poco, tuvo tan poca importancia
en mi vida, ni ocupó menos mi atención.
“¡Cuánto la quería! ¡Qué apasionado estaba yo por aquella mujer! Y ¡qué
bonita era! ¡Qué graciosa! ¡Qué joven! Era la juventud, la elegancia, la
frescura misma. Nunca pude convencerme, como entonces, de que la mujer
es una criatura deliciosa, fina, elegante, delicada, hecha con todos los
encantos y todos los primores. Nunca pude convencerme, como entonces,
de la belleza seductora encerrada en la curva de una mejilla, en el mohín de
unos labios, en los repliegues de una oreja, en la forma del órgano estúpido
que se llama nariz.
Aquello duró tres meses, al cabo de los cuales me fui a los Estados Unidos
con el corazón traspasado. Su recuerdo no me abandonaba, persistente y
triunfante.
“Aquella mujer me poseía de lejos como de cerca me había poseído.
Pasaron los años, pero no la olvidé. Su encantadora imagen se ofrecía
constantemente a mis ojos, no se borraba ni un solo instante de mi
pensamiento. Aquel amor inextinguible me dominaba; era un cariño
constante y fiel, una ternura tranquila, como la memoria venerada y dulce de
lo más hermoso, de lo más encantador que había conocido yo en mi vida.
*
“¡Doce años representan muy poco en la existencia de un hombre! Tanto es
así, que apenas podemos darnos cuenta de que pasan. Uno tras otro, los
años transcurren a la vez apacible y atropelladamente, lentos y precipitados;
parecen interminables y se acaban en seguida. Se van sumando con tanta
rapidez, se empujan y suceden de tal modo, que no dejan casi un rastro
perceptible. Desvanecidos a la sombra de nuestros deseos, de nuestros
afanes, pasan de continuo. Y si queremos volver atrás los ojos para discurrir
acerca del tiempo que ha pasado, no podemos darnos clara explicación de
cómo envejecimos. La vejez sorprende al hombre un día, y el hombre se
pregunta de dónde sale aquella triste compañera, que no le abandonó un
solo instante.
“Al cabó de doce años, me pareció que habían pasado sólo algunos meses
desde aquel verano delicioso en la encantadora playa de Etretat. De regreso
en Paris, un día de la última primavera, me fui a Malsons-Laffitte, para comer
con unos amigos. En la estación, casi al momento de ponerse en marcha el
tren, subió al vagón una señora obesa, escoltada por cuatro niñas. Apenas
me digné mirar a la madre llueca, tan abultada, tan redonda, tan mofletuda,
tan poco interesante, que remolcaba con dificultad su respetable mole y su
numerosa descendencia.
“Respiró agitada, como si estuviese ahogándose, fatigada por la prisa que se
dio para llegar a tiempo. Las niñas comenzaron a charlar. Yo, desdoblando
un periódico, empecé a leer.
“Acabábamos de pasar la estación de Asnières, cuando mi compañera de
viaje me interrogó de pronto:
“-Dispense usted la pregunta, caballero: ¿No es usted el señor Carnier?
“-Sí, señora.
“Entonces ella soltó la risa; una risa franca de mujer tranquila y modesta.
Pero noté en su acento un asomo de triste desencanto, al preguntarme:
“-¿No me conoce usted?
“Dudé de contestar. En efecto, creí haber visto en alguna parte aquella cara:
sus facciones me recordaban algo, alguien… Pero ¿quién? ¿Dónde?
¿Cuándo las había visto?
“Y respondí:
“-Efectivamente… Creo…, si… no… Yo la conozco a usted; no hay duda… Si
me diera usted su nombre…
“Ella, ruborizándose un poco, pronunció:
“-Julia Lefévre.
“Nunca he recibido impresión tan violenta. Me pareció que todo acababa
para mí en un segundo, como si de pronto se hubiera desgarrado ante mis
ojos un velo tras el cual se me revelarían desventuras amenazadoras y
terribles.
“¡Era ella! Una señora obesa y vulgar, ¡ella! Y habla lanzado al mundo
aquella nidada, ¡cuatro niñas!, durante mi ausencia. Las criaturas me
asombraban tanto como su madre. Obra suya; eran los retoños de su vida.
Crecieron y ocupaban ya un lugar en el mundo; mientras la deliciosa
hermosura, la maravilla de gracia y belleza que yo conocí, se había
desvanecido, ya no inspiraba ningún entusiasmo. ¿Cómo se realiza una
transformación tan espantosa en tan breve tiempo? En un día…, porque
hubiera jurado que horas antes la vi como era… ¡y la encontraba de pronto
cambiada! ¿Es posible? Un sufrimiento, una congoja me oprimía el corazón,
y también una protesta indignada, rebelándome contra la Naturaleza, contra
esa obra infame de brutal destrucción.
“La contemplé angustiado. Luego, al oprimir su mano, acudieron lágrimas a
mis ojos. Lloré su juventud perdida; lloré su muerte. Había muerto la que yo
conocí, la señora mofletuda y abultada que se me presentó era otra; ¡yo no la
conocía!
“También ella, emocionándose, balbució:
“-He cambiado mucho, ¿no es verdad? Así es el mundo; ¡todo pasa! Ya lo ve
usted; ahora soy una madre solamente, una madre cariñosa, una madre
buena. Lo demás, pasó, acabó, no volverá. ¡Oh! Ya supuse que usted no me
reconocería si por casualidad nos encontráramos, como ha sucedido.
También usted ha cambiado bastante. Tuve que fijarme bien, que reflexionar
mucho, que discurrir algo, para estar segura de no engañarme. Tiene usted
ya el pelo blanco. Naturalmente. ¡Hace mucho tiempo! Mi niña mayor, tiene
diez años. ¡Hace ya doce años!
“Miré a la niña y descubrí en ella un encanto semejante al que tuvo su mamá
en otro tiempo; las facciones, las formas de la criatura, recordando las de su
madre, aún eran de contornos indecisos, de una expresión vaga, pero
anunciaban un delicioso porvenir.
“Y la vida se me apareció rápida, como un viaje en ferrocarril.
“Llegamos a Maisons-Laffitte. Besé la mano de mi amiga. En mi
conversación con ella, sólo se me habían ocurrido vulgaridades; no encontré
ni una frase feliz. Estaba demasiado aturdido para reflexionar.
“Por la noche, y aprovechando un cuarto de hora que mis amigos me dejaron
solo, contemplé detenidamente mi rostro en un espejo. Y acabé recordando
mi fisonomía como era en otro tiempo; imaginé mis bigotazos y mis cabellos
negros, mis facciones juveniles, mis ojos penetrantes…
“Ya todo había cambiado. Me hallé viejo.
“¡Adiós!”
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter


duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho,
sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de
noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de
Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor,
más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido
la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura
del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una
otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin
el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de
desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en
toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida
en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se
arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una
tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno
y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la
cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al
cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la
menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún
quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención,
ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene
una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio
estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír
el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con
toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en
el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su
mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio,
y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro
lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron
de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de
largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las
suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente
cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la
pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo
rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio…
poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la
mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero
que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía
que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía
siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un
millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó
más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún
que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban
dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media
voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la
sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono
que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola
ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se
veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a
aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos
se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la
mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas
superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre
las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal
monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se
le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria
del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la
joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco
noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir
en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece
serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones
de pluma.

EL GATO BAJO LA LLUVIA


Ernest Hemingway

Solo dos norteamericanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las


personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus
habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al
monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes
bancos.
Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los
artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles
situados frente al mar.
Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra,
hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las
palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían
en una larga línea y el mar se retiraba de la playa para regresar y volver a
romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba
el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba
contemplando el lugar ahora solitario.
La dama norteamericana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, justo
debajo de la ventana, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos
verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua
que caían a los lados de su refugio.
–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.
–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.
–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no
mojarse ¡Pobrecito!
El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.
–No te mojes –le advirtió.
La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando
ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario
era un hombre viejo y muy alto.
–Il piove –expresó la norteamericana. El dueño del hotel le resultaba
simpático.
–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.
Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó
desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás
del escritorio, al fondo de la oscura habitación.
A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier
queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su
papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.
Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La
lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y
entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese
acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió
detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por
el hotelero.
–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.
Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la norteamericana marchó
por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El
banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer
se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.
–Ha perduto qualque cosa, signora?
–Había un gato aquí –contestó la norteamericana.
–¿Un gato?
–Sí il gatto.
–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato bajo la lluvia?
–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto!
Quería tener un gatito.
Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.
–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
–Me lo imagino –dijo la extranjera.
Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la
puerta para cerrar el paraguas. Cuando la norteamericana pasó frente a la
oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara
sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y, a la vez, importante.
Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la
escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.
–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.
–Se ha ido.
–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.
La mujer se sentó en la cama.
–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre
gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.
George se puso a leer de nuevo.
Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el
espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y
por último se fijó en la nuca y en el cuello.
–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó,
volviendo a mirarse de perfil.
George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un
muchacho.
–A mí me gusta como está.
–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un
muchacho.
George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de
encima desde que ella empezó a hablar.
–¡Caramba! Si estás muy bonita –dijo.
La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana.
Anochecía ya.
–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada
de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener
un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.
–¿Sí? –dijo George.
–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y
quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un
gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.
–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su
lectura.
Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través
de las palmeras.
–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato.
Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos
necesito un gato.
George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio
que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta.
–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la
sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de
los brazos que lo sujetaban.
–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto
para la signora.
LA LUZ ES COMO EL AGUA
Gabriel García Márquez

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.


-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus
padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la
que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias
había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates
grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del
número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron
negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su
brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían
ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era
la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con
un hilo dorado en la línea de flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que
no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no
hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus
condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el
cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en
el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al
cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y
rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz
dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron
correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la
corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando
participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos.
Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón,
y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el
manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y
los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después,
ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo:
máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les
sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además
equipos de buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo
ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían
sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos
gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin
que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de
buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras
los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la
altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los
muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante
años se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la
escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir
nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan
razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los
compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la
gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo
edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a
raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente
dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y
encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones
forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las
botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a
media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la
plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina.
Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar,
flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de
mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga
iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los
preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de
mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía
encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para
niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la
popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el
faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba
en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y
flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase,
eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar
el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el
rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá.
Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había
rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el
Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de
la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes
y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca
fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.
ESPUMA Y NADA MÁS
Hernando Téllez

No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis


navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta.
Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del
dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el
cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó
de uno de los clavos del ropero y encima colocó el kepis. Volvió
completamente el cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo de la
corbata, me dijo: “Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme”. Y se
sentó en la silla.
Le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en
busca de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me
puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta,
dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la
brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma “Los muchachos de la
tropa deben tener tanta barba como yo”. Seguí batiendo la espuma. “Pero
nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y
otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos”.
“¿Cuántos cogieron?” pregunté. “Catorce. Tuvimos que internarnos bastante
para dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno”.
Se echó para atrás en la silla al verme la brocha en la mano, rebosante de
espuma. Faltaba ponerle la sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje
del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. Él no cesaba de
hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios del orden. “El pueblo habrá
escarmentado con lo del otro día”, dijo. “Sí”, repuse mientras concluía de
hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. “¿Estuvo bueno,
verdad?” “Muy bueno”, contesté mientras regresaba a la brocha.
El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó así la fresca caricia
del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el
pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los cuatro rebeldes allí
colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de los cuerpos
mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y
que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable,
ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba
Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le
había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre
determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala?
Empecé a extender la primera capa de jabón. Él seguía con los ojos
cerrados. “De buena gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde
hay mucho qué hacer”. Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente
desinteresado: “¿Fusilamiento?” “Algo por el estilo, pero más lento”,
respondió. “¿Todos?” “No. Unos cuantos apenas”. Reanudé de nuevo la
tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre
no podía darse cuenta de ello y esa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido
que él no viniera. Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto
entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar
esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un
buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una
gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se desviara
la hoja. Cuidando de que la piel quedara limpia, templada, pulida, y de que al
pasar el dorso de mi mano por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo
era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de
conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días
se prestaba para una buena faena.
Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y
empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la
perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero
compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido
característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con
trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo
me puse a asentar el acero, porque soy un barbero que hace bien sus cosas.
El hombre que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las
manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a
quedar libre de jabón, y me dijo: “Venga usted a las seis, esta tarde, a la
Escuela”. “¿Lo mismo del otro día?”, le pregunté horrorizado. “Puede que
resulte mejor”, respondió. “¿Qué piensa usted hacer?” “No sé todavía. Pero
nos divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me
acerqué con la navaja en alto. “¿Piensa castigarlos a todos?”, aventuré
tímidamente. “A todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía
apresurarme. Por el espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la
tienda de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego miré el reloj: las
dos veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra
patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como
algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo
reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente
todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar con habilidad la
hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en pequeños remolinos.
Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de
sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a
ningún cliente. Y este era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros
había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los
mutilaran?… Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo era un enemigo. No
lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos,
precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que
Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez
que emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues,
muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente,
vivo y afeitado.
La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con
menos años de los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso
ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo
el golpe de mi navaja Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen barbero,
el mejor de este pueblo, lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí,
bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor! Torres
debe estar sudando como yo. Pero él no tiene miedo. Es un hombre sereno
que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los prisioneros.
En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo esta
piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no
puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo soy un
revolucionario pero no soy un asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y
lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué diablos! Nadie merece que los demás
hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con ello? Pues
nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y estos a los
terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podría
cortar este cuello, así, ¡zas! No le daría tiempo de quejarse y como tiene los
ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos. Pero
estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un
chorro de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el
suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el piso,
tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo
escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le
evitaría todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde
ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos.
Pero me perseguirían hasta dar conmigo. “El asesino del capitán Torres. Lo
degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro lado: “El
vengador de los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el
barbero del pueblo. Nadie sabía que él defendía nuestra causa…” ¿Y qué?
¿Asesino o héroe? Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar
un poco más la mano, apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá
como la seda, como el caucho, como la badana. No hay nada más tierno que
la piel del hombre y la sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja
como esta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un
asesino, no señor. Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo
honradamente con mi trabajo… No quiero mancharme de sangre. De
espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no soy más que un barbero.
Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto.
La barba había quedado limpia, pulida y templada. El hombre se incorporó
para mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y
nuevecita.
“Gracias”, dijo. Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del
kepis. Yo debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres
concluyó de ajustar la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y,
luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo
del pantalón extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y
empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y
volviéndose me dijo:
“Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar
no es fácil. Yo sé por qué se lo digo”. Y siguió calle abajo.
ANTE LA LEY
Franz Kafka

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este


guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta
que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si
más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el
guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo
ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición.
Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes.
Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el
otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre
accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de
pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra,
decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le
permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con
sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le
hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son
preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente
siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto
de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para
sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al
guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo
que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años
audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura
para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación
del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel,
también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián.
Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o
si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un
resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco
tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años
se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha
formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la
muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a
agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre
ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible
entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus
desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz
atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora
voy a cerrarla.
EL RUISEÑOR Y LA ROSA
Oscar Wilde

-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven
estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas
asombrado.
-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto
han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi
vida destrozada por carecer de una rosa roja.
-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado
todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia
a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto
y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido
como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven
estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará
conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos,
reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no
hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará
ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.
-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo
canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es
algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos
ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el
mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza
para adquirirlo a peso de oro.
-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus
instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín.
Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos
con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará,
porque no tengo rosas rojas que darle.
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.
-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la
cola levantada.
-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de
sol.
-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una
vocecilla tenue.
-Llora por una rosa roja.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante,
permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el
jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él
y se posó sobre una ramita.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más
blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece
alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las
sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso
que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en
busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y
quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del
estudiante.
-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el arbusto meneó la cabeza.
-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas,
más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus
abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado
mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este
año.
-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja.
¿No hay ningún medio para que yo la consiga?
-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a
decírtelo.
-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.
-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de
música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás
para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante
toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida
correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.
-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el
mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol
en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de
los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y
los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida.
¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el
jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el
ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.
-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con
notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio
corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero
enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea
sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color
de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su
hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo
comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están
escritas en los libros.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al
ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.
-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te
vayas!
Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe
en una fuente argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su
cuaderno de notas y su lápiz.
“El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una
belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como
muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los
demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo
sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene
notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no
persiga ningún fin práctico!”
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a
pensar en su adorada.
Al poco rato se quedo dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su
pecho contra las espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna
de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su
pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una
muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa,
pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies
de la mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de
una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa
esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más
sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre
y de una virgen.

Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que


enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el
corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor
puede colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa
esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas
tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque
cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la
tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el
color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una
nube se extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en
la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y
olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al
aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de
sus sueños a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el
corazón traspasado de espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto
rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe
tener en latín un nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando
en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre
un carrete, con un perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-.
He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu
corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además,
el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe
que las joyas cuestan más que las flores.
-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.
-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de
todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener
nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
“¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la
mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de
cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas.
Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en
ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica.”
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro
polvoriento y se puso a leer.
LA LECHE DE LA MUERTE
Marguerite Yourcenar

La larga fila beige y gris de turistas se extendía por la calle principal de


Ragusa; las gorras tejidas, los ricos sacos bordados, se mecían con el viento
a la entrada de las tiendas, encendían los ojos de los viajeros en busca de
regalos baratos o disfraces para los bailes de a bordo. Hacía tanto calor
como solo hace en el Infierno. Las montañas desnudas de Herzegovina
mantenían a Ragusa bajo fuegos de espejos ardientes. Philip Mild se metió a
una cervecería alemana donde unas moscas gordas zumbaban en una
semioscuridad sofocante. Paradójicamente, la terraza del restorán daba al
Adriático, que volvía a aparecer ahí en plena ciudad, en el lugar más
inesperado, sin que este súbito pasaje azul sirviera para otra cosa que para
añadir un color más al abigarramiento de la plaza del mercado. Un hedor
subía de un montón de desperdicios de pescados que algunas gaviotas casi
insoportablemente blancas hurgaban. Ningún viento de alta mar llegaba a
soplar. El compañero de camarote de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, bebía
sentado a la mesa de un velador de zinc, a la sombra de un quitasol color
fuego que de lejos parecía una enorme naranja flotando en el mar.
-Cuéntame otra historia, viejo amigo -dijo Philip desplomándose
pesadamente en una silla-. Necesito un whisky y un buen relato frente al
mar… La historia más bella y menos verosímil posible, que me haga olvidar
las mentiras patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de
comprar en el muelle. Los italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los
griegos, los alemanes a los rusos, los franceses a Alemania y casi tanto a
Inglaterra. Supongo que todos tienen razón. Hablemos de otra cosa… ¿Qué
hiciste ayer en Scutari, donde tanto te interesaba ir a ver con tus propios ojos
no sé qué turbinas?
-Nada -dijo el ingeniero-. Aparte de echar un vistazo a dudosos trabajos de
embalse, dediqué la mayor parte de mi tiempo a buscar una torre. He
escuchado a tantas viejas serbias narrarme la historia de la Torre de Scutari,
que necesitaba localizar sus deteriorados ladrillos e inspeccionar si no
tienen, como se afirma, una marca blanca… Pero el tiempo, las guerras y los
campesinos de los alrededores, preocupados por consolidar los muros de
sus granjas, lo demolieron piedra por piedra, y su memoria solo vive en los
cuentos. A propósito, Philip ¿eres tan afortunado de tener lo que se llama
una buena madre?
-Qué pregunta -dijo negligentemente el joven inglés-. Mi madre es bella,
delgada, maquillada, resistente como el vidrio de una vitrina. ¿Qué más te
puedo decir? Cuando salimos juntos, me toman por su hermano mayor.
-Eso es. Eres como todos nosotros. Cuando pienso que algunos idiotas
suponen que a nuestra época le falta poesía, como si no tuviera sus
surrealistas, sus profetas, sus estrellas de cine y sus dictadores. Créeme,
Philip, de lo que carecemos es de realidades. La seda es artificial, los
alimentos detestablemente sintéticos se parecen a esas copias de alimentos
con que atiborran a las momias, y ya no existen las mujeres esterilizadas
contra la desdicha y la vejez. Solo en las leyendas de los países
semibárbaros aún se encuentran criaturas de abundante leche y lágrimas de
las que uno estaría orgulloso de ser hijo… ¿Dónde he oído hablar de un
poeta que no podía amar a ninguna mujer porque en otra vida había
conocido a Antígona? Un tipo como yo… Algunas docenas de madres y
enamoradas, me han vuelto exigente frente a esas muñecas irrompibles que
se hacen pasar por ser la realidad.
“Isolda por amante, y por hermana la hermosa Aude… Sí, pero la que yo
hubiera querido por madre es una muchacha de una leyenda albanesa, la
mujer de un reyezuelo de por aquí…
“Eran tres hermanos, que trabajaban construyendo una torre desde donde
pudieran acechar a los saqueadores turcos. Ellos mismos se habían aplicado
al trabajo, ya porque la mano de obra fuera rara, o costosa, o porque como
buenos campesinos no se fiaran más que de sus propios brazos, y sus
mujeres se turnaban para llevarles de comer. Pero cada vez que lograban
avanzar lo suficiente como para colocar un montón de hierbas sobre el
tejado, el viento de la noche y las brujas de la montaña tiraban su torre como
Dios hizo que se derrumbara Babel. Existen muchas razones por las cuales
una torre no se mantiene en pie, se puede atribuirlo a la torpeza de los
obreros, a la mala disposición del terreno, o a la falta de cemento entre las
piedras. Pero los campesinos serbios, albaneses o búlgaros no reconocen a
este desastre más que una causa: saben que un edificio se derrumba si no
se ha tenido el cuidado de encerrar en sus cimientos a un hombre o a una
mujer cuyo esqueleto sostendrá hasta el día del Juicio Final esa pesada
carga de piedras. En Arta, Grecia, se enseña un puente donde una
muchacha fue emparedada: parte de su cabellera sobresale por una grieta y
cuelga sobre el agua como una planta rubia. Los tres hermanos comenzaron
a mirarse con desconfianza y se cuidaban de no proyectar su sombra sobre
el muro inacabado, pues se puede, a falta de algo mejor, encerrar en una
obra en construcción esa negra prolongación del hombre que es tal vez su
alma, y aquel cuya sombra se vuelve así prisionera muere como un
desdichado herido por una pena de amor.
“En la noche, cada uno de los tres hermanos se sentaba lo más lejos posible
del fuego, por miedo a que alguien se acercara silenciosamente por atrás y
lanzara un costal sobre su sombra y se la llevara medio estrangulada, como
un pichón negro. Su entusiasmo en el trabajo se debilitaba y angustia y fatiga
bañaban de sudor sus frentes morenas. Finalmente, un día, el hermano
mayor reunió a su alrededor a los otros dos y les dijo:
“-Hermanos menores, hermanos de sangre, leche y bautizo, si no
terminamos la torre los turcos se deslizarán de nuevo a las orillas de este
lago, disimulados tras las cañas. Violarán a nuestras criadas; quemarán en
nuestros campos la promesa de pan futuro, crucificarán a nuestros
campesinos en los espantapájaros de nuestros vergeles, quienes se
transformarán así en alimento para cuervos. Hermanos míos, necesitamos
unos de otros, y el trébol no puede sacrificar una de sus tres hojas. Pero
cada uno de nosotros tiene una mujer joven y vigorosa, cuyos hombros y
hermosa nuca están acostumbrados a soportar cargas pesadas. No
decidamos nada, mis hermanos: dejemos la elección al Azar, ese
prestanombres que es Dios. Mañana, al alba, emparedaremos en los
cimientos de la torre a aquella de nuestras mujeres que nos venga a traer de
comer. No les pido más que el silencio de una noche, oh, mis menores, y que
no abracemos con demasiadas lágrimas y suspiros a aquella que, después
de todo, tiene dos posibilidades sobre tres de respirar todavía cuando el sol
se oculte.
“Para él era fácil hablar así, pues detestaba en secreto a su joven mujer y
quería deshacerse de ella para tomar en su lugar a una bella muchacha
griega de cabellos rojizos. El segundo hermano no hizo ninguna objeción,
porque esperaba prevenir a su mujer desde su regreso, y el único que
protestó fue el menor, porque acostumbraba cumplir sus promesas.
Enternecido por la generosidad de sus hermanos mayores, que renunciaban
a lo que más querían en el mundo, terminó por dejarse convencer y prometió
callarse toda la noche.
“Regresaron a las tiendas a esa hora del crepúsculo en que el fantasma de la
luz muerta merodea todavía los campos. El segundo hermano llegó a su
tienda de muy mal humor y ordenó rudamente a su mujer que lo ayudara a
quitarse las botas. Cuando estuvo arrodillada frente a él, le aventó sus
zapatos en plena cara y gritó:
“-Hace ocho días que traigo la misma camisa, y llegará el domingo sin que
pueda ponerme ropa limpia. Maldita holgazana, mañana, al despuntar el día,
irás al lago con tu canasta de ropa y te quedarás ahí hasta la noche entre tu
cepillo y tu bandeja. Si te alejas aunque sea el espesor de una semilla,
morirás.
“Y la joven prometió temblando dedicarse a lavar todo el día siguiente.
“El mayor de los hermanos regresó a su casa muy decidido a no decir nada a
su esposa cuyos besos lo ahogaban, y de quien ya no apreciaba la torpe
belleza. Pero tenía una debilidad: hablaba dormido. La abundante matrona
albanesa no durmió esa noche, preguntándose qué habría disgustado a su
señor. De pronto escuchó a su marido mascullar halando hacia sí el cobertor:
“-Querido corazón, pequeño corazón mío, pronto serás viudo… cómo
estaremos tranquilos separados de la morena por los buenos ladrillos de la
torre…
“Pero el menor regresó a su tienda pálido y resignado como un hombre que
ha encontrado en el camino a la misma Muerte, guadaña al hombro, yendo a
segar. Abrazó a su hijo en su cuna de mimbre, tomó tiernamente a su joven
mujer entre sus brazos y ella lo escuchó sollozar toda la noche contra su
corazón. La discreta mujer no le preguntó la causa de esa gran tristeza, pues
no quería obligarlo a hacerle confidencias, y no necesitaba saber cuáles eran
sus penas para intentar consolarlas.
“Al día siguiente, los tres hermanos tomaron sus picos y sus martillos y
partieron con dirección a la torre. La mujer del segundo hermano preparó su
canasta y fue a arrodillarse frente a la mujer del hermano mayor:
“-Hermana -dijo-, querida hermana, hoy me toca llevarles de comer a los
hombres; pero mi marido me ha ordenado bajo pena de muerte lavar sus
camisas, y mi canasto está repleto.
“-Hermana, querida hermana -dijo la mujer del hermano mayor-, de todo
corazón iría a llevarles de comer a nuestros hombres, pero un demonio se
deslizó esta noche en uno de mis dientes… Ay, ay, ay, no soy buena más que
para gritar de dolor…
“Y palmeó las manos sin ceremonia para llamar a la mujer del menor:
“-Mujer de nuestro hermano menor -dijo-, querida mujer del más chico, ve
allá en nuestro lugar a llevarles de comer a nuestros hombres, pues el
camino es largo, nuestros pies están cansados, y somos menos jóvenes y
ligeras que tú. Ve, querida pequeña, y llenaremos tu cesto de buenas
viandas para que nuestros hombres te reciban con una sonrisa, Mensajera
que calmarás su hambre.
“Y llenaron el cesto de pescados del lago confitados con miel y uvas de
Corinto, de arroz envuelto en hojas de parra, queso de cabra y pasteles de
almendra salada. La joven mujer puso tiernamente su hijo en los brazos de
sus dos cuñadas y se fue por todo el camino, sola con su fardo sobre la
cabeza, y su destino alrededor del cuello como una medalla bendita, invisible
para todos, sobre la cual el propio Dios hubiera inscrito a qué género de
muerte estaba destinada y a qué lugar en su cielo.
“Cuando los tres hombres la vieron de lejos, pequeña silueta aún indistinta,
corrieron hacia ella; los dos primeros inquietos por el buen éxito de su
estratagema y el más joven rogándole a Dios. El mayor contuvo una
blasfemia al descubrir que no era su morena, y el segundo hermano
agradeció al Señor en voz alta por haber salvado a su lavandera. Pero el
menor se arrodilló, rodeando con sus brazos las caderas de la joven mujer, y
sollozando le pidió perdón. Enseguida, se arrastró a los pies de sus
hermanos y les suplicó tener piedad. Por último, se levantó e hizo brillar al
sol el acero de su puñal. Un martillazo en la nuca lo lanzó jadeante a la orilla
del camino. La joven mujer, espantada, había dejado caer su cesto, y la
comida regada alegró a los perros. Cuando comprendió de qué se trataba,
tendió las manos hacia el cielo:
“-Hermanos a los que nunca he faltado, hermanos por la sortija del
matrimonio y la bendición del sacerdote, no me hagan morir, mejor avísenle a
mi padre que es jefe de clan en la montaña, y él les proporcionará mil
sirvientas que podrán sacrificar. No me maten: amo tanto la vida. No
coloquen entre mi amado y yo el espesor de la piedra.
“Pero bruscamente se calló, porque se dio cuenta de que su joven marido,
tirado a la orilla del camino, no movía los párpados y de que su cabello negro
estaba sucio de sesos y sangre. Entonces, sin gritos ni lágrimas, se dejó
conducir por los hermanos hasta el nicho en el muro circular de la torre: dado
que iba a la muerte por su propio pie, podía ahorrarse el llanto. Pero en el
momento en que colocaban el primer ladrillo sobre sus pies calzados con
sandalias rojas, se acordó de su hijo que tenía la costumbre de mordisquear
sus suelas como un perro cachorro juguetón. Cálidas lágrimas rodaron por
sus mejillas y vinieron a mezclarse con el cemento que la cuchara igualaba
sobre la piedra:
“-¡Ay!, mis pequeños pies -dijo ella-, ya no me llevarán hasta la cima de la
colina para enseñarle más pronto mi cuerpo a mi amado. Ya no conocerán la
frescura del agua corriente: solo los Ángeles los lavarán, en la mañana de la
Resurrección.
“Ladrillos y piedras se elevaron hasta sus rodillas cubiertas por un faldón
dorado. Completamente erguida en el fondo de su nicho, parecía una María
parada detrás de su altar.
“-Adiós, queridas manos, que cuelgan a lo largo de mi cuerpo, manos que ya
no harán la comida, que no tejerán la lana, manos que ya no abrazarán al
amado. Adiós, cadera mía, y tú, mi vientre, que no conocerás ni el parto ni el
amor. Hijos que hubiera podido traer al mundo, hermanos que no tuve tiempo
de dar a mi hijo, ustedes me acompañarán en esta prisión que es mi tumba,
y donde permaneceré de pie, insomne, hasta el día del Juicio Final.
“El muro de piedra llegaba ya al pecho. Entonces, un escalofrío recorrió el
torso de la joven mujer, y sus ojos suplicantes tuvieron una mirada semejante
al gesto de dos manos tendidas.
“-Cuñados -dijo ella-, en consideración no mía sino de su hermano muerto,
piensen en mi hijo y no lo dejen morir de hambre. No empareden mi pecho,
hermanos míos, que mis dos senos permanezcan accesibles bajo mi blusa
bordada, y que todos los días me traigan a mi hijo, al alba, a mediodía y al
crepúsculo. Mientras me queden algunas gotas de vida, descenderán hasta
mis pezones para alimentar al hijo que traje al mundo, y el día que ya no
tenga leche, beberá mi alma. Accedan, malvados hermanos, y si así lo hacen
mi marido y yo no les haremos ningún reproche el día en que nos volvamos a
encontrar frente a Dios.
“Los hermanos intimidados consintieron en satisfacer ese último deseo y
dejaron un espacio a la altura de los senos. Entonces, la joven mujer
murmuró:
“-Hermanos queridos, coloquen sus ladrillos frente a mi boca, porque los
besos de los muertos asustan a los vivos, pero dejen una hendidura frente a
mis ojos, para que pueda ver si mi leche aprovecha a mi hijo.
“Hicieron como ella había dicho y dejaron una hendidura horizontal a la altura
de sus ojos. Al crepúsculo, a la hora en que su madre acostumbraba
amamantarlo, se condujo al niño por el camino polvoriento, bordeado de
arbustos bajos que las cabras pastaban, y la torturada saludó la llegada del
bebé con gritos de alegría y bendiciones dirigidas a los dos hermanos.
Torrentes de leche manaron de sus senos duros y tibios, y cuando el niño,
hecho de la misma sustancia que su corazón, se hubo adormecido contra su
pecho, cantó con una voz que amortiguaba la espesura del muro de ladrillos.
Cuando su bebé se separó del pecho, ordenó que lo llevaran a dormir al
campamento; pero toda la noche la tierna melopea se escuchó bajo las
estrellas, y esta canción de cuna entonada a distancia bastaba para que no
llorara. Al día siguiente ya no cantaba, y con voz débil preguntó cómo había
pasado la noche Vania. Al otro día se calló, pero todavía respiraba, porque
sus senos, habitados por su aliento, subían y bajaban imperceptiblemente en
su encierro. Días más tarde, su respiración fue a hacerle compañía a su voz,
pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su dulce abundancia de
fuentes, y el niño adormecido en la cavidad de su pecho, aún escuchaba su
corazón. Luego, ese corazón tan bien conciliado con la vida espació sus
latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el reflejo de las estrellas en
una cisterna sin agua y a través de la hendidura solo se veían dos pupilas
vidriosas que ya no miraban el cielo. A su vez, esas pupilas se dejaron lugar
a dos órbitas hundidas al fondo de las cuales se percibía la Muerte, mas el
joven pecho permanecía intacto y, durante dos años, a la aurora, a mediodía
y al crepúsculo, el brote milagroso continuó, hasta que el niño abandonaba
por sí mismo el pecho.
“Solamente entonces los senos agotados se desmoronaron y solo quedó en
el reborde de los ladrillos una pizca de cenizas blancas. Durante algunos
siglos, las madres conmovidas venían a pasar el dedo por los ladrillos
quemados y las grietas marcadas por la leche maravillosa, luego, incluso la
torre desapareció, y el peso de las bóvedas dejó de ser una carga para ese
ligero esqueleto de mujer. Por último, los propios huesos frágiles se
dispersaron, y ya no queda ahí más que un viejo francés asado por este
calor infernal, que repite al primero que llega esta historia digna de inspirar a
los poetas tantas lágrimas como la de Andrómaca.”
En ese momento, una gitana cubierta por una espantosa y dorada sarna, se
acercó a la mesa donde estaban acodados los dos hombres. Llevaba en los
brazos a un niño cuyos ojos enfermos estaban cubiertos por una venda de
andrajos. Se inclinó con el insolente servilismo propio de las razas
miserables o imperiales, y sus enaguas amarillentas barrieron la tierra. El
ingeniero la corrió rudamente, sin preocuparse de su voz que subía del tono
de la súplica al de la maldición. El inglés la volvió a llamar para darle un
dinar.
-¿Qué te pasa, viejo soñador? -dijo impaciente-. Sus senos y sus collares
bien valen los de tu heroína albanesa. Y el hijo que la acompaña es ciego.
-Conozco a esa mujer -respondió Jules Boutrin-. Un médico de Ragusa me
relató su historia. Hace meses que aplica repugnantes cataplasmas a su hijo
que le inflaman los ojos y apiadan a los transeúntes. Todavía ve, pero muy
pronto será lo que ella desea que sea: un ciego. Entonces esta mujer tendrá
el sustento asegurado, y para toda la vida, porque el cuidado de un enfermo
es una profesión lucrativa. Hay de madres a madres.
INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA
Julio Cortázar

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de


manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y
luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una
nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada
hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano
izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal
correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón.
Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se
sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido
a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá
más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a
un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan
particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie,
los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los
ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y
respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por
levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi
siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en
el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar
llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también
llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y
llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo
peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el
pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la
coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace
difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo
el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los
movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella
fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se
moverá hasta el momento del descenso.

LA MALA MEMORIA
André Breton

Me contaron hace un tiempo una historia muy estúpida, sombría y


conmovedora. Un señor se presenta un día en un hotel y pide una
habitación. Le dan el número 35. Al bajar, minutos después, deja la llave en
la administración y dice:
–Excúseme, soy un hombre de muy poca memoria. Si me lo permite, cada
vez que regrese le diré mi nombre: el señor Delouit, y entonces usted me
repetirá el número de mi habitación.
–Muy bien, señor.
A poco, el hombre vuelve, abre la puerta de la oficina:
–El señor Delouit.
–Es el número 35.
–Gracias.
Un minuto después, un hombre extraordinariamente agitado, con el traje
cubierto de barro, ensangrentado y casi sin aspecto humano entra en la
administración del hotel y dice al empleado:
–El señor Delouit.
–¿Cómo? ¿El señor Delouit? A otro con ese cuento. El señor Delouit acaba
de subir.
–Perdón, soy yo… Acabo de caer por la ventana. ¿Quiere hacerme el favor
de decirme el número de mi habitación?

CIERTOS PESCADORES SACARON DEL FONDO UNA BOTELLA


Wislawa Szymborska

Ciertos pescadores sacaron del fondo una botella.


Había en la botella un papel, y en el papel estas palabras: “¡Socorro!, estoy
aquí. El océano me arrojó a una isla desierta. Estoy en la orilla y espero
ayuda. ¡Dense prisa. Estoy aquí!”
-No tiene fecha. Seguramente es ya demasiado tarde. La botella pudo haber
flotado mucho tiempo -dijo el pescador primero.
-Y el lugar no está indicado. Ni siquiera se sabe en qué océano -dijo el
pescador segundo.
-Ni demasiado tarde ni demasiado lejos. La isla “Aquí” está en todos lados
-dijo el pescador tercero.
El ambiente se volvió incómodo, cayó el silencio. Las verdades generales
tienen ese problema.
SI HUBIERA SOSPECHADO LO QUE SE OYE
Oliverio Girondo

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.


Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos
momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las
discusiones y las escenas de familia.
¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura!
¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal,
daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada
instante.
Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan
como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se
oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los
deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano,
y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los
cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo
que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.
De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas
irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal
forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos
nuevamente.
Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta
mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.
Por lo común, estos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto,
sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa,
encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace
sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito:
una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende,
retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se
amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a
extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de
nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para
siempre.
¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!

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